Artigo
EDUCACIÓN SENTIMENTAL Y AFECTOS EN LA POLÍTICA: MILL, KANT, SPINOZA Y LORDON
EDUCACIÓN SENTIMENTAL Y AFECTOS EN LA POLÍTICA: MILL, KANT, SPINOZA Y LORDON
Revista Tópicos Educacionais, vol. 26, núm. 1, pp. 111-136, 2020
Centro de Educação - CE - Universidade Federal de Pernambuco - UFPE
Recepción: 1 Enero 2020
Aprobación: 1 Mayo 2020
Resumen: De la mano de tres pensadores clásicos, Mill, Kant y Spinoza, y uno actual, Lordon, el artículo habla de la importancia de los afectos en la política y de la necesaria (auto)educación sentimental para participar en la política de afectos que se da en la esfera pública. Ésta no sólo es el espacio de intercambio de informaciones y opiniones, sino también, y especialmente, un espacio público donde las ideas dotadas de expresión emocional triunfan. La política es un ars affectandi, como señala Lordon. La condición humana, caracterizada por el entrelazamiento entre ideas y afectos, invita a expresar las ideas políticas con intensidad emocional. Quizá los ciudadanos, como hizo Mill, deban hacer un aprendizaje emocional para la participación política. Pero esto no puede significar convertir la política en un mero marketing, pues jamás se debe abandonar el análisis crítico de las ideas.
Palabras clave: Mill, Kant, Spinoza, Lordon, educación emocional, afectos políticos.
Abstract: Guided by three classical thinkers, Mill, Kant and Spinoza, and a current one, Lordon, the article talks about the importance of affections in politics and the necessary sentimental (self)education to take part in the policy of affections that happens in the public sphere. This is not only the space for exchanging information and opinions, but also, and especially, it is a public space where ideas endowed with emotional expression prevail. Politics is an ars affectandi, as Lordon suggests. The human condition, characterized by the intertwining of ideas and affections, invites us to express political ideas with emotional intensity. Perhaps citizens, as Mill did, should do an emotional learning for political participation. But this cannot mean turning politics into mere marketing, as giving up critical analysis of ideas never can be justified.
Key words: Mill, Kant, Spinoza, Lordon, emotional learning, political affections.
Hablar de educación sentimental nos despierta enseguida la memoria de la fantástica novela de Flaubert La educación sentimental. En esta obra, en gran medida autobiográfica, el autor, al contar el devenir de las vidas de los personajes, quiere trasmitir un mensaje, que se ve con claridad al final: "yo tenía demasiada lógica y tú demasiado sentimiento"(FLAUBERT, 1995, p. 537). Éste es el resumen que los dos amigos hacen. Flaubert quiere transmitir al lector que en la vida hay que ser racional, sí, pero sin exagerar; y que no hay que dejar llevarse por los sentimientos: es mejor desactivarlos un poco y enfriarlos. El ideal sería una vida mixta: un poco de razón con algunos sentimientos enfriados, pero, sobre todo, prestar atención a las conveniencias sociales y seguir la tradición. Uno de los grandes méritos de esta novela es haber sabido aunar el relato de la aventura de las pasiones y sentimientos de personajes corrientes, no excepcionales, con la crónica objeti- va del fracaso en Francia de la generación de 1848. Una crónica que supone una crítica de Flaubert hacia esa generación: los dardos se reparten con igual propósito a burgueses y obreros revolucionarios; sin embargo, el mayor conocimiento de la burguesía, el hábitat natural de Flaubert, hace que sus flechas contra la derecha sean más certeras. Esta novela, quizá como todas, es el espejo de la condición humana, en este caso, en el amor y en la política; pero este cristal refleja en los dos casos la mediocridad y el vacío de la vida humana. Y desde entonces "la educación sentimental" es un tópico para referirse a una cierta nostalgia revolucionaria, pero, sobre todo, al aprendizaje de moderados sentimientos "realistas" y convencionales.
La cuestión de la educación emocional también estuvo muy presente en la vida de John Stuart Mill. Podríamos decir que había un cierto parecido entre Flaubert, Frédéric - el protagonista de su novela- y Mill: los tres amaron, sin romper las conveniencias sociales, durante mucho tiempo a una mujer casada, que al final, por la muerte del marido, se planteaba la posibilidad de iniciar una nueva relación. Pero el desenlace fue muy diferente: melancólica nostalgia en el caso de Frédéric, un cierto amor epistolar en Flaubert y un matrimonio maravilloso en los aspectos afectivo e intelectual en Stuart Mill.
Stuart Mill cuenta en su Autobiografía cómo su padre lo había preparado para ser un reformador de la Humanidad. Esa era la meta que habría de procurar un sentido a su vida y proporcionarle la felicidad. Dos fueron las líneas de acción del padre. La primera y principal, educar a su hijo para que fuera una persona absolutamente íntegra y honrada. La segunda, dotar al niño de una gran cultura y formación, de manera que, por señalar algún detalle ejemplificador, le empezó a enseñar el griego a partir de los tres años. Después de múltiples lecturas y estudios, a los dieciséis años pudo acceder al estudio de las obras de Bentham.
El «Principio de la Utilidad», entendido tal y como Bentham lo entendía, y aplicado tal y como él lo aplicaba a lo largo de estos tres volúmenes, encajaba perfectamente como piedra angular que unía todos los elementos fragmentados de mis pensamientos y creencias. Daba unidad a mis ideas de las cosas. Al fin podía yo decir que tenía opiniones, un credo, una doctrina, una filosofía y, en uno de los mejores sentidos de la palabra, hasta una religión cuya propagación y difusión podía constituir el principal y decidido propósito de toda una vida. Tenía ante mí el gran proyecto de que, mediante esa doctrina, podía cambiar la condición de la Humanidad (MILL, 1986, pp. 84-86).2 .
En el otoño de 1826 el joven John Stuart despertó de su sueño (A 141): ¡no tenía sentimientos de simpatía con los seres humanos!:
Todos aquellos a quienes yo admiraba eran de la opinión de que el placer de simpatizar con los seres humanos, y los sentimientos que hacían del bien de los demás y, especialmente, de la Humanidad a gran escala, el objeto de su existencia, eran las más grandes y seguras fuentes de felicidad. De la verdad de esto estaba yo convencido; pero saber que esos sentimientos me harían feliz si yo los tuviera, no producía en mí dichos sentimientos. Mi educación -pensaba- había fracasado a la hora de crear estos sentimientos (A 145).
