Bibliographia
Crímenes ilustrados: folletín e imaginario visual en la prensa rioplatense, 1846-1880
Illustrated Crimes: Feuilleton and Visual Imaginary in the Rio de la Plata Press, 1846-1880
Crímenes ilustrados: folletín e imaginario visual en la prensa rioplatense, 1846-1880
Bibliographica, vol. 4, núm. 2, pp. 15-44, 2021
Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Bibliográficas
Recepción: 07 Mayo 2021
Aprobación: 18 Junio 2021
Resumen: Desde su instalación a mediados de la década de 1840 en Buenos Aires, el folletín se integró perentorio a la prensa rioplatense. Tal integración no resultó pasiva, antes bien generó una serie de fenómenos notables en el precario y emergente mercado del impreso. Por una parte, reconocía y negociaba un horizonte poco o insuficientemente atendido hasta entonces: la cultura del entertainment; por otra, la progresiva “folletinización” de la prensa alcanzó su mayor despliegue con la propagación de imágenes impresas. En efecto, la alianza entre folletín e ilustración generó un tipo de lectura “masiva” que resultó una verdadera novedad en la República de las Letras. Este trabajo procura abordar la historia de esas relaciones, desde el ingreso del género en Buenos Aires (1846) hasta su estilizada culminación con los primeros folletines criollos de Eduardo Gutiérrez publicados en La Patria Argentina (1879-1880).
Palabras clave: Folletín, ilustración, magazine, prensa rioplatense, La Patria Argentina.
Abstract: Since its incorporation in Buenos Aires in the mid-1840s, the serial story format (feuilleton) completely integrated to the press sector. Such integration was not passive; on the contrary, it caused several important events in the emergent and precarious printing market. On the one hand, it acknowledged and negotiated with what had not been a sufficiently considered area until then: the entertainment culture; on the other hand, the progressive “serialization” of the press achieved its full development with the propagation of printed images. Furthermore, the alliance between serial works of fiction and illustration generated a popular type of reading that became a true novelty in the Republic of Letters. This paper aims to study the history of these relations, from incorporating the genre in Buenos Aires (1846) to its most artistic form- the serial criollos feuilletons written by Eduardo Gutiérrez and published in La Patria Argentina (1879-1880).
Keywords: Feuilleton, illustration, magazine, Rio de la Plata press, La Patria Argentina.
Introducción
El 27 de noviembre de 1879, el cráneo del bandido español Antonio Larrea fue expuesto a los lectores de Buenos Aires. El periódico La Patria Argentina, que insertaba en la sección “Variedades Policiales” la biografía de este criminal muerto en la penitenciaría porteña, publicó en su última entrega un estudio frenológico basado en la reproducción del cráneo del delincuente.
Como había ocurrido más de tres décadas antes con la cabeza de Facundo Quiroga -el célebre caudillo biografiado por Domingo Faustino Sarmiento-, la frenología acudía a contener científicamente los desbordes instintivos del amoral, del outlaw.1 Pero a diferencia de Sarmiento, Eduardo Gutiérrez -autor de esta biografía, prolegómeno de famosos folletines como el Juan Moreira- no buscaba civilizar con su escritura, sino ofrecer a sus lectores un apoyo empírico, verista, que volviera verosímiles las extravagancias de su biografiado.
Ese afán de verosimilitud se acentuaba, en particular, en La Patria Argentina mediante el recurso de las imágenes. Dos días antes de que los lectores vieran el cráneo estampado (Imagen 2), el rostro del bandido Antonio Larrea se había conocido también en las columnas del mismo periódico (Imagen 1). Para el tipo de lector que diseñaban estos textos -un público lector de periódicos y, más específicamente, de ciertas zonas o secciones del periódico, como las misceláneas o el folletín-, la imagen resultaba tan o más importante que la pericia narrativa con que estaban escritos.2
En efecto, cercanas a las litografías de la Revista Criminal, publicación especializada lanzada en 1873, o a las fotolitografías que aparecerían años después en la Galería de Ladrones de la Capital (1887) preparada por José S. Álvarez (Fray Mocho), las imágenes del rostro y del cráneo de Larrea se ubicaban deliberadamente en esa zona ambigua del discurso cientificista, con visos de legalidad, pero al mismo tiempo con un irreprimible afán novelesco.
