Convocatoria temática

Recepción: 07 Diciembre 2022
Aprobación: 19 Mayo 2023
Resumen: La perspectiva del cuidado (care), como orientación práctica y teórica centrada en la preocupación por los otros destaca nuestras vulnerabilidades e interdependencias no como fallas o formas de desviación sino como constitutivas de la vida humana. En total oposición, el modelo de ser humano en el trabajo que prevalece hoy se funda en los imperativos de excelencia, rendimiento y competitividad, aunque la vulnerabilidad haya hecho aparición recientemente bajo la forma catastrófica de los suicidios vinculados con el trabajo. ¿Ofrece la perspectiva del cuidado otros recursos para criticar el modelo del hombre del rendimiento? La propuesta de una política del cuidado y una de sus posibles aplicaciones es promover, en interés de todos, los conocimientos derivados de las experiencias del trabajo del cuidado, pero también de la experiencia de los trabajadores discapacitados o ancianos, o de las personas que retornan al trabajo después de una enfermedad grave. Todos tienen conocimientos fundados en la vulnerabilidad. El cuidado es una invitación a descompartimentar las fronteras entre las categorías de lo privado y lo público, del trabajo asalariado y doméstico; es también una invitación a descompartimentar las luchas entre empleados estables y precarios, entre ciudadanos y trabajadores indocumentados, entre mujeres calificadas y no calificadas, entre destinatarios y proveedores de cuidados; una invitación a interrogarnos de manera crítica acerca de lo que es importante en nuestras sociedades.
Palabras clave: cuidado, trabajo, género, vulnerabilidad, suicidios en relación con el trabajo.
Resumo: A perspectiva do cuidado, enquanto orientação prática e teórica centrada na preocupação com os outros, destaca as nossas vulnerabilidades e interdependências não como falhas ou formas de desvio, mas como constitutivas da vida humana. Em total oposição, o modelo de ser humano no trabalho que prevalece actualmente baseia-se nos imperativos da excelência, do desempenho e da competitividade, mesmo que a vulnerabilidade tenha aparecido recentemente sob a forma catastrófica de suicídios relacionados com o trabalho. A perspectiva do cuidado oferece outros recursos para criticar o modelo do homem do desempenho? A proposta de uma política de cuidados e uma das suas possíveis aplicações é promover, no interesse de todos, o conhecimento derivado das experiências do trabalho de cuidados, mas também da experiência de trabalhadores deficientes ou idosos, ou de pessoas que regressam ao trabalho após uma doença grave. Todos têm conhecimentos baseados na vulnerabilidade. Os cuidados são um convite à descompartimentação das fronteiras entre as categorias do privado e do público, do trabalho assalariado e do trabalho doméstico; são também um convite à descompartimentação das lutas entre trabalhadores estáveis e precários, entre cidadãos e trabalhadores indocumentados, entre mulheres qualificadas e não qualificadas, entre receptores de cuidados e prestadores de cuidados; um convite a questionar criticamente o que é importante nas nossas sociedades.
Palavras-chave: cuidados, trabalho, gênero, vulnerabilidade, suicídios relacionados ao trabalho.
Abstract: The care perspective, as a practical and theoretical orientation centered on concern for others, highlights our vulnerabilities and interdependencies not as failures or forms of deviance but as constitutive of human life. In total opposition, the model of human being at work that prevails today is founded on the imperatives of excellence, performance and competitiveness, even if vulnerability has recently made its appearance in the catastrophic form of work-related suicides. Does the perspective of care offer other resources to critique the model of the man of performance? The proposal of a care policy and one of its possible applications is to promote, in the interest of all, the knowledge derived from the experiences of care work, but also from the experience of disabled or elderly workers, or of people returning to work after a serious illness. All have knowledge based on vulnerability. Care is an invitation to decompartmentalize the boundaries between the categories of private and public, of salaried and domestic work; it is also an invitation to decompartmentalize the struggles between stable and precarious employees, between citizens and undocumented workers, between skilled and unskilled women, between recipients and providers of care; an invitation to critically question what is important in our societies.
Keywords: care, work, gender, vulnerability, work-related suicides, work-related suicides.
“La entrega total [al trabajo] se acompaña desde la década de 1980 de una nueva prioridad en las organizaciones: la búsqueda del “súper-rendimiento”. […] El individuo ya no debe ser simplemente bueno, sino que debe estar permanentemente “motivado”. En otras palabras: no se le pide que haga su trabajo, sino que haga más, que lo haga mejor… y con una sonrisa. Esto se evidencia en el aumento automático de los resultados del año anterior en la fijación de objetivos, cuyo primer efecto es transformar el éxito pasado en una potencial fuente de fracaso. […] Esta cultura de la excelencia se traduce además, en un exceso de compromiso por parte de numerosos empleados jerárquicos, lo que entraña de su parte, una suerte de negación de los problemas de estrés, dado que no logran tomar distancia de la situación” (Reporte de la comisión de reflexión sobre el sufrimiento en el trabajo, compuesto por diputados UMP y Nouveau Centre, así como por personalidades cualificadas, bajo la co-presidencia de Jean-François Copé et Pierre Méhaignerie, 2009).
