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A contracorriente del cine establecido. Entrevista con Alberto Muenala sobre los primeros años del cine kichwa en el Ecuador

Peter Baker
University of Stirling, United Kingdom

A contracorriente del cine establecido. Entrevista con Alberto Muenala sobre los primeros años del cine kichwa en el Ecuador

Ñawi: arte diseño comunicación, vol. 7, núm. 2, pp. 235-247, 2023

Escuela Superior Politécnica del Litoral

Recepción: 14 Julio 2023

Aprobación: 15 Julio 2023

Entrevista

Alberto Muenala es pionero del cine kichwa y un importante productor de cine de las nacionalidades indígenas en todo Abya Yala. Es realizador de varias obras documentales y de ficción, incluyendo el primer largometraje de ficción kichwa, que lleva por título Killa (2015). Es también productor general de RUPAI producciones. En una serie de entrevistas, que se han editado para ofrecerse a los lectores de la revista Ñawi, Muenala comparte las experiencias formativas que le llevaron a ser cineasta y activista mediático comunitario. Y nos cuenta cómo esas experiencias contribuyeron significativamente a desarrollar el cine de los llamados “pueblos originarios” en el Ecuador y en otras regiones del continente. Actualmente, junto con el equipo productor de RUPAI, está involucrado en el proceso de rodar su segundo largometraje de ficción, que llevará por título Corazón de la tierra/ Allpamamapak shunku.

Alberto, ¿qué te llevó a estudiar cine? ¿Cómo entendías en ese momento tu conexión con la comunidad kichwa?

Yo soy producto del movimiento cultural del pueblo kichwa Otavalo desarrollado a mediados de los años 70, en donde hubo intentos de procesos de descolonización desde el arte, y la construcción y recuperación de nuestra propia cultura y creatividad. En el año 76, a los dieciséis años, un grupo de jóvenes de la Comunidad de Peguche formamos un grupo de estudiantes. De pronto, con un grado de alienación debido a nuestra educación local monocultural, empezamos a hacer actividades de entretenimiento y cultura. Armamos una pequeña biblioteca, a través de una campaña que lanzamos en donde nos obsequiaron libros en las universidades en Quito. A la vez teníamos un pequeño grupo de música. Entonces, el grupo estudiantil armó la biblioteca y también teníamos este grupo de música que se llamaba Wayrawakamuju (sonidos del viento). Un año después, cuando tenía diecisiete años, con algunos miembros de este grupo y con gente de la comunidad, se conformó un grupo que de alguna manera tenía una dirección colectiva. No teníamos nosotros un director que dirigiera las obras, sino más bien lo construimos de manera colectiva. El grupo de teatro mismo se conformó pensando en el problema que empezábamos a tener en la comunidad, y de igual modo en las comunidades de alrededor de Otavalo, con la penetración de algunas sectas religiosas, sobre todo de la secta mormona, en donde empezaban a crearse divisiones internas, hasta familiares. Entonces nosotros dijimos, bueno, hay que hacer algo para parar este proceso que nos está dividiendo. Armamos una obra que reflexionaba sobre cómo, a través de la religión católica, se invadió el continente de Abya Yala, y cómo la secta mormona seguía invadiendo para acabar con nuestra cultura. Entonces montamos una obra bien interesante, donde unimos las dos historias: la antigua y la que estábamos viviendo en ese momento. Entonces tenía mucha, mucha fuerza, y fue muy bien recibida por las comunidades, porque les interesaba, les gustaba presenciar este tipo de obras cuestionadoras. Y ojalá, pienso yo, ojalá que en algún momento sí hayamos aportado para detener ese proceso…

Esta actividad fue bastante gratificante, porque al final abríamos un conversatorio, y dentro de este conversatorio se discutían los aspectos negativos de estas misiones, en qué estaban afectando a nuestros valores culturales, sociales y familiares. Por esta experiencia que desarrollamos durante cerca de un año, me invitaron a participar en el grupo de música y danza Peguche. Para ese entonces, este grupo de danza y música del que me invitan a ser parte ya tenía un alto reconocimiento. En ese tiempo había una directora mestiza del grupo de música Peguche. Le dije que yo me integraba, pero solamente si había una coordinación entre nosotros los kichwas, porque no creo que sea interesante que un proceso como el nuestro esté dirigido por alguien de fuera. Entonces aceptaron mi condición, y empezamos a coordinar este grupo de música y danza ya solamente los kichwas. Tuvimos un proceso muy interesante de difusión. Nos apoyaba el Banco Central del Ecuador, y tuvimos una gira a nivel nacional en diferentes ciudades. Entonces fue un proceso bastante interesante, este de llevar a conocer la música y danza de los pueblos kichwas de Imbabura. Aparte de eso, trabajé también dentro de este grupo en el área de investigación y de fotografía y esto me marcó para continuar con mi trabajo cultural.

