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Received: 06 May 2022
Accepted: 30 June 2023
DOI: https://doi.org/10.36798/critlit.v0i28.458
Resumen: La guerra civil de El Salvador, en la que se enfrentaron las fuerzas armadas y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional durante más de diez años (1970-1992), dejó al país devastado y sumido aun más en la pobreza, con 75, 000 muertos y desaparecidos, miles de mujeres víctimas de violencia sexual y un número incierto de niños cuyo paradero se desconoce. El tema de las madres combatientes salvadoreñas ha sido poco estudiado, así como la guerra y su impacto en la literatura. Este trabajo se centrará en el análisis de una novela sobre el conflicto armado en la que la violencia contra la mujer, así como la maternidad, tienen un papel central. Se trata de Roza tumba quema, de Claudia Hernández González (San Salvador, 1975) publicada en 2017. Este artículo analizará la novela desde una perspectiva de género y se apoyará en las ideas de Rita Segato para dar cuenta de la forma en la que la violencia contra las mujeres, y sus cuerpos, ha sido novelada en el contexto de la guerra civil centroamericana. Este trabajo pretende ser un aporte al estudio de la literatura salvadoreña y la maternidad en la literatura latinoamericana contemporánea.
Palabras clave: Literatura salvadoreña, literatura del desencanto, literatura centroamericana.
Abstract:
El Salvador’s civil war, which pitted the armed forces against the Farabundo Martí National Liberation Front fought for more than ten years (1979-1992), left the country devastated and further immersed in poverty, with 75,000 people dead and disappeared, thousands of women victims of sexual violence and an uncertain number of children whose whereabouts are unknown. The subject of Salvadoran combatant mothers has been little studied, as has the war and its impact on the literature. This paper will focus on the analysis of a novel about the armed conflict in which violence against women, as well as motherhood, play a central role. It is Roza tumba quema by Claudia Hernández González (San Salvador, 1975) published in 2017. This article____. Les termes clés de l’analyse du discours. Seuil, 1996.
will analyze the novel from a gender perspective and will rely on the ideas of Rita Segato to account for the way in which violence against women, and their bodies, has been fictionalized in the context of the Central American civil war. This work aims to be a contribution to the study of Salvadoran literature and motherhood in contemporary Latin American literature.
Keywords: Salvadoran literature, literature of disenchantment, Central American literature.
En todas las guerras, civiles o internacionales, hay fracturas sociales. Sin embargo, el tejido que se rompe en las primeras es mucho más fuerte. Los conflictos armados internos (CANI), en los que se enfrentan grupos armados no gubernamentales ya sea entre ellos o contra fuerzas armadas gubernamentales, tienen un mayor efecto cismático porque se trata de una violencia horizontal, en donde los bandos enfrentados pueden estar formados por personas de los mismos grupos sociales o incluso de las mismas familias. Los CANI, además, están menos regulados por organismos internacionales, lo que da pie a que haya mayores violaciones a los derechos humanos.
Rita Segato señala que la violencia en contra de las mujeres “siempre ha estado presente en los eventos bélicos, sus cuerpos han acompañado el destino de las conquistas y anexiones de los territorios enemigos, ha sido parte de los trofeos de los vencedores” (La guerra contra las mujeres 58). Sin embargo, los conflictos más recientes son distintos, como ella misma señala:
[Antes] La mujer era capturada, apropiada, violada e inseminada como parte de los territorios conquistados […] era un efecto colateral de las guerras. En ella se plantaba una semilla tal como se planta en la tierra, en el marco de una apropiación. Pero la violación pública y la tortura de las mujeres hasta la muerte de las guerras contemporáneas es una acción de tipo distinto y con distinto significado. Es la destrucción del enemigo en el cuerpo de la mujer y el cuerpo femenino o feminizado es el propio campo de batalla en el que se clavan las insignias de la victoria y se significa en él, se inscribe en él, la devastación física y moral del pueblo, tribu, comunidad, vecindario, localidad, familia, barriada o pandilla que ese cuerpo femenino […] encarna. (80-81)
La cita anterior explica que en los conflictos actuales se dispone del cuerpo femenino con el fin de derrotar al enemigo, como si las mujeres fueran objetos y no sujetos. Y aquí cabe hacer una precisión, la violencia contra sus cuerpos no es ejercida solamente por el enemigo, sino por el mismo grupo, pues se trata de un mecanismo de control y disciplina. Segato explica que estas nuevas formas de guerra no convencional surgieron en las dictaduras militares y se fueron perfeccionando en las guerras sucias, internas, étnicas o mafiosas. En ellas, las agresiones cometidas contra las mujeres o los infantes ya no se consideran delito ni son punibles, como antes. En las nuevas guerras no se muestra ningún respeto por instrumentos o reglamentos para la protección de los sujetos más vulnerables (Segato 63). Las normas desaparecen en un CANI y las mujeres, combatientes o no, se convierten en víctimas de violencia sobre sus cuerpos y de todo tipo de actos bárbaros y crueles, entre los que está la violencia contra sus hijos.
