Artículos

Recepción: 03 Marzo 2025
Aprobación: 19 Mayo 2025
Publicación: 09 Julio 2025
DOI: https://doi.org/10.25057/2500672X.1724
Resumen: El artículo examina la evolución del concepto de soberanía en el contexto de la postmodernidad, centrándose en la distinción entre soberanía interna y externa. Se destaca cómo la intervención de actores no estatales ha reconfigurado el papel tradicional del Estado como único agente soberano, planteando interrogantes sobre si la soberanía sigue siendo una cualidad irrestricta en los modelos estatales contemporáneos. Se analiza la influencia de las fuerzas posmodernas en la erosión de la soberanía estatal, evidenciando cómo organizaciones internacionales, empresas transnacionales y ONG han asumido funciones antes exclusivas del Estado, lo que plantea un desafío a la autoridad estatal tradicional. Además, se aborda la disminución en la resolución de conflictos a través de mecanismos jurídicos clásicos, señalando que cada vez menos disputas entre individuos se resuelven mediante procesos judiciales formales. Esta tendencia, fundamentada en la creciente individualización y enfocada en lo personal sobre lo colectivo, plantea desafíos para la aplicación de la ley y la garantía de los derechos de las partes involucradas. En el contexto económico, se examina cómo el neoliberalismo ha influido en la narrativa económica predominante, afectando la soberanía estatal y reconfigurando las relaciones de poder en la sociedad posmoderna. En resumen, el artículo ofrece una reflexión profunda sobre la transformación de la soberanía en la era posmoderna, destacando los desafíos y cambios significativos que enfrentan los Estados en un entorno globalizado y en constante evolución.
Palabras clave: Estado, Soberanía, Autoridad, Legitimidad, Autonomía.
Abstract: The article examines the evolution of the concept of sovereignty in the context of postmodernity, focusing on the distinction between internal and external sovereignty of a State. It highlights how the intervention of non-state actors has reconfigured the traditional role of the State as the sole sovereign agent, raising questions about whether sovereignty remains an unrestricted quality in contemporary state models. The influence of postmodern forces in the erosion of state sovereignty is analyzed, demonstrating how international organizations, transnational companies, and NGOs have taken on functions previously exclusive to the State, posing a challenge to traditional state authority. Furthermore, the decrease in conflict resolution through classical legal mechanisms is addressed, noting that fewer disputes between individuals are resolved through formal judicial processes. This trend, based on increasing individualization and focused on personal over collective, presents challenges for the application of the law and the protection of the rights of the parties involved. In the economic context, the article examines how neoliberalism has influenced the predominant economic narrative, affecting state sovereignty and reshaping power relations in the postmodern society. In summary, the article offers a profound reflection on the transformation of sovereignty in the postmodern era, highlighting the significant challenges and changes that States face in a globalized and constantly evolving environment.
Keywords: tate, Sovereignty, Authority, Legitimacy, Autonomy.
Introducción
Desde la Paz de Westfalia en 1648, la soberanía ha sido considerada uno de los elementos esenciales del Estado moderno y, por extensión, del sistema político internacional. Aunque no existe una acepción uniforme e inequívoca en la literatura científica, una primera aproximación la definiría como la capacidad que tiene una nación, a través de sus instituciones formales, para tomar autónomamente sus propias decisiones. En ese sentido, la soberanía no sería más que la autoridad política fundamental de la cual emanan todos los poderes públicos, cuyas manifestaciones se exteriorizan en dos niveles operativos distintos. Internamente, un Estado es soberano cuando conserva para sí el monopolio de ciertas actividades, como el uso de la fuerza, la administración de justicia, la expedición normativa, la recaudación de impuestos, etc.; y externamente, cuando ese poder es reconocido en el ámbito internacional como el único legítimamente constituido sobre un territorio y una población definidos.
El influjo de las fuerzas posmodernas en la configuración de las sociedades actuales no se ha limitado a las dimensiones económica, social o cultura;[4] la soberanía, como un elemento de naturaleza política, también se ha visto permeada e, incluso, erosionada. La intervención de actores metaestatales en la arena pública tales como organizaciones internacionales gubernamentales, empresas transnacionales, ONG, entre otros, ha reconfigurado el rol del Estado como el principal y único agente soberano. Con mayor frecuencia e intensidad, algunas de las funciones tradicionalmente adscritas al Estado han venido siendo ejercidas por diversos centros de poder que, a su vez, se han convertido en titulares de facultades organizativas, directivas y regulativas de la sociedad. Por tanto, cabe preguntarse hasta qué punto la soberanía es aún una cualidad irrestricta de los modelos estatales posmodernos o, por el contrario, es un componente político compartido por agentes decisorios de diversa naturaleza: pública, privada o mixta.
Siguiendo lo anterior, el presente artículo pretende dar cuenta de las profundas transformaciones de la soberanía con ocasión de la era posmoderna. Al abordar este objeto de estudio, gran parte de la literatura científica se ha concentrado en examinar la relación del sistema jurídico-político internacional y la soberanía de los Estados. Esta aproximación se basa en el reconocimiento, por parte de la Comunidad Internacional, de la autonomía, independencia y legitimidad que poseen los Estados para tomar sus propias decisiones sin ningún tipo de interferencia, como, por ejemplo: definir su política exterior; hacer parte de organizaciones internacionales; firmar tratados, convenciones, pactos o demás instrumentos jurídicos internacionales; o el derecho a declarar la guerra, suscribir armisticios o tratados de paz. Sin embargo, más allá de las implicaciones canónicas sobre la soberanía externa, existen otro tipo de repercusiones normativas y axiológicas que deben ser estudiadas.
Por un lado, desde la perspectiva más abstracta, la soberanía se manifiesta como la suprema autoridad política de un Estado. Bajo esta égida, primero, se analizarán las repercusiones de la posmodernidad en el demos, es decir, en el conglomerado social que legítimamente posee la titularidad para ejercer, ya sea de manera absoluta o bajo ciertos parámetros, la soberanía (principio de autoridad); segundo, se examinarán las implicaciones de esta noción desde un enfoque interno, lo que supone, por tanto, un estudio sobre la reconfiguración de las potestades soberanas en las instituciones políticas nacionales, la correspondiente descentralización del poder, y la concesión de competencias administrativas a otros agentes decisorios (principio de legitimidad); y tercero, como se había mencionado anteriormente, se abordarán la repercusiones de la posmodernidad sobre la soberanía externa, en especial, desde la mirada del sistema normativo internacional (principio de autonomía).
Soberanía como autoridad
Definir inequívocamente el concepto de soberanía es una tarea sumamente compleja. Las razones se derivan de la propia ambigüedad del término,[5] de los disímiles usos registrados en la literatura académica, y de las constantes transformaciones de los contextos en los que se desarrolla: el Estado y las relaciones internacionales (Barkin y Cronin, 1994; Maritain, 1950; Shinoda, 2000). No obstante, algunas consideraciones normativas la conciben como el atributo político más importante de un Estado, pues es el que concede la facultad legítima para ejercer el poder sobre una población y un territorio determinados, particularmente, a través de la formalización de instituciones, normas y procedimientos (Grinin, 2012; Marsonet, 2017; Morgenthau, 1967). En este sentido, la soberanía hace referencia a la existencia de una autoridad final, absoluta y suprema dentro de toda comunidad política, que no admite ningún otro tipo de poder fuera de sí misma.[6]
Históricamente,[7] las aproximaciones epistemológicas de los primeros pensadores se limitaron a brindar una justificación teórica sobre quién debía ejercer esa facultad legitimadora. Algunos autores como, Bodin o Hobbes, aseguraron que la soberanía debía residir preferiblemente en una sola persona, el monarca (en contraposición a otras autoridades soberanas derivadas de modelos políticos como la aristocracia o la democracia) con el objetivo de asegurar la paz y la convivencia para toda la comunidad política; otros, como Locke o Rousseau, aún con sus respectivas diferencias, sostuvieron que la soberanía se fundamentaba en un conglomerado formal o informal de ciudadanos, el pueblo, el cual, a partir de un contrato social, delegaba en ciertas instituciones la representación de su propia voluntad general; y algunos otros, desde una perspectiva más pragmática, como los asambleístas de la Constitución Francesa de 1791, expresaron que la soberanía no residía en un pueblo sin ningún tipo de organización definida, sino en una nación enmarcada en un Estado debidamente estructurado (Krasner, 1999; Philpott, 1995; Shinoda, 2000).
