ARTICULO

ERCILLA, LA GUERRA JUSTA Y EL DUELO. FUENTES Y RAZONES

ERCILLA, JUST WAR, AND DUEL. SOURCES AND REASONS.

Luis GÓMEZ CANSECO
Universidad de Huelva, España

ERCILLA, LA GUERRA JUSTA Y EL DUELO. FUENTES Y RAZONES

Arte Nuevo, vol. 8, pp. 47-83, 2021

Université de Neuchâtel

Recepción: 24 Agosto 2020

Aprobación: 17 Octubre 2020

Resumen: El canto XXXVII de la tercera parte de La Araucana se inicia con un excurso sobre la guerra justa y el duelo, que Ercilla utilizó como prefacio para tratar de la anexión de Portugal por parte de Felipe II. El pasaje ha sido reiteradamente estudiado desde muy diversos puntos de vista, pero se ha obviado que su fuente directa es el Tratado de la guerra y el duelo, que compuso su padre, Fortún García de Ercilla, en 1528.

Palabras clave: Alonso de Ercilla, La Araucana, Fortún García de Ercilla, Tratado de la guerra y el duelo, guerra justa, duelo, Juan Ginés de Sepúlveda, Bartolomé de las Casas.

Abstract: The canto XXXVII of the third part in La Araucana begins with an excursus on Just War and duel that Ercilla used as a preface to his commentary on the annexation of Portugal by Philip II. The passage has been studied from different points of view, but without ever considering that his direct source is the Tratado de la guerra y el duelo by the poet’s father, Fortún García de Ercilla (1528). Besides being a late homage to the paternal memory, this fact conditions the political reading of the text.

Keywords: Alonso de Ercilla, La Araucana, Fortún García de Ercilla, Tratado de la guerra y el duelo, Just War, Duel, Juan Ginés de Sepúlveda, Bartolomé de las Casas.

Para mi doña Mercedes, sabia araucana

Por la razón que fuese, Ercilla decidió dar remate a la tercera y última parte de La Araucana (1589) con un canto consagrado a la anexión de Portugal, que Felipe II consumó en 1580. Conforme a la información que suministra Cristóbal Mosquera de Figueroa en su Comentario en breve compendio de disciplina militar (1596), parece que el poeta tuvo la intención de componer un poema épico sobre ese conflicto provocado por la ausencia de heredero para la corona lusa: «No trataremos largamente en este elogio —escribe el sevillano— de estas últimas jornadas, porque don Alonso de Ercilla ha comenzado a escribir estas vitorias en verso nu- meroso y, procediendo con la felicidad que de su ingenio se espera, pondrá en olvido todos los demás escritos» (fols. 174v-175r)1. Ercilla no llegó a rematar ese proyecto y desde luego nunca lo publicó. No resulta improbable, sin embargo, que utilizara las estrofas compuestas hasta ese momento para dar cierre a La Araucana. De hecho, el canto XXXVII, donde se ocupa de la contienda portuguesa, comienza con un exordio de transparente naturaleza épica:

Canto el furor del pueblo castellano con ira justa y pretensión movido

y el derecho del reino lusitano

a las sangrientas armas remitido,

la paz, la unión, el vínculo cristiano en rabiosa discordia convertido,

las lanzas de una parte y otra airadas

a los parientes pechos arrojadas. (XXXVII, 1-8)2

En ese punto y hasta el verso 104, se aplaza el asunto luso para introducir un excurso sobre la guerra justa y la licitud del duelo bajo determinadas circunstancias. La justificación de la guerra encaja como anillo al dedo en el discurso del poema, pues no en vano va iniciarse un conflicto bélico para dilucidar los derechos sobre el trono portugués. Sin embargo, las consideraciones sobre el duelo resultan por completo impertinentes, pues ningún duelo va a referirse a lo largo del canto. Bien es verdad que la tercera parte del poema se abría en el canto XXX, con una condena de los desafíos individuales, de la que poeta se sirvió para retomar el combate sin- gular entre Rengo y Tucapel, que había dejando en suspenso en 1578. Al finalizar la segunda parte se leía: «Tenemos hoy la prueba aquí en la mano / de Rengo y Tucapel, que, peleando / por solo presunción y orgullo vano, / como fieras se están despedazando» (XXX, 49-52).

En lo que corresponde a los dos caciques araucanos, por más que sean presentados bajo el prisma de los héroes clásicos, no hay que olvidar que son indígenas que rigen sus disputas al margen de las disquisiciones teóricas que teólogos y juristas hicieron sobre los duelos en Europa. En cuanto a la conexión entre la guerra justa y el desafío individual que se hace en el canto XXXVII, solo cabe decir que se trata de cuestiones inconexas y, en principio, completamente independientes entre sí. Cabría, pues, preguntarse qué razón llevó a Ercilla a mezclar aquellas berzas con estos capachos.

A la hora de explicar la presencia estas reflexiones sobre los desafíos en La Araucana, la crítica ha pasado casi de puntillas. Tan solo William Mejías-López (1994) ha atendido al asunto para concluir que Ercilla estaría condenando las dis- posiciones y prácticas sobre el duelo en Castilla, al tiempo que vertería en sus versos un elogio tácito de los usos y acuerdos araucanos, tomados en asamblea y que rigen el enfrentamiento entre Tucapel y Rengo3. Esa inclinación hacia los indígenas ha marcado también la línea de separación respecto al concepto de guerra justa, pues hay quien ha sostenido que le sirve al poeta para justificar la expansión del imperio y quien, por el contrario, ha visto una censura de las prácticas de conquista4. Entre los primeros —en número sin duda menor— hay que contar a Jorge Gissi Bustos (1978: 276), Isaías Lerner (1999: 98) o Cedomil Goic, que apunta que la justificación de la guerra alcanza a todos los territorios del imperio:

En su sentido global, las guerras de Chile son interpretadas desde el punto de vista imperial como guerras justas; la rebelión de los indios se interpreta como violencia a la fidelidad jurada al monarca, necesitada de justo castigo. La inclusión de los espacios de San Quintín, Lepanto y Portugal se hace en representación de la guerra justa como manifestación del imperio en todos los extremos del universo en que está presente. La última, específicamente da lugar en el extenso exordio del Canto XXXVII, a una elaboración de los argumentos jurídicos que fundamentan los legítimos reclamos de Felipe a la sucesión del trono de Portugal. De esta manera, las guerras de Chile son puestas en el mismo contexto de las acciones y responsabilidades imperiales en Europa y Oriente, y quedan integradas en el conjunto de una visión política y moral. (2006: 154)

Por su parte, Blas Medina Ávila (2013: 17) ha conectado las ideas de Ercilla con las de Juan Ginés de Sepúlveda, defensor del derecho hispano a la conquista y al que apunta como fuente posible para justificar la presencia de este ideario en Ercilla. Frente a Medina Ávila, gran parte de la crítica ha entendido que el poeta tuvo conocimiento de los debates celebrados en la Junta de Valladolid de 1550 y que se habría inclinado hacia las posiciones de fray Bartolomé de las Casas5. En ese espíritu lascasiano y en la afinidad con el ideario de Francisco de Vitoria sobre la guerra justa han insistido de diversos modos Alberto Cruchaga Ossa (1935), Ciriaco Pérez Bustamante (1952), Jaime Concha (1996), Enrique de Gandía (1960), José Durand (1964), William Mejías-López (1992) o David Quint (1993: 166-167), que han alegado como cauce complementario las doctrinas de fray Gil González de San Nicolás, un dominico cercano a las Casas que acompañó a la expedición de García Hurtado de Mendoza. En efecto, fray Gil cuestionaba la licitud de la guerra contra los indios y, como refiere el cronista Góngora y Marmolejo, «en las oraciones que hacía a los soldados, les decía se iban al infierno si mataban indios, y que estaban obligados a pagar todo el daño que hiciesen y todo lo que comiesen, porque los indios defendían causa justa, que era su libertad, casas y haciendas» (Historia de todas las cosas, pág. 283)6. Según Promis Ojeda, Ercilla estaría censurando el «genocidio inmisericorde de los indígenas» (1995: 95), al tiempo que «patrocinaba una guerra justa que tuviera en cuenta los derechos de los indios» (Mejías-López 1992: 69-70). Aun cuando el excurso sobre la guerra justa sirve como prefacio a unos versos sobre la anexión de Portugal, hay quien, como Ricardo Padrón, intuye que ocultan una condena en clave de toda la política imperial de España:

