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Del gobierno a la gobernanza: una aproximación normativa desde lo posmoderno
From Government to Governance: A Normative Approach from Postmodernity
Nuevo Derecho, vol. Vol. 18, núm. 31, pp. 1-24, 2022
Institución Universitaria de Envigado

La revista Nuevo Derecho (ND) se acoge al modelo de Acceso Abierto en el que los contenidos de las publicaciones científicas se encuentran disponibles a texto completo, libre y gratuito en Internet, por lo tanto, esta revista no cobra valor alguno a los autores por el sometimiento, edición, ni publicación del manuscrito, y a su vez se compromete a difundir los trabajos publicados en servicios de indización de Acceso Abierto. Las opiniones contenidas en los artículos son responsabilidad de sus autores. La revista Nuevo Derecho (ND) autoriza la reproducción de los artículos siempre y cuando se mencione la fuente.

Recepción: 20 Mayo 2022

Aprobación: 28 Noviembre 2022

Publicación: 15 Diciembre 2022

DOI: https://doi.org/10.25057/2500672X.1471

Resumen: Diversos enfoques científicos reconocen un conjunto de elementos constitutivos del Estado moderno, determinantes para su existencia, conservación y perpetuación. El gobierno, como el conjunto de actores, instituciones y procedimientos burocráticos, es uno de ellos. Pero la evolución de este elemento político también ha sufrido las múltiples transformaciones de las últimas décadas. Las fuerzas posmodernas de la economía capitalista, la revolución tecnológica o la cultura del consumo han impactado, impregnado y modificado sustancialmente su naturaleza, estructura y funcionamiento. En este contexto, este artículo indaga sobre la relación entre gobierno y posmodernidad a partir de tres elementos neurálgicos: la eficacia, la organización multinivel y la transferencia de políticas públicas. Para ello, utiliza una metodología propia de la teoría política, particularmente las contribuciones normativas enmarcadas en el macro molde posmoderno y, subsidiariamente, en la teoría del Estado.

Palabras clave: enfoque posmoderno, Estado posmoderno, teoría del Estado, teoría política normativa.

Abstract: Some scientific approaches recognize a number of elements that constitute the modern state as crucial to its existence, preservation and perpetuation. Government, as the sum of actors, institutions and bureaucratic procedures, is one of them. But the evolution of this political element has also undergone the multiple transformations of the last decades. Postmodern forces of the capitalist economy, the technological revolution and consumerism have impacted, permeated, and substantially modified its nature, structure and functioning. This article analyses the relationship between government and postmodernity based on three core elements: efficiency, multilevel organization, and the transfer of public policies. To this end, it uses a methodology specific to political theory, particularly the normative contributions framed in the postmodern macro-model and, secondarily, in the theory of the State.

Keywords: political theory, postmodernity, postmodern State, theory of the State.

1. Introducción

El gobierno, elemento esencial del Estado moderno, ha sufrido el efecto de las transformaciones de la posmodernidad. El ejercicio del poder político de las instituciones y, por consiguiente, su intervención en el proceso de toma de decisiones, han sido sustancialmente influidos por la economía capitalista, la cultura del consumo o la revolución tecnológica. Particularmente, el gobierno tradicional (government), caracterizado por la acumulación del poder decisorio, ha transitado a escenarios más desconcentrados, descentralizados y deslocalizados en donde otros actores, tanto políticos como metapolíticos, tienen una mayor capacidad de deliberación y participación. De esta forma, la gobernanza (governance) se ha constituido en un modelo político arquetípico que busca ser replicado internacionalmente, en Estados desarrollados y subdesarrollados, a partir de tres elementos concomitantes: la eficacia, la organización multinivel y la transferencia de políticas públicas.

En un primer momento, el artículo explica cómo los gobiernos nacionales, so pena de incurrir en costos económicos, políticos e institucionales, han optado por ceder parte de su soberanía decisoria a actores de naturaleza pública o privada. De acuerdo con las nuevas narrativas imperantes, los gobiernos nacionales ya no son las únicas entidades con el conocimiento, la experticia o los instrumentos necesarios para resolver las problemáticas que caracterizan a la sociedad posmoderna, sino que hay una cantidad de actores e instituciones que pueden ser más eficaces para tomar decisiones que satisfagan las necesidades materiales y artificiales de los ciudadanos, ejecutar dichas decisiones arrogándose la responsabilidad política del proceso, o verificar su cumplimiento mediante canales democráticos participativos, ajenos a la infraestructura burocrática clásica del gobierno.

Posteriormente, se analiza la organización multinivel de la gobernanza. Para ello, por un lado, se hace referencia a aquellos actores políticos a los que, a partir de una distribución vertical del poder, se les ha otorgado la titularidad y legitimidad para la toma de decisiones colectivas (por ejemplo, los gobiernos locales, regionales, provinciales o supranacionales); y por el otro, desde una distribución horizontal del poder, se hace mención a aquellos actores metapolíticos que, aunque han sido excluidos tradicionalmente, buscan participar en dicho proceso (tales como las organizaciones internacionales no gubernamentales, las empresas transnacionales, los grupos de presión, entre otros). Todo lo anterior, teniendo como punto de referencia política la coordinación y negociación entre todos los actores decisorios para materializar un proceso deliberativo, participativo y plural.

Por último, se pone en el centro de la reflexión el concepto de transferencia de políticas públicas. Generalmente, esta figura política está asociada a la exportación de prácticas gubernamentales exitosas desde países desarrollados hacia países de las mismas características o, en su defecto, a países subdesarrollados. Sin embargo, desde una postura posmoderna, se evidencia cómo la transferencia de políticas públicas es, en esencia, un instrumento de dominación que busca perpetuar las condiciones inequitativas del sistema político internacional. En palabras sencillas, se examina cómo la transferencia de políticas públicas es un mecanismo para imponer y validar relatos políticos hegemónicos y, a su vez, para invisibilizar aquellos discursos que son más débiles, heterogéneos o minoritarios.

2. Eficacia

Así como con otros términos de las ciencias sociales, sobre la naturaleza, las implicaciones teóricas o las fronteras explicativas de gobernanza hay muchas interpretaciones, opiniones e incluso contradicciones (Richards y Smith, 2002). Aunque en principio puede circunscribirse dogmáticamente a la ciencia política, en la actualidad se utiliza indistintamente en la economía, las relaciones internacionales o la administración pública. En efecto, a lo largo de las últimas dos décadas, la literatura académica ha visto el desarrollo normativo de este objeto de estudio (dotándolo de elementos axiológicos, ontológicos y epistemológicos), así como de otras nociones relativas, que el lenguaje científico ha apropiado e interiorizado, tales como gobernanza multinivel, gobernanza cooperativa, gobernanza global, gobernanza electrónica, entre otras.

En palabras sencillas, la gobernanza es una forma alternativa de ejercer el poder político que antes estaba representado por y concentrado inequívocamente en el gobierno mediante sus dependencias burocráticas (Pierre y Peters, 2018; Schuppert y Zürn, 2009). Es decir, es un macroproceso que involucra la deslocalización, descentralización y desmonopolización de las funciones políticas del ejecutivo y que responde (generalmente mediante políticas públicas) a las necesidades de los nuevos contextos sociales, económicos y culturales propios del mundo posmoderno2, particularmente permeados por la globalización, la revolución tecnológica o la homogeneización cultural. Tal como lo afirman Rhodes (1997) y Pierson (2011), la gobernanza es, ante todo, una forma de autoorganización de las redes institucionales caracterizadas por la interdependencia, el intercambio de recursos, la incorporación de ciertas reglas de juego y el reconocimiento de nuevos actores decisorios, no necesariamente gubernamentales, que ejercen una incidencia particular en el proceso de toma de decisiones colectivas3.

2. Si bien lo posmoderno puede ser un producto lingüístico de la posmodernidad o del posmodernismo, estos conceptos no son equivalentes ni homónimos. Por el contrario, se han forjado como categorías analíticas independientes que abarcan determinados fenómenos de la realidad y que sirven de sustento para comprender, desde varias ópticas, la naturaleza misma de lo posmoderno y sus múltiples manifestaciones, tales como filosofía, paradigma científico, estilo de vida, etc.