Así las cosas, la pregunta inicial que debería plantearse es si estas teorías clásicas sobre la soberanía popular o nacional (nociones que muchos consideran equivalentes[8]), han permanecido incólumes ante los nuevos paradigmas de la sociedad posmoderna. Una respuesta completa debería abordar, al menos, tres asuntos relevantes: 1) si en medio de un contexto posmoderno todavía puede existir un demos que ejerza como el principal y único titular del poder soberano, máxime cuando este se ve enfrentado a fuertes y profundos procesos de fragmentación identitaria que ponen en vilo la existencia misma de la nación; 2) si este demos cuenta con canales institucionales debidamente fundamentados en los principios de confianza y representación política para manifestar y exteriorizar su poder soberano; 3) si aun reconociendo la existencia de dicho demos y, correlativamente, de ciertos instrumentos democráticos de participación existe una voluntad política que busque imponer su poder soberano.
Para comenzar, la existencia del demos se vincula necesariamente con la existencia de la nación, uno de los elementos constitutivos más importantes del Estado moderno (no en vano, este modelo político también es denominado Estado-nación). En términos generales, la nación se concibe como una comunidad política, en principio, asentada sobre un territorio determinado, que comparte elementos culturales comunes (tradiciones, lenguaje, religión, etc.) y que, por consiguiente, posee una identidad propia. Aunque algunos autores, como Habermas (1997), han sostenido que los cambios de la posmodernidad conducirían irrevocablemente a otro tipo de construcciones comunitarias, lo cierto es que todavía, más por obligación que por voluntad, los sujetos políticos siguen perteneciendo a este tipo de estructura organizativa; o lo que es igual, la nación, aun con sus profundas transformaciones, sigue siendo el principal factor de cohesión política de los Estados.
En consecuencia, una respuesta afirmativa a la existencia del demos encontraría su fundamento normativo a través del proceso de constitucionalización de la nación.[9] Los Estados utilizan los ordenamientos jurídicos, especialmente las constituciones, para reconocer, otorgar y regular derechos y obligaciones de los ciudadanos tanto individual como colectivamente. Por este motivo, la formalización de la nación opera como el medio moderno por excelencia para vincular jurídica y políticamente un demos (ya sea que este se traduzca como pueblo o como nación) a un Estado en particular. Indistintamente de cuán sólida y estable sea la relación de los sujetos políticos con su propio Estado, cuán vigentes e integradoras sean sus representaciones simbólicas, patrióticas o axiológicas; independiente de cuán fragmentada esté su identidad cultural por la pérdida de valores y principios comunes, lo cierto es que la constitución, como norma jurídico-política fundamental, sigue siendo el mecanismo más idóneo y pragmático para reconocer el poder político de un demos soberano.
Recapitulando, el demos existe, indiferentemente de su grado de cohesión social, por una fuerza integradora suprema que se expresa formalmente a través de la constitución. Ahora bien, ello no implica necesariamente que dicho conglomerado político limite sus expresiones a los actos netamente originarios o instituyentes. En la mayoría de Estados modernos, existen una serie de instituciones a las cuales se les concede legítimamente la facultad para tomar, en representación del constituyente primario, decisiones que afectan los intereses colectivos o, bien, que ejercen algún tipo de control sobre estas decisiones. Para Austin (1995), por ejemplo, la autoridad suprema por excelencia se encuentra investida en el parlamento. Desde un sentido práctico, no son los pueblos ni las naciones los que toman las decisiones públicas; los parlamentos, por el contrario, tienen esta función al fungir como el principal órgano de expedición normativa o, de manera subsidiaria, como constituyente derivado.
Esta teoría, denomina “soberanía parlamentaria”,[10] encuentra un sustento contextual en los sistemas políticos que no poseen una constitución codificada y que, además, cuentan con un sistema de gobierno parlamentario. Aunque en la práctica este modelo no sea aplicable de manera universal, pues se circunscribe ante todo al caso británico, sí es posible resaltar una idea esencial: su argumento prevalente sobre la representación política. Los Estados modernos se encuentran conformados por un número exorbitante de habitantes, por lo que no pueden configurarse en torno a un sistema democrático directo; es decir, cuanto mayor sea el tamaño poblacional de los Estados, mayor será el obstáculo para que los ciudadanos participen en la vida pública y, en última instancia, mayor será la necesidad de delegar su responsabilidad decisoria.[11] En suma, el demos, al no poder participar directamente en el proceso de toma de decisiones colectivas, se institucionaliza y legitima a través de órganos representativos, deliberativos y decisorios como el parlamento.
El problema, con ocasión de la posmodernidad, radica en que el vínculo político que unía originalmente al constituyente primario con sus delegatarios se ha visto fuertemente fracturado. Técnicamente, la literatura académica se ha referido a este fenómeno, en no pocas ocasiones, como “crisis de la representación política”, una idea que alude al menoscabo del sistema democrático debido a la ineficacia de sus mecanismos institucionales para canalizar y tramitar adecuadamente las demandas e intereses ciudadanos (Gargarella, 1997; Guitián, 2001). Básicamente, se trata de una desconexión política entre la voluntad popular de los sujetos políticos (o de un grupo de ellos) y los deberes encomendados a los cuerpos representativos, cuyas repercusiones se manifiestan en diversos ámbitos: la desafección política de los ciudadanos, la desconfianza en los representantes políticos, la ausencia de mecanismos de rendición de cuentas (accountability), los bajos índices de participación ciudadana, entre muchos otros.[12]
Tradicionalmente, se ha pensado que esta crisis obedece a razones estrictamente endógenas (es decir, que derivan de procesos netamente políticos) y que logran ser explicados, en un mejor sentido, a partir de posiciones normativas, institucionales, estructurales, históricas o conductuales. No obstante, desde una perspectiva posmoderna, las afecciones a la democracia representativa son consecuencia de factores más complejos que trascienden las fronteras de lo político. Un ejemplo de ello sería el proceso de personalización. La mayoría de los autores que han desarrollado esta idea coinciden en que, a diferencia de la modernidad, época que estaba orientada dogmáticamente por grandes narrativas o relatos ideológicos, la posmodernidad se ha caracterizado por relativizar, fragmentar e individualizar todo tipo de paradigma, incluidos los políticos.[13] El cambio cualitativo, entonces, se representa con la transición de lo político a lo económico, de lo simbólico a lo material y, claro está, de lo colectivo a lo individual.
Las grandes corrientes de pensamiento que lograron cohesionar a las naciones (ideologías políticas, sistemas económicos, tradiciones religiosas, etc.), ahora, no llegan a ser del todo eficaces. La satisfacción de los intereses individuales, que no son en su mayoría de naturaleza política, se antepone a la satisfacción de los intereses de los grandes conglomerados sociales. Por este motivo, es claro que la tendencia contemporánea sea la erosión de las viejas estructuras comunitarias para dar paso a unidades mucho más compactas, que no necesitan adscribirse a un territorio en particular ni tener una vocación de perpetuidad. Aplicado al concepto de representación, la hipótesis de la personalización no obliga a los ciudadanos a relacionarse con una estructura política externa (ya sea un representante parlamentario, una institución gubernamental o un partido político) que funja como la encargada de tramitar, canalizar o satisfacer sus intereses personales.