Guerra civil en el salvador y su impacto en la literatura
El Salvador es uno de los países más pobres, más densamente poblados y con mayores índices de violencia en América Latina. Muchos de sus problemas actuales se originaron durante la guerra civil en la que se enfrentó la Fuerza Armada de El Salvador contra el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, entre 1979 y 1992. Después de trece años de enfrentamientos, se firmaron los acuerdos de paz que proponían reformas políticas y militares, pero no sociales. Entre otros temas, se acordó la desmovilización de la guerrilla y su incorporación a la vida política. De acuerdo con la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas, las fuerzas gubernamentales son responsables del 85% de los asesinatos del conflicto; y los guerrilleros, del 15%. Las consecuencias de la guerra fueron: 75, 000 muertos y desaparecidos, miles de exiliados, heridos incapacitados de por vida, huérfanos y personas con daños psicológicos derivados de torturas y violaciones, entre otras. El tejido social quedó profundamente fracturado porque, además de la violencia de la guerra, la desmovilización de excombatientes no tuvo un control estricto de entrega de armas de fuego, lo que ocasionó que miles de estas quedaran en manos de civiles.1
Tras el conflicto, se puso en evidencia que hubo diversas y graves violaciones a los derechos humanos. En lo que respecta a las mujeres, muchas de estas violaciones fueron a sus derechos sexuales y reproductivos. En cuanto a los infantes, se violaron derechos como la identidad, vivir en familia, el sano desarrollo integral y llevar una vida libre de violencia.
Claudia Hernández no es la única escritora que ha abordado la guerra y la posguerra en sus obras. Para situarla dentro de la tradición literaria salvadoreña, se mencionarán algunos ejemplos que dan cuenta de la importancia de esta temática en la producción artística de aquel país. Entre los autores pertenecientes a la “generación del desencanto” se encuentran Horacio Castellanos Moya (1957), Rafael Menjívar Ochoa (1959), Carmen González Huguet (1958), Jacinta Escudos (1961), Aída Elena Párraga Cañas (1966), Krisma Mancía (1980), Vanessa Núñez Handal (1973) y Nora Méndez (1969).
La “generación del desencanto” es un término propuesto por Beatriz Cortez para referirse a los escritores que abordan en sus obras la desilusión al no cumplirse sus expectativas tras finalizar el proceso revolucionario. En estos escritores, siguiendo a Cortez, se nota una “sensibilidad de posguerra que contrasta con la sensibilidad utópica y esperanzadora que acompañaba la fe en los proyectos revolucionarios” (Cortez 25). Dicha “sensibilidad de posguerra” es aquella que “ya no expresa esperanza ni fe en los proyectos revolucionarios, utópicos e idealistas que circularon en toda Centroamérica durante la mayor parte del siglo XX” (Cortez 24-25). Así, Cortez detecta un cambio en la literatura salvadoreña después de que finalizó el conflicto. Desde su punto de vista, la literatura de posguerra se caracteriza por distanciarse del género testimonial, decantarse por los géneros ficcionales y tener un “espíritu de cinismo” (Cortez 14) que se refleja en un desencanto frente a la vida. Por esta razón, también la llama “literatura del desencanto”. Esta surge, entonces, en los años noventa cuando, además del fin de las luchas revolucionarias, cayeron distintos paradigmas. Esto ocasionó insatisfacción e impotencia frente a los resultados de la lucha; la esperanza y los ideales quedaron atrás.
En la literatura aparecen personajes caracterizados por la insatisfacción, el desengaño y la frustración. Todo por lo que habían luchado ya no existía, el mundo había cambiado y no tenían un proyecto colectivo al cual adherirse. En suma, en La estética del cinismo, pasión y desencanto en la literatura centroamericana de posguerra, Beatriz Cortez muestra que los textos literarios producidos en la época de posguerra expresan desesperanza por la realidad que recrean.
Madres combatientes en roza tumba quema
Este es el contexto político y literario en el que se publica Roza tumba quema,2 de Claudia Hernández.3 El presente trabajo revisa la forma en la que se representa en esta novela la violencia ejercida en contra de las madres combatientes, mujeres salvadoreñas que decidieron o fueron obligadas a ser madres durante la guerra.
