Articulos
Received: 14 August 2022
Accepted: 24 October 2023
DOI: https://doi.org/10.36798/critlit.v0i28.464
Resumen: El presente estudio aborda el tema de la migración colombiana hacia Venezuela a finales de los años 80, representada en la novela Díptico de la frontera (2020), de Luis Mora-Ballesteros. La traumática experiencia de los migrantes, que son blanco de una marcada xenofobia durante su estancia en el piedemonte andino venezolano, se analiza desde los presupuestos teóricos del filósofo italiano Giorgio Agamben. El examen crítico recurre al concepto de la nuda vida: el principio político estatal que priva a ciertos grupos humanos del orden legal. Asimismo, el análisis describe el cometido artístico del personaje central, el periodista Juan Ángel Villamediana, cuya voz cuenta, desde la empatía, su “verdad” sobre unos sujetos al límite que padecen las consecuencias del paramilitarismo y la guerrilla. De igual manera, se considera la novela en cuestión como una revelación sui generis dentro del canon literario venezolano; en principio, por las isotopías expuestas y el tratamiento que da a asuntos inusuales en la novelística contemporánea, relacionados con el imaginario de la frontera. En síntesis, este artículo centra su interés en el análisis de la novela y en particular de las pruebas contundentes que provee el narrador sobre el maltrato y la vivencia xenofóbica de un colectivo. La historia narrada califica como pieza artística, corrosiva y controversial.
Palabras clave: Migración colombiana, nuda vida, paramilitarismo, xenofobia, literatura venezolana.
Abstract: This study addresses the issue of Colombian migration to Venezuela in the late 1980’s, represented in the novel Díptico de la frontera (2020) by Luis Mora-Ballesteros. The traumatic experience of migrants who are the target of a marked xenophobia during their stay in the Venezuelan Andean foothills, is examined from the theoretical frame of Italian philosopher Giorgio Agamben. The analysis uses the concept of La nuda vida, which is the state political principle that deprives certain human groups of legal order, in addition to being the target of marked xenophobia during their stay in the Venezuelan Andean foothills. The contribution of the novel by Mora Ballesteros is revealed sui generis within the Venezuelan literary canon due to its exposed isotopies and the treatment it gives to unusual themes related to the imaginary of the border. The analysis celebrates the role of the central character Juan Villamediana, who from his empathy, sensitivity and attachment to the pictorial form of writing, tells his “truth” about borderline people who suffer the consequences of paramilitarism and guerrillas. In summary, this article focuses its interest on the analysis of the novel and in particular of the compelling evidence provided by the narrator about the mistreatment and xenophobic experience of a collective. The narrated story qualifies as an artistic, corrosive and controversial piece.
Key words: Colombian migration, bare life, paramilitarism, xenophobia, Venezuelan literatura.
Introducción
El novísimo texto de literatura venezolana Díptico de la frontera acuña las motivaciones de un personaje central: un periodista de carácter reactivo, el cual hila hábilmente relatos de hombres y mujeres que viven en la zona de la frontera colombo-venezolana, específicamente en pueblos “que no conocen el mar”. Por su porfía, toma postura sobre aquello que cuenta, no sin recabar datos fácticos que le permiten opinar con objetividad sobre una historia que le incumbe. El ejercicio de la escritura en el marco de la novela es clave para el desarrollo de la historia, puesto que plantea un paralelismo de naturaleza artificiosa. De igual forma jerarquiza el contenido de eventos y experiencias que narra, los cuales emergen de recuerdos familiares guardados en los recodos de la memoria. Pero, ¿quién es realmente este sujeto, que el narrador presenta como un sujeto acucioso. ¿Un profesional de la comunicación que trabaja para el diario La Región bajo el escrutinio de un odioso editor? Pues se trata de un reportero polivalente, comprometido con la investigación, cuyo jefe le exige abandonar el proyecto de la crónica que se ha trazado escribir sobre la dramática migración de ciudadanos colombianos hacia tierras venezolanas en los años 80 del pasado siglo. Se trata de Juan Villamediana, quien cabalga entre el periodismo y la literatura, y quiere abordar en su crónica novelada el horror que vivieron los neogranadinos, la hostilidad e injusticias con las que fueron tratados al escapar del terrorismo y la guerrilla, y también detallar los enfrentamientos bélicos entre bandas de las que han sido víctimas durante sus primeros años de arribo a tierras venezolanas, específicamente al piedemonte andino tachirense, en el Llano venezolano y en la frontera del Zulia con Colombia (Díptico de la frontera 139). La historia ocurre en un territorio transfronterizo que abarca 2200 kilómetros cuya topografía es diferente en cada estado colindante. En el Táchira abundan las montañas, en los Llanos las planicies, mientras que en el Zulia prevalece la aridez del desierto.
La crónica pondrá en evidencia el suplicio de un colectivo migrante, al igual que el supuesto rol político, muchas veces ausente o meramente burocrático y, por tanto, improductivo de los Estados colombiano y venezolano. Por ello, la tesis que orienta este artículo se basa en la presunción de una supuesta “verdad” que informa el eje discursivo: la negación del sufrimiento de un grupo de migrantes por parte de los gobiernos de Colombia y de Venezuela, y la indiferencia de estos mismos gobiernos. Así lo insinúa discretamente el narrador de Díptico, lo cual se revela como un indicio discursivo que sugiere poner en diálogo al relato con la noción de la “nuda vida” del filósofo Giorgio Agamben. El pensador estudia la problemática de la exclusión y marginalización en los siguientes términos: “La nuda vida tiene, en la política occidental, el singular privilegio de ser aquello sobre cuya exclusión se funda la ciudad de los hombres” (Homo Sacer 17). En relación con el aparato teórico que privilegiamos en este ensayo, es pertinente incluir, asimismo, la contribución de Judith Butler sobre el concepto de “vidas precarias”, el cual examina de modo similar una “aproximación a la cuestión de una ética de la no violencia, basada en la comprensión de cuán fácil es eliminar la vida humana” (20).
