La comunicación política y el neoliberalismo en México.
Political communication and neoliberalism in Mexico
La comunicación política y el neoliberalismo en México.
Espacios Públicos, vol. 22, núm. 54, 2019
Universidad Autónoma del Estado de México
Recepción: 08 Mayo 2019
Aprobación: 04 Septiembre 2019
Resumen: El presente artículo analiza las condiciones para la implementación del modelo económico neoliberal en México y sus efectos para la comunicación política y la democracia mexicana. A partir del modelo de comunicación política de Dominique Wolton, se advierte que la transformación del Estado mexicano invirtió los roles tradicionales de la industria televisiva, la radio y las telecomunicaciones, que transitó de ser “políticamente subordinada” a depender de negociaciones políticas y comerciales para conformar el espacio público. Con las reformas de 2013-2014 en materia de telecomunicaciones, el modelo local sigue apostando a la liberalización económica del sector, que logró consolidarse y diversificarse durante el sexenio 2012 - 2018.
Palabras clave: neoliberalismo, medios de comunicación, régimen de medios, comunicación política.
Abstract: This article analyzes the conditions for the implementation of neoliberalism in Mexico and its effects on political communication and Mexican democracy. Through Dominique Wolton’s political communication model, we notice that transformation of the Mexican State inverted the traditional roles of TV and radio concessionaires, who came from a politically subordinate industry to depend on political as well as commercial negotiations to conform the public sphere. With the advent of 2013-2014 reforms on telecommunications, the local model keeps betting on economical liberalization for the sector, which consolidated and diversified during the past government (2012 - 2018).
Keywords: neoliberalism, media, media regime, political communication.
INTRODUCCIÓN
La implementación del modelo económico neoliberal transformó el régimen de medios y la comunicación política en México, interfiriendo en los procesos de: participación ciudadana, la democratización de la información y las relaciones de los medios con el poder político. Dicha transformación estructural del Estado mexicano invirtió los roles tradicionales de los concesionarios de la televisión y la radio, transitando de una industria políticamente subordinada a una cuyo papel depende de negociaciones políticas y comerciales para conformar la esfera pública.
Las reformas al Estado mexicano durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988 – 1994) impactaron dos sectores relacionados directamente al modelo de comunicación política: en materia económica, se liberalizó y abrió el mercado mexicano con la firma y entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio (tlc); por otro lado, la legislación en materia política y electoral impulsó una mayor competencia en el sistema político. Uno de estos cambios trajo consigo la liberalización de los tiempos en radio y televisión para la propaganda política en periodos electorales (Guerrero, 2013).
Los medios de comunicación son interlocutores poderosos y decisivos en la formación de la opinión pública de los mexicanos. Este papel ideológico y político se encuentra sustentado por el dominio económico de las empresas preponderantes del país, específicamente de Grupo Televisa y América Móvil, cuyo comportamiento como empresas y actores políticos se analizará.
En el sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-2018), la reforma en materia de telecomunicaciones buscó acotar el poder económico de los grandes consorcios, ampliar el mercado de telecomunicaciones y procurar mayor intervención estatal, lo que llevó a una pugna entre empresarios, nuevos actores económicos y el órgano regulador (Instituto Federal de Telecomunicaciones, ift), que se extendió a todo el sexenio. Esta reforma partió de un proceso político surgido del debilitamiento del Estado tras 15 años de pluralismo legislativo que mermó la agenda del Ejecutivo y ha tenido como resultado el abaratamiento de algunos servicios de telecomunicaciones y la entrada de nuevos actores al mercado (ocde, 2017), aunque queda por evaluar el impacto de éstas en la construcción de una ciudadanía informada.
LA COMUNICACIÓN POLÍTICA SEGÚN WOLTON
Para identificar los efectos del modelo económico neoliberal sobre la comunicación política en México, se partirá del concepto de comunicación política del sociólogo francés Dominique Wolton, quien la define como “el espacio en el que se intercambian los discursos contradictorios de los tres actores que tienen legitimidad para expresarse públicamente sobre política, y que son los políticos, los periodistas y la opinión pública a través de los sondeos” (Wolton, 1998: 31), en tanto que éste circunscribe actores específicos con intereses propios en el ámbito de intercambio de información política.
Desde la construcción del concepto, a principios de la década de 1990, se intentó ampliar el alcance de los actores establecidos por Wolton quien, por ejemplo, utiliza de forma indistinta el término “periodistas” y “medios” para referirse a la institución encargada de vincular a los gobernantes con la ciudadanía mediante la información política, y describe el proceso de la comunicación como un dispositivo neutro dentro del contexto de la democracia en la sociedad de masas. Por ejemplo, Guerrero (2003) interpreta a los medios como actores con intereses que obedecen a dos lógicas distintas: la de su inserción en el mercado y la política y; sobre la manera en que cumplen con la función de informar a los ciudadanos.
Sobre el primer caso, el autor enumera los siguientes elementos de análisis: “régimen de propiedad; la estructura legal; formas de financiamiento; el impacto de condiciones económicas sobre los medios; y la relación entre dueños y editores de grupos políticos” (Guerrero, 2003: 80), todos ellos relacionados con el modelo económico seguido a nivel nacional, considerando que éste tiene implicaciones tanto económicas como políticas. En el segundo caso, Guerrero incluye el impacto de las nuevas tecnologías de comunicación e información, donde caben las empresas de telecomunicaciones como actores principales, igual que las empresas tradicionales de medios que transitan hacia dichos mercados.
