Resumen: El siguiente texto tiene por objetivo interrogar de qué modo el sí-mismo se constituye pasivamente o, lo que es equivalente, se busca indagar cuáles son los fundamentos afectivos de la ipseidad. Para ello, se lleva a cabo una lectura atenta de Le volontaire et l’involontaire (1950) de Paul Ricœur, obra que permitirá a su vez reinterrogar lo que es la ipseidad con los recursos que aporta una fenomenología del “yo puedo” y “yo quiero”. Así, si la ipseidad es abordada propiamente en Soi-même comme un autre (1990), el libro de 1950 aporta, por su parte, elementos conceptuales y descriptivos valiosos que pueden esclarecer el carácter afectivo y pasivo que constituye a la ipseidad.
Palabras claves: Paul Ricœur, Ipseidad, Constituición pasiva, Paciencia de sí, Afectividad, Carácter.
Abstract: The following paper aims to interrogate how the self is passively constituted or, what is equivalent, it seeks to investigate what are the affective foundations of ipseity. To do this, a careful reading of Le volontaire et l’involontaire (1950) by Paul Ricœur is carried out, a work that will in turn allow us to re-interrogate what is ipseity with de resources that a phenomenology of “I can” and “I want”. Thus, if ipseity is properly addressed in Soi-même comme un autre (1990), and the 1950 book provides valuable conceptual and descriptive elements that can clarify the affective and passive character that constitutes the ipseity.
Keywords: Paul Ricœur, Ipseity, Passive constitution, Patience of self, Affectivity, Character.
Fluxo contínuo
La constitución pasiva de sí o la paciencia de sí
The passive constitution of self or patience of self
Recepción: 22 Marzo 2020
Aprobación: 08 Noviembre 2021
Cuando nos hacemos la pregunta por la identidad personal, a saber, la cuestión acerca de “¿quién soy yo?” o “¿quiénes somos nosotros?” (Cf. RICŒUR, 1990, p. 167-198) no dejamos ciertamente de hacer una experiencia algo paradójica. Por un lado, nos parece que se trata de una interrogación que nos pone de relieve y cuya respuesta la tenemos al alcance de la mano. Y, sin embargo, cuando intentamos responderla pronto nos damos cuenta de la profundidad en la que nos hunde en cuanto esta pregunta nos conmina de punta a cabo sin pausa alguna. En suma, respecto de esta cuestión puede parecernos que no llega nunca el tiempo en el que podamos decir que la hemos respondido de modo definitivo. Entonces, siendo la pregunta identitaria tan próxima a nosotros, puesto que nos implica activamente, a su vez, se nos ofrece como un enigma del que no estamos nunca a la medida de resolverlo. Pero lo que decimos de la pregunta identitaria y de la situación en la que nos sumerge, lo decimos también del ser que somos al formularla. En efecto, aquel yo que se implica en el preguntar no logra hacer de sí un objeto -que, en efecto, propiamente no lo es- puesto que está implicado en sí a causa del preguntar que lo revela como un problema, como un enigma que no se puede articular objetivamente. Pero esto no significa que el sí-mismo no pueda tomarse como objeto, y que, cuando lo hace, entra en una relación apropiadora cuyo signo es la distancia que hay entre sí y el objeto que ha hecho de sí. Entonces, se vuelve claro que uno de los modos que tenemos de responder a la pregunta identitaria consiste en constituirnos por medio de los relatos que elaboramos de nosotros mismos, para otros, con el fin de asegurar cierta unidad, coherencia y sentido al todo de nuestra vida o existencia. Se trata de una manera que tiene el sujeto de entrar en relación consigo, de hacerse presente a sí de un modo cohesionado y sensato. Es el relato de sí1 aquel que, entramando los diversos acontecimientos que nos pasan, uniéndolos y explicando unos a la luz de los otros, le da aquel sentido unitario a una vida que cuando se vive y experiencia es ciega a la novedad que aportan estos acontecimientos y a la crisis en la que nos sitúan -sea feliz o desgraciada- y por la cual nos vemos confrontados a tener que decidir el sentido de nuestra orientación en la existencia y en el mundo. Mas, para ello, el viviente que somos debe objetivarse, i.e. volverse un personaje de una trama que tiene su propio inicio, desarrollo y fin. La narración impone de esta forma una distancia que asegura un retorno reflexivo sobre sí, una interpretación que permite la explicitación de sí que aflora del mundo del texto en el que nos situamos como personajes que, sin pretender decir el sentido total de nuestro existir, permite asomar un sentido propuesto que unifica el todo de nuestra experiencia.
