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Construir una ética de la sostenibilidad: la sociedad centrada en el consumo y el derecho fundamental a un medio ambiente equilibrado
Building an Ethics of Sustainability: The Consumption-centered Society and the Fundamental Right to a Balanced Environment
Nuevo Derecho, vol. Vol. 18, núm. 31, pp. 1-18, 2022
Institución Universitaria de Envigado

La revista Nuevo Derecho (ND) se acoge al modelo de Acceso Abierto en el que los contenidos de las publicaciones científicas se encuentran disponibles a texto completo, libre y gratuito en Internet, por lo tanto, esta revista no cobra valor alguno a los autores por el sometimiento, edición, ni publicación del manuscrito, y a su vez se compromete a difundir los trabajos publicados en servicios de indización de Acceso Abierto. Las opiniones contenidas en los artículos son responsabilidad de sus autores. La revista Nuevo Derecho (ND) autoriza la reproducción de los artículos siempre y cuando se mencione la fuente.

Recepción: 22 Febrero 2022

Aprobación: 18 Abril 2022

Publicación: 15 Diciembre 2022

DOI: https://doi.org/0000-0003-3466-2240

Resumen: Esta investigación pretende analizar el impacto que la globalización capitalista y la sociedad consumista ejercen sobre el medio ambiente sano, teniendo en cuenta que la apropiación indiscriminada de los recursos naturales agrava la crisis ambiental y civilizatoria y pone en riesgo el mantenimiento de los ecosistemas. El tema es relevante porque la discusión sobre la actual crisis ambiental es necesaria para estudiar la protección que debe darse para conseguir un medio ambiente sano, garante de una calidad de vida saludable. La hipótesis busca verificar cómo la sociedad consumista podría conformar valores que permitan la construcción de una ética para el desarrollo sostenible. Recurriendo al método hipotético-inductivo y de la investigación bibliográfica y documental, se destaca la posibilidad de construcción de una ética para que la sostenibilidad que sea efectiva y que perciba el medio ambiente sano como integridad, pero solo a través de una ruptura con la sociedad consumista y con el paradigma de las grandes corporaciones.

Palabras clave: sociedad consumista, globalización capitalista, medio ambiente sano, ética del desarrollo sostenible, derechos fundamentales.

Abstract: This research intends to analyze the impact that capitalist globalization and the consumerist society have on the healthy environment, considering that the indiscriminate appropriation of natural resources aggravates the environmental crisis and Civilization and puts at risk the maintenance of ecosystems. The topic is relevant because the discussion about the current environmental crisis is necessary to study the protection that must be given to achieve a healthy environment, guaranteeing a healthy quality of life. The hypothesis seeks to verify how the consumerist society could conform values that allow the construction of an ethics for sustainable development. Using the hypothetical-inductive method and the bibliographic and documentary research, we highlight the possibility of building an ethics so that sustainability is effective and that it perceives the healthy environment as integrity, but only through a rupture with the consumerist society and with the paradigm of major corporations.

Keywords: Consumerist society, capitalist globalization, healthy environment, ethics of sustainable development, fundamental rights.

1. Introducción

El objetivo general de esta investigación es indagar sobre la importancia de construir una ética centrada en la sostenibilidad, de manera que sea posible una racionalidad ambiental en la que se dignifiquen tanto los seres humanos como los no humanos. Específicamente, se analizará críticamente el capitalismo neoliberal, que ha influido en los discursos y acciones sobre la preservación del medio ambiente y el crecimiento económico, ha sobrevalorado el consumo y ha provocado una crisis ambiental, civilizatoria y ética.

La elección del tema se justifica por su actualidad y relevancia teórica y práctica, ya que la explotación desenfrenada de los recursos naturales, sustentada en la racionalidad económica, tecnológica y científica, que sirve para satisfacer los deseos de una sociedad centrada en el consumo y alimentar el afán de lucro y la acumulación de capital en la era de las grandes corporaciones, genera riesgo de colapso ambiental y hace necesario repensar el mundo, so pena del deterioro de la vida en la Tierra.

En este sentido, el artículo se basa en la siguiente pregunta problemática: ¿la sociedad centrada en el consumo configura valores que permiten la construcción de una ética para la sostenibilidad?

El artículo está organizado en cuatro partes. La primera es una introducción; la segunda tratará sobre la globalización y las fases por las que ha pasado la sociedad de consumo capitalista, para luego conceptualizar el consumismo y tratar los daños que este modelo impone al medio ambiente. La tercera parte abordará la crisis ambiental y trabajará los conceptos de ecodesarrollo, crecimiento sostenible y desarrollo sustentable, y se tratará el nuevo constitucionalismo latinoamericano desde la perspectiva del derecho al medio ambiente. Por último, se abordará el tema de la ética, la gobernanza y la sustentabilidad, y se hacen las consideraciones finales.

El método es el hipotético-inductivo, ya que, con el análisis de la información existente, se destacó la importancia de la construcción de una ética para la sostenibilidad, partiendo del análisis crítico de la sociedad centrada en el consumo y de la crisis ambiental y civilizatoria, con el planteamiento de categorías consideradas fundamentales para el desarrollo del tema.

