Artículos
Orígenes, apogeo y ocaso de un ethos laboral gestado a partir del Programa Social Agropecuario en la provincia de Jujuy, Argentina
Origens, apogeu e declínio de um ethos de trabalho desenvolvido a partir do Programa Social Agropecuario na província de Jujuy, Argentina
Origins, apogee and decline of a labour ethos developed from the Social Agricultural Programme in the province of Jujuy, Argentina
Orígenes, apogeo y ocaso de un ethos laboral gestado a partir del Programa Social Agropecuario en la provincia de Jujuy, Argentina
Revista Latinoamericana de Antropología del Trabajo, vol. 7, núm. 15, 2023
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)

Recepción: 02 Agosto 2022
Aprobación: 04 Noviembre 2022
Resumen: El objetivo de este artículo es analizar un caso que permita abordar si es posible que determinadas representaciones subjetivas del quehacer laboral puedan obstaculizar o incluso impedir los procesos de sindicalización. Para contestar esta pregunta, el artículo aborda un caso de estudio: la desmovilización de la mayoría del personal de una agencia institucional en la provincia de Jujuy (Argentina) durante un proceso de despidos ocurrido entre los años 2016 a 2018, que diezmó a tres cuartos de su personal técnico. Con el fin de dar sentido a esta desmovilización, se reconstruye la gestación del ethos laboral que se había ido forjando en el marco de la experiencia institucional antecesora a esta agencia: el Programa Social Agropecuario. En la reconstrucción de este programa en tanto experiencia forjadora de la cosmogonía institucional – esto es, de la memoria colectiva que da sentido a la configuración de cómo eran las cosas –, se procura identificar mecanismos que dan explicación a la percepción de la actividad sindical como contraria al ethos laboral que se había conformado dentro de este organismo.
Palabras clave: representaciones sociales, ethos laboral, comunidad moral, extensión rural.
Resumo: O objetivo deste artigo é analisar num estudo de caso a questão de se é possível que certas representações subjetivas do trabalho possam dificultar ou mesmo impedir os processos de sindicalização. Para responder a esta pergunta, o artigo aborda um estudo de caso: a desmobilização da maioria do pessoal que compunha uma agência institucional na província de Jujuy durante um processo de demissões que ocorreu entre 2016 e 2018, o que dizimou três quartos de seu pessoal técnico. Para dar sentido a esta desmobilização, reconstruímos a gestação do ethos do trabalho que havia sido forjado no marco da experiência institucional que antecedeu esta agência: o Programa Social Agropecuario (Programa Social Agrícola e Pecuário). Na reconstrução deste programa como uma experiência que forjou a cosmogonia institucional - ou seja, a memória coletiva que dá sentido à configuração da forma como as coisas eram - procuramos identificar mecanismos que explicam a percepção da atividade sindical como sendo contrária ao ethos do trabalho que tinha sido moldado dentro desta agência.
Palavras-chave: representações sociais, ethos do trabalho, comunidade moral, extensão rural.
Abstract: The aim of this article is to analyse a case study that addresses the question of whether it is possible that certain subjective representations of the labour task can hinder or even prevent unionisation processes. To answer this question, the article addresses a case study: the demobilisation of the majority of the staff that made up an institutional agency in the province of Jujuy during a process of dismissals that took place between 2016 and 2018, which decimated three quarters of its technical staff. In order to make sense of this demobilisation, we reconstruct the genesis of the labour ethos that had been forged in the framework of the institutional experience that preceded this agency: the Programa Social Agropecuario (Social Agricultural and Livestock Programme). In the reconstruction of this programme as an experience that forged the institutional cosmogony - that is, the collective memory that gives meaning to the configuration of the way things were - we seek to identify mechanisms that explain the perception of labour union activity as contrary to the labour ethos that had been shaped within this agency.
Keywords: Social Representations, Working Ethos, Moral Community, Rural Extension.
Introducción
Uno de los aportes específicos que la antropología del trabajo viene poniendo en valor en años recientes en Argentina es la recuperación de la dimensión subjetiva que cimienta la experiencia sindical, ya que “las clases sociales se configuran en el terreno del ser social … [el cual] – en tanto materialidad – no se realiza sino a través de expresiones subjetivas mediadas por la experiencia” (Soul, 2016: 14, mi resaltado). En esta dirección podemos reconocer trabajos abocados a recuperar las memorias colectivas (Wolanski, 2017) y las prácticas cotidianas (Llamosas, 2017) fundantes de la identidad de los sujetos que integran los espacios gremiales. Un enfoque heurístico de este tipo propone “descentrarse del sindicato, produciendo un movimiento desde el sindicato hacia los trabajadores sindicalizados para poner en el primer plano del análisis las prácticas de los trabajadores… [de modo de poder así] … analizar las formas de representación que se establecen entre los mismos trabajadores” (Llamosas, 2017: 6; mis resaltados).
Estos enfoques nos permiten activar una pregunta complementaria a aquella, que también aborde las representaciones de los trabajadores, aunque desde su dimensión opuesta: ¿acaso sería posible que las representaciones sociales sobre el propio quehacer laboral obren en contra de los mecanismos de sindicalización y obturen la construcción de memorias colectivas de lucha? ¿Podría acaso ocurrir que la configuración de determinado ethos laboral impida la organización colectiva para su propia defensa? Retomo aquí el concepto de ethos laboral (Moench y López Ruiz, 2020), esto es: una doctrina de comportamientos arraigados en argumentaciones morales que son compartidos por un conjunto profesional y que otorgan legitimidad a determinada forma de desplegar la cotidianidad laboral.(Yurén, 2013). En este sentido, el ethos laboral viene a ser en el plano argumental lo que en el plano de los comportamientos constituiría el habitus (Bourdieu, 1991).