Y al tener conciencia de que esta meta tan excelsa le dejaba frío y no le hacía ser feliz, entró en crisis. Se sentía horrorizado de pensar que el bien de la Humanidad no le produjera ningún sentimiento. Esta sensación era como una nube oscura que lo envolvía todo de tinieblas. Estaba atascado en el comienzo de su viaje: "equipado con un buen barco y buen timón, pero sin vela" (A 145-146). Y es que la educación que había tenido le había convertido en una "máquina de razonar" (A 120), pero no le había enseñado a tener sentimientos de amor y benevolencia para con los hombres. Se sentía incapaz de emocionarse con el programa que su razón aceptaba como insuperable. Así que una meta que le llenaba racionalmente, cambiar la condición de la Humanidad, ni le ilusionaba ni era capaz de moverle a la acción. Quizá había estado tan encerrado en una educación sin salir de su casa que no había aprendido a tener afectos para con los demás. Y la falta de afecto por las personas particulares constituye una base muy frágil para amar a la Humanidad en abstracto (RYAN apud GUISÁN, 1992, p. 482). La carencia de una educación sentimental era la causante de su incapacidad para entusiasmarse con el ideal de la reforma de la Humanidad. Su padre había querido introducir tanta racionalidad en su mente, para que pudiera difundir la reforma con todo tipo de argumentos lógicos, que había menospreciado el sentimiento (A 121).
Cuando más negra estaba la situación, al leer un día una obra literaria, en la que un personaje narra la muerte de su padre y cómo se decide a superar esta adversa situación, se conmovió tanto que rompió a llorar. Así el joven John Stuart llegó al convencimiento de que no era "un leño o una piedra" (A 147-148). Fue un gran descubrimiento saber que tenía un corazón que latía, que sus sentimientos estaban vivos.
Aunque en toda su vida nunca renegaría de la cultura intelectual y del análisis riguroso como condición esencial del desarrollo individual y social, sin embargo, en este momento de su vida, y ya para siempre, sintió la necesidad de mantener un equilibrio entre la razón y los sentimientos. Pensó que la cultura literaria, sobre todo la poesía, era un buen instrumento para la educación sentimental (A 150). Y así empezó su autoeducación de los afectos. Y es que las obras literarias nunca se pueden leer completamente al margen de sí mismo y de los propios sentimientos, pues la lectura de una obra ajena es siempre de algún modo la lectura de nuestra propia historia y nuestros propios sentimientos3 . Stendhal decía en Rojo y negro que “una novela es un espejo que paseamos a lo largo de un camino”4, es decir, un retrato en el que nos vemos y del que aprendemos en la senda de nuestra vida.
En cuanto a Stuart Mill, diremos que quería una educación afectiva que le condujera a tener sentimientos, pero especialmente los sentimientos de simpatía y unión con todos los hombres, dado su intento de ser un reformador de la Humanidad, sentimientos que él pensaba que debían ser enseñados por los establecimientos educativos y las instituciones públicas, de manera que esos sentimientos se convirtieran en el centro de la vida humana5 . Podemos alimentar el amor hacia la patria más grande, el mundo, decía, para que sea fuente de emociones elevadas6 . Y sus sentimientos florecieron, además, en un círculo mucho más pequeño, como su apasionado amor por Harriet Taylor, amor que tuvo que vencer grandes dificultades durante veinte años hasta que pudieron casarse.
La educación de los sentimientos había sido una asignatura pendiente en aquella época. Ya Kant7 en su Pedagogía había afirmado que los hijos de la gente del pueblo están peor educados que los de los señores, porque, decía, la gente del pueblo, "como los monos, canta con sus hijos, los abraza y zarandea, los besa y baila con ellos”8, lo que suponía un desprecio de las manifestaciones afectivas. Parece que el ideal kantiano de la educación, y en general el de toda esa época, era la asepsia afectiva. La educación tiene que sustituir, proponía, el sentimiento por el entendimiento (P 86 Ak 493). Y en su Crítica de la razón práctica afirmaba que el pensamiento que pone el motor de la vida moral en el sentimiento y que sostiene que la educación moral es el desarrollo de buenos sentimientos y la imitación de actos nobles, es un fanatismo moral, un modo de pensar ligero y fantástico de novelistas9 y educadores sentimentales sensibleros. Igual que el fanatismo religioso se salta los límites de la razón humana, también es un fanatismo moral saltarse los límites de la razón práctica (ética) y colocar la moral en el terreno de los sentimientos y las inclinaciones10. El objetivo de la educación moral, según Kant, no es que el niño tenga buenos sentimientos, sino que tenga como brújula la idea del deber. Por eso Kant critica la educación que pretende que los niños tengan afectos por la suerte de los demás: lo importante no es que se llenen de sentimientos, sino de la idea del deber (P 84 Ak 490). Y lo mismo sucede con los sentimientos de amor propio: Kant también critica la educación que trate de que los niños hagan el bien porque ello les producirá provecho y felicidad11 .
La justificación del proyecto educativo de Kant, que quiere sustituir los sentimientos por razones, reside en que piensa que los sentimientos no concuerdan por sí mismos con la ley moral, porque los sentimientos provienen de nuestras relaciones físicas con las personas y las cosas, y la ley moral se origina en nuestra racionalidad práctica. Son dos campos diferentes. Nuestras relaciones con el mundo nos provocan reacciones afectivas, pero éstas no tienen por qué concordar de por sí con la ley moral (KpV 178, Ak 84). El conjunto de nuestros deseos, inclinaciones y sentimientos constituye, según Kant, el amor propio, algo que nos produce una excesiva benevolencia para con nosotros mismos y que, si llega a ser nuestro principio de moralidad, nos hace ser desmesuradamente complacientes con nuestras ideas y arrogantes con el juicio que nos formamos de nuestro valor personal (KpV 162, Ak 73). La experiencia nos muestra una gran cantidad y variedad de afectos egoístas, crueles o indiferentes por la suerte de los demás, que no concuerdan con la ley moral. Por tanto, al hombre, para llevar una vida moralmente recta, no le basta la elevación espontánea de sus sentimientos e inclinaciones, sino que a veces tiene que constreñirlos:
Si una criatura racional pudiese llegar alguna vez a ejecutar completamente todas las leyes morales de buena gana, esto significaría tanto como no hallar nunca en él ni siquiera la posibilidad de un deseo que le incitase a desviarse de ellas; pues el sobreponerse a semejante deseo siempre le cuesta un sacrificio al sujeto, precisando, pues, de autoconstricción, o sea, de un apremio interno hacia lo que no se hace totalmente de buena gana (KvP 178, Ak 83).
