Artículos

Recepción: 06 Abril 2022
Aprobación: 28 Julio 2022
Resumen: El artículo analiza el caso de las trabajadoras que durante la primera parte del siglo XX se desempeñaron como guardabarreras del ferrocarril. Más específicamente, el objetivo consiste en examinar las características de esta singular tarea que entrecruza vida familiar y vida laboral centrándose en la jornada laboral, las modalidades de trabajo y los saberes tácitos implicados. Se argumenta que, en un contexto en el cual el trabajo femenino era objeto de debate público y de protección especial, el hecho de que las tareas de guardabarreras se realizaban en las inmediaciones de la vivienda familiar funcionó como una habilitación para las mujeres en este entorno masculino. Asimismo, se sostiene que, desde el punto de vista de los funcionarios estatales, se construyeron significados en torno a esta tarea volviéndola una actividad que no era ni excesiva ni fatigante y que no requería del trabajo nocturno. Como muestra el análisis, estos significados se alejaban de la realidad que muchas veces describía el trabajo en los pasos a nivel. Se identifica y analiza, además, tres modalidades bajo las cuales las mujeres participaron del trabajo de guardabarreras; esto es, matrimonios guardabarreras, mujeres solas y ayuda familiar. Bajo una perspectiva biográfica, el artículo se basa en el análisis documental de fuentes escritas de variado origen (empresariales, gubernamentales y prensa gráfica comercial) junto con testimonios orales de descendientes de las trabajadoras.
Palabras clave: guardabarreras, ferrocarril, trabajadoras, familias.
Abstract: In this paper I analyse the case of women who, during the first half of the 20th century, worked as level crossing keepers. More specifically, the aim of this study is to examine the characteristics of this unique job which spans both family and working life, exploring the working day, labor modalities and tacit knowledge involved in this type of work. I argue that, in a context in which women’s work was a subject of public debate and special regulations, the fact that the crossing keepers’ duties were carried out in the immediate vicinity of the family home conferred a degree of authorization to the women in this male-dominated environment. Likewise, I assert that, from the point of view of state officials, representations were constructed around this particular role, portraying it as an activity that was neither excessive nor exhausting, and which did not require night work. As my analysis shows, these understandings were far removed from the reality that often characterised work on the level crossings. Furthermore, three modalities within which the women carried out their work as crossing keepers are identified and analysed: as part of a married couple, as single women, and as part of a family unit. Taking this biographical approach, the current study is based on document analysis of written archives from a variety of sources (companies, governmental, and the printed press), along with oral accounts from the descendants of the women workers.
Keywords: level crossing keepers, railways, workers, families.
Resumo: Este artigo analisa o caso das trabalhadoras que durante a primeira parte do século XX exerceram como guarda cancela do trem de ferro. Mais especificamente, ele visa examinar as características desta singular tarefa que faz um entrecruzamento tanto da vida familiar e da vida de trabalho, para isso observam-se os dia de trabalho, modalidades e conhecimento tácito implicados. Argumenta-se que, num contexto no qual o trabalho feminino era objeto de debate público e de proteção especial, o fato de as tarefas de guarda cancela serem realizadas nas proximidades da moradia familiar funcionou como uma habilitação para as mulheres nesse entorno masculino. Aliás, sustenta-se que, do ponto de vista dos funcionários do estado, foram construídos significados acerca desta tarefa, tornando-a uma atividade que não era nem excessiva nem cansativa, e que não requeria do trabalho noturno. Conforme o mostra a análise, esses significados afastavam-se da realidade que muitas vezes o trabalho nas passagens de nível descrevia. Além do mais, são identificadas e analisadas três modalidades sob as quais as mulheres participaram do trabalho de guarda cancela; isto é, casais guarda cancelas, mulheres sozinhas e ajuda familiar. Sob uma perspectiva biográfica, o artículo baseia-se na analise documentária de fontes escritas de variada origem (empresariais, governamentais e imprensa gráfica comercial) junto com testemunhas orais de descendentes das trabalhadoras.
Palavras-chave: Guarda cancela- Trem de ferro- Trabalhadoras- Famílias.
Introducción
Como parte de una investigación más amplia sobre el trabajo de las mujeres en la actividad ferroviaria en Argentina, un entorno laboral tradicionalmente masculino, el presente artículo se centra en el caso de las trabajadoras que durante la primera parte del siglo XX se desempeñaron como guardabarreras en los pasos a nivel de diferentes puntos del país. Más específicamente, el objetivo consiste en examinar las características de esta singular tarea que entrecruza vida familiar y vida laboral centrándose en la jornada laboral, las modalidades de trabajo y los saberes tácitos implicados en esta tarea. Se plantea la hipótesis de que como parte de las tensiones que suponía la participación de las mujeres en este sector en un contexto en el cual el trabajo femenino era objeto de debate público y de protección especial, la casilla de la barrera que oficiaba de vivienda familiar funcionó como una habilitación para ellas en este entorno masculino. En esa dirección, se pregunta por la construcción de significados en torno al trabajo de las mujeres en esta tarea que fue vista como una actividad que no demandaba mayores esfuerzos y por las prácticas cotidianas concretas de las trabajadoras.
