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La exclusión de las emociones en el trabajo perjudica gravemente la salud*

Aurélie Jeantet
Université Sorbonne Nouvelle, Francia

La exclusión de las emociones en el trabajo perjudica gravemente la salud*

Revista Latinoamericana de Antropología del Trabajo, vol. 6, núm. 13, pp. 1-18, 2022

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas

Dado que el trabajo está diseñado y organizado con vistas a la máxima racionalidad, las emociones tienen que comportarse bien y esperar pacientemente en la puerta. Sólo pueden expresarse a plenitud en los tiempos y los espacios domésticos y de ocio. Así, en lo que se refiere al ámbito laboral, experimentar emociones se percibe como un problema. Y esto desde un triple punto de vista: el punto de vista estructural de las organizaciones productivas, el punto de vista local de los colectivos de trabajo y el punto de vista externo de los investigadores de ciencias sociales que analizan este campo. No se trata tanto de un problema en el sentido de una problemática, es decir, de algo que debe ser examinado para explorar todas sus facetas, complejidad, potencialidades y desafíos en juego, sino más bien de un problema que a toda costa debe ser evitado, obviado, eliminado, neutralizado, racionalizado, normalizado. En breve, habría que huir de las emociones como de la peste, ya que no son limpias, son fuente de males y de desorden. Improductivas y contra-productivas, deberían ser prohibidas porque se sospecha, además, que son contagiosas.

La manera en que se organiza el trabajo, la forma en que se vive y se experimenta subjetivamente, está ligada de manera intrínseca a esta desconfianza hacia las emociones, que se explica por la herencia de una tradición de pensamiento muy viva en nuestras representaciones sociales, que opone de manera dicotómica las emociones a la razón. Así, el trabajo productivo se situaría del lado de la racionalidad, la eficiencia, la ciencia, el orden, la verdad, la cultura y la civilización, lo masculino, lo sano. Por el contrario, las emociones estarían del lado de la esfera privada y doméstica, de la naturaleza, de lo salvaje, de lo femenino, de la infancia, de la locura, del caos, del error, de la enfermedad. Desde esa concepción maniquea, es la razón la que tiene razón, mientras que las emociones, con todo lo que se asocia a ellas, están globalmente devaluadas. Estas representaciones tienen piel gruesa, porque persisten, a pesar de que está claramente demostrado, sobre todo desde los trabajos de los neurobiólogos (Damasio, 1995), que la inteligencia también es sensible, que en ella las emociones juegan un papel esencial. En otras palabras, la(s) cognición(es) y la(s) emoción(es) trabajan juntas, de forma entrelazada e indisociable. Y aunque esto empieza a conocerse, las representaciones se han quedado atrás. La rígida dicotomía entre razón y emoción persiste y afecta tanto al trabajo como a los trabajadores, si no a la sociedad en su conjunto, debilitándolos.

Este lugar asignado a las emociones entonces, dista de ser anecdótico, ya que tiene efectos muy concretos en las prácticas y genera diversas formas de sufrimiento y desgaste, acompañadas de estrategias defensivas que, a su vez, tienen efectos nocivos.

Este texto pretende explorar cómo la exclusión de las emociones en las organizaciones contemporáneas repercute en la salud, movilizando, en una perspectiva interdisciplinaria, la sociología del trabajo, la sociología de las emociones y la psicología; en particular, la psicodinámica del trabajo. Desde el punto de vista epistemológico, es necesario reflexionar sobre lo que es el trabajo y sobre su dimensión afectiva, que es esencial, incluso en las organizaciones capitalistas impulsadas por lógicas racionalistas e instrumentales. Examinaré en tres etapas la exclusión de las emociones por parte de organizaciones, colectivos profesionales e investigadores. Para concluir, mostraré en contrapunto algunos de los lugares, desafíos y posiciones que tienen las emociones en las organizaciones contemporáneas, y cómo su normalización es un vector de enfermedad o de salud, desempeñando según la situación un papel de alienación, de emancipación o de prevención.

EMOCIONES DESPLAZADAS Y EVITADAS POR LAS ORGANIZACIONES PRODUCTIVAS

De acuerdo con las representaciones sociales dominantes, más específicamente en las organizaciones, las emociones se asocian por lo general con el desorden, la parcialidad, el exceso, la falta de profesionalismo, el accidente, la patología, la lentitud y la pérdida de tiempo. Las organizaciones se esfuerzan por descartar y dejar de lado lo afectivo, por contener y controlar las emociones, para centrarse en la producción, en una lógica instrumental, estratégica y teleológica. Convertidos en "recursos humanos", los trabajadores quedan así reducidos a medios para alcanzar un fin que les es ajeno. El cuerpo y la mente se movilizan y, durante mucho tiempo, los afectos deben permanecer fuera, en el guardarropa o en la casa.

Es así que en las fábricas del siglo XIX, como señala la sociolingüista Josiane Boutet (2008), el reglamento interno estipulaba que los trabajadores tenían prohibido hablar. Y sabemos que el acto de hablar está cargado de afecto, que constituye uno de los principales vectores emocionales, a través de las palabras, el giro de las frases, la entonación, el tono, las expresiones faciales, etc. Hablar de lo que se siente es vincularse, crear la posibilidad de empatía y solidaridad, hacerse más inteligente y fuerte, eventualmente reclamar y rebelarse...1. Todo esto es lo que los patrones quieren evitar. La Organización Científica del Trabajo (OCT) de Taylor pretende neutralizar a los trabajadores, que son comparados con el ganado, y cualquier protesta se atribuye a su legendaria holgazanería. El gusto por la pereza, el miedo al cambio, la falta de ambición, etc.: las emociones que se les atribuyen justificarían que su trabajo sea constreñido y dirigido por otros. Movidos por sus propias emociones, los trabajadores deberían estar bajo el control de los jefes, que estarían motivados por la razón.