En consonancia con ello, Máximo Sozzo ha mostrado cómo las estampas litográficas de La Revista Criminal eran esperadas con ansia por el público. Y ha destacado también cómo esas litografías acompañaban la construcción ficcional de los homo criminalis, algunos de cuyos retratos -como el de “Domingo Parodi, el jorobado, gefe de una gavilla de ladrones”- se convertirían una década después, no casualmente, en materia folletinesca bajo la pluma de Gutiérrez.3
Esa alianza entre imagen y biografía criminal, que se remonta a la tradición de los crímenes célebres -género que, como veremos luego, se hizo popular en manos de Alexandre Dumas- y que está en la base de los folletines gauchescos de Gutiérrez, no era sino el resultado de una larga transformación operada en la prensa periódica en el transcurso de las últimas tres o cuatro décadas.
El auge del formato magazine y de la literatura folletinesca que se inició a mediados de la década de 1830 en Europa -particularmente en Inglaterra y en Francia- produjo un impacto cultural de resonancias inauditas para la cultura letrada. Los números de ventas de los impresos periódicos -en especial los weekly periodicals londinenses, o la llamada “prensa (de) a 40 francos” parisina, La Presse y Le Siècle- crecieron en muy poco tiempo de manera extraordinaria.4
En consecuencia, el público se amplió, el sistema de la prensa se vio transformado y el periódico, en tanto soporte material privilegiado, acaparó las condiciones para la emergencia de lo que Charles Augustin Sainte-Beuve llamó, de manera temprana, “literatura industrial”.5 Si bien en Buenos Aires, y en el Río de la Plata, como en otras ciudades latinoamericanas, las cifras de ventas y de lectores distaban abrumadoramente del canon europeo, lo cierto es que el folletín no sólo se convirtió rápidamente en un ubicuo dispositivo de lectura, acaparando poco a poco el interés del público lector, sino que también transformó las condiciones editoriales de la prensa.
En efecto, el formato coleccionable, introducido por el folletín y la literatura por entregas hacia mediados de siglo, hizo del periódico un objeto nuevo: menos político, más comercial y literario.6 Así, los lectores que esperaban ansiosos las entregas de La Revista Criminal -antecedente ineludible al pensar en los lectores de “policiales” de La Patria Argentina- se habían formado presumiblemente leyendo folletines o casos célebres que solían ocupar, como enseguida veremos, páginas enteras -incluso primeras planas- en los periódicos de la época.
El folletín había llegado y, en poco tiempo, había promovido nuevas condiciones en la lectura periódica. A partir de entonces, todos los periódicos recurrirían a algún tipo de entrega seriada: o bien mediante el folletín, o con especies de bibliotecas portátiles (formatos coleccionables, en general álbumes, que ocupaban el zócalo del periódico). Esas entregas instalaban una novedosa modalidad de lectura con una parte del impreso (la “literaria”), lectura intensiva y, al mismo tiempo, fraccionada.
I. Novelas por entregas y folletinización de la prensa. El efecto Sue
La historia cultural y editorial del folletín ha tenido un amplio abordaje crítico. En los últimos años, por lo demás, una serie de estudios ha venido renovando su enfoque, considerándolo como género o producto de una economía literaria mundial.7
A pesar de la inexactitud de considerar al feuilleton un género cerrado -es decir, como roman-feuilleton, novela de folletín-, lo cierto es que con la aparición en 1836 de La Presse, de Émile de Girardin, se dio impulso a la creación de un tipo literario singular.8 Entre junio de 1842 y octubre de 1843, Eugène Sue dio a conocer Les mystères de Paris en el Journal des Débats, y un año después comenzó a publicar Le juif errant en Le Constitutionnel; por su parte, Alexandre Dumas, que inauguró con Le capitaine Paul el folletín en Le Siècle, comenzó a publicar en marzo de 1844 en ese mismo periódico Les trois mosquetaires, y en agosto Le comte de Monte-Cristo en el Journal des Débats.
El éxito, como sabemos, fue rotundo.9 La obra de Sue, en particular sus Les mystères de Paris, alcanzó rápidamente -en el entramado novedoso provisto por la técnica del folletín y la expansión del mercado del impreso- el valor de caso paradigmático.
Las descripciones de los bajos fondos parisinos, las tabernas y arquitecturas góticas que ensombrecen el paisaje urbano hasta convertirlo en un laberinto de covachas, los personajes característicos de ese submundo criminal y marginal, como el famoso churriador o cuchillero (chourineur, del argot franco chouriner), más que el típico maniqueísmo abstracto de corte melodramático y el suspenso narrativo de sucesos, fue quizá lo que impulsó el éxito mundial de Los misterios de París.