Si el hombre se dejase llevar por su gusto, por sus inclinaciones y por sus sentimientos, quizá a veces obraría bien, conforme al deber, pero otras muchas veces, cuando tiene, por ejemplo, el ánimo envuelto en las nubes del propio dolor que apaga en él la empatía por la suerte del prójimo y sufre una mortal insensibilidad por la suerte de los demás (F 127, Ak 398) o cuando tiene inclinaciones egoístas, el hombre no cumpliría con su deber moral. Por tanto, la moralidad consiste en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber (F 129, Ak 399). Si nos dejásemos llevar por las inclinaciones, tendríamos una personalidad moral blanda; y la moral a veces nos exige dureza. A Kant le parece un error cifrar la vida moral en los sentimientos, porque, cuando la vida nos sonríe, afloran bellos sentimientos de benevolencia para con todos los hombres; pero cuando nos da un zarpazo, llena nuestra alma de tristeza y dolor y nos convierte en impasibles ante los sufrimientos de los demás, y entonces ¿no seguimos teniendo los mismos deberes morales con respecto a los hombres, aunque ahora los sentimientos que embargan el alma no nos inclinan a la benevolencia con los demás? Por eso, es mejor dejar de lado los sentimientos, que a veces nos pueden engañar e inclinarnos a actuar de manera contraria al deber, y obrar siempre por deber.
Sin embargo, si tomamos el pensamiento de Kant en todos sus matices, diríamos que su moral concede ciertos papeles a los sentimientos. En primer lugar, la ley moral debe engendrar un sentimiento capital, el respeto a la ley moral, pues al determinar a la voluntad, frecuentemente obstaculizada por los sentimientos de amor propio, produce una constricción y limitación de esos sentimientos egoístas, es decir, hace que el hombre se sienta de una manera diferente, crea un nuevo sentimiento, el del respeto a la ley moral (KpV 162, Ak 73). Este sentimiento es la representación de un valor que coarta a mi amor propio y no le deja operar (F 133, Ak 401). Y, análogamente, ese sentimiento de respeto se produce también cuando vemos a un hombre ser moralmente íntegro (KpV 168, AK 77), de modo que todo respeto por una persona es respeto por el ejemplo moral que nos da (F 133, Ak 401).
En el pensamiento de Kant, en segundo lugar, se atribuyen también a algunos sentimientos otras funciones positivas, asociadas con ésta: como los hombres son seres racionales afectados sensiblemente por las inclinaciones del amor propio, para contrarrestar esas inclinaciones y sentimientos egoístas, se necesita que la razón infunda un sentimiento de placer o de complacencia en el cumplimiento del deber (aunque no podamos comprender cómo un mero pensamiento, que no tienen en sí nada sensible, produzca una sensación de placer) (F 251, Ak 460): “¿Quién debería tener más motivos para tener un ánimo alegre […], sino el que es consciente de no haber transgredido deliberadamente el deber?” (MC 363, Ak 485). Sentimos así la alegría de haber reconquistado la libertad frente a nuestras inclinaciones egoístas (MC 363, Ak 485).
Y también es importante, en tercer lugar, el sentimiento de un alegre goce de la vida que no vaya en contra del respeto por la ley moral, pues las inclinaciones del amor propio nos hacen a veces muy difícil el cumplimiento de la ley moral; y un cierto alegre goce de la vida, como el de un epicúreo razonable, dice Kant, que no contraríe la ley moral, puede ayudarnos a vencer esos cantos de sirena del amor propio:
Con este móvil [el respeto a la ley moral] cabe asociar tantos incentivos y encantos de la vida que, sólo por ello, la opción más prudente de un juicioso epicúreo, que meditase acerca del mayor provecho de la vida, se decantaría por la buena conducta moral, e incluso puede resultar aconsejable asociar esta perspectiva de un alegre disfrute de la vida con esa suprema motivación que ya es bastante determinante por sí sola [el respeto a la ley moral]; más únicamente para servir como contrapeso a los reclamos que el vicio simula y aporta continuamente al otro platillo de la balanza, no para colocar ahí ni tan siquiera una pizca de la auténtica fuerza motriz cuando se trate del deber (KpV 185, Ak 88).
Si tenemos en cuenta las últimas ideas expuestas, veremos entonces que, haciendo una consideración con más matices, la educación moral de Kant no es una mera enseñanza intelectual. Si el hombre fuera un puro ser racional, sin inclinaciones ni sentimientos, entonces la educación moral sería totalmente intelectual. Pero el ser humano tiene inclinaciones y tiene que hacer que sus inclinaciones no se conviertan en pasiones (P 80, Ak 487). Para ello no basta con una mera enseñanza teórica, sino que se requiere un entrenamiento ascético.
Puesto que la fuerza para practicar las reglas no se adquiere todavía por la mera enseñanza de cómo comportarse para adecuarse al concepto de virtud, los estoicos pensaban que la virtud no puede enseñarse con meras representaciones del deber, con exhortaciones (parenéticamente), sino que tiene que ejercitarse, cultivarse, intentando luchar con el enemigo interior al hombre (ascéticamente); porque no se puede enseguida todo lo que se quiere, si previamente no se han probado y ejercitado las propias fuerzas (MC 353, Ak 477).
Kant, como acabamos de ver, sigue la interpretación estoica de la virtud como fuerza (a diferencia del concepto ateniense de virtud -areté- como excelencia). La virtud consistiría en la fortaleza moral de la voluntad (MC 262, Ak 405) frente a los impulsos e inclinaciones del hombre que van contra la ley moral. Es la "capacidad y el propósito deliberado de oponer resistencia” (MC 229-230, Ak 380) a esas inclinaciones egoístas que son el adversario de la moralidad. Pero esta dureza, en que consiste la virtud, no se tiene de nacimiento, sino que hay que adquirirla con adiestramiento para controlar las inclinaciones de la sensibilidad humana. Se podría hablar entonces de “ascética”, de un ejercicio en el disciplinar la parte biológica y sensible del hombre. Este entrenamiento puede desembocar en la adquisición de algunos hábitos; pero, en consonancia con el principio rector de la moralidad en Kant, si estos hábitos no derivan de la razón práctica, entonces no están dispuestos en cualquier circunstancia, ni quedan asegurados suficientemente contra las vicisitudes de la vida que pueden provocar nuevas seducciones (MC 234, Ak 383-384). La verdadera fuerza de la fortaleza en que consiste la virtud es la razón, pues la ascética es la disciplina surgida de la razón. Lo importante es que esos hábitos de disciplina no se adquieran por costumbres sociales (MC 264, Ak 264), ni por temor a posibles castigos, sino por comprender bien la moralidad. La moralidad es algo tan santo y tan sublime que no se la puede rebajar y poner a la misma altura que un mero ejercicio disciplinario (P 72, Ak 481), pues con la disciplina sólo queda una costumbre que se extingue con los años, pero la educación moral racional, que enseña a obrar por máximas, forma un modo de pensar y actuar para toda la vida (P 72, Ak 480).