A pesar de que la masculinidad ha sido una dimensión constitutiva del trabajo ferroviario (Palermo, 2020) y de que en términos cuantitativos su presencia ha sido menor ante una amplia mayoría de varones, desde al menos las últimas décadas del siglo XIX las mujeres han trabajado en esta actividad. Proponiendo un punto de vista descentrado de la experiencia masculina que ha capturado la atención de la mayoría de los estudios académicos sobre el mundo del trabajo ferroviario, este escrito propone un ángulo de observación mucho menos explorado como lo son las trabajadoras mujeres. Los estudios sobre el trabajo ferroviario en Argentina se centraron fundamentalmente en los obreros de los talleres y galpones, en los ingenieros y en los maquinistas y foguistas (Agostini, 2021; Ayuso, 2017; Badaloni, 2011; Gordillo, 1988; Palermo, 2015; Salerno, 2005; Sanchez, 2018; Suriano, 1999). En cambio, otras tareas captaron una atención mucho menor, tal como ocurre con las camareras, azafatas y oficinistas en el contexto de los años sesenta y setenta del siglo pasado (Godoy 2020, 2021) o con el trabajo de las guardabarreras y otras empleadas en las primeras décadas del siglo XX (Canali, 2005; D´Uva, 2021; Godoy, 2022) que recientemente han comenzado a ser tenidas en cuenta por la producción académica; se trata de tareas que, en cierto sentido, han sido consideradas menos representativas del sector y que se corresponden, justamente, con aquellas en las que las mujeres han mantenido algún tipo de participación.
Aunque por mucho tiempo familia y trabajo, vida privada y vida pública, hayan sido tratados como temas separados, éstos representan —como ha advertido la mirada crítica feminista— dos caras de una misma moneda (Barrère-Maurisson, 1999; Pateman, 1996). En esa dirección, el desarrollo se basa en la sociología zelizeriana interesada en las dinámicas que unen y separan los “mundos hostiles” asociados a la vida personal y vida económica (Luzzi y Neiburg, 2009; Zelizer, 2009). El caso de las guardabarreras muestra de manera ejemplar estos entrecruzamientos atendiendo al modo en el que las casillas de guardabarreras funcionaron como vivienda y como espacio de trabajo en tanto ámbitos indiferenciados. Así, al observar cómo el tiempo y el trabajo hogareño se redefine, amalgama y reorganiza con base en el trabajo remunerado, es posible acceder a una experiencia laboral más amplia que vuelve menos opaca la presencia de las mujeres en el mundo del trabajo ferroviario y, también, permite poner en primer plano la relevancia de los saberes tácitos (Roldán, 2003) adquiridos en el espacio doméstico.
Para las mujeres, el ingreso al mercado laboral ha implicado cumplir tanto con el trabajo remunerado (lo mismo que hacen los varones) como con el trabajo no remunerado (quehaceres domésticos, tareas de cuidado asociados a sus roles “naturales” de madre y ama de casa); esta sobrecarga de trabajo fue conceptualizada como doble o triple jornada (Hochschild, 1989; Kollontay, 2016). Redefiniendo y complejizando estos relevantes aportes, el caso de las guardabarreras puede ser pensado, a su vez, en términos de una sola jornada(Masi de Casanova, 2019b, 2019a), es decir, como parte de un círculo interminable e indiferenciado entre trabajo remunerado y no remunerado. Más que una rígida dicotomía, este concepto permite dar cuenta de cómo este conjunto de tareas entremezcladas aparece bajo la forma de continuidad.
El artículo se sustenta en el análisis documental de fuentes de variado origen —empresariales, prensa gráfica comercial, gremiales y archivos personales— junto con testimonios orales de descendientes de estas trabajadoras[1] tomando como punto de partida una perspectiva biográfica (Bertaux, 2005; Meccia, 2020). Respecto de la estructura del texto, se analizarán, en primer lugar, las características de la labor de cuidar pasos a nivel a fin de comprender qué factores hicieron posible su inserción en esta actividad. En segundo lugar, se identifican y analizan tres modalidades de trabajo; esto es, matrimonios guardabarreras, mujeres solas y ayuda familiar.
Las mujeres y el trabajo de guardabarreras
Las mujeres han sido parte del mundo ferroviario desde hace mucho tiempo. Sin embargo, cuando comencé a diseñar el proyecto de investigación doctoral que sustenta el presente artículo advertí que era poco lo que se conocía sobre el puñado de ellas que trabajaron en esta actividad. En Argentina, en el año 2005 una revista local de historia[2] publicó un texto que en su título se preguntaba, sugerentemente, “¿Mujeres en el ferrocarril?”; allí, su autora, Mariela Canali ofrecía una aproximación a la experiencia de mujeres que se habían desempeñado como guardabarreras y como administrativas desde las primeras décadas del siglo XX en adelante. Dicho artículo representa una excepción al hecho de que las ciencias sociales no habían puesto atención en indagar en la experiencia de estas trabajadoras. Las interesantes aproximaciones de Canali a algunos puntos que profundizaré más adelante (el desgaste físico y la sobrecarga de tareas de las guardabarreras, entre otros) fueron un importante punto de partida para mi investigación. En continuidad con la propuesta de Canali, busqué testimonios orales de descendientes de las trabajadoras ya fallecidas e indagué, además, en archivos personales (como álbumes de familia, por ejemplo). Pero también recurrí a fuentes escritas, entendiendo que con las preguntas adecuadas las mujeres también podían aparecen allí. Lo notable es que la prolífica producción académica, más allá de creciente preocupación actual sobre este tema, no las había considerado como centro del análisis (en algunos casos, cuando estas mujeres eran mencionadas aparecían en notas al pie o en breves oraciones).