Se espera que la ética del cuidado intervenga en la renovación del pensamiento moral (Laugier, 2007)o en la reflexión sobre el trabajo del cuidado, su desvalorización, sus crisis, sus migraciones (Hochschild, 2007; Nakano Glenn, 2009). En este artículo me gustaría extenderme en un aspecto significativamente diferente: el del poder crítico del cuidado desde el punto de vista de los cambios en el trabajo. Sabemos que la perspectiva del cuidado (care)[1], como orientación práctica y teórica centrada en la preocupación por los otros (Paperman & Laugier, 2005), destaca nuestras vulnerabilidades e interdependencias no como fallas o formas de desviación sino como constitutivas de la vida humana, vulnerabilidades inscriptas en un cuerpo que experimenta incapacidad, incomodidad, enfermedad, envejecimiento y muerte.
El ser humano es un ser afectado, ansioso, cuyo equilibrio mental es precario a lo largo de la vida. Nadie está a salvo de un fracaso, de un colapso, de una crisis. Nadie puede garantizar que escapará de la locura o de la depresión para siempre. De ahí la importancia capital del trabajo de cuidado, esto es, del conjunto de actividades orientadas a satisfacer las necesidades materiales o psíquicas de otros que, clasificándose o no como "dependientes", nunca son completamente autosuficientes, ni están definitivamente seguros de que lo son, de lo que hacen o de lo que les pasa. En total oposición, el modelo de ser humano en el trabajo que prevalece hoy se funda en los imperativos de excelencia, rendimiento y competitividad, aunque la vulnerabilidad haya hecho aparición recientemente bajo la forma catastrófica de los suicidios vinculados con el trabajo[2]. Estos aportaron una nota dramática a la crítica de los modos capitalistas de organización del trabajo, desplazando la figura del “trabajo alienado”- otrora del proletariado- por la de los “ejecutivos sobrecargados”.
Si bien podemos interrogarnos acerca del significado político de tal movimiento (y también sobre lo que deja de lado), deberíamos al mismo tiempo preguntarnos si estos dramas, así como los análisis o las retóricas que intentan escrutarlos, son capaces de ofrecer recursos conceptuales y políticos para revertir el modelo de rendimiento y su nociva ilusión.
Es notable como, a pesar del entusiasmo por el tema del sufrimiento en el trabajo, los representantes parlamentarios de la derecha francesa se guarden muy bien de abrir la caja negra del trabajo (lo que la gente realmente hace y que podría conducirla hasta sus propios límites); todo lo cual, desde una antropología de las vulnerabilidades, vendría a desestabilizar los fundamentos patriarcales de la “cultura de la excelencia”.
En su defecto, el sufrimiento de los gerentes es atribuido a su incapacidad de "tomar distancia", y su detección y tratamiento bajo un nuevo envase más trendy no puede ir más allá de los métodos conocidos como “gestión del estrés”, por medio de los cuales cada uno es reenviado al perfeccionamiento de su estilo de vida, mientras la competencia continúa con su procesión de pérdidas y ganancias.
¿Ofrece la perspectiva del cuidado otros recursos para criticar el modelo del hombre del rendimiento? ¿Qué significa adoptar una ética feminista para analizar los cambios en el mundo del trabajo hoy? ¿Cómo pensar la “normalidad” en el trabajo desde la experiencia de personas que encarnan la vulnerabilidad o que tienen la experiencia de soportarla? ¿Cuáles son las implicaciones teóricas que se derivan en particular, del rol del reconocimiento en el trabajo para la preservación de la salud? ¿Podemos politizar el saber a partir de la experiencia del cuidado? Estas preguntas requieren, en primer lugar, establecer algunas puntuaciones teóricas a fin de introducir la dimensión de género en el análisis de la división del trabajo.