3 Para otras definiciones de gobernanza, ver Bevir (2009; 2010), Hale y Held (2018), Levi-Faur (2014), Schuppert y Zürn (2009), Pierre y Peters (2018) y Zürn (2003).

Aunque la mayoría de las posturas analíticas hegemónicas, sobre todo neoinstitucionalistas4, retoman los ejes centrales de esta definición (reconfiguración del entramado institucional, surgimiento de nuevos actores decisorios, coordinación y negociación en la toma de decisiones, etc.), sus explicaciones normativas aún son limitadas. El interés por establecer nuevas instituciones en el orden político, entendidas, en un sentido amplio, como el conjunto de organizaciones, reglas y procedimientos, no se debe solo a la voluntad aislada de algunas naciones o a la tendencia armónica y consensuada del mismo sistema internacional, sino que responde, justamente, a una confrontación axiológica entre los valores monolíticos del Estado moderno y las herramientas tradicionales con que ejerce el poder (principalmente, el imperio de la ley y el monopolio de la violencia), y los nuevos principios y objetivos normativos auspiciados por las fuerzas hegemónicas posmodernas, particularmente, por el capitalismo posindustrializado (Harvey, 1997).

4. Otras posturas explicativas sobre la gobernanza se enmarcan en la teoría de la elección racional, la teoría de sistemas, la teoría de la regulación o las teorías interpretativitas (Bevir, 2007).

Bajo este supuesto económico, la eficacia, y por extensión la competitividad,5 han orientado las interacciones de los mercados globales y el comportamiento de sus agentes económicos y han propiciado y moldeado la transición política del gobierno tradicional (government) hacia la gobernanza (governance). En términos de eficacia, la premisa fundamental es que las sociedades posmodernas, en comparación con sus antecesoras, son extremadamente complejas: lo que antes era sólido, estable y previsible, ahora es líquido (Bauman, 2000), flexible e incierto; por consiguiente, la reacción ante esta nueva realidad por parte de una única autoridad política como el Estado, considerada históricamente como omnipotente, omnipresente y omnisapiente, es insuficiente. Incluso, algunos como Kooiman (1993) o Giddens (2013) sostienen que en la actualidad ningún actor decisorio por sí solo, ya sea público o privado, cuenta con el conocimiento, la información, la experticia o la capacidad de acción total para comprender los problemas de la sociedad contemporánea y, en definitiva, para resolverlos.

5. Como lo explica Cerny (1999, p. 199), la propia naturaleza de la competitividad ha transformado las estructuras políticas de gobernabilidad en estructuras económicas enajenables. En otras palabras, el Estado se ha convertido en un agente económico más en el mercado mundial en busca de incrementar su eficacia, su eficiencia y su efectividad.

Desde esta perspectiva, la complejidad social sería un elemento inversamente proporcional al margen de acción de los Estados y, por extensión, a su capacidad para imponerse como la única fuerza organizativa dominante: cuanto mayor sea el influjo de valores posmodernos en las prácticas sociales (personalización, consumo, elección, etc.), menor será el control de las autoridades políticas (Giddens, 2013). Por eso, mientras que los Estados clásicos monopolizaban sin restricciones lo público y lo privado, los posmodernos son incapaces de intervenir en el fuero interno de los individuos y de agregar sus voluntades a intereses y objetivos colectivos, o dicho de otra forma, el proceso de atomización social y la profunda intervención de fuerzas metapolíticas (económicas, informativas, simbólicas, etc.) ha hecho que los instrumentos clásicos de cohesión, congregación y subordinación sean poco eficaces (Bauman y Bordoni, 2014).

Un análisis más orgánico permitiría afirmar que, en esencia, el problema de la eficacia se puede explicar como un fallo del Estado (State failure) o, en un escenario más extremo, como un Estado fallido (failed State) (Brinkerhoff y Brinkerhoff, 2002; Ferreira, 2008; Jones, 2013; Peters, 2015). A lo largo de la historia moderna, los Estados han ido acumulando atribuciones y funciones que, desde un punto de vista contractualista, han sido concedidas por los mismos ciudadanos con el fin de garantizar la convivencia, la paz, la seguridad, entre otros valores comunitarios (MacIntyre, 2007; Suikkanen, 2020). La administración de justicia, la expedición de leyes, la recaudación de impuestos, la consolidación de cuerpos burocráticos y diplomáticos o la provisión de bienes y servicios públicos son ejemplos de algunos de los deberes que se han endilgado formalmente a los Estados; sin embargo, su incumplimiento implica no solo romper el vínculo de confianza que se ha construido con los mismos constituyentes, sino, además, crear las condiciones para que los reemplacen actores con un mayor desempeño y efectividad (no necesariamente estatales).

Ahora bien, esto no significa que la ineficacia sea, irremediablemente, una característica connatural al Estado posmoderno. El entramado institucional y burocrático tiene ciertas herramientas para que el Estado, en el ejercicio legítimo de su poder, corrija y repare sus propias deficiencias. No obstante, las velocidades de expresión de ambos procesos, el estatal y el social, no son equiparables. En la posmodernidad, persiste la idea de fallo, debido a que el Estado no logra (o no desea) enmendar ágilmente los errores de su propio sistema de funcionamiento e, incluso, cuando logra hacerlo, ya han aparecido nuevas realidades que demandan otro tipo de resultados (Bauman y Bordoni, 2014). Las leyes o las políticas públicas, por tanto, derivadas de largos procesos de formulación, implementación y evaluación terminan siendo, en muchas ocasiones, instrumentos meramente simbólicos o nominativos, ajenos a las realidades que buscan transformar.

En este contexto, la ineficacia no es accidental. El Estado, tanto como en el pasado, puede optar por implementar estrategias para maximizar su desempeño institucional, por ejemplo, mediante la actualización de su ordenamiento jurídico, la ampliación de su personal operativo o la creación de dependencias burocráticas, y, al mismo tiempo, puede elegir (status eligens) mantenerse al margen de cualquier tipo de intervención, concediendo a terceros el ejercicio de sus propias funciones en razón a los costos económicos, políticos o institucionales en los que pueda incurrir. En el primer escenario, existen agentes privados o mixtos con la capacidad y la voluntad de ejecutar ciertas obligaciones estatales (especialmente en la provisión de bienes y servicios públicos) de una manera más eficiente (ya sea reduciendo los costos o maximizando la satisfacción) diferente a como lo haría tradicionalmente el gobierno.

Este desplazamiento orgánico y funcional de lo público a lo privado no se debe a factores aislados, sino que responde, ante todo, a una tendencia ideológica global enmarcada en un momento histórico determinado. Cronológicamente, desde mediados del siglo XX, muchos Estados de bienestar atravesaron graves crisis fiscales producidas, en parte, por el excesivo intervencionismo para la protección de libertades y derechos fundamentales, sociales y colectivos (Joppke, 1987; Moran, 1988). Para el Estado moderno, esto significó un obstáculo importante en su afán por consolidar un desarrollo económico estable y progresivo en la incipiente economía mundial, y lo llevó a implementar ciertas medidas neoliberales fundamentadas en la tercerización, la privatización o la mercantilización. Por ello, a pesar de que la transferencia de competencias representaba en sí misma una cesión parcial de su soberanía, también simbolizaba una forma de responder indirectamente a las crecientes demandas ciudadanas, particularmente, en materia social.