Space will not allow me to consider this final canto, which reads like a defense of Philip II’s annexation of Portugal that draws upon just war theory. I suspect, how- ever, that this canto should be read, like the rest of the Araucana, for a critical discourse contained within its manifest effort to toe the imperialist line. (2004: 264)

Ante tal bifurcación exegética, otros críticos han preferido tomar por el camino de en medio, como hizo Arnold Chapman, cuando afirmaba que «las guerras araucanas son justas e injustas al mismo tiempo» (1978: 97). En esa contradicción interna abundaron Ramona Lagos (1981: 179) y Beatriz Pastor, asegurando que los episodios bélicos referidos a Europa en el poema —San Quintín, Lepanto y Portugal— se presentarían como ejemplos de una guerra justa frente a «the imperialistic wars of conquest, represented in the poem by the campaigns against Arauco» (1994: 268-269). Por su parte, Elizabeth Davis (2000: 39) ha apuntado al conocimiento que Ercilla habría adquirido a partir de los debates teológicos en torno a la guerra justa, mientras que Cyrus Moore (2014: 70, 116), Imogen Choi (2014: 426-427) y Celia López Chávez (2016: 53, 83-84) han subrayado los conflictos que ese ideario teórico genera cuando se aplica a la realidad de la conquista en el territorio americano. Especialmente interesante resulta el trabajo de Choi (2019: 82-84), que replantea la cuestión del duelo en relación con los modelos de Torquato Tasso y su Gerusa- lemme liberata.

Hace unos años, Isaías Lerner quiso encontrar una huella del pensamiento pacifista de Erasmo de Rotterdam en las ideas que sobre la guerra se vierten en La Araucana: «Lo significativo de estos comentarios sobre la justificación de la guerra, es que no son el resultado de una meditación sobre la conquista de Chile, sino sobre la de Portugal, Ercilla no parece haberse cuestionado la justicia de la empresa americana, pero siente necesario el apoyo ideológico para la anexión peninsular» (1984: 266). A esa influencia del humanismo cristiano se han atenido Rodrigo Faúndez Carreño (2004: 112), Beatriz Aracil Varón (2011) o Eva Valero (2016: 44 y 91), al tiempo que Sebastián Sánchez (2002) ha insistido en las conexiones con la escuela de Salamanca y tanto Patricio Serrano Guevara (2007: 39) como Imogen Choi (2019: 82-83) han percibido ecos ideológicos del senequismo.

En 1964, Jaime Concha fue el primero en recordar que «el padre del poeta, Fortún García de Ercilla, fue también magistrado experto en cuestiones relativas al ius belli» (1996: 518). A esa sombra paterna han vuelto a remitir Mejías-López (1992a: 1-2 y 1992b: 101), Aracil Varón (2011:149-151) y López Chávez (2016: 70), aunque siempre de la misma suerte lacónica que Concha, poniendo sobre el papel un nombre sin contenido alguno. Pero lo cierto —y es lo que me propongo demostrar en estas páginas— es que todo el ideario sobre el duelo y la guerra justa que aparece en La Araucana lo tomó Ercilla a la letra de los escritos de su padre, en concreto del Tratado sobre la guerra y el duelo, que don Fortún compuso en 1528.

UNA FUENTE DOCTRINAL

Fortún García de Ercilla —Fortunius Garcia en su forma latinizada— había nacido en la última década del siglo XV e inició sus estudios universitarios en Salamanca7. En 1509 pasó al Colegio de los Españoles de San Clemente en Bolonia con una beca que había respaldado el mismísimo cardenal Cisneros. A la postre, llegaría a ser docente en la misma institución, alcanzando en 1513 el grado de doctor en derecho civil. Más tarde, llamado a Roma por el papa León X, obtendría el doctorado en derecho canónico y publicaría varios tratados y comentarios jurídicos que le otorgaron una notable fama8. Durante ese período italiano, mantuvo una firme amistad con Juan Ginés de Sepúlveda, quien en una carta de 1517 dirigida a Diego de Arteaga, rector entonces del colegio, se refería a él como «vitae meae magistrum moderatoremque», ‘maestro y rector de mi vida’ (Epistolario, I, pág. 1)9.

Por esos años, García de Ercilla aceptó la invitación del emperador Carlos V, que lo reclamaba para su servicio. Desde 1518, lo vemos ya en Valladolid y en 1523 entró en el Consejo de Navarra. Al año siguiente pasó al Consejo de Órdenes, para luego acceder al de Santiago, cuyo hábito tomaría definitivamente en 1527. Pero fue en abril de 1528 cuando se incorporó al Consejo Real, bajo la protección del carde- nal Juan Prado de Tavera, arzobispo de Toledo e inquisidor general. La figura del jurisconsulto fue adquiriendo peso en la corte y el cronista Esteban de Garibay ase- guraba respecto a sus labores en el Consejo que, «en catorce años, poco más o menos, que estuvo en él, ningún negocio de importancia se ofreció en él que el Em- perador no le mandase librar con su intervención y voto». El propio Garibay dio cuenta de las circunstancias que le llevaron a componer el tratado que aquí nos ocupa:

[El emperador] estimole en tanto que, cuando los reyes de Francia e Inglaterra, Fran- cisco I y Enrique VIII le desafiaron por sus reyes de armas en Burgos, en 22 de enero del año de 1528, con más deseo de ostentación que del duelo, como en este negocio se tratase en sus Consejos de Estado y Guerra y en otros, de quien mayor confianza hizo el emperador en materia de letras en este grave y difícil negocio, fue de él. En ella escribió un discurso, con mucha elocuencia y erudición, autorizándole con lo más puro de todo lo que hay escrito en derecho, y con muchas historias divinas y humanas y doctrina de filosofía moral, donde se hallarán cosas de gran, importancia para la institución y gobierno de los reyes y de sus reinos. (De los caballeros, pág. 521)10

En efecto, cuando recibió el cartel de desafío de Francisco I, el emperador solicitó pareceres a diversas personas y muy especialmente al Consejo de Estado, que desaprobó terminantemente el duelo, concluyendo que, «según ley divina y razón natural son prohibidos y dannados semejantes desafíos y que V. M. como emperador, rey y Señor no puede ni debe efectuar este desafío porque V. M. tiene obligación a la observancia de la ley divina y natural que ningún príncipe cristiano del mundo; e los del Consejo no podemos no debemos dar otro consejo» (Cartas escritas a Carlos V, págs. 52-53). La respuesta del Consejo iba firmada en último lugar por «Fortunio Dercilla, doctor»; pero parece que el consejero envío un parecer personal a Carlos V en el que ponía distancia con los demás miembros: «Estos señores aconsejan como letrados; V. M. obre como caballero» (Nonell, 1963: 12). El emperador, como es sabido, aceptó el reto y envío el mensaje al retador con Borgoña, su rey de armas, aunque Francisco I no consentiría en recibir el cartel imperial de desafío. Fue en ese contexto y a instancias del emperador, cuando Fortún García compuso su Tratado de la guerra y el duelo.

La obra fue concebida como un argumentario al servicio de Carlos V y de su política desde la perspectiva del humanismo jurídico, pues la atención al caso práctico que había de resolver viene ilustrada por una infinidad de citas y referencias a autores griegos y latinos, a la Biblia, a los padres de la Iglesia y a hechos históricos diversos. García de Ercilla partió de un concepto teológico de la guerra para tratar luego del desafío lanzado por Francisco I, de la postura del emperador y de la licitud del duelo para la paz y el bien público. El tratado se cierra con una sección independiente denominada Capítulo de las razones generales por donde parece que los combates y desafíos de uno por uno son injustos, y como la justicia es princesa y emperadora de todas las virtudes, que, a pesar del título, concluye avalando el derecho del monarca para aceptar y responder al desafío11.

El texto nos ha llegado en dos testimonios conservados en la Biblioteca Nacional de España. El primero corresponde al manuscrito 943, cuyo título reza Libro hecho por Fortunio García de Ercilla, caballero de la orden de Santiago, del Consejo Real y de la cámara del emperador Carlos V, nuestro señor. Tratado de la guerra y el duelo. Se trata de una copia en limpio realizada en el siglo XVI a partir de otro original previo, como cabe deducir del tipo de enmiendas y adiciones que se aprecian en diversos lugares. El códice esta foliado con números romanos hasta el folio CXI y en arábigos desde el 112 al 126, coincidiendo con el Capítulo de las razones generales12. En los preliminares, se anotó con letra muy posterior la siguiente información: «Este códice procede de la primitiva biblioteca de Felipe V». Es, pues, muy probable que el manuscrito se guardara entre los fondos reales desde que llegó a manos de Carlos V. Por su parte, el manuscrito 957 es copia del anterior, realizada a finales del siglo XVII13.