Trabajo, salud y reconocimiento a través del prisma de género
La noción de género designa una relación desigual entre dos partes (Delphy, 1999), en este caso, entre las actividades realizadas en su mayoría por mujeres o por hombres. Los dos lados de la división sexual del trabajo, el productivo y el reproductivo, son interdependientes, por lo que deben ser considerados conjuntamente. Cuestionar al sufrimiento en el trabajo desde una perspectiva de género significa, por tanto, establecer una compleja grilla de lectura que nada tiene que ver con "la variable de género", es decir con un enfoque que consistiría en comparar en igualdad de condiciones, la salud mental de las mujeres con la de los hombres. La mayoría de los hombres y de las mujeres no ejercen las mismas profesiones, y cuando lo hacen, no están sujetos a las mismas limitaciones ni a las mismas expectativas. Por ejemplo, es altamente probable que esperemos que una doctora o una gerenta sean "más humanas", más dóciles que sus colegas varones o incluso, que sean “como ellos” pero al mismo tiempo “diferentes”. Por otra parte, no existe un grupo homogéneo de “mujeres en el trabajo”, como tampoco ocurre con los hombres. Algunas mujeres ocupan posiciones dominantes frente a los hombres, y la posición social de un recolector de residuos inmigrante no tiene nada que ver con la de una ejecutiva de alto nivel. Al mismo tiempo, todo el mundo entiende que en un servicio hospitalario, entre una gerenta de salud, una enfermera, una auxiliar de enfermería y una mujer de limpieza temporaria, la relación es de poder y de jerarquía (y no de sororidad).
Aunque no es pertinente razonar globalmente sobre las mujeres en el ámbito productivo siendo tan diferentes sus situaciones, según las sociólogas Elsa Galerand y Danièle Kergoat (2008), si pensamos desde el ámbito reproductivo cabe concebir un razonamiento relativo a la clase de las mujeres vs. la de los hombres: estos generalmente están exentos del trabajo doméstico, así como de un cierto número de preocupaciones ordinarias que tienen relación con nuestras interdependencias. Es que, tanto para el sentido común como para la mayor parte del pensamiento académico, la organización social del trabajo explicaría el funcionamiento de la esfera productiva, mientras que la complementariedad natural de los roles de sexo bastaría para explicar el de la esfera reproductiva. Sin embargo, no todas las mujeres se involucran en el trabajo doméstico de la misma manera. Las más pudientes disponen de medios para organizarlo y externalizarlo, siendo una parte significativa de éste realizado por otras mujeres que deben compaginar el trabajo doméstico en sus propias casas y en las de otras. La indisociabilidad de las dos esferas de actividad (doméstica y profesional) que es impuesta a las mujeres no es, por tanto, algo homogéneo para todas. No obstante, Galerand y Kergoat formulan la estimulante hipótesis de una relación potencialmente subversiva de las mujeres con la sociedad salarial. Volveremos sobre este tema.
Por otro lado, si se toma como criterio el reconocimiento del trabajo como pilar de la salud mental, ¿no quedan las mujeres globalmente en desventaja? Sabemos, gracias a los sociólogos, que el trabajo de una mujer vale menos, tanto económica como simbólicamente, que el trabajo de un hombre (Kergoat, 2001). Además, el reconocimiento sólo se considera estructurante si se refiere a la obra y no a la persona (sus "hermosos ojos", su “encanto”, etc.) (Molinier, 2005). Sin embargo, las mujeres son juzgadas más a menudo en el registro del ser que en el del hacer. Así, el trabajo doméstico se confunde regularmente con el amor y la solidaridad familiar. La falta de reconocimiento caracteriza también a las muy feminizadas actividades de cuidado y de servicio (enfermeras, cuidadoras domiciliarias, secretarias, etc.), oficios que requieren de la construcción y estabilización a lo largo del tiempo del tiempo de un trabajo atento, de cuidado. Se trata de actividades que implican el desarrollo de capacidades que no son nada evidentes, tales como la disponibilidad, la paciencia, la capacidad de anticiparse a las necesidades de otros, así como una sensibilidad específica ante el sufrimiento ajeno. Estas capacidades no sólo son fruto del trabajo personal o de la experiencia, sino que implican formas de cooperación, en particular la posibilidad de turnarse entre compañeras para combatir el cansancio y la irritación que pueden generar las actividades al servicio de enfermos o personas dependientes (Molinier, 2005).
Pero el trabajo cuidadoso, cuando se hace bien ¡es invisible! En efecto, su éxito depende en gran medida de su discreción y del borramiento de sus huellas. Todas esas habilidades discretas se encarnan en cierta disposición psicológica que a menudo es percibida por los beneficiarios en términos de bondad, dulzura, simpatía u otra cualidad del ser[3].