En comparación con modelos políticos previos, las demandas ciudadanas en el Estado posmoderno buscan una mayor participación y cobertura institucional. Anteriormente, las funciones del Estado (entendido en un contexto de bienestar) se reducían al cumplimiento de objetivos básicos, sobre todo, de índole educativa, sanitaria o pensional (Moran, 1988); en el contexto actual, las obligaciones del Estado se distribuyen en un inmenso catálogo de prestaciones, entre las que se destacan la equidad social, la igualdad de género, la participación democrática, el acceso a la información y la comunicación, el capital social, el ocio, la cultura e, incluso, en algunos Estados de bienestar extensivos, la felicidad de sus ciudadanos (Greve, 2010; Pacek y Radcliff, 2008; Rothstein, 2010). Lo anterior, teniendo en consideración que se trata de un movimiento in crescendo mediante el cual, a partir de las dinámicas mismas de la globalización, se han ido consolidando nuevas necesidades ciudadanas que pretenden ser acogidas y satisfechas por el Estado bajo el principio asistencial que le imprime su naturaleza social (especialmente, a los Estados de bienestar).

El resultado es la sobredimensión de la capacidad reactiva del Estado frente a dichas demandas ciudadanas. Siguiendo a Joppke (1987), la protección de derechos individuales y colectivos requiere de recursos financieros que, en definitiva, los Estados deben asumir. Pero dada las configuraciones actuales de las sociedades posmodernas y sus respectivos arquetipos culturales (consumo, personalización, narcicismo, etc.), cumplir con esta labor puede desbordar todo límite presupuestal, más aún, cuando existe una tendencia progresiva a considerar el concepto de necesidad de manera heterogénea, contextual y compleja: su frontera conceptual ya no solo implica la satisfacción de las necesidades básicas indispensables para garantizar la supervivencia, la seguridad y la protección (alimentación, vivienda, salud, etc.), sino también las nuevas necesidades inmateriales, intangibles y artificiales que, paulatinamente, se han ido agregando a la vida cotidiana y, por tanto, se han vuelto exigibles: internet, turismo, crédito, moda, espiritualidad, etc. (Bauman, 2007; Lipovetsky, 2003; Lipovetsky y Charles, 2006).

En el segundo escenario, la ineficacia se justifica con argumentos políticos: la delegación de funciones a terceros implica, asimismo, el traspaso de la titularidad de la responsabilidad política. Tradicionalmente, desde el surgimiento de los cuerpos burocráticos y la separación del poder público en ramas independientes (republicanismo), se le ha endilgado al gobierno la potestad para tomar decisiones colectivas y, respectivamente, para ejecutarlas (Pettit, 1999). Esto se traduce, desde una perspectiva sistémica, en la capacidad para tramitar las demandas ciudadanas de acuerdo con su propio sistema de creencias y valores, que incluye, a su vez, recibirlas, canalizarlas, procesarlas y expulsarlas del sistema político mediante productos tales como leyes o políticas públicas. Así las cosas, el éxito o el fracaso de estas decisiones y su potencial capacidad transformativa de las problemáticas originarias depende única y exclusivamente de las autoridades legítimamente constituidas (Losada Lora y Casas Casas, 2008).

En la posmodernidad, la responsabilidad no es centralizada y uniforme, sino fragmentada (Bevir, 2009). El costo de una decisión política desfavorable ya no lo asume enteramente el gobierno central o sus dependencias burocráticas, sino que se comparte con terceros a los que se les ha concedido la facultad para desarrollar ciertas funciones institucionales. Esto se debe, primero, a que el gobierno ha dejado de actuar como la primera y única autoridad con capacidad de acción en el entramado institucional, dando paso, de esta forma, al reconocimiento político de entidades de naturaleza privada (o mixta) como empresas, consorcios o sociedades; y segundo, a que sus funciones administrativas ya no se circunscriben exclusivamente a la ejecución de las decisiones colectivas, sino, además, a la supervisión de las competencias y funciones conferidas a dichos agentes (Bevir, 2007; Colomer, 2010; Pierson, 2011).

En cualquier caso, la delegación de la responsabilidad en términos pragmáticos tiene consecuencias significativas, especialmente, en lo relativo a los procesos de rendición de cuentas (accountability) (Buntaine, 2015; Greiling y Halachmi, 2010; Hirschmann, 2020; Kirton y Larionova, 2017; McHale, 2015), representación y confianza política. Las relaciones clásicas de poder entre gobernantes y gobernados se afectan sustancialmente por la presencia e injerencia de nuevos actores decisorios que desarrollan actividades, principalmente, de intermediación. Mientras que los modelos políticos clásicos se basan en una relación dialéctica entre ambos extremos (gobernantes ↔ gobernados), en la posmodernidad la relación es, sobre todo, multidireccional (gobernantes ↔ intermediarios ↔ ciudadanos) (Beardsworth, 2015). Por este motivo, el gobierno no está en la obligación de ejercer por sí mismo las funciones que tradicionalmente se le han encomendado (y que puede tercerizar), ni tampoco de resolver las demandas que le exija la ciudadanía en un asunto en particular.

Ante esta circunstancia, la misma ciudadanía ha reaccionado para construir nuevos vínculos políticos que materialicen de manera efectiva los principios de rendición de cuentas, representación y confianza. Las entidades metapolíticas tales como empresas transnacionales, organizaciones no gubernamentales, corporaciones financieras, etc., a diferencia del ejecutivo, pueden responder de una manera más ágil, coherente y consecuente a las múltiples demandas comunitarias, lo que, en últimas, generaría un desplazamiento de la responsabilidad política del gobierno y, de manera colateral, de la legitimidad (y, por extensión, de la aceptación, la preferencia y la transparencia) de los gobernados. En ese sentido, y aún con la pérdida parcial de soberanía que supone, es un escenario ideal para el gobierno, ya que se crean nuevas interacciones políticas ajenas a su marco regulatorio, que reducen sus propias obligaciones con los administrados y, por tanto, sus costos políticos.

Un ejemplo sería la proyección y consolidación de la imagen gubernamental con fines burocráticos o decisorios. Al desplazar parte de sus funciones y, por consiguiente, de su responsabilidad política, el gobierno no tendría que asumir los fracasos de los outputs implementados bajo su jurisdicción, lo que le permitiría contar, eventualmente, con un mayor respaldo ciudadano e institucional. Si en la posmodernidad las decisiones políticas ya no se derivan de la imposición unidireccional del ejecutivo, el apoyo de diversos actores políticos o metapolíticos sería indispensable para su formulación e implementación, más aún, cuando la presencia de dichos actores se ha convertido en un factor determinante en el proceso de toma de decisiones tanto en el nivel central como en los entes descentralizados regionales, provinciales y locales (Colomer, 2010; Pierson, 2011). En definitiva, es un proceso que, de manera pragmática y en relación con los principios en los que se fundamenta, tiene repercusiones significativas en contextos electorales, de deliberación pública, de participación ciudadana, de implementación de políticas públicas, entre otros.

Por último, en el tercer escenario, la ineficacia se justifica con argumentos institucionales. Además de los costos económicos y políticos, las administraciones están sujetas a una serie de procedimientos formales necesarios para la materialización de sus propios objetivos e intereses. Entre ellos, y desde un enfoque posmoderno (Losada Lora y Casas Casas, 2008), se destaca la función de la adaptación burocrática. Como las sociedades contemporáneas se caracterizan por su dinamismo y flexibilidad (Han, 2015; Harvey, 1997; Lipovetsky, 1996), el Estado tiene la obligación de adaptar y actualizar su propio entramado institucional con el fin de reaccionar de una manera más oportuna y precisa ante dichas transformaciones sociales. Esto incluye, en términos abstractos, una reestructuración de los principios y valores fundacionales que orientan toda su actividad política (su filosofía política, su modelo estatal, su forma de gobierno, etc.) y, de modo más pragmático, una modificación de las estructuras burocráticas que ejecutan sus decisiones en todos los niveles operativos (nacional, regional y local).