Pero si es necesario un esfuerzo narrativo para apreciar y comprender la vida propia de un modo cohesionado y sensato, lo es a causa de la dimensión temporal de la existencia personal. En efecto, el hombre permanece en el tiempo de un modo distinto a las cosas que le son dadas en la experiencia. Eso significa que es capaz de hacer la experiencia de padecer el paso del tiempo -el envejecimiento es ciertamente una de esas experiencias pasivas y constituyentes de sí- y de padecerse a sí mismo sin dejar de ser él mismo, incluso si ya no es propiamente el mismo. De esta manera, Ricœur -filósofo que en este texto nos da qué pensar- distinguirá entre dos maneras de permanecer en el tiempo: la mismidad y la ipseidad. Así, mientras que la mismidad da cuenta de un “nudo invariable de la personalidad” (DASTUR, 2005, p. 92) -habría que decir más bien cuasi-invariable-, la ipseidad implica “el mantenimiento de la cohesión de sí a través del tiempo” (DASTUR, 2005, p. 92), siendo la promesa su paradigma. De esta forma, la mantención de sí propia de la ipseidad implica la obediencia y fidelidad a un ámbito de exigencia -una promesa, una prescripción, una ley- (DASTUR, 2005, p. 92) a la que el sí adhiere como un respondiente fiel porque se halla y reconoce implicado y concernido en dichos asuntos. Su desafío es el de seguir siendo presente y disponible para que el depositario de la promesa -o del ámbito de exigencia correspondiente- pueda seguir contando con la persona concernida y comprometida. Se puede entonces indicar que la ipseidad es un mantenerse presente a sí mismo, ante sí mismo, frente al desafío del tiempo y de la alteridad, sea del cuerpo, de la otra persona, de la voz de la conciencia, etc. Lo que me interesa de estas consideraciones es que la ipseidad del sí mismo pone en juego una autoconstitución del sujeto. Esto es, el hecho de que deba él mismo esforzarse en mantenerse fiel a la promesa y que requiera comprometerse y asumir su responsabilidad. Pero, también, la ipseidad implica procesos de constitución pasiva de sí, es decir, procesos que ocurren, si se quiere, a espaldas del sujeto, pero al sujeto, y sin los cuales este no podría atestiguarse como siendo en la singularidad que le es propia. Hay un ámbito de afectividad que permite que el sí-mismo entre en relación consigo, que se vuelva presente para sí y quede disponible para el otro. Esto es preciso interrogarlo con fin de dilucidar los modos de ser del sí-mismo. De esta manera, se puede apreciar que la pregunta por la identidad personal no solo requiere que se responda dando cuenta de los modos que tiene el sujeto de identificarse como el mismo, sino que demanda también esclarecer el ser que es propio al sujeto y las maneras cómo este se relaciona con él mismo y se hace presente a sí y a los otros según el modo de la disponibilidad.
A continuación, quisiera centrarme en la interrogación y esclarecimiento de los fundamentos afectivos de la ipseidad, vale decir, en los modos de constitución pasiva del sí-mismo; aquellos modos por los que el sujeto nace a sí y se vuelve presente para sí mismo y para el otro, y que propongo reunir bajo el nombre de “paciencia” (Cf.GROSOS, 2004). De este modo, quisiera interrogar la ipseidad del sí mismo en cuanto esta “se experiencia y se vive desde el interior” (TENGELYI, 2014, p. 107). ¿Cuáles son las maneras como se constituye interiormente la ipseidad? ¿Cuáles son los fundamentos afectivos a partir de los cuales el sí entra en relación consigo y queda abierto a las cosas, al mundo y al otro? Esto significa, a juicio Tengelyi que: “la ipseidad no depende necesariamente de una reflexión sobre sí y de una identificación consigo mismo activamente realizada, sino que reposa en un fundamento pasivo y afectivo” (TENGELYI, 2014, p. 108). Es la cuestión que quisiera intentar ahondar a lo largo de este texto interrogando las siguientes cuestiones: 1) el fondo afectivo a partir del cual se constituye el “yo quiero” y “yo puedo”; 2) el carácter como un modo de ser que impregna de un estilo (Cf.RICŒUR, 1950, p. 346) singular al obrar humano y que releva un sí mismo tácito que demanda comprensión, pero que también le ofrece un telos haciendo de su existencia un destino.