Recuerdo que un día, en una investigación de campo, fuimos con otro compañero a entrevistar y aprender sobre la música y danza de un taita; el nombre no lo recuerdo. Le reconocían más como Taita Viva la Patria. Era un anciano. Creo que era de la Comunidad de Morochos. Era muy conocido, porque era conocedor de la cosmovisión kichwa, y estaba comprometido con la lucha de liberación de los pueblos oprimidos. Este taita tenía una amplia sonrisa; parecía que se burlaba de nosotros cuando nos acercábamos. Nosotros llegamos ahí, para que nos enseñara. Él tenía conocimiento de la danza de los Abagos. Y nos sorprendió que, como respuesta, nos dijera: “eso se aprende con facilidad en la práctica”. Lo que nosotros deberíamos aprender era a mantener contacto y armonía con los seres de la naturaleza. Nos llevó hasta la mitad de su patio de tierra rodeado de grandes trigales y otros granos que tenía por ahí. Nos dijo: “miren, esto tienen que aprender”. Se concentró en la mitad del patio. Pronunció unas palabras muy, muy para él. Y añadió: “bueno, ¿por dónde quieren que venga el viento?” Y nosotros, ya muy sorprendidos, nos dijimos, bueno, este taita nos está tomando el pelo. Nos pusimos de acuerdo con él, con este compa, y respondimos que “por acá, por el oriente”. El taita se concentró, bebió un poquito; se puso los dedos entre los labios. Silbó fuerte, un silbido agudo que llegaba hasta no sé dónde. Y de pronto se agachó. Y con mucho respeto, esperó. Y nosotros veíamos cómo a través del trigal venía el viento haciendo ondas sobre el trigo. Y vino despacio y venía casi silbando el viento... Nosotros seguíamos muy sorprendidos. Pasó por nuestro lado, y esto duró unos dos minutos a lo mucho. Y se río, se río de nosotros. Dijo, “eso es lo que tienen que aprender. Esta conexión con la naturaleza es lo que ustedes tienen que aprender”. Todo esto me marcó, la verdad. Me marcó mucho. Puedo decir que tanto el teatro, como la danza, la música y este taita aportaron para que yo buscara otra salida. Y ahí es que nace mi idea de estudiar cine…

Porque pensé que sí, que el teatro, la danza y todo lo que estábamos haciendo era muy limitado. Yo creía que tenía que haber otra manera. Bueno, ya sabía que el cine en Latinoamérica empezaba a tomar fuerza, y se hacían cosas interesantes. De pronto, hasta inspirados en el neorrealismo italiano, ¿no? Pero era un cine que empezaba a acercarse más al pueblo; se empezaba a hacer cine próximo a las realidades nuestras. Y así creí que lo importante en ese momento era estudiar cine. Y de esa manera es que fue naciendo la idea de estudiar cine en alguna escuela.

¿Qué impacto tuvo tanto la producción como la recepción de ese activismo cultural en tu forma de ver las cosas?

Mira, yo pienso que todo esto aportó mucho, como experiencia para mí. De alguna manera, nuestra intención era el trabajo cultural. Pero esa comunicación con la comunidad, el escuchar las opiniones nos enriquecía mucho, nos ayudaba a tomar más fuerza y a trabajar mucho más, a buscar más oportunidades de exhibir y visibilizar estas obras. Porque de pronto nosotros, cuando armamos el grupo de teatro, no pensábamos en andar recorriendo mucho las comunidades; no sé, montamos la obra por iniciativa, porque pensábamos en la comunidad, sobre todo en Peguche. Pero después vimos que teníamos aceptación de diferentes comunidades, y el abrir los debates nos enriqueció, y sobre todo nos dio fuerza a continuar, pues veíamos que no estábamos equivocados…

Éramos críticos, pero veíamos que la gente también estaba reconsiderando ciertas cuestiones. Estaba preocupada por estas intromisiones de las sectas religiosas, y éramos la alternativa de que disponían ellos para cuestionar. De pronto, no teníamos mucha fuerza como para impedir, o más bien no teníamos esa fuerza para impedir que las sectas entraran, porque ya era un convenio del Estado mismo, pero creo que se hizo un aporte para que se cuestionara, para que analizaran, reflexionaran y, bueno, lo importante es que creo que, hasta ahora, independientemente de que las sectas hayan impuesto sus valores culturales y religiosos, la cultura kichwa sigue floreciendo. Se ve en los raymis, sobre todo en el inti raymi, donde la mayoría de la gente, desde los más pequeños de dos o tres años hasta los mayores, la puedan bailar.