Partiendo de estos presupuestos estrechamente relacionados con una arqueología del poder; las herramientas teóricas interrogan sutilmente en Díptico de la frontera sobre la responsabilidad de los Estados. Digamos, pues, la presunción que orienta el discurso de la novela supone así la existencia de un programa basado en la aniquilación, exclusión y negación del otro (Agamben, Lo que queda de Auschwitz 17). En tal sentido, ficcionalizar sobre memoria y cuenta de lo que ha ocurrido en el espacio de la frontera, así como investigar y analizar concienzudamente documentos que sirven de base al relato cruel e inhumano, le permiten a Juan Villamediana y al narrador dilucidar una serie de intríngulis de lo inexplorado: esto es un todo que induce al tozudo periodista a alcanzar su anhelo. Como punto de partida, es lícito señalar que Díptico acoge, según María Ledezma, una “separación espacial. Es decir, el marco temporal tiene como punto de partida el año 1987 y se traslada después a la década del 2010; y la separación textual: la narración prosaica y el periodismo documental”.
Contra la tarea del personaje periodista de narrar la realidad fronteriza, se imponen los intereses personales del editor del periódico La Región, donde ejerce como reportero. A este obstáculo, se suma el proceder habitual de la crítica literaria capitalina que, con marcada frecuencia, suele omitir en sus cánones y listas a las expresiones literarias producidas en las regiones. Asimismo, los dictámenes de agentes de la crítica elaboran ciertas periodizaciones poco inclusivas que marginan obras narrativas de gran aporte al canon nacional venezolano bajo el pretexto de su carácter regional. Se les subestima porque han surgido lejos de los centros urbanos. Vemos, por ejemplo, el caso del tema paramilitar que muy pocas veces aparece en la tradición literaria venezolana. Es cierto que se trata de un asunto que emerge propiamente en Colombia; no obstante, otros grupos armados, como los guerrilleros, sí que actúan al margen de la ley y con la permisividad que les ha otorgado la protección de la revolución chavista, cuyos tentáculos subyacen en la historia novelesca. A pesar de ser temas novedosos dentro de la narrativa actual de Venezuela, se trata de fenómenos de vieja raigambre en todos los países latinoamericanos, cuya simiente remite a los tiempos de los caudillos decimonónicos (Moreno 89). Así, en la medida en que el lector profundiza de forma diligente y pormenorizada en Díptico de la frontera, va descubriendo el arraigo temático y el empalme universal de algunos de sus tópicos.
Historia trágica versus responsabilidad estatal
Un relato literario,stricto sensu, exige esencialmente la actuación de un sujeto de la enunciación. En el caso de Díptico de la frontera, este se traza como una representación neutra de una historia profundamente trágica y de injusticias abrumadoras. Hay, pues, una mediación entre el imaginario descrito por el narrador, el cual se apega a la objetividad de los hechos, y ciertas pruebas contundentes que él aporta para sustentar su verdad.
Si bien la lectura pormenorizada de Díptico ha permitido al lector constatar que el narrador no recurre a discursos militantes típicos de la vieja y comprometida narrativa del realismo social, sí toca la fibra humana por el efecto desgarrador que produce ver la suerte que corren los migrantes desvalidos; esos que, a veces, ni siquiera viven de la caridad pública o alcanzan a ostentar el estatus de persona; aunque algunos de ellos se muestran resilientes hasta el final de sus vidas. Así, la historia de Cándida es un ejemplo flagrante de vejación y aversión que padece por su condición de inmigrante. Se trata de una empleada doméstica que incluye en sus tareas el rol de “nana” de la familia Paolini. Los Paolini son unos ganaderos acaudalados en cuyo seno la mujer sufre soledad y desprecio, lo cual la lleva al suicidio:
hace diez días Cándida amaneció colgada de una viga del soberado del rancho de palma, y la mirada ausente en sus ojos desorbitados sorprendió a José Venancio quien se fue corriendo a buscar al cura que oficia el último rezo. La oración de los fieles buscará dar paz y descanso a esta alma seducida por el mal; intentará lavar la culpa de esta nana samario-cartagenera rehén de la inquina y víctima de la desesperanza. (17)
Seres que mueren sin reconocimiento por su labor, sin indemnización ni material ni moral. Tampoco hay reparo para el sufrimiento que ocasionan a la vez los patronos de la hacienda en la sensibilidad de los deudos. Detrás de la narración, el lector intuye el estrés aculturativo y la hostilidad que conllevan al suicidio. Se trata de cumplir exclusivamente con un rol, no obstante, la existencia del sujeto es minimizada. A esto se agrega, la ausencia de referentes culturales y de diálogo. No es, pues, mera coincidencia que encontremos en el pensamiento de Agamben, uno de los estudiosos y críticos más férreos de la conducta de Occidente, un basamento teórico sólido que contribuye a interpretar la historia de los migrantes colombianos que fueron a Venezuela hace ya algunas décadas.