Un reciente estudio que aborda las políticas de gestión de mano de obra del Ferrocarril Central Argentino hace una referencia a las trabajadoras ferroviarias; allí se menciona “una invisibilización de las mujeres en las fuentes consultadas”(Badaloni, 2020:176). Aquí surge una necesaria precisión acerca de si se trata de una invisibilización “en las fuentes” en sí mismas o, contrariamente, si la invisibilización tenía que ver más bien con la formulación de preguntas con las que éstas fueron abordadas por la producción académica. Estas trabajadoras han representado una parte significativamente menor de la fuerza de trabajo en el transporte ferroviario; sin embargo, como he insistido en estudios previos, las mujeres han estado allí desde al menos fines del siglo XIX (Godoy, 2020; 2022). Pero, además, en algunos casos, sobre ellas recayó una cierta atención que las volvió visibles en la medida en que, como ha planteado Joan Scott (2000) para su propia investigación, se las percibiera como un problema asociado a la compatibilidad entre feminidad y trabajo asalariado (y, en particular, ciertos tipos de trabajos). Tal es el caso de la siguiente resolución de la Dirección de Ferrocarriles del año 1894, publicada por un periódico de Buenos Aires:
La dirección de ferrocarriles ha dictado ayer la siguiente resolución: En cumplimiento de lo resuelto por el directorio en su sesión del día 1º del corriente y no existiendo artículo alguno de la ley de ferrocarriles que prohíba especialmente que las mujeres desempeñen puestos en las administraciones de F.F.C.C. y estando las funciones de guardabarreras dentro de las aptitudes de la mujer, por lo limitado de su trabajo material, deben considerarse aptas para el desempeño de estos cargos de conformidad a la práctica establecida en la mayor parte de los ferrocarriles de otros países. En consecuencia, no se haga observación alguna a las empresas que las ocupen en estas funciones (El Diario, 05/06/1894).
Como puede verse, la resolución de la Dirección de Ferrocarriles pone en relieve algunas características que se adjudicaban al trabajo de guardabarreras y permite comprender qué significados se elaboraron en torno a esta tarea que absorbió a una cantidad de mujeres que aún resulta complejo poder cuantificar.[3] La primera observación que surge con base en la fuente citada es que ya hacia fines del siglo XIX, había mujeres que trabajaban como guardabarreras en los ferrocarriles en Argentina. Una segunda observación tiene que ver con el hecho de que fuera visto como un punto de debate para el contexto histórico de fines del siglo XIX y principios del XX.
Considerado objeto de protección especial, el trabajo de las mujeres suscitó importantes discusiones en la sociedad, que derivarían en una legislación específica para regular su trabajo años después. Como ya ha sido señalado por Marcela Nari (2004), la participación de las mujeres en el mercado de trabajo requiere considerar un clima de ideas en torno a los efectos personales y sociales del trabajo asalariado femenino que lo convirtieron en objeto de debate público como consecuencia de una redefinición en torno a la maternidad y a la maternalización de las mujeres. De allí que su trabajo remunerado fuera del hogar fue considerado secundario y coyuntural dado que la principal función de las mujeres se definió con base en su rol de madre y al espacio doméstico; por consiguiente, la participación en el mercado laboral fue vista como incompatible y en competencia con dicha función supuestamente natural de las mujeres (Nari, 2004). Por esto último es que los funcionarios públicos, como denota la citada fuente de 1894, ponían especial énfasis en destacar que consideraban al trabajo de guardabarreras un trabajo limitado en cuanto a lo material. De modo tal que, desde su punto de vista, se trataba de una tarea simple, que no requería de mayores esfuerzos físicos. Asimismo, contratar mujeres para este puesto era una práctica en la que ya otros países del mundo habían incursionado. Por tanto, cuando dicha resolución dice “de conformidad a la práctica establecida en la mayor parte de los ferrocarriles de otros países” justificaba el trabajo de estas mujeres a partir del hecho de que en otras latitudes era también una realidad, tal como lo demuestran las investigaciones de Helena Wojtczak (2005) en Gran Bretaña y de Esmeralda Ballesteros Doncel (2003) en España.