No tenemos certeza alguna sobre el momento en que Ercilla leyó el Tratado de su padre, pero me inclino a pensar que lo hizo después de 1578, cuando se es- tampó la segunda parte de La Araucana. Téngase en cuenta que, al poco de morir Fortún García, se deshizo el hogar familiar y los Ercilla se integraron en el servicio de la corte. El poeta además era muy joven cuando inició sus viajes por Europa, que terminarían llevándolo al Perú y se añade a ello el hecho de que el libro manuscrito se conservara en la biblioteca real, con un acceso entonces difícil o restringido para él. Entiendo que fue allí donde hubo de leerlo, o acaso en una copia sacada del original. Sea como fuere, lo cierto es que aprovechó la lectura para iniciar el primer canto de la tercera parte de su poema con un preámbulo reflexivo sobre el duelo de Rengo y Tucapel, que sigue punto por punto el Capítulo de las razones generales por donde parece que los combates y desafíos de uno por uno son injustos. Para empezar, de ahí procede la condena general con que arranca el canto XXX:

Cualquiera desafío es reprobado

por ley divina y natural derecho,

cuando no va el designio enderezado

al bien común y universal provecho

y no por causa propia y fin privado,

mas por autoridad pública hecho,

que es la que en los combates y estacadas

justifica las armas condenadas. (XXX, 1-8)

Los dos primeros versos reescriben con idéntico vocabulario una sentencia paterna: «El juicio de los desafíos es reprobado así por derecho canónico como por ley civil y por razón natural y divina» (fol. 115/IIIv)14. Los siguientes versos de la octava resumen una idea que recorre el Tratado de principio a fin, según la cual el duelo solo está justificado en razón del bien común: «Si el desafío de la ley o del hombre se hiciese para venganza de rencor e ira particular o privada, no sería lícito […]. Cuando se concediese la licencia de guerrear o pelear contra algún súbdito por particular enojo o privado rencor sin haber consideración de razón publica, la tal licencia sería inicua y detestable» (fol. XVIr)15. Por su parte, el comienzo de la se- gunda estrofa se hace eco de un debate sobre la naturaleza teológica del duelo y su razón de ser como costumbre adquirida a lo largo de la historia:

Muchos querrán decir que el desafío

es de derecho y de costumbre usada,

pues con el ser del hombre y albedrío

juntamente la ira fue criada;

pero sujeta al freno y señorío

de la razón, a quien encomendada

quedó, para que así la corrigiese

que los términos justos no excediese. (XXX, 9-16)

Los endecasílabos condensan lo que en el Tratado se explica por extenso y haciendo referencia a los autores que defendían tal postura:

Disputase entre los doctores, si estos combates de uno por uno son de derecho natural, y concluye Juan de Ligniano, siguiendo el parecer de Bartolo y de las Glosas, que es de derecho natural, conviene a saber, de nuestro instinto, que naturalmente con nosotros mismos nace, por el cual cudiciamos las cosas, porque aquella alteración de la ira que nos mueve a pelear es natural, de donde dice que la pelea es derecho de naturaleza. (fol. 118/VIv)

Sin embargo, Ercilla, al igual que su padre, considera que la ira ha de someterse al gobierno de la razón y que esta ha de poner coto a sus excesos: «…ni a esto contradice que la inclinación de la ira nazca con nosotros según natura, y que lo haya inferido Dios en los humanos por razón eterna, porque, aunque la tal inclinación este en nosotros, mas encerrola Dios con la razón, que en el mismo cuerpo señorease» (fol. 119/VIIr). El poeta prosigue su discurso amplificando el argumento con la autoridad del Antiguo Testamento, que apela a la paz y a naturaleza racional que el ser humano comparte con la divinidad:

Y el profeta nos da por documento

que en ocasión y a tiempo nos airemos,

pero con tal templanza y regimiento

que de la raya y punto no pasemos,

pues, dejados llevar del movimiento,

el ser y la razón de hombres perdemos

y es visto que difieren en muy poco

el hombre airado y el furioso loco. (XXX,17-24)

Los versos, como puede verse, siguen muy de cerca el argumento expuesto en el Capítulo con esa misma apelación al profeta:

Y esto es lo que el profeta en el cuarto psalmo canta, cuando dice que no airemos para no pecar y añade con maravillosa doctrina que, si refrenamos por razón el movimiento de la ira, sacrificamos al Señor sacrificio de justicia, y por ella podemos esperar en el Señor. El cual sacrificio le podemos hacer por hombre, de la razón natural que esta en nosotros según nuestra naturaleza a la propia semejanza de la natura divina. De donde se nos da a entender que, así como airarnos nos viene de nuestra natura, así somos obligados a no pecar por ira, por lumbre natural, por la misma ley de natura, porque por la eterna razón, y por derecho de la naturaleza que de ella de- ciende nos airamos y somos movidos a ira, mas cuando el movimiento o su ejecución pasa la raya de la razón, no se obra por derecho de natura, ni por eterna razón. (fols. 19/VIIv)

Al tiempo, los versos 19-20 remiten hasta en el mismo léxico a otro pasaje del Tratado, donde también se invita a la templanzay se recuerda que la ira no ha de pasar la raya de la razón: «Aunque cada uno se pueda defender por ley humana y divina, ha de ser con templanza de defensa sin culpa y como sea verdad que el que pasa la raya no está dentro de ella en aquello que excede y pasa el término y límite de la defensa, ya no se defiende y es en culpa» (fols. LIIv-LIIIr).

El eje de la siguiente estrofa está en el yugo de la razón, que ha de gobernar las acciones humanas frente a la violencia:

Y aunque se diga, y es verdad, que sea

ímpetu natural el que nos lleva

y por la alteración de ira se vea

que a combatir la voluntad se mueva,

la ejecución, el acto, la pelea

es lo que se condena y se reprueba,

cuando aquella pasión que nos induce

al yugo de razón no se reduce. (XXX, 25-32)

La metáfora procede directamente del arsenal desplegado por Fortún García de Ercilla en su condena del duelo provocado por el furor o el deseo de venganza:

Por donde hemos de decir, que entonces es de derecho de la natura, cuando a la razón fuere obediente, así lo entienden los sacros doctores y nuestras leyes positivas, que son ministras y ejecutoras de esta misma razón, las cuales se hicieron, para que el apetito dañoso se redujese a la obediencia y yugo de la razón y justicia, y así, aunque las inclinaciones en la criatura razonal sean de natura y por esto naturales, mas cuando proceden a la ejecución y al obrar, han de ser naturalmente señoreadas y regidas de la razón. (fol. 119/VIIr-v)

Del mismo modo, la aceptación moral de la ira que conduce al desafío siempre que esté sometida a la razón se atiene a Fortún García, cuando afirma: «El apetito de la venganza es de ley de naturaleza y ordenado por eterna razón y subjecto a ella, según natura en el hombre razonable; así, cuando obra o procede por él a cosa desordenada o fuera de razón, esta obra es contra ley natural en el hombre» (fol. 120/VIIIr). La idea fue años después versificada por su hijo:

Por donde claramente, si se mira,

parece como parte conveniente

ser en el hombre natural la ira

en cuanto a la razón fuere obediente;

y en la causa común puesta la mira,

puede contra el campión el combatiente

usar de ella en el tiempo necesario,

como contra legítimo adversario. (XXX, 33-40)

La última octava de este exordio deliberativo en torno a los desafíos concluye con una enumeración de las razones que los hacen ilegítimos, señalando en último lugar la probanza de las armas, esto es, la averiguación de la verdad por medio del combate, conocida desde la Edad Media como juicio de Dios:

Mas si es el combatir por gallardía,

o por jatancia vana o alabanza,

o por mostrar la fuerza y valentía,

o por rencor, por odio o por venganza,

si es por declaración de la porfía,

remitiendo a las armas la probanza,

es el combate injusto, es prohibido,

aunque esté en la costumbre recebido. (XXX, 41-48)

El inventario que se hace en el poema acudiendo a la conjunción disyuntiva . responde punto por punto a la correlación que ofrece el Tratado con la marca del adverbio agora:

Esta costumbre repugna al bien eterno, así en el mismo combate como en el fin de la costumbre de los que pelean, agora se pelea por manifestar la verdad, agora por mostrar las fuerzas y vigor o valentía, agora por venganza del que pelea, ahora por ganas, honra y gloria, que verdaderamente podemos llamar vana, y como la tal costumbre no conviene al bien eterno, así no puede convenir al bien político. (fol. 118/VIr-v)

Puede afirmarse incluso que la ruptura sintáctica de ese catálogo, que se produce en el verso 45, responde a la importancia que García de Ercilla había otorgado a la última causa, la condena del juicio de Dios, cuando afirmaba que «la probanza de los combates fue inventada e inducida por persuación del diablo». La misma voz probanza pasa del Tratado al poema junto con la censura de tal práctica:

El juicio de los desafíos es reprobado, así por derecho canónico como por ley civil y por razón natural y divina […]. Infiérese también de lo que arriba se ha dicho que, como el juicio de este combate no sea cierto, la probanza de la victoria no es legítima, porque no es cierta ni concluyente. (fols. 115/IIIv-116/IIIIr)

Una vez hecho este ejercicio de versificación a partir de la doctrina paterna, retomó el poeta el combate entre Rengo y Tucapel, que había dejado en suspenso al finalizar la segunda parte de La Araucana.