Enfocaré esta pregunta a partir de una experiencia que me tocó conocer muy de cerca, y que por eso mismo activó mi incomodidad epistemológica por comprender lo sucedido. Se trata de los acontecimientos que, entre los años 2016 y 2018, condujeron a una dramática reducción del personal que constituía la entonces Subsecretaría de Agricultura Familiar y Desarrollo Territorial (SAF). Si bien este proceso impactó en todo el ámbito nacional, adquirió características específicas de acuerdo a las configuraciones particulares del campo social en cada provincia. Mientras que en otras provincias estos episodios lograron consolidar frentes de organización sindical unificados, en la provincia de Jujuy amplificaron cismas que antecedían a las amenazas de despidos, aún a pesar del inminente escenario de desempleo generalizado. La búsqueda de inteligibilidad para dar sentido a estos comportamientos de resignación y desmovilización, me llevará a su vez a reconstruir el ethos laboral que se había consolidado entre el personal técnico del organismo durante una etapa anterior, y que en la memoria colectiva adquirió características de cosmogonía, esto es, de narrativa el origen que da explicación y razón a cómo son las cosas (Eliade, 1994): la etapa del Programa Social Agropecuario, vigente entre los años 1993 y 2013 (Marcos, 2020).
En el momento en que comenzó este proceso de despidos masivos, yo ejercía como técnico de terreno del organismo en la provincia de Jujuy desde hacía seis años, principalmente en los territorios andinos del norte provincial. Antes de eso, yo había estado vinculado a una Agencia de Extensión Rural del INTA en el mismo territorio de intervención, durante tres años. Por lo tanto, la configuración de un ethos laboral en tanto técnico de terreno autopercibido como distintivo respecto del de otros organismos institucionales, era un proceso que me resultaba familiar y en gran medida inconsciente. Para desandar este proceso de naturalización, es decir, siguiendo a Da Matta, para “transformar lo familiar en exótico” (2007: 230), encuentro útil en este caso emprender un camino de autoetnografía (Hayano, 1979). Uno de los dos abordajes autoetnográficos que propone Maréchal (2010) consiste en asumir un ejercicio de reflexividad sobre un grupo al que el autor pertenece en tanto nativo, reconstruyendo para ello los elementos subjetivos que se activaron en diferentes episodios históricos. Sostenido sobre este tipo de abordaje, propongo ejercer el extrañamiento etnográfico (Lins Ribeiro, 2007) sobre operaciones de representación social que se habían vuelto parte de mi propia subjetividad en tanto miembro del organismo inistitucional. Cabe aclarar entonces que no se repondrán a lo largo de este artículo entrevistas u otro tipo de abordajes metodológicos, ya que los episodios que refiero constituyen reconstrucciones analíticas referenciadas sobre mis propias memorias, elaboradas a posteriori de los hechos. La doble posición en tanto miembro nativo de una comunidad moral y en tanto analista de la misma (Hayano, 1979) me permitirá recuperar construcciones subjetivas y argumentos de uso frecuente en el universo social bajo análisis, que difícilmente podrían identificarse por medio de otros mecanismos, incluso cualitativos (como por ejemplo, entrevistas). Es en este sentido que hablo de la existencia de un ethos laboral autovalorado y cimentado en memorias fundacionales del organismo, en el “tiempo mítico” forjado por sus orígenes, que condicionó la forma de reclutamiento subsiguiente de personal a la institución, y que asimismo incidió en las características que adquirió el mecanismo de (o mejor dicho el fracaso de) la sindicalización. Cabe aquí aclarar que, cada vez que presente a lo largo del texto alguna frase que constituía parte del acervo común de la comunidad moral conformada por lxs técnicxs de la SAF –frases que he oído y probablemente también empleado docenas de veces, antes de operar el proceso de reflexividad– las señalaré en cursivas.
Marco conceptual del tema de análisis
Las actividades profesionales centradas en la promoción de la vida rural tienen una larga historia en Argentina, prácticamente desde la gestación del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria, INTA (Alemany, 2003); e incluso, como algunos abordajes históricos están poniendo de relieve, en determinados territorios nacionales y provincias de frontera de colonización agrícola, el trabajo técnico bajo una impronta de compromiso social se puede rastrear aún varias décadas antes (Almirón, 2017; Martocci, 2019).