El tipo de investigación fue teórico y bibliográfico, que aportó las bases teóricas y doctrinales a partir de libros y textos de autores de referencia. También se llevó a cabo una investigación documental, basada en tratados internacionales, compromisos éticos y legislación. Mientras que el marco bibliográfico aprovecha la base de los autores sobre un tema, el documental articula materiales que aún no han recibido el debido tratamiento analítico.

A través de procedimientos técnicos cualitativos, críticos, interpretativos, históricos y teóricos, se desarrolló un análisis más profundo del tema en cuestión, buscando interpretar los datos expuestos, especialmente en lo que se refiere a la influencia de la racionalidad económica y científica en la estructuración de una sociedad centrada en el consumo y cómo estas dificultan la construcción de una ética para la sostenibilidad.

2. Globalización, sociedad consumista y medio ambiente sano

En las últimas décadas, la intervención humana en los entornos naturales se ha vuelto cada vez más intensa y depredadora debido a las “necesidades” impuestas por la era de las grandes corporaciones. Ya con el advenimiento de la Revolución francesa en 1789 se establecen los hilos de una nueva organización política y social y, posteriormente, con la Revolución Industrial comienza a intensificarse la degradación ambiental, porque se fortalece un proceso de mecanización de la producción que utiliza como fuentes de energía el carbón, el petróleo y el gas natural, que son combustibles fósiles, generadores de contaminación. Dice Amaral (2017) que “En la época de la Revolución Industrial, el medio ambiente se limitaba a ser una mera fuente de energía, considerándose una fuente inagotable de materia prima, que abastecía a las industrias y suplía las necesidades humanas”. (Amaral, 2017, p. 59).

Hoy vivimos en un mundo interconectado, en constante comercialización de bienes, insumos, promesas; la información circula en tiempo real, intensificada por las tecnologías que han dado una nueva cara a las relaciones interpersonales, comerciales, diplomáticas. La vida ha traspasado las fronteras nacionales y se ha producido un crecimiento, en progresión geométrica, de las economías capitalistas de mercado, que han colonizado el mundo, traduciéndose en el fenómeno de la globalización.

Bauman (1999) hace notar que en el mundo globalizado

Los centros de producción de significados y valores son ahora extraterritoriales y están emancipados de las limitaciones locales, lo que no se aplica, sin embargo, a la condición humana, a la que estos valores y significados deben informar y dar sentido. (p. 7) Se configura así una sociedad capitalista globalizada, cuya preocupación primordial es el beneficio y la capacidad de producción y consumo; una lógica que se construye y sostiene sobre los paradigmas dominantes de la racionalidad económica, científica y tecnológica.

En este sentido, Leff (2009) apunta que:

La racionalidad económica que se establece en el mundo como núcleo duro de la Modernidad se expresa en un modo de producción basado en el consumo destructivo que degrada el orden ecológico del planeta Tierra y socava sus propias condiciones de sostenibilidad. (p. 27)

En esta sociedad, el papel principal del individuo es el de consumidor, siendo clasificado, valorado o devaluado en función de su capacidad para adquirir bienes y servicios, es decir, de su capacidad para hacer girar la rueda del mercado.

Desde el estallido del capitalismo hasta la época contemporánea el consumo ha ido adquiriendo nuevos matices y una creciente relevancia. El capitalismo de consumo ha pasado por fases (cada vez más efímeras) como la sociedad de consumo de masas, la sociedad de hiperconsumo hasta llegar a la sociedad centrada en el consumo.

El término “sociedad de consumo” se acuñó en la década de 1920, pero solo ganó importancia entre 1950 y 1960. Esta sociedad de consumo de masas surge gracias al modelo tayloriano-fordista de organización de la producción, marcado por la especialización, la estandarización, la repetitividad y el aumento de los volúmenes de producción (Lipovetsky, 2007).

En los años 90, las nuevas aspiraciones del modelo consumista (con mayor atención a los precios, disminución de la impulsividad para las compras, nueva relación con las cosas) y la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación sugieren un cambio de paradigma del capitalismo de consumo al capitalismo de la información, que no significa, sin embargo, una ruptura con la sociedad de consumo, sino, al contrario, una nueva configuración de la era del consumo de masas, que funciona por hiperconsumo y no por “desconsumo” (Lipovetsky, 2007).

(...) No veo un término más adecuado que el de hiperconsumo para dar cuenta de una época en la que el gasto ya no tiene como motor el desafío, la diferencia, los enfrentamientos simbólicos entre los hombres. Cuando las luchas por la competencia dejan de ser la piedra angular de las adquisiciones mercantiles, comienza la civilización del hiperconsumo, ese imperio en el que nunca se pone el sol de la mercancía y el individualismo extremo. (Lipo- vetsky, 2007, pp. 42-43)

Para Lipovetsky (2007) parece claro que, en la fase de hiperconsumo, la mercantilización sigue una lógica desinstitucionalizada, subjetiva y emocional; el acto de comprar adquiere más el propósito de asegurar las satisfacciones afectivas, imaginarias y sensoriales individuales (búsqueda de la felicidad privada) que el de funcionar como símbolo de estatus. “El amor por lo nuevo ya no se sustenta tanto en las pasiones conformistas como en los apetitos vivenciales de los sujetos” (Lipovetsky, 2007, p. 44).

