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El problema del otro: perspectivas materialistas y latinoamericanas
The problem of the other: materialist and Latin American perspectives.
El problema del otro: perspectivas materialistas y latinoamericanas
Revista CoPaLa. Construyendo Paz Latinoamericana, vol. 9, núm. 20, 2024
Red Construyendo Paz Latinoamericana
Recepción: 30 Enero 2024
Aprobación: 30 Mayo 2024
Resumen: El objetivo del presente texto es proponer que, en el pensamiento amerindio, principalmente el amazónico, se encuentra una experiencia del Otro que difiere significativamente de la experiencia Occidental, tanto en sus relaciones concretas como en su conceptualización. Afirmamos, incluso, que el mismo «problema del Otro» se inscribe dentro de las coordenadas del pensamiento occidental europeo por lo que, si lo abordamos con una perspectiva amerindia, desaparece en tanto problema. Desde una perspectiva euro-occidental, el Otro ha sido abordado de dos maneras: según la lógica de la totalidad, que supuso la negación y el encubrimiento del Otro, y según la lógica de la alteridad, que estableció al Otro en tanto exterioridad que debía guiar la acción ética. Desde una perspectiva latinoamericana, por el contrario, el Otro es parte constitutiva de la unidad social que, a su vez, es pensada materialmente en tanto cuerpo. El cuerpo, en tanto unidad inestable y vulnerable, convierte a lo Otro en lo Común. El problema del Otro, así, desaparece.
Palabras clave: Cuerpo, Diferencia, Identidad, Latinoamérica, Otro.
Abstract: The objective of this text is to propose that, in Amerindian thought, mainly Amazonian, there is an experience of the Other that differs significantly from the Western experience, both in its concrete relationships and in its conceptualization. We even affirm that the same "problem of the Other" is inscribed within the coordinates of Western-European thought so, if we approach it with an Amerindian perspective, it disappears as a problem. From a Euro-Western perspective, the Other has been approached in two ways: according to the logic of totality, which entailed the denial and concealment of the Other, and according to the logic of alterity, which established the Other as an exteriority that should guide ethical action. From a Latin American perspective, on the contrary, the Other is a constitutive part of the social unit that, in turn, is materially thought as a body. The body, as an unstable and vulnerable unit, turns the Other into the Common. The problem of the Other, thus, disappears.
Keywords: Body, Difference, Identity, Latin America, Other.
"Por eso conviene seguir lo que es general [xynos] a todos, es decir, lo común [koinon]; pues lo que es general a todos es lo común. Pero aun siendo el logos general [xynou] a todos, los más viven como si tuvieran una inteligencia propia particular [idian]" (Heráclito, DK Fr. 2, en: Mondolfo, 1971, p. 31)
“En las Grandes Antillas, algunos años después del descubrimiento de América, mientras que los españoles enviaban comisiones para investigar si los indígenas poseían alma o no, estos se dedicaban a ahogar a los prisioneros blancos con el fin de verificar, mediante una prolongada vigilancia, si sus cadáveres estaban sujetos a la putrefacción o no” (Lévi-Strauss, 2015, p. 49)
1. Introducción
Desde 1492, el mundo moderno cristiano y europeo se lanzó a una Conquista del planeta que lo obligó a lidiar con las diferencias desde el esquema de pensamiento que reunía Razón y Violencia en una sola experiencia. Tal como comenta Clastres, esto constituyó la “triste mitad de sombra” del proyecto colonizador moderno que definió a Europa como una cultura intolerable ante la cual las diferencias perecían y perdían “el gusto por la vida” (2004, p. 14). Como veremos, esta intolerancia encuentra su fundamento en la metafísica de la sustancia que ha suturado el ser a la identidad, de donde necesariamente la diferencia era vivida como un «problema», precisamente, el «problema del Otro». Si el ser era definido por la identidad que no necesita de otro ser para ser, entonces la existencia de la diferencia no podía representar más que un problema, cuando no una amenaza.
Por otro lado, este proyecto conquistador europeo se apropiaba de los recursos del planeta mediante la propiedad privada mientras clasificaba a la población racialmente y la distribuía en los distintos tipos de trabajo (esclavitud, mita, asalariado) (Quijano, 2000, p. 204). Europa se inventaba a sí misma en una mezcla de aristotelismo y cartesianismo sustancialista y capitalista: si los recursos naturales comenzaban a estar bien delimitados y encerrados por las fronteras de la propiedad privada, lo mismo acontecía con los pueblos y etnias, cada uno de ellos igualmente encerrados en sus identidades raciales pretendidamente homogéneas e inmutables.
Defendiéndose a sí misma y a su pureza incontaminada, Europa se propuso, entonces, “encubrir” al otro diferente, asimilándolo o aniquilándolo. Estamos de acuerdo con Pierre Clastres cuando afirma que el «etnocidio» -y no el «genocidio»- fue el motor de la expansión de esta modernidad colonial, capitalista y eurocentrada, precisamente porque la misma existencia de la alteridad representaba un problema para una tradición que la había asociado siempre con el no-ser (2001, p. 57).
El encubrimiento del «Otro» fue una consecuencia necesaria del proyecto etnocida occidental que buscó, a partir de entonces, su incorporación desigual a «lo Mismo». La clasificación racial de la población permitió salvar las exigencias de la metafísica de la identidad y, al mismo tiempo, la posición dominante y superior de Europa. En el proyecto totalizador y conquistador europeo, era necesario que el «Otro» -el sujeto que no se encuentra representado por las categorías occidentales (Pincheira Muñoz et al., 2020, p. 90)- quedara absorbido en «lo Mismo» de una manera jerárquica y gradual.
En lo que sigue, en primer lugar, realizaremos una introducción definiendo «el problema del Otro» como un problema que surge del corazón de la civilización europea y su constitutiva intolerancia ante las diferencias. Repasaremos, de manera somera, las dos lógicas que han existido para enfrentar al Otro, la lógica de la totalidad, que se caracteriza por el encubrimiento y la negación del Otro a partir de una ontología de la identidad, y la lógica de la alteridad -defendida, principalmente, por Lévinas y Dussel-, que se caracteriza por el respeto y el reconocimiento del Otro al abandonar la ontología en favor de una ética. En segundo lugar, desarrollaremos nuestra hipótesis proponiendo una lógica «chamánica» en la que el problema del Otro se transforma en el «problema de lo Común» una vez que abandonamos la metafísica de la identidad y la reemplazamos por una ontología-otra anclada en la idea de Diferencia. Por último, en nuestra conclusión, intentaremos realizar una síntesis de las ideas esgrimidas.