Este tipo de ascética, guiada por la razón, es muy diferente de la ascética "monástica". Ésta convierte al hombre en un ser sombrío y hosco cuando practica el bien, porque en realidad esta ascética tiene un secreto odio contra la ley moral, que obliga a este hombre ascético a constreñir sus tendencias e inclinaciones sensibles, que es en el fondo lo que más ama. Por eso, la ascética monástica hace odiosa la virtud ante la gente y ahuyenta a todos los posibles practicantes de la virtud. No entiende que “la alegría acompaña a la virtud” (MC 363, Ak 485), “que lo que no se hace con placer, sino sólo como servidumbre, carece de valor interno […] y no se lo ama, sino que se evita en lo posible la ocasión de practicarlo” (MC 362, Ak 484). Así que a esta lucha contra los impulsos naturales en los casos en los que peligra la moralidad, que Kant llama a veces ascética, y otras veces gimnasia, disciplina e incluso dietética (en cuanto que prescribe la evitación de ciertas comidas), sólo puede ser moral si la acompaña la alegría (MC 362-364, Ak 484-485). De ahí que Kant acepte la divisa de animus strenuus et hilaris. En resumen, que el sentimiento de la alegría juega un papel muy importante en la ética kantiana.
Además, por último, añade que es un deber cultivar en nosotros los sentimientos compasivos. Por ejemplo, hay que buscar y no eludir los lugares donde se encuentran los pobres. Cuando estamos allí se suscita irreprimiblemente de manera natural una dolorosa simpatía, es decir, sentimos con ellos el dolor. Y esta dolorosa simpatía es un impulso que la naturaleza ha puesto en nosotros para que nos veamos motivados a obrar en consecuencia y conseguir así lo que la mera representación intelectual del deber no lograría (MC 329, Ak 457).
De diversas maneras hemos visto que el anti-sentimentalismo moral queda por él mismo bastante matizado. Aun así, podemos pensar que el papel que Kant otorga a los sentimientos en la moral es deficitario, como lo es la importancia que otorga a la educación sentimental. Quizá Kant se halla inmerso en el antagonismo entre sentimientos y razón que recorre toda la historia de la cultura occidental: o el poder absoluto de razón para dominar unos afectos considerados no morales ni propiamente humanos o la fuerza avasalladora de los afectos y la debilidad congénita de la razón. Esta contraposición entre la razón y los sentimientos ha dominado la historia del pensamiento. Se especifica en dos teorías opuestas, aunque en realidad quizá no haya ninguna posición que sea blanca o negra, sino que todas tienen sus tonalidades grises. La primera afirma que la auténtica moralidad consiste en que la razón domine y controle los afectos. Su vertiente en la educación señala que lo importante es, como hemos visto en Kant, sustituir los afectos por razones. Esta teoría podríamos calificarla de "intelectualismo". La vemos presente en Sócrates, Platón, los estoicos, S. Agustín, Descartes o Kant (aunque hemos visto que éste da un cierto papel a algunos sentimientos). La segunda teoría, por contra, realza el papel de la vida afectiva e infravalora el pensamiento y la razón. La teoría educativa que lleva aparejada habla de los perjuicios de racionalizar todo y de la necesidad de potenciar la espontaneidad afectiva de los niños. Los representantes de esta corriente, que podríamos denominar “emotivismo”, naturalmente con sus múltiples variantes incluso muy separadas entre sí, son Hume12, Rousseau, Nietzsche, Stevenson o los defensores de la postmodernidad.
La psicología actual no habla de este enfrentamiento entre sentimientos y razón: la corteza cerebral, lo que podríamos llamar la parte pensante de nuestro cerebro, ha surgido evolutivamente del sistema límbico, que podríamos llamar cerebro emocional. Y estas dos “partes” están conectadas por millones de circuitos neuronales. La inteligencia y los afectos están tan entretejidos que la inteligencia humana es emocional y los sentimientos humanos son inteligentes, parafraseando a Aristóteles13 . Por una parte, los sentimientos son indispensables incluso para la toma racional de decisiones, porque la anticipación afectiva, la imaginación de cómo nos sentiremos en el futuro con la decisión que vamos a tomar es lo que da un valor a esta, que así no será una mera posibilidad lógica. La memoria afectiva es una tabla de valores que orienta el futuro de nuestras deliberaciones y decisiones racionales. Además, no hay conocimientos meramente intelectuales: todo conocimiento es afectivo y la mente humana es una representación emotiva del mundo desde el punto de vista de los afectos que nos causa éste en su relación con nosotros. Asimismo, los afectos juegan un rol decisivo, no sólo en la motivación de los actos morales y en su ejecución (“la vela de la barca” que decía Stuart Mill), sino también en la comprensión y la valoración racionales de los actos morales: sin ellos no podemos entender los problemas morales14, de manera que la incapacidad que tienen algunos hombres de percibir una cuestión moral suele ser, sobre todo, una falta de empatía. Por otra parte, la inteligencia tiene como una de sus principales tareas el conocimiento de las propias emociones y su modulación, así como el entendimiento emocional de las emociones ajenas. Las emociones y los sentimientos humanos no son meros impactos biológicos ni algo innato, sino que están entretejidos de pensamientos y son muchas veces activados por ideas y recuerdos. Por eso, los afectos son modelados históricamente por la cultura de la comunidad y, de alguna manera, cada individuo configura su propia idiosincrasia afectiva mediante su educación, su formación y sus actos. Por lo tanto, la fuerza de las emociones y los sentimientos, e incluso su inmediatez, no suponen independencia del pensamiento, ni ausencia de elementos culturales y racionales en su formación y en su ejecución15 .