Antes de comenzar con el análisis, conviene especificar que se trata de una novela que puede ser un ejemplo de “realismo intencional literario”, término propuesto por el teórico Darío Villanueva, el cual permite observar la importancia de la correspondencia entre la ficción y la realidad que se presenta en el texto literario. Para Villanueva, los escritores proveen de una intención realista a su obra y los receptores la reconocen y aceptan. Villanueva explica que el principio de intencionalidad:
Implica asuntos de gran importancia para el fenómeno literario, como la imaginación, el símbolo y el significado. La realidad cobra sentido mediante un acto de entendimiento o vivencia intencional a los que son equiparables, en el proceso comunicativo de la literatura, la aprehensión del mundo por parte del escritor, la producción del texto, y la lectura del mismo a cargo de su destinatario. Y como todo acto intencional construye objetos intencionales, puede decirse que lo son la realidad percibida por el autor, la obra de arte literaria por él creada y el mundo proyectado, a partir de ella, por el lector. (189)
De esta forma se realiza un proceso de reconocimiento por el cual los lectores conectan el mundo producido por el texto con el mundo del que tienen un conocimiento directo o indirecto. Esta correspondencia entre mundos, ficcional y real, me parece fundamental en Roza tumba quema, pues es una obra totalmente anclada en su contexto a través de la cual es posible conocer, desde una perspectiva distinta, lo sucedido en la guerra salvadoreña y su impacto en las mujeres.
En ese mismo sentido, la novela de Claudia Hernández, además de apostar por un realismo intencional, puede ser considerada también una obra traslúcida. Antonio Cândido afirmaba que toda obra literaria es producto de su contexto social e histórico y, por lo tanto, además de su condición artística, también es una especie de artefacto social. En este caso se trata de un texto traslúcido en su relación con la realidad. Estos textos crean universos ficcionales en los que se perciben especificaciones de tiempo y espacio concretas:
Relativizando dos concepciones consideradas antagónicas de la literatura, es posible decir que las obras tienden, por un lado, al documento y, por otro, al libre juego de la fantasía. No es posible decir que ella es una cosa u otra, sino que puede ser una cosa u otra, encarnándose en una extensa gama entre lo “traslúcido” y lo “opaco” […] En el primer caso el texto parece “reproducir”, en el segundo parece “producir”. Pero siempre parece. (13-14)
Esto quiere decir que las obras ficcionales en las que se aborda un contexto histórico identificable son realistas, pero también son entidades autónomas puesto que plantean la creación de un mundo narrado. En este caso los elementos externos -aquellos sobre la guerra salvadoreña- son decisivos para entender mejor la obra en su complejidad.
Teniendo esto en cuenta, comenzaremos a revisar la novela. La construcción narrativa es deliberadamente compleja puesto que hay saltos temporales y espaciales, hay poca presencia de diálogos, no hay nombres e impera el estilo indirecto libre. Al personaje principal la conocemos, a través de un narrador extradiegético, simplemente como “Ella”, una mujer que en el presente de la narración es adulta pero que, a través de analepsis, narra su historia desde que siendo una niña se enroló en la guerrilla por influencia de su padre. Ella es el centro de una familia de mujeres cuya vida está asociada siempre a los trabajos de cuidados: hay abuelas, madres, tías, hermanas, hijas y primas. Todos los personajes de peso en la novela son mujeres y ninguna tiene nombre4 -de la protagonista sólo se menciona que su seudónimo en la clandestinidad era francés- como tampoco lo tienen los lugares en donde se desarrolla la historia, con excepción de París, lo cual contribuye a que el tono de la novela sea ambiguo e intencionalmente confuso. No nombrar resulta fundamental como apuesta política y estética. Coincido con Alexandra Ortiz Wallner cuando afirma que “estas mujeres sin nombre no son mujeres anónimas, son la comunidad que ha sobrevivido la guerra […] son experiencias desde diferentes momentos vitales atravesadas por la profunda escisión que es la guerra, se conectan entre sí para componer y actuar un coro imperfecto” (“Guerra y escritura” 121). En Roza tumba quema, todos los personajes femeninos son sobrevivientes, de alguna manera, de la guerra.