Asimismo, Bauman (2008) afirma que la modernidad configura una sociedad de consumo, cuyas acciones se rigen por las leyes del mercado, resumidas en tres reglas:

(1) el destino final de una mercancía es ser consumida; (2) lo que mueve al consumidor a comprar es la promesa de satisfacción de sus deseos, y (3) cuánto está dispuesto a pagar el consumidor depende de la credibilidad en la capacidad del producto para satisfacer las promesas y deseos.

Además, continúa Bauman (2008), la fuerza que el mercado de consumo ejerce sobre los individuos es tal que las relaciones humanas asumen el mismo patrón de relaciones sujeto-consumidor y objeto- consumidor. “En la sociedad de consumo, nadie puede convertirse en sujeto sin convertirse primero en mercancía, y nadie puede mantener su subjetividad segura sin reanimar, resucitar y recargar perpetuamente las capacidades esperadas y requeridas de una mercancía vendible” (Bauman, 2008, p. 10).

En el ciclo sujeto-objeto establecido por esta sociedad, las transiciones son rápidas y las relaciones efímeras. Además, una preocupación que no pertenece a esta sociedad es la de la durabilidad, que, de hecho, está devaluada. “Entre las formas en que el consumidor se enfrenta a la insatisfacción, la principal es descartar los objetos que la provocan” (Bauman, 2008, p. 14).

Vemos que el consumo adquiere una función afectiva y existencial. Las necesidades afectivas buscan ser satisfechas por la adquisición de bienes que causan satisfacción momentánea o por su eliminación y el concepto de “necesidad” adquiere un significado distorsionado. Aquí, el consumo converge en el consumismo que, según Bauman (2008), es un atributo de la sociedad.

En otra vuelta de tuerca, en opinión de Koppe-Pereira et al. (2016), la sociedad hiperconsumista dio paso a una sociedad centrada en el consumo. En esta sociedad, el consumo asume un papel central y determinante en la vida de los individuos.

De este modo, el consumo se convierte en el elemento principal de las actividades humanas, desplazando el ser para tener y, posteriormente, para aparecer. Así, el consumo se convierte en el centro de la sociedad contemporánea, donde el consumidor buscará todas las posibilidades de su nueva razón de vivir. Consumir es existir. (Koppe-Pereira et al., 2016, p. 267)

En esta etapa, insisten Koppe-Pereira et al. (2016), la realización del ser humano está intrínsecamente relacionada con su capacidad de consumo. El consumo se convierte, por lo tanto, en el gestor de las acciones y las relaciones y en la guía en la toma de decisiones, incluso políticas y sociales, por lo que las cuestiones socioambientales son vistas como “detalles”, como problemas que no requieren atención inmediata. “La modernidad (...) fortaleció a las grandes corporaciones y al capital, provocando que el individuo se volviera débil y vulnerable frente al marco centrado en el consumo que se creó” (Koppe Pereira et al., 2016, p. 268).

Los hombres se convierten en rehenes de las grandes corporaciones, que imponen las reglas del juego, adiestrando a los individuos en el deseo, pero más que eso, en la necesidad de comprar, porque consumir es parte de sus identidades (Koppe-Pereira et al., 2016).

En este contexto, en el que el consumo adquiere protagonismo en la vida y en las propias relaciones humanas, las personas y los objetos adquieren una nueva característica: el potencial de quedar obsoletos y ser desechados. Esta cultura de usar y tirar sobrecarga los ecosistemas, ya que además de apropiarse de la naturaleza para la explotación de sus riquezas y la producción de objetos para abastecer el mercado de consumo, también tiene que intentar absorber la enorme cantidad de residuos producidos diariamente por el consumo exacerbado.

Después del consumo, los envases (que se producen en cantidades cada vez mayores) se convierten en residuos sólidos. Así, el posconsumo necesita atención, a través de la concientización de los problemas ambientales causados por el exceso de residuos; por la disposición adecuada y la orientación para la reutilización o el reciclaje; el ahorro de recursos naturales y la fundamentación de la implementación de políticas públicas para la gestión de residuos y la creación de una logística (Ribeiro y Oliveira, 2016).

Además, no hay preocupación por la inserción en el mercado de productos biodegradables (estos representan la minoría en las estanterías de los hipermercados y grandes almacenes), la mayoría de los envases son de plástico (un producto derivado del petróleo que tarda décadas en descomponerse), intensificando el proceso de degradación del medio ambiente.

Frente a este proceso de evolución de la sociedad, se advierte que las mayores transformaciones que ocurren en la naturaleza están impregnadas por la acción del hombre, que a lo largo de los años ha ido degradando el planeta de forma espantosa. (Calgaro y Pilau Sobrinho, 2020, p. 160)

Asimismo, la sociedad capitalista, paradójicamente, busca el beneficio, generando una estrecha pobreza. Es lo que se puede llamar la privatización de los beneficios y la socialización de las pérdidas, ya que la riqueza, en esta sociedad centrada en el consumo, se distribuye estrictamente en manos de unos pocos, mientras que los riesgos socioambientales se imponen a un gran número de personas oprimidas y marginadas.

También hay una distorsión de la ciudadanía, que se configura por el poder adquisitivo: si el individuo tiene capacidad económica para consumir, entonces es un ciudadano capaz de participar e interferir en las decisiones sociales del Estado.