Los pasos a nivel eran una responsabilidad de las compañías, pero no generaban ganancias, dice Helena Wojtczak (2005), quien estudia el trabajo de las mujeres en los ferrocarriles británicos. Pretendieron, entonces, cubrir estas tareas generando los menores gastos posibles. Para ello, ofrecieron este trabajo a ferroviarios que habían perdido extremidades en accidentes ocurridos en servicio o que tuvieran algún otro tipo de discapacidad; en tal situación de desesperación, sería más probable que aceptasen bajos salarios. Cuando esto no era posible, la vacante era ofrecida a la viuda de un anterior guardabarrera o de algún otro ferroviario. Wojtczak sostiene que incluso podía ser ofrecida a una hija, por una suma de dinero aún menor; podía ocurrir que esta viuda (o hija) habría, en algún momento de la vida familiar, ayudado a operar la barrera, de modo tal que no necesitaban mayor entrenamiento para realizar la tarea (este hecho era valorado por las compañías a la hora de otorgarles a ellas la vacante). La autora menciona, además, que el trabajo solía venir acompañado de la tenencia de una pequeña vivienda al costado de las vías (Wojtczak, 2005). Esto último fue fundamental para que las mujeres fueran consideradas aptas, como dijera la citada resolución de la Dirección de Ferrocarriles en Argentina, ya que les permitía (supuestamente) conciliar tareas domésticas y de cuidado entre tren y tren.
Por su parte, en España, la socióloga Esmeralda Ballesteros Doncel (2003) plantea que las empresas no conferían valor profesional alguno al puesto de guardabarreras y lo despojaban de cualificación cuando era ocupado por una mujer mientras que, cuando era desempeñado por un varón, el significado era otro. Donde confluían caminos principales o puntos especiales, el puesto era siempre ocupado por un varón; en cambio, la guardería diurna y los pasos a nivel de carácter secundario eran reservados para ellas, demuestra la autora. Además, observa que la contratación de mujeres para estas tareas se limitó a aquellas que estuvieran casadas (y que mantuvieran un vínculo de parentesco con otro agente de la empresa, no necesariamente guardabarreras) y cuando el trabajo se realizaba dentro del binomio hombre-mujer, además de permitir el aprendizaje necesario para ejecutar la tarea, se garantizaba la vigilancia del puesto durante las 24 horas. El jornal recibido por las mujeres era menor que el recibido por los varones, por realizar idéntico trabajo.[4]
En Argentina, ya para el año 1926, el decreto 6529,[5] en un espíritu similar al de la resolución del año 1894, declaraba que las mujeres empleadas como guardabarreras no estaban comprendidas en las disposiciones prohibitivas de la Ley 11317, que regulaba el trabajo de las mujeres y de menores de 18 años. En sus artículos 5º y 6º esta ley establecía que las mujeres mayores de dicha edad no podrían ocuparse en la industria y comercio durante más de 8 horas diarias y prohibía su trabajo en horarios nocturnos (exceptuando al servicio de enfermeras, personal doméstico y empresas de espectáculos públicos nocturnos).[6] Estos dos aspectos chocaban de frente con las características del puesto de guardabarreras que, en ocasiones, y dependiendo del tráfico de trenes del lugar donde este se realizaba, podía requerir tanto del trabajo nocturno como del trabajo durante gran parte del día, superando la cantidad máxima de horas establecida por la ley, como se verá a continuación.
La incorporación de mujeres a este empleo requirió entonces de transformar los significados sobre el contenido de su trabajo haciendo de este una labor que no requería esfuerzo físico ni de largas jornadas de trabajo. Lejos de esta idea, la realidad mostraba que subir y bajar barreras que no contaban con mecanismos automáticos provocaba un gran desgaste corporal y que, en ciertos lugares, el tráfico hacía que las jornadas fueran extenuantes. Como ya ha sido señalado por Canali (2005), en algunos sitios, la jornada de trabajo podía comenzar a las 6 de la mañana y finalizar a las 10 de la noche; asimismo, esta autora ha evidenciado que los sistemas manuales de barreras podían generar lastimaduras en las manos. En mi propia investigación he podido observar además cómo los familiares de la guardabarrera Augusta Ana Thorning de Zarza (quien se desempeñó en las localidades santafecinas de Los Quirquinchos, Chabas y Casilda) recuerdan los graves problemas de espalda que dicha tarea generó a esta trabajadora, luego de toda una vida dedicándose a subir y bajar barreras de hierro que no contaban con sistemas automatizados.[7] A su vez, en el caso de la trabajadora Dolores Contreras (quien fue guardabarreras en las localidades mendocinas de Rivadavia, Rodeo de la Cruz, General San Martín, entre otras) prestaba un servicio de 15 horas diarias tratándose, en algunos lugares, de pasos a nivel donde el tráfico era intenso.[8]
Es de notar que, a pesar del extenuante trabajo que podía significar jornadas tan prolongadas como las que realizaba Dolores Contreras, la empresa reprendía constantemente lo que consideraba una desatención del servicio. A causa de haberla encontrado ausente en su puesto de trabajo, esta mujer recibía constantes amenazas de suspensión, cesantías u otras medidas serias en su contra, que en ocasiones eran efectivamente ejecutadas. Si bien algunos reportes entienden que las justificaciones que ella ofrecía eran excusas, la mayoría de las veces a las que estos hacían referencia se trataba de zorras-autos (es decir, no de trenes con un horario establecido). Cabe remarcar que la empresa la hacía firmar reportes aun tratándose de una mujer que no sabía leer[9] lo cual denota una situación sumamente desventajosa.