¿El déficit crónico de reconocimiento del trabajo de cuidado es perjudicial para la salud mental? ¿Los investigadores han juzgado mal o subestimado su impacto patógeno? Es posible. Pero también es probable que la relación subjetiva con el trabajo de cuidado desborde, al menos en parte, la teoría del reconocimiento o algunos de sus usos precipitados. Al menos esto es lo que sugiere la brecha entre la satisfacción laboral expresada por las trabajadoras de servicios personales y la satisfacción bastante menos mencionada por las obreras de fábrica, mientras que en muchas dimensiones como la del salario, el trabajo arduo, la descalificación y la falta de reconocimiento, estos trabajos tienen muchos puntos en común[4]. En base a las declaraciones de unas y otras, Galerand y Kergoat muestran que la satisfacción está ligada al significado que el trabajo de cuidado confiere a la vida de quien lo realiza por su valor para quienes son sus beneficiarios, aun cuando esas mujeres se encuentren en situación de vulnerabilidad y precariedad social.
“Valor” se refiere aquí al sentido ético de lo que importa, es decir, lo que está en relación con “la importancia de la importancia”, para decirlo en términos de Sandra Laugier (2005). Mientras que la continuidad entre trabajo doméstico (en el hogar) y trabajo asalariado de cuidadosuele percibirse en el registro de una acumulación extenuante, Galerand y Kergoat, por el contrario, lo consideran como potencialmente portador de sentido, coherencia y valores. Su observación es ampliamente confirmada por las historias y testimonios de las cuidadoras, como por ejemplo, los recogidos en el bellísimo libro À l’ombre du fauteuil roulant. Des auxiliaires de vie racontent [A la sombra de la silla de ruedas. Las cuidadoras cuentan] (Association des paralysés de France, 2001). Queda por ver cómo ese potencial podría transformarse en poder para actuar políticamente.
¿Qué modelo de hombre en el trabajo manejamos?
Vivimos un período marcado por el aumento de ciertas presiones laborales que combinan la desregulación del tiempo de trabajo (flexibilidad), la intensificación del trabajo (hacemos más en menos tiempo), la polivalencia (todo el mundo podría hacer todo), la reducción de recursos asignados, la precariedad del estatus y del empleo, la individualización del rendimiento (se evalúa a los individuos y no al colectivo) y la subsecuente competencia entre trabajadores, el aislamiento, la carga no compartida de responsabilidades y la inseguridad psíquica resultante. Las limitaciones de las formas de organización del trabajo en el régimen neoliberal no son en general propicias para los y las trabajadoras, ya que implícitamente o a veces muy explícitamente, están diseñadas en base a un modelo de ser humano que estaría siempre a la altura de sus posibilidades cognitivas, psicoafectivas y corporales: el hombre del "súper-rendimiento". Un ser humano superdotado y superpoderoso, que nunca envejecería, que tendría siempre e inmediatamente toda la experiencia posible, un ser fácilmente adaptable a todas las circunstancias, autónomo en su trabajo, sin necesidad de otros, permanentemente motivado, que no conocería el agotamiento, el cansancio, las dudas, la angustia, las limitaciones personales, los hijos, los padres ancianos, la intimidad, la vida conyugal. Necesariamente móvil, no tendría en definitiva ningún otro objetivo en la vida que el de trabajar más y más para su empresa, el de autorrealizarse indefinidamente en esta actividad que promete dar un sentido último a su vida y de la que saldría “engrandecido”. En resumen, el patrón que se utiliza para pensar el rendimiento humano esperado en una situación de trabajo ¡es el de un ser humano que no existe!
Por otra parte, no olvidemos que el trabajo no consiste únicamente en la realización de sí (aunque a veces lo es, y funciona para ello mejor que cualquier otra actividad). El trabajo está asimismo estructurado por relaciones de dominación, en las que las promesas de autonomía y realización personal operan a menudo como engaños que permiten enmascarar mejor la alienación, o al menos, retrasar su toma de conciencia.
El modelo de rendimiento juega en el registro de la imaginación viril, de un homo erectus siempre en acción, una fusión de eficiencia con hiperactividad. Es "el omni-presidente" Nicolas Sarkozy al comienzo de su mandato. No quiero decir que los hombres estén más adaptados a las nuevas formas de organización que las mujeres, o los jóvenes más que los viejos, o que las personas sin discapacidad más que las personas con discapacidad. ¡El modelo de rendimiento no se adapta a nadie! Y por supuesto, es discriminatorio.
Las mujeres, en particular las que son cabeza de familia monoparental, las trabajadoras de edad avanzada, las trabajadoras discapacitadas, tienen más dificultades para adaptarse a este modelo y son más fácilmente eliminadas de la competencia por los puestos de trabajo, o bien se estancan en trabajos de baja categoría o se enferman. Pero no es sólo denunciando la discriminación, por muy importante que esto sea, que saldremos de la situación -si es que salimos algún día, y esto no será pronto–, que todos los expertos coinciden en considerar, y particularmente en Francia, como catastrófica (Volkoff, Baudelot y Gollac, 2009). La mayor parte de las propuestas actuales para remediar los daños causados por el sufrimiento en el trabajo consisten en investigar los ajustes relativos al “bienestar en el trabajo” sin cuestionar seriamente la llamada “cultura de la excelencia”. Pero, ¿podemos reformar las organizaciones neoliberales sin preocuparnos por oponerles otra “cultura”?