Cabe considerar que el modelo de Wolton establece que la interacción entre los actores legítimos de la comunicación política está plagada de desequilibrios, lejos del “ideal de la comunicación política (que) es una cierta igualdad de tensión entre las tres lógicas constitutivas”. Se buscará describir estas condiciones de desequilibrio a través del entorno del mercado y la dirección ideológica de la economía nacional.
EL NEOLIBERALISMO EN MÉXICO
El modelo económico neoliberal impuso un orden de producción, consumo y comercio que tuvo consecuencias sociales, políticas y económicas en el país desde su implantación en la década de los ochenta, producto de una crisis en el cumplimiento de la deuda externa, especulación monetaria, hiperinflación y decrecimiento. La incursión de la política económica neoliberal durante el sexenio de Miguel de la Madrid (1982- 1988) fue resultado del “agotamiento del modelo de sustitución de importaciones que prevaleció en México después de las reformas cardenistas” (Ávila, 2006: 60). El modelo de sustitución de importaciones se fundamentaba en la expansión y preeminencia del Estado en la dirección de la economía, es decir, éste se fortalecía con la apropiación y creación de empresas públicas estratégicas, el control del mercado cambiario y las tasas de interés a partir de un banco central y gasto público elevado.
El modelo proteccionista se limitó por el endeudamiento (50 mil 874 millones de dólares hacia 1982), producto del gasto público elevado que los sexenios de Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo contrajeron para sostener el crecimiento económico del país (mientras la deuda creció a un ritmo de 20 % anual [Elías, 2005], el pib creció 6% por sexenio). Durante ese periodo, las empresas estatales incrementaron de 272 a principios de la década de 1970 a 1115 en 1982 (Ávila, 2006: 70); cuando el endeudamiento se ancló a los ingresos petroleros y estos cayeron a nivel mundial, algunas flaquezas de un sistema volcado a su mercado interno y a la industrialización mediante el gasto público se hicieron evidentes. La falta de liquidez y confianza en el Estado mexicano puso fin al orden económico establecido durante el mandato de Lázaro Cárdenas (1934 – 1940) y supuso la inclusión forzada de México al orden libremercadista global encabezado por las potencias mundiales.
Importar imagenDe acuerdo con Ávila (2006), aun cuando el Partido Revolucionario Institucional (pri) se mantuvo en el poder tras los periodos de crisis, la presidencia de Carlos Salinas de Gortari sustituyó los viejos liderazgos corporativistas que se oponían a las políticas neoliberales para generar un “neocorporativismo” más afín. Mientras el retroceso en el bienestar social lesionó profundamente a la población mexicana (Romero, 2014), una oligarquía empresarial que fue capaz de sortear los retrocesos financieros y la desconfianza en la economía mexicana adquirió suficiente poder económico a partir de la desregulación, las privatizaciones y las alianzas con grupos empresariales extranjeros. Esta oligarquía abanderó “la moderna racionalidad tecno-empresarial que somete las demandas y solicitudes de los particulares a la intervención estatal y desliza la toma de decisiones, ejecución, control y evaluación al management de la iniciativa privada” (Pérez, 2013: 122).
MEDIOS PÚBLICOS Y PRIVADOS
Los medios públicos en México nunca se han consolidado. La industria de la radio y la televisión surgió imperturbable desde la institucionalización del Estado revolucionario a partir de un modelo eminentemente comercial (Fernández, 1989). La regulación estatal consistió principalmente en intervenciones técnicas, no respecto del contenido de la radiodifusión y sin mayor competencia del Estado como difusor, por lo que este modelo empresarial floreció: en un periodo de 30 años, entre 1920 y 1950, la radio comercial se multiplicó de 4 a 198 estaciones, mientras que la radio cultural creció marginalmente de 2 a 8 estaciones (Arredondo, 1987). El Estado arropó la consolidación de una industria nacional, estableciendo la titularidad de las concesiones únicamente a ciudadanos mexicanos y propiciando la creación de cámaras empresariales integradas a su estructura corporativista.
La primera legislación importante en materia de radiodifusión, la Ley Federal de Radio y Televisión, llega hasta 1960, durante la presidencia de Adolfo López Mateos. “La legislación de radio y televisión era una manifestación del poder formal del Estado sobre los concesionarios” (Fernández, 1989: 107), que despertó inconformidades en el sector, que no obstante permaneció como un grupo económicamente fuerte. Y aun cuando algunos gobiernos tuvieron mayor control que otros sobre los medios privados, el crecimiento de estos ocurrió de manera ininterrumpida. En esta etapa de gestación, solo Lázaro Cárdenas pretendió mantener “un estricto dominio en lo que se refería a la difusión de contenidos que tuvieran que ver con la política” (Ortega, 2006: 120), aunque la expansión promovida durante su mandato fue de corta duración.
Hasta entonces, los modelos exitosos de difusión estatal habían sido probados en Europa Occidental. Incluso en México, “si recordamos la participación temprana del Estado mexicano en la radio, este modelo europeo occidental de organización parecería congruente con la experiencia estatal previa” (Arredondo, 1987: 111), pues el potencial político e ideológico de la radio había sido objeto de interés y preocupación para los dirigentes nacionales desde los primeros intentos por establecerla. Sin embargo, estos atravesaron una serie de dificultades económicas y falta de penetración de audiencia, sumado al olvido y la negligencia del gobierno y sus decisiones administrativas. La tardía participación pública en industrias sumamente rentables, como la televisión, fue tomada por los empresarios como una amenaza competitiva y una molestia a sus intereses que era necesario suprimir.