2. El problema del Otro: un problema europeo
2.1. El otro metafísico: lógica de la totalidad
El problema del Otro tiene un origen paradójico, comienza con la imposibilidad de su pensamiento en la metafísica occidental que suturó «ser» a «identidad». En la historia de la filosofía occidental, existe, por usar una expresión platónica, un «argumento paterno» ineludible: el ser es y el no-ser, no es. Parménides puso las bases para los siguientes dos mil quinientos años de pensamiento y de praxis política sobre la idea de reducir el ser a «lo Mismo» y el no-ser a «lo Otro». Además de Parménides, esta tradición tiene, en nuestra lectura, tres nombres más: Aristóteles, por haber sido quien acuñó definitivamente el concepto de «sustancia» en tanto ser contenido en sí mismo; René Descartes, en los comienzos de la Modernidad, al haber planteado el conocimiento «distinto» de la sustancia en tanto ser que excluye a lo común; y Carl Linneo, en el siglo XVIII, que, con su taxonomía, llevó a Aristóteles y Descartes a la Naturaleza.
En todos los casos, la realidad es pensada a partir de las nociones de sustancia, límite, homogeneidad, interioridad y exclusión. El ser está encerrado en sí mismo y no necesita de otro ser para ser. Llevado a la perspectiva de las identidades culturales, en la que surge el problema del Otro, esto quiere decir que un pueblo se piensa a sí mismo como siendo homogéneo con fronteras «claras y distintas», en pocas palabras, según una identidad étnica. Esta es la herencia que el pensamiento europeo nos legó a partir de la clasificación racial de la población.
Bajo la perspectiva metafísica, el otro cae en el dominio del no-ser, y esta es la razón filosófica de ese encubrimiento de lo americano que Dussel denunció tan claramente en su libro El encubrimiento del otro:
“América no es descubierta como algo que resiste distinta, como el Otro, sino como la materia a donde se le proyecta ‘lo Mismo’. No es entonces la ‘aparición del Otro’, sino la ‘proyección de lo Mismo’: ‘encubrimiento’” (Dussel, 1994, p. 45).
Esta lógica de la totalidad definirá al mismo tiempo el proyecto de apropiación capitalista-moderno y las relaciones con la otredad a partir de 1492. En todos los casos, se establece un modo de vida en el que la producción, distribución y consumo de materia están definidos por la exclusión, la separación y la impermeabilidad. La propiedad privada y el concepto de sustancia serán los herederos de esta lógica de la totalidad: trátese de la tierra o de una identidad, estamos ante seres distintos, perfectamente de-limitados. Este perímetro encierra una interioridad privada, lo «propio» de cada ser que no necesita de otro ser para ser: «lo Mismo» enfrentado a «lo Otro».
En el corazón de esta lógica de la totalidad, encontramos, además, el concepto de «distinto» que nosotros opondremos al de «diferencia». Un ser es «distinto», cuando se lo entiende sustancialmente, es decir, cuando está definido por un conjunto de cualidades esenciales que excluyen a los otros seres. Ser distinto es sinónimo de ser independiente de otro ser, poseer un sí-mismo y una interioridad, un perímetro nítido bien de-terminado que excluye a terceros. Se trata de lo que, en el fragmento de Heráclito con el que abrimos este artículo, se nombra como idios: lo propio, lo privado, lo «sin relación». Decimos que el cuerpo de un humano es distinto del cuerpo de una planta porque pertenecen, por ejemplo, para la taxonomía moderna, a especies separadas: lo que sea uno no depende de lo que sea el otro, las características propias de uno excluyen al otro.
Un ser es diferente, por el contrario, cuando se lo entiende relacionalmente, es decir, cuando es co-dependiente de otros seres. Ser diferente es siempre un asunto de intensidad, de grado de potencia variable por las mismas relaciones. En el fragmento de Heráclito, esto es lo xynos[1]. Lo que permite diferenciar a un cuerpo de otro es la diferencia en sus potencias, en sus afectos y saberes. En la tercera parte de este trabajo desarrollaremos estas ideas.
2.2. El otro dialéctico: lógica de la alteridad
La alternativa al encubrimiento del Otro fue la producción dialéctica de las identidades, inspirada en el concepto hegeliano. Un ser ya no estará determinado en-sí y por-sí mismo sino por la relación de negación que tiene con otro ser.
Dentro de esta lógica de la alteridad, encontramos, a su vez, dos versiones. En primer lugar, la que podemos identificar con la experiencia europea, en la que la negación del Otro afirma mi identidad desde una perspectiva que todavía sigue siendo ontológica. En esta primera versión, el Otro es la mediación necesaria para la afirmación de la propia identidad, se trata de un movimiento que retorna sobre sí mismo mediante la negación del Otro. Esta concepción tiene dos problemas que apenas podemos desarrollar por razones de espacio: define la identidad a partir de la negación de la diferencia, sin darle entonces plena positividad, y mantiene la primacía de lo Mismo en ese movimiento de retorno narcisista. Esta perspectiva la encontramos, por ejemplo, en las críticas que Montaigne o Rousseau realizan a la sociedad europea al compararla con los pueblos “salvajes” (Clastres, 2004, p. 15). El Otro era valorado positivamente sólo como medio para afirmar una Mismidad distinta.
En segundo lugar, encontramos la versión de inspiración levinasiana defendida por Dussel en la que el Otro es el fin del movimiento -el deseo metafísico del que habla Lévinas (2002, p. 57)- porque es respetado en su otredad. Un primer cambio de perspectiva respecto a la concepción anterior radica en el paso del planteo ontológico, que reducía la diferencia al no-ser, al planteo ético. Ya no se trata de definir el ser de lo Mismo y de lo Otro sino de pensar la acción absolutamente libre “que tiende hacia lo totalmente otro” (Lévinas, 2002, p. 57). Para Lévinas, como para Dussel, superar la intolerancia propia de Occidente requiere del abandono de las ontologías totalizantes y la adopción de una perspectiva ética que evite dichas totalizaciones al dirigir su acción hacia lo que no-es: el Otro. Este es un segundo cambio, ahora respecto a la lógica de la alteridad en su primera versión ontológica: el movimiento no retorna sobre «lo Mismo» sino que conduce al «Otro».