Entonces, ¿por qué decidiste ir a México para estudiar cine, y qué significó esa experiencia para ti?

Una vez que decidí estudiar cine, busqué información sobre escuelas de cine. En esa época de golpes militares en Latinoamérica me informaron de que las escuelas de cine de Argentina y Chile estaban cerradas, y solo quedaba el CUEC en México. Trabajé cerca de dos años como mindalae en el comercio internacional. Hice un pequeño capital, y me lancé a México a estudiar cine. Claro, también con el apoyo de mi padre. La escuela jugó un papel importante; fue un importante espacio para el conocimiento de las principales corrientes de cine mundial, y sobre todo para aprender el lenguaje audiovisual y el conocimiento de las vanguardias cinematográficas mundiales. Bueno, de la escuela sales con conocimientos teóricos valiosos por la calidad de los profesores como Juan Mora, Ayala Blanco, José Rovirosa, Ariel Zúñiga, Marcela Fernández, entre otros. Pero, definitivamente, en el trabajo es en donde en realidad aprendes a narrar cinematográficamente. Esto sucedió en algunos trabajos en los que participé en la televisión educativa, y en el documental Juchitán (El lugar de las flores), entre otros cortos que realicé como estudiante.

En el tercer año de la escuela tuve la oportunidad de trabajar con alumnos que estaban ya egresando de la carrera, y me invitaron a grabar un documental en Juchitán. Todos los fines de semana acabábamos de estudiar el viernes y salíamos a Juchitán. Está al sur de Oaxaca, cerca de Chiapas, a unas dieciséis horas de la Ciudad de México. Viajábamos toda la noche, y sábado y domingo trabajábamos; el lunes regresábamos ya a estudiar en la tarde. Esta experiencia me enriqueció mucho, por tener la oportunidad de grabar en territorio y bajo una dinámica de producción independiente, y sobre todo de solidaridad con un pueblo zapoteca que luchaba por el reconocimiento de tener sus propias autoridades municipales que salían de las bases populares. Esta organización era la COCEI, que familiarmente y en confianza la denominaban “la coalición”. Esta experiencia enriqueció mis conocimientos, y fue el inicio de un compromiso con un cine que luchaba por la justicia de las causas humanas, identitarias y políticas. En ese proceso, se fueron transformando en derechos de los pueblos indígenas, que tienen por alcanzar autonomía y autodeterminación.

¿Qué sucedió cuando regresaste a Ecuador, después de aquellos estudios?

Cuando llego me encuentro con un país sumergido en la violencia y en el autoritarismo del Estado. Al tener familia tenía que buscar el sustento diario, y a la vez proyectar la vida desde la familia, desde el ayllu y desde la comunidad. De esta manera, nace la necesidad de crear un colectivo dedicado a trabajar procesos de reivindicación contemporáneo. En ese tiempo se estaba luchando por desarrollar el proceso de educación bilingüe, y nosotros luchábamos por iniciar la producción audiovisual desde los pueblos y comunidades kichwas. Cuando el indigenismo refleja su más claro proceso de representación y papel de ventrílocuo en las diferentes artes, representando a los pueblos indígenas, sentimos que los propios pueblos indígenas no tenemos cabida en ese proceso, por lo que era necesario crear un colectivo independiente que respondiera a los procesos de esos tiempos. Creíamos que la época de los lamentos y de agachar la cabeza se tenía que acabar, que teníamos el compromiso de crear otra época con otra proyección de trabajo en contravía a lo establecido, porque sabíamos que la educación formal y unicultural, la investigación y la comunicación estaban dirigidas a continuar con el proceso de asimilación y de servicio a un modelo ajeno a la realidad que vivimos los pueblos indígenas…

Teníamos la referencia de que un año antes se había creado una de las organizaciones más grandes de representación de los pueblos indígenas. En 1986 nace la CONAIE, que vela por los intereses políticos de los pueblos, pero pensábamos que había que apoyar desde lo micro a la organización nacional, para sostenerla. En Peguche, en la comunidad de donde yo soy, tenemos a un buen número de profesionales, hombres, mujeres, trabajadores de la cultura, artistas, amas de casa y otros conocidos. Y así formamos RUPAI.