Incluso hoy, hablar sigue estando prohibido, aunque sea de manera implícita, en muchos entornos de trabajo. En las cocinas de los grandes restaurantes el silencio suele ser la norma, lo que crea un ambiente casi militar en el que la jerarquía y la disciplina están muy presentes. En muchos casos, hablar es simplemente incompatible con las condicione. de trabajo y el ritmo impuesto en las sociedades capitalistas actuales: por ejemplo, hablar con los compañeros ralentiza el ritmo y se convierte así en una amenaza para la satisfacción de los objetivos productivos y, en consecuencia, para la conservación del propio puesto de trabajo. En otros casos, el aislamiento y la distancia geográfica o el ruido ambiental (por ejemplo en supermercados, obras de construcción, fábricas) impiden hablar. Por último, el discurso está cada vez más estandarizado y despersonalizado (desde los guiones de los call centers hasta el lenguaje corporativo).

El aburrimiento, la incomunicabilidad, la anomia, la soledad y la ausencia de desarrollo colectivo producen, pues, situaciones propicias para el sufrimiento en el trabajo.

Sentir, experimentar, emocionarse, soñar, hablar, imaginar..., impulsos vitales y necesidades psíquicas esenciales que mantienen la buena salud y que la mayoría de las veces son antinómicas con lo que exigen las organizaciones. Entonces, ¿qué hacer? Estas limitaciones productivas y productivistas empujan a veces a los trabajadores a lo que los psicólogos llaman represión pulsional: prohibirse todo deseo y toda vida psíquica. En el trabajo repetitivo bajo presión de tiempo, esto se traduce en una auto-aceleración que consiste en realizar los gestos de trabajo como por automatismo, acercándose a un estado de trance. Esto tiene la doble ventaja de, por un lado, escapar, en el pensamiento, de un trabajo constrictivo y anestesiarse (olvidarse de dónde se está, de estar aburrido, de no sentir el cuerpo que sufre) y, por otro lado, satisfacer los imperativos de desempeño (o incluso superarlos). Sin embargo, según constatan los psicólogos laborales, esta evicción del pensamiento y la imaginación tiene un costo psicológico muy elevado. Esta estrategia defensiva debilita la mente, aumenta la vulnerabilidad del trabajador a la descompensación y lo expone al exceso de trabajo (desde trastornos musculo-esqueléticos hasta el karoshi, término japonés que designa la muerte súbita por exceso de trabajo, pasando por el infarto de miocardio o la apoplejía). Por tanto, trabajar sin sentir tiene un costo sobre la salud física y mental.

No sólo se trata del trabajo repetitivo bajo presión de tiempo. La burocracia también se jacta, con otros argumentos, de haber inventado una organización ideal, basada en la razón, donde los empleados trabajan "sin odio y sin pasión", "sin amor y sin entusiasmo" (Weber, 1921). Max Weber hizo el elogio de la burocracia, frente a los otros dos modelos, la dominación tradicional y la dominación carismática. Henri Fayol (1916) aplicó a las administraciones francesas los principios de la OCT, origen del taylorismo. Hoy persiste la idea de que la imparcialidad de los agentes del Estado justifica su insensibilidad, para no caer en las "trampas de la compasión" (Corcuff, 1996) y tratar a todos los usuarios según el principio de igualdad, tan valorado en el servicio público.

Se ha desarrollado así toda una línea de pensamiento, según la cual las nociones de fuerza y eficacia se oponen a la de emoción. La escritora liberal estadounidense Ayn Rand, influyente en los años cincuenta y sesenta, es uno de los eslabones de esta cadena. Según el mito racionalista, apoyado en una fantasía de dominio, la persona de éxito es capaz de controlar sus emociones y las de los demás. El poder es "poder sobre": sobre los demás y -al menos en apariencia- sobre uno mismo. Domar, civilizar, explotar, instrumentalizar, manejar, gestionar..., términos todos ellos que pueden aplicarse tanto a las propias emociones como a las de terceros subordinados. Desde esta perspectiva, el buen profesional es intransigente e impasible. Es más fuerte que sus emociones, no se deja llevar por ellas, parece dominarlas bajo cualquier circunstancia. No se deja engañar, no duda, no se deja sacudir por el curso de los acontecimientos, mantiene el rumbo de su barco pase lo que pase (el "capitán de la industria"). La discreción, la contención, la indiferencia, la frialdad y el supuesto autocontrol son, pues, las normas emocionales valoradas en el mundo del trabajo.

Los daños morales, sociales y políticos que provoca un sistema de este tipo han sido ampliamente constatados, ya sea durante la segunda guerra mundial con la organización de convoyes que llevaban a la muerte a millones de deportados, incluso por parte de funcionarios que no necesariamente defendían la ideología nazi, como en la "despersonalización" implementada en instituciones totales (como los asilos psiquiátricos con respecto a los pacientes) (Goffman, 1968); pero también, de forma más banal y contemporánea, en la relación con los usuarios en la administración con rostro inhumano (como las prefecturas con respecto a los extranjeros) (Spire, 2008).

