Recepción: 10 Marzo 2019
Aprobación: 16 Abril 2019
DOI: https://doi.org/10.1387/ausart.20628
Resumen: Desde la primera filosofía se nos ha hecho creer que el sentido de la vida se halla fuera de nosotros. No tenemos cuerpo, sino que somos cuerpo y es en él donde se debe rastrear la memoria colectiva del ser humano. Debemos retornar al propio cuerpo dejando que exprese sus sueños y su locura. Solo ante el arte el hombre trasciende, pues conecta emoción y cognición convirtiendo el cuerpo que sufre en terreno privilegiado para la reflexión y la representación de nuestra propia identidad individual y social. La danza no puede ser reducida al mero esfuerzo físico o al cuerpo visible, debe ser entendida como punto de partida, como eudaimonía. En el butoh el cuerpo se asoma a sus abismos para renacer cada vez que uno danza. Según Heidegger, la salvación, si existe, solo puede estar dentro de nosotros. Enterrémonos con los pies, para volar con los brazos.
Palabras clave: FILOSOFÍA, CUERPO, ARTE, DANZA, BUTOH.
Abstract: Since the first philosophy, we have been led to believe that the meaning of life lies beyond us. We have no body, but we are body and it is body where we must trace the collective memory of human beings. We must put the focus back on the body leaving express their dreams and his madness. Faced to the art humans are able to trascend, because it connects emotion and cognition making the body that suffers turn into privileged terrain for reflection and representation of our own individual and social identity. Dance cannot be reduced to a mere physical effort of the visible body, it should be understood as a starting point, as eudaimonia. In the butoh, the body looks into its abysses to be reborn every time you dance. According to Heidegger, salvation, if it exists, can only be within us. Let's bury ourselves with our feet, to fly with our arms.
Keywords: PHILOSOPHY, BODY, ART, DANCE, BUTOH.
Introducción
Algunos pensadores contemporáneos dan cuenta de cómo la idea de corporeidad en la sociedad actual ha cambiado dando por finalizado el binomio cuerpo-mente. Se crea el ‘sujeto en sí y para sí’, que halla en el cuerpo la fuente de sensaciones, placer y dolor.
Gilles Lipovetsky (1983), sitúa al ser humano contemporáneo en el narcisismo apático, el consumismo, el hiperindividualismo, la deserción de los valores tradicionales, la hipermodernidad, la cultura de masas y su indiferencia, la abolición de lo trágico, el hedonismo instanteneista, la pérdida de la conciencia histórica y el descrédito del futuro, la moda y lo efímero, los mass media, el culto al ocio y la juventud, la cultura como mercancía, o en el ecologismo como disfraz y pose social, entre otras. Habitamos una época donde todo parece morir, incluso la filosofía, en favor de una cotidianeidad alienante. La sociedad y la felicidad están basadas en el éxito del cuerpo y, por ende, los cuidados hacia él progresan. Irónicamente, asistimos a un divorcio interior profundo, un espacio de constante insatisfacción del ser humano consigo mismo que perpetúa el culto a los ídolos. Nuestra visión tradicional de considerar separados cuerpo y mente cada vez tiene menos sentido por ello es necesario replantear nuestro filosofar como el arte de vivir el cuerpo (Gómez Arévalo & Sastre Cifuentes 2008)
Hoy, nuestro cuerpo es el soporte de nuestras emociones y estas modelan nuestra forma de pensar y de estar en el mundo. ‘Soy’ en tanto que me reconozco de forma profunda dentro de un cuerpo al que siento.
Filosofía y cuerpo
Mientras las ciencias experimentales describen el cuerpo como realidad física, tangible y medible, en la historia del pensamiento filosófico el cuerpo ha supuesto uno de los grandes misterios que toda teoría ha abordado y ha tratado de dilucidar.
El mundo griego y hebreo contaba con el término soma que designaba al cadáver, en contraposición al bíblico ruah ‘aliento cargado de vapor’, origen del pneuma griego y el spiritu latino, claro ejemplo del primigenio dualismo entre lo corporal y ‘algo más’. Asimismo, las polis griegas otorgan una importancia crucial a la educación del cuerpo ante la firme creencia de que en los cuerpos débiles no tenía cabida un alma homérica y guerrera. Sobre el cuerpo se construye el espíritu mediante una consecuente labor pedagógica.