En cualquier caso, las transformaciones del agro impuestas por el modelo neoliberal de los años 1990 provocaron una profunda crisis de los paradigmas ya consolidados acerca de lo que se entendía hasta ese momento por extensión rural (Schiavoni y De Micco, 2008) y obligaron a este quehacer profesional a crear nuevas modalidades de intervención, metodologías y sentidos para su práctica (Thornton, Cimadevilla y Carricart, 2003), centrando el accionar en proyectos de innovaciones tecnológicas focalizadas (Tort, 2010). Durante este período de mutación económica drástica, las incorporaciones profesionales al INTA se vieron completamente imposibilitadas, reemplazadas por contrataciones tercerizadas a través de programas específicos, tales como ProHuerta, Minifundio o el Programa Social Agropecuario, caso éste último en que se centra el artículo. En años recientes se han producido estudios en profundidad sobre estos programas de intervención (Lattuada, Nogueira y Urcola 2015;Ryan y Bergamín, 2011), así como, más específicamente, sobre el Programa Social Agropecuario (Marcos, 2020; Nardi, 2002) o su organismo “heredero”, la Subsecretaría de Agricultura Familiar (Berger y Marcos 2022; Mosse, 2017). Los estudios sobre el quehacer cotidiano de quienes conforman (o conformaban) este tipo de programas se han enfocado principalmente en analizar los tipos de saberes y autoridades puestas en juego en la interacción entre técnicxs y destinatarixs (Arzeno y Ponce 2013; Cowan Ros, 2011; 2013; Landini, Lacanna y Murtagh 2013; Otero y Rodríguez 2008; Schiavoni y De Micco 2008).
En todo caso, a partir del año 2016, la gestión estatal del desarrollo de la Agricultura Familiar sufrió significativas transformaciones (Nogueira, Urcola y Lattuada, 2017), cuyos efectos continúan hasta el día de hoy. El discurso hegemónico que se instaló en la esfera estatal fue el de la eficiencia y la modernización, lemas bajo los que se justificaron significativas reestructuraciones institucionales que provocaron desempleos masivos. Dentro del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca, la esfera más castigada fue la Subsecretaría de Agricultura Familiar (a partir de aquí, la nombraré con la sigla SAF[1]). Entre marzo de 2016 y septiembre de 2018, la SAF sufrió tres tandas de despidos que provocaron la dramática reducción de más del 70% de su personal técnico. Si bien el espacio institucional no llegó a disolverse completamente, e incluso con posterioridad a esa fecha las reincorporaciones de personal despedido revirtieron esta tendencia[2], los efectos sobre las condiciones materiales, conceptuales y subjetivas de trabajo bajo las que desarrolla sus actividades el personal que integra el organismo, autodefinido como técnicas/os de terreno, sufrieron impactos que lejos están de haber sido subsanados. Un nítido efecto se relacionó con la vehemencia con que desde los medios de comunicación masivos comenzaron a circular una serie de apelativos denigrantes para designar al personal de estas carteras, que al menos dentro del mismo organismo, no se había escuchado nunca: ñoquis del Estado[3], la grasa militante[4], y otros similares[5].
Siendo una institución nacida unos pocos años antes, el cuerpo técnico de la SAF en el año 2016 carecía de personal de planta: todxs sus técnicxs eran contratadxs. La mayor parte del personal estaba (y continúa estando) contemplada bajo una modalidad de contratación normada por el artículo 9° de la ley marco de Regulación del Empleo Público Nacional 25.164, que cuenta con una serie de reconocimientos que equiparan la contratación al trabajo en planta estatal, aunque como vemos precisamente en este artículo, quedó demostrado que eso no le otorgaba vigor jurídico a la relación laboral. A estxs técnicxs se lxs conoce coloquialmente como “los ley marco”. El resto del personal técnico de la SAF que sufrió desvinculaciones a partir del 2016 había sido incorporado mediante dos modalidades de contratación mucho más frágiles, conocidas coloquialmente como “contratos POM” y “contratos Fundación”.
En la provincia de Jujuy, hasta el mes de febrero de 2016 –es decir, hasta el comienzo de este proceso–, el plantel de terreno sumaba un total de 41 técnicxs distribuidxs por toda la provincia (sin contar el personal administrativo) entre las tres modalidades de contratación. Luego de la primer tanda de despidos –que ocurrió en marzo de 2016 y provocó la reducción del universo total de trabajadorxs en un 25%– , la configuración del cuerpo técnico de la SAF adquirió una fisonomía más conservadora de la práctica profesional en extensión rural, con una participación mermada de mujeres, de técnicxs provenientes de las disciplinas sociales, así como de “técnicos idóneos”, una categoría que, dentro de la administración pública nacional, fue una innovación de la propia SAF, y que se refiere a personal que aún sin contar con formación universitaria, terciaria o en ocasiones tampoco secundaria, no obstante es incorporado a la planta institucional ya que cuenta con experiencia y conocimiento de destrezas técnicas irreemplazables para las acciones realizadas en los territorios de intervención, especialmente cuando se trata de comunidades indígenas (Milana y Villagra 2020; Weinberg, 2019). Pero el elemento constitutivo de esta primer tanda de despidos consistió en que iba dirigida a quienes participaban activamente del espacio gremial. Tan evidente resultó este hecho, que facilitó un fallo judicial favorable a su reincorporación por tratarse de una cesantía discriminatoria por motivos ideológicos[6]. Al poco tiempo de cumplido el fallo, se produjo una segunda tanda de despidosen abril de 2018, que cesanteó a 150 técnicxs de la Secretaria de Agricultura Familiar en todo el país[7], y que en la provincia de Jujuy volvió a afectar a estas mismas personas junto a otras más, en una lista ampliada de personal cesanteado. Y finalmente, a partir del mes de septiembre de ese mismo año 2018, se produjo la tercer tanda de despidos, la más fuerte, que afectó a más de 450 técnicxs de Agricultura Familiar en todo el país. A partir de esa fecha, en la provincia de Jujuy, el equipo técnico de Agricultura Familiar quedó reducido a sólo doce técnicxs de los 41 originales.