Es posible pensar al ser humano en el trabajo a partir de experiencias distintas a las de la excelencia, así como desde otra antropología: la antropología del cuidado, precisamente. Desde esta perspectiva, la “normalidad” no es la salud ideal que, desde Canguilhem (1966), sabemos que no existe. En este sentido, la normalidad es la brecha entre la salud ideal y la enfermedad descompensada, y en esta brecha el cuidado juega un rol primario e insustituible que hasta ahora no ha sido teorizado[5].
La normalidad es una adaptación siempre precaria y tambaleante, siempre susceptible de ser perjudicada y que sólo se sostiene porque se apoya en acciones. Estas son llevadas a cabo en parte por los propios sujetos afectados, pero también por quienes los rodean, ya que mitigan sus debilidades, su incompetencia, sus diferentes necesidades. En un plano próximo, la normalidad o la salud concreta dependen en gran medida del trabajo de cuidado, mientras que en un horizonte más amplio, es sostenida por instituciones, o sea, por nosotros mismos en la medida en que pesemos sobre las instituciones de nuestras sociedades democráticas. En otras palabras, la normalidad no es tanto biología como política.
Esta amplia definición de normalidad (o de salud) incluye minusvalías y sufrimientos siempre que estos sean compensados y tolerables para el sujeto. Esto no significa confundir todas las vulnerabilidades sociales o negar las relaciones de poder que conducen a que ciertas vulnerabilidades sean más reconocidas, permitiendo el acceso a más derechos, y beneficiándose de más ventajas y cuidados que otras. En este caso, son las dependencias de los hombres blancos ricos –los que están en la cima de la jerarquía en las sociedades occidentales- las que mejor encarnan el modelo de rendimiento y las más negadas, al tiempo que el trabajo para responder a esas dependencias es invisibilizado por múltiples procesos de ocultamiento.
La autonomía o el desempeño individual son ficciones si se analizan desde el punto de vista de la empleada doméstica. Lo que se llama “autonomía” es más bien un privilegio respecto del acceso a al cuidado. ¿Cuánta gente cree usted que trabaja en la sombra para mantener, apoyar y sostener a un omni-presidente? ¿Y a usted? ¿Quién le sirve y apoya? Estas preguntas consideradas en detalle, son evacuadas por una apología de la excelencia que alaba los méritos atribuidos a los más poderosos, a pesar de que están en el centro de la perspectiva del cuidado (care).
Las necesidades de aquellos que a veces se denomina "adultos competentes" son atendidas por sus allegados, generalmente mujeres -madres, esposas, hijas-, cuyo trabajo está frecuentemente oculto bajo el registro del amor y la solidaridad familiar. O bien son atendidas por amas de casa, empleadas domésticas, niñeras, cuidadoras, etc., cuyo trabajo es desvalorizado y mal pago. En consecuencia, algunos hombres no imaginan hasta qué punto deben su “autonomía” a las niñeras (Ibos, 2009) (o a las empleadas domésticas), ya que creen que estas sólo ayudan a sus esposas, quienes en realidad prescriben supervisan y controlan su trabajo.
Si la competencia regida por las reglas del rendimiento es desigual es porque, entre otras cosas, las actividades del cuidado, aunque fundamentales para la construcción de “la autonomía” de algunos, son llevadas a cabo en la periferia en todos los sentidos del término: delegadas a personas subordinadas, a veces no ciudadanas (trabajadoras indocumentadas), excluidas de las deliberaciones sobre la justicia y la política, y también de la mayor parte del pensamiento académico que proporciona las herramientas intelectuales para llevar a cabo estas deliberaciones. Adoptar una ética y un punto de vista feminista para analizar la evolución del trabajo hoy no significa lamentar la posición de las mujeres como víctimas, sino hacer nuevas propuestas basadas en sus experiencias y en el interés de todos.
Acabar con el culto a los “mejores”
Aunque en primera instancia parecería que el sistema neoliberal perjudica a aquellos –más frecuentemente a aquellas- que realizan el trabajo de cuidado mientras favorece a quienes se benefician de él, no obstante la alienación en la ideología del rendimiento es una trampa que acecha más fácilmente... a algunos hombres privilegiados.