Al inicio, éramos alrededor de quince personas. Empezamos a trabajar en tres áreas: investigación, educación y comunicación. En investigación apoyamos la enseñanza de las matemáticas kichwas, como parte del proceso de educación bilingüe; contribuimos también a la elaboración de textos con artistas gráficos. Teníamos compañeros que pintaban y empezaron a hacer textos con sus dibujos. Como resultado de la investigación de cuentos kichwas, empezamos a planificar la producción del primer cortometraje, titulado Yapallaq.

Cuéntame un poco sobre este primer cortometraje.

Yapallaq es el producto de una investigación de cuentos y mitos. Después de la recuperación de varios cuentos, decidimos realizar este cuento, porque mantenía una parte del proceso de construcción del cuento kichwa, en el cual el personaje tiene un cambio de actitud y aprovecha su posición y satiriza a la religión dominante. Este cambio de actitud del personaje permite romper el mito de lo sagrado de la Iglesia. La actitud del personaje principal desmitifica la creencia de que los pueblos indígenas estaban sometidos, la destapa, y creímos que, a través de los cuentos orales, nuestros abuelos nos transmitían esa rebeldía y engaño de su creencia religiosa. Para nosotros era importante que el público que viera este cortometraje reaccionara y sacara sus conclusiones. De esta manera, empezamos a realizar un cine diferente, libre del paternalismo y de los conceptos fabricados sobre la imagen de los pueblos indígenas. Sobre todo, también estaba relacionado con la producción de bajos costos, y eso nos ayudó mucho para que pudiéramos hacer esta película.

¿Qué aprendiste de la producción de Yapallaq y cómo fue su recepción, tanto dentro como fuera de Ecuador?

Yapallaq fue el primer corto de ficción kichwa. Bueno, antes ya se habían hecho un par de producciones de cine indigenista, y creo que se había hecho Daquilema, creada por un cineasta mestizo, representando la historia de este guerrero kichwa puruhá. Pero en ningún momento se le da la palabra. Entonces ya hay un proceso, un antecedente, se puede decir, y yo creo que hay otro por ahí, otro corto más. Pero lo que sí te puedo confirmar es que fue el primer corto dirigido por un cineasta kichwa. Y el primer corto en el género de comedia que se aparta del modelo costumbrista y de corte antropológico que realizan algunos cineastas no indígenas. Entonces ahí está la diferencia, pues nos vamos apartando desde este primer trabajo de las obras que se habían hecho ya con una cuestión más indigenista o antropológica. Bueno, esta obra ofreció una gran oportunidad de aprendizaje en las distintas fases de producción, difusión y distribución. Nos permitió conocer las dificultades y los beneficios de este arte. Conocimos las trabas y prejuicios coloniales que existían. Como en el caso del estreno que realizamos en el teatro Gabriela Mistral, aquí en Otavalo, donde llenamos la sala con público kichwa y mestizo. Al final de la película abrimos un espacio para la participación del público, y en medio de elogios y de interesantes pronunciamientos sobre la película, se acercó al micrófono el rector del colegio de Otavalo, un mestizo mayor, quien dijo que había asistido sólo a comprobar si era cierto que un indio se había adelantado a los blancos de Otavalo en producir una película. Ese gesto no supe cómo digerirlo, en ese momento. Estas palabras que pretendían ofenderme causaron orgullo, porque era verdad que era la primera película que se estaba haciendo aquí, en la provincia de Imbabura. Y de pronto en Ecuador, ¿no?, era la primera película kichwa que se estaba haciendo.

Yapallaq fue invitado al segundo Festival de Cine Indígena en Caracas, Venezuela, en donde alcanzó la mención especial. De ahí en adelante tomó su propio camino. Circuló por festivales y muestras internacionales. En ese momento la música andina se abría camino en Europa, y sin pensarlo mucho me lancé a hacer un mindalae con esta primera producción. Yo me arriesgué a salir con esta película a Europa, sin conocer el tema de la distribución.

Las etiquetas en algunos casos se convierten en dificultades que encierran, clasifican, separan y hasta pueden llegar a estandarizar. Eso pasó con Yapallaq, cuando empezaron a denominarlo “cine indígena”. En realidad, empecé a hacer y continúo haciendo cine kichwa, pero en los festivales de CLACPI, o en algunos festivales de Estados Unidos, lo denominan “cine indígena”, lo que implicaría una continuidad del cine indigenista, que corresponde a otra época, a otro proceso y a otros intereses de los cuales había que ir desmarcándose.