El impulso nacionalista en los sexenios de Echeverría y López Portillo fue muestra de ello, pues los intentos de participación del Estado en la radiodifusión buscaron integrar un nuevo elemento de legitimación gubernamental y no consolidar realmente una industria con vocación social y cívica. El experimento conocido como Canal 13 terminó por relacionarse aún más con la televisión comercial que con el sistema de medios públicos europeo como la bbc u otros ejemplos célebres de televisión pública. De 1973 a 1976, este sistema público de televisión, si bien organizado formalmente en principios dirigidos a “la integración nacional, a la modernización y al desarrollo independiente de México” (Granados, 1986), falló en abordar estratégicamente la dirección y la vocación de servicio público. Es decir, “siguió faltando un proyecto integral de comunicación social del Estado que unificara a todas las entidades que el gobierno había constituido y que funcionaron disgregadamente” (Ortega, 2006: 132). Con López Portillo se inició un periodo de censura, oficialismo y propagandismo que ayudó a socavar la magra presencia del Canal 13 en las preferencias de la audiencia. Elementos culturales y de crítica social1 se perdieron en el camino, pues el interés que persiguieron los ejecutivos y productores hacia finales del sexenio se enfocó en la rentabilidad, convirtiendo el rating y los recursos derivados de la publicidad en metas esenciales.
Esteinou (2007) nombró “videocracia” a la última evolución del entorno mediático del país, una “Cuarta República Mediática” consolidada durante el sexenio de Vicente Fox Quesada (2000-2006), pues en este periodo se observó un incremento de los recursos públicos destinados a la contratación de espacios publicitarios por parte del gobierno federal por más de 15 mil millones de pesos con respecto al sexenio anterior (Esteinou, 2007), así como adecuaciones al marco legal que derivaron en la llamada “Ley Televisa”, en 2006. Este fenómeno es descrito como “la práctica de gobernar más a través de transmitir la propaganda gubernamental por los medios de difusión, que por la realización de logros concretos de gobierno” (Esteinou, 2007: 50). Este periodo coincide con la alternancia política del país e inició una tendencia creciente de gasto publicitario desde el gobierno: en el caso de Fox, con respecto a su último año, el incremento fue de 50.5 % del gasto, mientras que con Felipe Calderón éste fue de 76 % (Fundar, 2014). La mayoría de estos recursos (53 % en 2012) se destinó al mercado de la televisión abierta.
DESREGULACIÓN Y PRIVATIZACIÓN
La desregulación de la industria mediática (especialmente de la televisión) es un fenómeno relativamente nuevo, que se extendió en los sistemas de telecomunicaciones a nivel mundial a finales de la década de los setenta. En México, la primera legislación en materia de televisión por cable en México data de 1979 (Álvarez, 2018).
Dichos procesos de desregulación ocurrieron, en el caso de la televisión:
bajo dos formas fundamentales articuladas: la remoción de las restricciones reglamentarias que pesaban sobre la televisión por cable y la flexibilización y desaparición progresiva de las normas que habían regido el funcionamiento de la televisión y que habían estructurado el sector audiovisual en su conjunto, especialmente las que limitaban la concentración y las que ordenaban los contenidos (Bustamante, 1999: 46).
Ambos aspectos –la flexibilización a los límites de la concentración y a la producción de contenidos– son fundamentales en la discusión acerca de la desregulación de los medios. Como señala Mancinas (2008: 52), “un principio esencial del sistema capitalista es el avance hacia la mayor privatización y mercantilización posibles. Las corporaciones creen que el Estado es invariablemente burocrático, ineficaz e interesado a diferencia de la supuesta eficacia, el dinamismo y la sensibilidad ante el consumidor del sector privado”.
TELEVISA Y LAS TRANSNACIONALES DE MEDIOS
Los medios masivos de comunicación muestran de manera más explícita la relación entre sus cambios estructurales y los efectos que tienen en la composición del espacio público democrático. Tanto la calidad como la cantidad de los flujos informativos que éstos permiten, de acuerdo con el modelo dialógico de la comunicación política (Guerrero, 2003), varían sustancialmente según sean los niveles de libertad de las empresas y sus intereses en el ámbito económico. Antes de la privatización del sistema mexicano de televisión pública, la subordinación del sistema de difusión no permitía un flujo libre de la información desde el sistema político hacia los ciudadanos y, por supuesto, para que los ciudadanos hicieran llegar propuestas políticas a los gobernantes (consideradas aquí como demandas y opiniones con respecto a las decisiones gubernamentales) existían otros canales, más relacionados con la estructura del corporativismo que con la participación discursiva de la política.
Como hemos visto, los procesos de privatización de los canales 7 y 13, que constituían el sistema de televisión público, respondieron a la incapacidad y negligencia del Estado para impulsar el desarrollo de una industria que presentaba importantes progresos tecnológicos. También, Ortega sostiene que influyeron más las razones ideológicas del gobierno salinista en los procesos de desincorporación y privatización, antes que considerar el fortalecimiento de la comunicación pública como un pilar de la consolidación institucional, creyó “prescindible [la televisión del Estado] y su venta como única opción [de crecimiento]” (Ortega, 2006: 165).