DEL COMBATE SINGULAR A LA GUERRA JUSTA (Y VICEVERSA)

Ercilla decidió repetir la jugada en el último canto de La Araucana, el XXXVII. En este caso y como hemos visto, la imitación sirvió como prefacio teórico para una apología de la anexión de Portugal por parte de Felipe II, para la que el monarca hubo de acudir a la fuerza de las armas. Por ello la argumentación se inicia con una reflexión sobre el origen, las razones y la naturaleza de la guerra, que de nuevo coincide puntualmente con los asertos del Tratado de la guerra y el duelo:

La guerra fue del cielo derivada

y en el linaje humano transferida

cuando fue por la fruta reservada

nuestra naturaleza corrompida. (XXXVII, 9-12)

Al respecto había escrito Fortún García de Ercilla: «Si del principio de las guerras queremos comenzar; podremos derivarla origen de ellas, del principio de las contiendas del cielo, e mostrar que la causa toda del guerrear, como de toda nuestra miseria, fue el pecado y ofensa divina, que por el pecado comenzó entre los príncipes celestiales la guerra en el cielo» (fol. IIIr), que también señalaba como causa de las guerra el hecho de la naturaleza humana se hubiera corrompido tras el pecado original: «Esta es aquella discorde revolución y guerra de las cosas criadas, y en la cual por derecho de la naturaleza ya corrompida todas ellas contienden con- sigo mismas» (fols. IIIIv-Vr).

En el Tratado se afirma de inmediato que la guerra solo puede justificarse como instrumento para alcanzar la paz y para corregir los desmanes de los malva- dos: «La guerra de los cristianos debe de ser por necesidad, para que Dios nos libre de ella y nos conserve en la paz» y por ella «los malos sean castigados y apremiados al bien» (fol. VIIv-VIIIr)16. Estamos ante el mismo ideario que su hijo plasmó en verso:

Por la guerra la paz es conservada

y la insolencia humana reprimida,

por ella a veces Dios el mundo aflige

, le castiga, le emienda y le corrige;

por ella a los rebeldes insolentes

oprime la soberbia y los inclina,

desbarata y derriba a los potentes

y la ambición sin término termina. (XXXVII, 13-20)

Incluso en el verso 19 recoge Ercilla una máxima alegada por su padre, según la cual la guerra «derriba los poderosos» (fol. XLIr), que remite al evangelio de san Lucas 1, 52: «Deposuit potentes de sede». Los versos que cierran la octava tienen una importante dimensión jurídica:

la guerra es de derecho de las gentes

y el orden militar y diciplina

conserva la república y sostiene

y las leyes políticas mantiene. (XXXVII, 21-24)

Para empezar, el verso 21 es un endecasílabo tomado a la letra de la prosa paterna, que declaraba igualmente que «la guerra es de derecho de las gentes» (fol. Xr).17 El vínculo se extendería a la organización militar, que, a su vez, tendría como objeto la conservación de la legalidad y el orden político. Por ello, García de Ercilla afirmaba que «la orden y derecho militar es derecho de las gentes, constituido por humana providencia y derivado y sacado de la divina» (fol. Vr), para luego concluir con Cicerón lo siguiente: «Decía Tulio que el derecho militar y la conservación de la disciplina militar en la guerra, tocaba mucho a la seguridad y estado de la repú- blica, y por esto entienden nuestras leyes que el derecho militar es derecho publico» (fol. XXIIIv-XXIIIIr).

Frente a ese principio de una guerra ajustada a derecho, se plantea la posibilidad de un conflicto militar injusto, que no tuviera por objeto la paz y el bien público o que surgiera de intereses particulares:

Pero será la guerra injusta luego

que del fin de la paz se desviare

o cuando por venganza o furor ciego

o fin particular se comenzare;

pues ha de ser, si es público el sosiego,

pública la razón que le turbare. (XXXVII, 25-30)

En último término, son los mismos preceptos sostenidos por el jurisconsulto, parte de cuyo vocabulario se retoma en los versos:

De donde se conoce que, con la intención de la paz, se hace la guerra, pues guerreando alcanzamos la paz. (fol. VIIr)

De donde entendemos que cualquier guerra particular ha de estar fundada sobre derecho público y razón que convenga al sosiego de todos […], y así parece que, si el desafío de la ley o del hombre se hiciese para venganza de rencor e ira particular o privada, no sería lícito ni podría estar por justicia, porque las venganzas y ofensas y muertes en la república bien ordenada no se han de consentir por la salud de ella misma. (fol. XVv-XVIr)

Esa estrofa se cierra con dos versos que apelan al tópico clásico Membra sumus corporis magni, reinterpretado a la luz paulina de la primera epístola a los Corintios 12, 24, convertido en lugar común para el corpus politicum de la época:

No puede un miembro solo en ningún modo

romper la paz y unión del cuerpo todo; (XXXVII, 25-32)

La misma referencia se encuentra en varios lugares del Tratado, donde primero se afirma que «nuestros cuerpos son miembros de Jesucristo» (fol. XIv), para luego señalar que cabe legítimamente actuar contra el miembro que daña la paz de ese cuerpo: «Así como el médico corta y aparta un miembro podrido para curar y sanar todo el cuerpo, así los príncipes o las leyes, que son ánima de los buenos reyes, a los cuales esta cometida su república, pueden dividir algún miembro y determinar guerra contra él para sola la salud de ella» (fol. XVIr). En la tal idea se insiste en la siguiente estrofa para identificar la unidad entre los cristianos como una herencia divina que debe ser preservada:

que así como tenemos profesada

una hermandad en Dios y ayuntamiento,

tanto del mismo Cristo encomendada

en el último eterno testamento,

no puede ser de alguno desatada

esta paz general y ligamiento,

si no es por causa pública o querella

y autoridad del rey defensor de ella. (XXXVII, 33-40)

Los cuatro primeros versos adaptan en su literalidad una de las sentencias que abre el Tratado: «La paz es necesaria a la hermandad cristiana y tan encomendada de Dios y dejada por herencia de la vida y verdad en el ultimo y eterno testamento» (fol. Ir). A su vez, la segunda parte de la octava recoge una idea central en la doctrina formulada por García de Ercilla: «No se debe desatar la paz sino por causa publica, ni puede nadie por voluntad privada o utilidad particular romper esta paz y constituirse por enemigo de otro» (fol. XIVv). Bajesas condiciones previas, la guerra no solo sería justa y lícita, sino comparable a la que los ángeles mantuvie- ron con los ejércitos infernales:

Entonces como un ángel sin pecado,

puesta en la causa universal la mira,

puede tomar las armas el soldado

y en su enemigo esecutar la ira;

y cuando algún respeto o fin privado

le templa el brazo, encoge y le retira,

demás de que en peligro pone el hecho,

peca y ofende al público derecho. (XXXVII, 41-48)

Otro tanto se lee en el Tratado: «Si estamos atentos y tenemos el cuidado de encaminarnos en la vía derecha, hallaremos que un caballero andando por ella, puede pelear tan sanctamente como un arcángel» (fol. IIr), que más adelante añade:

Si hablamos en un caballero o soldado que sigue la guerra, no solamente puede matar al enemigo sin preceder desafío o otra solemnidad, sea en campo abierto sea en ce- lada o por asechanzas, mas es obligado de matar por disciplina militar al enemigo que resiste , si no se quiere hacer reo o culpable de las leyes de guerra y de la misma disciplina, como lo tenemos por muchos derechos canónicos y civiles, y así lo dice sancto Augustín hablando por derecho y justicia común de las gentes. (fol. XIXr-v)

De inmediato, se abordan los derechos que han de reconocerse a quienes combaten en una guerra justa, y que alcanzan, en primer lugar, al uso de la violencia contra el enemigo y luego al poder que le corresponde sobre los vencidos:

Por donde en justa guerra permitida

puede la airada vencedora gente

herir, prender, matar en la rendida

y hacer al libre esclavo y obediente;

que el que es señor y dueño de la vida

lo es ya de la persona y justamente

hará lo que quisiere del vencido,

que todo al vencedor le es concedido. (XXXVII, 49-56)

El primero de esos derechos se plasma en el Tratado en términos muy semejantes: «Esta es la razón por la cual en campo abierto o en celada, o en todo el tiempo que dura la guerra o el enemigo, lo podemos ofender, prenderle y matarle» (fol. LVIIv), y otro tanto sucede con la potestad de esclavizar al sometido: «Por natural y común razón de todas las gentes y por ley divina, los vencidos se dan a los vence- dores por cautiverio y por servidumbre» (fols. LXXVIIv-LXXVIIIr).