La ausencia de emociones conduce a formas de abuso y violencia, tanto hacia los demás como hacia uno mismo. New (2001), refiriéndose al análisis de Kauffman (1985), explica que "la negación de las emociones como una forma de violencia contra la autoexpresión contribuye a la violencia masculina contra las mujeres y los hombres, haciendo a estos últimos menos empáticos y embotando su sensibilidad a las necesidades y experiencias de los demás" (197).

Las profesiones liberales abogan de otra manera por la "neutralidad emocional”. Parsons (1937) mostró que este "desinterés" constituía una de las piedras angulares de la identidad profesional de los médicos, mientras que los interaccionistas simbólicos señalarían posteriormente que esta neutralidad forma parte de una "fachada" que establece su autoridad y su prestigio. Incluso hoy uno se asombraría de ver a un abogado temblando por su cliente o a un médico rompiendo a llorar cuando le dice a su paciente que no hay nada más que pueda hacer para superar la enfermedad que le lleva inexorablemente a la muerte. La neutralidad, la imparcialidad, el pudor, incluso la frialdad, van de la mano del estatus social. Toda una organización del trabajo apuntala esta desafección, con la delegación de los afectos y su gestión (los cuidados) en enfermero/as y auxiliares de cuidados, que, como los/as trabajadores/as sociales, los/as secretarios/as, los/as profesores/as y muchos oficios relacionales, están llamados a encontrar la "distancia adecuada". Este "trabajo emocional" (Hochschild, 1983) sigue siendo en su mayor parte invisible, mal equipado y mal organizado, no reconocido ni remunerado, cuando no francamente devaluado. En este sentido, se parece al "trabajo sucio" (Hughes, 1962). Esto explica por qué puede ser agotador, incluso desgastante o alienante. La falta de autonomía, de formación, de espacios y de tiempos de recuperación, conduce con frecuencia al agotamiento emocional. Una vez más, la falta de reconocimiento de las emociones en juego, así como del trabajo emocional realizado, genera sufrimiento en el trabajo.

De manera paralela, se desarrolla en las organizaciones algo que puede asemejarse a una valorización de las emociones: la recuperación por parte de los empresarios de la crítica artística (Boltanski y Chiapello, 19992), el auge de las start-ups y la aparición del modelo de los “patrones amigos”, el énfasis puesto en la "pasión" y el "gusto por la aventura", o, más aún, el éxito de la noción de "inteligencia emocional" en la literatura gerencial. La ideología neoliberal y la vulgata psicologizante y gerencial irrigan ahora todos los sectores de actividad (ser empresario de sí mismo, superarse, gestionar las emociones, ser apasionado, etc.), llevando a la psicologización y a la culpabilización (Castel, Enríquez y Stevens, 2008; Le Garrec y Guénette, 2014) de los que sufren, por ser "incompetentes emocionales". Esto es lo que lleva a decir a Eva Illouz que "la vida emocional ocupará a partir de ahora un lugar central en la empresa" (Illouz, 2006: 38). Pero esta referencia a los afectos, tan cara a la neolengua gerencial (Vandevelde-Rougale, 2017), no es más que un discurso, y un discurso seductor. No es en absoluto un reconocimiento de las emociones presentes en los mundos del trabajo, emociones que se caracterizan por una gran diversidad y ambivalencia. Por un lado, estos discursos operan una reducción, una selección y una simplificación: sólo se mencionan ciertas emociones, las otras siguen siendo negadas y sancionadas. Por otra parte, al plegarlas y formatearlas dentro de una lógica de dominio y control, las técnicas de comunicación y gestión pasan por alto algo que es fundamental en las emociones: que son ampliamente imprevisibles. Por último, la instrumentalización de las emociones produce efectos devastadores en los sujetos: la gestión del afecto abre el camino a procesos perjudiciales como el chantaje, la manipulación, la perversidad, el cinismo, la estigmatización, el acoso, etc. Así, estas transformaciones sólo introducen un refinamiento y un maquillaje superficial, pero dejan intacto el modelo racionalista; sólo que producen, además de una intensificación y una mayor implicación en el trabajo, confusión, culpabilidad, infantilización, control, ludificación y desilusión.3

Así, el distanciamiento y el control de las emociones, inicialmente pensados y estructurados por las organizaciones, se convierten rápidamente en una cuestión subjetiva, colectiva y de salud (para "aguantar"), al mismo tiempo que una cuestión social, ética y política (que atraviesa la problemática de las desigualdades y de la dominación).

LAS EMOCIONES COLECTIVAMENTE REGULADAS Y NORMADAS

La lógica racionalista y la instrumentalización bastarían por sí solas para explicar por qué, en los colectivos de trabajo, las emociones se perciben de manera global como un riesgo4. Sin embargo, también hay que tener en cuenta que los colectivos tienen su propia dinámica orientada a la cohesión, integración y protección de sus miembros. Podemos entonces preguntarnos en qué sentido inciden estas dinámicas locales. Estas últimas ¿refuerzan la exclusión de las emociones? ¿O los colectivos son capaces, y en qué condiciones, de acoger y regular las emociones, a veces fuertes, que impregnan la experiencia, necesariamente afectiva, del trabajo real en el día a día?