La teoría platónica–patrística enfatiza la significación negativa de la condición corpórea, tomando como tarea la liberación de las exigencias y limitaciones del cuerpo. La aristotélico–tomista, sin embargo, acentúa la estructura ontológica del ser humano. El hombre es uno por la conjunción de materia y forma. Se acentúa pues el aspecto positivo del cuerpo frente a la negatividad anterior que coincide con la visión cristiana del medievo. El Renacimiento supuso un espectacular cambio al situar al hombre como centro del universo. La teoría racionalista de Descartes establece una división fundamental entre el cuerpo y la conciencia. La conciencia está ligada y unida al cuerpo, pero no es idéntica a él. El cuerpo humano es concebido como una realidad atómica, física y extensa, y, por supuesto, individual. Será la teoría mecanicista la que lleve hasta las últimas consecuencias la interpretación atomista del cuerpo introducida por Descartes. Plantea el mundo como un conjunto de fuerzas mecánicas y el cuerpo subyace a esta interpretación. Los filósofos empiristas como Hume, Locke o Berkeley encarnan la corriente materialista reduciendo todas las expresiones humanas a la materia corpórea. Fuera de ella nada se entiende y el hombre, como ser que posee cuerpo ‘material’, no puede rebasar los límites de la misma materia.
En el inicio de lo que llamamos la 'era contemporánea' hallamos a los ‘maestros de la sospecha’ que desarrollarán la corriente fenomenológica–existencialista. Con Schopenhauer, Nietzsche y Freud asistimos a un giro copernicano en la manera de entender al hombre como existencia corpórea. El ser humano no ‘tiene un cuerpo’, sino que ‘es su cuerpo’. A mediados del siglo pasado, aparece la figura de Henry (1965) que se plantea la posibilidad del cuerpo como apercepción inmediata interna en que la vida procede de la subjetividad que brota del pathos de la propia corporeidad y que se obstina ‘por seguir viviendo’.
Merleau-Ponty, Emmanuel Mounier y Michel Foucault proponen una lectura del hombre como ser corpóreo que se trasciende en las coordenadas tiempo-espacio. Esa conciencia de ser limitado le permite acercarse a una nueva concepción del mundo proveniente de otros y es a partir de su corporalidad desde donde empieza a conocer el mundo apoyándose en los demás, transformando su entorno por medio de la palabra. En la actualidad, Jean Luc Nancy (1992) crea una ontología donde la verdad del sujeto es su exterioridad y su excesividad; su exposición infinita, el cuerpo volcado hacia fuera comprendiendo el cuerpo del otro. Este cuerpo es el cuerpo de un artista que hace de sí mismo una obra de arte en la vida, que hace en el otro y se deja hacer por otros mientras evita la cotidiana repetición de acciones sociales que engendran hastío en la eterna lucha por la territorialización del cuerpo. El estar éticamente en el mundo tiene, por tanto, una estrecha relación con la estética. La filosofía debe pues volver a la intemperie1.
Cuerpo y dolor
La reflexión y la discusión sobre el dolor y el sufrimiento es una constante en la historia de la humanidad, de hecho, es lo que conforma al ser humano. En las sociedades primitivas, los rituales y ceremonias vinculaban al hombre con su cuerpo y a su vez con el cosmos ofreciéndoles la oportunidad de experimentar sus dolores. En la modernidad, miramos el dolor como dato, pero no como experiencia, dirigimos nuestro día a día a evitar el sufrimiento, creyendo proteger a las personas. El mal se ha convertido en una fuente que tiene un origen anónimo, ejemplo de ello es que los alumnos siempre aprueban o son suspendidos. Somos miembros de una sociedad analgésica que cuanto más informada está del dolor y de la miseria del mundo más insensible se muestra ante dicho sufrimiento.
Tras Schopenhauer no hay retorno: el mundo es dolor. Vivimos en eterno conflicto entre deseo y deber, con nuestro cuerpo como centro de gravedad, habitando instantes donde alternamos dolor y no-dolor encarando una realidad que nos decepciona, conformando una voluntad dirigida a la búsqueda utópica de la felicidad. Hablamos de dolor por no querer reconocer que la realidad es como es, que somos siempre ‘hombres en tiempos de oscuridad’ cargados de oportunidades al tiempo que de obstáculos (Arendt 1974).