El Estado, por su parte, se muestra inerte y sumiso ante las grandes empresas multinacionales y se conforma con las regalías de la explotación de sus recursos naturales, guardando silencio sobre la explotación de su pueblo.

Además, como la globalización es un fenómeno mundial, su expansión, colonización y riqueza se producen con la creación e intensificación de las desigualdades. En este sentido, Leff (2009) señala que:

(...) la desigualdad entre los países ricos y pobres no surge solo de una división desigual de la riqueza que se explicaría –y justificaría– por el atraso tecnológico y la inadecuada relación de los factores productivos de los países del Sur con las características de los estándares tecnológicos generados por los países del Norte. Las diferencias en el nivel de desarrollo entre las naciones son el resultado de la transferencia de riqueza, generada a través de la sobreexplotación de los recursos naturales y de la fuerza de trabajo –especialmente de las poblaciones campesinas y de los pueblos indígenas– de los países dominados a los países dominantes. (p. 28).

El extractivismo depredador, que los países desarrollados imponen a los recursos naturales y humanos de los países en desarrollo, genera graves consecuencias sociales y medioambientales, con daños a los ecosistemas, que tienen recursos finitos y una capacidad de regeneración más lenta que el proceso de explotación, y a las poblaciones. Este proceso de apropiación dominante provoca, como ya se ha dicho, un retraso en el desarrollo de los países explotados, porque provoca una pérdida de capacidad productiva, al romper los mecanismos ecológicos y culturales (Leff, 2009).

El gran problema parece ser un círculo vicioso, ya que la pobreza engendra la degradación del medio ambiente y la degradación del medio ambiente engendra la pobreza.

3. De la crisis civilizatoria y medioambiental a la necesidad de (re)pensar el mundo

Todo este ciclo de producción, consumo y eliminación ejerce presión sobre el medio ambiente y provoca riesgos, lo que demuestra que es indispensable proteger y preservar la biota.

Históricamente, las décadas de los 60 y 70 vieron el estallido de una crisis ambiental y civilizatoria derivada de la degradación del medio ambiente, que persiste y se intensifica hasta nuestros días. Durante este período, comenzó a surgir la necesidad de una preocupación mundial por el medio ambiente como forma de preservar el derecho a la vida misma.

La concienciación medio ambiental surgió tras la publicación de la obra Primavera silenciosa, de la escritora norteamericana Rachel Carson, a través de la cual denunciaba los impactos negativos que el uso del pesticida DDT –dicloro-difenil-tricloroetano– causaba en los animales, especialmente en las aves, y podía llegar a los humanos y provocar enfermedades (Ribeiro y Oliveira, 2016, p. 25).

La crisis ambiental desencadena un cuestionamiento sobre la racionalidad y los paradigmas teóricos que fundamentaron el crecimiento económico en detrimento de la naturaleza. En este contexto, se ha iniciado un debate teórico y político con el objetivo de repensar la relación que se establece entre la naturaleza y los procesos económicos, que absorberían las “externalidades socioambientales” (Leff, 2001).

En vista de ello, en 1972 tuvo lugar en Estocolmo la “Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano”, en la que se hizo una advertencia internacional sobre los riesgos que la excesiva degradación traía para el ser humano y se publicó la Declaración de Estocolmo sobre el Medio Ambiente Humano. “La Conferencia encarga a los gobiernos y a los pueblos que unan sus esfuerzos para preservar y mejorar el medio ambiente humano en beneficio del hombre y de su posteridad” (Organização Das Nações Unidas, 1972).

En este contexto, el secretario general adjunto de las Naciones Unidas, Maurice Strong, propuso en 1973 el concepto de “ecodesarrollo”, consistente en una tercera vía entre la idea de crecimiento cero y las pretensiones desarrollistas de los países subdesarrollados (Fernández, 2011). Años antes, Leff (2001) había advertido que “(...) las propias estrategias de resistencia al cambio en el orden económico han ido disolviendo el potencial crítico y transformador de las prácticas de ecodesarrollo” (p. 18).

Además, en los años 80 una crisis de la deuda (marcada por procesos de inflación y recesión) asoló a los países del tercer mundo, especialmente en América Latina. A partir de ahí comenzó, según Leff (2001), una búsqueda feroz del crecimiento económico, configurando programas neoliberales y para justificar el crecimiento económico basado en la apropiación de la naturaleza, el poder dominante, sostenido por la fuerza hegemónica homogeneizadora de la globalización, desarrolló una ideología del crecimiento sostenible, cuyo discurso defendía que los propios mecanismos del mercado serían capaces de gestionar las contradicciones entre crecimiento y medio ambiente. “El discurso de la sostenibilidad instaura un simulacro que, al negar los límites del crecimiento, acelera la carrera desenfrenada del proceso económico hacia la muerte entrópica”. (Leff, 2001, p. 23).

En otro lugar, Leff (2009) afirma que vivimos un modelo de desarrollo económico que pretende internalizar la “dimensión” ambiental en los instrumentos de planificación y los costes ecológicos, pero apenas incorpora los principios de sostenibilidad.

Siguiendo la cronología histórica, en 1987 se publicó el Informe Brundtland, denominado “Nuestro Futuro Común”, de la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo, que adopta un concepto de desarrollo sostenible, que consigna que las necesidades de las generaciones presentes deben ser satisfechas sin comprometer a las futuras. Freitas (2019) advierte que, aunque el informe ha supuesto un notable avance, hay que “afinar y actualizar el concepto para establecer que las necesidades satisfechas no sean las artificiales, fabricadas o hiperinfladas por el consumismo en cascada” (Freitas, 2019, p. 51).