El aprendizaje de un oficio implica la socialización profesional, que no sólo es social, técnica y cultural, sino también emocional. Se aprende a sentir, percibir, identificar, aceptar y, a veces, domar las emociones adecuadas (Hughes, 1962). Las emociones son hechos sociales, decía ya Durkheim (1894), y por tanto están normadas. Dependiendo del oficio y la profesión, ciertas emociones están prohibidas mientras que otras son toleradas o incluso prescritas (Lhuillier, 2006; Hochschild, 1983). Loriol y Caroly (2008) muestran que los agentes de policía pueden apoyar y ayudar a uno de sus colegas devastado por el miedo cuando se enfrenta a un cadáver, mientras que pueden ser duros e incluso excluir a otro colega que experimenta miedo cuando se enfrenta a la violencia física. En cambio, para las enfermeras es todo lo contrario, ya que la muerte y la degradación de los cuerpos, que está en el corazón de su profesión, no debería despertar miedo ni gran tristeza (Castra, 2003). Esta norma también tiene una función de protección mutua, que se puede encontrar en muchos sectores, como el trabajo social, con miembros experimentados que reprochan a los voluntarios, por ejemplo, ser demasiado emotivos y no conseguir encontrar la "distancia adecuada" con las personas sin hogar (Arnal, 2015). Los colectivos, cuando están vivos, se hacen cargo de las emociones fuertes y pueden actuar de forma preventiva. Sin embargo, veremos que la acción también puede ser brutal y debilitante.

La importancia del burn-out, sobre todo en el sector de la salud5, es reveladora tanto del deterioro de las condiciones de trabajo -debido a la lógica de la gestión, que se traduce en una escasez de tiempo y recursos, como del debilitamiento de los colectivos y de los conflictos que de ello resultan. La desvalorización estructural de las emociones también explica por qué los grupos y los individuos están tan mal equipados para considerar y trabajar sobre esta dimensión. Además, observamos que si la expresión de las emociones suele estar confinada dentro del grupo de pares, incluso allí no todas las emociones se pueden expresar. Es necesario proteger a los demás no expresando con demasiada fuerza las emociones difíciles, juzgadas ilegítimas, que se esfuerzan por no ver. Conviene también no parecer frágil, mantener la cara seria y no molestar a los superiores con lo que parecen cuestiones secundarias o demasiado personales, ya que se supone que los directivos se definen por la racionalidad y la eficacia6. En su estudio sobre las empresas funerarias, Julien Bernard (2008) cita a un maestro de ceremonias: "los jefes están más por el lado profesional que por el sentimental. No tomo a mis jefes por psicólogos. Cuando tengo contacto con ellos, es más profesional que otra cosa”.

Todo se orienta para hacer creer en esa distribución emocional, sobre todo el lenguaje aséptico de los directivos, hecho de eufemismos, anglicismos y acrónimos. "La neolengua directiva [...] crea una escisión lingüística del sujeto, que se ve obligado a silenciar la expresión sensible de sus emociones para ser escuchado en la organización del trabajo", escribe Vandevelde-Rougale (2017: 182). Los directivos adoptan posturas de distancia afectiva, condicionando el ejercicio de su trabajo, a veces cínico, mientras recuerdan su superioridad social y su pertenencia a las clases acomodadas.

A nivel individual, experimentar las emociones también puede tener implicaciones contrastadas para el sujeto, dependiendo de si son consideradas legítimas o no por la profesión. Diane Desprat (2015) también ha mostrado que el disgusto entre los peluqueros sirve como indicador de su propia (in)adecuación para el oficio: algunos jóvenes peluqueros pueden haber juzgado que no estaban hechos para ello después de todo, desviándose en su trayectoria profesional. Estar afectado (o no) clasifica a los postulantes a un puesto de trabajo. Es comprensible que esta normalización de las emociones tenga sentido a la vez en relación con la actividad, condicionando su realización, en relación con el grupo, favoreciendo la comunicación, la cohesión y la cooperación, y en relación con el individuo, asumiendo un papel protector.

La homogeneidad y la cohesión afectivas dentro de un grupo son aún más necesarias cuando forman parte de una estrategia defensiva colectiva. Ante las pruebas y sufrimientos del trabajo, los individuos desarrollan defensas que movilizan un modo de funcionamiento psíquico que incluye una determinada relación con las emociones. Esto funciona mucho mejor cuando existe además una representación compartida del mundo y cuando se establecen fuertes vínculos entre los compañeros.

Este es el caso del sector de la construcción y obras públicas, tan bien estudiado por los ergónomos Baratta, Cru y Dupont (1993). Los trabajadores de la construcción están expuestos a importantes riesgos de accidente: es la primera ocupación en términos de mortalidad. Los trabajadores no pueden ignorar este hecho, que inevitablemente genera miedo. Y este miedo aparece en sí mismo como un riesgo: invasión de la psique, parálisis, hasta el punto de que el miedo puede simplemente impedir el ejercicio mismo del trabajo: ¿cómo se puede subir a un andamio con las piernas temblorosas? ¿Cómo se puede tener confianza en un colega que tiene miedo? Para poder trabajar, se niega el miedo. "No hay riesgo", dicen, a pesar de todas las evidencias. En esta creencia subyace una ideología viril, con todo su sexismo y homofobia. Los que se "acobardan" son entonces estigmatizados y excluidos, a veces de manera violenta.