Quizá, como ya hizo Spinoza, la contraposición que hay que tratar no es entre la racionalidad y la afectividad, sino entre pensamientos verdaderos / afectos positivos y pensamientos falsos / afectos negativos. A veces tenemos un conocimiento y una comprensión muy parcial del mundo que nos rodea y se generan en nosotros odio, tristeza, cólera, venganza, desprecio de nosotros mismos o de los demás... Y nuestra tarea capital es entonces pasar a un mejor conocimiento y comprensión de nuestro mundo y a sentir amor, alegría, empatía, autoestima, aprecio de los demás… En la primera situación ese desconocimiento y esos afectos debilitan nuestra potencia de actuar y en la segunda, el conocimiento y los afectos positivos la aumentan. Si queremos hablar de una batalla, no será la batalla entre el pensamiento racional y la afectividad, sino entre estos dos ensamblajes, compuestos los dos de pensamientos, afectos, memorias afectivas, valores… En realidad, los afectos son ideas16 y las ideas son afectos17 . Spinoza indica que el progreso en la sabiduría va de la mano con el desarrollo de los placeres y los sentimientos; incluso afirma que tener una vida rica y equilibrada en placeres y sentimientos es condición para que la mente pueda desarrollarse18 . Por tanto, no hay para él separación entre razones y sentimientos. La tarea de la ética es conocer mejor el mundo y potenciar los sentimientos que nos fortalecen (alegría, amor, autoestima…) abandonando ideas distorsionadas de la realidad y sentimientos que nos debilitan (tristeza, odio, venganza, desprecio de sí y de los otros...)19 . Tan importantes son los sentimientos positivos para él, que muy bien puede calificarse su propuesta filosófica en el campo de la moralidad como "ética de la alegría": su lema es "obrar el bien y estar alegre"20 .
Si ahora trasladamos esta cuestión a la reflexión actual sobre la esfera política, podríamos ver, de alguna manera, también las tres posiciones. Habermas habla de la esfera pública como un espacio en el que los ciudadanos deliberan sobre las cuestiones de interés común. Así se forman racionalmente la opinión y la voluntad públicas21 . Afirma que, en condiciones ideales de simetría entre los participantes, triunfará la posición más racional. Entiende la esfera pública como el espacio de la opinión pública, es decir, como una red para la comunicación de opiniones22 . Los ciudadanos son convencidos por intervenciones “inteligibles”23 . No da a los afectos un papel relevante en la esfera pública, aunque no los excluye explícitamente y a veces habla de que en la esfera pública el sufrimiento de la sociedad por los problemas sociales resulta visible en las imágenes del lenguaje del arte y la literatura24 o de que los nuevos movimientos sociales quieren provocar un revulsivo de los estados de ánimo que penetre en una gran mayoría y que introduzca cambios en los parámetros de los partidos políticos, que meta presión en los parlamentos, en los tribunales y en los gobiernos25 . Pero, en general, podríamos hablar de un cierto intelectualismo político en Habermas, al menos idealmente y como norma, si bien reconoce explícitamente que en la realidad la esfera pública muchas veces es un reflejo del poder y no de la racionalidad comunicativa26 .
Rorty, en cambio, da un papel predominante a los afectos. Utiliza la idea de Tompkins de ver una novela sentimental como un proyecto político27 . Piensa que casi todo el trabajo de cambio de la moralidad se efectúa mediante la manipulación de nuestros sentimientos28 . Por eso afirma que la emergencia de la cultura de los derechos humanos lo debe todo a la lectura de historias tristes y sentimentales29, como La cabaña del tío Tom. Nos viene a la mente el Gefühl ist alles (el sentimiento lo es todo), que decía Goethe en Fausto30 . Los cambios vienen por la educación sentimental31 . Pero esta sólo surte efecto cuando la gente tiene la vida solucionada y está lo suficientemente relajada como para tener disposición y tiempo libre para este tipo de historias sentimentales32 . El mismo Rorty se da cuenta de que esta posición lleva al descorazonador pensamiento de que nuestra única esperanza de lograr una sociedad decente consiste en ablandar los corazones satisfechos de la clase ociosa33 .
Lordon estaría en una posición intermedia, debido al fuerte influjo de la filosofía de Spinoza en su pensamiento. Lo que más le preocupa es fomentar afectos positivos que enderecen la política hacia un mundo mejor. Quizá el tema central de la Ética de Spinoza sea el cambio en el individuo de pensamientos-afectos negativos por pensamientos-afectos positivos, aunque también habla algo de los afectos políticos en su Tratado Político34 . El enfoque de Lordon, en cambio, es predominantemente político, por lo que su tema central es la creación de afectos en la política. Piensa que las meras ideas, aun siendo muy importantes, no cambian la política y que es capital intervenir en los afectos políticos. Su tesis es que, mejor que entender la política como un juego de racionalidades (por ejemplo, considerar la política como una batalla entre las ideas neoliberales y las socialistas, o pensar en los hombres como meros preferidores racionales entre distintas opciones políticas ideológicas), es entenderla como un campo en el que también luchan los afectos. No es un mero asunto de ideas, sino de ideas afectantes. Parafraseando a Shakespeare, cuando decía que estamos hechos del mismo tejido que los sueños35, diríamos que Lordon, semejantemente, piensa que el tejido de la política está hecho de ideas con afectos. La política, para él, es una estrategia de producción de afectos: sin afectos no hay efectos, pues para producir efectos hay que afectar36 . Y es que la fuerza motriz de una idea es directamente proporcional a su intensidad afectiva37 . Por eso, cambiar la sociedad es hacer que ésta sienta de otra manera, que tenga otra sensibilidad. Las ideas políticas necesitan llevar en sí afectos, que son lo que les da fuerza:
Sigue siendo cierto que aquello que permite reconocer una argumentación como racional (reconocer, es decir, aceptarla) es, una y otra vez, del orden de los afectos, los afectos que son los únicos en poder dar fuerza a la forma, demasiado impotente por sí sola, demasiado vulnerable ante fuerzas opuestas, de la racionalidad. Aunque la política alcanzase a ajustarse a su ideal de racionalidad comunicativa, no por ello dejaría de permanecer enteramente atrapada en la gramática de la potencia y de los afectos (AP 52).
Es una experiencia común en nuestros días ver cómo ideas políticas razonables y razonadas son devastadas por olas emocionales en las que se ahogan. No es una mera cuestión de la racionalidad comunicativa, de la que habla Habermas. Por eso Lordon es bastante crítico con el papel de los intelectuales en la vida política. A veces los intelectuales se dedican a sus pasiones ideológicas inmunizadas frente a las imágenes irritantes de la vida real y dejan de estar atentos a las imágenes de la injusticia y la pobreza para dedicarse a su entusiasmo por las ideas (AP 101), encerrados en su torre de marfil. Pero incluso aunque estén en contacto con el dolor de la vida real, expresan muchas veces sus pensamientos en una configuración abstracta desapasionada, en un formato que no llega a la gente y se queda en un mero debate académico entre profesionales. Por eso, no hay que hacerse muchas ilusiones en cuanto a las acciones de los intelectuales: muchas veces sus ideas se quedan en nada, porque ellos no son capaces de darles potencia afectiva. Y así la influencia real de los intelectuales se acaba frecuentemente en los intelectuales (AP 184).
Lo que hay que hacer, propone Lordon, es que las ideas abstractas ganen en poder de afectar y se vuelvan capaces de producir efectos más allá de esa minoría que llamamos usualmente “los intelectuales” o que las disposiciones pensantes de ellos se hagan cada vez más generalizadas mediante la potencia de los afectos (AP 185).