De igual manera, el único resultado que se consiguió con la privatización de Imevisión (en 1993, después de su proceso de desincorporación en 1990), no fue acelerar la competencia económica –o hacer de contrapeso a Televisa– sino propiciar el establecimiento de un duopolio con escasas opciones de programación para el público mexicano. Para lograr consolidar su posición en el espacio mediático, la nueva televisora, TV Azteca, hizo lo que, más allá de los cálculos del gobierno, parecía la estrategia más sensata de negocios: hacer lo que hacía Televisa. Es sintomático de la poca vocación de servicio público del nuevo duopolio televisivo el hecho de que se mantuvieran en aparente salud financiera durante las épocas de crisis, siguiendo agresivas estrategias económicas y financieras, y en buena medida apoyándose uno al otro (Mancinas, 2008). Ambas televisoras no solamente se consolidaron como empresas dominantes, sino que aumentaron su productividad, inversiones y participación en el mercado mexicano, latinoamericano e hispanohablante en Estados Unidos.
Nuevas flexibilizaciones en el régimen legal de los medios apoyaron esta situación: en 1995, ya con Ernesto Zedillo en el poder, y en medio de otra crisis económica, el presidente “modificó la Constitución Política, para permitir la participación privada en comunicaciones por satélite, que antes estaba reservada para el Estado, y se aprobó una nueva Ley de Telecomunicaciones” (Pérez, 2013: 125). Sin duda, fueron las tres empresas principales del sector (Televisa, TV Azteca y Telmex) las que aprovecharon la privatización de la tecnología satelital, lo que redundó en mejor desempeño económico para cada una de ellas. Por su parte, la reforma de 1995 tenía como propósito convertirse en:
el medio para que los usuarios pudieran tener mayor diversidad de servicios, de mejor calidad y precio. Dentro de este modelo, la libre competencia lograría la satisfacción de las necesidades de servicios de telecomunicaciones de la mayor parte de la población mexicana, toda vez que los concesionarios de telecomunicaciones buscarían proveer más servicios para obtener mayores rendimientos (Álvarez, 2007: 88-89).
De nuevo, nos encontramos ante una “liberalización fallida” como Anaya (2012) nombró al proceso de privatización de Telmex, en tanto que los únicos beneficiarios evidentes de las ventas de empresas públicas fueron sus compradores, en perjuicio de la competitividad económica: ante la severa crisis de 1995, la más regresiva de todas, destacó la relativa salud que empresas como TV Azteca atravesaron en periodos de recesión. Así, 1998 representó para dicha televisora un crecimiento de 26 % de sus utilidades y 67 % en ventas publicitarias (Alva de la Selva, 1999). También se hace patente la ausencia de compromiso con las necesidades de integración e identidad nacional de los nuevos medios liberalizados, y mucho menos con el compromiso de presumir cierta preferencia por la cultura democrática. Esto se vio reflejado en cambios en la estructura interna de las empresas y, sobre todo, en la calidad de la programación: en términos de oferta informativa, destacando la proliferación de programas de “nota roja” y la tendencia general de los programas informativos hacia el amarillismo (Alva de la Selva, 1999).
Por ejemplo, Televisa inició un proceso de renovación organizacional y productiva a raíz de la muerte de Emilio Azcárraga Milmo (conocido como “El Tigre” Azcárraga), y del ascenso de su hijo, Emilio Azcárraga Jean, como presidente de Grupo Televisa en 1997. Este periodo “empezó con una reestructuración de su deuda y programas de reducción de costes y desinversiones junto al desarrollo de una diversificación relacionada que canalizara el crecimiento” (Íñiguez, O’Loughlin, 2011: 1). Cuatro años antes, Grupo Televisa empezó a cotizar en la bolsa de Nueva York, como resultado de la liberalización económica, por lo que ahora, tras la muerte de “El Tigre” Azcárraga, era necesario reformular las prioridades del consorcio: ¿era la rentabilidad de la empresa o el compromiso con la democratización? Muchos de los problemas que la televisora mantenía estaban relacionados, según el mismo Azcárraga Jean, con “problemas de rating”. De este modo, la nueva dirigencia reestructuró en el área de noticiarios y modificó formatos; también hubo “reducción de personal, venta de negocios no estratégicos del consorcio y los recortes en los gastos de operación, además de modificaciones en las políticas de venta de publicidad” (Alva de la Selva, 1999: 8).
Aún más interesante fue el cambio en la dirección política que la nueva administración impregnaría en las actividades del consorcio; en vísperas de las elecciones del 2000, Azcárraga Jean aseguraría que el grupo se comprometía a cubrir equitativamente el proceso electoral, distanciándose de la postura habitual de Televisa y terminando con décadas de colaboración en las que Televisa fungía como oficina de prensa gubernamental. La apertura de la nueva administración quedaría registrada en otro tipo de declaraciones, como la siguiente: “Mi convicción política ya la declaré y es muy sencilla: yo le voy a México. Por quien yo vote no influye en la TV […] La política no es un negocio que nos interesa en Televisa” (Alva de la Selva, 1999: 8). Quizás con mayor claridad, este postulado se encuentra concentrado en uno de los puntos que establece el Código de Ética de la televisora:
Satisfacer las necesidades de entretenimiento e información de nuestras audiencias, cumpliendo a la vez con nuestras exigencias de rentabilidad a través de los más altos estándares mundiales de calidad, creatividad y responsabilidad social (Grupo Televisa, 2012: 2).