A través de Ella la autora deja ver la violencia ejercida contra las mujeres durante y después de la guerra. La protagonista se va al monte para integrarse a la guerrilla a los catorce años, no tanto por decisión propia sino porque su padre considera que es lo más seguro. Ahí se enfrenta a constantes peligros, los que pueden imaginarse en una guerra, pero también a amenazas de ataques sexuales de los propios guerrilleros, tan idealizados por su familia. Aquí se percibe la violencia contra los cuerpos femeninos en contextos de guerra de la que hablaba Segato, que puede ser ejercida por cualquier bando, no necesariamente el enemigo. En la sierra había un peligro latente de ser violada, aunque Ella no sabía lo que significaba eso:
Debió preguntarle a la tía qué era una violación y luego, cuando le dijo que era sexo a la fuerza, debió preguntar qué era el sexo porque tampoco tenía idea. Debió imaginar buena parte porque la explicación de la tía fue bastante escueta. Con todo, era más ilustrativa que cualquier cosa que le dijera al respecto su madre, quien jamás tocaba esos temas. Ni siquiera le advirtió de la llegada de la menstruación o le ayudó una vez que le apareció. (Hernández 24)
Poco a poco comienzan a circular historias de agresiones sexuales llevadas a cabo por combatientes o desertores de cualquier bando contra niñas, adolescentes, mujeres y ancianas que se iban encontrando en la zona de guerra: “Se llevaban a las muchachas tres o cinco días a los montes. Luego, las regresaban y se llevaban a otras. A las mujeres mayores las violaban en sus propias casas y luego las ponían a hacerles la comida mientras violaban a sus niñas pequeñas” (Hernández 30). La novela da cuenta de que, durante la guerra, la violencia sexual solía justificarse cuando se trataba del bando contrario. No obstante, podía ocurrir en cualquier otra situación en la zona de conflicto. Por eso, Jean Franco propone la necesidad de distinguir entre una violación como una estrategia de guerra, diseñada para destruir al bando enemigo, y una violación criminal, cometida contra las mujeres, involucradas o no en la guerra (17).
Por lo anterior, Ella aprende a cuidarse de todos, de los hombres que supuestamente luchan con ella y también de los que luchan en su contra. Ve morir a gente cercana y pasa frío, hambre y sueño. Antes de unirse a la guerrilla, cuidaba a sus seis hermanos menores, durante la guerra cuida a sus compañeros y en la posguerra sigue siendo una cuidadora. Una vez que logra sobrevivir, debe encargarse de las cuatro hijas que viven con ella y busca, en la medida de sus posibilidades, darles una vida digna, asegurar su supervivencia en un país que quedó arrasado y fracturado por el conflicto interno.
La guerra dejó a Ella muchas huellas, físicas, psicológicas, económicas y emocionales. Su cuerpo tiene una secuela de por vida: la pérdida parcial del oído. Pero tiene otra huella mucho más profunda y dolorosa: la pérdida de su primogénita. La protagonista se convierte en madre durante el conflicto, a los quince años, tras entablar una relación con un guerrillero diez años mayor. Ella, como seguramente sucedía con muchas adolescentes salvadoreñas de las zonas rurales, nunca recibe educación sexual, no sabe cómo se embaraza una mujer y no se da cuenta de que lo está hasta que el embarazo está avanzado. Cuando los altos mandos se enteran, la reprenden: “De acuerdo con el médico que atendía el campamento, en el estado en que se encontraba ya no era posible hacer algo para detenerlo. ¿Por qué no avisó antes como las demás para que le hicieran un raspado? ¿Cómo no se dio cuenta?” (58). Con la cita anterior la narradora insinúa que, en el contexto de la guerra, las mujeres que se embarazaban eran obligadas a abortar y su decisión no importaba en absoluto. La protagonista fue culpabilizada, el castigo recayó en ella, no en el padre de la bebé que era mayor de edad y que, con más experiencia, pudo haber hecho algo para evitar el embarazo. Ella no tuvo voz ni voto frente a su futura maternidad, los guerrilleros resolvieron que bajara a una población para recibir atención y cuidados hasta que su bebé naciera y a los dos meses debía volver a su posición. Ella no quería separarse de su hija y aunque luchó para quedarse a su lado, no se lo permitieron:
Varias veces rogó para que la dejaran quedarse en la población para criarla. Ofreció cortarse la lengua si lo que temían era que fuera a decir algo. Suplicó que al menos la dejaran quedarse un tiempo más con su hija, un año más, unos meses más, unos pocos días al menos. Ellos le recordaron que tenía una misión que terminar y que ella debía ser obediente. Le dijeron que no debía preocuparse por la bebé: estaría a salvo. Quedaría en un hogar con aliados suyos que la cuidarían bien hasta que llegara el final de la guerra. Entonces ella podría bajar a estar con ella, a cuidarla, a peinarla como a las muñecas que le gustaban, a vivir el resto de la vida juntas. Podía darle a su hija una mejor vida luchando desde las montañas. (60)
Sin embargo, ella hizo todo lo posible por buscarla, por bajar al poblado para verla. Eso los ponía en riesgo porque los soldados podían seguirla y ubicarla a ella y al resto del grupo. La prioridad, claramente, no eran las personas, sino la guerra:
Por eso decidieron mover a su hija del sitio donde había nacido y negarle información al respecto. Le juraron que la guiarían a ella el día que la guerra terminara. Pero no cumplieron. En el momento en que todo terminó de manera oficial, ella pidió verla de inmediato. Había sido una larga espera y ella se había mantenido con vida, como le habían pedido. Quería el resto de la promesa en ese instante. No podía seguir esperando ni quería hacerlo. […] lo único que preguntaba era cuándo iban a entregarle a su hija. Le decían que ya llegaría su día, que el proceso tomaba más tiempo del que les gustaría a todos, pero que su momento llegaría. Podía ver que las otras madres iban recibiendo una a una a sus hijos. Ella misma recibió a la segunda niña que dio a luz, hija del compañero con el que estaba el día que terminó la guerra. (60)
Con esto queda en evidencia que, además de no haber tomado la decisión de convertirse en madre, su derecho a ejercer la maternidad y a criar a su hija es violado. Ella es obligada a separarse de su bebé, a entregarla con la promesa de que sería cuidada lejos de la zona de combate y le sería devuelta terminando el conflicto. Esto no sucede, por lo que, en la posguerra, no sólo debe trabajar para que las cuatro hijas que crecen con ella tengan lo necesario, sino que destina tiempo y dinero a la búsqueda de su primera hija que le fue robada. Cabe subrayar que el robo no es cometido por los militares, es decir, por el bando opuesto, sino que es maquinado por sus propios compañeros de guerrilla y por la iglesia católica. Se entera de que la niña había sido vendida con el fin de recaudar fondos para la causa que defendían, aunque a ella le dijeron que había muerto. Después de semejante mentira, al dolor de la pérdida de su bebé se une el dolor de la traición de su propio grupo. Por eso, en la posguerra está totalmente “desencantada”, en palabras de Beatriz Cortez, sola y vulnerable -aunque nunca pasiva- sin lazos de apoyo al distanciarse del proyecto revolucionario.
Ella nunca claudica, hace todo lo posible por investigar el paradero de su hija. Con el paso del tiempo, y con ayuda de asociaciones civiles, descubre que su primogénita, para ese entonces ya mayor de edad, está en París. Un aspecto destacable de la novela es que no sólo se conoce la perspectiva de la madre, sino de la hija y de los padres adoptivos con respecto a la revelación de su origen. Además, a través del testimonio de la hija, da a entender que el caso de Ella no fue excepcional, que el robo de bebés fue una práctica sistemática en la que miembros del ejército y de la iglesia participaron impunemente:
Otros niños perdidos se habrían alegrado con la noticia o hasta con sólo la posibilidad. Ella, no. Se puso a llorar. No tenía espacio para una tercera madre. Bastante trabajo le daba ya vivir con la francesa que la había criado y con la madre biológica que le dijeron que había muerto en combate en un país en el que ella no recordaba haber estado cuando preguntó por qué no se parecía ni a la francesa ni al esposo de ella si era hija de los dos y vivía en su casa desde siempre. La morena recién aparecida no podía esperar ocupar el espacio que estaba consagrado a la madre muerta ni rivalizar con el de la madre viva de piel clara. Tampoco le gustaba la idea de que se la llevaran del país en el que vivía a otro que no sabía si podía gustarle y cuyo idioma no hablaba ni le interesaba aprender. (44; énfasis mío)
Con la cita anterior puede observarse que la violencia no solo se ejerce sobre la madre, también sobre la hija, para quien el golpe psicológico de conocer su verdadera historia es muy fuerte. El impacto emocional de los infantes robados y adoptados ilegalmente en contextos de violencia, como los conflictos armados o las dictaduras militares, no fue un problema menor. Habían vivido toda su vida engañados con una familia, amorosa en el mejor de los casos, que había sido partícipe de un crimen tan brutal como el robo o la compra de bebés. Y en el momento de la revelación todo su mundo y su identidad se viene abajo. Cabe subrayar la importancia de que Claudia Hernández se detenga en la hija robada, ya que no suelen aparecer sus historias en la literatura salvadoreña.5 Para la chica de dieciocho años no fue fácil. Pensaba que la mujer que se decía su madre quería llevársela a otro país, no sabía si confiar en ella, si debía creer en sus palabras. La asociación fungió como mediadora, intentó calmarla diciéndole que ellos buscaban reunir familias que habían sido separadas a la fuerza y “darle algo de paz a una mujer que no había tenido descanso desde el día que a ella la separaron de sus brazos” (44) pero eso, a la hija, parece no importarle. No muestra ni un poco de empatía hacia su madre biológica:
Pensaba que hacía todo lo que podía. Incluso, más de lo que la señora merecía porque, sin importar lo que dijera o las historias que le contaban, era un hecho que la había abandonado. Nadie podía sacarle eso de la cabeza. Se preguntaba qué habría tenido o hecho ella para que lo hiciera. Los investigadores le decían que había sido culpa de la guerra. (46; énfasis mío)
A pesar de saber que su madre biológica la estaba buscando, la joven está reacia a reunirse con ella porque cree firmemente que la abandonó. Lo que la hizo aceptar reunirse con la mujer que venía de lejos fue justamente la solicitud de la madre francesa que creía que debían hacerlo para aclarar las cosas, que quería mostrar que no había existido mala intención de su parte:
Había comprado a la niña porque siempre había querido tener una hija. Las monjas que se la vendieron y se la llevaron hasta su ciudad lo sabían. Eso y que la mujer era buena paga: Había comprado ya, y también en efectivo, otros dos niños -de tres y siete años- para formar la familia que no podía parir” (44-45; énfasis mío).