¿Cómo se convierte a las ideas en representaciones afectivas? Hay que sensibilizar las ideas juntándolas con imágenes vivaces (AP 76). Lordon pone el ejemplo de lo que pasó en Francia en 2015 donde las imágenes del director de recursos humanos de Air France con su camisa hecha trizas triunfó en el imaginario político; o el caso de la falta de imágenes de gran potencia afectiva que mostraran el sufrimiento de los huelguistas ferroviarios, el acoso laboral que sufrían, las largas noches fuera de casa, su vida familiar amenazada… (AP 85-91). A esta facultad de enlazar las ideas con un gran número de imágenes vivaces la denomina Lordon “imaginación intelectual” (AP 190- 191), que, utilizada de modo general, se convierte en un arma política (AP 189). Y así las ideas políticas se convierten en “causas”, que son productos de gente con visión, pues el arte de las causas es el arte de compartir visiones. En definitiva, la política está conectada de entrada con toda una economía de la visibilidad (AP 82).
A veces pensamos que los afectos surgen de los hechos que nos pasan en la vida, como una muerte, un despido o dificultades económicas para llegar a fin de mes. Pero, si se sabe dar potencia afectiva a ideas políticas, éstas pueden prevalecer sobre los afectos generados por los intereses materiales y la vida real. Y esto explicaría que la potencia afectiva que los conservadores dan a sus ideas en algunos combates electorales (por ejemplo, exacerbando pasiones nacionalistas) pueda prevalecer sobre los afectos que surgen de la vida real de los pobres, por lo que éstos votan a los conservadores (AP 68, 70).
Lo importante es dar fuerza afectiva a las ideas que critican las injusticias actuales y presentan nuevas posibilidades políticas. Para construir una sociedad diferente, es imperativo promover otros tipos de afectos (AP 17). La política es, por tanto, un ars affectandi (AP 62). Las ideas afectivas permiten, no sólo saber los sufrimientos de otras personas, sino también experimentarlos de alguna manera (AP 189). Marcuse decía al final de su obra El hombre unidimensional que no había posibilidad de cambiar el capitalismo consumista, porque la gente, aunque estuviera convencida intelectualmente de la necesidad del cambio, no sentía esa exigencia38, aludiendo también a la necesidad de afectos y deseos para que hubiera un cambio político. Uno de los principales males de nuestro tiempo es la apatía de muchos ciudadanos frente a las situaciones de urgencia, de fragilidad y de vulnerabilidad de muchas personas. Son como “mirones” de la política sin entrar en acción39 . Como se dice en Los miserables, estas personas han conseguido procurarse una vida de placeres materiales admirable y tienen la alegría de sentirse irresponsables y de pensar que pueden devorarlo todo sin inquietud y de que bajarán a la tumba hecha la digestión40 . Resulta que la felicidad (o este tipo de felicidad) es poco preguntona (cfr. AP 94) y quiere pocos cambios.
El objetivo de la política como ars affectandi es la creación de afectos que puedan ser comunes de mucha gente, de manera que se puedan producir deseos comunes (AP 163). Los medios de comunicación de masas son la manera más eficaz de producir esos afectos políticos comunes. Por eso, no debemos considerar a los medios de comunicación exclusivamente como difusores de informaciones y opiniones. A causa de esto, las fuerzas políticas intentan llenar de afectos a la meta-máquina afectante que es el conjunto de los mass-media (AP 79). Es de esa manera como se pueden generar nuevos movimientos sociales, que ponen sobre el tapete cuestiones, desapercibidas para mucha gente, que afectan a la sociedad mundial o medidas que contribuyen a las soluciones de estos problemas.
El primer candidato a afecto unificador de la multitud sería la indignación. Habermas habla de la indignación ante la violación de los derechos humanos como el afecto que puede unir a todo el mundo para renovar la entidad política supranacional que es la ONU en su función de defensora de los derechos humanos41 . La indignación, si hacemos caso a Spinoza, consiste en que nos sentimos mal cuando vemos que alguien causa sufrimiento a otro ser humano, en que rechazamos esa acción y en que sentimos aversión por quien la ha producido42 . Descartes algunos años antes había indicado el matiz de que nos sentimos mal ante esa acción porque pensamos que esas personas no merecían el sufrimiento que se les ha causado43 . De alguna manera, pues, la indignación es un sentimiento imparcial (se trata de que alguien ha hecho daño a otro, no a nosotros mismos; y nos sentimos como el espectador imparcial de Mill), basado en la consideración de que se trata de una acción mala y de que es una indignidad, porque los que reciben la acción mala no la merecían. Podríamos decir, pues, que es un sentimiento moral basado en razones o consideraciones. Nos sentimos tanto más indignados cuantas más razones tenemos para pensar que esa acción es injusta y que esas personas no merecían el sufrimiento que se les ha causado.
Para Lordon hay un umbral en las situaciones sociales que causan dolor a la gente que, cuando se sobrepasa, sucede que la sensación de que algo malo está pasando a gente inocente se convierte en un sentimiento que promueve un cambio generalizado. Este umbral es el punto de indignación (AP 133). Generalmente el poder se esfuerza por rechazar lo más lejos posible el umbral crítico y por intentar hacer que la gente crea que es tolerable la situación existente. Por su parte, el discurso contrahegemónico se esfuerza por convertir en intolerable lo que pasa por tolerable: y así se producen remodelaciones de la sensibilidad colectiva (AP 155). Si se quiere un cambio político, una parte importante del trabajo es dar una representación afectiva al pensamiento de que se vive en una situación de desastre político44, en una situación intolerable. W. Benjamin nos habla de definir ciertos momentos como momentos de crisis, es decir, como un tiempo de peligro en el que los oprimidos no quieren que las cosas sigan igual y no desean permitir que haya continuidad histórica45 .
Muchas veces vemos imágenes del mundo que nos entristecen y nos indignan. La cuestión es convertir esas tristezas en afectos políticos (AP 157). Rancière decía que los esclavos de los escitas (como cuenta Heródoto) no se convirtieron en agentes políticos porque no supieron hacer de sus tristezas y sufrimientos una reivindicación política con la palabra.