Le travail en acusation (“El trabajo en el banquillo de los acusados”) es el título “chocante” de un dossier de la revista Santé Travail publicado en 2007 a raíz de una serie de suicidios de empleados de alto perfil en grandes empresas francesas (Renault, Peugeot, Sodexho, EDF, etc.). “El trabajo aparece en el centro de la desesperación que empujó a estos empleados a acabar con su vida”, escribe François Desriaux en el editorial. Las palabras pesan, pero también pesan las imágenes: la portada del número de la revista representa el busto de un hombre de traje con una cuerda atada al cuello en lugar de una corbata. Esta llamativa representación excluye a los obreros y a las mujeres. Todas las ilustraciones del dossier representan solo a hombres (y blancos). Así se configura un nuevo imaginario social que asocia el paroxismo del sufrimiento en el trabajo con la representación masculina de un trabajador de cuello blanco. Se puede pensar que lo que ha hecho de “la ola de los suicidios” un “tema de sociedad” que marcó a la opinión pública y que incluso obligó a posicionarse al ministro de Trabajo[6] es que se trataba de hombres bastante jóvenes y generalmente muy calificados que trabajaban en el bastión de las grandes empresas francesas. Y cuando la ficción se apoderó del tema con el telefilme de Fabrice Cazeneuve Seule, que cuenta la historia de una mujer cuyo marido se tiró por la ventana de su oficina, se utiliza el mismo perfil: hombre, joven, blanco, muy calificado.
Los que se suicidan en el trabajo o en relación con el trabajo pertenecerían así a la categoría de los que no deberíansufrir. Se podría deducir -y algunos no se privan de ello- que su sufrimiento representa una escalada de la degradación del trabajo. Que se trate de un sufrimiento masculino es además, más creíble en su relación con el trabajo: sabemos que las mujeres no son las mejores candidatas para representar la categoría de suicidas en el trabajo, ya que demasiados estereotipos las asocian con la fragilidad, la esfera privada y la psicología individual. Claro que entre los suicidas relacionados con el trabajo también hay mujeres, pero son menos que los hombres, lo que además es refrendado por las estadísticas generales. Los hombres se suicidan más que las mujeres (DREES, 2001).
La dificultad real es analizar estos hechos sin inscribir el análisis en los mismos términos de la ideología se pretende denunciar. Christophe Dejours por ejemplo, no escapa a este escollo cuando afirma que “los que se suicidan en el trabajo son reclutados entre los hombres y mujeres más comprometidos con el trabajo, entre los mejores” (2007). Esta afirmación -hay mejores- tiene sentido en la actual lógica gerencial del rendimiento y la competencia.
Un empleado que no rinde es “malo”, dice un representante de la CGT en el dossier Santé-Travail. Aun si el celo o el compromiso con el trabajo son criticados como “una nueva alienación que mata”, no se sale verdaderamente de la ideología del rendimiento. Asociar los suicidios laborales con el perfil de los “mejores” y de los más “implicados” no anula la idea de que los otros (los que no se suicidan) son “menos buenos” o están “menos implicados”. ¿Y esto según qué criterios? ¿Quién decide?
Es un lugar común que una persona señalada como "mala" por la dirección sea la que se niega a seguir determinadas directivas que acelerarían el trabajo (por ejemplo, reduciendo el tiempo empleado con cada expediente o con cada cliente), una persona que no tiene disponibilidad para hacer bien su trabajo o que no quiera o no pueda continuar haciéndolo en su tiempo personal, fuera del trabajo (por ejemplo, las mujeres con doble jornada no disponen de ese tiempo). Por otra parte, la implicación podría ser interpretada como indicador de un perfil de riesgo (aquellos que “carecen de perspectiva”). Esto ya está ocurriendo en una serie de empresas que además de ser competitivas, para proteger su imagen deben prevenir los "riesgos psicosociales". En este marco todos los trabajadores se convierten en sospechosos de mala conducta y sus esfuerzos no pueden ser reconocidos.
En cuanto a la adhesión a los valores del rendimiento[7], prefiero formular las cosas de la siguiente manera: lo que es peligroso desde el punto de vista de la salud mental es dejarse atrapar por la ilusión, por la captura imaginaria del rendimiento; es creer que podríamos lograr ser ese trabajador siempre en erección respecto de todas sus funciones, debiendo salir engrandecidos y reconocidos de todas las pruebas.
Es peligroso, ya que como es falso, la caída será necesariamente dolorosa. Quien crea que debe hacerlo y no lo logra se desesperará tanto que no osará decir que está por debajo del ideal.
Ahora bien, es más difícil ilusionarse cuando se sabe que hay que ir a recoger a los niños de la escuela porque de lo contrario se quedarán en la acera... o cuando es necesario pensar en la ropa de la propia madre que está en un hogar de ancianos... En síntesis, algunas experiencias cotidianas, concretas, repetidas en el tiempo, de vulnerabilidad -la propia y la de otros- no predisponen a ese tipo de ilusión y son más modestas en cuanto a lo que uno puede aspirar a hacer. Además, estas experiencias cambian el orden de prioridades, lo que por supuesto, nunca sucede sin renuncias (a la grandeza, al reconocimiento… etc.).