De acuerdo con la clasificación de Pitkin (1967), la representación política puede poseer diversas connotaciones, entre ellas, una descriptiva y una simbólica. En ambos casos, se comprende como una noción subjetiva, comportamental o emocional que involucra la personalidad política de ambas partes de la relación. Según estas consideraciones, este tipo de representación se construye a partir de la convergencia de las cualidades e intereses de los actores relacionales, en la cual se busca generar un sentimiento de reciprocidad, correspondencia y confianza frente a los asuntos públicos. Mientras ambos sujetos mantengan un ethos homogéneo, se conservará una parte esencial de la representación política. Lo que acontece con la posmodernidad, especialmente con el proceso de personalización, es la fragmentación de este vínculo con la creación de múltiples asimetrías entre la personalidad política de los representantes y los representados.
La diferencia, en consecuencia, es identitaria. En los modelos políticos previos los ciudadanos encontraban una mayor representación de sus intereses, en parte, porque las narrativas dominantes conducían a una visión restrictiva de la realidad. La construcción del sujeto político y su relación con el mundo exterior se fundamentaba en una marcada oposición binaria que enfrentaba dogmáticamente los opuestos de una relación: centro o periferia, iglesia o laicismo, liberalismo o conservadurismo, etc. (Derrida, 2005). [14] En este escenario, tanto representantes como representados se veían supeditados a elegir entre dos posiciones jerárquicas, dialécticas y contrarias que no solamente determinaban su personalidad política, sino también su forma de vida. Como resultado, las categorías de representantes y representados se arraigaban profundamente en la personalidad política de cada uno de estos grupos, lo que consolidaba su vínculo instituyente y lo prolongaba en el tiempo.
En contraposición, en la posmodernidad existe una fragmentación de la identidad política de ambos sujetos de la relación, hecho que repercute en su propia existencia y legitimidad. Las condiciones binarias de la realidad política tradicional ahora se extienden a un sinnúmero de opciones, posiciones y miradas que se adecúan constantemente a las transformaciones del mundo posmoderno. Los lugares de apropiación e identificación de lo político, por tanto, son múltiples, flexibles y temporales: nacen, crecen, se reproducen, algunos fallecen, todo ello en un movimiento vertiginoso que no permite, en la mayoría de los casos, la construcción de un espacio convergente, armónico y estable entre representantes y representados. Más aún, desde una mirada de la representación descriptiva y simbólica, aquello no sería más que la manifestación máxima de la crisis de representación política: la ausencia de actitudes, intereses y deseos convergentes entre representantes y representados en torno a lo político.
Así las cosas, al no existir un vínculo político, emocional y psicológico consolidado, la relación entre representante y representado terminaría siendo de cualquier otra naturaleza, menos representativa; sería reemplazada, más bien, por una simple ecuación entre consumidor y oferente (para hablar desde una perspectiva mercantilista, propia del enfoque posmoderno) basada en la utilidad, en la conveniencia o en el compromiso. Por un lado, el representado (que técnicamente puede ser considerado como cliente o usuario) busca que su contraparte oferte sus servicios de manera satisfactoria, es decir, ajustada a sus necesidades individuales, como si se tratara de cualquier otro servicio o producto personalizable; y por el otro, el representante, que también pretende sacar provecho de su posición en términos de apoyos y respaldos ciudadanos, es incapaz de reaccionar con éxito ante dichos requerimientos específicos. Su función democrática, por naturaleza, le exige a este último circunscribirse a una institución partidaria, acoger una ideología determinada y actuar en función del interés general, algo que va en contravía de los deseos de personalización de la sociedad posmoderna.
En cualquier caso, esta distancia entre ambos extremos de la relación, mediada por una asimetría de intereses individuales y colectivos, no solo pone en vilo el sistema de representación política parlamentaria y ejecutiva, sino también altera, por defecto, el ejercicio de la soberanía tanto originaria como derivada. En principio, la ausencia de cualidades convergentes entre representantes y representados lleva a la desconexión política de los ciudadanos de los asuntos públicos. La visión general sobre las instituciones, los mecanismos y los procedimientos representativos se ve desdibujada por la falta de correspondencia entre las autoridades y los ciudadanos, la incapacidad para canalizar asertivamente las demandas ciudadanas, o la indiferencia ante los problemas comunitarios. La consecuencia directa es, por ende, la desafección política de los individuos, entendida generalmente como la ausencia del deseo de participar en los diversos espacios democráticos, ya sean de índole electoral o no.
Bajo esta hipótesis, dichas repercusiones trascienden los límites de la representación y afectan gravemente la calidad del sistema democrático y, por extensión, el equilibrio institucional del Estado de derecho. Desafección política no equivale llanamente a insatisfacción, enfado, decepción, descontento o desilusión frente al desempeño de los representantes o, incluso, frente a la organización, estructura o funcionamiento de la democracia representativa. Esta noción alude, de manera más compleja, a un distanciamiento abrupto de los ciudadanos no solo del sistema representativo, formalizado en entidades como el parlamento o el ejecutivo, sino del sistema político en general: lo que prevalece, en este caso, es un sentimiento profundo de total desinterés, indiferencia y rechazo hacia la política, que repercute ostensiblemente en la calidad deliberativa y participativa de los procesos de toma de decisiones (Torcal y Montero, 2006).
Como se ha enunciado, en los sistemas políticos contemporáneos, el rol de los representantes es crucial. Pero es más crucial aún la participación del constituyente primario en los espacios democráticos a través de los cuales puede ejercer directamente su papel de suprema autoridad política o, de igual forma, delegar su poder soberano en otras autoridades secundarias. La cuestión esencial de esta paradoja se concentra en que dicha desafección, causada parcialmente por la divergencia con las diversas personalidades políticas representativas, controvierte la teoría según la cual la nación es el titular legítimo de la soberanía de un Estado. Si no existe voluntad política para actuar, si cada vez más se agudiza el distanciamiento entre los ciudadanos y los asuntos públicos, si los niveles de participación ciudadana decaen hasta sus límites inferiores, entonces los resultados de los procesos de toma de decisiones no necesariamente corresponderán a los intereses democráticos del poder soberano primario.
En este punto, de igual forma, el ejercicio de dichas competencias por medio de representantes políticos mantendría en vilo el concepto mismo de soberanía nacional, pues estos, en vez de fungir como canales asertivos de representación democrática, terminan como sujetos caracterizados por la desconfianza, la apatía y los juicios negativos generalizados. En efecto, la percepción ciudadana positiva de las autoridades representativas cada vez es más baja (Bertsou, 2019; Hardin, 2004; Schyns y Koop, 2010). Esto se debe, en concreto, a los múltiples casos de corrupción, nepotismo, conflicto de intereses, desviación de recursos, entre otros, que desdibujan la figura del representante como un verdadero eslabón dentro del amplio entramado democrático de un Estado. Pero, además, obedece a una falla estructural del ejercicio de sus propias funciones, particularmente, con relación a la responsabilidad política que deben asumir por sus acciones frente a sus representados.
En palabras simples, en los sistemas democráticos actuales, las actividades de los gobernantes no se circunscriben únicamente a criterios objetivos de legalidad que regulan su margen de acción. Su comportamiento debe ceñirse, igualmente, a un tipo de responsabilidad moral que repercute, irrestrictamente, en la consolidación o en el deterioro de la relación política con sus representados. Por su función, los representantes deben responder a las exigencias de la voluntad popular, razón por la cual sus manifestaciones no deben estar aisladas de los intereses de quienes los han elegido. Por consiguiente, la relación entre representantes y representados debe fundamentarse en una confianza recíproca que les permita a unos elegir libremente de acuerdo con sus propios intereses (así como conceder facultades representativas en tal sentido), y a otros, la obligación de actuar con base en dichos lineamientos y de rendir cuentas[15] ante los primeros. De no ser así, lo que se estaría vulnerando no sería únicamente un principio básico de la representación política, sino también un elemento esencial de la soberanía nacional.