Los escitas tenían la costumbre de reventar los ojos de aquellos a los que reducían a la esclavitud, para sujetarles mejor a su tarea servil de ordeñar el ganado. Pero cuando se fueron a la conquista de Persia, los guerreros escitas fueron retenidos allí el tiempo de una generación. Mientras tanto, una generación de hijos de esclavos había crecido con los ojos abiertos. De su mirada al mundo, habían concluido que eran iguales a los amos y no había razón alguna para ser sus esclavos. Así que esperaron el regreso de sus amos, creyéndose guerreros iguales que ellos; rodearon el territorio de un foso y se prepararon para la guerra por su libertad. Cuando volvieron los escitas, pensaron atajar rápidamente la revuelta con las armas. Entonces uno de ellos más listo convenció a sus compañeros de que abandonasen los arcos y las lanzas y cogieran los látigos; así los hijos de los esclavos no les verían como iguales guerreros, sino que, sabiendo que eran esclavos, cederían. Así se hizo, lo que tuvo un pleno éxito46 .
Y es que, como afirma Rancière, una cosa es una revuelta guerrera y otra la libertad política; en el caso de los escitas, los esclavos no pudieron transformar la igualdad guerrera en libertad política por falta de un discurso político47 . Así que no sólo es importante convertir las ideas en afectos, sino también los afectos, en ideas políticas. La imaginación política para que sea un arma política aceptable no puede ser un mero marketing afectivo. Los afectos sin ideas son vacíos y ciegos. Por tanto, hablar de la política como ars affectandi no implica renegar del pensamiento. Y para que la política de los afectos no se convierta en mera manipulación debe fomentarse siempre el espíritu crítico. Es más, se debería fomentar, como señala M. Nussbaum, una cierta afectividad positiva por el espíritu crítico, un “apego emocional” por tener un carácter crítico48 .
Parece congruente que la indignación se pueda convertir en un sentimiento político que aúne a la gente. Spinoza ya le había dado un estatuto especial como detonante de los cambios políticos, pues la indignación hace con una cierta facilidad que la gente se una, respire en común, “conspire” (TP III §9). Pero la política de la indignación frecuentemente se convierte en la política del resentimiento y de la ira. La política del resentimiento en la esfera pública, como analiza I. M. Young, es el lenguaje de la inculpación mutua en los debates políticos. Los políticos antes que proponer un proyecto político atractivo e ilusionante afectivamente, piensan que es más fácil acceder al poder destruyendo al adversario político. Recordando a Nietzsche, Young señala que el espíritu del resentimiento surge porque hay personas que sufren, y buscan instintivamente un culpable en el que desahogarse, y hay quienes les señalan al enemigo político como culpable, de manera que con este desahogo del dolor inculpando al otro se consigue una especie de alivio y anestesia del sufrimiento49 . Así los resentidos se centran más en sí mismos y en su dolor o en la persona del enemigo que en las estructuras sociales que deberían intentar cambiar50 . Por ello, la política del resentimiento no conduce a una acción que mejoraría la sociedad.
Semejante a la política del resentimiento es la política de la ira o, mejor, la política del desvío de la ira: por ejemplo, la precariedad laboral y social la orientan algunos partidos políticos hacia los inmigrantes o los extranjeros (AP 72). El mecanismo es semejante: la gente sufre y desviando la ira hacia un presunto culpable, se anestesia el dolor. En todo caso, podríamos decir, la anestesia conduce a la quietud. Pero lo importante en la política no es que las palabras y las ideas estén afectadas de imágenes que levanten pasiones, es decir, pasividad, sino que levanten acciones, que las personas no queden meramente llevadas a sentir, sino que sean afectados a actuar51, para que los individuos no se queden simplemente en ser mirones de la política. No basta, pues, con sentir, hay que desear. El deseo es una tendencia a la acción. Y el cambio político consiste en crear nuevos objetos de deseo (AP 159).
Por otra parte, la indignación es un sentimiento que tiene un componente de tristeza, sentida por el dolor que se está ocasionando a los inocentes. Es, sin duda, la razón por la que los movimientos políticos que son conducidos solo por ella están condenados al fracaso (AP 169), pues se centran más en lo que se rechaza que en lo que se quiere, por lo que no es una auténtica fuerza que una a la multitud en la acción. Puede y debe haber otros afectos, como la solidaridad, la empatía, la compasión por los seres humanos vulnerables, el sentimiento de pertenecer a la misma comunidad humana, el amor, la amistad ciudadana… Y si la indignación es a veces el detonante, luego se necesita potenciar el ánimo común con estos otros sentimientos positivos que se refieren no a lo que se rechaza, sino a lo que se quiere. Además, se necesita, al mismo tiempo, que la gente entienda la importancia de la fuerza de su unidad. No es la lucha contra el opresor lo que permite a la gente adquirir una dimensión potentemente activa, sino la toma de conciencia de la propia potencia activa, pues la mayoría de los movimientos políticos mueren precozmente por haber concentrado toda su atención en el enemigo, olvidando conocer y entender la propia fuerza52 .
A cuanta más gente afecte el sentimiento político, más potencialidad política tendrá. Por eso es importante crear afectos que afecten a la mayoría. Para que sea un afecto común a todos, debe ser un afecto por lo común: hay que generar afectos activos que busquen el bien común y, por lo tanto, generar el deseo de lo común. Afirma Lordon, siguiendo a Spinoza, que para que la comunidad política sea afectada de alegría, tiene que serlo en general, no una pequeña parte. Si hay tales desigualdades políticas y económicas que sólo unos pocos disfrutan, entonces, señala, se pueden aferrar esos pocos tan fuerte a sus placeres que impidan que el cuerpo global sea afectado de la alegría y otros afectos positivos como la solidaridad o la empatía, afectos que aumentan la potencia de la comunidad política53 .
En definitiva, para crear una sociedad más justa, debemos fomentar afectos positivos en la política enlazando imágenes con potencia emocional a las ideas políticas. La educación (en gran medida la educación es autoeducación) de una ciudadanía democrática no puede obviar esta cuestión, dejando el mundo emocional a quien quiera sacar provecho de él, siguiendo el dicho del refrán “a río revuelto, ganancia de pescadores”, pues siempre hay alguien dispuesto a sacar ventaja de una situación en la que, parafraseando la conocida frase de Burke, para que el mal triunfe lo único necesario es que la ciudadanía democrática no actúe. En nuestro tiempo uno de los principales agentes educadores son los mass media que configuran en gran medida la esfera pública y es un deber de ciudadanía participar en ellos haciendo que la esfera pública escenifique el sentir de la gente y no sólo el de las élites políticas y económicas, es decir, que la esfera pública encarne una opinión realmente pública (no sea meramente la opinión publicada) y que represente los ideales de justicia de los menos favorecidos. Los ciudadanos, educados en el espíritu crítico y en la imaginación intelectual, tienen el deber de mostrar el sentimiento de indignación ante las cosas que funcionan mal. Pero no se trata de un mero juego de afectos, sino de un espíritu crítico basado en un examen desprejudiciado de las ideas, que quiere dotarse de potencia emocional. Ahora bien, la indignación no puede convertirse en la política del resentimiento y de la ira; es necesario que vaya de la mano de afectos positivos de solidaridad y justicia, así como de los sentimientos y la conciencia de la propia fuerza.