Centraré mis análisis, aunque no de modo exclusivo, en Philosophie de la volonté I de Paul Ricœur, antes que en Soi-même comme un autre, bien que la cuestión de la ipseidad sea propiamente planteada en esta última obra. La atención que prestaré a esta primera gran obra de Ricœur se justifica en cuanto Le volontaire et l’involontaire se interroga por el cogito práctico y sus modos de ser afectado por la alteridad vivida interiormente como una ocasión para nacer a sí y como una herida que releva la vulnerabilidad del sujeto queriente y actuante. En términos amplios, me atrevo a decir que hay aquí un primer esbozo de la ipseidad, si esta es, tal como lo afirma Ricœur en 1990, un modo de ser cohesionado de sí que afronta el paso del tiempo y el encuentro vivido y co-originario de la alteridad. Las reflexiones que Ricœur dedica a cuestiones tales como el carácter, la vida, el nacimiento, el consentimiento -en suma, el ámbito propio de lo involuntario absoluto-, indican, de alguna manera, que aquello que mandata al sí es el anhelo de totalidad, unidad y cohesión, es decir, el deseo de ser una libertad total, pero que se reconoce a su vez finita y situada: “toda libertad -afirma Ricœur- es una posibilidad infinita ligada a una parcialidad constitutiva; ella es un infinito finito” (1950, p. 382).
Finalmente, es preciso indicar muy brevemente las razones que esgrimo para reunir el problema de los fundamentos afectivos de la ipseidad bajo el nombre de paciencia. Esta última subraya la dimensión pasiva del cogito práctico y del sí mismo. Por un lado, es aquel modo de ser en relación con una alteridad que no puede ser resistida y que, por dicha relación inesquivable e irreversible, el cogito se comprende y se vive a sí mismo como quebrado, debiendo renunciar a las pretensiones de autoposición, de fundamento y de transparencia. Por otro lado, la paciencia de sí indica la vulnerabilidad del sí mismo ante la acción de la otra persona o ante aquellas acciones o acontecimientos que inhiben el despliegue de su iniciativa y de su obrar. En cada caso, la paciencia señala aquellos modos de constitución pasiva del sí mismo. Este, sin dejar de dar y reconocer el sentido que tienen las cosas, es constituido pasivamente por el encuentro con la alteridad y los modos cómo se haya implicado en ella interiormente, develándose él mismo para sí como siendo otro o haciendo la experiencia de nacer a sí de otro modo. Asimismo, la paciencia es una manera de resistir al encuentro de las cosas y de los otros y de mantenerse de pie ante su arribo que, en ocasiones, puede ser estremecedor y llega a abatir al sujeto que hace su experiencia. Finalmente, la paciencia recae sobre el esfuerzo propio del sí en retomarse y en recobrarse, por lo que la experiencia de sí es de punta a cabo la de una apropiación de sí debido a que un ámbito importante de las experiencias que animan nuestro existir son también experiencias de pérdida de sí, de desasimiento, de descentramiento, de evasión, etc. Las consideraciones que siguen tienen por finalidad esclarecer lo mejor posible este doble movimiento del ser humano paciente que somos: acoger lo otro de sí y asegurar y mantener al sí que hace del recibir la ocasión de su libertad.