Hasta la aprobación de las reformas a la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, de Competencia Económica y la Ley del Sistema Público de Radiodifusión del Estado Mexicano en 2014, la legislación había perpetuado este proceso de desregulación en beneficio de las compañías de televisión. Como ejemplo paradigmático se encuentra la llamada Ley Televisa de 2006, cuya aprobación provocó el rechazo de distintas facciones políticas en el Congreso, la prensa y en la opinión pública. Dicha legislación expuso el poder de influencia que los grupos mediáticos eran capaces de ejercer, no solamente en la generación de mensajes de difusión masiva que influyeran en la opinión de los ciudadanos con respecto al desempeño de sus representantes políticos, sino también en el centro del proceso político: el cabildeo llevado a cabo por el duopolio televisivo retrasó el funcionamiento del aparato legislativo y finalmente llevó a aprobar un proyecto de ley radicalmente distinto al que se había trabajado en años anteriores. En buena medida, los puntos que se aprobaron favorecían la posibilidad de participación de los consorcios en otros sectores de la industria de telecomunicaciones, de manera que Televisa y TV Azteca pudieran, directamente y mediante concesiones claramente anticompetitivas (“sin participar en licitación y sin obligación de pago al Estado”), ofrecer servicios de telefonía fija y móvil (los artículos 2 y 28 merecieron especial análisis y un intenso debate por fomentar inequidades en el acceso del espectro radioeléctrico, Ramírez, 2009).
La renovación de Grupo Televisa permitió que el consorcio se expandiera hasta convertirse en “la empresa de medios de comunicación más grande en el mundo de habla hispana, con base en su capitalización de mercado, y es uno de los principales participantes en la industria del entretenimiento a nivel mundial” (Grupo Televisa, 2014a). Además, estableció alianzas con multinacionales como News Corp., Time Warner y prisa (Mancinas, 2008). Su participación supera el mercado de los medios electrónicos, pues también ofrece servicios de televisión por cable, telefonía celular, medios impresos e internet, casinos y negocio de lotería en línea, distribución de películas, entre otras; en octubre de 2014, la empresa anunció “la entrada al mercado de telefonía móvil a través de izzi Telecom […] un producto diferente e innovador frente a todo lo que hasta ahora han tenido a su alcance los usuarios de servicios de telecomunicaciones en México” (Grupo Televisa, 2014b). En materia de ventas de programas y licencias a la cadena Univisión, en Estados Unidos, el grupo registró un incrementó, entre 2013 y 2018, de 273.2 millones de dólares a 383.6 millones mediante su Acuerdo de Licencia de Programación (pla). En ese mismo periodo, el volumen de ventas netas creció de 73.8 miles de millones de pesos en 2013 a 101.2 mil millones (Grupo Televisa, 2019).
Aunque la empresa ha reconocido ante sus accionistas una contracción en el mercado publicitario (Grupo Televisa, 2018), la diversificación de su oferta (producto de los cambios al marco legal) logró que las ventas por publicidad representaran menos de 22 % en 2017. Por este concepto sus ingresos en 2018 fueron por 21 mil 154.9 mdp. Sin embargo, fortaleciendo el resto de sus unidades generadoras de ingresos (rgus, o revenue generating units, es decir, suscriptores), que incluyen los servicios de video, banda ancha y voz, que alcanzaron 11.8 millones al cierre del año, 1.2 millones más que el año anterior y más del doble de las reportadas en 2013.
Esto evidencia el inmenso poder del que aún participa este consorcio mediático: Televisa reportaba un promedio de audiencia de 69.6 % en 2012 (ift, 2014b); en 2017 el Canal de las Estrellas seguía dominando un 55 % de la preferencia (ift, 2018). La fortaleza del sector representa un gran reto para anteponer la legalidad y los valores democráticos a los intereses generados por una industria de tal amplitud, empezando por el incumplimiento en la aplicación de restricciones impuestas por los órganos reguladores, pues:
Los concesionarios de telecomunicaciones han utilizado los medios de impugnación como una manera de retrasar el cumplimiento de las resoluciones de autoridad, para evitar la entrada de nuevos competidores, realizar prácticas anticompetitivas, dilatar la interconexión y acceso de competidores a recursos esenciales, todo ello en detrimento indiscutible del público en general, ya sea que se utilicen los servicios de telecomunicaciones como insumo en la cadena productiva o como instrumento de comunicación humana (Álvarez, 2007: 93).
LA TELEFONÍA Y TELMEX COMO MONOPOLIO PRIVADO
El modelo de la comunicación política planteado por Wolton (1989) identifica a los medios de comunicación más importantes, como la televisión, la radio, la prensa y la industria editorial. Sin embargo, es posible identificar una empresa de telefonía dentro del modelo, pues éstas han demostrado ser agentes relevantes para la organización del enfrentamiento político, dado el crecimiento de la industria de las telecomunicaciones en las preferencias de los ciudadanos para informarse de los asuntos públicos (inegi, 2017). La transición hacia nuevas tecnologías de información y comunicación plantea el escenario para la relevancia de los medios públicos y la televisión abierta en el futuro inmediato, pues de 71.3 millones de usuarios de internet en el país, la mayoría de estos ocupa el tiempo en línea para informarse (96.9 %, según inegi, 2017), lo que le impone un papel relevante en la conformación de la esfera pública. Cada vez más, el acto de informarse ocurre frente la pantalla de un teléfono móvil.
La discusión acerca de la comunicación política en México no sería la misma sin la participación ni el interés de Telmex (y todos los nombres asociados a la empresa: América Móvil, Telcel y Grupo Carso) para aumentar su participación en los distintos aspectos de la industria mediática. Más allá de esto, y quizás como causa, la naturaleza de la industria telefónica se ha transformado hasta formar parte del concepto de “sistema de medios”, según el cual éste es constituido por “el conjunto de instituciones mediáticas que desarrollan actividades de producción y distribución del conocimiento (información, ideas, cultura)” (McQuail, 2000: 33). Adicionalmente, si comprendemos el mercado de la información a partir de su evolución histórica, para la actual “sociedad del conocimiento” y el sistema capitalista, la información representa un polo de crecimiento y una mercancía con amplias posibilidades de explotación. Para Dan Schiller, el concepto de información opera de tal forma que cubre “los campos de la cultura, los medios y las telecomunicaciones” (2007: xiv).