La novela de Sue proponía al lector ingresar a ese submundo por el último peldaño de la escala social: la sugestión del contraste, en este caso, reforzaba la curiosidad del voyeur.10 Se trataba, en todo caso, de resaltar -con la misma técnica del tableaux que se utilizaba para los tipos exóticos de regiones remotas- un sector social que, salvo como decorado o trasfondo, nunca había aparecido con esa intensidad en las descripciones que ofrecía la literatura. Lo paradójico es que este modelo, que había invertido la visión exotista de Fenimore Cooper -los “bárbaros”, “les sauvages peuplades si bien peintes par Cooper”, no debían buscarse en tierras lejanas, sino que ahora estaban entre los lectores-, nutrió una larga serie de apropiaciones caracterizada, en su mayor parte, por una notable disonancia con el objeto geográfico y social de esa narrativa criminal.11
Al mismo tiempo, como dejan ver los mediadores y receptores de esa onda expansiva, había un núcleo temático -los bajos fondos, los personajes marginales- que acompañaba a la expansión capitalista, esto es: parte del éxito de Los misterios de París residía en la potencial universalización de sus tópicos. Este aspecto era evidenciado, por ejemplo, en la traducción barcelonesa de la novela, cuya introducción destacaba la similitud del lenguaje patibulario:
La conveniencia de sustituir al argot francés el caló español o la germanía, a fin de presentar en su luz algunos de los principales caracteres de la obra, nos parece tan evidente que nos abstenemos de insistir en ella. Esta persuasión nos ha obligado a formar un copioso vocabulario del horrible idioma de los presidios y de las gavillas de ladrones; ímprobo y enojoso trabajo en el cual nos ha llamado la atención la similitud general y la frecuente identidad de los signos del lenguaje de los malhechores en ambos países.12
Trabajo similar al del etnólogo, el traductor observa las diferencias y similitudes culturales. Ahora bien: si el idioma de los presidios amerita un vocabulario, la gramática delictiva, en cambio, se muestra universal. Una narrativa universal del crimen, cada vez más estandarizada, cuya materia podía cumplir con la doble función de entretener y moralizar, comienza a expandirse a mediados de la década de 1840.13 En ella, los nombres de Sue y Dumas (y luego Ponson du Terrail) funcionan como marcas: basta evocar una de esas firmas para atraer al lector y garantizar su compromiso.
En Buenos Aires, los textos de Sue y Dumas ingresaron a través del Correo de Ultramar, diario mensual producido y editado en París para un amplio público hispano que incluía, de modo estratégico, las distintas cabeceras americanas de los antiguos virreinatos -desde México hasta Buenos Aires y Montevideo-. Entre febrero de 1845 y marzo de 1846, una larga serie de avisos publicitarios colocaron la novelas de Dumas y Sue al alcance de los lectores bonaerenses, y junto con la proliferación de ediciones locales (piratas) apareció el primer folletín en la prensa local: el 16 de marzo de 1846, el Diario de la Tarde comenzó a ofrecer en su zócalo nada menos que El judío errante, de Sue.14
En términos editoriales, la repercusión fue tal que, como había ocurrido en otras ciudades del mundo, no hubo desde entonces periódico -serio, satírico, ilustrado, comercial, diario, hebdomadario o mensual- que no incluyera un folletín en la parte inferior de su primera página. Los avisos se multiplicaron, y con el correr de los años hubo también en el Río de la Plata versiones especulares de los Misterios parisinos.15
Junto con la difusión de las novelas de Sue y Dumas, se instaló en la prensa rioplatense, de modo perentorio, el formato del folletín, que rápidamente se convirtió en una sección fija. Esa omnipresencia del folletín, garantía cada vez más acentuada de una virtual suscripción sostenida, no pasó desapercibida a los letrados y publicistas criollos de la época. Pocos años después, en abril de 1852 -es decir, a escasos meses de la célebre batalla de Caseros, que terminaría con el régimen rosista-, Bartolomé Mitre fundaría el periódico Los Debates. En su primer editorial -bastante recordado, titulado “Profesión de fe”- Mitre quiso subrayar que la discusión pública se erigiría desde entonces como la mejor contracara de una sombría época de uniformidad en la opinión. Pero tanto o más importante que esa declaración (al fin y al cabo, un tópico entre los publicistas de la época), resultaba su atención al folletín: “Hasta hoy ningún periódico americano ha dado a esta parte del diario [el folletín] su carta de ciudadanía: ella no se adorna sino con pensamientos extraños naturalizados por los tipos de imprenta; y sin embargo esa es la parte del Diario que busca con más placer la mayoría de los lectores, ¿por qué no nacionalizarla?”.