Es preciso volcarse a continuación en el examen de la constitución pasiva de sí propia del yo queriente y actuante a la luz de Le volontaire et l’involontaire. En este texto Ricœur no deja de insistir en la unidad del yo y de su acción. Así, sostiene que: “Yo me afirmo en mis actos. Es lo que enseña justamente el sentimiento de responsabilidad: esta acción soy yo” (1950, p. 57). Y luego agrega: “‘Esta acción soy yo’ significa: no hay dos yoes, aquel que es en el proyecto y aquel que proyecta; precisamente yo me afirmo sujeto en el objeto de mi querer” (1950, p. 58). Por un lado, se anticipa, en algún sentido, lo que Ricœur denominará en 1990 como atestación, a saber: que el sí mismo, el cogito práctico, se afirma en sus actos y no es distinto de su acción que puede siempre reivindicarla como suya. Esto da cuenta de que él se atestigua en los actos realizados, pero también proyectados. Así, entonces, que el yo no sea distinto de su acción implica, también que él consiste en y coincide con su ser-proyecto. Es necesario indicar, entonces, la presencia de un cogito tácito actuante, pero “no espectacular” (1950, p. 58): se trata de una primera “imputación pre-reflexiva de sí mismo” (1950, p. 58):
hay siempre un ‘yo’ sujeto, proyectante y uno proyectado; y se podría decir que mientras más me determino en acusativo como aquel que hará, más me olvido como aquel que, hic et nunc, en nominativo, emite la determinación misma del sí proyectado como agente de realización del proyecto” (RICŒUR, 1950, p. 58).
Por consiguiente, se puede afirmar que el sujeto no está presente a sí, sino de un modo tácito, no reflexivo, lo que no significa que no se encuentre a sí mismo en los proyectos. Por el contrario, proyectar algo es reconocerse como aquel que proyecta lo querido. Pues, el proyecto en el que el sujeto se halla implicado y concernido no es otra cosa que aquel sí-mismo dado en el proyecto, por lo que Ricœur afirma: “La conciencia de mí mismo está al origen de la identidad, ella misma prejudicial, prejudicativa, una presencia como sujeto proyectante y de un yo proyectado” (1950, p. 58). Antes que el sujeto pueda volver sobre sí reflexivamente, ya está comprometido en su querer y hacer. De este modo, lo propio del “Yo quiero” es estar concernido en sus asuntos, aquí lo querido y proyectado, y a partir de lo cual el yo se encuentra en relación consigo mismo. En última instancia, incluso si se trata aún de un yo tácito, este se anticipa, al implicarse en lo querido, como el proyecto de ser sí mismo.
Mas, es necesario indicar aun que el “Yo quiero” y “Yo puedo” no podría estar comprometido en la tarea de decidir su existencia en sus proyectos por hacer y en las acciones a realizar, sin que este movimiento concernido en lo querido tenga un fundamento afectivo. En efecto, para querer, decidir y proyectar, es preciso tener el “sentimiento de poder” (RICŒUR, 1950, p. 47). Y, entonces, hay una afectividad de base sin la cual el sujeto no podría ejercer sus capacidades. Es necesario para ello sentir que se puede lo querido. Ciertamente, aquel sentir está en relación con un objetivo delimitado. Este sentimiento de poder viene a concretar y a desplegar el querer mismo. Esto es, si yo no lo tuviera, mi querer quedaría como suspendido sin posible realización. Lo querido, por el contrario, gana consistencia, cuerpo y espesor, gracias a que es acompañado de este sentimiento que revela la posibilidad de ser alcanzado; es decir, revela al yo que quiere como el que puede: “Yo que quiero, puedo -afirma Ricœur-” (1950, p. 47). Fijémonos entonces en el hecho de que el sentimiento de poder no solo me dispone a actuar, pues me implica ya en el proyecto, sino que también me pone en relación con lo posible, no como una eventualidad, sino como lo podido por mí. Mi querer no es vacío, pues mi poder lo puede concretar abriendo al sujeto a los posibles en cuanto podidos. Mas, esta apertura hacia lo posible indica también que lo posible concierne a la potencia del ser humano -su poder-hacer, proyectar, etc.-, vale decir, al sujeto mismo, pues él queda abierto a la posibilidad de sí, la de su existencia encarnada y susceptible de orientarse en el mundo queriendo y haciendo, pero también, en cuanto abierto a los posibles, capaz de reorientarse cada vez.