Para ello, se debe surtir una etapa sine qua non consistente en la identificación y caracterización de las necesidades colectivas materiales y artificiales (Lipovetsky, 2003)6. Sin embargo, en comparación con modelos políticos previos y, adyacentemente, con sus propios contextos históricos, hoy en día esta labor es mucho más compleja de lo que parece. Según Pierson (2011), en el Estado moderno las necesidades colectivas se circunscribían al reconocimiento institucional de ciertos derechos y libertades (fundamentales, económicas, sociales, culturales, etc.), particularmente, a través de instrumentos jurídicos como constituciones, catálogos o declaraciones. El gobierno, por ende, para ser plenamente eficaz, solo debía conferir, de manera paulatina y progresiva, una serie de facultades que le permitieran a los sujetos políticos la realización de su plan racional de vida tanto en la esfera privada (sin la injerencia de ningún tipo de autoridad política) como en la esfera pública (haciendo parte de los procesos de deliberación y de toma de decisiones).

6Para una diferenciación entre estas categorías, ver Lipovetsky (2003).

En la posmodernidad, en cambio, las transformaciones vertiginosas de los sujetos, las estructuras y los procesos han llevado a replantear las funciones del gobierno frente a la satisfacción de las necesidades ciudadanas (Frow, 1997). En un primer momento, surge la siguiente cuestión ontológica: si en la modernidad las necesidades se han satisfecho con el reconocimiento y la garantía institucional de ciertas prerrogativas, en la posmodernidad, cuando la mayoría de estas necesidades han sido cubiertas y los intereses colectivos se han reemplazado por deseos e intereses individuales, ¿cómo debería actuar el Estado? La respuesta exige, a priori, un análisis sobre la naturaleza de las necesidades colectivas a partir de su causa primigenia: la injerencia de las fuerzas hegemónicas posmodernas representadas en la cultura, la economía y las telecomunicaciones.

Con lo anterior, los conceptos de necesidad, sujeto y posmodernidad, en un contexto político, quedan reducidos, en esencia, al deseo de personalización: las necesidades colectivas se fragmentan y distribuyen en múltiples necesidades individuales que reivindican las experiencias, deseos e intereses de los sujetos políticos. Así, a la idea de necesidad comunitaria, concebida de manera uniforme, cohesionada y construida a partir del vínculo político con el Estado-nación, la remplaza categóricamente una suma de necesidades individuales que difícilmente, por su variedad y numerosidad, podrán ser satisfechas completamente. En resumen, mientras el catálogo de prerrogativas y obligaciones de los Estados modernos se reducía a la formalización de las relaciones jurídicas de los ciudadanos (Estado de derecho), a la provisión de derechos básicos y sociales (Estado social de derecho) o a la materialización colectiva del bienestar (Estado de bienestar), en el Estado posmoderno los fines pueden ser inconmensurables.

Por ejemplo, en el Estado de bienestar contemporáneo (una forma de Estado posmoderno) el principio orientador de su actividad política es la felicidad7. Esta noción, de naturaleza eminentemente subjetiva, hace que las demandas ciudadanas sean extremadamente numerosas y disímiles. Ya no basta con la consecución de las obligaciones estatales clásicas que, por cierto, tienen un objetivo comunitario; ahora, el Estado queda comprometido a satisfacer la felicidad individual de sus ciudadanos, hecho que denota un grado de complejidad per se y, al mismo tiempo, de ineficacia institucional. Primero, porque el concepto de felicidad puede llegar a ser excesivamente equívoco, incluso desde las mismas disciplinas científicas que tratan de estudiarlo (Feldman, 2010); y segundo, debido a que el modus operandi de los Estados no se expresa en términos particulares o pragmáticos, sino, todo lo contrario, mediante instrumentos abstractos, generales e impersonales.

7 La literatura académica ha venido reconociendo la consolidación de este nuevo modelo estatal, posterior al Estado de bienestar, cuyo objetivo principal es la satisfacción y materialización de la felicidad de sus ciudadanos. Al respecto, ver Anderson y Hecht (2015), Greve (2010), Pacek y Radcliff (2008), Rothstein (2010), entre otros.

3. Organización multinivel

Uno de los elementos políticos característicos del Estado moderno es su gobernabilidad centralizada. Esta idea, grosso modo, alude a la concentración desmesurada del ejecutivo, particularmente del orden nacional, de ciertas competencias necesarias para la formulación, implementación y evaluación de decisiones colectivas en el sistema político (Pierson, 2011). Aunque existen narrativas modernas que han fomentado y desarrollado la descentralización y deslocalización del poder como el republicanismo, el federalismo y el parlamentarismo, en este modelo estatal la figura del gobierno central (en contraposición a los gobiernos provinciales, regionales o locales) sigue ocupando un rol preponderante. Esto se traduce, en palabras sencillas, en que no existe ningún tipo de reconocimiento formal de otros actores políticos o metapolíticos habilitados para participar en el proceso de toma de decisiones colectivas, así como tampoco de transferencia de competencias o funciones a terceros con este fin.

En la posmodernidad, la gobernanza multinivel8 desplaza a la gobernabilidad centralizada. Partiendo de la premisa de la complejidad social en la que se desenvuelven y de su propia incapacidad reactiva (Giddens, 2013), los gobiernos se han visto obligados a reconfigurar el entramado institucional al que pertenecen, en especial, modificando sus propias atribuciones políticas con fines decisorios. En este contexto, la gobernanza multinivel puede comprenderse como la dispersión de la autoridad central en diversos escenarios políticos que permiten la inclusión de nuevas instituciones, actores y procesos decisorios (Bache y Flinders, 2005; Schakel et al., 2015; Tortola, 2017), y cuyo marco de acción se desarrolla en un sentido perpendicular: verticalmente, se expresa como una reconfiguración institucional del poder que se distribuye únicamente entre entidades político-administrativas de diversa jerarquía, por ejemplo, autoridades locales, regionales o supranacionales; y horizontalmente, se manifiesta como un proceso que incluye la participación de actores ajenos a la voluntad estatal (movimientos ciudadanos, opinión pública, agentes privados, etc.) en la toma de decisiones colectivas.

8 Se habla de desplazamiento y no de supresión porque la idea de poder gubernamental no desaparece, se distribuye a través de nuevos escenarios de acción auspiciados por el surgimiento de nuevas estrategias, dispositivos, instrumentos y tecnologías (Kennett, 2008).

En principio, y como su nombre lo indica, la gobernanza multinivel deslocaliza el poder decisorio del gobierno en otras autoridades periféricas. Si bien es cierto que los Estados federales (como uno de los modelos prototípicos del Estado moderno, según su organización territorial) han experimentado una mayor desconcentración del poder, esto no significa que hayan implementado, ipso facto, un paradigma de este tipo de gobernanza9. La relación, en este caso, es netamente dialéctica y corresponde a una distribución centrípeta del poder, es decir, un grupo de Estados deposita la representación política de sus propios intereses en una entidad federal que, una vez constituida, concede de regreso competencias, funciones y atribuciones (Pierson, 2011). Por consiguiente, los únicos dos protagonistas en este sistema político quedan reducidos al gobierno federal, encargado de realizar las tareas que le han encomendado taxativamente los estados federados, y al gobierno estatal, del cual emana todo poder político y que conserva para sí ciertas facultades de autogobierno.

9.Algunas diferencias importantes entre federalismo y gobernanza multinivel se pueden encontrar en Lachapelle y Oñate (2018).

Contrario a lo anterior, en la gobernanza multinivel la fragmentación jerárquica supera los límites de los sistemas organizativos clásicos (tanto del centralismo como del federalismo) y de sus propias instituciones políticas. Es claro que la injerencia del gobierno nacional sigue siendo hegemónica (al fin y al cabo, es el principal agente político dentro del sistema de Estados), sin embargo, los principios y funciones de responsabilidad, ejecución y desarrollo ya no se concentran en un solo punto de poder: se diseminan a lo largo del entramado institucional de acuerdo con las necesidades colectivas que se deban resolver, necesidades que se convierten en demandas ciudadanas que persiguen, a su vez, la intervención de nuevos agentes institucionales, aparte del gobierno central, que sean capaces de coordinarlas, tramitarlas y solventarlas eficazmente. De este modo, surgen en escena autoridades de diversos niveles administrativos, entre ellas, las más importantes, los gobiernos locales y los gobiernos supraestatales.