Esas prerrogativas que rigen para la guerra justa las traspuso Fortún García a las leyes que habían de tutelar el duelo, siempre que este se atuviera a razones legítimas: «Al enemigo que nos hace la guerra podemos acometer ofender y matar, agora sea en recuentro de pocos a pocos, agora en escaramuza o combate de uno a uno, agora salteándolo por celada» (fol. LVv). No ha de olvidarse que el propósito principal del Tratado de la guerra y el duelo era sostener el derecho del emperador a responder al desafío del rey francés, lo cual explica esa traslación de principios desde la guerra al duelo. En el caso de La Araucana, sin embargo, el giro resulta injustificado:

Y pues en todos tiempos y ocasiones

por la causa común, sin cargo alguno,

en batallas formadas y escuadrones

puede usar de las armas cada uno,

por las mismas legítimas razones

es lícito el combate de uno a uno,

a pie, a caballo, armado, desarmado,

ora sea campo abierto, ora estacado. (XXXVII, 57-64)

El poeta resume los argumentos del jurista al afirmar que el duelo solo es justo y lícito si se celebra bajo el amparo de la autoridad real y si no responde a una causa particular o arbitraria:

En guerra justa, es justo el desafío,

la autoridad del príncipe interpuesta,

bajo de cuya mano y señorío

la ordenada república está puesta;

mas si por caso propio o albedrío

se denuncia el combate y se protesta,

o sea provocador o provocado,

es ilícito, injusto y condenado, (XXXVII, 65-72)

En cuanto a lo primero, afirmaba García de Ercilla: «El desafío no se puede hacer sino delante del rey y por su auctoridad, porque es la cabeza de su república y representa a toda ella, y por esta misma causa los que por su auctoridad rompen la paz, ofenden a toda la universidad y a la república toda» (fol. XIVv). De lo segundo ya hemos leído que «nadie por voluntad privada o utilidad particular romper esta paz y constituirse por enemigo de otro» (fol. XIVv). Según el Tratado, eran los mismos reyes quienes habían de prohibir toda suerte de desafíos que no estuvieran encaminados al bien común:

Los príncipes deben en ninguna manera dar licencia a sus súbditos para la rabia de los combates de uno por uno, y como los sabios que enseñan la guerra debieran vedar los desafíos que entre los amigos deshacen la paz y no debieran dar orden a condenadas armas, que no hay cosa más abominable ni tan dañosa al humano linaje que el pelear y la guerra, cuando no es encaminado en la obediencia de la razón ni guía da por autoridad y justicia. (fol. Iv)

Como puede verse a continuación, el hijo se limitó a poner en metro los preceptos paternos:

y los cristianos príncipes no deben

favorecer jamás ni dar licencia

a condenadas armas que se mueven por odio,

por venganza o competencia;

ni decidan las causas ni se prueben

remitiendo a las fuerzas la sentencia,

pues por razón oculta a veces veo

que sale vencedor el que fue reo. (XXXVII, 73-80)

Los versos 77-80, donde se retoma el asunto del juicio de Dios, vuelven a coincidir con los planteamientos del Tratado, cuando condena tal práctica y pone como ejemplo el hecho de que el culpable salga con frecuencia victorioso: «Los que pelean suelen decir que vienen al juicio de la verdad, y así lo suelen entender los vulgares; mas como este juicio sea de las cosas ocultas y reservadas a Dios, cuando los humanos lo quieren usurpar, no puede ser que no sea detestable y malo […]. Y esta es la causa porque, sabiendo incierto este juicio, muchas veces se ha visto vencedor el que después se halla culpado» (fol. 114/IIv)18. La condena se amplía en la siguiente estrofa, entendiendo que el resultado del combate compete a la fortuna, mientras que la justicia reside únicamente en la providencia divina:

Y el juicio de las armas sanguinoso

justa y derechamente se condena,

pues vemos el incierto fin dudoso

según la suma providencia ordena;

que el suceso ora triste, ora dichoso

no es quien hace la causa mala o buena,

ni jamás la justicia en cosa alguna

está sujeta a caso ni a fortuna. (XXXVII, 81-88)

Se retoma aquí el debate abierto en los versos 45-48 del canto XXX, acudiendo al mismo pasaje del Tratado: «Como el juicio de este combate no sea cierto, la probanza de la victoria no es legítima, porque no es cierta ni concluyente, que, si algunas veces se vence sin que el vencedor tenga justicia, mal se probará la justicia de la causa por la victoria de esta contienda» (fols. 116/IIII). Pero el poeta cambia entonces de tercio para afirmar que la responsabilidad moral de la guerra incumbe a la persona del monarca, en tanto que a sus soldados solo les cabe la obediencia:

Digo también que obligación no tiene

de inquirir el soldado diligente

si es lícita la guerra y si conviene

o si se mueve injusta o justamente,

que solo al rey, que por razón le viene

la obediencia y servicio de su gente, como gobernador de la república,

le toca examinar la causa pública.

Y pues del rey como cabeza pende

el peso de la guerra y grave carga

y cuanto daño y mal de ella depende

todo sobre sus hombros solo carga, (XXXVII, 89-100)

En el Tratado se consagra todo un capítulo a este asunto bajo el título «Como al príncipe pertenece el consejo y determinación de la guerra», en el que se afirma:

Los inferiores y súbditos no podemos tratar de la injusticia de la guerra que hacen nuestros príncipes, porque la auctoridad de la paz y la determinación de la guerra esta reservada a los príncipes por ley de natura, que la orden natural de los mortales, que se ordena para la paz, quiere que el consejo y auctoridad de tomar la guerra o dejarla esté en el príncipe, como en su cabeza […]. El príncipe, como principio a quien se reduce toda su república, puede disponer y tiene auctoridad de justicia en todas las cosas que a ella pertenecen […], y por esta causa no hemos de disputar de la justicia de la guerra que por pregón del príncipe y por su edicto está promulgada, mas hemos de obedecer en el guerrear al mandado de nuestro rey y tenerla por justa. (fol. IXv-Xr)

Dado que el rey asume en su persona la responsabilidad de afrontar la guerra, en La Araucana se le advierte de la gravedad que implica tal decisión y de las causas que la hacen ilegítima: «Debe mucho mirar lo que pretende / y, antes que dé al furor la rienda larga, / justificar sus armas prevenidas, / no por codicia y ambición movidas» (XXXVII, 101-104). Los términos del aserto son similares a los que había usado Fortún García, cuando afirmaba que «quebrantar las gentes y someter provincias por cudicia de reinar no es sino gran latrocinio, por que se ha de hacer la guerra no por cudicia de reinar ni por crueldad de venganza, ni por gana de hacer daño, mas por necesidad de defensa o de la paz» (fol. XXIIv). El jurista, sin embargo, concluyó que a Carlos V no le movía ninguna pasión indigna: «Parece que el fin de nuestro rey ni sea cudicia de imperar ni apetito de venganza» (fol. VIIIv). Años después, su hijo hizo lo propio con Felipe II, hijo a su vez del emperador, cuya aspiración a la corona lusa se iba a presentar de inmediato como un legítimo derecho hereditario ajeno a cualquier forma de ambición política o territorial:

como Felipe en la ocasión presente,

que de precisa obligación forzado,

en favor de las leyes justamente

las permitidas armas ha tomado,

no fundando el derecho en ser potente

ni de codicia de reinar llevado,

pues se estiende su cetro y monarquía

hasta donde remata el sol su vía. (XXXVII, 105-112)

RAZONES Y RESULTAS DE UNA IMITACIÓN

Alonso de Ercilla y Zúñiga había nacido el 7 de agosto de 1533. Su padre murió en la villa de Dueñas a causa de la peste a principios de septiembre de 1534, cuando Alonso, su hijo menor, contaba con poco más de un año. La figura paterna, claro está, hubo de ser una sombra, aunque también un referente en la memoria de la familia como letrado y como servidor real. Por eso el conocimiento del manuscrito del Tratado de la guerra y el duelo, conservado en la biblioteca regia, despertaría en el poeta un vivísimo interés. De ahí que, aun sin mencionar la autoría, decidiera servirse de la obra en su propio poema, acaso como homenaje silencioso al padre muerto19.