Después, mis primeros contactos con otros realizadores fueron por los años 90, cuando viajo a Brasil al tercer Festival de Cine de Pueblos Indígenas, y me encontré con cineastas y otros aficionados al cine, todos llenos de ilusiones, proyectos y sin un referente que nos permitiera proyectar una producción, una coordinación de trabajo local y continental. Ahora, reflexionando con madurez, creo que en este primer encuentro de cineastas indígenas perdimos una gran oportunidad de empezar a organizarnos y estructurar una coordinación propia, alejada de la estructura indigenista de este festival. Bueno, quizá pagamos esta novatada por falta de experiencia. También, de pronto, porque éramos con una formación individualista colonizada que afectó la relación con los colegas que no habían estudiado cine, pero que tenían interés.

¿Cómo influyó tu experiencia vivida durante estos años en Ecuador en el tipo de cine que propusiste hacer?

Mi compromiso con el cine nace de experiencias vividas y sentidas en el Ecuador. El hecho de ser kichwa determina la condición de llegar a la otredad. Conocí la política represora de finales de los años 70. Recuerdo que una vez estábamos manifestándonos por el alza del pasaje, en la Panamericana próxima a mi comunidad de Peguche. De un camión de policías se bajaron una veintena de policías armados, e inesperadamente nos persiguieron para detenernos y acabar de esta manera con nuestra protesta. Más de 30 jóvenes entraron entonces al interior de la comunidad. Algunos entraron en chacras vecinas sembradas de maíz, y otros fueron más para el centro de la comunidad. Algunos de nosotros, que nos retrasamos un poco, entramos en la primera vivienda, a media cuadra de la Panamericana, en la casa de un comunero que estaba con la familia y sus trabajadores. Estaban almorzando. Entramos desesperados; creo que éramos tres personas, y al ver que los telares estaban vacíos y todos estaban almorzando, algunos nos sentamos a simular que estamos tejiendo, otros se sentaron a comer. Cuando entró la policía a detenernos, el jefe del taller justificó que todos éramos trabajadores. Con estas y otras experiencias juveniles se va formando mi carácter, y mi resistencia a las desigualdades sociales que se vivían.

La situación política de la década de los noventa marcó definitivamente mi camino y mi compromiso con el movimiento indígena, que estaba consolidándose como una fuerza alternativa con propuestas propias e innovadoras, abriendo espacios políticos a nivel nacional, explorando cómo se construye un nuevo modelo de Estado plurinacional, que nace del resultado de un largo proceso de lucha contra el tema colonial, neocolonial y capitalista. Fue interesante y un privilegio el proceso que me tocó vivir. Conocí de cerca la transformación que el movimiento indígena estaba propiciando y organizado desde la CONAIE, a través de jóvenes líderes de distintas nacionalidades; estaba liderada por compas que planteaban la construcción de un proyecto de transformación del Estado en lo económico, en lo social y en lo cultural.

Esta experiencia del movimiento indígena repercutió en las actividades sociales, culturales y políticas del país en la década de los 90, que empezaron a trabajar por los 500 años de resistencia indígena. Esto se transformó en la toma de conciencia de identidad, para abrir un proceso de descolonización de la historia oficial. Además, estábamos reflexionando sobre la narrativa del cine indigenista y repensando el papel de lo audiovisual. Teníamos que trascender a esa narrativa que minimizaba a los pueblos y nacionalidades. Como dice Cristian León (historiador y crítico de arte), cuando habla del cine hecho por no indígenas, es un cine que infantiliza y desexualiza a los pueblos indígenas. Y por eso, desde finales de los años 80, en RUPAI empezamos a hacer otro tipo de cine, visibilizando otras realidades, rompiendo esquemas neocoloniales para crear un lenguaje cinematográfico y así mostrar historias más cercanas a las realidades que estábamos viviendo.

Así comenzamos a organizar un cine a contracorriente, como nosotros lo decíamos en ese tiempo. Había que salir del cine establecido. Organizar un cine que rompiese esquemas formales, y sobre todo que recuperase el idioma, el kichwa.

Después se inicia una nueva etapa en la producción de tu cine, que se puede denominar un giro político. ¿Qué ocurre con tu activismo fílmico a partir del año 1991?

Los noventa se pueden resumir como la década del florecimiento del movimiento indígena, en cuanto a que alcanza importantes logros nacionales en diferentes gobiernos, recurriendo a diferentes estrategias de lucha y presión hasta conseguir que se nos reconociera. Los organismos que surgen en estos años mantenían autonomía y fondos propios. Lastimosamente, todos estos logros en tiempos de la revolución ciudadana del presidente Correa cambiaron de manera significativa. Los organismos políticos del movimiento perdieron autonomía o se transformaron en organismos de dependencia estatal. Se pierden de esta manera los logros alcanzados de las luchas populares de los años 90.