El proceso de negación, como puede verse, es diferente de la simple devaluación o proscripción de una emoción. El miedo, en esta perspectiva, simplemente ya no puede afectar más a la persona. Y cuando este proceso es colectivo, tiene una fuerza y una eficacia temibles. También es importante destacar los efectos de la negación: en primer lugar, los efectos objetivos en cuanto a la asunción de riesgos, que conducen a un aumento de los accidentes de trabajo: si creo que no hay riesgo, no tiene sentido seguir las instrucciones de seguridad usando un casco o un arnés. En segundo lugar, los efectos subjetivos, inducidos por la negación, en los trabajadores atrapados en esta ideología defensiva: la ceguera, el autoengaño, la interrupción del juicio, tienen repercusiones en términos de fragilidad psicológica (riesgo de descompensación) y de conductas adictivas (sustancias psicoactivas). Además, los efectos también son muy negativos para los trabajadores que no participan en esta defensa (exclusión, acoso, aislamiento). Por último, hay que mencionar los efectos colaterales en las familias de los trabajadores: generalmente son sus esposas las que heredan este miedo, que es tanto más doloroso cuanto que lo viven solas y en total impotencia.

Así, las emociones pueden manifestarse siempre de forma normalizada y en algunos casos son objeto de regulación, pero el hecho es que, dentro de los mundos del trabajo, su lugar sigue siendo muy confinado y limitado. Mostrar las emociones es correr el riesgo de ser descalificado, de no parecer "profesional", de ser juzgado negativamente en sus habilidades, en sus capacidades e incluso en su esencia. Esto es aún más el caso cuando se está en la parte inferior de la escala social (obrero, empleado subordinado, negro, mujer, etc.)7, lo que subraya el papel crucial de las emociones en la dominación (Jeantet, 2018). Tanto si el rechazo de las emociones adopta la forma de distanciamiento, relegación, negación o desafección, tiene muchas implicaciones, por un lado, para la salud mental y física y, por otro, para los vínculos sociales y los valores morales que sustentan e instituyen la esfera del trabajo.

EMOCIONES ENFRiADAS O CONSIDERADAS POCO CIENTÍFICAS

En lo que respecta a los investigadores en general, y a los analistas del trabajo en particular, la evicción de las emociones está doblemente justificada: a la vez como práctica profesional -es decir, del lado de lo impensado y lo encarnado- y como pensamiento científico, es decir, como producto del trabajo. El mundo académico es un ámbito profesional estructurado, allí como en otros lugares, por normas sociales que a menudo imponen la retención emocional (ocultar la irritación, el aburrimiento, la ansiedad), y también por una ideología racionalista muy fuerte. La razón se valora allí mucho más, ya que está vinculada a la verdad, la objetividad, la neutralidad y la cientificidad. Todos estos objetivos se verían comprometidos por las emociones si no se tiene cuidado con ellas.

Muchas obras metodológicas y epistemológicas explican que para hacer ciencia hay que desconfiar de la subjetividad y de las emociones, así como de las ideas recibidas y de las opiniones, que con frecuencia están contaminadas por los afectos (Bachelard, 1938). Lo que Lutz y Abu-Lughod escriben a propósito de la antropología puede extenderse al conjunto de las ciencias humanas y sociales: las emociones serían "representadas como la parte menos controlada, menos construida, menos aprendida de la experiencia humana y, por lo mismo, la menos susceptible de ser sometida al análisis en términos de sociedad y cultura" (Lutz y Abu-Lughod, 1990, citado por Crapanzano, 1994). Hay que neutralizarlas, no perder el tiempo con ellas, insistir, ser indiferentes o combatirlas asiduamente como "prejuicios". El investigador ideal es un cerebro puro. Debe mostrarse impasible, debe borrarse como persona si quiere contribuir, junto con sus pares, a la dramaturgia del trabajo intelectual. Sólo se permitiría la rara y efímera alegría del descubrimiento ("¡Eureka!"), mientras que la dureza del trabajo cotidiano del investigador ni siquiera sería digna de mención, fundiéndose con la vocación desinteresada, abrazada al precio de sacrificar la aspiración a los placeres vulgares.

Françoise Waquet (2019) estudia precisamente la forma en que los investigadores se defienden de los afectos, que sin embargo los atraviesan inevitablemente en cada fase del trabajo. Se despliega así todo un arsenal metodológico y formal, una escritura y un lenguaje, una forma puramente retórica de manejar las emociones (como en la frase "es de temer que..."). Los cánones de la escritura académica tienen el efecto de "enfriar" las emociones sentidas, de suavizar la producción sensible de una investigación: el uso del impersonal "nosotros", las formulaciones habituales, los giros pasivos, el uso de conceptos y la elección de ciertas metáforas. El aprendizaje del oficio pasa por una escritura que aseptiza y "autopsia" (Laé, 2002). Se produce así una cultura emocional particular, que presupone una socialización a menudo vivida en la dureza y en una cierta soledad.

La falta de preparación para las fuertes emociones que marcan la carrera de un investigador genera sufrimiento, sobre todo entre los jóvenes y entre los que no tienen un puesto estable8. Los testimonios y los grupos de trabajadores precarios denuncian regularmente este estado de cosas (Poumir, 1998). La evitación de los afectos entre los investigadores va de la mano de una distribución de tareas que es también una división del trabajo emocional. Al igual que en otras profesiones9, algunas mujeres profesoras asociadas10 y secretarias de departamento y de laboratorio suelen asumir el peso de las relaciones humanas: reparar, escuchar, consolar, curar (Acker y Feuerverger, 1996). Al mismo tiempo que esta tarea se percibe implícitamente como esencial, está desvalorizada, y devalúa a aquellos que la llevan a cabo (la mayoría de las veces aquellas). Esta división también refuerza la distancia y el límite con los estudiantes, para quienes las emociones se perciben fácilmente como obstáculos y factores de fracaso, que se supone que deben resolverse como por automatismo mediante un trabajo más asiduo. De este modo, los profesores y supervisores pueden corresponder mejor a los valores de contención y discreción que distinguen a las clases altas (Le Wita, 1988), transmitirlos y dedicarse más plenamente y con mayor concentración a las tareas valoradas (intelectuales y políticas). De este modo, la relación con las emociones se cruza con las relaciones sociales, ya que la dominación también es emocional.