El concepto “nuda vida” refiere a ese ser “humano” al que cualquiera puede dar muerte sin ser castigado (Agamben, Homo Sacer 94); un ser vivo, pensante, con identidad y cultura propias que vive en la ausencia absoluta de posibilidades de erigirse algún día sobre la base de formas de vida dignas, incluso después de la muerte; tal como recrea Giorgio Agamben en otro de sus célebres textos. Aquí explica la supervivencia de los judíos cuando titula al apartado 1 “Testigo” y afirma que: “[e]n un campo, una de las razones que pueden impulsar a un deportado a sobrevivir es convertirse en un testigo” (Lo que queda de Auschwitz 13). Para ilustrar esto, recurre a un testimonio:
Por mi parte, había tomado la firme decisión de no quitarme la vida pasara lo que pasase. Quería ver todo, vivirlo todo, experimentar todo, guardar todo dentro de mí. ¿Para qué, puesto que nunca tendría la posibilidad de gritar al mundo lo que sabía? Sencillamente porque no quería desaparecer, no quería suprimir el testigo en que podía convertirme (Langbein cit. en Agamben, Lo que queda de Auschwitz 13)
Las situaciones extremas de la cotidianidad deben ser denunciadas porque rozan lo inhumano. Así, son el horror y la violencia normalizados a los que alude el relato de Juan Villamediana puesto que: “La realidad de estos pueblos parece estar -de modo resuelto y firme- empeñada en superar con creces a la ficción” (Díptico de la frontera 181-182). Más aún, la línea que marca el hecho factual de ser hombre y vivir plenamente y la realidad de no existir, de no contar para los Estados ni física ni civilmente, son asuntos que dialogan con la ignominia de muchos grupos humanos de los que nadie se acuerda. Un ejemplo que no admite refutación es el caso referido de “[l]a que fuera nana de los Paolini por casi una década por disposición de los patrones devino en una lápida sin nombre” (Díptico de la frontera 22). Esto es un significado propio de lo que se consigna intencionalmente al olvido y al final ignominioso. Asimismo ocurre con los sujetos recluidos y olvidados en cárceles como la de Guantánamo; las víctimas de la islamofobia de Occidente; los migrantes que atraviesan la selva colombo-panameña por el temible tapón del Darién y son asesinados y violados; los haitianos, venezolanos y cubanos que intentan ingresar por la frontera sur de los Estados Unidos, no obstante, deben regresar al río Bravo; los colombianos deportados de Venezuela en 2015 (“Que nos dejen”) y cuyas casas fueron marcadas así como los nazis identificaban las casas de los judíos en Alemania para destruirlas. Asimismo, la vulnerabilidad de las mujeres se revela aún peor al no poseer estatus legal de residencia. En un marco más amplio de discriminación, aparecen también los doblemente marginados, aquellos que lo son por su condición de migrantes y por sus discapacidades físicas, como apunta el narrador de Díptico:
En la frontera colombo-venezolana, escogen a los nuevos obreros y uno de los peones armados descarta a un hombre cojo que intentaba subirse a la jaula. En su cuerpo estará grabada para siempre esa huella de la guerra que afecta a miles de nortesantandereanos en su amada Colombia” (32).
Son todos víctimas del horror, cuya única opción es no morir para ser testigos y escapar de lo que Judith Butler sostiene en Vida precaria: “el primer impulso frente a la vulnerabilidad del otro es el deseo de matar” (173). Un ejemplo ilustrativo en la novela es la suerte de Marina Hoyos, cuya indefensión se acentúa por su condición de inmigrante. Se trata de un ejemplo palpable del irrespeto a la integridad física. No obstante, sobrevive al sufrimiento físico y psíquico, así como al trato envilecedor:
en El Paraíso, Duque ha mancillado el honor de Marina Hoyos tras encontrar en la partida de Azael Luis una oportunidad para violarla; la someterá por semanas a vejaciones irreparables. Meses después, se la llevará a vivir con él al pueblo para que le funja de servicio. (34)
Sin embargo, a los efectos de ampliar el debate sobre la recepción de Díptico de la frontera y poniéndonos en el lugar del lector ideal, otras hipótesis que pudieran interesar al crítico e investigador literarios podrían apuntar en las siguientes direcciones. Reiteramos que lo recurrente en este texto es el sufrimiento de los migrantes y la violación de los derechos civiles, no obstante, la aportación al debate es sugerir otras lecturas a partir de las siguientes interrogantes: a) ¿son asuntos exclusivos de una narrativa local y, por tanto, sin proyección internacional los enfrentamientos bélicos en razón de la defensa de la propiedad privada?; b) ¿son el tráfico de armas y de órganos, el contrabando de gasolina así como de piedras preciosas y de cocaína, los secuestros, los sicariatos, el trato vejatorio por motivos de género, el reclutamiento de niños por los ejércitos y el ejercicio reporteril, temas únicos del imaginario literario venezolano?; c) ¿no son la migración ilegal, las tensiones en las zonas fronterizas, los desplazamientos humanos por la guerra y el hambre, la xenofobia y la modorra de la burocracia gubernamental, argumentos de muchos corpus literarios contemporáneos?; y d) ¿son las distinciones de clase, la hegemonía según el origen, el poder político de turno, la marginalización de grupos indígenas y otras realidades que dialogan en la diégesis, temas que solamente aparecen en la novela de Mora Ballesteros? A nuestro entender, estas son algunas de las preguntas que todo lector agudo debería desarrollar antes de ponderar la contribución de esta novela que puede calificarse de vanguardista, y cuyos únicos rasgos locales son los topónimos que remiten a las fronteras colombo-venezolana en los estados Táchira, Apure y Zulia.
Narratología, testimonios y desafíos de la lectura
La novela invita, desde sus primeras páginas, a desentrañar la mecánica de la estructura narratológica, así como a enlistar los asuntos encubiertos que vertebran la diégesis. Más allá de examinar el periplo de los personajes e identificar los posibles intertextos, a saber, ocuparse del trabajo medular que todo análisis exhaustivo requiere, el paso anterior e ineludible consiste, en cambio, en identificar y comprender cómo se articulan las voces del relato, dónde tiene lugar la citación y cuándo la voz decide recurrir al monólogo interior, a los vasos comunicantes, a la dialogía y a los diálogos1 de estilo directo e indirecto, a las historias paralelas, al racconto, entre otras técnicas narrativas. En este sentido, quien decide contar una historia necesita algo más que eventos atractivos. Tal como ocurre en Díptico, hay elementos interdiscursivos así como registros heterotópicos. La utilización de dichas técnicas narrativas resalta el drama e interroga a los lectores con el fin de propiciar la discusión y despertar compasión: “¿Quién no siente, ante el dolor, que su corazón se arruga y se achica como una ciruela que se deshidrata y se seca y se ennegrece y se muere de vieja?” (Díptico de la frontera 17). Por ello, apremia al narrador poner de manifiesto el temperamento, el posicionamiento de la voz, describir el tono de la enunciación y servir de guía al lector para indicarle dónde debe prestar mayor atención. La urgencia es aún más considerable cuando se trata de una historia cuyos afluentes van engrosando paulatinamente la corporalidad del relato. En correspondencia con el entramado plurivocal, surgen las preguntas que asaltan al lector, las mismas que revelan los objetivos del estudio. ¿A quién pertenecen estas palabras? ¿Cuáles son las voces que dialogan en el texto?, ¿emanan todas del mismo caudal? A partir de estas interrogantes, el lector de Díptico de la frontera se plantea los primeros retos de lectura.