Además, señala que el “trámite” había sido rápido y fácil, insinuando que, en su país de origen, se permitía que los niños fueran robados y comprados por mujeres blancas y ricas que los llevaban al extranjero para cumplir con su ideal de familia.
La novela, si bien privilegia la perspectiva de la madre biológica, también da a conocer la postura de la otra madre, la adoptiva. Esa mujer no aparece como un personaje antagónico. En Roza tumba quema no hay personajes dicotómicos, no hay una construcción dentro de la lógica de héroes contra villanos. La madre francesa cometió un delito al comprar tres bebés, eso no puede negarse, pero les dio la mejor vida que pudo. Fue una buena madre para sus hijos. Cuando sabe que la madre biológica quiere reunirse con su hija se atemoriza, no quiere conocerla. La ve como una rival, no considera ni un momento lo dolorosa que fue su vida. Teme que quiera quitarle a la hija o que la extorsione. Si bien la madre biológica sabe que su primogénita había sido “dada en adopción”, un eufemismo para no decir que había sido vendida ilegalmente a esa familia adinerada, no toma acciones legales, ni contra la familia ni contra las monjas que se la robaron, solo quiere ver a su hija.
Ella, con un sacrificio inimaginable, logra viajar a París para reencontrarse con su hija. La narración de ese viaje es demoledora. Para una mujer como la protagonista, pobre, campesina, ex combatiente, madre soltera con más hijas a su cargo, ir a París en pleno invierno, aún con ayuda financiera, no era tarea fácil. La narradora se detiene en cada detalle del encuentro madre e hija. El recibimiento fue tan frío como el invierno parisino, clima totalmente desconocido para Ella. Era obvio que para la hija no era un gusto recibirla, la madre, en cambio, no puede esconder la emoción que siente al estar frente a su primogénita: “le da alegría verla. Rompe a llorar […] siente felicidad de verla y alivio. Quiere abrazarla” (52-53).
La conversación es atropellada, el reencuentro entre Ella y su primogénita está lejos de ser lo que había soñado. El dolor de no saber el paradero de su hija durante dieciocho años es un peso muy fuerte en su vida, cree que al encontrarla encontrará también la felicidad, pero esto no sucede. Su vínculo es biológico, no es una reunión armoniosa; el robo, la desaparición forzada y la maternidad interrumpida provocan que haya tensión e incomunicación entre ellas. Ella debe volver a su país con la tristeza, la decepción y, de nuevo, el desencanto del rechazo de su hija mayor, a lidiar con los problemas de la vida cotidiana y de sus hijas menores que sienten un profundo enojo con la hermana que ha sido capaz de rechazar a la madre.
Hay incomprensión entre el grupo de mujeres que aparecen en Roza tumba quema. Todas, aunque no vivieron la guerra directamente, sufren de algún modo sus secuelas. La novela de Hernández no aborda la ruptura del tejido social en la posguerra salvadoreña, ajusta el lente mucho más para centrarse en una microhistoria devastadora en todas sus aristas. Al enfocarse en la ruptura familiar de Ella y sus cinco hijas lanza diversas interrogantes. ¿Cómo se puede seguir viviendo sin saber el paradero de una hija? ¿Quién pudo ser capaz de orquestar el robo de bebés? ¿Por qué nadie paga por ese crimen? ¿Por qué las instituciones católicas pudieron actuar impunemente? ¿Qué pasa en la vida de una joven a la que, de pronto, le dicen que su madre biológica no está muerta y quiere conocerla?, ¿qué siente al saber que su madre adoptiva la compró y que tiene una familia en otro país? Todas son preguntas que se relacionan con la identidad -de mujeres, principalmente-, con las vidas de personas que quedaron hechas trizas tras una guerra.
La protagonista es violentada de múltiples formas, la peor de todas sin duda es el robo de su hija, pero también hay otros tipos de violencia a los que debe hacer frente en tiempos de paz. Debe cuidar que sus cuatro hijas no sean agredidas sexualmente por hombres que, al saber que están solas, creen que pueden abusar de ellas. Siempre les dice que deben cuidarse, que deben estar preparadas para huir, aun cuando la guerra quedó atrás ella vive con miedo. Siente que los ex combatientes son reconocidos por su forma de hablar, de caminar o de actuar. Ella debe enfrentar los estigmas que implica haber pertenecido a la guerrilla, las habladurías de la gente que se atreve a lanzar juicios sobre ella y a mentir sobre su comportamiento en la guerra y la posguerra. Vive las dificultades de reintegrarse como civil a una sociedad fracturada que desconfía de ella, de la pobreza, de la falta de oportunidades y de la desigualdad. Parecería que la autora pone énfasis en que una mujer soltera, al cuidado de cuatro hijas, ex combatiente y pobre tiene todo en contra y, sobre todo, que los estigmas que enfrenta como ex guerrillera de ninguna manera se asemejan a las experiencias de los hombres ex combatientes en la posguerra.