Veamos los detalles de un estudio que realicé recientemente en el medio académico11. El juego competitivo y la inseguridad laboral son tales que el ambiente en ciertos departamentos y laboratorios está muy degradado (las condiciones de trabajo se describen como "extremadamente difíciles para todos", "insoportables" y "monstruosas").

Las relaciones de poder que fomentan el autoritarismo, la arbitrariedad, la dependencia y la explotación son predominantes (los doctorandos tienen "la sensación de ser carne de cañón", utilizados y luego despedidos: "nos echan sin ni siquiera decir 'gracias'"). El miedo puede provocar mucha ansiedad: a no ser contratado, a perder los cursos, a no ser reconocido o incluso excluido, a ser objeto de interpelaciones verbales violentas, etc. La idea del mérito, por un lado, y la realidad objetiva de la escasez de puestos y recursos, por el otro, van en contra del reconocimiento de los afectos. En el departamento que estudié varios profesores-investigadores experimentaban sufrimiento (depresión, ataques de ansiedad, insomnio, aumento de peso, pensamientos suicidas), sin poder expresarlo (en este "clima de miedo", "las cosas nunca se dicen directamente", "no se permite decir nada", "no hay libertad de expresión"). La ley del silencio que ha reinado durante años ha causado un daño considerable, sobre todo entre los estudiantes de doctorado y los profesores asociados, algunos de los cuales han abandonado el departamento, han dejado la profesión o han renunciado a la investigación, una parte del ejercicio de la profesión de la que han sido progresivamente descalificados por unos pocos profesores carismáticos y manipuladores que han adquirido un poder desmesurado.

Ante el malestar general provocado por la sobrecarga de trabajo y la competencia por los puestos entre los doctorandos, el estudio reveló la existencia de un sistema de defensa colectiva que implica una negación viril de los afectos. En un contexto difícil, estos hombres y mujeres tenían que superarse a sí mismos de forma heroica, sin cuidar de su salud ni la de los demás. Tener dificultades para llevar a cabo una tarea, o equivocarse, fue primero simplemente negado y luego condenado; se asociaba con debilidad personal, fracaso, culpa e incluso traición. Una de las profesoras-investigadoras entrevistadas informó: "no se te permite mostrar vulnerabilidad, porque eso significa ser incompetente [...] No se te permite mostrar debilidades, a ese nivel, ni se te permite decir que estás cansada o abrumada. Es, en efecto, muy mal visto.”

Una descompensación más espectacular que las demás, con reconocimiento institucional, no hizo sino endurecer aún más la situación, con una "cacería de brujas" generalizada, destinada a expulsar a quienes se habían atrevido a quejarse ante el servicio de salud laboral. Como resultado de la investigación-acción, el funcionamiento, que salió a la luz, comenzó a ser más flexible y se puso de manifiesto el inicio de una mayor atención a las condiciones de trabajo de todos y cada uno. Sin embargo, esta mejora sigue siendo frágil, sobre todo porque no ha habido un reconocimiento colectivo de los agravios causados.

Por otro lado, también hay que destacar que la negación y la desvalorización de los afectos tienen un efecto negativo sobre los resultados generados por la investigación. Los análisis científicos llevan la marca de esta ausencia de emociones, tanto en su forma -el lenguaje utilizado- como en su contenido -los propios resultados-. Por ejemplo, durante mucho tiempo se creyó que las chicas eran menos lógicas que los chicos y que tenían menos sentido de los grandes principios universales. Esto puede explicarse por el hecho de que los investigadores no integraron la dimensión sensible en su propia mirada ni, en consecuencia, en la de los sujetos estudiados. Este es el caso del famoso análisis de Carol Gilligan (1982) sobre la pequeña Amy. Aunque la niña defendió un punto de vista que mostraba una comprensión de los problemas y de la complejidad de la situación representada, el análisis reveló una falta de rigor lógico en su razonamiento12. Esto es también lo que señala Françoise Héritier cuando deconstruye un estudio neuro-científico que descubrió que los hombres y las mujeres activan zonas diferentes del cerebro para orientarse en el espacio. A diferencia de los hombres, que razonarían según criterios abstractos y geométricos, se dice que las mujeres utilizarían más una lógica sensible, lo que explicaría su lentitud y su escaso sentido de la orientación. Françoise Héritier explica que los autores de este análisis pasaron, sin siquiera darse cuenta, de la observación de una diferencia (hombres/mujeres) a la demostración de una superioridad (de los hombres sobre las mujeres). Esto se debe a categorías de pensamiento, tanto de los investigadores como de los lectores, que son connotativas: "categorías dualistas de género donde lo geométrico es superior a lo sensible, lo abstracto a lo concreto, lo rápido a lo lento, como lo masculino lo es a lo femenino" (Héritier, 2002: 46).