A decir verdad, una serie de incursiones del narrador, del personaje periodista y de otras voces que participan en el universo diegético, a través de la citación (Reyes 42), vale apuntar, van a enlazar episodios e historias aparentemente inconexas que aluden a ese pueblo sufrido, el cual atravesó la línea divisoria en búsqueda “de esa permanente y ansiada felicidad o punto cero” (Díptico de la frontera 142). Así, Juan Villamediana narra en su crónica Tierra Mala, de manera ordenada y detallada, la intimidad de los testimonios que recopila sobre ciertos sujetos, es decir, sobre las víctimas expuestas a las miserias de la zona como la anarquía de paramilitares que imponen su propia ley y su código implícito de funcionamiento, los agraviados a los que apunta en su dificultad para acceder a la regularización migratoria, esos quienes:
poblaron guetos en las haciendas y en las fincas, construyeron ranchos en los conucos y han amado a Venezuela como si de Colombia se tratase. Algunos, por vergüenza u obligación, olvidaron sus nombres y falsearon su historia. Lo hicieron para subsistir entre esa inmensa isla y entre esa enorme masa de indocumentados. Otros, sin embargo, temieron el destierro de sus padres y clamaron por la memoria filial; esa turgencia llena de esperanzas, ese añoro que de vez en cuando los asaltaba y los turbó recordándoles navidades y cumpleaños que les hirieron profundo. (Díptico de la frontera 186)
En segundo lugar, no menos impactante es el gesto de la despiadada xenofobia. De hecho, la franja vulnerable de la que habla el narrador no solo identifica al grupo que hemos descrito, sino a todos aquellos que no corresponden con la estética nacional venezolana; estos son igualmente excluidos y violentados: “esta mañana, se corrió la bola de que la nueva alcaldesa es de origen colombiano y los concejales y demás miembros de la cámara municipal se apostaron temprano con una muchedumbre que clama por su renuncia en la prefectura” (139). Ahora bien, antes de entrar en el estudio de los casos, vale destacar, en primer lugar, el contexto del relato, que se refiere a “la frontera más caliente de América del Sur, como acostumbran a llamar los periodistas y los reporteros a esa parte de la extensa franja imaginaria de más de 2200 kilómetros entre Colombia y Venezuela cuyo protagonista es el puente internacional Simón Bolívar” (DLF 155). La sensibilidad del protagonista abre un debate sobre las causas profundas del sufrimiento de un colectivo migrante y se ha dado a la tarea de examinarlo y describirlo en su proyecto de crónica novelada. Es un texto lleno de añoranza, dados los colores del trópico y del mar ausente que sí aparecen reflejados en una pintura que el narrador denomina “Taganga”, nombre de un corregimiento de Santa Marta, en Colombia. Este detalle advierte la presencia de la écfrasis: un “modo de expresión que consiste en representar verbalmente un objeto artístico, de una forma vívida, emotiva y detallada. La finalidad principal es la de evocar eficazmente lo visual dentro del escrito” (González Castro 339).
Efectivamente, una dinámica de la desproporción criminal, rara vez vista en América Latina, encarna la vida de la frontera, pues en ella conviven grandes mercados ilegales con estructuras integradas por individuos armados, los cuales fomentan economías ilícitas. En este contexto, se desarrolla uno de los aspectos relevantes de la novela de Luis Mora Ballesteros en el que queremos insistir. En este sentido, el texto puede leerse como repertorio ficcional de una violencia deshumanizadora que pone de relieve, por un lado, la ausencia del Estado y, por otro, el control y poder de grupos delictivos. Justo en la línea porosa que separa a dos naciones tienen lugar negocios por cuyos enfrentamientos no cesan de aparecer numerosas víctimas. Así lo afirma Juan Villamediana al decir que:
es posible finalmente dejar en claro que el contenido del expediente que narra los ajusticiamientos que se han venido presentando es un secreto a voces que circula por todos estos pueblos del eje colombo-venezolano y han sido en su mayoría registrados por otros colegas del diario La Región. No obstante, no hay quien se inmute por ello o quien, mucho menos, se sorprenda. El tema parece haberse normalizado. Es más, lo extraño es que no pase nada de esto en una tierra abandonada a los caprichos de caudillos y caciques y mesías y comandantes. Sea que lo protagonice alguna agrupación paramilitar o alguno de los hermanos de Tato, que regularmente son contratados como sicarios, sea que figuren como actores los grupos élite de la seguridad del Estado, lo común es que cualquier fin de semana aparezcan unos fulanos y bañen con plomo el recinto de algún bautizo o celebración familiar. Se crea o no, esto es más normal de lo que se piensa. Lo ordinario por estos lares ha pasado a ser lo que antes se creía inaudito o inconcebible. (181)
El comandante ciro y la escuela de futuros paramilitares
Bajo el enfoque de lo que se percibe como construcción de la alteridad, el narrador de Díptico elabora perfiles de sujetos adolescentes, alejados de otras latitudes nacionales y urbanas, a quienes los responsables binacionales niegan la posibilidad de crecer y aspirar a convertirse en ciudadanos de bien. El caso de los adolescentes formados por un paramilitar es quizás uno de los temas más sensibles e ilustrativos de la crónica que Juan Villamediana se ha trazado escribir. Para tal efecto, no hay un reclutamiento forzado sino noticias sobre la oferta de “trabajo” y adhesión a una tropa con formación y vida militares. El dato sobre una de las mejores opciones laborales de la zona circula de bouche à oreille, cuyo resultado es fecundo gracias al interés que despierta en jóvenes candidatos, lo cual permite al comandante Ciro capitalizar su ejército. En otros términos, este paramilitar es el mentor de la generación de relevo, percibido como un Robin Hood por un pueblo sin mucha fortuna. En tal sentido, los jóvenes “paracos” que fungen como respaldo armado aseguran el lucro y control del comandante admirado. Muchos de ellos aprenderán asimismo el don de la ubiquidad que distingue a la cabeza del mando, un perfil enmascarado como el del subcomandante Marcos, el “líder más carismático y desconocido de nuestro fin de milenio” (Villoro 157). Al respecto, la figura del poder omnipresente plantea dudas sobre su efectiva existencia. Esto se observa en el carácter ambivalente el narrador y sus insinuaciones e interrogantes a lo largo del argumento: “¿Quién es el comandante Ciro?” y “¿Quiénes son en realidad el comandante Ciro y el capitán Pérez?” (181). ¿Se trata de la construcción de un mito sobre el poder de un hombre detrás del cual un grupo de individuos se resguarda para acometer una serie de acciones delictivas y beneficiarse económica y políticamente?