Soberanía como legitimidad[16]
Indistintamente de la respuesta normativa que justifique una autoridad política suprema (población, nación, parlamento, etc.), no debe desconocerse que, al menos en el sistema de Estados actual, la soberanía puede interpretarse de diversas maneras. Tradicionalmente, este concepto hace referencia, desde una marcada perspectiva global, primero, a la capacidad que tiene un Estado para tomar decisiones autónomas sin la interferencia de ningún otro sujeto político exógeno; y segundo, al reconocimiento, al consentimiento y al respeto de dicha autonomía por parte de los Estados soberanos y, en general, por parte de los demás actores que hacen parte de la Comunidad Internacional. No obstante, la literatura académica ha venido desarrollando una distinción operativa entre soberanía externa y soberanía interna que permite reconocer la naturaleza, las características y las manifestaciones políticas disímiles de ambas categorías tanto en el ámbito doméstico como en el internacional (MacCormick, 1999).
En su acepción más básica, la soberanía interna puede ser definida como el control o la jurisdicción que ejerce un gobierno sobre una población dentro de ciertos límites geográficos, políticos y administrativos (Krasner, 1999). A diferencia de otras formas políticas organizativas, en el Estado moderno, este control es ejercido exclusivamente por el gobierno nacional a través de diversas estructuras y procedimientos institucionales que le permiten monopolizar, centralizar y acumular el poder político (Lansford, 2021). El imperio de la ley, la administración de justicia, el sistema de tributación, el uso de la violencia, entre otras, son manifestaciones expresas de la soberanía interna de un Estado cuya titularidad recae únicamente en el gobierno nacional (Risse, 2015); por esta razón, al menos en el contexto del Estado moderno, ningún otro actor público o privado podría reclamar algún tipo de titularidad legítima para ejercer dichas potestades.[17]
A pesar de lo anterior, en el contexto de la posmodernidad, las consideraciones normativas del Estado moderno se han relativizado hasta el punto de cuestionar el axioma de la centralización de la soberanía.[18] La consecuencia principal de este proceso ha sido la erosión del rol hegemónico de la autoridad nacional como el único actor legítimamente facultado para ejercerla. En su lugar, han surgido actores de diversa naturaleza que han venido reemplazando, cada vez con mayor frecuencia e intensidad, las funciones tradicionales del gobierno central. Gran parte de estos actores, como se ha mencionado previamente, pertenece a la misma estructura institucional y administrativa del Estado (como es el caso de los gobiernos locales, regionales o, inclusive, internacionales[19]) y, al mismo tiempo, a sujetos de origen privado, tales como empresas transnacionales, corporaciones sin ánimo de lucro, compañías financieras, entre otras, instituciones a las que se les ha venido confiriendo la titularidad de ciertas funciones públicas. [20]
Indistintamente, lo cierto es que, así como el Estado se ha transformado poblacional, territorial y gubernamentalmente ante el surgimiento de la sociedad posmoderna,[21] de igual modo lo ha hecho funcionalmente con relación al ejercicio de la soberanía interna. Tradicionalmente, uno de los principios rectores del Estado moderno ha sido la separación de poderes, destinando a cada rama del poder público el desarrollo independiente y específico de ciertas funciones, bien sean estas de orden legislativo, administrativo o judicial. En un sentido negativo o restrictivo, al ejecutivo le corresponderían todas aquellas tareas que no hayan sido encomendadas expresamente a las demás ramas del poder y que tengan como propósito el cumplimiento y la materialización de los fines esenciales del Estado (Zagrebelsky et al., 2020). Muestra de ello serían la organización y la estructuración administrativa en todos los órdenes territoriales, la ejecución y la reglamentación de las leyes, la implementación de políticas públicas, la prestación de servicios públicos, entre otras.[22]
Sin embargo, con base en lo anterior, es necesario precisar que, cuando se habla de las implicaciones de la posmodernidad en la soberanía interna de un Estado, se está haciendo referencia a dos niveles operativos diferentes. El primero, desde una perspectiva amplia, aborda los efectos causados a todo el entramado institucional del Estado, incluyendo las tres ramas del poder; en este escenario, se realza la distinción normativa entre Estado y gobierno al reconocer que existen ciertas competencias que superan la vocación transitoria del ejecutivo y que se extienden como elementos fundamentales de la organización política en sí misma.[23] Ejemplo de ello sería el ejercicio de los diversos monopolios: el de la fuerza, el de la tributación o el de la administración de justicia. El segundo nivel, desde una posición más restrictiva, examina los efectos causados únicamente en el poder ejecutivo con respecto al ejercicio de sus funciones administrativas; en este escenario, se abordan las competencias derivadas de la actividad de regulación, en especial, aquellas tareas que garantizan la provisión de bienes y servicios públicos.
En el nivel más amplio, el objeto material de afectación son las potestades hegemónicas del Estado que sobrepasan las funciones administrativas del ejecutivo e inciden en todo el entramado institucional. El ejemplo paradigmático sería la administración de justicia,[24] un monopolio estatal que, en principio, está encomendado a la rama jurisdiccional, pero que se interrelaciona profundamente con las demás: con la rama legislativa, por cuanto la organización del propio sistema judicial, la creación de despachos judiciales, la expedición de catálogos de derechos o las reformas procedimentales dependen esencialmente de la iniciativa y del trámite legislativo del parlamento; y con la rama ejecutiva, por cuanto esta es la encargada de materializar el acceso efectivo de la comunidad a la administración de justicia, de asignar los rubros necesarios para tal fin o, incluso, de atribuir funciones jurisdiccionales a ciertas autoridades administrativas.
Independientemente del grado de competencias que posea cada una de las ramas del poder, se colige que la administración de justicia, por lo menos en el modelo del Estado moderno, es una actividad eminentemente pública. En la posmodernidad, en cambio, existe una marcada tendencia a la reconfiguración de este monopolio dando paso a la intervención de nuevos actores, esta vez de origen privado, en el desarrollo de las funciones judiciales: lo que antes era competencia absoluta de juzgados, tribunales o cortes, ahora es concedido (no en su totalidad, claro está) a nuevas instancias privadas de administración de justicia o de resolución de conflictos, como los centros de conciliación, de arbitraje, de mediación o de negociación. A este proceso, cuyos efectos se extienden a diversas ramas del derecho, se le ha denominado privatización de la justicia (Lindblom, 1992; Murray, 2007; Scutt, 1988; Weinstein, 1996).
El resultado directo es ostensible: cada vez menos, los conflictos entre los individuos son resueltos por los mecanismos jurídicos clásicos (Giabardo, 2020), fundamentados en el imperio de la ley, la jurisprudencia, la costumbre o los principios generales del derecho; peor aún, ni si quiera son tramitados por un proceso judicial formal que garantice mínimamente los derechos de las partes en litigio, la independencia de los operadores jurídicos o la debida motivación de las decisiones judiciales. Ahora, dichos desacuerdos son sometidos a prácticas privadas mucho más flexibles que se adaptan de una manera más expedita a las necesidades e intereses de los individuos, pero que no necesariamente se ajustan a los ideales de legalidad y justicia de un Estado de derecho. Incluso, algunos autores, como Capella (2008), sostienen que los mecanismos alternativos de resolución de conflictos, ejes fundamentales de la privatización de la justicia, no son instrumentos jurídicos enteramente objetivos.
Estos mecanismos responden, irremisiblemente, a lógicas alienadoras propias de la globalización, tal como lo han hecho otros procesos análogos en el derecho o fuera de este. De tal modo, más que orientarse por un ordenamiento públicamente establecido, objetivo y abstracto, estos nuevos instrumentos de privatización se rigen, en esencia, por principios que operan en el sistema político internacional: el libre mercado, la cultura de consumo, la homogeneización cultural, entre otros. La concepción de la justicia, en este contexto, termina siendo un objeto mercantilizable del cual también se puede sacar provecho. Desde un punto eminentemente utilitarista, una justicia alternativa, que sea mucho más célere, dúctil e, incluso, permeable, es mucho más llamativa que una justicia tradicional, que, en la práctica, adolece de múltiples falencias. No en vano algunos autores, como Giabardo (2020), aseguran que el surgimiento, el posicionamiento y la consolidación de dichos mecanismos privados de resolución de conflictos son la reacción inmediata a la crisis de la justicia global.