Como vimos recién, durante el primer episodio de despidos, el acto de persecución gremial fue tan evidente que agilizó su reincorporación por vía judicial. A este hecho podemos agregar otro dato relevante: la edad. Al momento de esta primer tanda de despidos (sobre una muestra de partida de N=41), todxs lxs técnicxs cesanteadxs eran menores de 40 años. Como resultado, a partir de marzo de 2016 las proporciones de técnicxs de más y menos de cuarenta años literalmente se invirtieron (lxs jóvenes constituían el 59% del personal técnico, y pasaron a constituir el 39%). A pesar de las advertencias ominosas en todas las direcciones, ni antes ni después de esta primer tanda de despidos se logró enrolar en la movilización sindical a la mayoría del cuerpo técnico de la institución. Como consecuencia esperable, las posteriores dos tandas de despidos no encontraron mayores resistencias sindicales, y causaron un daño sin reservas.
Es necesario entonces dar cuenta de las construcciones de subjetividad por las cuales el personal técnico joven estaba más dispuesto a vincularse a la actividad gremial, pero el personal mayor mostraba una resistencia tan firme a hacerlo. Si bien son insoslayables las historias particulares que habían ido mellando la capacidad del espacio gremial de convocar con éxito a sus propias filas de representadxs[8], en todo caso, ante una situación de crisis institucional tan palpable, sería de esperarse una predisposición diferente a unificar demandas por encima de los ánimos personales. Si esto no ocurrió, debemos buscar la explicación en el vigor de determinadas representaciones sociales “nativas” (entendiendo por nativxs de dicho campo al propio personal de técnicxs extensionistas que integraban el organismo institucional) de tan fuerte anclaje, que ni siquiera se relajaron frente a un escenario de vida o muerte. Y aquí es en donde se hace necesario reconstruir los habitus de trabajo que se habían configurado durante una época ancestral: la época del Programa Social Agropecuario (conocido como PSA por sus siglas). No todxs lxs técnicxs participaban de esta genealogía de origen, y por lo tanto, no necesariamente comulgaban o daban por obvio este ethos laboral.
¿Qué considerábamos como nuestro propio quehacer laboral aquellxs técnicxs de terreno que conformábamos el organismo? ¿Cómo concebíamos y valorábamos nuestro trabajo cotidiano, y bajo qué argumentaciones lo dejamos agonizar? O, para volver estas preguntas en una dirección analíticamente más rigurosa: ¿Qué ethos laboral daba sentido a una desmovilización no sólo deletérea, sino que además entraba, en principio, en contradicción tan evidente con los propios principios de organización de las comunidades rurales que promovía la institución?
He considerado como la manera más adecuada para presentar mis argumentos la organización en dos subíndices. Primero rastrearé un período bastante continuo de trabajo territorial que va de 1993 a 2007, y que en la memoria colectiva funge de “tiempo mítico”, tiempo de cosmogonía de origen del ethos laboral que estudio. A continuación, identificaré las transformaciones vertiginosas que ocurrieron en pocos años y que pusieron en crisis –volcaron al “tiempo histórico”– esta representación social así consolidada.
El tiempo mítico: la gestación del ethos laboral del PSA
El Programa Social Agropecuario nació en el año 1993, formalmente con la intención de mejorar las condiciones de vida de las familias rurales mediante la “reconversión productiva”, que consolidara una creciente transferencia de responsabilidades a manos de sus destinatarios a la par de la acumulación de capital social (Marcos 2019; 2020). Lo que esto constituía en los hechos era un programa de contención social destinado a aliviar los efectos de empobrecimiento rural causado por el creciente desempleo (Belli y Slavutsky 2002) provocado por la intemperie socioeconómica de la desregulación neoliberal (Arzeno, 2007; Cowan Ros, 2005). Siendo –junto a los programas ProHuerta y Minifundio de INTA– una de las pocas políticas destinadas a los sectores rurales subalternizados, el programa no sólo no perdió continuidad en los años sucesivos, sino por el contrario consolidó una metodología de intervención y un staff técnico que constituyeron los pilares sobre los que posteriormente se gestarían los programas destinados a la agricultura familiar.
El Programa contaba en su origen con dos modalidades de apoyo financiero: de Fortalecimiento del Autoconsumo, y de Emprendimientos Productivos Asociativos (EPAs) (Nardi, 2002). Mientras que la primer modalidad otorgaba montos más pequeños y constituía un tipo de crédito especial (ya que la devolución debía hacerse a alguna organización comunitaria), la segunda modalidad otorgaba montos significativamente mayores, y con una tasa de interés anual de entre el 4 y el 6% (según Soverna, en Nardi, 2002: 56).