Efectivamente, el carácter deslizable e invisible del sujeto que a veces el narrador llama Ciro y otras Pérez Pérez, invita a observar cómo es la patología del poder, el morbo de la autoridad, las estrategias ocultas del control de la zona, el tráfico ilegal de productos, la jerarquía de las bandas paramilitares y los rasgos de una sociopatía paranoica y narcisista. El caso complejo involucra a un conglomerado intratextual de individuos, los habitantes de la zona que sacan provecho sin menoscabo de ser identificados y señalados. Algunos son actores de las bandas militares, como el maestro Jaimes; otros, el resto de los personajes ficticios que describe el narrador, están solamente intrigados. Pero allí, frente a la diégesis, están los lectores de carne y hueso que también se hacen la pregunta: “¿Quién es el comandante Ciro?”. De hecho, ni los unos ni los otros cesan nunca en sus intentos por dirimir sobre la identidad elusiva de un hombre invisible y, no obstante, poderoso. Es una figura patriarcal e imperceptible físicamente, cuyas acciones ilegales atemorizan a un pueblo entero. Se trata de un perfil histriónico, prototipo vengativo y controlador, apegado a la brutalidad y a los excesos de las bacanales que recuerdan a Calígula y a las perversiones psicopáticas de los tiempos más siniestros del Imperio romano (Díptico de la frontera 181). Al respecto el narrador comenta:
el Dr. Marcuzzi perderá las elecciones porque la candidata rival será una de las mujeres de Ciro. O uno de los hombres. Eso no se sabe. Dicen que el comandante en asuntos de amor y de preferencias era “ambidiestro”, que “bateaba a las dos manos”; es como si un día despertara británico y luego amaneciera caribe y que le gustase conducir de ambos lados del coche, o que lo condujeran. “Uno nunca sabe; habrá que preguntarle a la doña” -me dijo una vez uno de sus combatientes que me exigió no pusiera su nombre. (107)
El sujeto paramilitar tiene un papel protagónico en el desarrollo de la guerra rural en la frontera. De hecho, los productores de ganado y leche de la zona contratan un ejército irregular de forma privada, puesto que requieren protección para sus vidas y bienes dado el constante ataque de la guerrilla y sus invasiones a la propiedad privada. Más allá de este cometido bien pagado, el paramilitarismo se perfila como organización civil de tipo militar que logra controlar el territorio, regular la vida económica y convertirse finalmente en amo de los pueblos. Por otro lado, el paramilitarismo genera empleo para los más necesitados, lo que pone de relieve el debate sobre la presencia o ausencia del Estado en ambas naciones.
Ahora bien, no solo los entes estatales deben asumir la culpa de la inequidad y falta de oportunidades de emancipación económica para los adolescentes; esto se debe de igual forma a la desaprensión y desamparo paternos, que propician la vulnerabilidad y dialogan con el futuro truncado debido a un concurso de circunstancias opuestas a todo progreso y crecimiento social y profesional. Los motivos de la filiación bélica de unos principiantes responden a circunstancias materiales, lo que podemos llamar el imperativo de la sobrevivencia. Los jóvenes, en particular, viven al límite, en la austeridad y el abandono familiar, por lo cual están prestos a cometer actos punibles; en otros términos, la sobrevivencia obliga. De hecho, en la zona transfronteriza no hay pirámide social que incentive el progreso educativo y material tal como ocurre en cualquier contexto ordinario. Por tanto, es pertinente aclarar que en ese entorno no hay referentes como maestros, sacerdotes, modelos de éxito o figuras emprendedoras que alienten el curso de los jóvenes por el camino de la civilidad, del avance social y el progreso económico.
Lo concreto que sí advierte en la novela el lector ideal es la mera existencia de sujetos sin opciones de escolarización y por cuya inmadurez y penurias son permeables a aparentes desatinos. A falta de alternativas y como consecuencia del impacto de adversidades como la orfandad y, en particular, el vacío paterno, la Banda de los Enanos aparece en la escena narrativa como víctima de la alienación por una figura castrense que suple al pater familias. Es decir, son presas influenciables por su mocedad y, en consecuencia, se convierten en objeto fácil de cooptación. Viven, pues, en un total estado de indefensión. No obstante, no manifiestan aflicción, inquietud ni congoja en sus ánimos, lo cual pone de relieve rasgos típicos de una psicopatía supuestamente acentuada por la falta de educación pastoral.2 Reiteramos que no hay en los personajes jóvenes un proceso de identificación con arquetipos del éxito tal y como los conoce el lector; por el contrario, ellos están ávidos y siempre dispuestos a alistarse motu proprio en las filas de una banda para así procurar un sustento significativo, provisiones, techo o cualquier otra compensación pecuniaria a las desvalidas mujeres de sus grupos familiares:
-Es decir, ¿llegan por sus propios medios?