Tras la elaboración de este informe, en 1992 se celebró en Río de Janeiro la “Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo”, que pasó a denominarse RIO-92 o ECO-92, cuando se aprobaron la Declaración de Río y la Agenda 21.

La “Declaración de Río sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo” consolida un compromiso ético global en sus 27 principios, cuyo trasfondo es la idea del desarrollo sostenible. El primer principio dice que “El ser humano es el centro de las preocupaciones por el desarrollo sostenible. Tienen derecho a una vida sana y productiva en armonía con la naturaleza.” (Organización de las Naciones Unidas, 1992).

Se observa que la Declaración de Río adopta una visión antropocéntrica de la preservación del medio ambiente, ya que sitúa al hombre en el centro, al afirmar que los ecosistemas deben preservarse en función del ser humano. Sin embargo, la naturaleza debe tener un fin en sí misma.

La “Agenda 21”, por su parte, es un instrumento no vinculante, firmado por 179 países, que representa un compromiso político internacional en materia de cooperación al desarrollo y al medio ambiente. El documento está organizado en 4 secciones y 40 capítulos, que contienen áreas programáticas descritas en términos de bases de acción, objetivos, actividades y medios de ejecución. La “Agenda 21” establece objetivos globales para lograr un desarrollo sostenible (Organización de las Naciones Unidas, 1992).

Posteriormente, en 1997, varios países se reunieron en Kioto para la “Convención de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático”, formulando un acuerdo firmado por 84 países, que se conoció como el “Protocolo de Kioto”, en el que se establecieron objetivos de reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero a diferentes niveles para los países firmantes. Este tratado no tuvo una gran adhesión y algunos países renunciaron a su cumplimiento, como Estados Unidos, que justificó que la aplicación de los objetivos comprometería su desarrollo económico (Organización de las Naciones Unidas, 1997).

Está demostrado que el deseo capitalista de crecimiento ilimitado gobierna el mundo, representando la prioridad de las grandes empresas y los gobiernos de todo el mundo. La comunidad internacional sigue mostrando preocupación por el medio ambiente (pero pocos actores sociales están dispuestos a renunciar a su riqueza y al modo de vida capitalista).

Durante la “Cumbre del Milenio”, la Organización de las Naciones Unidas, analizando los problemas del mundo, elaboró, junto con los líderes de 190 países, los Objetivos de Desarrollo del Milenio, siendo el objetivo de Calidad de vida y respeto al medio ambiente (Organización de las Naciones Unidas, 2000).

Además, diez años después de la ECO-92, se celebró en Johannesburgo una nueva “Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo Sostenible”, que se conoció como RIO+10, con el objetivo de revisar los objetivos de la Agenda 21 y tratar temas como la pobreza y la conciliación del desarrollo de la sociedad con la preservación del medio ambiente para las generaciones futuras. Sin embargo, los debates de Johannesburgo se consideraron frustrantes, principalmente por los escasos resultados prácticos debidos a los nuevos conflictos entre los países desarrollados y los países en desarrollo (Organización de Naciones unidas, 2002).

En 2012, de nuevo en Río de Janeiro, tuvo lugar la RIO+20, cuyo eje principal fue “la economía verde en el contexto del desarrollo sostenible y la erradicación de la pobreza y el marco institucional para el desarrollo sostenible” (Organización de las Naciones Unidas y CEPAL, 2010, p. 3), y cuyo objetivo fue la renovación del compromiso entre las naciones para el desarrollo sostenible (RIO+20 Comitê Nacional de Organizaçao, 2012).

Se han firmado otros acuerdos internacionales y compromisos éticos (sin efecto vinculante), globales o regionales, lo que sin duda supone un avance en la preocupación por el medio ambiente, pero sigue faltando eficacia. La sostenibilidad se sigue tratando en términos mucho más económicos y humanos que medioambientales.

Por otro lado, la Constitución de la República Federativa de Brasil de 1988 se inscribe en un movimiento constitucionalista que se ha denominado “constitucionalismo latinoamericano” (Assembléia Nacional Constituinte, 1988). El constituyente original insertó en el texto de la Constitución Federal de 1988, en su artículo 2253, el derecho a un medio ambiente ecológicamente equilibrado, que se configura como un derecho difuso y fundamental de la tercera dimensión, además de estar vinculado a los derechos a la vida, a la dignidad de la persona humana, en sus dimensiones individual y social (Sarlet, 2012).

3Artículo 225. Toda persona tiene derecho al medio ambiente ecológicamente equilibrado, bien de uso común del pueblo y esencial a una sana calidad de vida, imponiendo al Poder Público y a la comunidad el deber de defenderlo y conservarlo para las generaciones presentes y futuras.

Así, la promoción y preservación del medio ambiente ecológicamente equilibrado requiere la acción conjunta del poder público y de la comunidad, ya que este bien es tanto un derecho como un deber del que depende la perpetuación de la vida en la Tierra.

Aunque la Constitución federal ha reservado un capítulo específico para tratar el medio ambiente, adopta claramente una visión antropocéntrica cuando afirma que el medio ambiente es un bien de uso común para las personas.