El dolor es tanto una experiencia personal como del pensamiento. El dolor del cuerpo, el dolor psíquico y el dolor existencial pueden darse por separado, pero usualmente, aparecen mezcladas en un mismo individuo. Como experiencia personal el dolor es como una llave, decía Jünger (1895-1998), que nos abre a lo más íntimo y a la vez al mundo. Es una especie de conflicto radical importante para la supervivencia. Si no lo presentimos, no podemos prevenirlo. Tratar de eliminar el dolor nos incapacita para enfrentarlo, vivenciarlo e insertarlo significativamente. Dolor y pensamiento están intrínsecamente relacionados. Si tomamos como referencia el genocidio nazi observaremos que allí no sólo se asesinó brutalmente al individuo, sino el concepto de hombre que heredamos de los clásicos como animal racional, político o lingüístico.
Según Nietzsche, el hombre es el gran portador del dolor de la humanidad, el hombre heroico. El sufrimiento es la elaboración de sentido del dolor, lo que nos permite hacer de él una experiencia ética que da cuenta de lo simbólico invisible al puro dolor físico. El cuerpo se torna discurso pidiendo auxilio. Si «el mundo es la totalidad de los contenidos de todas las experiencias de mi cuerpo, el término de todos mis movimientos reales o posibles» (Henry 1965), debemos construir un nuevo paradigma que incluya la carnalidad del sujeto en la vida pública. Dolor y sufrimiento generan arte, pero no podemos reducirlo a escritura. De hecho, las experiencias traumáticas son difíciles de expresar solamente a través de palabras, porque nos incomunican, nos desconectan de la realidad, de nosotros mismos y de nuestros semejantes.
Schopenhauer (1819) retrata la vida como sufrimiento, pero que se vive porque existe una voluntad. El hombre dejará de sufrir cuando aniquile dicha voluntad, pero sólo ocurrirá por unos instantes cuando esté presente el arte y así, durante ese espacio de tiempo dejará de sufrir. El arte conecta emoción y cognición, imagen y palabra, implicando al ser como un todo donde el cuerpo es mente y la mente cuerpo, desarrollando al ser humano en su totalidad, especialmente allí donde el cuerpo ha quedado atrapado por memorias emocionales e imágenes sin elaborar. La raíz etimológica de la palabra emoción, deriva del latín emotio, movimiento, impulso, aquello que te mueve hacia. Cada persona da forma y corporalidad a sus sentimientos de una manera distinta, según su modo de habitar el cuerpo, de conquistar el espacio. De esta forma nuestro cuerpo se transforma en un terreno perfecto para la reflexión y representación de nuestra propia identidad, individual y social. Nuestros gestos nos significan y diferencian frente a los demás, pero al mismo tiempo nos hermanan y nos identifican con ellos. El cuerpo está formado por huellas que transmiten la memoria colectiva del ser humano interpretada desde cada individualidad.
Los espacios generados por el arte han proporcionado los escenarios para romper los límites y proponer desde otro lugar una mirada distinta del mundo. A partir de la acción poética del cuerpo estos procesos creativos han intentado dar respuesta a algunos enigmas de la condición del hombre moderno. La danza, al igual que ciertas manifestaciones cuya expresión se produce a través de la experiencia corporal, ha constituido un espacio de rebeldía, de planteamientos radicales cuyo motivo esencial es justamente la presencia del cuerpo como herramienta substancial para expresar las ideas y emociones.
Danza
Danza, fuego, comunidad y lenguaje simbólico son algunos de los elementos distintivos de la primera humanidad, origen mismo del ser humano al que el ritmo le viene dado por su propio funcionamiento orgánico, la respiración y los latidos del corazón. Fue utilizada como forma de expresión y de comunicación con los demás seres humanos y con las fuerzas de la naturaleza consideradas divinidades. Los primeros en reconocer la danza como un arte fueron los griegos, dedicándole una musa en su mitología: Terpsícore. Su práctica estaba ligada al culto del dios Dionisos y junto con la poesía y la música era elemento indispensable de la tragedia griega cuya catarsis relacionaba al individuo con los dioses.