¿Qué queda tras la guerra? Sobre todo, madres sin hijos. Las huellas de la guerra se quedan en el cuerpo de las mujeres, cuerpos que, como el de la protagonista, paren niños que les son arrebatados. Y lo más grave es que parece no importarle a nadie, la mayoría de las violaciones a los derechos humanos de las mujeres en guerra se queda sin castigo. No es desconocido que el robo de infantes durante el conflicto armado salvadoreño fue una práctica habitual,6 pero los culpables no han sido procesados. Quizás para subrayar la soledad e indefensión de las madres es que Claudia Hernández escogió personajes innominados y centra la trama en sus problemáticas.
Ella es muy trabajadora, pero la pobreza que enfrenta es crónica: “a veces, la madre se queda sin comer. Dice que no tiene hambre, que siente que ha engordado mucho desde que no entrena ni pasa penas en la montaña, que necesita adelgazar un poco” (Hernández 66). A pesar de esto, Ella nunca le pide nada a nadie, aunque sea su derecho y se lo merezca. En la posguerra, los ex combatientes tenían la opción de pedir una pensión, pero, ante el desencanto por sus prácticas, la protagonista rechaza tanto su pensión como la ayuda de comedores, de la iglesia, de programas educativos e incluso de las familias de los padres de sus hijas. No acepta ayuda porque sea una mártir, sino porque está desilusionada del proyecto revolucionario que fue capaz de robar niños. A lo largo de la novela, se nota el desencanto del que hablaba Cortez con respecto a lo conseguido tras la guerra, después de años de lucha el balance no era positivo.
Siguiendo con los vínculos maternofiliales y la genealogía, otra madre tiene un peso fundamental en la narración. Se trata de la madre de Ella, con quien tiene lazos afectivos complejos. En los pasajes en los que la protagonista recuerda su infancia, su madre aparece como dura e inflexible. Con el tiempo el lazo se estrecha, pero el problema no es la falta de cariño, sino la falta de tiempo. Después del viaje a París, se entera de que está enferma. Ella entonces se enfrenta a la inminente pérdida de su madre y esto da pie a reflexiones sobre la maternidad desde otra perspectiva: la de las madres de las mujeres combatientes, las abuelas que se hicieron cargo de los hijos de estas y de las opciones que tenían para impedir que se incorporaran a la guerrilla. La abuela fue quien cuidó a la segunda hija de Ella para que no se la quitaran en la guerra. Aunque no se lo dice, la madre admira a su hija ex combatiente:
Es difícil ver en la oscuridad, pero [su hija] siempre había podido. No sabía cómo, ella la había dado a luz, pero no le había enseñado nada de lo que la había ayudado a sobrevivir. Lo único que le enseñó fue a cocinar. El año en que llegó a buscarla porque estaba embarazada de su segunda hija y había resuelto no separarse de ella, se encontró con que no sabía hacer nada que no tuviera que ver con fusiles, operaciones y envíos de mensajes. (231)
En esta parte se pone énfasis en el cambio de la protagonista, si bien se había adherido a la guerrilla por el deseo del padre, es notoria su transformación como sujeto autónomo y político cuando decide permanecer en la guerrilla y proteger a su segunda hija dándosela a su madre.