Así, en el contexto del nuevo constitucionalismo latinoamericano surgen también las constituciones de Bolivia y Ecuador, basadas en la idea de un Estado plurinacional y en la construcción del sumak kawsay, de la vida en plenitud. Estos Estados han adoptado en sus normas fundamentales un nuevo paradigma: el Estado del buen vivir, a través del cual se intenta romper con el modelo explotador difundido por la lógica capitalista. Parte de la idea de una vida en armonía con la naturaleza y en el respeto a la diversidad de su gente (Ribeiro Brasil, 2019).

En este sentido, la Constitución ecuatoriana reconoció a la naturaleza como sujeto despersonalizado de derechos, estableciendo los derechos que le corresponden al medio ambiente; de igual manera la legislación infraconstitucional de Bolivia contempla los derechos de la Madre Tierra (Ribeiro Brasil, 2019).

En un balance de los diez años de la Constitución ecuatoriana, Alberto Acosta (citado en Emerique y Ribeiro, 2018) en una entrevista concedida el 18 de octubre de 2018, relata que, si bien el nuevo texto constitucional ha representado un avance innegable, propiciando incluso numerosos debates sobre los derechos reconocidos en su cuerpo (especialmente sobre los derechos de la naturaleza y el buen vivir) en el ámbitointernacional existe una violación sistémica de lo preceptuado, incluso con la ediciónde leyes que limitaron derechos constitucionales.

Así, aunque la sostenibilidad esté a la orden del día, incluyendo la inserción de principios y normas orientadas a la preservación del medio ambiente y de las comunidades en los ordenamientos jurídicos de varios países, sigue existiendo una manipulación económica de las relaciones socioambientales que se justifican y apoyan en los paradigmas de la racionalidad económica y tecnocientífica. El cambio hacia una racionalidad que respete los principios de la sostenibilidad es gradual, pero la vida en el planeta puede colapsar sin una ruptura ética con el consumismo y la era de las grandes corporaciones para un replanteamiento ecológico y social.

4. Construir una ética para el desarrollo sostenible

La crisis medioambiental es, en primer lugar, una crisis ética, reforzada por la negligencia de una sociedad que no ve a los seres humanos como semejantes, sino simplemente como consumidores (volviéndose invisibles cuando no tienen la capacidad de consumir) y que ve a la naturaleza como una fuente inagotable de materia prima u objeto de consumo únicamente.

Además, según Leff (2001), todo sistema económico y político se construye sobre supuestos éticos. Así, se consolidó la racionalidad económica, basada en teorías y supuestos morales, que llevó a la consolidación de las doctrinas económicas, generando una carrera desenfrenada de las fuerzas productivas para la acumulación de capital, pero sin considerar las condiciones ecológicas para el mantenimiento de la vida en el planeta, generando una intensa degradación no solo en el medio natural, sino también en el medio social y cultural.

Se ha construido un orden internacional en torno al principio de la igualdad de los derechos individuales, del ahorro y del trabajo, del beneficio y de la acumulación, del progreso y de la eficacia, lo que ha conducido a la concentración del poder económico y político, a la homogeneización de los modelos de producción, de los modos de consumo y de los estilos de vida. Esto ha desestabilizado los equilibrios ecológicos, desarraigado los sistemas culturales y disipado el sentido de la vida humana. La búsqueda de estatus, beneficio, prestigio, poder, ha sustituido a los valores tradicionales: el sentido de arraigo, equilibrio, pertenencia, cohesión social, cooperación, convivencia y solidaridad. (Leff, 2001, p. 84).

Todo el orden capitalista globalizado se basa en valores y principios éticos que han conducido y conformado una sociedad centrada en el consumo y que, en consecuencia, han generado un desequilibrio socioambiental, ya que la lógica del tener haciendo uso de los recursos naturales, vistos como infinitos, no es sostenible.

Como ya se ha demostrado, el sistema capitalista neoliberal, en un intento de justificarse y mantener su proceso de explotación depredadora, adopta un concepto restringido de sostenibilidad y limita la propia noción de justicia intergeneracional y dignidad humana.

Dada la naturaleza sistémica de la destrucción ecológica y la persistencia de fuerzas insostenibles, aún podemos creer en la capacidad de la humanidad en general para aprender, pero no podemos confiar en las instituciones empresariales y gubernamentales en su forma actual. El nuevo estado de fuerzas –personas e ideas dentro y fuera de estas instituciones– debe estar guiado por un fuerte sentido de la ética. (Bosselmann, 2015, p. 223)

Es necesario, por tanto, un replanteamiento ético para lograr una sostenibilidad efectiva, basada en una “racionalidad ambiental”4. A pesar de la existencia de compromisos éticos internacionales, firmados entre naciones soberanas, o incluso formulados por individuos libres de carácter político-diplomático, se sigue degradando el medio ambiente, apropiándose de la naturaleza, con base en el paradigma de las grandes corporaciones.

4Expresión acuñada por Enrique Leff.

La cosificación del mundo y la propia mercantilización de los seres humanos en un universo de consumidores han alejado a los individuos de la realidad socioambiental. El hombre no puede percibirse a sí mismo como parte del complejo ambiental, porque ha sido enmarcado y entrenado por las riendas del sistema capitalista neoliberal.