Esta capacidad de reconocer lo real, el fracaso, la vulnerabilidad, es frecuentemente imputada a la naturaleza psicosexual de las mujeres, a su "relación con la castración", dicen los psicoanalistas. Pienso que conviene atribuir esta percepción más precisa y realista de la realidad de lo que somos -seres vulnerables, falibles e interdependientes- a las experiencias de cuidado. Estas últimas están socialmente distribuidas de manera desigual entre niñas y niños desde la primera infancia, y son asimismo desiguales según la clase social y la composición de género de los hermanos. Las niñas de entornos de clase trabajadora se ven afectadas de manera diferente que las niñas de entornos acomodados, y ciertos infantes serán elegidos por su madre para ser sus ayudantes o hacer de niñeras de los más pequeños. Podría ser un niño, especialmente si no hay una niña entre los hermanos. Por lo tanto, unos aprenden muy pronto a cuidar de los demás, mientras que otros aprenderán más bien a contar con otros. También sucede que los azares de la vida, la enfermedad de Alzheimer de una esposa por ejemplo, obligan a algunos hombres a experimentar tardíamente el trabajo de cuidado convirtiéndose así en “cuidadores familiares”. Sea como fuere, quienes están implicados, saben de qué se trata y no se engañan: conocen la fragilidad humana. ¿Cuál es el lugar que ocupa actualmente este conocimiento en el debate público?
Volvamos a la cobertura mediática de los suicidios en Telecom en el otoño de 2009 en Francia. Estamos en la segunda ola de suicidios relacionados con el trabajo. Fueron 24, luego 25 o 26… La gente se preocupó por contar y llevar el resultado del recuento a los medios. De ahí la batalla por las cifras, significativas o no, de acuerdo a la media nacional[8]… Aquí estamos muy lejos del cuidado, donde lo que importa no es la veracidad del número, sino que el hecho no se vuelva a producir.
Para algunos, el suicidio relacionado con el trabajo aparece como una forma máxima de “protesta social”. Sin embargo, al convertir a estos suicidas en héroes o en mensajeros de la desgracia social, no salimos realmente del “fanatismo del rendimiento” que lleva a entregarse en cuerpo y alma al trabajo. Aunque todo el mundo esté finalmente dispuesto a reconocer que es imposible hacerlo, o que los medios puestos en práctica, e incluso el contenido de la tarea, son inmorales (como por ejemplo vender software a personas que no tienen computadora), al día siguiente nada cambia. Es decir, la lógica del rendimiento a toda costa -incluso a costa de nuestras vidas- no es sólo impuesta desde arriba, somos nosotros los que nos enredamos en ella y la hacemos funcionar.
Sentido y reconocimiento
Sin embargo, solo las personas muy cínicas podrían sentirse satisfechas de ser reconocidas por vender un software inútil a personas que no tienen computadora. Para las personas dotadas de sentido moral común y corriente, encontrarse en una situación en la que el éxito depende de trucos deshonestos genera sufrimiento, lo que ha sido descrito como sufrimiento ético (Dejours, 1998). El análisis del sufrimiento en el trabajo y de sus consecuencias psicopatológicas muestra que a menudo ser “el mejor” implica pisotear algunos valores en el camino: reducir la calidad y mantenerlo en secreto, sabotear las instalaciones de los competidores, falsificar resultados, hacer falsas promesas sobre los plazos de entrega, reducir las pruebas antes de poner un medicamento en el mercado… La adhesión a la lógica del rendimiento y a la competitividad a veces conduce incluso a verdaderas aberraciones, como, por ejemplo, producir carne de cerdo en tal cantidad que termina derrumbando los precios del mercado.
Existen otras formas de implicación en el trabajo además del modelo de adhesión al rendimiento. Formas menos visibles, más discretas y sin duda, más duraderas. Así, las trabajadoras del cuidado no representan en el imaginario social a la categoría de los “mejores”. Pero lo que sorprende escuchándolas es que su compromisocon el trabajo se mantiene a pesar del escaso reconocimiento social, siempre que su trabajo conserve un sentido para ellas, mientras puedan hacerlo con cuidado, incluso en situaciones repulsivas (Doniol, 2009).