En el primer escenario, los gobiernos locales se erigen como la autoridad política más próxima y confiable al ciudadano capaz de reparar, consolidar o incluso reconstruir su vínculo político con el Estado-nación10. Como se sabe, las necesidades ciudadanas en la posmodernidad pueden llegar a ser ambiguas y equívocas. Por esta razón, la labor de dichos gobiernos es ser el primer filtro institucional encargado de canalizar (y develar) dichas demandas, y actuar de manera diligente para su satisfacción. En teoría, son los encargados de propiciar y coordinar los entornos de interacción social más restringidos, por lo menos de manera territorial, donde convergen primordialmente los agentes políticos por naturaleza, es decir, los ciudadanos y los nacionales, pero además, donde interactúan otros actores y fuerzas posmodernas (la opinión pública, las empresas transnacionales, las organizaciones sin ánimo de lucro, los medios de comunicación, entre otros) que influyen tanto en los procesos sociales, culturales o económicos (consumo, espectáculo, ocio, etc.), como en el de toma de decisiones (Kooiman, 1993).

10. Para otras definiciones y atribuciones del gobierno local, ver Chandler (2001) y Stoker (1991).

En el segundo escenario, aparecen de manera protagónica los gobiernos supraestatales. Con ocasión de los conflictos bélicos y las dinámicas de la globalización (posfordismo, neoliberalismo, etc.) surgidas en el siglo XX, los gobiernos nacionales optaron por ceder parte de su soberanía decisoria con el objetivo de gozar de cierto margen de estabilidad política y económica (Harvey, 1997). Hoy en día, un gran número de las decisiones que toman los Estados, contrariando la figura omnipotente del Estado- nación como suprema autoridad política, proviene, precisamente, de organizaciones internacionales gubernamentales tales como la ONU, la OEA, la UE, la OMC o la OCDE. En ese sentido, representan los grandes ideales y narrativas posmodernas de integración, cohesión y homogeneización, que surgen como parte de la cosmovisión occidental de la realidad bajo la cual el resto de las comunidades políticas deberían agregarse y supeditarse; en resumidas cuentas, no son más que escenarios de homogeneización política (y jurídica) que buscan expandir, prototipar e imponer una sola explicación (racional, uniforme y verdadera) del poder11.

11. La posmodernidad apunta a una idea más compleja: si se piensa como un momento histórico (ya que puede dar lugar a otras interpretaciones) en ningún caso puede proyectarse como un proceso lineal, absoluto o totalizador. Contrario a ello, es una experiencia que, si bien es global, se manifiesta con fuerzas, magnitudes y tiempos sui generis alrededor del mundo (Hassan, 2001)

Ahora bien, la gobernanza multinivel no se reduce exclusivamente al reconocimiento de agentes e instituciones administrativas o gubernamentales supra o infranacionales12.

12. En palabras de Jessop (2002), la arena política contemporánea se caracteriza, ante todo, por una complejidad desestructurada que no se remite únicamente a los gobiernos nacionales; por el contrario, se extiende a diversos actores decisorios que pueden proveer servicios de gobernanza en diversas combinaciones: organismos

Se sabe que la posmodernidad, antes que poseer un carácter político, es un fenómeno heterogéneo que supera los contextos o intereses públicos. Por este motivo, es lógico que actores de diversa naturaleza coincidan y ejerzan cierto grado de influencia en el funcionamiento del sistema político, pudiendo llegar a convertirse en un elemento integral e imprescindible de este último. En consecuencia, los valores, principios y reglas propios del sistema político, que son imprescindibles para la canalización de las demandas ciudadanas y la formulación e implementación de outputs, ya no responden irremisiblemente a las causas políticas que los crean, los modifican y los suprimen; ahora, pueden derivar de múltiples fuentes que se manifiestan a través de agentes, instituciones y procesos sociales, culturales, económicos o tecnológicos.

Desde el plano social y cultural, la sociedad posmoderna habilita la existencia y participación de referentes políticos no hegemónicos en términos de igualdad. Sin desconocer sus respectivas excepciones, las clasificaciones dominantes no operan según principios y connotaciones tradicionales tal y como ocurría en otros modelos estatales (escenarios, claro está, en donde se legitimaba abiertamente la segregación y discriminación de ciertas comunidades por sus creencias ideológicas, religiosas, sexuales, etc.). En contraste, auspiciados por los avances y las tendencias democráticas de las últimas décadas, en la mayoría de Estados posmodernos (occidentales, capitalistas y posindustriales) los procesos de inclusión social son un requisito para la subsistencia y equilibrio del mismo sistema político, fundamentado axiológicamente en la pluralidad y la multiculturalidad: todos (por lo menos hipotéticamente) poseen los mismos derechos, garantías y libertades para ser reconocidos como sujetos políticos, para defender sus intereses individuales y colectivos, y, ante todo, para hacer parte del conjunto de procesos interdependientes que involucra la globalización. Ejemplo de estos actores serían las minorías sociales, étnicas o sexuales, los movimientos o grupos ciudadanos, los sindicatos y asociaciones sociales, las comunidades religiosas, entre otros.

Y desde el plano económico y tecnológico, gracias a fenómenos como la transnacionalización de los mercados, la consolidación del capitalismo posindustrializado o la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación, se ha facilitado, diseminado y liberalizado el acceso a los procesos y canales decisorios. El desplazamiento cualitativo hacia estas dimensiones no es más que la representación simbólica y material, como ya se ha dicho, de la incapacidad del gobierno para cumplir sus tareas más esenciales. Ante esta realidad, el capital y la tecnología se han convertido en dispositivos de poder más eficaces para congregar, cohesionar y supeditar a los ciudadanos a un solo proyecto mancomunado, para crear arquetipos políticos de identidad y para canalizar sus respectivas demandas y apoyos. Así las cosas, el gobierno se ve abocado no solo a la existencia de espacios paralelos de participación, en donde tiene lugar parte del procesamiento de las decisiones colectivas, sino también a la intervención de nuevos actores decisorios como las empresas transnacionales, los consorcios, las sucursales y las filiales internacionales, los medios de comunicación, entre otros.

internacionales gubernamentales (OIG), organismos internacionales no gubernamentales (ONG), empresas o la sociedad civil.

Independientemente de su naturaleza pública o privada, en la gobernanza multinivel la presencia de estos nuevos sujetos ha despojado al gobierno central de su propia hegemonía decisoria. Bajo estas circunstancias, su participación en el sistema político ya no se expresa en términos imperativos, absolutos e incontrovertibles; desde una perspectiva horizontal, el gobierno central es otro actor más que interviene en el intrincado proceso de toma decisiones, que propicia (o que debe propiciar) la imparcialidad, neutralidad e igualdad de los procedimientos institucionales y que comparte, más por coerción de las fuerzas posmodernas que por voluntad propia, parte de su soberanía decisoria. En definitiva, las funciones gubernamentales se ven impelidas a una transformación progresiva en donde no se limiten únicamente a la formulación, implementación y ejecución de outputs; por el contrario, que se extiendan a la coordinación de espacios participativos y a la negociación entre actores políticos y metapolíticos (Bevir, 2009, 2010; Colomer, 2010; Levi-Faur, 2014a).

Por una parte, la coordinación hace referencia a la deslocalización (criterio territorial), desconcentración (criterio funcional) y descentralización (criterio institucional) de los métodos e instancias participativas en el sistema político. Históricamente, con la consolidación del Estado moderno como forma arquetípica de organización política, estos escenarios se habían desarrollado en función de la representación democrática, ya fuera del orden parlamentario o ejecutivo. Los ciudadanos, de esta forma, solo participaban de manera indirecta a través de la elección de sus representantes que, en últimas, eran los encargados de encauzar, defender y materializar los intereses de aquellos. No obstante, la gobernanza multinivel busca proporcionar nuevas plazas públicas coordinadas por el mismo gobierno, no necesariamente de naturaleza electoral, en donde los ciudadanos (y otros actores decisorios) puedan ejercer un rol más directo y activo en el proceso de toma de decisiones.