El hombre primitivo dedujo que poseía más posibilidades de las que requería para satisfacer sus necesidades básicas, dándose cuenta de que algunos de esos movimientos le proporcionaban una deseable embriaguez, un estado excepcional. Se entiende la existencia como un baile cósmico de fuerzas, la danza es la forma en que el ser humano se reconcilia con la naturaleza y habita el mundo en el cuerpo y desde el cuerpo. Danzar es recitar un poema con el cuerpo, es transformar a la existencia en un fenómeno estético. Dionisios y Apolo bailando alrededor del fuego encarnados en un cuerpo que nace, vive y muere en el transcurso de la danza. El hombre pretende alcanzar la felicidad participando de la armonía cósmica. Sin necesidad de palabras, la danza es expresión de una de las formas más antiguas del lenguaje simbólico. Es simplemente una «poesía general de la acción de los seres vivos»2. Hölderlin, el gran poeta romántico de la locura, intuía algo semejante al decirnos que:
Solamente cuando el pensamiento se ve en la imposibilidad de expresarse por otro medio que no sea el ritmo, cuando el ritmo se convierte en el único y solo modo de expresión, solamente entonces hay poesía…Para que el espíritu devenga poesía tiene que llevar en sí mismo el misterio de un ritmo innato. Solamente en este ritmo puede vivir y hacerse visible, pues el ritmo es el alma del espíritu (1843).
La vida entendida como baile y el ser humano como bailarín abre nuevas posibilidades para comprender la gaya ciencia, la capacidad poética y el gozo existencial: la transvaloración exigida por Nietzsche para lograr superar el nihilismo heredado de Platón y el cristianismo. Mediante la danza el ser humano logra transmutarse de esclavo y víctima de represiones a un poderoso y orgulloso artista-de-sí, justificando la existencia y el mundo.
Bajo la magia de lo dionisiaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza […] celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre. […] Cantando y bailando se manifiesta el ser humano como miembro de una comunidad superior: ha desaprendido a andar y a hablar y está en camino de echar a volar por los aires bailando. […] El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte (Nietzsche 1883)
Las concepciones de cuerpo, movimiento y sujeto presentes en la danza clásica han estado unidas a concepciones filosóficas particulares. 1661 con la fundación de la Real Academia de Música y Danza en la corte de Luis XIV marca el origen de la danza académica en general, planteando una concepción racionalista del cuerpo. Según Tambutti (2004), los rasgos característicos del canon ideal de belleza corporal instalado en la danza por el neoclasicismo francés del siglo XVII estaban constituidos por un cuerpo perfectamente acabado, joven, visto desde el exterior, individual, un cuerpo que eliminaba todas las expresiones de su vida interna.
El Romanticismo del siglo XIX añade lo etéreo para expresar la belleza del alma. Existe una idealización de los cuerpos, vinculada con la intención de combatir la gravedad, la animalidad, la materialidad y la realidad del cuerpo. De este modo, se instaura el modelo de cuerpo apto para el ballet que todos imaginamos, fruto de un férreo control disciplinario de espacio, tiempo y cuerpo. La disciplina atraviesa los cuerpos volviéndolos útiles, eficientes y cada vez más dóciles. A pesar de que el ballet es una práctica eminentemente disciplinaria que nos permite visibilizar el control biopolítico de la existencia, a su vez nos muestra que todo ejercicio de poder puede dejar grietas por donde se cuela la producción de sí mismo como práctica de libertad. La danza no puede ser reducida al mero esfuerzo físico o al cuerpo visible, debe ser entendida como punto de partida, esa intensificación del cuerpo de la que nos habla Nancy (1992). La danza es la sensibilidad puesta en práctica y motor del movimiento. El cuerpo se ve excedido por experiencias subjetivas que dejan en el mismo una memoria corporal que puede ser aprehendida, podría ser un tipo de eudaimonía del ser humano. Inserto en un contexto histórico, en una historia colectiva, desde una biografía personal, el cuerpo no es sólo receptor, él también crea. El cuerpo produce conocimiento ya que lo que nos pasa en el cuerpo impacta en la construcción de nuestra subjetividad.
El siglo XX ha supuesto un continuo deseo por desmitificar al ser humano, tanto en la filosofía y en el arte como en la danza. Del ballet a la danza contemporánea, el cuerpo ha pretendido también liberarse de las tecnologías impuestas -en sentido foucaultiano-, de los intentos de control y dominio. El cuerpo no es puro pero la mente tampoco lo es. Por ello, el proceso se convierte en el auténtico protagonista. Sin lo sensible sería impensable suponer cualquier tipo de creación ni en la ciencia ni en el arte.