Según la lectura que hace Dussel, la mirada dialéctica sigue presa de la lógica de la totalidad al buscar, en definitiva, “el retorno a la unidad” y a la “totalidad” (Dussel, 2020, p. 120). De allí que, para poder darle lugar al Otro, sea preciso trascender lo ontológico (Casa, 2021, p. 3) y asumir una perspectiva ética. Dussel afirma: “La ética es la filosofía primera, no la última” (2020, p. 102). El problema del Otro deja de ser una cuestión ontológica y pasa a ser Ética, el Otro me interpela con su presencia, demanda de mí una respuesta que le dé un «lugar»; es decir, que no esté encubierto ni negado como en la lógica de la totalidad.
Ir hacia el Otro implica un deseo que, contra toda la tendencia actual del capitalismo narcisista, no busca un provecho egoísta. Más que un vínculo dialéctico, el Otro se presenta como un “polo opuesto de significación respecto del yo” (Navarro, 2007, p. 177) al que debo dirigirme mediante un método que Dussel llama «analéctico» (1996, p. 39) por estar movilizado por una realidad trascendente, irreductible a toda identidad. Se trata de un vivir «cara-a-cara» originado en un tolerancia y respeto del otro en tanto otro, una “apreciación positiva de la diferencia, que acepta al otro como poseedor de una perspectiva que puede enriquecer al yo” (Córdoba et al., 2016, p. 1007).
Preguntas incómodas I
Frente a la negación total del Otro que trajo la Conquista, una parte del pensamiento europeo entendió que allí había algo para comprender: ya fuera en la antropología o en las filosofías como las de Lévinas, la alteridad no podía ser negada sino, más bien, respetada. En este contexto es que surge «el problema del Otro»: mi identidad parece constituirse a partir de una relación con un diferente que se presenta en tanto «espejo invertido».
Esta perspectiva ética tiene la doble ventaja de respetar al Otro y de ponerlo como el horizonte de las praxis transformadoras. Tanto Lévinas como Dussel, abandonando los supuestos ontológicos aristotélico-cartesianos y asumiendo entonces una perspectiva ética, parten de la alteridad como una realidad trascendente e irreductible que debe orientar al pensamiento y la acción humanas en un proyecto de tolerancia y respeto. Compartimos este punto de visto ético-político que creemos es una condición necesaria para hacer otro mundo posible en el que las relaciones entre los humanos no conduzcan a la explotación, la desigualdad y, en definitiva, a esa pérdida por “el gusto por la vida” de la que hablaba Clastres.
Ahora bien, si, desde una perspectiva latinoamericana, el Otro es la categoría que intenta modificar las relaciones con todas esas poblaciones exteriores al Sujeto universal, blanco, burgués, varón, heterosexual y cristiano, ¿por qué no reconocernos en un nosotrxs y acabar de una buena vez con su otredad? ¿Acaso las fronteras entre los blancos y los indios, los ricos y los pobres, los varones y las mujeres, incluso entre la naturaleza y la cultura, lo humano y lo animal, no forman parte de la mismísima matriz de pensamiento eurocéntrica que el patrón de poder moderno impuso y que debemos superar? No puede seguir siendo este nuestro punto de partida.
Podríamos decir que la ética, como el movimiento de descentramiento del yo, sobre todo en un mundo que ha hecho del narcisismo su «lazo social», es una condición necesaria para la liberación, pero solo si nos permite revelar aquella parte de nuestro ser que, resistiendo, se ha substraído a dichos esquemas teórico-prácticos. Como veremos, esa parte es el «cuerpo».
No podemos seguir pensando a partir de una separación que impide el reconocimiento de la vida en común que debe estar en todo proyecto liberador y transformador. El problema de que siempre haya otro, y que sea además el «indio», la «mujer», el «pobre», en la versión de Dussel, y el «huérfano», la «viuda», el «extranjero» y el «pobre» en la de Lévinas, radica en asumir un locus de enunciación exterior a esas figuras. El Otro ocupa, efectivamente, una posición de exterioridad respecto al Yo de la enunciación, pero ¿no somos todxs -y aquí radica nuestro locus de enunciación colectivo e inclusivo- parte de los pobres, las mujeres, los indios? ¿Por qué pensarnos, nosotrxs que producimos bienes, afectos y saberes, ajenxs a esas figuras? Si el otro es el pobre, la mujer y el indio, ¿quiere decir esto que nos reconocemos, en tanto sujetos de enunciación del saber, exteriores a ellos, que no somos indios, ni pobres, ni mujeres? ¿No existe, acaso, una realidad compartida más allá de lo que distingue a cada unx? ¿Es correcto asumir que el patrón de poder moderno nos ha «conquistado» plenamente sin que algo se haya substraído? La historia política de nuestro continente afirma lo contrario.
En las páginas que siguen, defenderemos la hipótesis que sostiene que si hay «problema del Otro» es porque todavía se sigue preso de la ontología de la identidad occidental y que es posible asumir otra, de inspiración tanto deleuziana como amerindia, en la que el ser es la diferencia. Parafraseando a Seeger, da Matta y Viveiros de Castro, en su clásico y fundacional artículo “A Construçâo da Pessoa nas Soceidades Indígenas Brasileiras”, diremos que Latinoamérica “parece resistir” a la aplicación de estas nociones de inspiración occidental (1979, p. 7). Para ello, es preciso volver a una perspectiva ontológica pero entendida desde la Diferencia. En una ontología-otra, entonces, veremos cómo el «problema del Otro» se transforma en el «proyecto de lo Común». A esto nos invita el pensamiento amerindio tal y como lo viene trabajando la antropología amazónica.