El principal deber del puesto de guardabarreras era velar por la seguridad pública al pasar los trenes y evitar que se produzcan accidentes tales como arrollamientos de vehículos o animales. Para tal fin, cuando se aproximaba un tren se debía permanecer fuera de la casilla sosteniendo banderas en horas del día o luces (un farol) en horas de la noche, debiendo bajar las barreras unos minutos antes de la llegada de la formación. Además, inspeccionaban la vía hasta donde sea posible antes de la pasada del primer tren del día para cerciorarse de que no haya animales u otros obstáculos, tampoco debían permitir el cruce de personas mientras un tren se aproximaba ni el tránsito de personas por las vías. Tenían a su cargo, a su vez, la limpieza de los pasos a nivel y de la casilla[10]. Las mujeres que se desempeñaban en estos puestos enfrentaban situaciones que podían volverse conflictivas, más aún cuando se trataba de áreas de mayor circulación de vehículos que debían detenerse y aguardar el paso de los trenes una vez que la guardabarrera cerraba el paso a nivel. Augusta Ana Thorning de Zarza, por ejemplo, durante el período en el que trabajó en la localidad de Casilda enfrentaba agresiones verbales cuando tenía las barreras bajas que derivaron en comunicaciones escritas entre la empresa y el Jefe de Policía por medio de las cuales se solicitaba “adoptar las providencias necesarias para evitar la repetición de estos hechos”. En su legajo se evidencia cómo ella fue molestada durante el desempeño de su tarea por un “repartidor de hielo […] de apellido Achén [que] la insultó sin causas justificadas”.[11]. De acuerdo con el testimonio de su nieto, esta mujer tenía un carácter fuerte y un importante compromiso a la hora de realizar correctamente sus tareas laborales,[12] esto último se corresponde con las constantes referencias por parte de la empresa cuando la nombran como “una buena empleada” y que “registra buenos antecedentes”[13] lo cual era un factor en su favor a la hora de solicitar extensiones de licencias médicas o el apoyo ante hechos conflictivos tal como ocurrió en el caso del repartidor de hielo.

En cuanto a la superposición de tareas productivas y reproductivas, si como ya ha argumentado la historiadora Mirta Lobato (2007), el ingreso femenino al mercado de trabajo estaba plagado de amenazas a su honor y reputación, en el caso de las guardabarreras que analizo aquí, el desdibujamiento entre espacio laboral y familiar funcionó como una protección. Al emplazarse en las inmediaciones de la vivienda hogareña, generalmente aportada por la misma compañía ferroviaria, se convertía al trabajo de guardabarreras en un entorno de resguardo para las mujeres que en ocasiones debían trabajar en horas de la noche dando lugar, a su vez, a que no desatendieran sus roles asociados al espacio doméstico y familiar lo cual escondía una sobrecarga de trabajo.[14] Devenidas en una sola jornada(Masi de Casanova, 2019b), las tareas productivas y reproductivas se volvieron extenuantes e indiferenciadas en un mismo tiempo. También es importante tener en cuenta que algunas trabajadoras recurrían a la colaboración de otras mujeres (amigas del barrio, por ejemplo) para cuidar a sus hijos pequeños, tal como ocurría con Augusta Ana Thorning de Zarza quien no quería dejarlo solos mientras ella se acercaba a levantar las barreras.[15]
En una publicación de la revista Caras y Caretas (figura 1) puede observarse a dos guardabarreras en la localidad bonaerense de Martínez, un trabajador y a una trabajadora (posiblemente se trate de un matrimonio), en su labor cotidiana. La vida familiar que transcurría entre la barrera y la casilla que funcionaba como vivienda atrajo también la atención de la prensa (figura 2). Aunque en este segundo caso la mujer que aparece representada no cumpliera aparentemente funciones como guardabarrera, en las imágenes publicadas por Caras y Caretas se la muestra realizando otras labores asociadas a las tareas domésticas. Ella aparece realizando unos lavaditos familiares y tejiendo una pañoleta según mencionada Revista e, incluso, uno de los guardabarreras es retratado en su huerta, una posibilidad que le brindaba, también, la vivienda en la casilla cuando esta comprendía una porción de tierra.



Además, la espacialidad incluía sitios verdes que se volvían espacio de diversión y esparcimiento para niños y niñas que habitaban la casilla o que iban de visita para estar con sus madres y/o abuelas guardabarreras (ver figuras 3 y 4). Incluso “los chicos del pueblo tuvieron para sus juegos” (Roldán de Lamberti, 2003: 10) este escenario, dice una escritora de la localidad santafecina de Sunchales, donde se desempeñó la trabajadora Francisca Vivas de Iñíguez por más de tres décadas. Uno de los nietos de la guardabarrera Augusta Ana Thorning de Zarza recuerda que “nosotros jugábamos mucho ahí […] en esa época era muy divertido”.[16] Estas imágenes de la diversión en relación con la infancia aparecen como una contracara de las expresas indicaciones de la empresa en torno a que se “prohibirá que se estacionen menores jugando a inmediaciones de los pasos a nivel”.[17]
Tres modalidades de trabajo
El mencionado texto introductorio al decreto presidencial de 1926 distinguía dos modalidades bajo las cuales se daba el trabajo de las mujeres como guardabarreras; esto es, los matrimonios guardabarreras y cuando las mujeres atienden solas la barrera. A estas dos cabe agregar una tercera modalidad, el trabajo de tipo ayuda familiar que era solo parcialmente reconocido por las compañías.