Al reconocerla como la sección más leída, Mitre daba al mismo tiempo una definición que la distinguía temáticamente del resto del periódico, colocando al folletín en la zona del ocio: “El folletín en los periódicos modernos es como esos bajos relieves que corren graciosamente al pie de las columnatas dóricas. Lo mismo que en las obras del artista, el pensamiento serio del escritor se refugia en la forma severa de la columna; los caprichos tienen su lugar en el friso esculpido cuidadosamente en los ratos de ocio”.16
La jerarquización entre lecturas serias y lecturas ociosas tenía como subtexto la breve historia del género, aunque se extendería, como sabemos, a lo largo del siglo, y aun más allá.17 Durante poco más de una década, los nombres de Eugène Sue y Alexandre Dumas plagaron las entregas en los zócalos de los periódicos rioplatenses.
En El Nacional -continuación del Diario de la Tarde- y La Tribuna, dos publicaciones periódicas dominantes en Buenos Aires durante varios lustros luego de la caída de Rosas, comenzarían a sucederle a esos nombres los de Émile de Girardin, Wenceslao Ayguals de Izco, Pérez Escrich, Ponson du Terrail, Manuel Fernández y González.
El reclamo de Mitre por nacionalizar esa sección (la más leída) del diario, si bien tuvo eco intermitente, no hallaría su verdadera contraparte sino casi tres décadas más tarde, cuando Eduardo Gutiérrez comenzara a publicar en La Patria Argentina su saga de novelas gauchescas.
No obstante, el dispositivo folletín se había instalado en la prensa de modo categórico, como muestra la cita de Mitre, acaparando la atención no sólo de los lectores, sino también de los redactores y editores. Tal impacto causó entre los lectores e impresores que, ante la novedad, la prensa incluso llegó a pergeñar la figura del “folletinista”.
Como el cronista, el folletinista era, al parecer, un causer con la pluma en la mano, según la definición de “chroniquer” que daría un importante periódico francés de la época.18 Una protofigura del cronista urbano, o del flâneur-escritor, que combinaba apreciaciones de tinte costumbrista con algo de actualidad y chismografía comarcana.
En 1855 el diario La Tribuna tuvo su folletinista, figura un tanto fugaz, aunque de importante espacio en el periódico. En entrega separada, con formato de colección, el folletinista declaraba: “A buen seguro que yo no llenaría mi misión de Folletinista, si a modo de ave volátil no me transportase de un punto a otro de esta hermosa ciudad y aun de sus campiñas, para poder narrar todo cuanto veo, oigo, y aun cuanto palpo”.19
A modo de las fantasías ópticas del excursionista y explorador, el ave volátil -con ímpetu panóptico- es aquí un narrador urbano. Síntoma de época, el fragmento citado permite captar el pasaje de una prensa doctrinaria, incluso facciosa, a un tipo de escritura cuyo fundamento reside en el gusto de un público que excede -que ya comienza a exceder- a aquel que transita (o transitaba) el periódico como si de un ágora impreso se tratara.
II. Magazine y lectura. La potencia de las imágenes
Por su estilo hiperbólico y descriptivo, por su inclinación tópica y sensacionalista, el folletín nació para ser ilustrado. Buena parte de las novelas publicadas en esa sección de los diarios pasó luego a una edición por entregas, siempre ilustradas. Lo que, por cuestiones de costos y técnicas materiales adecuadas, los periódicos no estaban en condiciones de hacer aún, es decir publicar en sus páginas inferiores novelas ilustradas, lo hacía en cambio la palestra editorial mediante novelas publicadas por suscripción, universo embrionario (y ciertamente expansivo) de popularización de la lectura.