3. El otro común: lógica chamánica
La experiencia que buscar trascender las oposiciones que nos separan de los otros se funda en la lógica chamánica que, antes que afirmar o negar al otro, lo contamina, lo mezcla, lo devora. Esta nueva lógica implica una vuelta a la ontología, con la condición de que el Ser ya no esté suturado a la Identidad sino a la Diferencia. La ontología de la diferencia es el lugar del encuentro entre la filosofía de Gilles Deleuze y el pensamiento amerindio. En ambos casos, estamos ante una mirada que evita la lógica de la totalidad y permite, a su vez, una política materialista que nace de la experiencia Común de los cuerpos, evitando, así, la lógica de la alteridad que reproduce la matriz eurocéntrica.
En esta nueva perspectiva estamos ante la paradójica experiencia de la identidad definida como diferencia, una experiencia que reúne en un mismo cuerpo a lo Mismo y lo Otro, sin caer en la negación ni en la superación dialéctica. La óptica del chamanismo, como la llama Aparecida Vilaça (2000, p. 57), tiene como condición una ontología-otra definida al mismo tiempo por su materialidad y por su diferencia (3.1); una experiencia de la cohesión social que no está fundada en la identidad (3.2); y, como consecuencia, que el Otro se convierte en el horizonte común que pone en relación las múltiples identidades (3.3).
3.1. El cuerpo: el sitio de la diferenciación
Nuestro punto de partida es la perspectiva que asume que el Ser es, en primer lugar, materia inextensa definida en tanto «intensidad», esto es, variación de potencia. La materia siempre es más o menos, más o menos sólida, húmeda, grávida, luminosa, plástica, caliente, nutriente, expresiva, etc. Se trata de la materia en tanto fuerza genética que hace brotar a los seres mediante un proceso de diferenciación. Los cuerpos diferentes son coagulaciones de esta materia fluida y caliente. En este plano material, no es posible «distinguir» cuerpos: la solidez, la gravidez, la luminosidad, la plasticidad se encuentran, en intensidades diferentes, en todos los cuerpos. Este es el fundamento de la perspectiva post-humana que atraviesa nuestro planteo.
El cuerpo es, en primer lugar, el particular modo en el que la materia intensa adquiere cierto grado de orden e identidad, cierta «consistencia», gracias a un entramado de relaciones. Definimos al cuerpo como una relación dinámica entre cuerpos, dicho en otras palabras, en tanto efecto que surge de la producción, la distribución y el consumo de materiales que reproducen estadísticamente las mismas características. Así, por ejemplo, la planta, que consume dióxido de carbono y produce oxígeno en una distribución con la atmósfera, forma parte de una trama de relaciones que de ninguna manera podría entenderse como sustancias independientes; más bien, la planta es, como afirma Coccia, pura “apertura” y “fluidez” (2017, p. 37) interconectada con la atmósfera, la tierra, el agua, las lombrices, etc. No sería correcto estudiar a cada uno de estos cuerpos como si tuvieran una existencia particular e independiente del resto con fronteras impermeables, claras y distintas. Esto quiere decir que lo que nuestra concepción occidental identifica como especies separadas son, en realidad, niveles rizomáticos[2] de un único y mismo cuerpo: podemos empezar por la hoja, seguir con la planta, extendernos a la atmósfera, a la tierra oxigenada a su vez por las lombrices, etc. Dónde establezcamos la frontera entre un cuerpo y otro será solo una cuestión arbitraria, en el mejor de los casos, práctica. No hay, hablando con propiedad, unidad fundamental para cada «cuerpo» más que de manera provisoria en la medida en que ella se (in)funda en las relaciones variables con otros cuerpos. En todos los casos, este sistema de relaciones es relativamente (in)estable, intercambiable y móvil, de tal modo que debemos afirmar que todo cuerpo está vacío de «sí mismo», dicho de otro modo, que el cuerpo no es una sustancia en el sentido aristotélico-cartesiano sino “el sitio de diferenciación” (Vilaça, 2005, p. 448) de las potencias de la materia.
Por otro lado, el cuerpo es el lugar de la persona, uno es lo que es su cuerpo, por ejemplo, entre los Wari’, «cuerpo» es kwere-: cuando se piensa en un ser, lo que lo define es el modo en que el cuerpo es. Los Wari’ dicen Je kwere, “mi cuerpo es así” (Vilaça, 2000, p. 59). El “sí mismo” no es otra cosa que el punto de entrecruzamiento de relaciones materiales, el conjunto de afecciones y modos de ser que nada tienen que ver con cualidades fisiológicas o anatómicas generales e invariantes (Vilaça, 2005, p. 450). La persona, como es de esperar, está en cada cuerpo, humano y no-humano, que puede expresar un punto particular de entrecruzamiento de la serie producción-distribución-consumo.
En tercer lugar, un cuerpo se define por sus grados de potencia. Aquí, nuevamente, coincide el pensamiento amerindio con ciertas filosofías occidentales ya que sostiene que un cuerpo es antes un «verbo» que un «sustantivo» (Ingold, 2018, p. 167): un bosque habría que definirlo primero por su potencia variable, a medida que nos aproximamos a sus linderos “vagamente definidos”, de producir sombra, aire fresco, consumir la energía e intercambiar con humanos los hongos que crecen en su entorno gracias a una “colaboración a través de la diferencia” (Lowenhaupt Tsing, 2015, p. 29). El bosque “sombrea”, “refresca”, “hace brotar hongos”, del mismo modo en que, para los koyukon de Alaska, el búho es el animal que “cae repetidamente como desmayándose” (Nelson, 1983, p. 158). Lo mismo vale para los cuerpos llamados «humanos» y «animales» por la tradición occidental, de ahí que fueran mucho más acertadas las maneras de nombrar indígenas en donde el animal era más bien «la presa de caza», el ser que tiene la potencia pasiva de «ser cazado». Y si los cuerpos son relaciones, la potencia que seamos dependerá del lugar que ocupemos en esas relaciones: “cazadores” o “presas de caza” (Viveiros de Castro, 2018, p. 282)
En cuarto lugar, las posiciones del cuerpo, los puntos de vista, están siempre expuestos a los que los Mbya-Guaraní llaman ojepotá, “convertirse en…”. No se trata, así, de una estructura estática, al modo del estructuralismo, en el que los cuerpos se definirían por lugares invariantes dentro de un sistema complejo. Los cuerpos se van haciendo, son siempre un work in progress. En momentos particulares, como pueden ser el del post-parto o post-asesinato de un enemigo (Viveiros de Castro, 2018, p. 228), las personas quedan expuestas a ser capturadas por otro punto de vista, sea el de un animal o el de un enemigo (Fausto, 2007, p. 505). Esto quiere decir que el cuerpo humano no es algo definido anatómicamente sino lo que debe producirse, por ejemplo, el recién nacido, cuyos padres tienen que garantizar que llegue a ser un bebé humano y no sea robado por algún animal. Este peligro nos habla de la «vulnerabilidad» de las identidades cuando los seres son pensados como cuerpos o puntos de vista respecto a la naturaleza. El robo de la identidad, la posibilidad de llegar a ser otra cosa, es el camino de la formación del cuerpo a partir de las relaciones que van adquiriendo, con el tiempo, «consistencia».