En la provincia de Jujuy, las primeras acciones del PSA a fines de 1993 consistieron en la entrega de créditos para Fortalecimiento del Autoconsumo en carácter de emergencia agropecuaria, discontinuados desde hacía años atrás. Estas primeras experiencias facilitaron una vinculación inicial entre agricultoras/es y personal técnico, a partir de lo cual pudo tener lugar el programa de EPAs a grupos de familias rurales, entregados en dos tandas, una hasta octubre del año 1994 y otra en el año 1995. Dados los lineamientos internacionales que durante la década de 1990 incentivaba el Banco Mundial bajo la inspiración de las exitosas experiencias bangladesíes (Yunus, 2003), los criterios de otorgamiento de microcréditos de aquellos años establecían un número determinado de integrantes de grupos asociativos (cinco o seis) como el adecuado para conformar la garantía solidaria, evitando comportamientos potencialmente predatorios de algún miembro. En sintonía con estos lineamientos, el PSA estableció EPAs con un mínimo de seis miembros, para recibir, emplear y rendir de manera conjunta el crédito ante un “técnico” (un profesional contratado por el programa) que formulaba el proyecto, le daba justificación y velaba por su adecuado cumplimiento. Cada grupo monitoreado implicaba para el técnico un monto prestablecido de honorarios, a cambio de la presentación de las planillas de asistencia y los informes de avance que dieran cuenta del efectivo cumplimiento de las reuniones del grupo. Esta modalidad de trabajo creó así una categoría propia que constituyó en muchas comarcas rurales una unidad operativa de larga vigencia: los llamados al principio EPAs, que con el tiempo se denominaron en la jerga local, sencillamente, “grupos PSA”.
De esta manera, por vía de la subcontratación, se desplegó una modalidad de acceso a los territorios de intervención diferente a aquel autorizado por el régimen de Administración Pública Nacional, dado que lxs técnicxs tercerizados de PSA no debían presentar comisión de servicios, pero asimismo, tampoco contaban con un espacio físico donde desempeñar sus funciones diarias que no fuera el propio ámbito rural de vida de las familias y comunidades destinatarias. Esto configuraba un quehacer cotidiano en que el trabajo se identificaba de manera muy estricta con la presencia en campo. Asimismo, dado que los honorarios de cada técnicx dependían de la vigencia de los EPAs asesorados, pero que lxs técnicxs no tenían un lugar físico donde atender las demandas de lxs productores, debían mantener vivos esos espacios organizativos desplazándose ellxs mismxs hasta las casas de lxs productores, resolviendo tensiones que pudieran haberse activado, y empapándose así de las tramas de la vida cotidiana local. De esta manera, mientras que la atención de otras agencias institucionales dependía del desplazamiento del interesadx (productor agrícola, o lo que fuere) hasta la oficina de atención, “en cambio los del PSA te vienen a ver a tu casa”[9]. Esto otorgaba al personal del PSA un conocimiento minucioso de las tramas familiares y vecinales subyacentes a los espacios organizativos, a los conflictos que podían hacer naufragar determinado proyecto, así como a los mecanismos por medio de los cuales desactivarlos, incorporando por este medio temporalidades locales muy diferentes a las requeridas por la dinámica administrativa institucional para la ejecución de los proyectos de obras rurales, pernoctando en el campo, y adaptando el horario de su propia jornada laboral a los horarios de disponibilidad del público destinatario. Cuando este tipo de conocimiento local debía ser verbalizado, el propio personal técnico empleaba argumentos indirectos pero altamente elocuentes tales como “respetar a la gente de campo” o “ser respetuoso con los tiempos de las comunidades”.
Las necesidades de lxs técnicxs de garantizar el seguimiento de estas reuniones y de las actividades de asesoramiento requeridas llevaron a que el programa incorporara, un tiempo más tarde, unos fondos extra como gastos de movilidad para el personal técnico. Ante la falta de medios de transporte públicos, aque-llxs técnicxs que estaban en condiciones de hacerlo adquirían un vehículo propio a disposición de sus tareas para el programa. De este modo, un segundo elemento que abonaba esta distinción autopercibida del quehacer técnico del PSA consistía en que, dado que estos técnicxs no debían presentar comisiones de servicios, tampoco podían cobrar viáticos. Aquí se activaba una brecha sensible entre personal de otras oficinas públicas –INTA, SENASA, etc.–, que contaba con un espacio físico donde realizar sus tareas y que, si debía abandonar este espacio, debía ser autorizadx para hacerlo, a cambio de lo cual contaba con el reconocimiento de recursos adicionales, los viáticos. En cambio, para el personal de PSA, estar en el campo era estar en su lugar de trabajo. De esta manera, en la autopercepción técnica del PSA, el sacrificio ejercía un rol central como diacrítico distintivo en oposición al personal de otros organismos, ya incorporado a la administración pública, que trabajaba a reglamento. El sacrificio como diacrítico de comunidades laborales profesionales es un valor que ha sido observado ya por otrxs autores (Calixto Rojas y Campos, 2020), y que, para el ámbito territorial que analizo, ya había sido identificado por Cowan Ros y Arqueros (2018) bajo otra frase nativa: poner el cuerpo.
El resultado de esta modalidad de intervención fue la consolidación de una metodología de trabajo bastante autónoma, que perduró por mucho tiempo y dejó secuelas significativas en la subjetividad del quehacer técnico, al menos en las provincias del noroeste argentino: en primer lugar, la idea de que trabajar es estar en el campo, ya que sin reunión del grupo que conformaba el EPA, no había tarea que demostrar, y asimismo porque que no había en ese momento otro espacio físico donde realizar las tareas; en segundo lugar, la noción de respetar los tiempos de las comunidades, entendiendo que el quehacer técnico debía amoldarse a la disponibilidad de tiempos locales para arribar al éxito y no a la inversa; y en tercer lugar, que el vehículo propio constituía un recurso puesto al servicio del trabajo.