A decir verdad, esta situación sólo es inesperada en referencia a una teoría del reconocimiento limitada a una especie de pantomima, en la que “reconocer” equivaldría a demostraciones puntuales de aliento, gratitud o felicitación. Para tener un valor estructurante de la salud mental, el reconocimiento en el trabajo debe estar relacionado con un trabajo que tenga sentido y valor para la persona que lo realiza. El valor del trabajo –en el sentido ético, no utilitario del término– no es principalmente conferido desde el exterior por los demás. Depende ante todo de lo que es importante para nosotros, a partir de un tejido de experiencias que no se reducen a las del trabajo asalariado. Sin embargo, el reconocimiento del trabajo es crucial, en la medida en que necesitamos que el valor que le damos sea comprendido y respetado, para conservar, o mejor aún, para mejorar las condiciones de su ejercicio. Por el contrario, ser reconocido por un trabajo que uno desprecia o que considera mal hecho puede ser peligroso para la salud mental. En el nivel interpersonal, son la admiración y el respeto recíprocos los que sellan la dimensión ética del reconocimiento. En el nivel organizacional, el reconocimiento del trabajo toma materialmente la forma de los medios disponibles para hacerlo con cuidado o esmero, lo que implica de antemano un debate sobre el trabajo con las personas que lo realizan. Debido a que en la mayor parte de las organizaciones faltan espacios de deliberación, la negación del reconocimiento es una forma importante de sufrimiento en el trabajo. Su negación, precisamente, ataca el sentido del trabajo.
A las trabajadoras del cuidado también se les pide que sean eficientes y al mismo tiempo flexibles, ultrarrápidas, y que tengan buen trato. La calidad y el sentido de su trabajo se ven frecuentemente amenazados por condiciones insatisfactorias, y son muchas las que se cansan y se desmotivan, o las que se blindan defensivamente ante la indiferencia.
¿En qué mundo queremos vivir?
Retomando la hipótesis de Galerand y Kergoat relativa a la relación potencialmente subversiva de las mujeres con el mundo salarial, digamos que podría estar fundada, en primer lugar, en la capacidad de no negar lo real, de poder elaborarlo de un modo más realista; en un saber derivado de la experiencia del cuidado doméstico y/o profesional frecuente en las mujeres, aunque en diversos grados.
Como lo recordaba oportunamente Hannah Arendt, sólo “las míticas caballerizas de Augias se mantienen limpias una vez realizado el esfuerzo y completada la tarea” (1951: 14)[9].
La visión de un ama de casa transforma radicalmente la hercúlea definición de hazaña. Pero para que esta fuerza potencial se convierta en poder de acción es necesario que esta experiencia de lo real no sea una experiencia individual, que dé lugar a una elaboración colectiva, es decir, a una traducción o a una sublimación política.
Tal es la propuesta de una política del cuidado y una de sus posibles aplicaciones: promover, en interés de todos, los conocimientos derivados de las experiencias del trabajo del cuidado, pero también de la experiencia de los trabajadores discapacitados o ancianos, o de las personas que retornan al trabajo después de una enfermedad grave (Chassaing & Waser, 2010). Todos tienen conocimientos fundados en la vulnerabilidad. Por tanto, son más bien los trabajadores discapacitados quienes deben servir de lupa para pensar al ser humano en el trabajo, y no el modelo abstracto del hombre del rendimiento (o su avatar desafortunado: el gerente súper-comprometido).
Me parece que los especialistas en trabajo –ergónomos, sociólogos o psicólogos– deben apoyar este tipo de posicionamiento crítico que además renueva lo que ha desarrollado la ergonomía francófona: el trabajo debe adaptarse al ser humano (y no lo contrario). Esto implica plantearse constantemente la pregunta: ¿pero a qué ser humano? La perspectiva del cuidado es un excelente punto de apoyo conceptual y semántico para no dejarse atrapar por los cantos de sirena de la excelencia o el rendimiento.
Pueden convocarse otras figuras heroicas del trabajo contemporáneo, además de la del cuello blanco sacrificado en el altar de la competitividad. Figuras que no permiten disociar las esferas reproductiva y productiva, uniendo lo íntimo y personal con lo político. Figuras que llevan al corazón del mundo social la vulnerabilidad genérica de todo lo viviente y las vulnerabilidades sociales. Por ejemplo, las trabajadoras en situación irregular, madres y sostén de familia en el extranjero, que muchas veces han vivido guerras civiles y cuidan de nuestros hijos o de nuestros ancianos, soportando al mismo tiempo el desarraigo con el temor de ser expulsadas.
De la misma manera en que el cuidado es una invitación a descompartimentar las fronteras entre las categorías de lo privado y lo público, del trabajo asalariado y doméstico, es también una invitación a descompartimentar las luchas entre empleados estables y precarios, entre ciudadanos y trabajadores indocumentados, entre mujeres calificadas y no calificadas, entre destinatarios y proveedores de cuidados; una invitación a interrogarnos de manera crítica acerca de lo que es importante en nuestras sociedades.
Referencias
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Notas
Información adicional
ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s25912755/pukcqgpem