-Nosotros no reclutamos a nadie. Aquí cada quien viene buscando algo y lo encuentra: medicinas para algún familiar, plata para una operación o para pagar una deuda o simplemente se aprende a matar para defenderse. (Díptico de la frontera 133)
No menos relevante es también, para la voz autoral, la ausencia de la práctica y aprendizaje de ritos religiosos determinantes en la formación de cualquier joven para la convivencia social y prometedor devenir. La sola descripción de un grupo de niños, que elabora la voz narrativa, interroga al lector sobre la viciosa espiral de pobreza de la cual casi nunca es posible huir; es una especie de precariedad y marginalidad que propicia el ímpetu por ingresar en circuitos ilegales de trabajo como es, entre otros, “el tráfico de gasoil” (Díptico de la frontera 122). Por ello tiene lugar un pacto silente en plena frontera, impulsado por un poder paramilitar que ofrece “alternativas”: entrenar a jóvenes para el tráfico o sicariato y así obtener beneficios materiales. En efecto, el Centro Nacional de Memoria Histórica de Colombia informa que:
en el periodo comprendido entre 1979 y 1989, comienza un proceso de expansión de las guerrillas al tiempo que, como respuesta, surgen las primeras expresiones del paramilitarismo. Para complejizar el panorama, aparece en escena la participación de los actores armados en las economías ilegales, siendo estas proveedoras de recursos para robustecer el conflicto y su subsiguiente degradación. En medio de este escenario, el reclutamiento de niños, niñas y adolescentes por parte de los grupos armados se incrementó notablemente y fue desatendido por parte del Estado. (Una guerra sin edad 87)
Estos jóvenes aprendices actúan según la realidad pragmática alentada por el diferencial cambiario entre los dos países. Hay sin duda un control de información y una comunicación no verbal que sustituye e incluso refuerza al lenguaje a través de gestos, miradas e interrogantes ajenas a quienes no viven allí. Se trata de los presupuestos pragmáticos (Ducrot 84) que hacen tácita la comunicación. Así informa el narrador al reportar la conversación entre el intrépido periodista y el joven comandante Tato, futuro sicario y alumno excelso del comandante Ciro:
-Cuénteme algo, el teniente, perdón, capitán, ese que menciona, ¿sigue en contacto con usted?
En el instante en el que le hacía esta pregunta, uno de los niños de la banda se acercó y de inmediato Tato le dijo:
-Por hoy estamos bien, ¿no?
-Sí, claro.
-Le aviso para que vuelva a venir. (134)
Las actividades delictivas del paramilitarismo compiten con la fuerza pública del Estado (Cubides 3) y abarcan desde el microtráfico de drogas y piedras preciosas, pasando por robos, hasta asesinatos (Muñoz 30, 39). Este tipo de crescendo en el ejercicio delincuencial responde a las exigencias de una carrera profesional que va de logros mínimos a mayores. Hay, pues, una la lista de pruebas y exigencias con que todo joven debe cumplir para ascender en el escalafón de la estructura criminal y alcanzar un punto culminante:
-¿Cómo? ¿Tuvo que ver la muerte de estos hombres con el hecho de que usted se hiciera comandante?
-Sí, uno tiene que hacer que la gente pague por el honor, eso es clave en esta vida y, bueno, después de eso mi teniente volvió como al año y me asignó vigilar y cobrar el paso del gasoil y después, uno a uno, fueron llegando mis hermanos y así. Mi capitán siempre me dice que, si se les da a todos, el mismo honor, entonces, no hay honor para ninguno, ¿sí me entiende? (Díptico de la frontera 133)
Es decir, todo aquel que se une voluntariamente a la Banda debe alcanzar cierta jerarquía conquistada a través del “mérito”. La preeminencia de razones aunadas a la disposición, talento y ahínco frente a los demás integrantes acentúa el espíritu competitivo. La actuación de dichos sujetos en la frontera colombo-venezolana no es un simple rumor, pues, al decir del narrador:
a los niños de esta agrupación los conocen como la “banda de los Enanos”. De su existencia se comenta vox populi y sin el menor de los cuidados. La agrupación está integrada por unos cuarenta muchachos. Todos abandonaron la escuela primaria o nunca asistieron a ella. Diez o más son huérfanos. A algunos los criaron sus tías o sus abuelas del lado venezolano. Otros no han pedido jamás la bendición a nadie, mucho menos han hecho alguno de los santísimos sacramentos del altar. Varios niños en el paso fronterizo me han dicho que allá en el campamento de los Enanos hay trabajo para ellos y se han ido en compañía de otros a servir en el comando, hará uno o dos meses. (122-123)
Pese a que la diégesis alude a acuerdos binacionales oficiales de vieja data en materia migratoria -los cuales se proponían salvaguardar y regularizar la vida legal y económica de la frontera dando paso al libre tránsito de sus habitantes y trabajadores- a saber, el Tratado de Tonchalá, la implementación de la cédula agropecuaria y otros acuerdos no se tradujeron en una efectiva igualdad de facto. Según reporta Raquel Álvarez de Flores:
El Marco normativo en materia migratoria entre Colombia y Venezuela. Durante los últimos años los movimientos migratorios entre ambos países han cobrado gran importancia y significado. En efecto, se han suscrito una serie de acuerdos y convenios bilaterales y multilaterales con el propósito de normalizar y regularizar tanto la permanencia, como el tránsito de nacionales de un país a otro. Pero hasta la presente, los mismos, no han satisfecho las aspiraciones y propósitos que los inspiraron. (195)