Cuando se publicó la tercera parte de La Araucana, Ercilla contaba cincuenta y seis años, quince o dieciséis más de los que tenía su padre cuando falleció. En ese momento de madurez personal e intelectual, quiso incorporar a su poema —al menos en parte— la doctrina paterna en torno a los desafíos individuales y a la guerra justa. La primera ocasión surgió de una circunstancia probablemente fortuita y es que la segunda parte, estampada en 1578, había dejado en veremos el combate singular de Tucapel y Rengo. La costumbre aprendida en Ariosto de insertar exordios sentenciosos y reflexivos al comienzo de cada canto le facilitó la incorporación de seis octavas donde se limita a versificar las sentencias dictadas por su progenitor sobre los duelos, utilizando incluso léxico y expresiones similares.

A su vez, al poner punto al poema en el canto XXVII con un alegato a favor de la anexión de Portugal, el Tratado paterno le surtió de una amplia argumentación a la hora de justificar la guerra. Hasta trece octavas consagró al asunto, reproduciendo a la letra las teorías jurídicas que Fortún García había perfilado sesenta años antes, en 1528. De este modo, el recuerdo y el pensamiento del padre abrían y cerraban la última parte de la obra compuesta por el hijo. Este, sin embargo, no se limitó a tratar de las cosas de la guerra, sino que se extendió sobre la licitud de los desafíos, cuando, como se apuntaba al principio de estas páginas, se trataba de asuntos sin una conexión inmediata, ya que no había duelo alguno en los versos que refieren la pugna primero diplomática y luego militar por la corona lusa. La razón estaba en el Tratado de la guerra y el duelo, escrito precisamente para analizar las circunstancias del desafío que Francisco I había lanzado al emperador y justificar la réplica que a este le correspondía.

Hay que entender que quien imita al modo en que Ercilla lo hace en estos versos incorpora a su propio texto las razones del otro. Por eso esa conexión entre el concepto de guerra justa y la licitud del desafío personal, que en el caso de Fortún García quedaba justificada por una circunstancia histórica, aquí se proyecta sobre la figura de Felipe II, que de esta manera se ponía en parangón con la de su padre. Hasta cierto punto, la imitación que Alonso de Ercilla lleva a cabo convierte la anexión de Portugal en un desafío personal del monarca frente a los otros aspirantes al trono portugués —tácita y especialmente frente al prior de Crato—, rodeando a Felipe II de un halo caballeresco del que entonces carecía. Al tiempo, la presentación de la invasión armada de Portugal como guerra justa implicaba de paso su justificación teológica y jurídica. Del mismo modo que García de Ercilla había ale- gado a favor del duelo del emperador y el monarca francés, su hijo hacía lo propio con la acción de Felipe II para defender y sostener unos derechos hereditarios que se consideran legítimos y probados. El servicio que el jurisconsulto hizo al empera- dor se proyectaría en los versos que su hijo poeta compuso para el heredero de la corona, asumiendo las posiciones ideológicas y jurídicas que encerraba el Tratado.

Merece la pena compendiar esos principios que compartieron padre e hijo, según los cuales solo cabe aprobar la guerra como cauce para lograr la paz y someter a los que la alteran. De ahí se deduce que la justicia y la razón únicamente pueden corresponder a uno de los bandos, que se arrogaría la defensa de la paz y de la ley. Por otro lado, la guerra justa es presentada como un derecho, y el que participa en ella no pecaría en modo alguno, por más que se sirviera de la violencia contra el enemigo. El vencedor en una guerra justa alcanzaría por derecho un poder absoluto sobre los vencidos. No obstante, la capacidad de comenzar la guerra correspondería únicamente al rey, que asume con ello el peso moral de una decisión que en ningún caso ha de tomarse por ambición de poder o voluntad de ampliar los territorios del reino, sino solo pensando en el bien común. Así lo entendió Fortún García respecto al desafío de 1528 y de igual modo hizo Alonso de Ercilla en lo referente a la anexión de Portugal, atribuyendo a sus respectivos monarcas la justicia y la defensa de la paz, que habían sido alteradas en un caso por el desafío ilegítimo del francés, in- cumpliendo lo acordado en el Tratado de Madrid, y en el otro por los aspirantes a un trono que correspondería por derecho propio a Felipe II.20 Como ha señalado James Nicolopulos (2000: 267), estas circunstancias justifican el uso de las armas y la ira desplegada por los castellanos contra los portugueses rebeldes, aunque siempre en nombre de la paz pública y de la legitimidad, cuyo sostén y defensa concernía a la persona del rey.

Pero hay más. Ya vimos que Fortún García de Ercilla fue profesor y muy es- trecho amigo de Juan Ginés de Sepúlveda, que hacia 1517 escribió una carta repleta de elogios hacia su persona. Para cuando Sepúlveda llegó a España en 1536, su amigo estaba ya muerto21. Entre 1550 y 1551, tras la composición de su Democrates alter sive de justis belli causis apud indos (1550), participó en la junta reunida en Valladolid para debatir con fray Bartolomé de las Casas sobre la licitud de la conquista de Indias y la naturaleza de los indígenas22. Para entonces, Alonso de Ercilla, el hijo de su amigo, no tenía más de diecisiete años y andaba recorriendo Europa como paje del príncipe Felipe. Anduvo primero por Flandes entre 1548 y 1551 y luego, ya en 1554, fue a Inglaterra, adonde el príncipe había de casar con María Tudor. No es en absoluto improbable que, entre idas y venidas, el humanista y el joven poeta llegaran a conocerse en la corte, y que a este le llegara alguna noticia de aquel debate que Sepúlveda había sostenido con las Casas mientras él estaba en Flandes. Pero lo cierto es que en octubre de 1555 Ercilla dejó España para poner rumbo al Perú.

Pero más que los lazos humanos, aquí nos interesan los vínculos ideológicos y, en concreto, los referidos a la guerra justa. Sepúlveda se ocupó del asunto en su diálogo Democrates primus, sive de convenientia disciplinae militaris cum christiana religione dialogus (1535) y volvería sobre él en el Democrates secundus, que no llegó a las prensas, o en el De regno (1570)23. Siempre mantuvo posiciones favorables a la guerra y al imperio, que lo llevaron, entre otras cosas, a discrepar con Erasmo y con su idea de concordia cristiana. Consideraba que la guerra correspondía al derecho de gentes y que, por lo tanto, resultaba admisible bajo ciertas condiciones, como eran la declaración de la misma por parte del rey, la ausencia de motivos ilícitos como la codicia o la venganza y el concurso de causas legítimas, ya fuera la búsqueda de la paz, el mantenimiento del reino y la ley, la defensa o el castigo de los malvados. Era, como puede verse, el mismo ideario que Fortún García había expuesto en su Tratado de 1528 y que su hijo reproduce a la letra en La Araucana. Javier García Martín (2013) ha defendido con buenos argumentos la influencia decisiva que el pensamiento que Fortún García recoge en su Tratado tuvo sobre Ginés de Sepúl- veda. Por su parte, Blas Medina Ávila (2013: 13-17) ha sostenido que las ideas de que el poeta desplegó en torno a la guerra justa procederían de Sepúlveda. Ahora sabemos, no obstante, que ambos, el teólogo y el poeta, fueron deudores de García de Ercilla y compartieron con él la apología de la guerra bajo determinadas circuns- tancias.