A partir de 1998, la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca incorporó financiación internacional y creó un nuevo programa, el PROINDER. Este programa constituyó una de las principales fuentes de información con la que, junto a los censos nacionales agropecuarios, comenzó el Grupo de Sociología Rural de la Secretaría de Agricultura a gestar los primeros trabajos destinados a la identificación, clasificación, valoración y diseño de políticas para los sectores rurales subalternos, que comenzaron así a ser catalogados mediante conceptos como pequeña explotación agropecuaria, minifundio, explotación agropecuaria pobre, etc. (Schiavoni, 2010: 44). La categoría agricultura familiar, que ya tenía circulación en Brasil desde la ejecución en 1996 del primer programa destinado al sector –el PRONAF–, comenzó a cobrar fuerza en Argentina a partir de la primer Reunión Especializada sobre Agricultura Familiar (REAF) en 2004 (Mosse, 2017; Nogueira, Urcola y Lattuada, 2017), ofreciendo una alternativa terminológica que permitía reemplazar el énfasis puesto en la marginalidad social por el valor y potencial económico del sector (Schiavoni, 2010).
Volviendo al plano metodológico, la incorporación del programa PROINDER, significó un notable aumento de los recursos a disposición de las comarcas rurales, que se ejecutaron sobre la base metodológica ya instaurada por el PSA, aunque incorporando nuevos elementos del lenguaje desarrollista internacional, tales como el concepto de “contraparte local” (la exigencia al grupo beneficiario de demostrar mediante recursos mensurables monetariamente su compromiso por invertir en el “proyecto” una suma por lo menos igual a la solicitada a la agencia financiadora). A nivel local, en el universo lingüístico constituido por técnicxs y destinatarixs, se consolidaron dos categorías nativas para expresar estas modalidades de recursos institucionales: créditos (préstamos que debían ser devueltos) y subsidios (montos no reembolsables, pero a cambio de los cuales el grupo beneficiario debía demostrar el compromiso de montos por una suma equivalente).
Recuperando lo hasta aquí dicho, me parece necesario señalar que, en un período continuo desde la creación del Programa en 1993 hasta las modificaciones que comenzaron a tener lugar a partir del 2007 –es decir, durante catorce años–, se había ido consolidando una metodología de trabajo con su consecuente legitimación moral: un ethos laboral. Emergen tres dimensiones que cobran importancia para interpretarlo. Primero, la percepción de que, a diferencia de otras instituciones vinculadas a la promoción social rural –sobre todo nacionales y provinciales–, lxs técnicxs del PSA “están en el campo” de manera efectiva. No estar en el campo –recorriendo alguna obra, visitando alguna familia o parcela agrícola, participando de algún taller, asamblea o tarea agrícola en casa de alguien– se consideraba, para esta comunidad moral, como no estar trabajando. Está claro que la importancia de la presencia en el agro no era una exclusividad del PSA; pero para esta comunidad moral había adquirido un protagonismo irreemplazable, a falta de otro espacio físico en donde volcar el tiempo laboral, y asimismo en ausencia de beneficios salariales complementarios por hacerlo.
Sintetizando: tres percepciones altamente valoradas que configuraban el ethos laboral del PSA eran: estar en el campo en serio; respetar los tiempos de las comunidades; y la noción de que el vehículo propio es una herramienta de trabajo. Es decir: priorizar la presencia en las localidades rurales por sobre cualquier otra actividad laboral, en tanto aspecto distintivo de ese quehacer técnico; y adquirir un conocimiento pormenorizado sobre las tramas sociales locales.
El tiempo histórico: transformaciones del PSA a la SAF
Las acciones institucionales recién mostrarían cambios sustanciales cuando en 2007 asumiera la coordinación nacional del programa un equipo técnico afín al Movimiento Nacional Campesino Indígena (Marcos, 2020). A medida que la trama social, económica y política de la Argentina se había ido reconstruyendo tras la crisis del 2001 de la mano de una expansión sin precedentes del agronegocio de las oleaginosas, había ido adquiriendo mayor densidad el debate político sobre el carácter y rol del “otro campo”. El marco de referencia que proponía la nueva conducción del PSA no era ajeno a este debate, sino que partía del denominado enfoque socioterritorial, formulado por la geografía crítica brasileña (Fernandes, 2005), que asumía al territorio como el emergente de espacios de disputa entre modelos agrícolas antagónicos (Canet, 2010; Fernandes, 2015). La nueva metodología así propuesta por el PSA se sustentaba en los denominados a partir de ahí proyectos de desarrollo socioterritorial (PDST). La primer experiencia piloto de un PDST tuvo lugar precisamente en la provincia de Jujuy, concretamente en el departamento puneño de Rinconada, bajo codirección del PSA y la RedPuna. A pesar de la duración efímera que tuvo esa coordinación nacional del programa (hasta septiembre de 2007), la modalidad de PDST resultó lo suficientemente innovadora y convincente como para consolidarse en tanto nuevo formato metodológico institucional, cobrando mayor vigor en los años sucesivos, sobre todo a partir de la crisis entre agro y dirigencia política que suscitó la resolución 125, y que precipitó, entre otras reacciones, la “promoción” en octubre de 2008 del hasta entonces Programa Social Agropecuario a rango de Subsecretaría de Desarrollo Rural y Agricultura Familiar (Marcos, 2020[10]). La prioridad de quien fuera designado entonces subsecretario nacional consistió en consolidar el cuerpo técnico de la flamante cartera, mediante tres acciones concretas. En primer lugar, la incorporación de una gran cantidad de nuevxs técnicxs, incluyendo muchxs provenientes de trayectorias disciplinares heterodoxas para la tradición del desarrollo rural argentino (personal proveniente de las ciencias sociales y de los rubros de la construcción; técnicos idóneos, etc.). En segundo lugar, un esfuerzo de “normalización” de las contrataciones eventuales, que sin resolver el problema de fondo (sin incorporar el personal a la planta del Estado), de todos modos promovía criterios de mayor estabilidad laboral, que incluían la mensualización y bancarización de los honorarios, el reconocimiento de vacaciones y de antigüedad, y los aportes jubilatorios y mutuales, mediante la modalidad de contratación “ley marco” que señaláramos más arriba. Y en tercer lugar, la incorporación de una flota significativa de vehículos oficiales, que, de la mano de la incorporación del personal a los lineamientos de la Administración Pública Nacional (es decir, con protocolos para la salida de las oficinas, condicionamientos establecidos por los seguros de vida y la ART, etc.) fueron forzando el desuso de los vehículos personales para el trabajo, aunque en los hechos esto ocurrió de manera bastante paulatina y tardó años en terminar de instituirse, debido a la siempre insuficiente disponibilidad de recursos y a la persistencia de los habitus de trabajo ya instituidos a los que venimos haciendo referencia.