En suma, el principal riesgo para la soberanía interna de un Estado consiste en la ausencia de independencia que puede afectar a los nuevos sistemas judiciales en todos sus niveles jerárquicos, incluyendo a diversos actores y elementos constitutivos, como los órganos judiciales, los operarios jurídicos, las reglas de procedimiento, etc. El ordenamiento jurídico tradicional, gracias a un arduo y lento proceso histórico, ha consolidado en la figura del juez una entidad objetiva y neutral que busca impartir justicia sobre los administrados. Esto significa que sus decisiones deben ser imparciales y estar fundamentadas en los supuestos fácticos que buscan resolver, todo ello, con apego fidedigno al ordenamiento jurídico. Por el conocimiento, la experiencia y las funciones técnicas requeridas para su cabal desarrollo, la actividad judicial no debe encomendarse azarosamente a cualquier sujeto; todo lo contrario, debe ceñirse a rigurosos criterios de selección, de formación y de desempeño que permitan inferir que la autoridad judicial, y solo ella, es la más idónea para administrar justicia.
Al reemplazar la figura del juez, no solo se está usurpando una función que originalmente se le ha concedido a un servidor público, sino que también se está poniendo en vilo un elemento central de la soberanía interna: la función pública. La secuencia a través de la cual se expresa autónomamente el Estado, en el caso particular de la administración de justicia, opera a través de las competencias legítimas que se le han distribuido y, complementariamente, a través de los canales formales que se surten para el efectivo cumplimiento de los deberes encomendados. En sentido opuesto, en la administración de justicia alternativa, esta secuencia se fragmenta al no existir ningún tipo de responsabilidad pública por parte del administrador privado (quien, lógicamente, no ostenta la calidad de autoridad y, por consiguiente, no está obligado a rendir cuentas), así como tampoco la presencia de estándares elevados de confianza institucional, un requisito imprescindible para el pleno y efectivo ejercicio de las funciones estatales.
En definitiva, la privatización de la justicia, antes que ser un fenómeno aislado e inocuo, representa una de las más graves afectaciones a la soberanía interna de un Estado. Que los conflictos jurídicos sean resueltos, cada vez con mayor frecuencia, en espacios y por medio de dispositivos y procedimientos jurídicos particulares, pone en entredicho uno de los valores esenciales y tradicionales del Estado moderno: la capacidad para imponer legítimamente su voluntad a través de medios coercitivos como la fuerza o la ley. Aunque no podría afirmarse que esta potestad ha sido cedida o perdida por completo,[25] sí es posible asegurar que guarda una estrecha relación con ciertos fenómenos posmodernos, entre ellos, la mercantilización. Todo ello, bajo el fundamento de que lo privado debe prevalecer sobre lo público de acuerdo con los principios de celeridad, utilidad, eficiencia, entre otros.
Por otra parte, en el nivel más restrictivo, las afectaciones sobre la soberanía interna de un Estado pueden circunscribirse exclusivamente a las funciones gubernamentales. En este caso, el ejemplo paradigmático sería la regulación administrativa, esto es, toda aquella actividad que ejerce la rama ejecutiva en oposición a la expedición normativa que realiza el parlamento o a la interpretación jurisprudencial que ejercen los administradores de justicia. Grosso modo, esta potestad se exterioriza a través de actos, hechos, operaciones u omisiones administrativas cuya finalidad es garantizar los intereses colectivos de los administrados.[26] Aunque la regulación administrativa encuentra su ámbito de aplicación predominante en el campo económico, verbigracia, al momento de regular los fallos del mercado, asignar eficientemente los recursos o corregir las externalidades (Breyer et al., 2006), también tiene incidencia en otras dimensiones sociales; ejemplo de ello sería la prestación de bienes o servicios públicos, como el saneamiento básico, la seguridad social, la comunicación, entre otros.
Si bien en principio estas prerrogativas estaban adscritas a la administración central, con el surgimiento y el influjo de la sociedad posmoderna, esta responsabilidad se ha venido desvirtuando progresivamente. En particular, la influencia de corrientes económicas contemporáneas como el neoliberalismo[27] ha permitido el traslado de ciertos principios, preceptos y valores económicos (como la mercantilización y la privatización) al universo político y jurídico. En su acepción más básica, esta doctrina, que surgió como reacción a la crisis económica de la década del setenta y, paralelamente, a los profundos y recurrentes fallos de los Estados de bienestar, retomó los postulados de la economía liberal clásica para reconfigurar la prevalencia de lo privado sobre lo público (Steger y Roy, 2021). Su objetivo principal era, por tanto, desarrollar una corriente ideológica que fundamentara la necesidad de reducir la intervención del Estado para dar paso a la libre interacción y competencia entre los agentes económicos (Biebricher, 2019).
Como resultado, el neoliberalismo se expandió rápidamente como una narrativa económica hegemónica, caracterizándose por la consolidación de tres procesos interrelacionados.[28] El primero de ellos es la apertura económica. Una gran mayoría de Estados, en principio occidentales e industrializados, comenzaron a reducir progresivamente sus políticas proteccionistas. Posteriormente, con la aquiescencia y el apoyo de diversos organismos internacionales, como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional, los Estados subdesarrollados también lograrían ingresar a este sistema mundial a través de figuras como el endeudamiento externo y la transferencia de políticas públicas (Stiglitz, 2002). Lo anterior, con el objetivo de que todos los Estados, sin distinción alguna, se abrieran plenamente a una economía capitalista global fundamentada en los principios de la ventaja comparativa, la economía de escala y el libre intercambio de bienes, servicios y capitales.
El segundo proceso es la flexibilización del mercado laboral. Las condiciones tradicionales de formalización, inserción, seguridad y protección laboral fueron reemplazadas radicalmente por estándares regulatorios mucho más flexibles e informales que garantizaban, más que todo, la rentabilidad de los procesos productivos. Este giro disruptivo permitió que se introdujeran cambios significativos en diversos ordenamientos jurídicos con el ánimo de imponer nuevas reglas de juego que, directa e indirectamente, terminaban vulnerando los derechos fundamentales, económicos y sociales de los trabajadores. En efecto, la prolongación desmesurada de las jornadas laborales, la reducción o supresión de las prestaciones sociales, la cesión de la responsabilidad en materia de seguridad social del empleador al empleado, o la consolidación de la tercerización laboral, tanto a nivel nacional como internacionalmente, son algunas de las consecuencias actuales de este proceso.
Finalmente, el tercero proceso es la desregulación jurídica del Estado. Esta noción, tal y como apunta Capella (2008), no debe entenderse desde una perspectiva taxativa, como una situación de ausencia de normas. Más bien, de lo que se trata es de un desplazamiento representativo de la capacidad regulatoria de la esfera pública, en cabeza de la administración central, hacia la esfera privada, en cabeza de grandes empresas, consorcios o corporaciones. La desregulación es, ante todo, una reducción o supresión de la intervención gubernamental por medio de las expresiones jurídicas aplicables (una función propia de los Estados de bienestar en sus dimensiones económica y social) que busca permitir la libre interacción de los agentes económicos en el mercado. Recapitulando, es un proceso que promueve la participación económica en aquellos sectores que tradicionalmente han estado monopolizados por el gobierno en condiciones tales que protejan, incentiven y aseguren la autonomía privada y la libre competencia (Marcilla Córdoba, 2005).
A pesar de que la desregulación se fundamenta primordialmente en criterios de eficiencia, de igual modo lo hace en términos de legitimidad. Por un lado, los gobiernos centrales pretenden emular las actividades que desarrollan las organizaciones económicas bajo el argumento de que la filosofía privada, en comparación con la pública, obtiene mejores resultados. Para ello, incorpora conocimientos, técnicas y experiencias provenientes del gobierno corporativo con el fin de fomentar la eficiencia de sus propios procesos administrativos,[29] mientras que, por otro lado, busca transferir legítimamente ciertas facultades, funciones y responsabilidades que históricamente, por la misma naturaleza del Estado moderno, han sido asignadas explícitamente a los gobiernos y no a los particulares; en cualquier caso, el resultado ha consistido en una transferencia desmedida de competencias, tras lo cual las administraciones escasamente han conservado para sí ciertas prerrogativas de inspección, supervisión y vigilancia.