¿Qué enseñaban las madres en la guerra? La madre recuerda que había enseñado a su hija a no quejarse si pasaba hambre, a no gritar si oía balas y a esconderse en la montaña si era necesario. No había tiempo para nada más. El hecho de que la madre no hubiera ido a la guerra parecía una enorme barrera entre ellas, pero encontraron un punto en común en las secuelas. Su madre, la abuela, también había perdido hijos por la guerra. Durante sus últimos días, madre e hija pueden conversar lo que no habían podido. Su relación se vuelve cercana. La madre le cuenta su vida y la de sus hermanos cuando tomaron caminos distintos, cuando Ella se fue a seguir a su padre a las montañas y ella se quedó con sus hermanos menores. Sobre todo, cuenta lo que sintió cuando tuvo que regresarle a su segunda hija, a la nieta que cuidó como suya. La abuela sabía que tarde o temprano esa niña se iría de su lado, pero la separación la afectó más de lo que se había imaginado. El dolor fue tanto que mientras la niña crece, la abuela se distancia casi por completo. Sin embargo, a punto de morir, vuelve a ver a Ella convertida en mujer, en madre. Y vemos otro reencuentro, esta vez se trata de uno muy dulce:
La mujer rompe a llorar como el día que la entregó. Pide disculpas por desear lo que no es suyo. La hija le agradece por haber cuidado de su hija. Se lo dijo el día que se la dejó, se lo dijo el día en que se la pidió de regreso y el día que la recibió, pero necesita decírselo una vez más ahora. Le pide que entienda que no podía dejársela. No podía perder una segunda hija. Ni siquiera ha aprendido a perder a la primera. (239)
Así como la abuela va cerrando duelos, le aconseja a su hija que haga lo mismo con su primogénita, le dice que necesita aceptar que “había perdido a esa niña como había perdido la guerra” (243). Es más, le aconseja aceptar que nunca había sido su madre, que la había parido, pero casi de inmediato había tenido otra madre, otra familia y otra vida muy lejos de ella. Le sugiere hacer un entierro simbólico para cerrar el duelo. Con eso también enterraría su pasado en las montañas y dejaría, por fin, la guerra atrás: “Estará lista para decirle adiós después de dar un paseo con ella por todos los lugares por los que acaba de estar, cantarle canciones de cuna y contarle todo lo que quiso decirle a la niña que tenía su cuerpo y su cara y que fue a buscar al otro lado del mundo” (252).
Notas finales
La novela de Claudia Hernández es un tejido que imbrica varios hilos narrativos, su lectura es compleja debido a diversos factores como la estructura caleidoscópica conformada por cuarenta fragmentos, la ausencia de personajes y lugares nominados, los saltos temporales y espaciales, y la prioridad que por momentos se da a los soliloquios de los personajes sobre descripciones o diálogos claros. Todo ello es una muestra del talento narrativo de la autora, de la importancia que concede al lenguaje al abordar un tema tan sensible. Este breve análisis pretendió subrayar la temática de la violencia que padece una madre tras el robo de una hija en un contexto de guerra, de ahí que se haya puesto énfasis en analizar la voz de la protagonista. Por esa razón, y por falta de espacio, otras cuestiones destacadas de la novela se dejaron de lado.
En Roza tumba quema el foco de la narración se encuentra en una madre de cinco hijas que fue combatiente durante la guerra civil salvadoreña. Si bien la historia en torno a la maternidad de su primera hija es la historia central, a través de esta obra, que puede considerarse traslúcida y un ejemplo de realismo intencional, se tocan otras aristas fundamentales de lo que significa ser mujer durante la guerra y la posguerra. Claudia Hernández aborda las violaciones de los derechos humanos de madres y niños: hay maternidades interrumpidas, maternidades impuestas, maternidades adoptivas, ausencia de educación sexual, violencia sexual, robo de infantes y un terrible negocio internacional de compraventa de bebés. En medio de todo ello, destaca el lugar central que da a las mujeres y a los niños, pues son los sujetos más indefensos en una guerra, como señala Rita Segato.
En este caso, la protagonista es un sujeto vulnerable, pero no pasivo. Ella es decidida, perseverante y fuerte, y siempre lucha por lo que considera justo: dar con el paradero de su primera hija y conseguir educación y vivienda digna para sus otras cuatro hijas. Cabe subrayar que también es una muestra de la llamada “literatura del desencanto”, propuesta por Beatriz Cortez, pues es notoria la desilusión de Ella con respecto a la revolución y a los revolucionarios. Además, según Cortez, la literatura del desencanto pone especial atención en el papel de las mujeres en la posguerra. Explica que antes del periodo de guerra, “la mujer había sido invisibilizada y no se reconocía su participación en la construcción de la historia, la cultura y la literatura” (133) por tanto, se tenía una versión masculina en todas las áreas. Sin embargo, dicha versión perdió valor en la posguerra, cuando las mujeres se abrieron paso tanto en el espacio público como en el ficcional.
Todos los personajes de peso en la novela son mujeres, son madres o son hijas, y lo que las une es la violencia, los ecos de la guerra y el temor a ser violentadas en la posguerra. Parecería que Claudia Hernández subrayara que la vulnerabilidad de las mujeres no termina con el conflicto armado, continúa siempre que exista una sociedad machista. Pero, a pesar de todo esto, resalta la fortaleza de las mujeres que deben hacerle frente a cualquier obstáculo con el fin de proteger a su familia. La intención de este trabajo fue poner en evidencia el lazo profundo entre maternidad y violencia en un contexto de guerra del que da cuenta una obra literaria. Además de subrayar la importancia de estudiar este tema, se buscó contribuir a los estudios de la literatura centroamericana escrita por mujeres y, en especial, al estudio de la obra de Claudia Hernández.
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Notes