Las oportunidades de emancipación, incluyendo la descendencia, tal como describe el narrador, han sido minúsculas en ambos lados de la línea que separa al estado Táchira del departamento del Norte de Santander y a lo largo de toda la frontera, pues, con sus semejanzas y diferencias, lo que ocurre en la zona del Arauca y la Guajira no es menos complejo y digno de debate. Por ello, una vez más, el periodista dialoga con el desamparo y la supresión de una vida apropiada:
reconozco que, de vez en cuando, alguien por ahí saca una que otra nota de los wayuu o de los guajiros. Yo hasta creo que medio mundo piensa en trapos de colores, plumas en el pelo, cestas de fique, ranchos de palma, vientos secos, tierras áridas, perros famélicos con nuches, mujeres rotundas con wayuushein, el vestido tradicional femenino, y niños barrigones llenos de parásitos y furúnculos, arreando chivos y domesticando cabras salvajes, cuando, precisamente, escucha esas palabras que designan a los pueblos de origen arawak, muchos de los cuales están asentados en la península. Al fin y al cabo, “a Raimundo y todo el mundo” le da igual. (Díptico de la frontera 155-156)
La desatención se reproduce mediática y discursivamente dando cuenta de la superficialidad con la que se aborda la situación de un grupo indígena que también comparte una latitud de la línea permeable. La alusión al grupo humano es remota y estigmatizante. A decir verdad, sobre ellos pesa una identidad reducida a la idea folklórica y banal que se proyecta a nivel binacional y los invisibiliza. No es una situación exclusiva del territorio de Guajira. De hecho, al referirse a la situación de los indígenas wayuu cabe recordar que, en el continente americano: “[las] formas particulares y diversas no coinciden, en todo o en parte, con los modelos sociales y culturales de las sociedades nacionales -no indígenas― dentro de las cuales viven estos pueblos” (Cuéllar 7).
En un contexto similar, el narrador sitúa a los miembros voluntarios de la Banda por cuya situación de carestía, falta de oportunidades y desabrigo parental no tienen otras aspiraciones que formar parte de las filas de un joven ejército delincuencial. Atrapados, pues, en el círculo inexorable de la pobreza, las limitaciones y la mengua de sus condiciones de vida, la gran consecución de estos adolescentes es formarse para la guerra. Así se infiere del diálogo entre el joven comandante Tato y Juan Villamediana, cuando este interpela a aquel sobre el tema de aprender a “matar para defenderse”:
-¿Puede decirme de quién?
-De todos. De todos.
-¿Sus hermanos tienen papá, mamá, es decir, familiares?
-Unos sí, otros no.
-¿Sabe si iban a la escuela?
-Van. Van a la escuela…
-¿Cómo? No entiendo -lo interrumpí.
-Aquí tienen clases: nos preparamos para la guerra, ¿lo olvida?
-¿Quiere decir que la escuela a la que van es a un entrenamiento militar?
-¿Hay mejor escuela que esa, en un lugar en el que la mejor manera de estar vivo es saber cómo pegarle un tiro a otro? Yo creo que no (Díptico de la frontera 133-134)
Al cierre: La invisibilidad de los migrantes en el submundo de la frontera
El cúmulo de padecimientos que los migrantes sufren, contados por el personaje periodista, desbordado emocionalmente, van perfilando un inventario del dolor. Para este fin, recurre a archivos en los que registra testimonios biográficos que forman parte de un blog, el cual ha decidido llamar Tierra Ajena. La obstinación del periodista hace notar la postura rígida en cuanto a su propósito de escribir contra todo desánimo. El periodista no es menos perseverante por su convicción de narrar sobre una realidad que le atañe. Lo que ocurre en la frontera es algo muy concreto y real; no obstante, es ignorado desde los centros capitalinos de poder en los cuales se discute sobre lo que es y no es literatura, y donde los proyectos estatales dominan e imponen agendas desde el desconocimiento de lo que ocurre en la zona. De hecho, la frontera es un espacio entre dos Estados en el cual rigen otras “leyes”, hay disputas por el poder, acuerdos tácitos, ilegalidad y lenguajes solo descifrables por quienes en ella habitan.
La actitud de Villamediana se funda en sentimientos de solidaridad con los migrantes, así como su perseverancia se basa en la certeza de conocer el terreno, tener pericia, manejar presunciones y datos, y defender argumentos sólidos. Los casos sobrecogedores que expone en su crónica y que simula escribir desde la silla de un avión son de un patetismo perverso. La novedad del monólogo interior engaña al lector, pues simula su presencia en un avión cuando en realidad está en el porche de su casa concentrado en recrear testimonios bajo la estética del dolor. Tal es el suplicio de la historia de Mary, con la cual ejemplifica la violencia desafortunada y las adversidades contra una mujer; no obstante, resalta la resiliencia que comparte ella con otros migrantes luego de vivir un trato infame que se traduce como situaciones al límite. Este es un perfil del sufrimiento enmarcado en el círculo vicioso del maltrato machista, intrafamiliar y unidireccional, cuyos pormenores Juan Ángel Villamediana recaba y utiliza para desentrañar la vulnerabilidad de una migrante cuya “cédula de identidad venezolana” recibió “después de veintiún años de residencia legal” (Díptico de la frontera 143); largo trámite que, después de tanto tiempo en el exilio, la mujer ahora debe repetir al otro lado de la frontera para recuperar el documento de identidad de su Colombia natal.