En ese marco jurídico, hay un elemento de especial importancia que corresponde al ius post bellum y a los derechos del vencedor en una guerra justa. En los primeros versos de la octava que se consagra a este asunto, Ercilla afirma que «puede la airada vencedora gente / herir, prender, matar en la rendida», y añade que, tras la victoria, le cabe asimismo «hacer al libre esclavo y obediente». La razón de ese derecho consistiría en los atributos que se le asignan al vencedor en una pugna lícita:

que el que es señor y dueño de la vida

lo es ya de la persona y justamente

hará lo que quisiere del vencido,

que todo al vencedor le es concedido. (XXXVII, 50-56)

La doctrina, como hemos visto, procede directamente del tratado paterno De la guerra y el duelo, aunque el poeta la aplicó a la anexión de Portugal, entendiendo, eso sí, de manera evidente que no se iba a esclavizar a los súbditos lusos. Merece la pena traer aquí el Diálogo llamado Filipino que compuso Lorenzo de San Pedro en 1580 al hilo de la cuestión portuguesa y que se conserva manuscrito en la biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, pues San Pedro también alegaba como derecho legítimo la absoluta potestad que el vencedor tenía sobre el vencido:

Ley es general de los romanos que el vencido captivo en la guerra ha de quedar por esclavo del vencedor. Y lo mesmo se halla establecido entre las otras gentes, como parece por testimonio de Jenofonte, libro séptimo, donde dice: «Ley es inviolable y perpetuamente guardada de todos los hombres, que cuando la ciudad es ganada por asalto y fuerza de armas, todo lo que se gana en el saco, hombres y haciendas, son del soldado que hubo la presa en su poder». Y esta sentencia sigue Aristóteles, y esto ha lugar cuando la guerra fuere justa, como es esta que su majestad intenta contra vosotros por el derecho de este reino, que es suyo. (Diálogo Filipino, pág. 361)

Se trata del mismo principio jurídico que Juan Ginés de Sepúlveda invocó en su Democrates secundus para justificar el derecho que asistía a los españoles en las Indias:

Hay otra causa, muy justa y de gran jurisdicción, contenida en el derecho de gentes, esto es, en la ley natural, y consiste en que aquellos que hayan sido vencidos en justa guerra, cualquiera que fuera la causa que la originó, tanto ellos como sus bienes pasan a ser posesión de los vencedores que de ellos se apoderen. (Demócrates segundo, pág. 107)24

Bien es verdad que en una versión anterior de la obra se leía un pasaje, luego eliminado, que apelaba a la proporcionalidad con la que había de aplicarse tal potestad:

Aunque este sea un derecho común a todas las guerras justas, todavía cuando la guerra se hace solo para recuperar las cosas que han sido saqueadas, consideran los hombres sabios y religiosos que los daños que se causen al enemigo deben ser proporcionados a las injurias y el daño recibidos. Cuando por mandamiento o ley de Dios se persiguen y se castigan en los hombres impíos los pecados y el culto de los ídolos, se permite ir más allá contra el cuerpo y los bienes de los enemigos, si se r sisten de modo contumaz. (Demócrates segundo, pág. 105)25

La postura compartida por Sepúlveda y los dos Ercilla resulta transparentemente opuesta al pacifismo erasmista y choca en algún punto con el universalismo propugnado por algunos teólogos afines a la escuela salmantina26. Sea como fuere, no es esta ocasión para replantear a las bravas la lectura ideológica que se ha venido haciendo de La Araucana desde el siglo XIX y especialmente en las últimas décadas, pero entiendo que, a la luz de estos nuevos datos, habría que descartar por completo las interpretaciones que explican la obra como un discurso contrario a la corona y al imperio hispánico. Del mismo modo, convendría revisar y matizar el tan traído y llevado lascasismo de Alonso de Ercilla. La deuda literal y conceptual que el poema mantiene con los planteamientos jurídicos sobre la guerra justa que su padre defendió el Tratado de la guerra y el duelo resulta tan evidente como sus coincidencias con el pensamiento de Juan Ginés de Sepúlveda. Téngase además en cuenta que la imagen que Ercilla ofrece de los indios —salvo en el caso de la expedición al archi- piélago de Ancud— dista mucho de ser idílica, pues, junto a la faz heroica, dan muestras de codicia, violencia y brutalidad, como se aprecia en el saqueo de Concepción narrado en el canto VII o en la caracterización de los soldados de Lautaro en el XI.

Asimismo, es preciso recordar que las posiciones que Ginés de Sepúlveda sostuvo fueron bastante más matizadas de lo que los manuales simplifican. Como Ercilla, también Sepúlveda distingue entre el legítimo derecho de la corona y los abusos que cometen algunos de sus súbditos guiados por la codicia o la crueldad excesiva. También el teólogo cordobés insistió, como el poeta, en la conveniencia política de dar un trato humano a los vencidos, siempre bajo la condición de retirarse del pecado en el que viven:

En consecuencia, si no fuese por sus públicos pecados a que antes nos referimos, la idolatría y el sacrificio de víctimas humanas, de cuyo castigo se deba tomar cuenta, según antigua decisión de Dios, castigo que en rigor no les parece a los príncipes cristianos que deben imponer, por su humanidad y cristiana clemencia, lo cual es parte de las exigencias del Derecho de guerra, me parecería contrario a toda equidad el reducir a esclavitud a estos indios por la única culpa de haber hecho resistencia en la guerra. Me parecería igualmente contrario a toda equidad privarles de sus campos y posesiones, a no ser a aquellos que por su crueldad, pertinacia, perfidia o rebelión se hubiesen hecho dignos de que los vencedores les tratasen según la medida de la justicia, más bien que del derecho de guerra. (Demócrates segundo, págs. 129-130)27

Ercilla no llegó a condenar el acto de la conquista de manera palmaria en ningún momento, aunque desaprobara los actos particulares de algunos españoles y comprendiera el heroísmo y la firmeza de los araucanos en la defensa de su tierra. Bien es verdad que censuró en ellos su brutalidad, la desobediencia al rey y la ruptura con la fe cristiana, pero entendía que también los españoles se comportaron no pocas veces con una avidez y una crueldad insoportables. En esa situación, tanto los escolásticos de la escuela de Salamanca, como el propio las Casas y, desde luego, Ginés de Sepúlveda o el propio Alonso de Ercilla sintieron la necesidad de legitimar la guerra y conciliar el acto de conquista con los principios cristianos de paz y caridad. El ideal consistiría, tal como lo presenta Ercilla en su poema, en que el gobierno cristiano de Felipe II se extendiera de manera efectiva por todos los rincones del imperio. En La Araucana, sin embargo, parece admitir que esa aspiración se hace difícil, si no imposible, para el territorio de Chile. Otra cosa bien distinta sería la anexión de Portugal, precisamente el espacio al que se aplica la doctrina de la guerra justa al comienzo del canto XXXVII. Es aquí donde encaja el discurso político de Fortún García de Ercilla y Juan Ginés de Sepúlveda. Con todas las diferencias que quepa señalar entre ellos, ambos fueron funcionarios reales formados en el Colegio de San Clemente, institución que impulsó una ideología imperial y cristiana como respaldo a la política internacional de los Austrias28. Al integrar la letra y la doctrina del Tratado sobre la guerra y el duelo en su propio poema, Alonso de Ercilla estaba asumiendo ese ideario. Lo que no sabemos es si a esas alturas de su vida pensaba todavía en la conquista americana y en el indomable Arauco. Pudo tenerlo en mente, pero hacía ya treinta años que lo había pisado por última vez. Más bien parece que pretendió formular su reconocimiento expreso a la corona por la anexión de Portugal, señalándola como un ejercicio de guerra justa por parte de la monarquía hispánica.