En consecuencia, la desregulación es un síntoma propio de la pérdida de soberanía interna de un Estado toda vez que equipara en un mismo nivel jerárquico a los agentes económicos con las entidades administrativas. Independientemente de los resultados esperados o alcanzados, el costo político y jurídico ha sido considerablemente alto. Políticamente, el desarrollo y la ejecución de funciones gubernamentales por parte de agencias privadas no se deriva de procesos democráticos en los que los ciudadanos tienen la oportunidad de expresar sus demandas, sus respaldos y sus exigencias; en resumidas cuentas, es un proceso que se ha incorporado paulatinamente más por la influencia de corrientes posmodernas que por la voluntad de las autoridades políticas supremas. Y jurídicamente, el riesgo de convertir a dichas entidades en colegisladores se traduce en que las decisiones normativas que estas toman, pese a que se fundamentan en criterios eminentemente técnicos, en ocasiones desconocen la búsqueda del bien común y los intereses colectivos.
Soberanía como autonomía[30]
Además de los enfoques normativos que conciben la soberanía como autoridad y legitimidad, existe una percepción extrínseca que la considera en términos de autonomía. La soberanía externa, como se denomina en la literatura especializada, hace referencia al reconocimiento que le otorga la Comunidad Internacional a un Estado como entidad política que, a través de sus instituciones formales, ejerce autónomamente un conjunto de poderes legítimos sobre un territorio y una población determinados. Esta manifestación proviene principalmente de los otros Estados y, de manera subsidiaria, de los demás actores que integran el sistema político internacional, como organismos internacionales gubernamentales, organismos internacionales no gubernamentales, empresas transnacionales, la opinión pública mundial, los grupos terroristas, entre otros; es decir, es un reconocimiento que lo habilita como la autoridad política legítimamente constituida para tomar, implementar y hacer cumplir sus propias decisiones (Krasner, 1999).
A partir de esta definición, se pueden extraer dos elementos esenciales: el reconocimiento y la autonomía.[31] El primero de ellos hace referencia a que el Estado, tal y como ocurre con la concepción aristotélica del hombre, es una entidad política que no puede vivir de manera aislada; necesariamente, el Estado encuentra su propia validez, fundamento y propósito al coexistir en un escenario en el que intervienen otras unidades políticas de igual naturaleza y jerarquía. La soberanía, desde esta perspectiva, es un atributo imprescindible para la existencia, formalización y consolidación de un Estado que deviene de la manifestación expresa de sus homólogos (Biersteker y Weber, 1996) y que solo opera en un sentido dialéctico (Finer, 1997). Esto significa que los Estados no pueden arrogarse a sí mismos la titularidad de la soberanía sobre un territorio y una población (así materialmente ejerzan dicha facultad), pues es el sistema internacional mismo el que debe reconocer previamente su legitimidad.
Siguiendo esta idea, cualquier conglomerado social sin el reconocimiento formal del sistema político internacional no sería más que una tentativa de Estado.[32] Por consiguiente, dicho conglomerado no podría ser responsable ante otros sujetos jurídicos externos, o lo que es igual, no podría contraer derechos ni obligaciones de carácter internacional. Una vez se ha reconocido la soberanía, automáticamente se confieren ciertas prerrogativas que el Estado puede ejercer sin la interferencia, coerción o sugestión de ningún otro poder. La autonomía,[33] como segundo elemento esencial de la soberanía externa, consiste precisamente en que el Estado pueda exteriorizar su voluntad, tanto en el ámbito interno como externo, de acuerdo con sus propios intereses y objetivos. Estas facultades no se circunscriben solamente a las que pueda ejercer el Estado en su propia jurisdicción, sino también a aquellas que le otorga el derecho público y la costumbre internacional como, por ejemplo, suscribir instrumentos jurídicos internacionales, pertenecer a organizaciones supranacionales, declarar la guerra exterior, entre otras (Lansford, 2010).
Prima facie, una interpretación exegética de ambos principios daría como resultado la consideración de la soberanía en términos absolutos: esto es, que, una vez reconocido el poder del Estado, este pueda ejercerlo no solo en un sentido autónomo, sino también sin ningún tipo de restricción.[34] Aunque la soberanía ha sido tradicionalmente asociada con un poder ilimitado, lo cierto es que, con la misma evolución del Estado moderno, esta idea se ha ido desvaneciendo poco a poco (Korff, 1923; Morgenthau, 1948). Con la consolidación de los Estados constitucionales (específicamente, con sus versiones paradigmáticas en Estados Unidos y Francia), se desarrolló una primera restricción: el imperio de la ley. De este modo, los Estados asumieron que la idea de un poder soberano absoluto debía limitarse a través de ordenamientos jurídicos objetivos, públicos y oponibles con el fin de asegurar ciertos bienes y valores comunes como la convivencia, la seguridad o la estabilidad.
En este contexto, las constituciones políticas surgieron como el principal instrumento de limitación del poder,[35] ya fuera ejercido este último por los mismos ciudadanos como suprema autoridad política o, en su defecto, por medio de las instituciones formales. En su parte dogmática, estos cuerpos normativos consagraron una serie de derechos y de libertades básicas que debían ser respetadas y protegidas tanto por las autoridades estatales como por los demás miembros de la comunidad política. Y en su parte orgánica, distribuyeron el poder en diversas ramas, creando así un sistema de pesos y contrapesos que condujera al equilibrio institucional y que evitara la concentración del poder. En definitiva, por más que las actuaciones de los constituyentes primarios y las instituciones políticas se desarrollaran en función del principio del poder autónomo del Estado, tales actuaciones no podían ir en contra de los mismos preceptos constitucionales que consagraban conjuntamente principios, valores y derechos.
En la actualidad, este sistema constitucional se ha visto complementado por ciertos fenómenos posmodernos, entre ellos, la globalización jurídico-política. El fin de la Segunda Guerra Mundial trajo consigo la creación de un marco normativo global que comenzó a regular, progresivamente, los comportamientos de los Estados y de otros actores relevantes dentro del sistema internacional. A partir de este nuevo sistema jurídico, no solo se contempló la expedición de un catálogo de derechos aplicable de manera universal (indistintamente si existía un instrumento jurídico del orden estatal que reconociera su respectiva legitimidad), sino que también se crearon determinados organismos internacionales para protegerlos, organismos que, dicho sea de paso, fueron erigidos por la voluntad expresa de los Estados al ceder parte de su soberanía y al reconocer, en última instancia, un poder supraestatal encargado de dirimir los eventuales conflictos y diferencias que surgieran entre ellos.
Entre los sistemas jurídicos que fungen como instrumentos de limitación a la autonomía del Estado, pueden nombrarse el Derecho Internacional de los Derechos Humanos (DIDH), el Derecho Internacional Humanitario (DIH), el Derecho Penal Internacional (DPI) y, desde una perspectiva más restrictiva, el Derecho Administrativo Global (DAG). A diferencia del orden constitucional, este sistema normativo es independiente de los ordenamientos jurídicos nacionales; por lo tanto, se encuentra fuera del alcance de la jurisdicción interna de los Estados. En vez de ello, surge como consecuencia del consenso de la Comunidad Internacional a partir de la expedición de determinados instrumentos jurídicos (tratados, convenios, pactos, directivas, etc.) que, entre otras finalidades, son los que atribuyen, designan y regulan las competencias, las responsabilidades y las obligaciones de los diversos actores internacionales, establecen las sanciones correspondientes ante cualquier vulneración de los derechos humanos, o regulan la cooperación entre Estados para alcanzar los bienes y valores comunes en materia internacional.[36]
El DIDH, en sentido estricto, se fundamenta en el reconocimiento de ciertos derechos esenciales de los cuales tanto los individuos como las colectividades son titulares. Aunque en la literatura académica no hay una definición inequívoca, los derechos humanos tienen ciertas características que permiten diferenciarlos de otro tipo de preceptos normativos: se derivan de un núcleo básico de capacidades y necesidades inherentes al ser humano que resultan imprescindibles para la vida en sociedad (dignidad humana); no se encuentran condicionados a criterios culturales, políticos, económicos, o de otra índole, ya que su aplicación es de carácter universal (universalidad); aunque pueden ser restringidos en ciertas circunstancias, nadie puede ser despojado de ellos arbitrariamente ni renunciar a su titularidad (inalienabilidad); no están sujetos a jerarquía, independientemente de si se trata de derechos políticos, civiles, económicos, sociales, culturales o solidarios (indivisibilidad); y la satisfacción de uno o de un grupo de ellos depende irrestrictamente de la satisfacción de los otros (interdependencia).