La primera modalidad refiere a cuando el cuidado de las barreras se realizaba de un “modo alternado con su marido, que habitan en la misma vivienda que les da la empresa”, es decir, esta modalidad distribuía el trabajo entre cónyuges.[18] Estas características hacían que se considerara que, al poder ser reemplazadas por su marido, el trabajo no sea continuo, ni excesivo, ni fatigante. Al mismo tiempo, se esforzaban por poner en relieve que la naturaleza de la actividad en sí misma no requería de mayores esfuerzos[19] (en una línea similar a lo expresado por la resolución de 1894 que, como se vio antes, manifestaba que se trataba de una tarea limitada en lo material). De modo tal que, el texto expresaba que esta tarea no iba en detrimento de las razones que subyacían a las prohibiciones establecidas por la ley 11317 sobre el trabajo femenino, a saber, proteger la salud y el porvenir de la raza según sus propios términos. Esta modalidad de trabajo, a la que llamo “matrimonios guardabarreras”, inspirada en una expresión utilizada por integrantes del gremio Unión Ferroviario (UF), parece haber sido mucho menos frecuente después de la segunda mitad del siglo XX.[20] El acceso a un puesto de guardabarreras bajo esta modalidad representó una estrategia familiar que, en muchos casos, conllevaba movilidad geográfica por diferentes ciudades y provincias. Tal es el caso de Cayetana Margarita Liggera de Dordona, una mujer nacida en 1916, quien, junto su marido, postuló a una vacante ofrecida por la compañía Buenos Aires Al Pacífico (BAP) en la localidad bonaerense de Junín. Cayetana y su esposo, quienes devinieron en un matrimonio guardabarreras, fueron traslados desde dicha localidad a otros destinos incluyendo la pequeña localidad de La Colonia (en la provincia de Mendoza) sitio en el que se quedaron definitivamente y donde nació su única hija.[21] Esta modalidad implicaba el compromiso de que, si el esposo era dejado cesante u obtenía otro puesto de trabajo, ella debía abandonar en consecuencia su función como guardabarrera, como puede verse en la figura 5.

La segunda modalidad, por su parte, aludía a cuando las mujeres atienden solas la guarda de la barrera. Para ese caso, lo que se insistía en subrayar era que la jornada de trabajo, si bien excedía las ocho horas diarias, no se trataba de una tarea continua y permanente.[22] Puntualmente, un decreto del año 1918 aclaraba para las prestaciones de servicio que podrían ser llevadas a doce horas para el personal de guardabarreras a los cual las empresas faciliten las casillas apropiadas (para habitar) en los pasos a nivel.[23] Esta modalidad se trataba fundamentalmente de mujeres viudas de un trabajador ferroviario quienes, empujadas por la necesidad o por deseos inconfesables de autonomía (Lobato, 2007), pedían activamente trabajo a la empresa. Lo hacían mediante notas o yendo personalmente a las oficinas centrales, llegando a emprender largos viajes desde el lugar en el que residían hasta la ciudad de Buenos Aires, donde se ubicaban las sedes centrales de las empresas. Las mujeres-solas (que habían comenzado a trabajar como consecuencia del fallecimiento de su marido) seguían siendo reconocidas públicamente en documentos formales de las compañías ferroviarias bajo el apelativo viuda de.[24] Esto tiene que ver con el hecho de que si el status de las mujeres se adquiere a través de los hombres, la viuda era considerada una extensión de su esposo; de allí que el término de viudedad haya estado, en consecuencia, asociado con mayor facilidad a las mujeres (Nausia Pimoulier, 2022). De modo tal que la identidad de las guardabarreras permaneció ligada a sus maridos fallecidos y, fundamentalmente, a su condición de viudas.
María Camila Van de Kerkhove fue una mujer que se desempeñó como guardabarrera desde la década del veinte hasta los años cincuenta, momento en el que se jubiló; es decir, al igual que las demás trabajadoras que protagonizan mi estudio se convirtieron en el principal sustento de su familia y solo abandonaron su trabajo luego de décadas, una vez llegado el momento de retiro habiendo alcanzado la cantidad de años necesaria para iniciar los trámites jubilatorios. María Camila, según el testimonio de su nieto, no sabía leer ni escribir (una condición que compartía con otras guardabarreras que también eran analfabetas, como por ejemplo la ya mencionada Dolores Contreras) y estaba casada con un trabajador ferroviario de nombre Lisandro Marciano Benítez, que se desempeñaba como guardabarrera del Ferrocarril Oeste (FCO), en la localidad de General Rodríguez (provincia de Buenos Aires). Habían tenido tres hijos y tres hijas y vivían en la casilla del ferrocarril cercana a la estación de su localidad[25]
En el año 1922, Lisandro fallece. La causa estuvo asociada a una afección cardio-respiratoria que lo llevó a una muerte algo repentina. Ana María, su nieta, cuenta que “de un momento para otro mi abuela se quedó sola con sus chicos en la cabina del ferrocarril”.[26] Ante esta situación, Camila tomó el trabajo como guardabarreras, pero trasladándose a la localidad de 9 de Julio, donde el tráfico era menor. Que las tareas fueran relativamente más livianas en el nuevo destino suponía que Camila podría responsabilizarse de las barreras durante todo el día (y parte de la noche) mientras se ocupaba de las tareas domésticas y del cuidado de su hijos e hijas. Según su nieto Juan Carlos, fue este el motivo de su traslado.