Esta coyuntura política que atravesaba el país reflejaba el desarrollo de las diferentes manifestaciones indígenas como la música y la producción audiovisual. Gracias a esta coyuntura particular se incrementa la producción audiovisual desde las organizaciones provinciales. En mi caso particular la OPIP (Organización de Pueblos Indígenas de Pastaza) propone la documentación de la marcha de las provincias a la capital para poder alcanzar el reconocimiento del territorio para los pueblos y nacionalidades de la Amazonía. La confianza que incitaron en mí creó un vínculo de hermandad y compañerismo, e incluso me nombraron el documentalista oficial de esta marcha. De esta manera, tenía acceso a cada detalle del acontecimiento (y la obligación de cubrirlo). Desde la salida misma de las comunidades de la selva, los días de caminata, sentir la solidaridad que tenían los marchantes de parte de los pueblos de la Sierra. Tuve la oportunidad de participar en las reuniones con el Estado. Muchas veces terminaban en desacuerdos y tensiones entre los representantes del Estado y la dirigencia indígena. En estos días decidieron desde las altas esferas de poder que no se permitiera a ningún medio de comunicación estar presente en las conversaciones. Frente a esta situación, el equipo de coordinación de la marcha exigió mi presencia en estas reuniones, argumentando que era parte del equipo de negociación y tenía el mismo derecho que los dirigentes a participar en las negociaciones. De esta manera, fui el único cineasta que cubrió todo el proceso de la marcha, y los resultados están en el documental de la película Por la tierra, por la vida, levantémonos, o, como se dice en kichwa, Allpamanta, kawsaymanta, jatarishun. Ésa era la consigna de grito que nos acompañó todo el trayecto de la marcha.

Este documental se realizó en cincuenta días de grabación, a veces veinticuatro horas al día, con diez días de preparación, veinte días de caminata por la carretera desde las comunidades de la Amazonía, luego otros veinte días de incertidumbre en el parque El Ejido (en Quito), hasta que las puertas del Gobierno y la Cámara de Diputados se abrieron para escuchar las propuestas de los pueblos amazónicos y autoridades del Gobierno, para buscar la solución a los planteamientos y derechos que originó la marcha. El resultado tuvo altibajos. La presión que ponían más de 3000 participantes de representación indígena no podía dejarse de lado, ni era sencillo para el gobierno desestimarlo. Por otro lado, aprendí la potestad que tiene una cámara de video, y todo lo que este medio puede alcanzar; cada palabra, cada hecho de los dos lados se convertiría en un momento histórico, y a la vez serviría como elemento de la memoria visual de aquel acontecimiento desde un punto de vista testimonial.

En esta época también tenía escrito el guion de Mashicuna. Esta historia es el segundo cortometraje de ficción producida por el equipo de RUPAI, inspirada en la efervescencia política y crecimiento económico de una generación de comerciantes kichwas. Sentimos la necesidad de hacer esta historia incluso con recursos económicos y técnicos limitados. Podríamos decir que es la culminación de un proceso de producción independiente del cine kichwa, que no contaba con apoyo y que estaba recreando un nuevo imaginario y contando una historia de desigualdad. Para la realización de este proyecto nos basamos en distintas realidades propias de este sistema y de las condiciones socioculturales que atravesábamos en esa época. Una de ellas era la inexistencia de actores kichwas. Improvisamos actores y parte del equipo técnico, gracias a la solidaridad y apoyo en la provincia de Imbabura, con jóvenes actores y amigos que cumplieron con papeles secundarios. En la producción contamos con Juanita Parada. Bajo esta realidad logramos una película que alcanzó enseguida logros impresionantes. Fue seleccionada para varios festivales y subtitulada al inglés, para su amplia difusión internacional.

A partir de esta experiencia y de los reconocimientos que alcanzamos, comencé a dictar talleres de guion. Me invitaron a replicar esta experiencia de Mashicuna. Entonces ofrecí talleres de guion, producción y realización en Colombia, Bolivia, México, Guatemala y Paraguay, para jóvenes realizadores de estos pueblos, bueno, de realizadores indígenas. De esta manera socialicé la experiencia de producción de bajos costos, pero con compromisos de la realidad de la imagen, los saberes, sentires y extraordinaria riqueza cultural de los pueblos indígenas, afirmando de esta manera el compromiso de compartir conocimientos; experiencias con nuevos cuadros que, en un futuro cercano, visibilicen las diversas culturas y condiciones de vida encubiertas por la colonialidad del poder. Y ojalá que, a través de la imagen, se pueda ir creando conciencia de los cambios que se requieren para alcanzar los objetivos de cada pueblo. Ésa era mi intención, la razón por la que yo quería socializar mi experiencia de cine de ficción. Empecé en Colombia, donde dicté el taller en 1992 para CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca), con la UNESCO. La cineasta Marta Rodríguez estaba al frente.