En teoría, se trata de un desplazamiento desde un modelo democrático representativo hacia uno participativo (Fisher, 2014; Heinelt, 2018; Walker y Shannon, 2011)13. Esto implica que el Estado no se debe conformar con el aseguramiento y protección de procesos electorales libres, transparentes y recurrentes (ya sea en el ámbito local, regional, nacional o, inclusive, internacional) o de mecanismos de control, limitación y contestación al poder (acción de constitucionalidad, acción de amparo, revocatoria de mandato, habeas corpus, etc.); en cambio, debe estructurar nuevos espacios de concertación, deliberación y participación que estrechen la relación entre los sujetos políticos (no necesariamente ciudadanos, por ejemplo, empresas, sindicatos, medios de comunicación, etc.) y el propio gobierno. El propósito, en concreto, no recae en la idea utópica de materializar una democracia directa (Dahl, 2020)14 (auspiciada por los avances tecnológicos, informativos y comunicativos) en donde todos puedan participar sin restricciones de lo público, sino, más bien, busca ampliar las esferas de incidencia de actores no-estatales (y, por ende, no-hegemónicos) en el proceso de toma, ejecución y control de decisiones colectivas.

13. En efecto, la literatura académica ha acuñado el concepto de participatory governance para referirse a la implementación de mecanismos democráticos que permiten la inclusión de los ciudadanos en el proceso de elaboración de políticas públicas (Fischer, 2014; Heinelt, 2018; Walker y Shannon, 2011).

14 La democracia directa puede entenderse como aquella que ejercían tradicionalmente todos los ciudadanos de una unidad política, tal como ocurría en la antigua Grecia (Dahl, 2020).

Al respecto, algunos referentes paradigmáticos (que, de hecho, han sido replicados internacionalmente) son los foros ciudadanos, los presupuestos participativos, los comités de planeación local, entre muchos otros. Aunque cada instancia participativa posee sus propias características y finalidades, es importante resaltar que la mayoría de ellos surgen, paradójicamente, por voluntad política: por una parte, el gobierno, ya sea el central, el territorial o el local, reconoce que aún con sus poderes monopolizadores ejercidos sobre la población y el territorio, le es extremadamente complejo regular los comportamientos sociales influidos por las fuerzas posmodernas; y por el otro, una tendencia e influencia global, particularmente ejercida por la mayoría de Estados occidentales, capitalistas y políticamente estables, lo obliga a considerar los instrumentos participativos como prácticas imprescindibles (o buenas prácticas) para la consolidación económica, social y democrática.

A su vez, la negociación alude a la forma en la que el gobierno está obligado a concertar con actores de diversa naturaleza y procedencia (sociales, económicos, políticos, etc.) con el ánimo de conducir exitosamente, y llevar hasta su finalización, el proceso de toma de decisiones (Bevir, 2007; Pierson, 2011). En el Estado posmoderno las decisiones no son unilaterales, por el contrario, responden a una dinámica de constante interacción, proposición y retroalimentación de las partes intervinientes, en donde el rol del gobierno central no se circunscribe irrestrictamente a la imposición de sus propios intereses. Más que gobernar, controlar o monopolizar, el objetivo de los agentes gubernamentales es ejercer un poder indirecto sobre todas las instituciones y actores decisorios (entidades burocráticas infranacionales, ciudadanos, empresas, grupos de presión, etc.), arrogándose funciones de supervisión, inspección y vigilancia que toman particular relevancia en, al menos, tres escenarios diferentes.

Primero, y con base en determinados postulados pluralistas, el gobierno tiene la obligación de garantizar una participación abierta, igualitaria y neutral para todos los actores interesados. Esto significa que, contrario a los argumentos del elitismo en que el Estado es un objeto instrumental de ciertos grupos hegemónicos, las actuaciones gubernamentales deben estar enmarcadas bajo el principio de la igualdad democrática. Por tanto, ninguno de los actores decisorios, ni si quiera del gobierno, debe sobre pasar sus propios márgenes de acción, ya sea supeditando, alienando o constriñendo a los demás sujetos a sus intenciones o deseos particulares. En este escenario, las facultades concedidas por el gobierno prohíben que un actor determinado tenga un poder decisorio absoluto e ilimitado; en contraste, todos los actores ejercen funciones de control frente a las actuaciones de los demás participantes con el ánimo de garantizar el equilibrio y la legitimidad democrática del mismo proceso.

Segundo, tiene el deber de asegurar que los principios, reglas y procedimientos decisorios sean acatados y respetados por cada uno de los intervinientes en el proceso con el fin de garantizar una correcta y deseable deliberación entre ellos. La consecución del bien común solo es posible si los intereses decisorios se encauzan mediante plataformas de expresión en las que se les reconozca su propia validez discursiva y se les proporcione un espacio de confianza, legitimidad y neutralidad para la toma de decisiones. Por ello, el gobierno, más que imponer, obligar o sugestionar, debe velar por que toda instancia participativa posea reglas de juego inteligibles y universales que permitan la inclusión tanto de actores políticos como metapolíticos y, correlativamente, la manifestación en términos de igualdad de sus ideas, argumentos o proposiciones; en resumen, reglas de juego fundamentadas en la pluralidad democrática que procuren la participación e incidencia decisoria de relatos no-hegemónicos, como, por ejemplo, las de grupos minoritarios, movimientos ciudadanos, organizaciones civiles, entre otras.

Y tercero, tiene la obligación, una vez tomadas las decisiones, de cumplir cabalmente con su ejecución y verificación a lo largo del tiempo. A diferencia de los demás actores decisorios, el gobierno central sigue contando con las herramientas institucionales para la implementación efectiva de las decisiones colectivas, como la expedición de normas aplicables, la ordenación presupuestaria del gasto o el despliegue del capital humano (claro está, cuando no ha tercerizado la ejecución de dichas decisiones en instituciones de naturaleza privada); y, paralelamente, es el principal encargado de verificar el estado de ejecución de dichas decisiones a través de actuaciones de supervisión, evaluación, rendición de cuentas, entre otras. En cualquier caso, son funciones que, aunque se le encomiendan principalmente por su capacidad operativa o, incluso, por su tradición, puede delegar, transferir o compartir con agentes públicos o privados (veedurías ciudadanas, organizaciones sin ánimo de lucro, entidades mixtas, etc.) con el ánimo de consolidar los procesos decisorios.

4. Transferencia de políticas públicas

Una de las características neurálgicas de la actividad gubernamental, durante el auge del enfoque posmoderno, es su capacidad de transferencia. Grosso modo, este concepto hace alusión a la diseminación de ideas, valores, normas o procedimientos, especialmente de naturaleza política, que buscan ser replicados, implementados o adoptados en contextos ajenos de donde fueron originalmente desarrollados (Evans, 2017; Hadjiisky et al., 2017). En términos institucionales, particularmente en lo que concierne a los outputs del sistema político, se relaciona con la capacidad que tienen ciertos Estados (denominados exportadores) para transferir o difundir, ya sea de manera parcial o total, sus políticas públicas o alguno de sus elementos constitutivos. Esto incluye, por ejemplo, no solo aquellos componentes esenciales con los cuales fueron formuladas dichas políticas (objetivos, contenidos o estructuras), sino también las experiencias (lecciones positivas o negativas), los instrumentos (técnicas políticas o administrativas) o los programas (conceptos, ideologías, actitudes) asociados a estas (Dolowitz y Marsh, 1996).

Desde un enfoque posmoderno, la transferencia de políticas públicas es una reacción concomitante al proceso de globalización que, a su vez, fragmenta el poder y la injerencia monopolística del gobierno central en la toma de decisiones colectivas. Este proceso supedita la voluntad de los gobiernos a las tendencias políticas globales (que se extienden, incluso, a otras dimensiones hegemónicas en lo económico, lo cultural, lo informacional, etc.), que son definidas lejos de su propio margen de acción (generalmente, por fuera de sus fronteras geopolíticas y administrativas) y que representan la consolidación de un escenario universal en donde los gobiernos comparten las mismas necesidades y, mancomunadamente, reaccionan con los mismos instrumentos burocráticos. Por ende, estos ya no son unidades políticas aisladas, autónomas y autosuficientes absolutas e incontrovertibles: ahora, responden a un espíritu de convergencia global cuyo objetivo principal es la homogeneización de sus instituciones, actores y procesos.