Aunque los derechos humanos se encuentran en su mayoría incorporados en instrumentos jurídicos internacionales, su positivización expresa no es un requerimiento sine qua non para que sean respetados, garantizados y protegidos por los Estados. Esta normatividad tiene como piedra angular la dignidad del ser humano, razón por la cual son derechos que deben prevalecer en todo momento y lugar (McBeth et al., 2017). Para ello, se establecen diversos sistemas de protección ante los cuales pueden acudir los ciudadanos en caso de una posible vulneración o afectación. Estos funcionan en dos niveles operativos diferentes representados en los sistemas regionales de protección, que se clasifican en el sistema interamericano, europeo y africano y en el sistema universal de protección, que surge en el marco de las Naciones Unidas. Como elementos característicos comunes, ambos sistemas evalúan la responsabilidad de los Estados (y no de los particulares) en relación con el cumplimiento de sus respectivas obligaciones internacionales; buscan prevenir las posibles violaciones a los derechos humanos, así como reparar los respectivos daños ocasionados a los individuos.
De cualquier manera, el DIDH es un sistema que, al privilegiar los derechos humanos, aminora flagrantemente la soberanía de los Estados.[37] En un mundo globalizado, las actividades de las autoridades y de los individuos, así sean ejercidas en un contexto nacional o internacional, están cada vez más permeadas y supeditadas por criterios jurídicos, políticos e, inclusive, morales, que devienen de este marco normativo. Tal y como apunta Sassen (1996), la soberanía queda desplazada por la legitimidad que el Estado pueda recibir en el plano internacional, particularmente, por la posición de respeto o vulneración que exteriorice frente a los derechos humanos. Ello implica, claro está, que todo su sistema normativo, axiológico e institucional se componga de elementos que nacen más allá de sus propias fronteras, que son capaces de moldear sus propias actuaciones administrativas y, de manera más abrupta, que terminan reconfigurando el sistema político-jurídico internacional en torno a los derechos humanos.
Por su parte, el DIH, también denominado “derecho de la guerra”, hace alusión a un conjunto de normas que, por razones humanitarias, buscan aminorar, paliar o evitar las graves consecuencias generadas en el marco de los conflictos armados. Este derecho tiene como propósitos centrales, primero, la protección de la sociedad civil que no hace parte del conflicto o de aquellos individuos que ya no participan activamente en las hostilidades; y segundo, la limitación de los medios y métodos de combate, como el uso de armas o las tácticas militares. A diferencia del DIDH, este sistema normativo no tiene una aplicación universal, pues solamente puede ser incoado con ocasión de un conflicto armado internacional entre Estados o, excepcionalmente, de conflictos surgidos dentro de un territorio estatal que involucre el enfrentamiento prolongado y sistemático entre fuerzas armadas regulares y grupos armados al margen de la ley, o bien, entre dos o más grupos beligerantes.
A pesar de ser un derecho sui generis, el DIH es una limitación restrictiva a la autonomía del Estado, especialmente, con relación a su participación en un conflicto armado. Desde la teoría normativa clásica, el Estado es el único facultado para ejercer el monopolio de la violencia, una potestad imprescindible para garantizar la protección de los intereses de los ciudadanos, preservar el orden político instituido y, por extensión, asegurar su propia supervivencia. Ello implicaría, de ser necesario, el uso irrestricto, desmedido y desproporcional de la fuerza ante cualquier rival político, ya sea interno o externo, que contraríe, atente o vulnere el ejercicio legítimo de su soberanía. Sin embargo, el DIH se erige como un sistema que si bien no termina siendo del todo vinculante (por lo menos en la práctica), tiende a restringir, cada vez con mayor eficacia, frecuencia e intensidad, las decisiones y acciones de los Estados en dichas circunstancias.
Más aún, es cierto que los Estados (así como los grupos rebeldes, insurgentes o beligerantes[38]) deben ceñirse por toda la normatividad convencional relativa al DIH. Esto hace alusión a aquellas normas contenidas fundamentalmente en los cuatro Convenios de Ginebra de 1949, así como en sus Protocolos adicionales de 1977 relativos a la protección de las víctimas de los conflictos armados.[39] No obstante, las actuaciones de los Estados se deben circunscribir, además, por el derecho consuetudinario internacional que hace referencia a un conjunto de prácticas que, si bien no están consagradas taxativamente en ningún instrumento internacional, tienen una aceptación generalizada y, por ende, es de imperativo cumplimiento. En efecto, aunque un Estado no haya firmado o ratificado determinado instrumento del derecho convencional, seguirá estando obligado por las normas del derecho consuetudinario internacional que comprende, entre otras, prácticas que desarrollan el principio de distinción, proporcionalidad, precaución.
A su vez, desde una perspectiva mucho más restrictiva, el DPI es considerado el conjunto de normas que regulan los procedimientos jurídicos con el fin de investigar, juzgar y sancionar las conductas que atentan gravemente en contra de los derechos humanos, el DIH y otros preceptos propios del derecho internacional. Este derecho busca determinar la responsabilidad penal de los individuos (y no de los Estados) por la comisión de delitos internacionales entre los que se encuentran: 1) el genocidio, entendido como los actos tendientes a la destrucción parcial o total de un grupo en razón a su nacionalidad, ideología, religión o cualquier otro criterio de cohesión social; 2) los crímenes de lesa humanidad, definidos como ataques generalizados o sistemáticos en contra de la población civil, tales como el asesinato, la esclavitud, la tortura, la desaparición forzada, entre otros; 3) los crímenes de guerra, considerados de manera general como infracciones graves al DIH; y 4) el crimen de agresión, consistente en el uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro Estado.[40]
Con relación al ejercicio de la soberanía externa, el DPI opera como una limitación de carácter eminentemente jurisdiccional. Como se ha anotado en líneas previas, con la consolidación del modelo político constitucional de orden republicano, la administración de justicia se convirtió en un monopolio exclusivo de los Estados. En principio, cada uno de ellos, dentro de los límites de su propio territorio, son los que poseen las competencias legítimas para estructurar un sistema judicial aplicable en diferentes niveles operativos (generalmente distribuido en un sentido jerárquico), así como en múltiples jurisdicciones (constitucional, civil, contencioso, etc.). Por consiguiente, en un contexto punitivo, el Estado es soberano de la tipificación, investigación, juzgamiento y sanción de las conductas delictivas a través de la implementación de procedimientos jurídicos objetivos, neutrales e independientes.