El hecho de intervenir directamente en la cantidad de personal en campo y en las condiciones de contratación facilitó las transformaciones metodológicas que el enfoque de los socioterritorios había tratado de establecer el año anterior. De este modo, lo que hasta el 2007 habían sido distintos grupos PSA que actuaban bajo la órbita de técnicxs individuales comenzaron a integrarse y a aportar sus propias experiencias organizativas dentro de organizaciones de escala territorial, lugar que, en el caso de muchas regiones de la provincia de Jujuy, les cupo principalmente a las comunidades indígenas que habían ido gestionado sus personas jurídicas a partir de los años noventa (García Moritán y Cruz, 2011). Por otra parte, el hecho de que la forma de acceder a los territorios de acción técnica debiera realizarse mediante vehículos institucionales, implicaba que lxs técnicxs coordinaran sus acciones, compartieran la movilidad y planificaran sus acciones de manera conjunta. Como hemos visto más arriba, estas modalidades de trabajo no siempre condujeron a soluciones armónicas, y en ocasiones agudizaron tensiones internas, pero en cualquier caso, establecieron una nueva metodología por medio de la cual equipos técnicos multidisciplinarios y organizaciones territoriales (comunidades indígenas o centros vecinales) debían coordinar acciones en los espacios de las asambleas comunitarias.
Un dato metodológicamente relevante que ocurrió también para este período fue la creación, junto con el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca (MAGyP), de la Unidad para el Cambio Rural (UCAR) en 2009, con el objetivo de “unificar las tareas relativas al planeamiento, la negociación, la administración y el monitoreo de los programas con fondos internacionales ejecutados en el Ministerio” (Mosse, 2017: 62). En el plano operativo de las acciones en terreno, el efecto de esta decisión fue la subdivisión de las acciones ministeriales destinadas a los sectores rurales subalternos en dos: por un lado, el personal técnico de terreno con experiencia y ascendente sobre las organizaciones territoriales quedó enmarcado en la SAF. Por otro lado, la principal cartera de fondos y la definición de los lineamientos para su ejecución quedaron en manos de la UCAR. De este modo, ni todos los fondos gestionados por UCAR se viabilizaban en los territorios a través del personal técnico ministerial, ni el personal técnico ministerial accedía necesariamente a los recursos y líneas de financiación ministeriales para resolver todas sus acciones territoriales. Es decir, si desde la perspectiva del personal técnico del PSA la incorporación de PROINDER había significado un aumento de la capacidad de trabajo en los territorios y con las comunidades locales, la creación de UCAR fue vivida como un debilitamiento de esta capacidad.
Como consecuencia de estas transformaciones, asistimos a una serie vertiginosa de mutaciones institucionales que, en apenas dos años –entre los años 2007 y 2009–, modificaron las condiciones institucionales de trabajo, ampliando el número de personal técnico y mejorando las condiciones de contratación, activando nuevas herramientas superadoras del quehacer previo, consolidando por primera vez planificaciones de escala territorial, y aún así, activando en simultáneo determinadas tensiones con la metodología que se había ido sedimentando durante más de catorce años. Estas tensiones se visualizaban en los siguientes efectos: 1) integrar los grupos PSA dispersos implicaba acordar criteriosde trabajo y metodologías personales no siempre compatibles con las de otrxs técnicxs, especialmente en situaciones en que se combinaba personal con años de trayectoria y personal nuevo; 2) dejar de emplear los vehículos personales conllevaba una reducción de los gastos tercerizados en el propio personal técnico, pero también implicaba reducir la autonomía relativa de cada técnicx para consolidar su presencia en campo, sacrificando asíun diacrítico central del quehacer del PSA que hasta entonces se había valorado como aquello que lo distinguía del trabajo “a reglamento” de la administración pública; 3) la incorporación a ley marco conllevaba más derechos, pero también desnudaba, mediante las jerarquías escalafonarias y salariales desiguales requeridas por la administración pública, los distintos grados de instrucción profesional entre técnicxs idónexs y técnicxs profesionales por realizar funciones equivalentes que hasta ese momento habían sido remuneradas sin distinciones significativas, imponiendo de hecho una jerarquía que fue vivida como humillante por muchxs técnicxs; 4) perder recursos de administración directa por parte del organismo debido a la escisión de UCAR también debilitaba la capacidad de sostener la característica institucional distintiva (estar en el campo), y simultáneamente, conllevaba atestiguar la ejecución de fondos ministeriales a través de organismos provinciales e incluso privados; y por último; 5) la pérdida de esta capacidad de estar en el campo provocaba un debilitamiento de los espacios organizativos acompañados, así como de la flexibilidad horaria por la cual el personal técnico se adecuaba a los tiempos locales, es decir, dificultaba también el cumplimiento de lo que hasta entonces había sido el segundo diacrítico institucional, respetar los tiempos de las comunidades. En suma: en las experiencias subjetivas del personal técnico, la adquisición de derechos laborales implicó simultáneamente la pérdida de una independencia de trabajo altamente valorada hasta ese entonces en tanto marcador de una distinción del ethos propio.