Si queremos evitar la mirada occidental antropocéntrica que reduce los cuerpos a organismos clasificados según sus cualidades esenciales, debemos afirmar tanto el perspectivismo como el multinaturalismo tal y como lo explica Viveiros de Castro. Decimos que el cuerpo humano es diferente al cuerpo del jaguar por la perspectiva o el lugar que ocupa en relación con él. Lo que nosotrxs humanxs vemos como sangre, el jaguar lo ve como cerveza de mandioca fermentada (Viveiros de Castro, 2010, p. 56), es decir, como una bebida apetitosa que calma la sed. Un cuerpo, entonces, no es un ser definido en-sí de una vez, no es algo dado, sino una materia que varía su “naturaleza” en función de las relaciones que posee con otros cuerpos (multinaturaleza). Lo dado del cuerpo, su «actualidad», es solo la parte provisoria que ha adquirido en función de la trama de relaciones.
Así lo explica Viveiros de Castro:
“El multinaturalismo no supone una Cosa-en-Sí parcialmente aprehendida por las categorías del entendimiento propias de cada especie; no se debe creer que los indios imaginen que existe un “algo = x”, algo que los humanos, por ejemplo, verían como sangre y los jaguares como cerveza. Lo que existe en la multinaturaleza no son entidades autoidénticas diferentemente percibidas, sino multiplicidades inmediatamente relacionales del tipo sangre/cerveza. Si se quiere, no existe más que el límite entre la sangre y la cerveza, el borde por el cual esas dos sustancias “afines” se comunican y divergen entre ellas” (2010, p. 56).
El cuerpo rojo y viscoso que sale del cadáver del humano cazado por el jaguar se actualiza en tanto «cerveza» cuando está en relación con el cuerpo de ese animal, pero en relación con el nuestro es «sangre». No se trata de perspectivas subjetivas, modo de ver, sino de que el cuerpo mismo actualiza otras potencias: calmar la sed, transportar oxígeno, combatir infecciones, etc. Desde una óptica distinta, también podemos decir: solo desde nuestra perspectiva la piedra es una piedra, como nos recuerda Ingold (2012, p. 70), la piedra también puede ser un escondite para un insecto o un yunque para un pájaro. ¿Por qué creer que nuestro punto de vista humano es ese no-lugar objetivo, neutral y universal que el modelo científico occidental ha pretendido? ¿Qué perspectiva debemos asumir si ya no queremos separar a unos y otros, trátese de etnias o especies distintas?
3.2. El cuerpo y la comunidad de substancias
Para comprendernos, a nosotrxs, latinoamericanxs, no necesitamos partir del «problema del Otro» sino de la «comunidad de substancias» que posee en su corazón al otro del que brotan todos los seres. El cuerpo también es el sitio de la alteridad (Grosz, 1994, p. 209) y la plasticidad (Malabou, 2010, p. 8) que insiste y persiste a pesar de las identidades y organizaciones. El Otro deja de ocupar el lugar de exterioridad para ser parte constitutivo de lo Mismo. El paso de la ética a la ontología-otra demanda que nos ubiquemos, como había dicho Marx en su temprano artículo sobre el robo de leña, “a ras de tierra” (1975, p. 224), esto es, en la materialidad del cuerpo antes que en las representaciones y significaciones socio-culturales. Si seguimos las nociones amerindias, nos encontramos, en primer lugar, con el cuerpo como punto de diferenciación definido por una «identidad vulnerable», siempre expuesta al cambio. Él, como sostienen Seeger, da Matta y Viveiros de Castro, no es una experiencia “infra-sociológica” (1979, p. 11) sino el lugar donde la sociedad se constituye.
Por el contrario, para Occidente, todo comienza con «lo Mismo» y la «Identidad». En la filosofía lo podemos observar en la tradición que se origina con Parménides y llega a la Modernidad, pasando por Platón y Aristóteles. En la historia de los contactos interétnicos, se observa desde Colón, y su imposibilidad de comprender a los habitantes americanos, hasta los renovados imperialismos actuales que proyectan sobre los pueblos no occidentales sus valores pretendidamente universales.
Ahora bien, ¿qué pasaría con las relaciones interculturales si «lo Mismo» -que pronto veremos no debería llamarse así- no se pensara desde la identidad, es decir, como un grupo social definido por un conjunto de características repartidas homogéneamente y vividas como el propio ser? ¿Qué tipo de relación con «lo Otro» -que veremos, también, por esta razón pierde su «otredad»- surge si no nos pensamos como «lo Mismo»?
Aparecida Vilaça explica cómo los wari’ de Brasil, actualmente, poseen una doble identidad: la de ser Wari’ y Blancos al mismo tiempo. Luego de pasar por un período en el que usaban ropas de blancos para tapar sus cuerpos indígenas, hoy eligen usar ropas que los dejan al descubierto. Literalmente, poseen “dois corpos simultáneos: o do Branco, por cima, e o do Wari’” (2000, p. 57) [“dos cuerpos simultáneos: el del Blanco, por arriba, y el del Wari’”]. Esta realidad, en sí misma híbrida, no fue únicamente un efecto de la conquista, lo que la antropología nos enseña es que muchos de los pueblos amazónicos siempre se pensaron en relación con el otro, con el enemigo, en una relación co-dependiente que se expresaba en el chamanismo, en el canibalismo y en la guerra. En todos los casos, se trataban de experiencias en las que el otro formaba parte de lo mismo, incluso, era el elemento necesario para sostener la propia “identidad”. La unidad social se adquiría mediante una diferenciación sin recurrir a rasgos identitarios constantes y firmes que estuvieron siempre detrás de «lo Mismo».