Así, los servicios de telefonía, internet inalámbrico y datos móviles que ofrece una empresa como Telmex se relacionan tanto al modelo de la comunicación política como al sistema económico neoliberal: por un lado, son cada vez más un vehículo para la difusión de información política a la ciudadanía, lo que les confiere una responsabilidad central en la defensa del derecho a la información y a la crítica, lo que constituye la legitimidad de los medios como actores de la comunicación política, según Wolton. En esto, aunque secundarias, las técnicas de la comunicación juegan un papel fundamental, pues “aseguran la transmisión de la ‘información’, aunque secundario desde el punto de vista de la teoría de la democracia, ya que existen muchos países donde la prensa, la radio, la televisión existen sin que por ello haya una mediocre libertad de información” (Wolton, 1998: 33).
En segundo lugar, la privatización de esta empresa pública demuestra el sesgo ideológico que para entonces se había instalado como eje de la política económica nacional. El caso resulta paradigmático, pues responde a la lógica neoliberal de la “supuesta eficacia, el dinamismo y la sensibilidad del sector privado” (Mancinas, 2008). A finales de la década de los ochenta, operaba con problemas de cobertura y rezago tecnológico, lo que llevó al gobierno a reconocer “el poder de la competencia como medio para alcanzar mayor eficiencia y bienestar económicos” (Anaya, 2012: 339). En el documento que modifica el título de concesión de la paraestatal (sct, 1990), el Estado asume limitaciones para modernizar e invertir en el sector, tomando en cuenta la penetración de la telefonía en otros países. Pero más allá de los rezagos, lo que más preocupa del sector de las telecomunicaciones es que se enfrenta aceleradamente a nuevos desarrollos tecnológicos que permiten “conducir por la red de servicio público telefónico no sólo señales de voz, sino también de datos, textos e imagen, lo que hace posible la prestación de una gran variedad de nuevos servicios” (sct, 1990: 1). Pese a ello, el gobierno llevó a cabo las siguientes acciones de forma preparatoria al proceso de desincorporación:
• Inversión de 3.6 billones de “viejos” pesos entre 1988 y 1989: 1’460 millones de dólares.
• Reestructuración financiera de la compañía: los impuestos y deuda fueron disminuidos y las tarifas elevadas.
• La creación de Radiomóvil Dipsa, S.A. de C.V., actualmente Telcel.
• Regionalización y limitación de entrada de proveedores en cada región del país.
Aún asumiendo que la Red Pública de Telecomunicaciones se convertirá en un complejo sistema de intercambio de información, el Estado se consideró incapaz de impulsar este sector de acuerdo con los estándares de la industria mundial (algo que, según Anaya, igual ocurría en otros países, como el Reino Unido). El punto cuarto de los antecedentes presentados por el organismo en dicho documento de Modificación al Título de Concesión señala:
Telmex logró expandir su red durante los últimos 14 años de forma importante, pero aún insuficiente frente a las necesidades de la sociedad y los propósitos de crecimiento y modernización del país. La red pública de telefonía requiere de una expansión y modernización acelerada, además de mejorar sustancialmente la calidad y diversidad de sus servicios, lo cual implica realizar grandes inversiones (sct, 1990: 1).
Evidentemente, al hablar de “grandes inversiones”, el Estado mexicano consideró que éstas eran facultad de la iniciativa privada. Si tomamos en cuenta lo señalado por Pérez Ramírez (2013), quien recuerda que, de todas las empresas que fueron sometidas al proceso de privatización durante el salinismo, Telmex era la “segunda empresa más importante del país por el valor de sus ventas y contribuciones al erario, y la tercera de telecomunicaciones en el mundo” (Anaya, 2012: 341),2 el razonamiento parece motivado por razones ideológicas antes que técnicas.
Sin competencia, se convirtió en un consorcio transnacional con presencia en más de 18 países básicamente con cobertura total en América Latina a través de la marca Claro– y, recientemente, con participación en el mercado europeo de telefonía (Telekom Austria) y como accionista del diario estadounidense The New York Times. Telmex ha mantenido una participación superior al 70 % del mercado nacional de la telefonía y las redes de datos, sin haber cumplido la promesa de “promover una competencia equitativa con otras empresas de telecomunicaciones, que propicie el mejoramiento de los servicios en atención a las demandas de los usuarios” (sct, 1990: 2). Es decir, ha mantenido el monopolio de la actividad más rentable para la economía moderna (en 2013, su participación reportada fue 61.8 %, ift, 2014a).
Recientemente, América Móvil reconoció que a partir de la regulación emanada de 2013 se encuentra sujeta a medidas de “regulación asimétrica” (tarifas de interconexión, acceso obligado a su infraestructura por parte de otros competidores y restricciones respecto de la adquisición de derechos para la adquisición de contenidos), lo que caracterizó ante inversionistas como un factor de riesgo. Así mismo, se encuentra en medio de un proceso de separación de las empresas Telmex y Telnor, que conforman el consorcio, en el territorio nacional. Sin embargo, aún con la regulación asimétrica la empresa reportó en 2017 73.8 millones de usuarios de servicios móviles, siendo México su mayor mercado en todo el mundo (América Móvil, 2018).