Pero en nuestra era de la comunicación digital y la globalización, la educación ciudadana y la política como ars affectandi tienen una serie de problemas y retos:
1. En el mundo comunicativo digital actual se da una general desintegración y un aumento de complejidad del flujo comunicativo, que en general conduce a un debilitamiento de la fuerza y de las capacidades críticas de la esfera pública con respecto a la esfera política54 . El “quién” de la comunicación es hoy a menudo una colección de interlocutores digitales dispersos, que no constituyen ningún demos y a la que no corresponde ninguna solidaridad ni identidad moral del mismo alcance55 . Y es que en la comunicación digital la participación es esporádica: los individuos son libres de elegir las tareas que quieren desarrollar, el grado de compromiso que quieren adquirir y cuándo pueden entrar y salir de ellas56 . Esto dificulta la sedimentación de una identidad colectiva que aglutine afectos comunes.
Además, los grandes medios electrónicos de comunicación se orientan por el negocio de la publicidad, produciendo una mezcla entre información y diversión, la presentación episódica y fragmentaria de los temas o la exposición morbosa y sensacionalista de hechos, todo lo cual fomenta la despolitización de la comunicación pública57 .
Por otra parte, antes el destinatario de las críticas y los afectos en las esferas públicas nacionales estaba definido y era claramente identificable (el gobierno, los poderes públicos, empresas con nombres y apellidos…), mientras que ahora el destinatario de una esfera pública transnacional sería una mezcla amorfa de poderes transnacionales públicos y privados, que ni pueden ser identificados ni pueden ser hechos responsables fácilmente58: ¿quién es el capitalismo globalizado?, ¿quién gobierna el orden económico global?, ¿quién es el poder?
2. Hoy los principales problemas políticos son transnacionales, como el deterioro ecológico, el terrorismo internacional, el descontrol de la globalización económica, los flujos migratorios o la pobreza en el mundo. Fraser afirma que encuadrar nacionalmente las cuestiones políticas impide que consideremos como legítimas las vindicaciones de los "pobres globales"59 . Limitar la óptica política al ámbito nacional es lo que Beck llama “nacionalismo metodológico”60 . Para superar este problema, sería necesario crear una esfera pública y una opinión pública mundial que partan de todos los rincones del mundo y lleguen a todos los hombres. Un planteamiento central de la justicia global consiste en hacer que se oiga a los grupos discriminados y en repartir de manera más justa el poder discursivo61 y el poder afectivo de la política. Todas las propuestas que no incluyan a los pobres del mundo como actores son inefectivas e incluso contraproducentes, además de paternalistas62 . Y aquí la tarea sería cómo crear mediante los medios de comunicación un “sentido mundial de la justicia” y el sentimiento de que todos pertenecemos a la comunidad mundial. La propuesta de Fraser es transnacionalizar las esferas públicas nacionales existentes, desarrollando públicos transnacionales63, por no hablar de la necesidad de crear poderes políticos transnacionales democráticos64 .
Esta complejidad de la situación presente nos llevaría, como a Mill, a la necesidad de una cierta autoeducación sentimental para la participación en la política, a un esfuerzo por participar en la esfera pública dotando a nuestras ideas de potencialidad afectiva. Y también, ¿por qué no?, a hablar de una educación cosmopolita afectiva. La Declaración Universal de Derechos Humanos habla de esa educación cosmopolita afectiva, señalando en su artículo 26.2 que “la educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones”. Marta Nussbaum afirma que, si los sistemas educativos no ofrecen una educación en este sentido, lo más probable es que nuestras interacciones con personas de otras naciones se vean mediadas por las normas del mercado, que conciben a los hombres principalmente como instrumentos para obtener ganancias (NUSSBAUM, 2010, p. 114). Y esta educación cosmopolita no debería ser meramente en ideas, sino también en sentimientos, de acuerdo con la línea que venimos siguiendo en este artículo. Ya Kant había juntado la propuesta de una educación cosmopolita con la de una cierta educación en sentimientos. Así afirma en su Pedagogía que "las bases de un plan de educación han de hacerse cosmopolitamente" y que una lenta aproximación a la perfección política sólo es posible mediante los esfuerzos de personas con sentimientos lo bastante grandes como para interesarse por un mundo mejor (P 36-38). Hay otro extraordinario texto de Kant en el que une estas ideas de educación cosmopolita, educación afectiva y educación en el espíritu crítico, señalando la necesidad de que los estados superen su egoísmo belicoso y la caótica situación de sus relaciones internacionales, para lo que se requiere, indica, un gran cambio en la sociedad que tenga como objetivo la formación de sus ciudadanos en sentimientos moralmente buenos:
Gracias al arte y la ciencia somos extraordinariamente cultos. Estamos civilizados hasta la exageración en lo que atañe a todo tipo de cortesía social y a los buenos modales. Pero para considerarnos moralizados queda todavía mucho. Pues si bien la idea de la moralidad forma parte de la cultura, sin embargo, la aplicación de tal idea, al restringirse a las costum- bres de la honestidad y de los buenos modales externos, no deja de ser mera civilización. Mientras los Estados malgasten todas sus fuerzas en sus vanos y violentos intentos de expansión, obstruyendo continuamente el lento esfuerzo del modo de pensar de sus ciudadanos -privándoles de todo apoyo en este sentido-, no cabe esperar nada de esta índole: porque para ello se requiere una vasta transformación interna de cada comunidad en orden a la formación de sus ciudadanos. Mas todo bien que no esté in- jertado en un sentimiento moralmente bueno, no es más que pura apariencia y deslumbrante miseria. Y en esta situación permanecerá el género humano hasta que -del modo que he dicho- haya salido de la caótica situación en que se encuentran sus relaciones interestatales65 .
Quizá, como decía Kant, sólo nos quepa esperar la perfección “tras el transcurso de muchos siglos”66, pero sería bueno que no tuviéramos que esperar tanto para dar pasos firmes en la dirección de una auténtica participación en la esfera política, que entendiéramos la complejidad global del mundo en que vivimos y la dificultad de la esfera pública a la que podemos contribuir. Pero es especialmente relevante comprender que necesitamos llenar el mundo político de afectos enlazados con las ideas de justicia. Para lo cual, quizá, como Stuart Mill, aunque por otros motivos, debamos emprender una autoeducación emocional política.
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Notas