A diferencia de lo que la filosofía política y la sociología occidental han sostenido, para el pensamiento amerindio la sociedad tiene un “(in)fundamento” en la “relación con los otros” (Viveiros de Castro, 2018, p. 163) que vuelve nulo «el problema del Otro». La unidad social no se define ni defendiendo las fronteras «claras y distintas» ni negando dialécticamente al otro para afirmar la propia identidad, sino, paradójicamente, incorporando al Otro como un elemento (in)fundamental de la propia unidad. Así comenta Viveiros de Castro la relación entre los tupí y los cristianos:
“Para los primeros [los indios], no se trataba de imponer maníacamente su identidad sobre el otro, o rechazarlo en nombre de la propia excelencia étnica; pero sí de, actualizando una relación con él (relación existente desde siempre, bajo una forma virtual), transformar la propia identidad” (2018, p. 171).
Cierto heraclitismo resuena en esta concepción americana que entiende que la unidad está en la «Relación», en el «Dos», “a la vez lo uno y lo otro” (Clastres, 1993, p. 16 n.3) según la concepción guaraní; dicho de otro modo, que la consistencia social -lo que desde el pensamiento occidental estaríamos inclinados a llamar «identidad»- es una «unidad-en-la-multiplicidad», una unidad inmanente entre seres heterogéneos, diversos y cambiantes. Este concepto de «unidad-en-la-multiplicidad», de inspiración deleuzo-guattariana, nos dice que la unidad no es un elemento separado, primero ontológicamente, que establece una relación jerárquica con el resto de los elementos múltiples y heterogéneos, sino que todas las diferencias se encuentran lado-a-lado reunidas en la inmanencia por relaciones de co-dependencia formando un “plan de consistance” (Deleuze y Guattari, 1980, p. 15) [“plan de consistencia”]. En una sociedad así entendida, finalmente, “los otros son una solución antes que un problema” (Viveiros de Castro, 2018, p. 182). La unidad social es, así, un “ente incompleto” (Fausto, 2000, p. 948) que requiere de la presencia del otro para evitar las separaciones y distinciones que conducen a las relaciones de poder y conquista de la diferencia.
En esta experiencia amazónica, la alteridad no se encuentra ni encubierta ni negada dialécticamente para afirmar la propia identidad. Más bien, la unidad del grupo social, eso que Occidente siempre ha pensado como «lo Mismo», es un ser híbrido que mantiene con la alteridad relaciones complejas porque es un sistema social abierto con “loosely defined ethnic borders” (Fausto, 2000, p. 935) [“fronteras étnicas vagamente definidas”]. La alteridad, comenta Vacas Mora, “aunque amenazante y siempre peligrosa, se toma como punto referencial en la construcción del propio grupo, un elemento indispensable en la consolidación del orden y el funcionamiento social” (2008, p. 284).
La unidad social no necesariamente debe ser pensada y experimentada como aquello contenido en una interioridad, se produce también en tanto «trama» consistente de relaciones entre cuerpos. Tomamos de Ingold el concepto de meshwork [«trama»][3] que define las relaciones entre seres vivos y no vivos como “entangled lines of life, growth and movement” (2011, p. 63) [“líneas entrelazadas de vida, crecimiento y movimiento”][4]. En este sentido, no es tanto el interior, la nación, por ejemplo, lo que da unidad, sino el exterior. Así ocurría, nuevamente, en la producción de parientes en las tierras bajas de Sudamérica (Vilaça, 2002, p. 354) cuando el extranjero era el punto de partida para el parentesco. No se trata tanto de conectar una identidad con otra, de definir qué tipo de relaciones interétnicas se establecen partiendo de cada una de ellas por separado, sino de comprender que lo que sea cada una de esas identidades es el producto de las relaciones consistentes que mantienen entre sí. En una concepción tal, ni siquiera podríamos hablar de «interior» y «exterior», no al menos en términos sustancialistas, sino de «generación de consistencia». Esta consistencia está sostenida en el tiempo y en el espacio por un tipo de «proceso», un modo de producir, distribuir y consumir substancias por una comunidad de cuerpos humanos y no-humanos.
3.3. El cuerpo y lo común
La sociedad, entonces, es un cuerpo, una materia que ha alcanzado una relativa e inestable consistencia al reunir y poner en relación elementos heterogéneos mediante un «proceso», esto es, mediante el circuito de la producción, la distribución y el consumo. Repasando, entonces, entendemos a la sociedad a partir de la noción de «cuerpo» como una trama de relaciones en la que se producen, distribuyen y consumen substancias. Se trata así, como afirman Seeger, Da Matta y Viveiros de Castro, de una “comunidade de substância[5]” (1979, p. 11), un grupo heterogéneo de cuerpos que comparten un proceso de transformación de la materia y que incluye no sólo, en términos tradicionales, el «trabajo» humano, sino todos los procesos de transformación de la naturaleza vitales para dicha comunidad. La comunidad de substancias, en este sentido, incluye a los cuerpos humanos y a los no humanos de animales, de plantas, de hongos, de la tierra y de la atmósfera en su continuo proceso de transformación de la materia. Como afirma Ingold para el caso de la producción de seda, el trabajo humano releva el proceso de transformación allí donde lo dejó la transformación animal y vegetal previa (2011, p. 24-25).
Entonces, si el cuerpo no tiene identidad, ¿qué queda de la lógica de la Mismidad y la Otredad? Afirmamos que sin identidad no hay otredad, de donde una sociedad entendida materialmente -esto es, como relaciones entre cuerpos diferentes- no se define ni por el encubrimiento del Otro ni por su absoluta exterioridad. Aparecida Vilaça comenta que la “sociedade wari’ é concebida como sendo constituída por agregados corporais de diversos níveis, sendo suas fronteras tâo variáveis que se torna difícil falar em sociedade” (2000, p. 60) [“sociedad wari’ se concibe como siendo constituida por agregados corporales de diferentes niveles, siendo sus fronteras tan variables que resulta difícil hablar de sociedad”]. La unidad social descansa sobre el cuerpo que es su (in)fundamento, una unidad «inconstante», «vulnerable» y «no totalizada».