Como se puede apreciar, hay aquí un tipo de relación consigo mismo que, en primer lugar, es táctica, pero que luego se volverá reflexiva en el momento de la decisión, pues al decidir, al zanjar entre posibles, entre alternativas, etc., se reivindica la acción como propia. De esta manera, la decisión viene, a juicio de Ricœur, a acentuar “al yo y al proyecto” (1950, p. 59): “La conciencia de sí -afirma el autor- es el momento decisivo de una reconsideración sobre sí, inicia un sursum de la libertad” (1950, p. 59). Mas, la decisión, que ya pone en juego un sí mismo capaz de imputarse responsabilidad, acoge a su vez motivos afectivos y corporales que en ocasiones le son opacos. Así, si decidir es abrirse a los posibles, darse una posibilidad y proyectarla, al mismo tiempo, es acoger motivos, razones para actuar, sin una conciencia nítida o clara respecto de qué se recibe al decidir. De este modo, incluso si la decisión releva un yo capaz de reivindicar su acción, sus proyectos, sus posibles y a sí mismo al punto de reconocerse responsable, incluso con todo aquello, el yo que quiere y que puede no se autoconstituye plenamente. Por el contrario, hay un fondo afectivo y opaco, y no del todo disponible, que opera sobre él cuando este se quiere autónomo y libre. Queriendo, proyectando, motivando el proyecto en el que el yo se encuentra concernido, decidiendo y zanjando alternativas y posibilidades, siempre se trata de un yo tácito que acompaña y constituye pasivamente a la conciencia vuelta intencionalmente hacia lo querido. Y bajo este respecto se podría indicar, como lo hiciera Henry en su momento, que la “afectividad es la esencia de la ipseidad” (HENRY, 2011, p. 581), lo que en el caso de Ricœur significa que la vida afectiva es el fondo sobre el cual el sujeto acoge el mundo, a los otros y a sí mismo, teniendo como horizonte el llegar a ser una libertad total que, sin embargo, es finita porque encarnada. Pero es preciso indicar en este momento que, si la afectividad nutre al querer, al tiempo que lo limita, también lo anticipa y, de este modo, hace vivir al sujeto la experiencia de la desposesión de sí. Por ejemplo, mientras me hallo encolerizado no soy plenamente yo mismo, y, sin embargo, soy yo quien ha estallado en cólera. Así mi libertad, encarnada en el proyecto en el que me reivindico, no es plena, puesto que yo soy también anticipado por mi carácter; aquel hace de mí un problema que es preciso comprender.
El carácter pone en juego otro modo de constitución pasiva del sujeto y, por consiguiente, a un sí implícito o tácito que no está plenamente en posesión de sí y que se despliega en la existencia dejándose, en algún sentido, ser orientado. El carácter es vivido como una anticipación involuntaria de nuestro querer que da forma a todos los ámbitos en los que se despliega el sujeto, esto es: al querer, al proyectar, al mover y moverse, al obrar, etc. En este sentido es aquella “capa de nuestra existencia que no podemos cambiar, sino que solo es posible consentir” (RICŒUR, 1990, p. 144). Por su parte, cuando Ricœur considera el carácter en Soi-même comme un autre no lo hace ni en los términos de su fenomenología de la voluntad, ni en los de su antropología de la falibilidad donde este era considerado como “mi manera de existir según una perspectiva finita que afecta mi apertura al mundo de las cosas, de las ideas, de los valores, de las personas” (1990, p. 145). Y, sin embargo, si es cierto que nuestro autor considera el carácter en el desarrollo de su hermenéutica de la identidad como una “disposición adquirida” y en “cuanto conjunto de disposiciones durables por las que se reconoce una persona” (1990, p. 146), no es menos cierto que esta última comprensión del carácter no invalida las otras dos anteriores, a saber, la ofrecida en Le volontaire et l’involontaire y en L’homme faillible. Por el contrario, las requiere. De esta manera, en cada caso, el carácter indica ese modo de ser particular, singular, a partir del cual el sujeto quiere y obra en el mundo con, por y para otros, y que lo hace identificable y reconocible como siendo él mismo. Cuando el carácter es comprendido como un involuntario absoluto, lo que se dice de él es que es un modo de ser a partir del cual yo soy “único, inimitable”, “una esencia singular” (RICŒUR, 1950, p. 345), una esencia que porta un destino. Al respecto, Ricœur afirma:
el carácter es, en un sentido, destino; no se meditará nunca suficientemente el viejo principio de Demócrito: Êthos anthrôpô daímôn: el carácter de un hombre constituye su destino […], ese destino es invencible. Cambiar mi carácter sería propiamente devenir otro, alienarme; yo no puedo deshacerme de mí mismo. Por mi carácter yo soy situado, arrojado a la individualidad; yo me sufro yo mismo individuo dado. Y sin embargo yo no soy más que en tanto que hago y no sé dónde se detiene mi imperio sino ejerciéndolo (1950, p. 345).