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Notas

1 Aunque se imprimiera en 1596, el texto tiene aprobación de 1591 y contaba con una primera versión ya hacia 1586. Véase al respecto León Gustá (1996). Este trabajo forma parte de los proyectos Vida y escritura II [PID2019-104069GB-I00] y La Araucana [UHU-1241597], así como del CIPHCN.
2 Janik (1969: 97) señaló la deuda de estos versos con el preludio de la Farsalia, donde Lucano anuncia la intención y asunto de su canto.
3 Moore (2014: 92), por su parte, se sirve de este excurso para juzgar las acciones de algunos personajes en la trama. Sobre el duelo en el Siglo de Oro, su práctica y sus limitaciones legales, Chauchadis (1987) y Ampudia de Haro (2012). En la segunda mitad del siglo XVI parece haberse generado un debate en torno al duelo, que no solo alcanzó a Ercilla, sino también al Inca Garcilaso de la Vega, que, según señala Durand (1988), lo pre- sentó siempre como una práctica ridícula.
4 Sobre el concepto de guerra en Ercilla, véase Zavala (1944), Pereña (1954), Gandía (1960), Aquila (1973), Gissi Bustos (1978-1979), Mejías-López (1992), Bienvenu (1998), Aracil Varón (2011: 149-151), Espinosa An- tón (2014) y Mantovani (2017). En torno al concepto de guerra justa y el derecho de gentes en la época, entre otra mucha bibliografía, puede verse De la Brière (1944), Pereña (1954), Duchhardt (1998), Aranda Pérez (2005), Medina Ávila (2013: 14-17), Espinosa Antón (2014), Mantovani (2017) o García Cuadra (2017).
5 López Chávez (2016: 70) sostiene que Ercilla estuvo al tanto de ese debate antes de llegar a América.
6. Sobre fray Gil González, véase Ramírez (1986). 7. Nonell (1963: 3) lleva la fecha de nacimiento hasta 1494, Ezquerra Revilla (2009) la sitúa entre 1492 y 1494, mientras que Alberto Montaner (1997: 45) la retrasa hasta 1491. Sobre García de Ercilla, véase Rodrigo Caro, Varones insignes, págs. 57-59, Lampillas (1784: IV, 108 110), Medina (1916: 267-279), Nonell (1963: 1-19), Pérez Martín (1979: 559-562), Froldi (1981), Díaz Díaz (1988: III, 401), Martínez Millán (2000: 155-158), Ezquerra Revilla (2009), Decock (2013: 148-162) y Rentero Miñambres (2016: 112-116). 8. Entre otros, Commentaria in difficilimum ac uberrimum omnium contractuum parentem Tit. ff. De pactis (Benedetto Faelli, 1514; Lyon, J. Thierry, 1523), Ad titulum de iustitia et iure commentarium (Bolonia, 1517), Commentaria super legem Gallus de liberis et posthu. ff. diuisa in quattuor repetitiones (Bolonia, Giovanni Gio- lito de Ferrari, 1517) y De vltimo fine iuris canonici et ciuilis (Jean Moylin y Vincent de Portonariis, 1523). 9. Ese mismo año García de Ercilla hizo estampar la carta como prefacio a su Ad Legem Gallus commentaria (Gil, 2007: XXXV). 10. En torno a este desafío entre ambos monarcas, véase Nonell (1963: 69-78) y Fernández Álvarez (1979: 431-434 y 1999: 397-399).
7 Nonell (1963: 3) lleva la fecha de nacimiento hasta 1494, Ezquerra Revilla (2009) la sitúa entre 1492 y 1494, mientras que Alberto Montaner (1997: 45) la retrasa hasta 1491. Sobre García de Ercilla, véase Rodrigo Caro, Varones insignes, págs. 57-59, Lampillas (1784: IV, 108 110), Medina (1916: 267-279), Nonell (1963: 1-19), Pérez Martín (1979: 559-562), Froldi (1981), Díaz Díaz (1988: III, 401), Martínez Millán (2000: 155-158), Ezquerra Revilla (2009), Decock (2013: 148-162) y Rentero Miñambres (2016: 112-116).
8 Entre otros, Commentaria in difficilimum ac uberrimum omnium contractuum parentem Tit. ff. De pactis (Benedetto Faelli, 1514; Lyon, J. Thierry, 1523), Ad titulum de iustitia et iure commentarium (Bolonia, 1517), Commentaria super legem Gallus de liberis et posthu. ff. diuisa in quattuor repetitiones (Bolonia, Giovanni Gio- lito de Ferrari, 1517) y De vltimo fine iuris canonici et ciuilis (Jean Moylin y Vincent de Portonariis, 1523).
9 Ese mismo año García de Ercilla hizo estampar la carta como prefacio a su Ad Legem Gallus commentaria (Gil, 2007: XXXV).
10 En torno a este desafío entre ambos monarcas, véase Nonell (1963: 69-78) y Fernández Álvarez (1979: 431-434 y 1999: 397-399).
11. Sobre el Tratado de la guerra y el duelo, véase Nonell (1963: 41-92) y García Martín (2013: 45-48).
12. El Capítulo tiene además otra foliación complementaria en números romanos del I al XIII.
13. Para una descripción de ambos códices, véase Inventario general de manuscritos de la Biblioteca Nacional. III, págs. 85-86 y 110. Carolina Nonell (1963: 93-243) publicó una transcripción del manuscrito 943.
14. Todas las citas del Tratado proceden del manuscrito 943 de la Biblioteca Nacional de España y han sido modernizadas en lo que corresponde a grafías, acentuación y puntuación.
15. En el interés de Ercilla por la legalidad de los desafíos, al ejemplo del tratado paterno, cabría añadir su propia experiencia personal, pues en junio de 1558, durante unas fiestas celebradas en la Imperial, tuvo un lance de espadas con don Juan de Pineda que concluyó con su condena a muerte por parte de García Hurtado de Mendoza. La pena terminaría siendo finalmente conmutada por la de prisión y destierro. Sobre este episodio, véase Muiños Sáenz (1883) y Medina (1916: 87-92).
16. La misma idea se repite en otros lugares del tratado: «El fin y la causa de los que justamente guerrean es la paz, porque por natura es dado al humano linaje que cualquiera de los mortales desee la paz, que por culpa la hubo perdido» (fol. VIv) o «No solamente la paz es fin del guerrero, mas el deseo del buen príncipe y el consejo de toda su vida se ha de enderezar al sosiego de los que rige» (fol. VIIv).
17. Téngase en cuenta que «derecho de las gentes» es una mera traducción de la fórmula latina ius gentium. Lo que único que, como jurisconsulto, afirma Fortún García es que la guerra, en tanto que materia jurídica, debe incluirse en este ámbito del derecho, asunto sobre el cual hubo cierta polémica en la época.
18. Un similar planteamiento se encuentra poco más adelante: «Muchas veces acontece que el que mantiene la verdad sea vencido, de donde manifiestamente se conoce que la victoria no es probanza de la verdad que se busca» (fol. 115/IIIr).
19. No es el único caso en el que Ercilla silenció las fuentes directas de las que hizo uso para la composición de distintas partes de su poema. Valgan los ejemplos de la visión del orbe en la poma del mago Fitón o de la defensa de Dido, que se detallan en Gómez Canseco (2020a y 2020b).
20. Téngase en cuenta que el pensamiento de Fortún García respecto a la guerra justa recoge en gran medida lugares comunes del pensamiento político contemporáneo.
21. Para los datos biográficos y bibliográficos sobre Ginés de Sepúlveda, véase Muñoz Machado (2012), So- lana Pujalte (2012) y Coroleu.
22. En torno a la Junta de Valladolid, véase Ugarte (1994), Fernández Buey (1992), Maestre Sánchez (2004) o Manero Salvador (2009).
23. Sobre la idea de guerra justa en Ginés de Sepúlveda, véase Castilla Urbano (2000, 2013a y 2013b), Mar- tínez Castilla (2006) y Manero Salvador (2009: 94-97).
24. «Est alia causa, et ipsa iustissima, quae latius patet quaeque iure gentium, hoc est, lege naturae continetur. Quoniam qui iusto helio quacumque ex causa suscepto victi fuerint, hi et ipsi et eorum bona victorum capien- tiumque fiunt»
25. «Quamquam est iustis bellis omnibus commune, tamen cum res ablatae repetuntur, pro ratione acceptarum iniuriarum et incommodorum damna hostibus inferenda esse censent viri sapientes et religiosi. Cum vero iussu aut lego Dei peccata et idolorum cultus in impiis hominibus puniuntur, si contumaciter repugnent, plus in hostium corpora et bona licere». Sobre el Democrates secundus de Sepúlveda, véase Castilla Urbano (2010) y Amaya Palacios (2015). En torno a la cuestión del sometimiento del vencido en Ginés de Sepúlveda y, en especial, de los indios, véase Fernández Santamaría (1975), Gómez-Muller (1991), Schäfer (2020), Sánchez-Arcilla Bernal (2004) y Castilla Urbano (2013b).
26. No se olvide que estudiosos como Daniel Alleman (2019) sostiene que las críticas que algunos teólogos salmantinos vertieron en torno a ciertos aspectos de la conquista, no estaban en contradicción teológica con su apoyo a la empresa imperial española. Véase además, para una relectura del pensamiento neoescolástico de la escuela de Salamanca, Brett (1997 y 2010).
27. «Itaque nisi publica, de quibus supra diximus, peccata (cultum idolorum et victimarum humanarum sacrificia) ex Dei vetere praeiudicio puniendi ratio habenda sit, quam haberi principibus Hispanis pro sua humanitate et christiana clementia non placet, quod pertinet ad reliquam iuris bellici rationem, mihi praeter omnem aequitatem esse videretur ob solam belli propulsandi culpam hos barbaros in servitutem redigere, velagris et possesionibus privare, nisi si qui per crudelitatem et pertinaciam aut perfidiam et rebellionem indignos sese praebuissent, in quos victores aequitatis magis quam iuris bellici rationem habendam esse existimarent».
28. Véase al respecto Lario (1980), Lafaye (1998) y Gil (2013).
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