Butoh
El sufrimiento padecido por el hombre del siglo XX restó trascendencia a la muerte. El arte como reflejo de la sociedad no permanece impasible a dicho cambio. Mientras en Occidente asistimos al resurgir de la tragedia, en Oriente ‘comienza’ a bailarse butoh. El butoh es un lamento bailado, un retorcerse en la condición humana.
Tatsumi Hijikata y Kazuo Ohno representaron esta danza por primera vez en la década de los 50. Japón se escandalizó ante las caras grotescas de los bailarines y sus movimientos espásmodicos que reproducían el comportamiento animal, impulsos sexuales e irracionales; seres sufrientes que producían un espectáculo macabro. Según Ohno, el cuerpo sigue al alma que es la que danza.
El origen del butoh es oscuro. La teoría más conocida es que nace tras la Segunda Guerra Mundial como reacción de repulsa a las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. La imagen de los supervivientes desorientados, quemados, con los globos oculares reventados colgando sobre sus mejillas, conmocionó a los japoneses abriéndoles el camino hacia la oscuridad. Otros, en cambio, lo sitúan en 1949 con la jellyfish dance de Kazuo Ohno. Según estos, los soldados japoneses, entre ellos Ohno, trataban de volver a casa tras la derrota. Muchos murieron y sus cuerpos famélicos y enfermos fueron arrojados a un mar plagado de medusas. Cuenta la historia que desde la cubierta Ohno hubiese susurrado en el viento: «algún día os bailaré». De ahí la jellyfish dance, o danza de las medusas, en honor a sus compañeros arrojados al mar. Pero hay otra versión más perversa de la misma historia. En ella, los que sobreviven lo hacen porque aprovechan el cuerpo de los que mueren, dando así explicación a una frase comúnmente repetida por Ohno: «llevo a todos los muertos en mí«.
Sus orígenes se encuentran en el folklore japonés y, al mismo tiempo, tiene influencias de movimientos europeos como el dadaísmo, surrealismo y especialmente, el expresionismo alemán. Etimológicamente el termino viene de: bu (enterrarse con los pies) y toh (para volar con los brazos). Se trata de ir a favor y en contra de la gravedad al mismo tiempo, romper con la ‘belleza’, con la idea del ‘yo’ (Collini 1995). Refleja el choque entre dos concepciones del mundo: una que ‘estiliza’ o ‘civiliza’, y otra que busca mantener vivas las expresiones y elementos más puramente humanos, contrarrestar los efectos de la occidentalización y tratar de recobrar ese nexo tradicional entre el hombre y la naturaleza de la danza pre-moderna. Lo que Bajtín (1974), denominará el «resurgimiento del grotesco»3.
La danza butoh es el anti-ballet, contra lo pulcro y refinado, los bailarines de butoh se rapan el pelo, van desnudos y se pintan de blanco la piel buscando la homogeneidad. El bailador de butoh intenta capturar las sutilezas del alma, entendiendo que la danza, aprendida en el vientre materno, es el movimiento del alma a través del cuerpo.
Forbidden colors (1959) de Tatsumi Hijikata se señala como la primera obra butoh donde un bailarín joven y otro anciano tratan el tabú de la homosexualidad mostrando que es posible el arte desde un cuerpo azotado por la vejez y la enfermedad. Durante la obra, una gallina era estrangulada entre las piernas del muchacho acurrucado. Lo grotesco deja nuestra mente en una fase liminal mientras intentamos entender racionalmente lo que los sentidos dicen que es irracional. Esta novedosa forma de danza iba en contra de toda técnica y además no buscaba darle a la audiencia una sensación placentera, sino exponer una exploración directa a la violencia y la sexualidad suprimiendo la expresión simbólica de las emociones. El butoh explota esa relación entre las imágenes grotescas y el inconsciente reprimido para crear una comunicación directa entre bailarín y espectador.