La narración enfatiza el costo emocional y la aflicción psicológica que ha dejado en Mary tanto padecer. Análogamente, en la dinámica narratológica observamos que el periodista informa al lector ideal sobre lo que lleva en sus manos: las notas de la historia de “una mujer que muy pronto cumplirá setenta años” (Díptico de la frontera 143). Esto pone en evidencia la función metadiegética (Genette 238-239). Es decir, Juan Villamediana narra en tercera persona, presenta y describe a la migrante, pero paradójicamente se convierte en personaje protagonista, en su rol de periodista entrevistador, y conversa con esta, al tiempo que también cita el diálogo entre ella y uno de sus hijos, de nombre Jesús Leonardo (142-151). El narrador traza el perfil de Mary, quien en realidad se llama Ana Edilia Carrascal Umaña, y reporta sus palabras llenas de dolorosa reminiscencia:
en frases cortas el dolor que arrastra desde aquella vez en la que arriba de un camión de papas viajó por el suroccidente del Arauca colombiano y llegó hasta la población de Tame para después poner pie en Venezuela, esa tierra ajena a la que habían viajado años antes sus hermanos de quienes durante cuarenta años no tuvo idea de dónde estaban o de si se encontraban vivos o muertos. (143)
La nuda vida o la vida como homo sacer es la existencia de un ser prohibido, un reo que puede ser aniquilado con absoluta vileza por cualquiera, sin llegar este a ser culpable de crimen alguno; de tal suerte que la autoridad regidora precisa a quien puede ser invisibilizado desposeyéndolo de toda condición física, legal y material, así como toda posibilidad de vida; se le asigna, pues, la muerte o el olvido. Así es el caso de María Edilia, una mujer que no existe para el Estado venezolano porque este le ha negado el derecho a vivir legalmente en el país, situación que permite a su captor mantenerla en cautiverio por más de dos décadas (Díptico de la frontera 112). Tal como lo expone Giorgio Agamben, hay sujetos que son desterrados desde un punto de vista jurídico, que son excluidos y reducidos a una existencia meramente biológica y sin derechos civiles (Homo Sacer 17-18). Esto resulta de una marcada desigualdad, en cuanto a la distribución de recursos y ausencia de equidad, en lo que respecta a oportunidades de crecimiento y emancipación, que deberían propiciar como fundamento esencial los Estados nacionales. Los enclaves de marginalización son precisamente los focos donde surgen las prácticas delincuenciales, las cuales son, en muchos casos, las opciones exclusivas para la subsistencia.
En este contexto, la paradoja que enfrentan los sujetos migrantes, de hablar la misma lengua, así como de vivir unos al lado de los otros, supondría una mayor tolerancia y fraternidad, sin embargo, esta no se materializa, puesto que las razones étnicas, los nacionalismos y la aporofobia exacerban la discordia entre nacionales y extranjeros. Léase en la cita siguiente cómo el horror aparece inscrito en la memoria de los descendientes de los colombianos que deciden emprender el camino de regreso hacia su suelo natal:
los que una vez soñaron con fundar ciudades y levantar pueblos decidieron regresar a los lotes y a los terrenos en los que hacía demasiados días, hombro a hombro y mano a mano, habían puesto las primeras piedras de sus casas. Hogares en los que, a su retorno, solo recogieron despojos y comejenes. Aquí jamás hubo mar y sucede que la muerte hoy visita sus aposentos y recámaras y miles de sus hijos, nietos y sobrinos regresan a esos lechos en los que anduvo la juventud de sus abuelos. Viajan con sus hijos y sus perros, caminando por Pamplona y atravesando el páramo de Berlín, esperando llegar a esas mismas casas que construyeron los nonos, sin saber que, después de sesenta años de conflicto armado, allí solo permanecen techos en ruinas y puertas bajo los escombros. (Díptico de la frontera 186)
El daño y menoscabo que los descendientes sufrieron en su patrimonio, en sus derechos y facultades, en su ser físico y psicológico, y muy especialmente las pérdidas humanas, son de tal dimensión que nunca serán indemnizados de manera absoluta. Lo cierto es que, al llegar a este punto de la narración, la voz interroga al lector acerca de cómo resarcir a este pueblo cuyas pérdidas fueron múltiples.
La preocupación legítima de Villamediana se debe a la insondable deuda, que él siente que existe, con un pueblo cuyo único paliativo contra el impacto emocional y una nuda vida fue una cedulación con fines políticos. Lo que el entramado dialógico ha dado a entender no es susceptible de ser medido por un baremo capaz de responder con nitidez al impacto de los eventos. Ahora bien, ante la incógnita de la verdadera identidad del comandante Ciro, así como de la respuesta que debe dar a la tarea que le ha encomendado su jefe editor, Villamediana decide emprender un viaje atravesando el Magdalena rumbo a la isla del Sol, guiado por un canoero. Allí, en un rancho, encuentra una cédula de ciudadanía colombiana y una identidad venezolana con los nombres Ciro Alfonso Angola Hoyos y Alfonso Pérez. El hallazgo dialoga así con el patrón de camuflaje que impidió siempre al ojo del observador detectar la presencia de paramilitares, así como de otros neogranadinos que, por diferentes razones, se vieron igualmente obligados a cambiar sus nombres una vez que atravesaron la frontera porosa. No se sabe a ciencia cierta en qué medida alternar con la identidad personal o no tenerla permitió al colectivo migrante lucrar o a las mujeres convertirse en víctimas del control y poder patriarcales.
Díptico de la frontera se revela como un prodigioso ejemplo de la écfrasis, inspirado en la acuarela Taganga,3 de un pintor costeño nacido en Santa Marta, Colombia, llamado Rómulo Alegría, quien vivía, según la ficción, en Venezuela en 1977. El díptico nació del ingenio del célebre artista costeño cuya obra se muestra completa al final de la lectura de la novela. De hecho, el texto es un ejemplo brillante del “carácter doblemente representacional de la écfrasis, puesto que se trata de la representación verbal de una representación visual” (Pimentel 206), la cual el narrador asigna a Villamediana, quien a su vez se encarga de describirla gracias a la remembranza de su niñez. Ahora bien, queda en el lector de carne y hueso la sensación del pesar por ese pueblo noble que aún no digiere el trauma de la experiencia en un mundo oscuro en el que buscó la felicidad. De este modo, el piedemonte andino, contrariamente a lo esperado, resultó ser las antípodas del Paraíso.
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Notes