En ese marco editorial, uno de los cambios notables que introdujo la llamada penny press (Schudson) fue la decisiva integración de las imágenes al espacio tipográfico del periódico. En efecto, si bien las imágenes, en forma de viñetas o dibujos, habían acompañado desde siempre la cultura impresa, el desarrollo de nuevas técnicas de reproducción pictórica, como fue el caso de la litografía, produjo una evolución marcada y constante de las tecnologías reproductoras de la imagen, ampliando cada vez más el conjunto de posibilidades: el grabado en madera de boj, la cromolitografía (creada en Francia a mediados de 1830), y posteriormente la fotografía y el fotograbado.20
El progresivo uso de la técnica litográfica trajo consigo un cambio sustantivo en los modos de percibir, leer y consumir impresos, posibilitando, entre otras cosas, la presencia cada vez mayor de estampas en las tiradas cotidianas. En ese marco, valiosos estudios como los de Patricia Anderson (1993), Brian Maidment (2001) o Laurel Brake y Marysa Demoor (2009) han descrito detalladamente el auge y la expansión del nuevo formato ilustrado, el magazine, definido por la prensa contemporánea como “an illustrated newspaper”.21
El dominio del weekly ilustrado, que en Londres comenzó con la aparición de The Penny Magazine, en 1832, editada por Charles Knight y la Society for the Diffusion of Useful Knowledge, y en Francia tuvo su expresión homóloga con el Magasin Pittoresque de 1833, supuso no sólo una ampliación de los públicos lectores, sino también la emergencia de un tipo de prensa de carácter misceláneo, cuya consolidación y expansión se debió, en buena medida, a la alianza que estableció con los relatos seriados.22
En Buenos Aires, los primeros ensayos en ese sentido fueron los semanarios ilustrados Museo Americano (1835) y El Recopilador (1836) de César Hipólito Bacle, publicados a mediados de la década de 1830, que buscaron captar el interés lector mediante la novedad de imágenes estampadas acompañando cada entrega.23 No obstante, la iniciativa no perduró, y fue recién con la aparición en 1864 del Correo del Domingo cuando la combinación entre texto e imagen alcanzó una primera estilización editorial en la prensa periódica bonaerense.
Un año antes había aparecido El Mosquito, célebre publicación satírica e ilustrada de larga trayectoria. Pero mientras que El Mosquito destinaba sus imágenes a intervenir en la cotidianidad política y cultural, el Correo del Domingo fue la primera publicación “magazinesca” que procuró conjugar el sistema de las novelas ilustradas por entregas con la edición periódica, como muestran las estampas que acompañan las novelas El asesino de Albertina Renouf, de Henrique Riviére, y El frac azul, de Enrique Pérez Escrich (Imágenes 5-7).24
Si bien la mayoría de las ilustraciones del Correo del Domingo poseía un carácter más bien biográfico o enciclopédico, estas imágenes narrativas resultaban sintomáticas de una vertiente editorial que empezaba a imponerse. En este sentido, la escena representada de la novela El asesino de Albertina Renouf, el momento en que el protagonista halla a su esposa apuñalada en su lecho, remite a una larga tradición folletinesca centrada en el crimen, que ya hemos mencionado: la de las causas célebres.
El antecedente más destacado de este tipo de historias se remonta a mediados del siglo XVIII. Entre 1734 y 1743 aparecieron en 20 volúmenes las Causes célèbres et intéressantes recuillés par Gayot de Pitaval.25 Cabe recordar que de esa compilación extrajo Alexandre Dumas los perfiles biográficos y las historias de sus Crimes célèbres, 18 textos publicados en París en ocho tomos, entre 1839 y 1840, cuya circulación alcanzó varias ciudades de Latinoamérica.
Además del sentido formativo que tuvo para el propio Dumas esa transposición, los Crimes célèbres se convirtieron en una pequeña biblioteca de macabras historias sangrientas, a mano de escritores y folletinistas que empezaban a consolidar el género en la prensa.
Basta observar los principales periódicos de Buenos Aires de mediados del siglo para corroborar la presencia frecuente de este tipo de textos (que en general, además, ocupaban una superficie importante de las primeras páginas). Por cierto, los exhortos de las causas penales del rosismo resultaban más que oportunos para dicha retórica. En 1853, El Nacional publicaba el juicio seguido a Ciriaco Cuitiño y Leandro Alen, dos de los vigilantes de la policía rosista e integrantes de la “mashorca”, por los crímenes cometidos en 1840 y 1842; poco después, en 1855, La Tribuna ofrecía en su zócalo el folletín “Un episodio del año 40 en Buenos Aires”, el cual, como tantas otras textualizaciones conocidas, narraba la historia de un amor (de unitarios) cercenada cruelmente por la banda parapolicial de Rosas (representada por un tal don Fernando, emblema de jefe policial a lo Cuitiño).26
Pero si los crímenes rosistas se avenían previsibles al género, lo cierto es que, como ocurría con los folletines, en la prensa prevalecía una gramática del terror, gramática delictiva que respondía a su vez a un formato universal, estandarizado. De este modo, las llamadas “causas célebres” se reproducían como relatos seriados, desatendiendo la distancia cultural o territorial que suponía tal reproducción. Así, en 1864, La Tribuna hacía eco del caso del médico homeópata Edmond-Désiré Couty de la Poummerais, acusado de envenenamiento, que había mantenido en vilo a la sociedad francesa, condenado a muerte el 5 de junio de ese mismo año.27
Muchas de las causas tenían ilustres linajes, por ello también resultaban, en parte, célebres. Es el caso del médico francés. En efecto, la causa del homeópata Couty de la Poummerais se inscribía en una larga serie de crímenes por envenenamiento, serie que se extendía desde la antigüedad grecorromana hasta el resonante caso parisino en 1840 de Madame Lafarge, que daría comienzo a la toxicología como rama forense, pasando por los Borgia y los Médici en el Renacimiento.28
De hecho, entre la saga de los célebres asesinatos reescrita por Dumas, además de la historia de los Borgia, que ocupa el lugar decimosegundo, el futuro autor de El conde de Montecristo reescribe la historia de “La Marquesa de Brinvilliers (1676)”, que cuenta precisamente cómo esta marquesa, María Magdalena, se confabula con su amante, Gaudin de la Croix, para asesinar a sus parientes (empezando por su padre) recurriendo al veneno. Y no es casual que Dumas haga ingresar en la historia a un experto en envenenamiento italiano, Exili, famoso por el uso de pócimas y venenos, quien se encarga de transmitir sus conocimientos a De la Croix.