María Camila, al haber habitado la casilla de General Rodríguez con su esposo, había visto cómo se ejecutaba la tarea y, por tanto, sabía cómo se hacía. Lo mismo ocurriría con algunos de sus hijos que en ocasiones la ayudaban a cuidar la barrera.[27]. Como dice Graciela Ciselli (2002), en el ámbito del trabajo petrolero hacia las primeras décadas del siglo XX, las empresas se beneficiaban de una calificación informal cuando se incorporaban como aprendices a los hijos de obreros. La autora considera que desde niños se les enseñaba cómo comportarse en la empresa y, de ese modo, incorporaban a un obrero entrenado desde que nació. Para el caso que examino en el presente apartado, esta calificación informal no solo alcanzaba a los hijos varones sino, también, a la esposa (y, en ciertos casos, a las hijas mujeres) en consonancia con los hallazgos antes vistos de Wojtczak (2005) para Gran Bretaña. En este sentido, siguiendo la conceptualización de la autora Martha Roldán (2003), los saberes tácitos aprendidos en el ámbito familiar resultaban un recurso valorado y necesario para ejecutar el trabajo, más allá de su modalidad específica. Con el concepto de saberes tácitos, Roldán alude al conocimiento que es inherente a las personas y a la acumulación de su experiencia de vida. Para la autora, esto incluye lo que ocurre tanto en el mundo del trabajo productivo como en el reproductivo requiriendo, para su transmisión, de un tipo específico de interacción social. De allí la relevancia de observar tanto lo que ocurre en el espacio de trabajo como lo que ocurre en el espacio doméstico (aunque esta separación no está presente en el caso de las guardabarreras que aquí analizo).
Por último, como se desprende del desarrollo precedente, es posible distinguir una tercera modalidad de trabajo asociada a la ayuda familiar. Esta variante involucraba a diferentes integrantes del grupo familiar. En efecto, ante una enfermedad, algunas compañías establecían, explícita y formalmente, que si el “guarda barrera tuviera familia, ésta podrá atender las barreras mientras llega el reemplazante”.[28] Es decir, reconocía reglamentariamente, ante este tipo de situaciones, la ayuda familiar sin aclarar si hacía referencia a personas mayores de edad o si esto comprendía, también, a menores que, como se vio, solían colaborar con la tarea. Aun así, en el caso de Dolores Contreras, a quien ya se hizo referencia antes, se la reprendió cuando en una ocasión las barreras fueron atendidas por una menor.[29]

En sus diferentes modalidades, así como se hacía difusa la separación entre lo que era trabajo de la casa, por un lado, y trabajo formal/remunerado, por otro, también se desdibujaba el espacio familiar/privado respecto del espacio laboral/público. De ese modo, colocó a las mujeres en una posición de cierta ambigüedad que les permitió habitar estos lugares que se volvieron indiferenciados. En un contexto en el cual el trabajo femenino era objeto de debate público y de protección especial, la posibilidad de trabajo en la casilla de la barrera, que oficiaba de vivienda familiar, ofrecía una situación análoga a lo ocurrido con el trabajo a domicilio. Si para el imaginario de la época, el trabajo femenino era —o debería ser— excepcional y complementario, cuando no quedaba otra opción, “el mejor lugar (o el menos malo) para realizar estas tareas para el mercado era el “hogar”, el espacio doméstico, es decir, el trabajo a domicilio” (Nari, 2004: 81).
Cabe recordar que el trabajo a domicilio lejos estaba de ser idílico si se considera que las jornadas máximas eran habituales tanto para varones como para las mujeres que realizaban tareas que se desenvolvían en el ámbito hogareño, pero, en el caso específico de las mujeres, ellas también sumaban las tareas cotidianas del ama de casa que tampoco tenían duración (Lobato, 2007). En ocasiones, para incrementar la productividad, se recurría a la colaboración de hijos e hijas; de modo que “la ilusión del cuidado mientras se trabajaba en el domicilio, en realidad, abrió la puerta al trabajo infantil” (Queirolo, 2020: 80). En consonancia con estos planteos, el trabajo de las guardabarreras que analizo, tanto en lo que refiere a las jornadas de trabajo prolongadas como la superposición de trabajo remunerado y trabajo no remunerado junto con la colaboración de menores, era parte de la realidad que muchas veces se vivía. Aunque las situaciones variaban de acuerdo con el tráfico según el lugar de trabajo, este escenario convivía (y contrastaba) con la imagen que se pretendía generar en torno a una actividad que presentaban como limitada en lo material y que no resultaba ni continua, ni excesiva, ni fatigante.