Si el carácter es “inmutable” o cuasi-inmutable, es a la vez “la manera de ser de mi libertad” (1950, p. 345), es el modo cómo ésta se despliega y ejerce en los poderes propios del sujeto, el estilo que baña cada gesto, cada movimiento, cada acción, cada expresión de sentimiento. Y luego en L’homme faillible, Ricœur lo definirá como “la orientación originaria de mi campo total de motivación”, siendo ese campo de motivación “mi apertura a la humanidad” (1960, p. 81). En ambos casos, si el carácter es cuasi-inmutable, es a su vez apertura y condición de la libertad. Su inmutabilidad es la fuente de la reversibilidad a partir de la cual el ser humano puede apropiarse los posibles conforme a la orientación de su existir. De esta manera, el carácter es una manera de ser que releva el hecho bruto de existir y la aperturidad finita y perspectivista hacia este. Con todo, si el carácter “adhiere a mí”, si este es el estilo de mi libertad que da forma a mi estar-orientado, por tanto, que modela el despliegue de mis poderes en y sobre el mundo, para y contra el otro, este se mantiene como un estilo tácito, como una manera de ser que ni puede ser resistida, ni puede ser develada prístinamente, transparentemente. Esto último, en cuanto él se da “siempre mezclado con algún movimiento de la voluntad en relación con sus motivos o sus poderes” (RICŒUR, 1950, p. 346). En suma, el carácter dice eso que soy sin hacerse notar más que en signos que seguramente no alcanzan la profundidad de lo que indican: ese modo de ser por el que me apropio las posibilidades que me son dadas en el horizonte del proyecto que soy o que me asaltan de modo imprevisto y novedoso con relación a mi ser-proyecto, como si advinieran sin contexto para abrirse su propio horizonte de sentido. Mas, esto indica que el carácter es la dimensión de profundidad que tiene mi existir a tal punto que me mantiene en movimiento y estiliza mi despliegue existencial; vale decir, informa mis capacidades ejercidas.
Así, el cogito práctico no puede ni querer, ni decidir, ni actuar, sin que cada una de estas capacidades tome el estilo que es el propio carácter irreversible que somos. Estos poderes ejercibles y ejercidos adquieren su consistencia y profundidad, aquella esencia y espesor singular que somos, precisamente, por el carácter que poseemos y que, en muchos sentidos, nos posee al informar nuestra manera de querer, de obrar, etc. En suma, nuestra vida intencional y práctica por la que nos abrimos a la trascendencia del mundo. Con todo, la irreversibilidad del carácter, el hecho de que no pueda cambiarlo ni volverme otro que no soy, es la razón por la que lo sufro, lo padezco, sin poder tomar distancia de él, ni deshacerme de aquel. Este se me da como lo imposible de rehuir, es decir, como no pudiendo rehuirme. Pero, por ello mismo, yo soy próximo a mí mismo. Esto es, que no pueda deshacerme de mí -y del carácter que yo soy-, no significa que yo coincida plenamente conmigo mismo. Por el contrario, la proximidad que yo soy para mí es signo de una distancia que me habita, de una desproporción que vivo como padecimiento o sufrimiento puesto que mi carácter, siendo mío y siendo yo, no me es disponible, aunque él sea la manera como yo me vuelvo disponible a las cosas, al mundo y a los otros. Me imprime una manera de estar disponible, negándose a estar a mi alcance. Por ejemplo, yo me oriento en el mundo conforme a un carácter que me acompaña y anticipa, pero que también me traiciona -y entonces la anticipación toma un relieve valórico, pues se trata ahí del germen de la conciencia de culpa, de la toma de conciencia de la falta cometida-. Mas, sobre todo, me provee de un estilo que no es necesariamente apropiado, en el sentido de verdaderamente querido e intencionado, como también en el sentido de que en tanto que involuntario absoluto no hay modo de ejercer una apropiación sobre aquel. Siéndome propio, mi carácter, a la vez, me es ajeno y lo vivo en momentos cruciales de mi existencia como una alteridad que hiere mi voluntad y la estima de sí -si retomamos esta bella expresión del trípode ético que despliega Ricœur en Soi-même comme un autre-. Mas, y de este modo, el carácter me indica, me señala, dice algo de mí sin yo poder nada sobre él. No es el sujeto que se impone sobre aquel, sino que más bien es este -el carácter- que se da según la experiencia de ser-tomado, de ser-conducido, dejándose instruir, en cierta manera, por la naturalidad que le imprime al todo de la existencia que anhela ser una libertad total, pero que no lo puede sino según un modo finito y parcial.