Pocos meses antes de publicar el caso del médico homeópata francés, el mismo diario La Tribuna ofrecía, junto al infaltable folletín, una seguidilla de relatos misceláneos, cuyos títulos resultaban por demás sugerentes: “El crimen castigado” (6 de marzo de 1864), “La sombra ensangrentada” (14-15 de marzo de 1864), “Si haces mal no esperes bien” (3 de julio de 1864) y otros relatos semejantes cubrieron las primeras páginas durante varios días, entre marzo y julio de 1864.29
Leer un periódico en Buenos Aires en 1860, o la primera página de un periódico en la Buenos Aires de 1860, podía parecerse a leer una miscelánea por entregas, en la que nunca, o casi nunca, faltaba el crimen.
III. Crímenes (criollos) ilustrados
Las causas célebres llegaron a convertirse en una sección recurrente de la prensa periódica hacia finales de siglo. Su progresiva transición hacia los casos locales favoreció la construcción de un discurso verista, que sin embargo pivoteaba con la zona de lo increíble, de lo morboso, de lo extraordinario. Como resultado de ello, comenzaba a ser cada vez más habitual la contaminación entre las crónicas periodísticas y las pesquisas policiales.30
Pero cuando se fundó La Patria Argentina en enero de 1879, o, mejor dicho, cuando Eduardo Gutiérrez comenzó a escribir allí sus crónicas policiales, ese procedimiento estaba recién cristalizando. El proceso en esa etapa formativa del propio Gutiérrez ha sido bien estudiado. En efecto, en su indispensable trabajo, Alejandra Laera destacó el subtexto de las crónicas de Tribunales en la formación de la narrativa popular que va de Antonio Larrea al Juan Moreira, y de éste a Hormiga Negra.
Asimismo, Hernán Sosa, en un estudio reciente y minucioso, ha demostrado cómo la escritura que va a definir la larga serie de los folletines criollos de Gutiérrez se forjó en la sección de las crónicas policiales, algunas de las cuales funcionaron como “protofolletines”.31
Por tanto, antes que esos vínculos, suficientemente explorados, quisiera abordar aquí otro aspecto de los textos de La Patria Argentina, a fin de reforzar nuestra hipótesis sobre el vínculo entre folletín e ilustración: la presencia de imágenes en el zócalo del periódico, imágenes que, por primera vez en la historia de la prensa argentina, acompañan e ilustran los relatos folletinescos que allí se publican. No se trata ya, como ocurría con el Correo del Domingo, de imágenes separadas que remiten a determinadas escenas de una novela publicada en serie y que, como quedó dicho, se enmarcaba en la lógica de las entregas, sino de estampas folletinescas, es decir de imágenes en folletín o, dicho con mayor precisión: de folletines ilustrados. Habría que añadir que se trata de los primeros folletines ilustrados del periódico de los Gutiérrez, y, tal vez, de los primeros folletines ilustrados en la historia de la prensa argentina.