Se ofrecen más datos: “En 1989 el ingreso neto en efectivo de la Tesorería de la Federación proveniente de Telmex ascendió a 2.67 billones de pesos, unos 995.6 millones de dólares de Estados Unidos, casi el 4.2 % de los ingresos no petroleros y 3% de los ingresos presupuestales totales. Ese mismo año la empresa tuvo una utilidad de operación de 1.7 billones de pesos” (Anaya, 2012: 341).
LA COMUNICACIÓN POLÍTICA EN EL CONTEXTO NEOLIBERAL
Hasta ahora hemos visto como los cambios en el modelo económico invirtieron el orden tradicional de la relación entre el sistema de medios, el sistema político y los ciudadanos. El espacio mediante el cual cada uno de estos actores se posiciona al respecto de un asunto de interés público-político es la comunicación política, y como tal, para que exista, cada uno de estos actores debe participar en condiciones de igualdad y libertad. Estos aspectos de libertad e igualdad no se reducen a sus parámetros políticos, también comprenden los económicos. Lo mismo sucede con la igualdad: las condiciones políticas y económicas de igualdad no son las únicas relevantes para sostener una democracia; también es importante en términos de acceso informativo, aunque las tres suelen relacionarse. Este es el punto determinante al momento de comparar los efectos del neoliberalismo en la democracia con los valores normativos de ésta. Para efectos prácticos, los únicos que tendrían posibilidades de ejercer plenamente estas condiciones de igualdad y libertad serían aquellos mejor equipados para enfrentarse a la sociedad capitalista; y ya que hemos visto como la información se ha convertido en eje del crecimiento de la economía de mercado (Schiller, 2007), podemos considerar que el control de la producción y distribución de la información es determinante en la consecución de la libertad, la igualdad y la democracia.
Siguiendo la teoría económica de la democracia, el ciudadano-elector, con respecto a sus decisiones políticas, realiza el mismo tipo de proceso que en sus decisiones económicas: por medio de la racionalidad (entendida como efectividad), busca “maximizar las salidas (output) de una determinada entrada (input) en términos de utilidad” (Downs, 1957: 4). Lo mismo sucede en la búsqueda de información con respecto a un tema público-político determinado: el consumidor buscará “atajos” para mantenerse informado sobre determinado asunto sin invertir demasiado tiempo en él (tiempo con el que no cuenta, en todo caso), con tal de reducir la incertidumbre al momento de realizar cualquier decisión relacionada al contexto político. La transformación del ciudadano-elector en consumidor de información, en términos de comunicación política, distorsiona su papel en la arena política con el pretexto de la “libertad”. La multiplicidad de opciones tampoco garantiza una ciudadanía informada, como se desprende de un análisis de la entrada y salida de periódicos locales franceses entre 1945 y 2012 y sus efectos en la participación política electoral de dicho país, revelando menor calidad informativa y supremacía de la información noticiosa “soft” en contextos altamente competitivos (Cagé, 2014).
Especial atención merece el papel del ciudadano-elector como miembro de una audiencia, pues según las distintas teorías de recepción de los mensajes, no está sometido a las disposiciones del mensaje televisivo o político (o de cualquier tipo de mensaje sistematizado que busque persuadirlo), sino que negocia con estos y con sus fuentes con base en sus propias creencias y convicciones (Bruhn Jensen, 2014). Esta tradición “pluralista” de los estudios de recepción ha tenido un efecto doble en la consideración final del ciudadano como público: por un lado, lo libera de la esclavitud del mensaje que había sido el imperativo en las teorías iniciales de consumo mediático, pero, sorprendentemente, también logra situarlo en un espacio de relatividad con respecto a los medios, hasta el punto de percibirlo “como capaz de manipular los medios según la naturaleza de sus necesidades y de sus disposiciones. ‘Los valores plurales de la sociedad’ le permiten optar por el conformismo o por la rebelión” (Curran, 1997: 50).
Para Curran (1997), este comodín teórico de la autonomía del público ha simplificado el papel del individuo, al mismo tiempo que lo emancipa, consiguiendo con ello efectos adversos en la búsqueda de un espacio público. En un párrafo que sintetiza su crítica, Morley sostiene cómo
en esos trabajos [pluralistas], el elogio del placer que los espectadores obtienen de los programas, desemboca fácilmente en un relativismo cultural que, como hace notar Curran, puede ser absorbido sin resistencia por una retórica neoliberal. El recurso a temas populistas permite olvidar todo tipo de preocupación por una televisión de “calidad” [Brundson, 1990] y sirve para justificar a los campeones de la desregulación en su ataque contra la televisión de servicio público (1997: 38).
En efecto, además de recurrir a la “eficacia” del sector privado, muchos de los argumentos encaminados a flexibilizar restricciones de los medios masivos generalmente se refieren a la supuesta autonomía del público y a la libertad del ciudadano, “en la existencia de la soberanía del consumidor y en una posible eliminación del conflicto social” (Borràs i Català, 2004).
No obstante, cabe preguntarse “si los consumidores toman efectivamente sus decisiones de manera libre y […] hasta qué punto tenemos que considerar o no el papel y la influencia de las empresas a través de los medios de comunicación en la toma de decisiones ‘libres’” (Gil Juárez y Samuel-Lajeunesse, 2004: 245). En el caso mexicano, cabe recordar que, “cuando el sistema es altamente concentrado, muchos temas de interés para la sociedad quedan supeditados a los 19 intereses editoriales del dueño o dueños de las empresas de comunicación” (Mancinas, 2008: 87). El ciudadano está a merced de los mensajes de la industria, pero no en una situación de “desamparo” -pues efectivamente puede negociar con ellos, aportando o no su atención al mensaje de una fuente u otra-, sino en un sentido de ausencia de opciones. Como resultado, los medios pequeños sobreviven o mueren por falta de recursos, generando, con el desencanto, una apatía hacia la información y un alejamiento de las cuestiones más inmediatas en el ciudadano rural, provincial o citadino local. Alentarlos es fundamental para los fines de democratización y pluralismo informativo, cívico y social (Suárez, 1995, citado en Mancinas, 2008: 113).