He aquí una cuestión que me parece esencial: el carácter porta una atestación de eso que soy y de la manera cómo soy, sin que yo mismo pueda atestiguarlo propiamente, o sin que yo mismo me reconozca siempre en aquel. Mas bien, damos testimonio de nuestro carácter, a saber, del estilo del despliegue de nuestro existir orientado, precisamente cuando sentimos que este nos ha traicionado y se ha anticipado a nuestro querer de un modo que no hubiéramos deseado. Así, el testimonio que habitualmente se da del carácter es más bien para excusarnos por aquel, para indicar y señalar la diferencia o el hiato que este ha abierto. Lo explicamos para no ser reducidos a aquel, aunque no somos algo distinto al carácter que se deja imprimir en nuestro obrar. Mas, el carácter releva una alteridad vivida y cuya oposición a la voluntad no hace sino gestar al sí-mismo en la dimensión destinal de su existir. Precisamente, el carácter es vivido como una alteridad radical que no viene de afuera, sino que está implicado de modo radical en eso que yo soy y que, además, hace del existir una anticipación de sí y que está dado prospectivamente en los modos como se orienta en el mundo. Así, cuando Ricœur reconoce que el carácter es destino no dice, sino que, es, al mismo tiempo, movilizador. Es aquel modo de ser como el sujeto se vuelve hacia la tarea de la apropiación de sí. Es la ocasión y la manera a partir de la que desplegar la libertad fundada en la naturaleza, en aquello que ella misma no puede elegir, pero sin lo cual no podría elegir. Y en ese sentido, el carácter hace referencia más bien al ámbito de la condición de sí, de la institución de sí, si se quiere. Mas, ¿qué puede significar esto? En primer lugar, que, así como el inconsciente y el nacimiento, el carácter es opaco a causa de su origen perdido. No datamos el origen de nuestro estilo de ser ni de la formación de su forma, pues él es contemporáneo a nuestro obrar, nos es dado como una adhesión constante y perseverante. Tampoco tenemos relación con el inconsciente que acompaña y nutre nuestro querer, ni hacemos la experiencia de nuestro nacimiento que, como acontecimiento, ocurre a nuestras espaldas. En cada caso se trata de experiencias -o inexperiencias o protoexperiencias como en el caso del nacimiento- que tienen un fondo perdido. Y, sin embargo, llevando la marca del origen, disponen, más bien, hacia la comprensión de la existencia como una “tarea por ser conquistada”, como un “destino que debe ser apropiado”, haciendo de esta manera del existir humano un existir reversible sobre un fondo irreversible e inmutable. Así, me parece que el carácter aporta bastantes recursos para responder a la pregunta “¿quién soy?” y permite relevar aquel sí-mismo tácito que acompaña nuestro querer, nuestro obrar y nuestra manera de sentir.