Conclusiones
En gran medida, la auto-valoración del cuerpo técnico originario del PSA, al menos en la provincia de Jujuy, se cimentó sobre la verbalización de determinada práctica de trabajo, referida como propia (nuestra forma de trabajar) y vivida como distintiva respecto del quehacer de otras instituciones. Esta modalidad de trabajo se puede resumir en algunas frases del sentido común de esta comunidad moral, tales como estar en el campo, conocer el campo de verdad, y respetar a las comunidades locales. Es decir, priorizar la presencia en el campo (en las localidades y comunidades que son sujeto de las políticas de sector) por sobre cualquier otra actividad que también conforma el quehacer laboral (estar en la oficina, redactar formularios, participar de reuniones institucionales, asistir a encuentros con otras instituciones, capacitarse profesionalmente, etc.). El grado de cumplimiento del precepto de conocer el campo de verdad se medía, de una manera no cuantificable sino meramente valorativa –y por cierto, no librada de muchos prejuicios de valor–, en términos fuertemente marcados por el sacrificio: permanecer y pernoctar en el campo, desplazarse por sus propios medios hasta las localidades remotas, poner al servicio de los esfuerzos de la institución la propia salud, los propios equipamientos y los propios recursos, y ofrecer por resultado la mayor cantidad posible de proyectos presentados o ejecutados. Del mismo modo, este quehacer se ponía en evidencia en el conocimiento meticuloso de las familias que habitan el campo: conocer a toda la red de personas que integra la trama social rural, sus relaciones mutuas, sus historias de interacciones recíprocas. Estas prácticas eran visualizadas no sólo como el valor fundamental que constituía el “trabajar en serio”; sino que, asimismo, se verbalizaban y se valoraban en tanto características del quehacer que distinguía al PSA de otros organismos vinculados con el mismo sector.
Por eso mismo, cualquier actividad profesional que no se asociara a este precepto valorativo del trabajo institucional era frecuentemente desestimado en tanto no trabajar. Las tareas de oficina, las gestiones institucionales, el lobby político, incluso tareas de difusión y comunicación institucional, eran categorías automáticamente devaluadas por esta comunidad moral en tanto no estar trabajando en serio. Ahora bien, el comportamiento que para esta comunidad moral expresaba el máximo antagonismo comportamental que se oponía a trabajar en serio lo constituía participar de actividades gremiales, ya que en lugar de expresar una vinculación con el quehacer profesional en términos de sacrificio, ponía el énfasis en términos de la exigencia sectorial para reducir ese sacrificio. Estos diferentes marcos de referencia ideológica no necesariamente resultan contradictorios, y bien por el contrario, podrían retroalimentarse en la construcción de espacios de acción política con una gran potencia transformadora, como sugiere Boaventura de Sousa Santos (2010) y como, de hecho, se articularon con mayor éxito en otras provincias. Sin embargo, situaciones de este tipo dependen precisamente de contextos e historizaciones muy específicas. Existían técnicxs incorporadxs a partir de la creación de la Subsecretaría de Agricultura Familiar –a partir del 2008–, que no participaban del linaje ancestral del Programa Social Agropecuario, y por lo tanto no tenían por qué comulgar con su ethos laboral. Determinadas historias microsociales pueden llevar a que, para un ethos cimentado en el sacrificio y en el conocimiento minucioso y muy personalizado del campo, sea precisamente una tradición de accionar orientada hacia la organización política la que exprese la amenaza más palpable al quehacer institucional, al activar mecanismos organizativos menos inspirados en los cansinos tiempos asamblearios de las comunidades rurales que en los urgentes tiempos que precisa la vanguardia partidaria: mecanismos que, en el lenguaje que hoy ha hegemonizado el sentido común de la provincia de Jujuy, se estigmatizan como violentos. Ésta me parece una dimensión necesaria que arroja luz para interpretar no sólo la reconfiguración del campo moral de la institución que analizo, sino la que se ha venido manifestando en la propia sociedad civil de la provincia de Jujuy durante los últimos años: para esta comunidad moral, la amenaza social se visualizó menos en relación a la concentración del capital agrario y a las jerarquizaciones de la clase política provincial, que en la construcción de sujetos rurales e institucionales concebidos como violentos, alejados de la concepción nostálgica y armónica de la sociedad folk a que se aspiraba a recuperar o reivindicar.
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Notas
Información adicional
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