¿Qué efecto tuvieron esas películas, y el activismo a ellas asociado, dentro del Ecuador? ¿Hubo alguna lección sobre el cine como herramienta política?

Bueno, las películas de los pueblos y nacionalidades vienen desarrollando tres iniciativas determinantes en su proceso de producción. Primero, se empiezan a hacer producciones que permitan cambiar el imaginario creado sobre este sector por el cine indigenista y el cine comercial. Segundo, se da voz, liberándose los sentimientos y las propuestas en su propio idioma. Tercero, se rompe con el carácter monocultural y uninacional a través de propuestas creativas, la visibilización de usos y costumbres, colores y símbolos conservados en las comunas, pueblos y nacionalidades de Ecuador. Este ejercicio en la producción audiovisual induce a la descolonización en el cine, y promueve la construcción de un nuevo cine plurinacional e intercultural. Si bien es cierto que el cine ecuatoriano nace con una película sobre pueblos indígenas, estos pueblos se representan desde intereses colonialistas, y de alguna manera se hacen para crear una realidad en el que predomina el blanco mestizo y que no muestra la realidad que viven los pueblos indígenas. El cine político ha sido un arma de concienciación y conocimiento del proceso desigual vivido en este continente. Películas como La rebelión de Túpac Amaru marcaron una etapa de conciencia de identidad en los años 90; así también películas de los 90 como Habla la madre tierra, Mashikuna o Por la vida, por la tierra, levantémonos, que se convierten en herramientas de debate, de creación de identidad y de activismo político, pues son visualizadas en comunidades, asambleas y otros espacios comunitarios.

Digo esto porque, generalmente, estas películas no han tenido, o no tuvieron, o incluso hasta ahora no tienen, este espacio en las salas de cine. En el Ecuador no existen cineclubs; no hay en donde proyectar estas películas, y entonces lo que se hacía era mostrarlas en las asambleas en actividades culturales, y de esa manera se iban conociendo. Nosotros, por ejemplo, con nuestras películas hemos participado en las asambleas de la FICI (Federación de los Pueblos Kichwa de la Sierra Norte del Ecuador), que era una organización provincial, y cuando nos han pedido también hemos enviado o hemos ido a proyectar en otras organizaciones a nivel nacional. Por lo tanto, se conoce muy poco el cine de los pueblos y nacionalidades en los sectores urbanos.

¿Cómo fue esa experiencia de ofrecer talleres a otros cineastas indígenas en otros países de Abya Yala?

A partir de 1992, empecé con la tarea de formación de nuevos videastas y comunicadores de los pueblos y nacionalidades a nivel internacional. Trabajé con el CRIC-UNESCO, en un taller de cine dirigido por Marta Rodríguez, denominado “El uso del vídeo en comunidades indígenas”, para testimoniar sus procesos de recuperación cultural. Mi acercamiento y mi aporte fueron en la formación de videastas en género de ficción. Desde 1996 a 1998 colaboré en la formación de comunicadores indígenas en Bolivia. Después de terminar con estos talleres de formación, y al conocer el compromiso y el interés de producción y creación que había en estos nuevos cuadros de videastas, y sobre todo pensando en la continuidad e importancia de lo audiovisual, decidimos constituir una organización de productores audiovisuales que se denominó CAIB. Fue el primer intento por descolonizar y ejercer autonomía y autogestión en la producción audiovisual desde los propios pueblos originarios de Bolivia. Esas experiencias de formación audiovisual también fueron una formación para mí, pues me permitió desarrollar, teorizar y armar metodologías que se adaptasen a las necesidades de estos pueblos. Esta experiencia me permitió participar en otros cursos de talleres de formación de videastas y comunicadores, como también me ha permitido realizar documentales fuera del país. Finalmente, he dictado cursos en la Universidad Católica de Ibarra, en la Universidad Central del Ecuador, en la Universidad de la Tierra en México y en la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba.

¿Cómo te afectó la recepción de tus películas en los festivales internacionales?