La relevancia de estas imágenes reside, en primer orden, en los destinatarios presumibles o deseables que convoca la publicación. Las ilustraciones, tal como venimos viendo, se constituyen, mediante la práctica editorial del folletín, en un elemento central de las nuevas prácticas de lectura.32 Al mismo tiempo, escritor y editor no resultan ajenos a esa demanda inusitada: con el ingreso de la imagen en los impresos surgen también nuevas prácticas de escritura, puesto que los escritores no podían eludir su proximidad iconográfica que los obligaba, en muchos casos, a modificar su texto.33
Estamos ante un fenómeno netamente moderno, expresado a nivel gráfico por el formato magazine que alcanzará su mayor desarrollo hacia el final de la centuria. Fenómeno moderno, en términos tipográficos, y fenómeno popular, en términos de lectura. En este sentido, si el uso de la imagen ha sido generalmente evaluado como un modo de seducción de las culturas populares, según una larga tradición ilustrada que vincula el predominio de lo sensitivo con la carencia de competencias lingüísticas, la decisiva participación letrada y artística (pintores, grabadores, dibujantes, litógrafos) incita a repensar las concepciones de lo popular vinculadas con el mundo del impreso.34
Para tal fin, quisiera recuperar un fragmento de un sesudo trabajo de Ángela Dellapiane, el cual, junto con las aproximaciones pioneras de Jorge B. Rivera, es uno de los primeros en afrontar el tema. Dados los puntos implicados, vale la pena citar in extenso:
Siguiendo la moda impuesta por el folletín europeo, los folletines de Gutiérrez, al aparecer como libros, fueron ilustrados: una ilustración forma la carátula y tres van distribuidas -sin correlación con el texto- dentro del libro, con cita al pie, de una línea del texto que es la ilustrada. Las ilustraciones (o grabados, o láminas) servían para hacer los cuadernillos de las entregas, o el volumen, más vendibles. Las que acompañan las primeras -o segundas- ediciones de los folletines de Eduardo Gutiérrez, o sea, las ediciones contemporáneas del autor, son grotescas interpretaciones de las figuras, ropas, escenario, peleas o tormentos del héroe y mueven más a risa que a empatía con las desdichas del hombre. Razones: una industria editorial incipiente, una edición barata destinada a un público sin tradición bibliófila y que ya, desde su exterioridad, indicaba el contenido.35
Es probable que esta sea, con matices, la visión más generalizada de la crítica. Los textos de Gutiérrez cumplieron, al parecer, con el itinerario editorial (europeo) de las novelas de folletín.
Si bien es cierto que la industria editorial argentina comenzaba por entonces a desarrollar su volumen, resulta evidente también que la mirada de Dellapiane (y de la crítica, en general) estuvo orientada por parámetros librescos que desatienden las condiciones materiales de edición y lectura. Por el contrario, si se observa el contexto de edición primigenia comprobamos que lejos de ser un añadido, un agregado para la mejor circulación en su pasaje al libro -lejos entonces de ser el remedo de una “moda”-, las ilustraciones en los relatos de Gutiérrez fueron pensadas y ejecutadas como parte -y una parte no menor, como enseguida veremos- de las entregas.
Juan Moreira, Juan Cuello, El Jorobado, El Tigre de Quequén no sólo fueron los primeros folletines publicados, sino también los primeros folletines ilustrados (a los que podríamos sumar Antonio Larrea, citado al inicio de nuestro trabajo, el primero en ese sentido, sin ser estrictamente un folletín) aparecidos en La Patria Argentina en 1880.
En general, las escenas representadas son episodios clave de la narrativa, que procuran expandir imaginariamente momentos significativos de las historias contadas. Veamos sólo dos ejemplos. La estampa final del Juan Moreira captura de modo sintético el episodio que se convertirá en símbolo de las narrativas ulteriores del moreirismo: el “ajusticiamiento” de Moreira por la espalda, cuando estaba a punto de sortear el muro que lo dejaría en libertad (Imagen 8). Como se recordará, ese es el momento elegido por Leonardo Favio con el que cierra su versión fílmica de 1973. Momento inolvidable: el pasaje del folletinista al cineasta reafirma el sentido ilustrativo, emblemático y dramático de la escena.
La otra estampa también pertenece al cierre dramático de la narración, en este caso al fusilamiento de Juan Cuello, el gaucho federal del rosismo sublevado (Imagen 9). Se trata de una escena, y sobre todo de un escenario, que había sido ya representado (pictórica y literariamente) en ocasiones previas: el Campamento de Santos Lugares (asiento militar de Rosas), donde se alista la tropa de soldados encargada de ajusticiar al condenado. Éste mira desafiante a sus verdugos, en una posición (sentado y cruzado de brazos) que parece doblegar el efecto de reprimenda, darle vuelta, volverlo hacia sus victimarios.