En la sociología del trabajo hace tiempo que se habla de individuos sin género y sin rostro, de actores estratégicos, sin cuerpo y sin afectos. Además de las lógicas del propio mundo del trabajo, y las del mundo de la investigación científica en particular, podemos identificar los frenos ideológicos: los frenos del pensamiento crítico, como el marxismo y el estructuralismo, y los frenos del pensamiento liberal, como el modelo del homo economicus. Así, el actor estratégico crozeriano, que ha dejado su huella en la disciplina, está influido por un solo y único afecto, la sed de poder, que concentra todas las emociones y explicaría su comportamiento y sus (in)satisfacciones. Cuando se ve contrariado, el "instinto estratégico" (Crozier y Friedberg, 1977), expresado en la ambición y la envidia, se desarrollarían, por el contrario, la apatía y la frustración en aquellos que no son capaces de "salir del apuro" (ibíd.) y permanecen “atrapados dentro de un juego defensivo” (Crozier, 1971: 145). No puede sino constatarse que esta descripción se refiere a una psicología rudimentaria, simplista y universalizadora que ha hecho daño. Por un lado, a través del desarrollo de un estilo de gestión individualista que hace hincapié en forma sistemática en el atractivo de la ganancia (bonificación, premio, regalo, promoción, etc.), y por otro, a través de la división y jerarquización entre los individuos que se dice poseen una "capacidad de organización" (145) y otros, más temerosos, con modos de cooperación considerados como "frustrados" (149). Esto se ha utilizado para descalificar a estos últimos, por ejemplo mediante la distinción propuesta por el Movimiento de Empresas de Francia (MEDEF) entre "riesgófilos" y "riesgófobos".

Las emociones hicieron su aparición en el análisis del ámbito del trabajo en Francia en el cambio de milenio, en un momento en el que ignorarlas era cada vez más difícil debido a la constatación de un aumento del sufrimiento en el trabajo (mediatización de la noción en la obra de Dejours, [1998]13, éxito del libro de Hirigoyen [1998] sobre el acoso, obligación legal de prevenir los riesgos psico-sociales (RPS) a partir de 2008, ola de suicidios en France Télécom en 2009). Como amenaza para la salud y el orden establecido, las emociones se han convertido en algo nombrable al ser asimiladas a un problema social. Así, han encontrado un lugar, al principio de forma tímida (conclusión, notas a pie de página, apéndices) y luego de manera más central, en gran parte por inspiración de Hochschild, cuyo libro de 1983, The Managed Heart, fue finalmente traducido al francés en 2017. Las emociones, ahora percibidas porque están en crisis, han quedado así reducidas a efectos, generalmente negativos, producidos por organizaciones laborales patógenas.

Paralelamente, los investigadores empezaron a cuestionar su propia práctica y el lugar de las emociones en los distintos estadios de su actividad: la elección del objeto, la relación con los archivos o con el trabajo de campo, las colaboraciones, la escritura, etc. El llamado a la reflexividad afectó primero a la antropología, siguiendo en particular a Malinowski (1967) y a Devereux (1967). La adopción de métodos cualitativos inductivos, con inmersión en el campo, ha fomentado este cuestionamiento entre los sociólogos. El desarrollo del sector de los servicios, con sus dimensiones más relacionales, también ha animado a quienes trabajan en estas actividades a cuestionar lo que está en juego en estas interacciones, incluyendo las subjetividades (Jeantet, 2003). Otros han mencionado el papel de las emociones, incluso en el trabajo de archivo, como la historiadora Arlette Farge (1989) y el sociólogo Jean-François Laé (2002). En la ciencia política, las emociones también se estudian en su papel de movilización (Traïni, 2009), señalando que "emoción" viene de movere, "movimiento", que se encuentra en "movimiento social".

Así pues, el papel de las emociones debe reconocerse en todas las fases del trabajo, tanto de los investigadores como de los trabajadores estudiados. También hay que reconocer que las emociones no sólo son sentidas, sino también activas. A esto es a lo que nos incitan las teorías feministas, especialmente las teorías del cuidado, mostrando que las emociones apuntan hacia lo que es valioso, lo que realmente importa, "a lo que hay que prestar atención" (Paperman, 2013: 8). Ellas vinculan y dan coherencia (Frijda, 2005). Prestar atención a las emociones significa acceder al trabajo real, en contraposición al trabajo prescrito o imaginado. Son una "fuerza motriz y vinculante", escribe Louis Quéré (2012), releyendo a Dewey, y realizan una labor de "selección y ensamblaje de elementos en un todo organizado". En esto, tienen un potencial de resistencia frente a las lógicas gerenciales, patriarcales14 y destructivas (Jeantet, 2018).

CONCLUSIÓN: REINSERTAR LO AFECTIVO EN EL TRABAJO

La obligación de controlar las emociones de forma fuerte y permanente, que hemos visto afecta hoy a todas las ocupaciones, puede conducir a un sentimiento de alienación y depresión15. Otros factores generados por la transformación del trabajo explican el aumento del sufrimiento, como el acoso y los conflictos relacionales, la pérdida de sentido de la actividad, la ética16, la intensificación (Gollac y Volkoff, 1996) y el agotamiento, etc. Todos ellos implican emociones intensas, cuyo reconocimiento y consideración podrían asociarse a métodos de prevención. Porque estas emociones no dicen de entrada algo sobre el individuo, sino sobre las situaciones en las que se ve envuelto.