En suma, como puede verse a partir de las diferentes modalidades de trabajo, las barreras y las casillas que se emplazaban en sus inmediaciones se constituyeron en espacios donde se desdibujaban los límites entre lo laboral y lo familiar. Aquí, no solo la espacialidad sino la temporalidad familiar se amalgama a los del trabajo. Las vidas conectadas (Zelizer, 2009) entre intimidad familiar y trabajo, funcionaron como una habilitación para las mujeres en el mundo laboral y público al costo de minimizar su trabajo y la sobrecarga generada por este conjunto de tareas remuneradas y no remuneradas, domésticas y laborales entremezcladas en una sola jornada.
Conclusiones
El mundo del trabajo ferroviario, habitualmente narrado con base en las experiencias masculinas y, en particular, desde cierto tipo de tareas como lo son aquellas que realizan los obreros de talleres, conductores e, incluso, ingenieros puede ser estudiado desde un ángulo alternativo. Como parte de una investigación sobre el trabajo de las mujeres que se desempeñan en este sector con alta participación masculina, en el presente artículo me propuse indagar en el caso de las guardabarreras que se desempeñaron en diferentes localidades del país en la primera mitad del siglo XX. Se sostuvo que las características de esta tarea que entrecruza vida laboral y vida familiar habilitó y legitimó a un puñado de mujeres a ocupar este puesto. Dado que el cuidado de los pasos a nivel solía hacerse en las inmediaciones de la vivienda familiar en muchos casos propiedad del ferrocarril, se volvieron indiferenciados los tiempos y las tareas de la vida íntima hogareña respecto del empleo remunerado, y fueron analizados bajo la noción de una sola jornada, una temporalidad que deviene indiferenciada e interminable, entre trabajo remunerado y trabajo no remunerado
Si bien el contenido del trabajo suponía en algunos casos jornadas extenuantes de acuerdo con el tráfico de servicios y, para quienes se ocupaban en sitios donde las barreras no contaban con sistemas automatizados, un importante desgaste físico, este trabajo fue visto como una tarea simple, limitada en lo material que no era ni excesiva ni fatigante. Desde el punto de vista de funcionarios estatales, las mujeres fueron consideradas aptas para este trabajo en la medida en que no requería mayores esfuerzos. A su vez, en ocasiones esta tarea se realizaba en horarios nocturnos, un asunto que era fuente de debates debido al problema que significaba el trabajo femenino en horas de la noche plasmado en la legislación. Cuando los requerimientos de ciertos pasos a nivel iban en detrimento de estos ideales, el hecho de que el trabajo se realizara en las inmediaciones del hogar funcionaba como un resguardo moral en la medida en que no desatendían sus funciones asociadas al espacio doméstico ni las exponían a los acechos del mundo público.
La sobrecarga de tareas (que superponían el trabajo doméstico y el trabajo ferroviario) producto de jornadas laborales que podían llegar a ser extenuantes era entonces ignorada desde el punto de vista de los funcionarios públicos. Ahora bien, así como su trabajo aparece en cierto sentido minimizado y desvalorizado también es importante poner en relieve que fue esto mismo lo que las habilitó y legitimó para ocupar un puesto en una actividad masculinizada como lo es el ferrocarril que además reviste el conjunto de características mencionadas (largas jornadas, desgaste físico y trabajo en horarios nocturnos). A estas últimas habría que sumar la peligrosidad que implica el riesgo de accidentes debido a la posibilidad de que ocurran arrollamientos de personas o vehículos y la responsabilidad que en consecuencia conlleva el puesto de guardabarreras, lo cual se puso en relieve al observar cómo la empresa tomaba represalias si una trabajadora no se encontraba en su puesto y, también, las agresiones verbales que podían tener lugar por parte del público cuando cumplían su tarea de cortar el tránsito por el paso a nivel.
Encontré tres modalidades bajo las cuales se ejecutaba esta tarea. La primera de ellas, matrimonio guardabarreras implicaba que entre marido y mujer se distribuían las 24hs de trabajo en la casilla. Esta modalidad conllevaba el compromiso de que, si el varón dejaba el empleo, ella estaba obligada a renunciar también. La segunda modalidad aludía a mujeres solas, viudas de un trabajador ferroviario, que bajo el propósito de garantizar el bienestar material de su hogar debieron tomar el puesto de trabajo como parte de un lenguaje de la necesidad que es clave para las trabajadoras (Lobato, 2007). Por último, también el trabajo de guardabarreras se ejecutó bajo la modalidad de ayuda familiar; es decir, diferentes integrantes de la familia realizaban parte del trabajo lo cual suponía la adquisición de saberes tácitos que jugaban un rol importante si en un futuro debían hacerse cargo del puesto y para la ejecución del trabajo en sus diferentes modalidades. En este último, se ha evidenciado la relevancia del espacio doméstico en lo que refiere a la transmisión de conocimientos para el mundo laboral.
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Notas
Información adicional
ARK: http://id.caicyt.gov.ar/ark:/s25912755/y9nbvsair