Desde esta posición teórica, ningún órgano judicial externo podría intervenir, permear o incidir en las decisiones jurisdiccionales intrínsecas de los Estados o, en su defecto, adelantar procesos judiciales en su reemplazo. A pesar de ello, el caso de la Corte Penal Internacional[41] ha terminado condicionando la soberanía jurisdiccional de los Estados, que, en principio, deberían ser las entidades jurídico-políticas legitimadas para realizar esta labor. Apartándose de este argumento, la CPI, en el ejercicio de las facultades otorgadas por el Estatuto de Roma, es competente para conocer de manera complementaria la comisión de crímenes internacionales o, incluso, para hacerlo de manera directa en aquellas circunstancias en que los Estados sean incapaces o reticentes a la hora de juzgar dichas violaciones. En cualquier caso, estos sujetos jurídicos, en vez de ejercer plenamente su autonomía en el plano internacional, están obligados a implementar ciertas medidas con el objetivo de garantizar el efectivo funcionamiento del DPI, a saber: sancionar internamente a los responsables de crímenes que atentan contra la humanidad, cooperar internacionalmente en relación con la investigación y el enjuiciamiento de dichos delitos, respetar y hacer respetar el derecho internacional humanitario, entre otros deberes (Wenqi, 2006).
Por último, el DAG emerge como un cuerpo de normas dispersas en diversos marcos regulatorios nacionales e internacionales que, de igual forma, terminan fracturando la soberanía tradicional de los Estados. A diferencia de los órdenes jurídicos anteriormente desarrollados, el DAG no se instituye como una rama propiamente del derecho internacional. Por su nombre, es un derecho fruto de múltiples centros de producción normativa que tiene como principal objeto de estudio la desestatalización del derecho administrativo, esto es, el análisis de las afectaciones a la autonomía estatal por parte de la regulación administrativa global. En concreto, este derecho hace referencia a la incidencia de diferentes entidades públicas, privadas o mixtas, ya sea de una manera imperativa o persuasiva, en las relaciones jurídico-administrativas de los Estados, de sus organismos administrativos internos y de sus administrados (Cassese, 2015; Harlow, 2006).
La primera forma de administración global[42] se circunscribe a las acciones administrativas ejercidas por parte de organizaciones internacionales gubernamentales. Las normas derivadas de estas entidades son acatadas por su fuerza vinculante o por su ingente capacidad de persuasión, en ocasiones, sin que sus destinatarios tengan la oportunidad para ejercer sus derechos de contradicción, participación o deliberación. Algunos ejemplos que podrían enumerarse serían las sanciones del Consejo de Seguridad de la ONU y sus respectivos comités, las advertencias sanitarias de la Organización Mundial de la Salud, o las condiciones administrativas requeridas por el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional para el otorgamiento de préstamos internacionales. En todos los casos, los diversos sujetos de derecho como Estados, instituciones e individuos terminan supeditados al cumplimiento de las decisiones producidas en el marco de esta administración pública internacional.
La segunda forma de administración global hace alusión a las redes transnacionales y los acuerdos de coordinación, en donde entidades reguladoras estatales cooperan con el objetivo de tomar decisiones que no son del todo vinculantes, pero que gozan de una alta vocación pragmática. Algunos casos paradigmáticos de estas acciones serían las orientaciones administrativas tomadas por el Comité de Basilea en materia bancaria y financiera, cuyos alcances trascienden a los miembros que lo conforman, o las recomendaciones científicas del Panel o Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático extensibles a todos los gobiernos.
La tercera forma de administración global se concibe como una administración dispersa internacional y hace referencia al modo como la regulación administrativa interna de los Estados tiene efectos extraterritoriales, particularmente, en relación con el comportamiento de ciertas agencias regulatorias domésticas en el espacio administrativo global. Un ejemplo serían las decisiones tomadas por agentes de regulación intraestatal en materia medioambiental que, por su naturaleza, terminan afectando a diversos sujetos en el mundo entero.
La cuarta forma de administración global hace referencia a la administración híbrida privada intergubernamental que es ejercida por órganos que combinan tanto a actores públicos como privados. En este caso, sus decisiones tienen trascendencia internacional, tal como ocurre con las asignaciones de los protocolos de las direcciones IP otorgadas por la ICANN o las recomendaciones de calidad de los alimentos o insumos alimenticios realizadas por la Comisión del Codex Alimentarius.
Y, finalmente, la quinta forma de administración global se concentra en las repercusiones administrativas generadas por órganos de naturaleza privada, como empresas transnacionales u organismos internacionales no gubernamentales, al momento de crear estándares regulatorios mundiales. En este contexto, algunos ejemplos serían los estándares de transacciones bancarias internacionales creadas por la SWIFT, o las calificaciones de riesgo de las diversas agencias calificadoras como S&P, Fitch o Moody’s.
Conclusiones
A pesar de la enorme influencia de las fuerzas posmodernas en los diversos ámbitos de la realidad, incluido el político, la soberanía sigue siendo considerada un elemento fundamental en los modelos estatales contemporáneos. Lejos de lo que se afirma desde posiciones normativas que propugnan su entera desaparición, el Estado todavía conserva algunas facultades monopolísticas que le han permitido seguir ejerciendo como el principal actor político en la formulación e implementación de decisiones colectivas. Sin embargo, ello no significa que el concepto de soberanía haya permanecido incólume ante las profundas transformaciones de la sociedad posmoderna. Fenómenos como la globalización o el neoliberalismo han influido en el ejercicio de las facultades soberanas hasta el punto de reconfigurar tres de sus elementos característicos: la autoridad, la legitimidad y la autonomía.
Primero, aunque pueda existir un consenso mayoritario sobre cuál es la naturaleza y el alcance de la soberanía de los Estados, resulta más controversial y equívoco establecer con claridad cuál es la autoridad final y absoluta sobre la que recae esta facultad. La posmodernidad, cada vez con mayor frecuencia, ha venido fragmentando las instituciones políticas que fungen como mecanismos de congregación social, entre ellas, la nación, la población o el parlamento. El proceso de personalización, que antepone lo individual a lo colectivo, ha repercutido en el vínculo político del ciudadano con el Estado ya sea a través de una participación directa o delegativa; más aún, ha resquebrajado los instrumentos de representación política tradicionales por medio de los cuales las demandas y los apoyos ciudadanos son canalizados. Por este motivo, es necesario poner nuevamente en el centro del debate normativo la pregunta sobre el demos, esto es, sobre quién verdaderamente es o debería ser la autoridad política fundamental que detente la soberanía en una realidad fluctuante y vertiginosa.
Segundo, si bien es cierto que en el ejercicio de sus actividades soberanas el Estado ha conservado algunas actividades monopolísticas, también lo es el hecho de que ha concedido una serie de prerrogativas importantes a sujetos de naturaleza privada y mixta. Procesos como la mercantilización o la privatización han llevado a que sean estos agentes metaestatales los que, cada vez más, sean los titulares y responsables de las funciones públicas. Las razones de esta concesión se fundamentan en la premisa de la eficiencia: el Estado es una entidad que, por su naturaleza pública, no es capaz de administrar o asignar eficientemente los recursos colectivos o de satisfacer eficazmente las demandas ciudadanas. No obstante, este proceso de transferencia ha incluido competencias tradicionales del Estado, como la administración de justicia, o facultades administrativas de orden regulativo, como la provisión de bienes y servicios públicos, lo que ha conducido a que la misma soberanía se haya reconfigurado en pro de la esfera privada.
Y tercero, en términos de autonomía, la soberanía estatal encuentra un límite importante en la normatividad internacional. En principio, desde visiones teóricas clásicas como las de Hobbes o Bodin, la soberanía puede encontrar un sustento argumentativo sólido que le permita ser considerada como un poder ilimitado. No obstante, el sistema político y jurídico contemporáneo exige un comportamiento de todos los actores políticos, incluido el Estado, que vaya en pro de los principios, derechos y valores de toda la Comunidad Internacional. En efecto, la existencia y diseminación de este marco normativo ha condicionado las acciones de los Estados no solo en el ámbito externo, sino también en el doméstico. Por esta razón, es posible concluir que las funciones soberanas de los Estados en el siglo XXI no se circunscriben solamente a las acciones que se someten irrestricta e ilimitadamente a su propia jurisdicción; por el contrario, deben ir a la par de la protección de bienes, necesidades e intereses colectivos que comparten los ciudadanos del mundo sin ninguna distinción.
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[42] La tipología utilizada se deriva del trabajo de los profesores Kingsbury et. al. (2005).
Notas
Información adicional
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