El punto de vista, ese punto de consistencia paradójicamente inestable e inconstante, que no se encuentra en ninguna pretendida identidad está en el cuerpo mismo (Vilaça, 2002, p. 350). La ontología social amerindia puede ser entendida como el «proceso» que Deleuze y Guattari describen en el primer capítulo de El Anti-Edipo. Este concepto viene a resolver un problema sin resolución que se le presentó a Marx cuando estudió las relaciones entre la «producción», el «cambio», la «distribución» y el «consumo». En efecto, en Grundrisse, Marx intuye que si no son esferas independientes -como lo piensa el liberalismo bien cerca de la metafísica de la sustancia- entonces debe haber un elemento común entre ellas que circule incesantemente. A falta de un concepto -Marx todavía no puede crearlo- dirá que la «producción» posee primacía (Marx, 1985, p. 10)[6]. Deleuze y Guattari crean entonces el concepto de «proceso» para dar cuenta de esa fuerza genética creativa que hace brotar de manera co-dependiente a la «producción», la «distribución» y al «consumo»: la naturaleza misma como “proceso de producción” (1973, p. 9).
El proceso no es otra cosa que la «comunidad de substancias» en la que la unidad -y no la identidad- se adquiere mediante la generación de una consistencia entre cuerpos diferentes en un territorio “delimitado” por las relaciones de co-dependencia (Latour, 2023, p. 50): los árboles, los hongos y los campesinos, en el ejemplo de Lowenhaupt Tsing que citamos antes, forman un «territorio» por sus relaciones de co-dependencia. Este territorio o «consistencia» generada es, a su vez, un nivel rizomático en medio de otros. ¿Qué otra cosa que la transformación de la materia en la producción, en su distribución y en su consumo, es la unidad de la sociedad? Y si un cuerpo es una relación entre cuerpos, a este meshwork de cuerpos humanos, vegetales, minerales, animales, que componen a la sociedad, lo llamaremos también «cuerpo». Encontramos un ejemplo de esta inestabilidad y falta de identidad en el modo conflictuado en que los pueblos amerindios pensaban estas relaciones: “Os Wari’ experimentam uma situaçâo constantemente instável, arriscando-se a viver sempre na frontera entre o humano e o nâo-humano, como se de outro modo, se nâo soubessem o que é realmente ser humano” (Vilaça, 2000, p. 64) [“Los Wari’ viven una situación de inestabilidad constante, arriesgándose a vivir siempre en la frontera entre lo humano y lo no humano, como si no supieran lo que realmente significa ser humano”]
En este contexto, el Otro es el cuerpo como utopía que siempre desborda toda presencia, la potencia genética que se substrae de las unidades inestables de la «comunidad de substancias», pero, sobre todo, al poder y sus clasificaciones. Cada una de estas comunidades, al poseer “fronteras étnicas vagamente definidas”, son incompletas, inestables e inconstantes. El cuerpo social es al mismo tiempo la consistencia actual y su afuera en tanto dimensión futura que amenaza siempre al presente. El carácter negativo de estos adjetivos no debe confundirnos: no obedece a una carencia sino, por el contrario, a una abundancia que se substrae de la actualización provisoria de la unidad social. Si los indios tenían un alma inconstante era porque se vivían como «devenir» antes que como «ser»: podían ser cristianos y “paganos” sucesivamente. Entonces, el Otro no es el extranjero, el enemigo, mucho menos el pobre, la mujer, el villero, el indio o el preso, sino esa potencia de ser de otro modo que define al cuerpo. Está en la naturaleza del cuerpo -individual, colectivo, social- la tendencia a ser siempre de otro modo, su horizonte es el otro, pero en un movimiento ontológico -y no ético, como en Lévinas o Dussel- que libera las fuerzas genético-ontológicas de la materia. En la lógica chamánica se busca trascender las propias fronteras, pararse en esa zona indiscernible que se encuentra entre unos y otros, humanos y no-humanos, parientes y enemigos, varones y mujeres, blancos e indios. El sentido de este cuerpo es, como afirma Cayón, “tener al otro como destino” (2012, p. 29), a lo que nosotrxs le agregaríamos: tener al otro como proyecto Común (xynos).
Preguntas incómodas II
Es preciso, para cambiar nuestra condición capitalista, racial, patriarcal y antropocéntrica, liberar -este es el espíritu de Dussel que convive todavía entre nosotrxs- las substancias, producirlas, hacerlas circular y consumirlas en un proceso inmanente que no distinga a unos cuerpos de otros, vale decir, que haga una “puesta en común” de las mismas trascendiendo las separaciones de la propiedad privada.
Si el cuerpo común es, como sostiene Vacas Mora, un “procesador de sustancias” (2008, p. 280) que pone en relación inmanente a unos y otros, atendiendo a cómo se producen, distribuyen y consumen las substancias podremos pensar otro futuro posible. ¿Será acaso que lo que tenemos delante, como muro impermeable, claro y distinto, es la frontera de la propiedad privada que separa los cuerpos, debilita entonces sus potencias, sus capacidades de producción, distribución y consumo, y empobrece al «proceso» mismo? La propiedad privada es la gran estrategia del patrón de poder de la colonialidad que impone sus muros infranqueables bajo la forma de privatizaciones de tierra (grandes empresas extractivistas), fronteras nacionales (EEUU-México), neo-guetificaciones (Israel-Palestina) y actualizados campos de segregación de extranjeros (Europa). ¿Será la propiedad privada nuestro gran «referente ausente», según la expresión de la feminista Carol Adams (2010), cuyo nombre y cuerpo ya nadie se atreve a visibilizar ni nombrar? ¿Será que habiendo hablado ya de raza y de género, la propiedad privada -y la clase en tanto categoría social ligada a ella- sigue siendo eso de lo que no se quiere hablar, tal como lo sostiene bell hooks en Where we stand: class matters (2000) [¿Dónde estamos: la clase importa]?