Prima facie, este proceso de transferencia se circunscribe a un plano pragmático en donde se importan decisiones que buscan regular un fenómeno político, resolver una problemática social o canalizar determinadas demandas ciudadanas. No obstante, sus consecuencias reales son mucho más complejas y trascienden la formalidad procedimental de la elaboración, implementación y evaluación de políticas públicas. Cuando se importa una decisión desde otros escenarios políticos, se está incorporando, paralelamente, un conjunto de elementos axiológicos, simbólicos e identitarios que responden a un contexto, a unos objetivos y a unas necesidades particulares generadas, en especial, por las dinámicas de la globalización. Por consiguiente, son elementos que no necesariamente terminan compaginando con el sistema político receptor (o en palabras técnicas, que no son convergentes [Bennett 1991]) sino, más bien, que terminan fragmentándolo a partir de la imposición de nuevos arquetipos, relatos y significados colectivos.

Como se puede inferir, este desplazamiento de lo nacional a lo global no ocurre de manera armónica. Surge, en cambio, en un contexto conflictivo que es connatural a todo proceso de transferencia. En principio, la implementación de políticas públicas (desde una perspectiva interna y unidireccional) es el resultado de un largo procesamiento institucional en el que el gobierno ejecuta cierto tipo de decisiones, fundamentado en su propio sistema de creencias, valores y principios. Al adoptar decisiones foráneas, los agentes gubernamentales entran en una encrucijada tecnocrática, pues deben valorar de igual forma los supuestos normativos sobre los cuales dichas decisiones fueron tomadas y si estos están en consonancia con su propio conjunto axiológico. En esta dicotomía, por la gran influencia de las fuerzas posmodernas, los componentes asociados a las políticas externas terminan imponiéndose sobre las internas, privilegiando los intereses del sistema globalizado y de sus actores protagónicos.

Así las cosas, la transferencia de políticas públicas no ocurre en un sentido multidireccional, se manifiesta exclusivamente a través de los modelos top-top o top-down (Stone et al., 2020). En el primero de ellos, la relación es entre Estados paradigmáticos (o también denominados desarrollados o del primer mundo), caracterizados por economías capitalistas posindustriales, democracias estables y consolidadas, altos niveles de transparencia y confianza política, una amplia participación ciudadana, entre otros indicadores. Los contextos de estos Estados no difieren sustancialmente entre sí, pues todos comparten una cosmovisión uniforme de la realidad que les atañe; por esta razón, el proceso de transferencia es extremadamente homogéneo y sirve como un instrumento ideológico para reafirmar sus propias narrativas sobre el sistema político internacional y, ante todo, para validar su propia injerencia como actores decisorios hegemónicos. En síntesis, por su conocimiento, experiencia y estatus, son ellos los que determinan las decisiones arquetípicas que se deben replicar internacionalmente y el conjunto de valores en los cuales se deben estructurar.

Por su parte, en el modelo top-down la relación entre Estados es asimétrica. Los Estados paradigmáticos, por su posición jerárquica superior, son los que exportan las políticas públicas a los Estados subdesarrollados (también denominados en vía de desarrollo o del tercer mundo). Estos últimos, que se caracterizan por contextos frágiles y volátiles, buscan emular las decisiones de aquellos con el fin de alcanzar sus niveles de progreso, desarrollo económico y calidad de vida. Ahora bien, en la práctica, los resultados esperados no son del todo prometedores. Realmente, la transferencia de políticas públicas, por sí sola, es una herramienta incapaz de modificar la naturaleza desigual e inequitativa del sistema político internacional, concentrado en el poder de unos pocos Estados ni de otorgar a los Estados receptores (o incluso a otros actores políticos o metapolíticos del orden nacional) una facultad decisoria real que les permita autónomamente acoplar a su propio contexto las decisiones que les sean más favorables.

En resumidas cuentas, aunque no se desconocen sus eventuales consecuencias positivas (Fawcett y Marsh, 2012; Ugyel y Daugbjerg, 2020), la transferencia de políticas públicas, por lo menos desde el posmodernismo, no es más que un instrumento de dominación y exclusión hacia los Estados más débiles. En teoría, y con ocasión de la reivindicación democrática en la mayoría de los Estados del mundo, debería tratarse de un proceso pluralista, participativo y multidireccional en donde todos los actores políticos y metapolíticos puedan hacer parte de manera igualitaria de la definición de la agenda decisoria internacional. Lo que ocurre, en contraposición, es que la transferencia de políticas públicas es, en esencia, un escenario de lucha de poderes en el que se busca imponer, desde posiciones dominantes, una narrativa universal que pretende invisibilizar a las demás. En este juego tienden a ganar los relatos provenientes de contextos predominantes y hegemónicos, auspiciados por las grandes plataformas de poder y que, en última instancia, terminan moldeando los marcos políticos globales y, por extensión, los nacionales.

En un sentido más práctico, se trata de la exportación de un paradigma de gobernabilidad exitoso fundamentado en dos principios básicos que, de igual forma, deben compaginar con la filosofía de la sociedad globalizada: la sistematización burocrática y el saber hacer de los agentes decisorios. Se afirma, en un primer momento, que la transferencia de políticas públicas solo es posible si el Estado receptor cuenta con la facultad para armonizar las estructuras y procesos de su propio sistema político con las lógicas transnacionales. Esta disposición conlleva, por ejemplo, la pertenencia formal a organismos o instituciones internacionales gubernamentales, comerciales, sociales, entre muchos otros (ONU, OEA, UE, OMC, etc.); la reorganización y actualización de los sistemas jurídicos nacionales para cumplir con las obligaciones internacionales contraídas (tratados, pactos, convenios o convenciones); la supeditación a las políticas monetarias mundiales orientadas por los grupos económicos hegemónicos (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, GATT, etc.); o, la implementación de políticas de buen gobierno o buenas prácticas auspiciadas por corrientes neoliberales (flexibilización laboral, privatización, nueva gestión pública o new public managment, etc.).

Por su parte, en el proceso de emulación, a los Estados subdesarrollados les resulta extremadamente difícil contar con las mismas condiciones y capacidades institucionales de los Estados exportadores, hecho que se traduce en la incapacidad de sistematizar armónicamente su orden político interno con las dinámicas globales. La relación asimétrica en este escenario es evidente: los recursos físicos, económicos y humanos de un Estado receptor son mucho más limitados que los de los Estados proveedores. Por esta razón, las políticas que nacen en el seno de la filosofía de la globalización poseen una ventaja superlativa, precisamente, para unidades políticas que puedan organizar, estructurar y acoplar fácilmente sus entidades y procesos burocráticos a los estándares internacionales. La sanción, en cambio, para aquellos que no logren este cometido consiste en perpetuar las problemáticas propias del subdesarrollo (pobreza, hambre, violencia, etc.) o, como si fuera poco, a ocupar roles inferiores en el diseño de políticas decisorias internacionales de impacto global15.

15. Una teoría económico-política que respalda el argumento de cómo el sistema político internacional es extremadamente desigual, es la denominada retirar la escalera o kicking awaythe ladder de Chang (2002).

En un segundo momento, el proceso de éxito en materia de transferencia depende directamente del saber hacer de los agentes decisorios. Este concepto parte del supuesto de que los Estados paradigmáticos han llegado a escenarios contemporáneos de progreso político, económico y social, en parte, gracias al conocimiento y a la experiencia que han obtenido a lo largo de su evolución institucional. El saber hacer, entonces, hace referencia al conjunto de instrumentos, saberes y percepciones, tanto cognoscitivos como empíricos, que les permite a los gobernantes tomar las mejores decisiones posibles (Radaelli, 1995). Ello involucra el reconocimiento de las problemáticas contextuales, la identificación de posibles alternativas, la selección de la decisión o el conjunto de decisiones y, claro está, su correspondiente ejecución y evaluación. No obstante, es una facultad que los Estados exportadores han consolidado a partir de sus experiencias particulares y que, con ocasión del fenómeno de la globalización, se ha convertido en un modelo universal.