Lo realmente importante es recuperar el cuerpo que nos ha sido robado. Cada bailarín es distinto y en su danza exponen lo más íntimo de sí mismos. La danza y teatro occidentales seleccionan una emoción y buscan el cuerpo adecuado para expresarla. Los bailarines de butoh, por el contrario, se oponen al cuerpo como herramienta logrando integrar los elementos dicotómicos del ser como consciencia/ inconsciencia o sujeto/ objeto. La danza contemporánea se fundamenta en coreografías establecidas con anterioridad, en el butoh generalmente no hay coreografías fijas y ello le da al danzante la oportunidad de ser consciente de lo que ocurre en su cuerpo mental y físicamente, por lo que no están permitidos los espejos, para evitar la ‘contaminación’ visual. Así, el butoh acepta movimientos que no son visibles para la audiencia, sino internos y mentales, cuestionando si el valor del arte es que sea visible o no. Movimientos insertos en un intra-tiempo que muestran verdaderas esculturas cinéticas4. Técnicas como el ayuno extremo o el entrenamiento severo ayudan a perder esa consciencia y lograr la ansiada unión mente-cuerpo. El butoh busca la disociación del ser, la fragmentación de la que hablaba Blakeley (1988), dificultando así el logro de una memoria de la actuación o una descripción precisa de la misma.
El butoh no pretende suscitar miedo ni la visión de un mundo terrible, sino que deja totalmente abierta la recepción emocional del espectador evitando el simbolismo. Quizá sea ese su encanto, una mezcla entre repulsión e identificación que cautiva nuestros sentidos. Promueve la necesidad de retornar al propio cuerpo y dejar que exprese con libertad los sueños y la locura, la necesidad de revalorar al hombre individual, pues según Heidegger (1953), la salvación, si existe, solo puede estar dentro de nosotros.
Conclusión
La sociedad occidental ha reducido las experiencias corporales al sentido de la vista. Se ha olvidado del cuerpo al que solo parece sentir en ocasiones límite. El siglo XVII y XVIII distingue el comportamiento ‘normal’ del ‘desviado’ replegando las emociones en lo más profundo del cuerpo disciplinado. En el siglo XX donde la corporalidad está sometida al deseo demiúrgico de eliminar sufrimiento, vejez e incluso muerte, hallamos el auge de la visión siniestra de lo orgánico. Las cabezas monstruosas de Michaux o las performances de Gina Pane y, por supuesto la danza butoh, contradicen el arquetipo del cuerpo sano y joven reivindicando esa parte maldita sometida a la temporalidad, al dolor y la muerte. Según Freud lo oculto, lo traumático de un artista es lo que nos conmueve cuando disfrutamos una obra. El siglo XXI y la descorporeización y desterritorialización a la que nos someten nuevas tecnologías aumentan nuestro desasosiego ante un cuerpo que sabemos en plena reestructuración y reconstrucción. El cuerpo no es un simple objeto natural sino un valor producido por el entorno cultural y físico. Experiencias como las ‘muertes parciales’, los ‘neomuertos’ o las operaciones quirúrgicas en las que médico y paciente están separados por cientos de kilómetros, han perturbado la conciencia de nuestros límites y han hecho que categorías fundamentales como la de sujeto hayan entrado en crisis reivindicando el propio cuerpo; lo que explicaría el auge de manifestaciones como la escarificación, el tatuaje, el piercing, etcétera, tendentes a superar los límites corpóreos y todo el sufrimiento corporal que la sociedad contemporánea se niega a aceptar.
Vivimos una época de emergencia. La violencia atenta contra la integridad y la dignidad de los cuerpos y nuestra misión es revertirlo. La razón no es más que nuestra corporalidad en movimiento obteniendo resultados en el conocimiento y en la acción. Debemos partir del cuerpo total que somos y liberarlo mediante el arte, un arte donde la mirada de los otros complemente y refuerce la propia. Cuando el artista hace arte de su propio sufrimiento encuentra una nueva forma de trascendencia. Vivir el cuerpo es siempre una danza, un descubrirnos y sentirnos en el movimiento, un percibir interiormente la voz del cuerpo que somos. Nos permite descubrir y apreciar nuestras propias singularidades para recomponer la lacra corporal del hombre. Afirmaba Robert Brault (1963) que bailar es moverse con la música sin pisar los pies de alguien, muy parecido a la vida. No hablamos de una forma de danza codificada que requiera un cuerpo específico, hablamos de butoh, donde el cuerpo se asoma a sus abismos para renacer cada vez que uno danza. Hagamos nuestra la consigna de Nietzsche (1883) ¡Y demos por perdido el día en que no hayamos bailado al menos una vez!
Según Merce Cunningham, «la danza no te devuelve nada, ni manuscritos para guardar, ni pinturas para mostrar en las paredes y tal vez colgar en museos, no hay poemas que imprimir y vender, nada más que ese momento fugaz en el que te sientes vivo».
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Notas