Canguilhem (2002) escribe, a propósito de la salud: "me siento bien en la medida en que me siento capaz de asumir la responsabilidad de mis actos, de hacer existir las cosas y de crear relaciones entre las cosas que no existirían sin mí" (68). El trabajo es, en efecto, una experiencia afectiva (Henry, 1987), lo que presupone una concepción de la emoción que no se aísla en una intimidad cerrada sobre ella misma, sino que se conecta, con uno mismo, con el mundo y con los demás (Merleau-Ponty, 1945; Sigaut, 1990). En este sentido, la capacidad de experimentar y expresar las propias emociones no sólo es un elemento esencial en la prevención de los riesgos psico-sociales (RSP), sino también, de suyo, un operador de salud.

En un contexto de desvinculación y distanciamiento inducido por los sistemas de gestión que sólo sirven a las ganancias, las emociones tienen una potencialidad de resistencia. Y en el contexto de la catástrofe ecológica en la que nos está sumiendo el capitalismo, urge sentirse afectado: establecer un vínculo e integrar la dimensión del cuidado en cada pequeña y gran acción de la vida cotidiana.

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Notas

* Publicado originalmente como “L’éviction des émotions au travail nuit gravement à la santé”, en Sophie Le Garrec (coord.) Les servitudes du bien-être au travail. Impacts sur la santé, Toulouse : Éditions érès, 2021, pp. 89-109. Traducción: Luis Reygadas, Universidad Autónoma Metropolitana, México. Si bien la palabra “evicción” existe en castellano, es poco conocida y por lo general se utiliza en su sentido jurídico, como expulsión o pérdida de un derecho. Por esta razón se optó por traducir “éviction” como “exclusión”, para referirse, de una manera crítica, a los procesos sociales relacionados con la evicción, expulsión, negación y evitación de las emociones en el ámbito del trabajo, fenómeno a la vez sociológico y psíquico (nota del traductor).
1 “Emociones” y “movimientos” tienen la misma etimología.
2 Los autores se refieren a las ideas de los movimientos sociales en torno a mayo de 1968, resumidas en el lema "uno no quiere perder su vida al ganársela". La reivindicación del trabajo expresivo y la crítica al autoritarismo habrían sido recicladas por los empresarios, que prometen de ahora en adelante un trabajo apasionante.
3 Para estudios empíricos de estos fenómenos véanse, por ejemplo, Dujarier, 2015; Rolo, 2015; Schütz, 2012; Savignac y Waser, 2003; Savignac, 2017.
4 Nótese que es en estos términos que el informe de Gollac y Bodier (2011) reunió las nociones de "carga emocional" y "exigencias emocionales" bajo la categoría de "riesgos psicosociales" (RPS).
5 Los estudios señalan que las mujeres se ven afectadas dos veces más que los hombres y que el burn-out es más frecuente entre los médicos y los cuidadores en general. Por ejemplo, el estudio de Molina-Canales et al. (2016) muestra que el sector de actividad más representado por orden de frecuencia es la salud (13,4%), muy por delante de la categoría "otros servicios" (6,2%). O también Dusmesnil et al. (2009), que informan de una prevalencia de agotamiento emocional del 23% entre los médicos generales de la región Provence-Alpes-Côte d-Azur (PACA).
6 En su comentario sobre el famoso estudio de Elton Mayo sobre las plantas de Hawthorne de la Western Electric Company, Roethlisberger y Dickson escribieron: "la lógica del costo y la eficiencia es la lógica de la dirección, mientras que la lógica de los sentimientos es la lógica de los empleados" (1949: 564).
7 Por ejemplo, los estudios han demostrado que la ira puede ser más disculpada en los hombres directivos que en las mujeres, los obreros o las personas de color (Hess et al., 2002).
8 Doctorantes, precarios, etcétera.
9 Así, como lo ha mostrado Fortino (2002), aunque el contenido del trabajo sea teóricamente idéntico dentro de una misma profesión, difiere en la realidad según el género (véanse, por ejemplo, Bercot, 2015 y Cassel, 2000 sobre los cirujanos).
10 Maître de conferences en el original; en las universidades en Francia un maître de conférences ocupa una posición jerárquica inferior a la de un professeur des universités (nota del traductor).
11 Esta investigación fue realizada en Francia por medio de entrevistas en profundidad individuales y colectivas en todo un departamento (una treintena de personas) (Jeantet, 2022).
12 El autor de la investigación, Kohlberg, planteó a niños y niñas una misma pregunta que implicaba un dilema moral. A partir de las diferencias en las respuestas concluyó que Amy no habría alcanzado una etapa completa de madurez moral, ya que no habría integrado el razonamiento en términos de reglas y de justicia. Gilligan refuta esta tesis para proponer una definición alternativa de la moral, el cuidado (care), que no se deriva de la aplicación de principios abstractos sino de una lógica sensible y relacional.
13 Observemos que Dejours fue primero muy fuertemente criticado por la sociología del trabajo, injustamente acusado de psicologizar el problema.
14 Gilligan, que apela a una “voz diferente”, portadora de una “ética feminista del cuidado” (2008: 77).
15 La Agencia Francesa de Seguridad Sanitaria del Medio Ambiente (AFSSET, por sus siglas en francés) afirma que la depresión es la primera causa de consultas por enfermedades laborales, y que éstas aumentan en Francia un 15% al año. Estas cifras también hay que ponerlas en perspectiva: Francia es el país más afectado por la depresión, con un 21% de la población. A escala mundial, la Organización Mundial de la Salud (OMS) constata un aumento del 18% en diez años (entre 2005 y 2015), que afecta a 30 millones de personas en el mundo (OMS).
16 El sufrimiento ético se genera por el hecho de tener que realizar actos que uno desaprueba o de ser testigo impotente de ellos (Dejours, 1998).

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