El mundo posmoderno es, en esencia, complejo. Los gobiernos tradicionales, en su mayoría, no cuentan con los instrumentos necesarios para descifrar, regular y sobre ponerse ante una realidad incierta y volátil. El sistema político internacional, por tanto, reivindica la incorporación de esta serie de conocimientos y prácticas provenientes de países arquetípicos con el fin de que los grandes ideales y objetivos contemporáneos sean alcanzables para todos, sin ningún tipo de limitación. El problema radica en que dicha incorporación, automáticamente, genera efectos colaterales: la segregación, discriminación y relativización de otras formas de pensamiento, generalmente, las periféricas, no-hegemónicas o minoritarias. Dicho de otro modo, los Estados paradigmáticos fundamentan sus decisiones en un saber hacer intrínseco que responde a una forma particular de concebir, comprender y explicar su propia realidad política que, a través de las múltiples plataformas de poder que sustenta la globalización, busca replicarse de manera universal.

Los Estados receptores, por ende, deben aceptar, interiorizar y acoplar dicho conjunto de conocimientos y experiencias a su propio sistema político para garantizar el éxito de las políticas foráneas en sus territorios. En el fondo, se trata de otro instrumento de dominación que, esta vez, no se circunscribe a la transformación del aparato sistémico del Estado (como ocurre en la sistematización burocrática), sino a la conciencia, personalidad e ideología política de los actores decisorios que pertenecen a él. La historia, el lenguaje, la religión o la tradición son muestra de ello: símbolos colectivos que han servido para cohesionar a las comunidades en torno a una esfera de representación común (el Estado-nación) y que son desplazados y reemplazados por la utopía de un proyecto político global (el mundo globalizado).

En cualquier caso, ya sea con relación a la reestructuración funcional del sistema político o a la alienación de los actores decisorios que actúan en él, la respuesta de los Estados receptores es apenas nula. Como ocurre con otros fenómenos posmodernos (personalización, individualismo, consumismo, etc.), la transferencia de políticas públicas es, por naturaleza, un dispositivo de dominación fundamentado en la imagen ilusoria de la elección (status eligens). En palabras coloquiales, el principio de soberanía, característico de los modelos estatales contemporáneos, le otorga al propio Estado la capacidad para tomar sus propias decisiones, razón por la cual, desde un punto de vista taxativo, ninguno de ellos se vería obligado o constreñido a transferir políticas públicas externas a su propio sistema político. Más aún, como la literatura académica reconoce, la transferencia de dichos instrumentos puede ser voluntaria y discrecional (Dolowitz, 1998; Dolowitz y Marsh, 1996; Rose, 1991); esto significa que, en principio, el Estado, a través de sus agentes decisorios, posee la titularidad, autoridad y legitimidad para incorporar libremente una determinada política pública.

Sin embargo, la configuración hermética del sistema político internacional, la distribución desigual de los poderes decisorios y la interacción sugestiva de las fuerzas posmodernas reducen significativamente el margen de acción de los Estados. En definitiva, el progreso social, el desarrollo económico o la calidad de vida dependen no solo de las capacidades institucionales, económicas o burocráticas de estos últimos, sino, casi de manera inexorable, de su grado de vinculación y contribución al sistema político internacional. Por este motivo, los Estados son conminados a implementar decisiones, no solo de naturaleza política, en las que demuestren un compromiso real para la preservación del statu quo global y la materialización de sus elementos normativos constitutivos. Un ejemplo de ello sería la adherencia a organismos internacionales gubernamentales, la adscripción a sistemas internacionales de protección de derechos, la firma y ratificación de tratados de libre comercio, la disminución o supresión de medidas proteccionistas, la participación en el sistema monetario mundial, entre otras.

Ocurre lo contrario cuando los Estados deciden rechazar o contradecir las políticas públicas externas para priorizar sus propios modelos decisorios. En estos contextos, la reacción de la comunidad internacional se exterioriza en términos sancionatorios toda vez que la transferencia de políticas públicas es concebida, ante todo, como un instrumento imprescindible para la construcción de referentes identitarios universales o, en términos posmodernos, como una plataforma de poder necesaria para la consecución de los intereses del modelo político globalizado, democrático y capitalista. En consecuencia, en vez de propiciar la adhesión a un sistema decisorio exitoso, homogéneo y cooperativo, lo que se busca es la supresión de la capacidad de injerencia de los Estados reticentes o, en un escenario más distópico, de su expulsión16. Por eso, toda contradicción a los cánones normativos del sistema político internacional (comunismo, islamismo, totalitarismo, etc.) son debidamente reprochados o castigados, verbigracia, a través de sanciones diplomáticas, económicas, jurídicas, etc.

16. Para un desarrollo teórico de este concepto desde la filosofía posmoderna, ver Han (2015; 2018).

5. Conclusiones

Los cambios vertiginosos de la sociedad posmoderna no se circunscriben exclusivamente a la dimensión económica, social o cultural; por el contrario, se extienden a lo político y, particularmente, al campo de lo decisorio. En modelos estatales previos (Estado moderno), el gobierno nacional había concentrado de manera hegemónica la capacidad, autoridad y titularidad absoluta para la toma de decisiones colectivas. Este proceso llevaba a cabo con fundamento, primero, en su propio sistema normativo (principios, valores y reglas) sin tener en consideración los intereses u objetivos de otros actores políticos o metapolíticos; y segundo, en su propio conocimiento y experiencia institucional que tradicionalmente lo había legitimado como el principal actor decisorio. No obstante, en el Estado posmoderno este monopolio se ha fragmentado por el surgimiento de nuevos actores que, a su vez, han reclamado y reivindicado el derecho de participar en este proceso político.

Aunque el poder del gobierno central no se ha suprimido por completo, sí se ha diseminado a lo largo de su entramado institucional (distribución vertical) y por fuera de este (distribución horizontal). De este modo, se han concedido a diversos sujetos, tanto de naturaleza pública como privada, las competencias políticas necesarias para incidir e intervenir en todo el proceso de toma de decisiones colectivas, lo que incluye, por supuesto, la elaboración, ejecución y verificación de outputs. Sin embargo, por las naturalezas disímiles de los actores intervinientes, este proceso participativo no se lleva a cabo de manera armónica, todo lo contrario, en él confluyen diversas percepciones, intereses y relatos que buscan sobreponerse los unos sobre los otros. Por tanto, en esta nueva arena política, caracterizada a su vez por la igualdad democrática, la imparcialidad institucional y la participación pluralista, los protagonistas decisorios se ven obligados a la deliberación, la concertación y la negociación para llegar a consensos colectivos.

En cualquier caso, es claro que la gobernanza es una reacción institucional que surge ante la complejidad de la sociedad contemporánea. Ningún actor por sí mismo, ni si quiera el gobierno central, es capaz de brindar soluciones efectivas a las problemáticas enmarcadas en la posmodernidad o tramitar acordemente el innumerable cúmulo de necesidades materiales e inmateriales que se demandan tanto individual como colectivamente. Lo que se propone como respuesta, por ende, es un modelo prototípico de éxito que nace en el seno de los Estados posmodernos (occidentales, capitalistas y democráticos) y que busca ser replicado internacionalmente a través de herramientas como la transferencia de políticas públicas. No obstante, esta exportación de conocimientos y experiencias decisorias no son aplicables en todos los contextos y terminan validando narrativas hegemónicas que pretenden la defensa y perpetuación del statuo quo global. En otras palabras, la gobernanza no es más que una figura política paradójica que, aunque permite la participación de nuevos actores en el proceso de toma de decisiones, de igual forma, busca consolidar los cánones de un sistema político internacional orientado por fuerzas económicas, culturales y comunicativas transnacionales.

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