Además del carácter de colofón de estas imágenes, se insertan de modo estratégico en cada entrega final, al punto de que lo que se “ve“ replica, sin mayores desviaciones, lo que se “lee“. Es decir, a diferencia de lo señalado por Dellapiane para la edición en libro, aquí sí hay correlación entre la imagen y el texto. Una correlación, incluso, de acuerdo a los recursos disponibles de entonces, podemos suponer, sumamente estilizada, que busca de modo deliberado duplicar en imágenes lo que el lector va a leer en palabras.36
En consecuencia, cabe leer sus conclusiones desde un punto de vista exactamente inverso: “una industria editorial incipiente” no es causa suficiente de lo “grotesco” de las ilustraciones que acompañaron las novelas de Gutiérrez; por el contrario, la “exterioridad” que “ya” indica el contenido -con ese grado de inminencia que presupone el adverbio entre un formato popular y una ideología de lectura- resulta de la atención (y la adecuación) a un tipo de demanda cada vez más extendida y creciente, que veía en las ilustraciones o estampas un modo de interpelación novedoso, empático (si pensamos en la etimología del término: pathos) y, también, distinto.
Conclusiones
La máxima visibilidad del folletín
A partir de la década de 1850, la cultura visual comenzó a expandirse en Buenos Aires -y, en general, en el Río de la Plata-. A mediados de la década, los locales o casas de vistas ópticas (dioramas, panoramas, estereoscopios, daguerrotipos) se habían ya multiplicado como lugares de entretenimiento y ocio de la sociabilidad porteña.37 Esa propagación de la cultura visual alcanzó desde ya a la prensa, que a partir del invento de la litografía no dejó de acrecentar ofertas de publicaciones ilustradas.
En poco tiempo, las nuevas tecnologías -la fotografía, el cinematógrafo- alcanzarían el summum de esa visibilidad máxima. No obstante, en un punto central la pintura se aproxima a la fotografía; ambas llevan la aspiración de captar un instante, de congelar la escena en su momento decisivo; comparten, puede decirse, una ambición de realidad profundamente enraizada en toda tecnología óptica, que es también la soterrada declaración de su artificio. Roland Barthes llamó a esa aspiración numen.38 Que la escena final del Juan Moreira transite incólume del folletín a su versión fílmica -es decir, que se inserte en dos versiones si no opuestas, sí notoriamente divergentes- es un indicio de ese poder de captación de las imágenes, de re-presentación.
Josefina Ludmer subrayó que ese virtual pasaje -en el cual se “ve el deseo de un cine futuro”- respondió a una “visibilidad máxima” del proceso modernizador -el reemplazo perentorio del carruaje por el ferrocarril-, cuya modulación misma era producto de la modernización. Una visibilidad máxima sólo asequible “con la ilusión perfecta de realidad de la nueva tecnología de la prensa”.39
En esa nueva tecnología, el folletín resultó una matriz genérica clave en al menos dos sentidos: popularizó la lectura, y mass-mediatizó la literatura. Para lograrlo, el recurso de las imágenes resultó indispensable. La retórica del folletín se volvía más efectiva a partir de la representación icónica de las imágenes. Hay allí, entre la asimilación de la percepción o la mirada y las competencias lingüísticas, un vínculo inextricable que la semiótica visual ha propuesto como trasposición textual del discurso iconográfico. En síntesis: la imagen es un texto, pero un texto cuya potencia reside en su (aparente) inmediatez. Ahora bien, las imágenes no sólo transmiten de un modo más directo las sensaciones (y emociones) “narrativas”, sino que también reformulan (o deberían reformular) las claves de lectura predominantemente textualistas.
Una historia del folletín, por tanto, no debería obviar esa alianza peculiar entre el lenguaje melodramático y la representación pictórica.40 Las ilustraciones en los folletines de La Patria Argentina parecen dar cuenta de ese anhelo de “visibilidad máxima” del que hablara Ludmer. La presumible estilización de las estampas, el cuidado con el que fueron ejecutadas sugiere, en cambio, una tensión entre los efectos de la mass-mediatización y las ideologías de la modernización artística y letrada.
Que los folletines gauchescos de Gutiérrez acompañen su éxito con cuidadas imágenes de episodios significativos parecería ser indicio de un tipo de público lector -el suscriptor del diario, en primer orden- acostumbrado a ese tipo de viñetas; un público lector urbano que conoce de antemano (y requiere) el pacto de lectura que ofrece el folletín; un público lector cada vez más extendido al que el diario, sin embargo, sigue todavía confinando al zócalo o subsuelo del impreso, subestimando el potencial transformador de esa sección, que no tardaría mucho en convertirse (retórica y visualmente) en un formato dominante.
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Notas