Como se ha visto, a partir del Informe Brundtland y, sobre todo, de la ECO-92, se han elaborado discursos y políticas sobre el desarrollo sostenible que pretenden configurar una ética del desarrollo sostenible; sin embargo, los enunciados configurados no constituyen principios universales capaces de reconfigurar la racionalidad cultural global (Leff, 2006, pp. 266-267).

Para hablar de la construcción de una ética ambiental capaz de movilizar y dirigir los esfuerzos hacia la preservación de la biota es necesario percibir el medio ambiente como una integridad. En este sentido, el principio de integridad ecológica se configura a partir de un “sistema” que incluye el equilibrio ecológico y la naturaleza en su conjunto, con el objetivo de garantizar la protección de la vida y la dignidad humana y no humana, a partir de la protección y preservación de los ecosistemas en todo el mundo (Sarlet y Fensterseifer, 2020).

La Carta de la Tierra es una iniciativa, cuya semilla fue plantada durante la Conferencia Eco-92 de 1992 en Río de Janeiro, basada en la aparición de una ruptura con algunos “paradigmas ecocidas”5 que siguen predicando el crecimiento por el crecimiento y en la necesidad de una cooperación internacional efectiva y libre de las cadenas de las grandes corporaciones.

5Expresión acuñada por Juárez Freitas.

En el año 2000, la comunidad mundial, tras un proceso de consulta internacional sin precedentes (con todos los pueblos de la tierra), que duró más de 8 años, firmó un compromiso ético a través de los principios fundamentales establecidos en la Carta de la Tierra en Acción. La carta es un instrumento internacional de referencia para que la comunidad planetaria tome decisiones éticas que sean social y ambientalmente sostenibles. En su preámbulo, la Carta de la Tierra hace hincapié en la necesidad de que los pueblos de la tierra se responsabilicen unos de otros, de la comunidad de la vida y de las generaciones futuras, fomentando la unidad para la promoción de una sociedad global sostenible. Para ello, establece como macroprincipios: (1) el respeto y cuidado de la comunidad de la vida; (2) la integridad ecológica; (3) la justicia social y económica, y (4) democracia, no violencia y paz (A Carta Da Terra Em Ação. A Iniciativa Da Carta Da Terra – Brasil, s.f.)

No obstante, para que la Carta de la Tierra no se convirtiera en un documento inocuo, desprovisto de valor práctico, en 2005 se inició el movimiento “Carta de la Tierra en Acción”, coordinado por el Consejo de la Iniciativa de la Carta de la Tierra:

La misión de la Iniciativa de la Carta de la Tierra es promover la transición hacia formas de vida sostenibles y una sociedad global basada en un modelo ético compartido, que incluye el respeto y el cuidado de la comunidad de la vida, la integridad ecológica, la democracia y una cultura de paz [traducción de los autores]. (Earth Charter, s.f.)

Según se desprende de la página web oficial de la Carta de la Tierra en Brasil, el Movimiento de la Carta de la Tierra en Acción presupone la “acción consciente, espontánea, natural y orgánica de millones de personas en todo el mundo”, no dependiendo, por tanto, de grandes estructuras, “representantes oficiales”, altas inversiones financieras. La difusión de la Carta de la Tierra y su uso se basa en la concienciación individual y la difusión mediante el ejemplo y la cooperación (A Carta Da Terra Em Ação. A Iniciativa Da Carta Da Terra – Brasil, s.f.)

La Carta de la Tierra, si bien refleja el concepto de desarrollo sostenible en tres pilares de equidad ambiental, social y económica (de manera similar a la Declaración de Río y la Declaración de Johannesburgo), introduce un nuevo elemento esencial (y de manera inédita), a saber, la responsabilidad ante la gran comunidad de la vida. “La Carta de la Tierra es decididamente inclusiva. Se refiere a que los ciudadanos, la sociedad civil, las empresas, las naciones y los gobiernos tienen que trabajar juntos (...)” (Bosselmann, 2015, p. 224).

De acuerdo con Bosselmann (2015), la Carta de la Tierra por sí sola no puede cambiar el mundo, pero puede inspirar a las personas y a las comunidades a cambiar el mundo. Para ello, la consolidación de la sostenibilidad exige la existencia de una sinergia entre ética, derecho y gobernanza. Además, para fundamentar una gobernanza para la sostenibilidad, en los procesos de toma de decisiones es necesario cuestionar cómo ese acto o hecho influirá en toda la comunidad terrestre (teniendo en cuenta a los seres humanos y no humanos (Bosselmann, 2015).

Por otra parte, para la efectividad de la sostenibilidad, el desarrollo económico debe tener menos valor (lo cual es complejo dentro de un sistema regido por la racionalidad económica). Según Freitas (2019):

Una cosa parece prácticamente incontestable en todas partes: la adicción mental de crecer por crecer, a cualquier precio, no se superará sin los dolores de la abstinencia. De hecho, la sociedad tendrá, en algún momento, que desintoxicarse de los hábitos corrosivos y re- equilibrar el ecosistema en el que vive. La innovación, en este contexto, solo tiene sentido si promueve los objetivos de sostenibilidad (pp. 28-29).