De esta forma, se puede indicar que el carácter es vivido según un estar-tomado, un ser-conducido sin conducirse plenamente a sí mismo. Es la razón por la que puede anticipar nuestra intención y abrir un hiato, una diferencia e, incluso, un disenso en eso que pensamos y queremos ser. Si bien, yo soy mi carácter y este me es propio, aquel, sin embargo, explicita una diferencia irreductible que hay entre yo y yo mismo. He aquí que la dialéctica de la naturaleza y la libertad se hace presente. ¿Una libertad abrumada por la naturaleza, una naturaleza apropiada por un acto de libertad? El carácter explicita la dificultad para el sí-mismo de mantener una relación lúcida consigo y que es parte del ejercicio del dominio y cuidado de sí. Esto, en cuanto implica un modo de constitución pasiva que opera a espaldas del sí-mismo, aunque según el modo de la contemporaneidad. Mas, lo propio del carácter es que pone en juego un tipo de constancia que revela la fragilidad y vulnerabilidad del sí-mismo, antes que su sola identidad. Pues la constancia del carácter (Cf. GREISCH, 2015, p. 117-143; GREISCH, 2009, p. 251-273) releva a su vez la paciencia del sí-mismo, que es también un modo de mantenimiento y cuidado de sí. En efecto, el cogito práctico no puede querer, ni proyectar, ni obrar, sin que deba consentir a la vida involuntaria que, siendo resistencia a su querer, también lo nutre y lo carga de motivos, deseos, aspiraciones, etc. De esta manera, el sí-mismo -el cogito queriente, percipiente y actuante- no puede orientarse en el mundo sin tener que reconocer el hiato y la diferencia que habita en él. Por tanto, no puede obrar sin practicar la paciencia sobre sí, puesto que su despliegue está opacado por su vida involuntaria que, a la vez, lo impulsa y lo resiste. La paciencia dice ese modo de ser inherente al sí mismo y a partir del cual este puede insistir en querer, hacer, desear, etc., incluso si todo aquello no le es transparente, incluso si reconoce luego una diferencia entre él y sus intenciones. La paciencia dice un doble modo de relación. Por un lado, es aquella manera de mantenerse a sí con los proyectos en los que se encuentra concernido, involucrado y preocupado. Y, en este sentido, la paciencia es cuidado, vale decir, atención a sí y a sus modos de orientación. Pero, por otro lado, la paciencia es la acogida de la fuerza afectiva que moviliza al sujeto queriente y obrante, pero que no se vuelve inteligible, sino a la luz de la vida voluntaria. Receptividad, por tanto, de la alteridad inherente al hecho de vivir, pero que no sucumbe ante su acogida, por el hecho de existir, esto es, por estar siempre ahí donde sus intereses lo movilizan y lo orientan. De este modo, la paciencia no es resignación, no es recepción de todo lo que viene a mí, de toda alteridad, sino que es un tipo de acogida que se mantiene abierta a la relación sin abandonar la persistencia de sí. La paciencia implica la relación viva y vivida de la alteridad en sí en cuanto relación irreversible e insustituible. El sí-mismo se comprende siempre a partir de una alteridad inquietante e inquietada, no habiendo experiencia que no sea ella misma un estar ya anudada con una forma de alteridad inesquivable.
Pero, además, es preciso destacar que la paciencia, ya desde Le volontaire et l’involontaire, es comprendida por Ricœur en vínculo estrecho con el conatus. Pues el conatus, que defiende el autor francés de modo explícito a partir de Le conflit des interprétations, no es tan solo el esfuerzo, el deseo y la persistencia de ser y de mantenerse en la vida. Este no debe ser confundido con el conatus propio de la vida orgánica. Por el contrario, en Ricœur, este esfuerzo y deseo de ser se despliega como anhelo ético, es decir, como un deseo de ser con y para otros en un mundo con sentido -en instituciones justas-. De esta manera, el conatus da sentido a la paciencia y le previene de volverse resignación. Pero la paciencia lo orienta y evita que este se vuelva obstinación ciega (Cf.VAN REETH; REVAULT D’ALLONNES, 2014) a causa del deseo de mantenimiento de sí. El carácter releva por tanto a un sí-mismo cuya apropiación es una tarea a causa de su opacidad y del modo cómo adhiere al obrar informándolo. Pero hablar de paciencia y de conatus implica a su vez la referencia a un “Yo puedo” y a un “Yo quiero”. Pues la paciencia, como modo de ser del sí-mismo -antes que como virtud ética-, indica esa dimensión activa de la pasividad de quien obra y actúa en el mundo y es enfrentado a la tarea de recibir lo otro y de resistir su embiste. El conatus, por su parte, señala al sujeto deseante y que, en cuanto tal, hace de su existir un esfuerzo constante por mantenerse como existente, esto es, como lanzado y proyectado al mundo con otros y para otros. Ambas categorías subrayan de esta manera la potencia del sujeto actuante, así como la insistencia del sujeto queriente para mantenerse en pos de lo querido, pero, sobre todo, del querer mismo. No es tan solo lo deseado y querido lo que moviliza al sujeto que quiere y puede, sino sobre todo el deseo, como fondo afectivo del existir, que no conoce apaciguamiento y que hace de nuestro existir uno orientado y siempre en movimiento.