Entre opciones limitadas de acceso a la información política, el ciudadano elegirá aquellas que representen al mismo tiempo mayor fiabilidad y accesibilidad: en México, éstas quedarían representadas por la industria mediática dominante (aunque cada vez más por la información a través de redes sociales, inegi, 2017). Desde finales de los 90, cuando se consolidaron estos procesos de desregulación, la televisión representaba 70 % de las preferencias informativas de la sociedad mexicana, repartida entre dos grandes “competidores”, Televisa y TV Azteca, quienes determinan qué tipo de información ofrecer a los ciudadanos, de acuerdo con el principio de rentabilidad económica (Riva Palacio, 1999).
Importar imagenLa implementación de las reformas al marco legal de las telecomunicaciones efectivamente abrió el mercado a mayor competencia (ocde, 2017), pero la concentración persiste, aunque sea en un terreno de competencia distinto. El órgano regulador permitió la introducción de nuevos competidores y declaró la preponderancia de los actores principales en el mercado de la televisión abierta y el mercado de datos. Los efectos inmediatos se midieron con respecto al abaratamiento de servicios, mayor penetración del sector en la población y en el crecimiento de sus ingresos (la contribución al pib de este creció de 2.7 a 3.5 % entre 2012 y 2016, ocde, 2017). La Inversión Extranjera Directa (ied), antes restringida, creció 8.5 % y una tercera cadena de televisión abierta inició transmisiones a finales de 2016.
Importar imagenSin embargo, el órgano regulador no ha cambiado el estatus de agente económico preponderante de las empresas analizadas. En cambio, con la penetración al mercado de datos móviles e internet de Grupo Televisa, el número de usuarios de América Móvil se ha reducido en favor de la televisora (creció su participación como operador de internet de 12 % en 2013 a 25 % en 2018), lo que ha recrudecido una competencia que se limita a los mismos actores preponderantes de décadas (González, 2019).
CONCLUSIONES
El sistema de medios mexicano se ha caracterizado por la poca eficiencia y la baja competitividad de la industria independientemente de su régimen de propiedad. Actualmente, la industria mexicana de radiodifusión y telecomunicaciones se encuentra en proceso de apertura hacia el mercado mundial sin asegurar un contrapeso que proteja el interés público de los objetivos comerciales, a diferencia de los sistemas europeos, en donde la apertura de la industria de medios y telecomunicaciones ocurrió sin perjuicio a los sistemas estatales de televisión, radio, prensa –lo que no implica que estuvieran exentos de problemas internos, lucha de intereses y cambios en la línea editorial.
La apertura a la competencia de la industria de radiodifusión y telecomunicaciones ha sido un proceso de distribución de mercado, no de cambios en la estructura del espacio público. En el sexenio que concluyó las opciones de telecomunicaciones para los mexicanos efectivamente se incrementaron, junto con la penetración de las tecnologías de información y comunicación (ocde, 2017). Sin embargo, dada la orientación económica de las reformas, la perspectiva para la televisión abierta pública es de menor participación (actualmente toda la televisión pública comparte 9 % de la audiencia) conforme crecen las opciones en el mercado de la televisión restringida (encabezada por los mismos competidores de la televisión comercial abierta, que pierde participación en el mercado). Esto, en un contexto donde la cobertura informativa de los mexicanos sigue reduciéndose a las opciones televisivas (93.2 % según inegi, 2017). Los mexicanos aún ven más televisión abierta que cualquier otro tipo de medio.
Aunado a esto, dos encuestas distintas, el Informe País sobre la Calidad de la Ciudadanía en México (ine, 2015) y México: Confianza en Instituciones 2018 (Consulta Mitofsky, 2018), reflejan una caída en la confianza de los ciudadanos hacia los medios de comunicación o un crecimiento marginal hacia ellos (de 61 % a 32 % según el Barómetro de las Américas y una calificación de 6.9 de 6.5 en 2017, según Mitofsky; 6.3 de 5.9 para las cadenas de televisión). La transición hacia nuevas tecnologías de información y comunicación plantea el escenario para la relevancia de los medios públicos y la televisión abierta en el futuro inmediato, pues de 71.3 millones de usuarios de internet en el país, la mayoría de estos (96.9 %, según inegi, 2017) ocupa el tiempo en línea para informarse, lo que le impone un papel relevante en la conformación de la esfera pública. Cada vez más, este proceso ocurre frente la pantalla de un teléfono móvil.
Ante el estrechamiento de las opciones informativas, una alternativa posible es el surgimiento de un sistema de medios público, autónomo en lo político y en lo económico y con cobertura nacional (Cagé, 2015). En México, considerando la falta de una tradición que consolide los medios públicos, es poco probable que ocurra. En tanto la dirección ideológica en materia económica del Estado mexicano se mantenga cercana al modelo neoliberal, cualquier intento por reclamar el espacio público será susceptible de distorsionarse para estandarizar la oferta de información política a la manera como lo han hecho los grupos comerciales, con los resultados que hemos visto en el fortalecimiento de una ciudadanía informada.
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Notas