No significa dejar de apropiarse de los frutos, en sentido amplio, que da la tierra, sino que se trata de no utilizar los recursos de forma depredadora, para alimentar falsas necesidades, creadas por la falta de humanidad y el excesivo consumismo.

En un mundo dominado por el mercado, los sujetos parecen haber perdido su subjetividad, cediendo a una voluntad suprema y externa.

La ideología dominante nos hace desear según los designios del poder establecido (…) La ética medioambiental es una ética de la emancipación en el sentido de un retorno al Ser que contiene una reapropiación del mundo: de la cultura, de las identidades, de la naturaleza (Leff, 2006, p. 336).

En este sentido, la dimensión ética de la sostenibilidad configura el deber racional de ampliar el discernimiento, permitiendo la elevación de los sujetos a la condición de cocreadores del destino. “Una actitud éticamente sostenible consiste (...) en actuar para que se universalice la producción homeostática de bienestar duradero, en la intimidad e interacción con la naturaleza” (Freitas, 2019, p. 69).

En una sociedad centrada en el consumo, hablar de la construcción de una ética para la sostenibilidad presupone, en primer lugar, una liberación de las limitaciones impuestas por los patrones capitalistas dominantes, con la revalorización de las identidades individuales y culturales, con la reactivación de las prácticas tradicionales y el establecimiento de una relación sinérgica entre los seres humanos y la naturaleza.

La construcción ética presupone un sistema de valores que saque a los individuos de su zona de conformidad (que no puede llamarse propiamente zona de confort, ya que la sociedad capitalista es una sociedad de la duda, la angustia y la ansiedad), para que se preocupen por el futuro de nuestra casa común.

Sin embargo, según Boff (2009), para construir una nueva realidad es necesario lograr un mínimo de humanización, de ciudadanía, de justicia social, de bienestar humano y ecológico, de respeto a las diferencias culturales, de reciprocidad y complementariedad cultural. Es esencial establecer una relación de cuidado entre la humanidad y ella misma y con el planeta, con el desarrollo de una ética del cuidado, a través de la reeducación de los hombres que se entienden como parte de la Tierra.

El establecimiento de una ética para la sostenibilidad está intrínsecamente relacionado con el cambio hacia un nuevo modelo de racionalidad, una racionalidad medioambiental.

De este modo, la racionalidad ambiental se fundamenta en una nueva ética que se manifiesta en el comportamiento humano en armonía con la naturaleza; en los principios de una vida democrática y en los valores culturales que dan sentido a la existencia humana. Estas se traducen en un conjunto de prácticas sociales que transforman las estructuras de poder asociadas al orden económico establecido, movilizando un potencial ambiental para la construcción de una racionalidad social alternativa. (Freitas, 2001, p. 85).

Por lo tanto, el establecimiento de una nueva ética para la sostenibilidad y el cambio de racionalidad están en la base de la promoción y la preservación del medio ambiente de una manera efectiva que respete sus ciclos, para la perpetuación de la vida en la Tierra, con toda su biodiversidad y riqueza ecológica.

5. Conclusiones

Las aspiraciones éticas en la época contemporánea se construyeron a partir del modelo centrado en el consumidor, impuesto por las grandes corporaciones, fortalecido por las acciones y omisiones del Estado e incorporado por la sociedad y las individualidades. La sociedad consumista basa sus acciones en el poder adquisitivo de los individuos y en la satisfacción objetiva de sus deseos materiales y emocionales.

Las acciones de esta sociedad, basadas en racionalidades económicas, tecnológicas y científicas, se preocupan poco por los procesos naturales, ya que el medio ambiente es visto como materia prima apta para la generación de riqueza y producción de bienes.

El uso depredador de los recursos naturales ha provocado y sigue provocando la degradación del medio ambiente, que culminó con el estallido de una crisis ambiental en los años 60 y 70, que persiste hasta hoy. Esta crisis, que es sobre todo una crisis ética, apunta a la falta de respeto y a la desvalorización de las formas de vida, que van en contra de la dignidad humana y de la dignidad de los seres no humanos.

El medio ambiente ha dado muestras de quiebra, con el estallido de catástrofes incluso socioambientales, lo que demuestra la necesidad de hacer esfuerzos para promover la sostenibilidad a través de la construcción de una ética ambiental que converja en la acción conjunta de los pueblos de la tierra, a favor de la salud del mundo.

Los cambios en los paradigmas jurídico-constitucionales como los desarrollados a raíz del movimiento constitucional latinoamericano, con algunas constituciones –como la ecuatoriana– que elevan la naturaleza a sujeto de derechos y valoran las comunidades tradicionales, representan un paso importante en la construcción de la gobernanza para la sostenibilidad. Además, las iniciativas globales, a través de tratados firmados entre Estados soberanos, o incluso los compromisos éticos (soft law) también son relevantes.

Pero para construir una ética de la sostenibilidad es necesario romper las cadenas del consumismo-centrismo, con una concienciación por parte de los individuos y las comunidades, capaz de reconfigurar las instituciones públicas y privadas dentro de un nuevo paradigma.

Lo que se necesita es una implicación de los pueblos de la tierra en sus realidades locales, que concreten valores culturales, democráticos y autónomos y que restablezcan una relación holística y ontológica con la naturaleza y sus ciclos para que se pueda hablar de la construcción de una ética para la sostenibilidad.

6. Referencias

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