Frente a las potencias comunes del cuerpo se ha levantado la propiedad privada como el gran Acontecimiento reactivo del mundo moderno. ¿Y si el gran peligro de nuestro mundo no fueran los otros, los salvajes, los inmigrantes, las mujeres o los pobres, sino la potencia que los cuerpos puestos en relación pueden adquirir? A eso le teme realmente “el sistema”, los alambrados y muros, los guetos, la racialización de la población, la sexualización del trabajo, entre otras cosas, hablan de ello. Pero, ¿de qué potencia hablamos y qué es lo que se pierde con la propiedad privada?
Marx ha comprendido acertadamente lo específico de la producción capitalista cuando sostuvo que toda la vida se sometía a la producción de ganancia. No hay otro criterio más que el del crecimiento incesante del Capital y el incremento del poder de lo Abstracto, enemigo por naturaleza del «cuerpo» (Marx, 1981, 115). Los cuerpos, por el contrario, pueden crear nuevas formas de vida, pueden incrementar sus potencias, sus grados de consistencia o sustentabilidad, de afección y de conciencia cuando se ponen en relación formando «comunidades de substancias». ¿Y si el gran Otro no fuera más que lo Común en tanto fuerza que amenaza con desplazarnos de nuestras comodidades narcisistas y nuestros narcotizados estados de pobreza?
En el fondo, se trata de recuperar cierta noción de «alienación» desde una perspectiva no antropocéntrica, porque si la sociedad es cuerpo en tanto conjunto de relaciones de cuerpos humanos y no humanos, ¿qué se aliena con el capitalismo? ¿Y si no fuera «lo Mismo» lo que se aliena sino, precisamente, «lo Otro», «lo Común»?
4. Conclusión
En este artículo hemos intentado mostrar que, desde una perspectiva latinoamericana, la sociedad se crea a sí misma sin apelar a la distinción entre «lo Mismo» y «lo Otro», mediante un «proceso» que ya no distingue entre «nosotros» y «ellos», o entre cuerpos «humanos» y «no humanos», porque es un flujo de materia común producida, distribuida y consumida en un territorio definido por sus relaciones de co-dependencia.
Como se infiere de esta nueva ontología de la diferencia, post-humana y materialista, lo que está en juego aquí es un modo «sustentable» -nosotros hemos dicho, inspirándonos en Deleuze y Guattari (2005, p. 39), «consistente»- de relacionarnos entre los humanos y con los seres no-humanos. En este sentido, la «comunidad de substancias» es una trama de relaciones consistentes entre cuerpos diferenciados, creada por una producción, una distribución y un consumo de materias tal que cada cuerpo aumenta su potencia de existir: tanto los humanos, como los animales, las plantas y demás seres vivos y no vivos. Así lo demuestra la biología cada vez que explica cómo la vida nueva surge de relaciones consistentes en el tiempo (Margulis y Sagan, 1995, p. 53).
En definitiva, se trata de un cambio de paradigma en la comprensión del problema del Otro que abandona criterios europeos y occidentales y los reemplaza por otros latinoamericanos. Como hemos intentado mostrar, no se trata de negar que exista el «problema del Otro» -sobre todo en una época que lo resucita bajo modos neoliberales, neofascistas y «libertarios»-, sino de reconocer allí otro elemento más de la dominación euro-occidental de nuestras sociedades.
Superar dicho problema implica reconocerlo como un dispositivo de dominio de la colonialidad. En primer lugar, es preciso asumir un saber y un discurso que se posicionen conscientemente “del lado de acá”, como hubiera dicho Cortázar, es decir, del de los pueblos conquistados, de lo que fue la gran división atlántica de la Conquista y que Mignolo llama «diferencia colonial» (2000, p. 53). ¿Por qué pensar en el indio, el negro, el pobre, la mujer, como «otro distinto» y no como parte del nosotrxs, de ese nosotrxs que ha quedado de “este lado”? Más aún, ¿cómo no reconocernos como “todxs nosotrxs” cuando participamos de la misma «comunidad de substancias», aunque no sea sino bajo su forma alienada? Con los «diferentes» no hay problemas de «aculturación», de «asimilación», sino de «transubstancialización» (Vilaça, 2000, p. 66). Desde ese momento el «Otro» deja de serlo porque afirmarse como diferente es afirmar la condición co-dependiente -Común- con ese otro.
En segundo lugar, debemos ubicar al problema del Otro, tal como pensaba Dussel la «liberación» (2020, p. 127), en la dimensión futura de la novedad. El Otro será lo Común al que es preciso darle lugar en un mundo capitalista que no cesa de trazar fronteras impermeables que bloquean la «transubstancialización». Desde esta perspectiva, el «otro distinto» es, en realidad, un diferente con el que poseemos una relación de co-dependencia en la «comunidad de substancias». El Otro es el signo del futuro en tanto terra incognita que es preciso construir en común, sobre todo, es la parte robada del flujo de materiales que circula entre la producción, la distribución y el consumo por la propiedad privada. «Lo Mismo» y «lo Otro», entendidos dialécticamente, siguen siendo categorías mentales abstractas, representaciones sobre supuestas identidades que organizarían la vida social. Sin embargo, lo que está en juego es la experiencia del cuerpo, la vivencia común que compromete las substancias y los materiales vitales, afectivos y de consciencia que los cuerpos humanos y no-humanos compartimos.
La experiencia de lo común, por último, es lo que no puede ser capturado ni por la privatización del otro-identitario, ni por la negación del otro-dialéctico. Por este motivo, el otro-diferente es un otro-común definido por la temporalidad del futuro en tanto tiempo de lo nuevo. Solo desde lo Común es posible la construcción de un mundo-otro. Partiendo de este presente podemos entender cómo el futuro está en la potencia material separada del cuerpo por el poder de lo privado (idios). Defender y reconstruir comunidades de substancias en todos los niveles rizomáticos es nuestro imperativo político para liberar las potencias de lo común: en cuerpos individuales, como experimentan los cuerpos queer que hacen saltar las cárceles de las identidades -según una precisa expresión de Lucrecia Martel[7]; en cuerpos colectivos, de las economías comunitarias de campesinxs; en cuerpos nacionales, bajo formas Estatales que posean los recursos vitales de su población; y, finalmente, de alianzas regionales entre Estados que entiendan que Latinoamérica es nuestro «cuerpo común».
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Notas