Mi idea era hacer cine para los pueblos y nacionalidades del Ecuador, sobre todo rescatando el kichwa, porque todos mis trabajos están hechos, o la mayoría de ellos, están hechos en lengua kichwa, y estaba dedicado a que se viera en los pueblos y nacionalidades del Ecuador, y si era posible también en los dos países vecinos. Pero una vez que empezó a circular por los festivales, fue muy interesante, porque ya empezamos a participar con otras obras, con otros proyectos de cine, y entonces eso hizo que yo me preocupara por armar otro tipo de historias, y empecé a pensar en largometrajes. Cuando fui a Amiens, en Francia, era de los pocos cortometrajes que estaban en este festival, porque es un festival de largometrajes de ficción. Y eso para mí fue importante, el estar en estos escenarios y empezar a ver otro tipo de obras artísticas. Entonces, sí, yo me moví por varios festivales importantes de esta época, y mis películas comenzaron a circular.

A través de estos festivales yo reafirmé de alguna manera mi convicción de hacer cine, de contar nuestras historias. Pero a través de estos festivales lo que yo vi es que era muy importante transmitir esa otra historia desconocida de los pueblos y nacionalidades de este continente. Quise crear otro tipo de obras, y me puse a escribir un par de guiones. Una vez me pidieron unos indios americanos que escribiera un guion sobre un líder indígena. Luego, en 1992, cuando fui a Cuzco, me traje un par de libros, y en base a eso empecé a escribir otro guion que se llamaba Cuando los dioses eran neutrales. Eran dos guiones que recuperaban parte de esa memoria, en donde los pueblos están resistiendo a la colonización. O sea, yo creo que es producto de ese roce internacional en donde conoces otras historias, y veo que es importante transmitir también la experiencia de nuestros pueblos.

En 1994, en colaboración con la CONAIE, trabajaste en la organización del primer festival de cine de Abya Yala en Ecuador. ¿Puedes contarnos un poco sobre aquel festival?

En 1994 hicimos el festival de Abya Yala con una convocatoria masiva; creo que llegaron más de 150 obras. Y de pronto, tal vez debido a la experiencia que yo había tenido en algunos festivales, sacamos las películas por primera vez de las grandes urbes. Porque antes se hacían en las capitales de cada país, o en las ciudades principales. Entonces teníamos todo un equipo que se desplegó a nivel nacional, y se hizo la primera muestra. Este festival se hizo en las comunidades. La idea era ésa, llevar el festival a las comunidades, y los delegados fueron para difundir sus películas. Entonces se unían al equipo de difusión de la CONAIE y los llevábamos a diferentes pueblos. Creo que eran aproximadamente cinco equipos de difusión a nivel nacional.

¿Y cómo te impactó ver lo que se desarrolló en este espacio que ustedes habían construido? Debe de haberte enorgullecido comprobar la magnitud del evento que habían conseguido organizar.

Bueno, más que impactarme, pues yo andaba así ocupado de un lado a otro haciendo muchas cosas, lo que me llegó más bien al alma es cómo algunos invitados, por ejemplo, alguien de Colombia, dijo: “esto nunca en mi vida ha pasado en Colombia, ni va a pasar, que tomemos la Casa de la Cultura y sea toda una semana solamente para el arte indígena”. Porque era un sector donde predominaba supuestamente la cultura blanco-mestiza. Y eso les impactó a los compañeros. Porque tal cosa nunca había pasado en Colombia, y no sabíamos si podría suceder de nuevo… que tomemos los indígenas una Casa de la Cultura en pleno centro de Quito, ¿no? Entonces yo no me había dado cuenta, la verdad; yo simplemente organizaba las cosas, tenía que resolver problemas, pero no tuve tiempo de decir, bueno, chuta, me enorgullezco. No. Simplemente me gustó esa frase, eso que dijeron, o sea, nunca ha pasado ni va a pasar en Colombia, esto es único. Y eso fue algo importante. Por ejemplo, otros festivales se hacían en cualquier otro sitio, pero no en la Casa de la Cultura.

Eso era impactante en aquel tiempo, algo que se hacía por primera vez. Era algo serio. Yo creo que era el reflejo del poder que teníamos como nacionalidades, como movimiento indígena en esos años. El poder que hemos reclamado para hacer un evento de esa magnitud. O sea, yo creo que fue algo poderoso, algo grande, que a todos los invitados les enorgulleció. Se sentían empoderados. Y decían, no, pues esto hay que seguir reproduciéndolo y hay que seguir reforzándolo. Entonces yo creo que esas cosas contribuyeron a que hubiera más apoyo al movimiento indígena en la cuestión política. Y dio más identidad, mediante este tipo de actos culturales que nunca antes se habían llevado a cabo.

Diré, para concluir esta entrevista, que el trabajo que desempeñas, y el de tus compañeros en RUPAI, sigue abriendo caminos y ganando espacios. Muchas gracias por tu tiempo, querido Alberto, y por todo lo que has aportado para que conozcamos mejor la realidad de las naciones originarias de este maravilloso continente

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