Resumen: Las palabras están exhaustas. Han mutado. Pero su furia se parece más un ruido de fondo que a un contingente de nuevossignificados. Una crisis de sentido, un giro narrativo originado a mediados de los años noventa llamado storytelling. Una técnica de control y poder cuyos relatos se cuelan incluso en los diccionarios. Esto explicaría la segunda acepción del término 'hacker' aparecida en la RAE. La ironía y el cinismo parecen habernos llevado a un estado de precariedad, aceptación y resignación en el siglo XXI provocado por la lógica del mercado que acaba fagocitando cualquier acto de rebelión. Las distopías tejieron el imaginario del siglo XX, nos alertabande lo que estaba por llegar, pero la responsabilidadsigue siendo nuestra. La relación que establecemos con la tecnología se parece más bien a la de un parásito que genera toneladas de basura electrónica gracias a la obsolescencia. Quizás, antes de poder hackear el sistema, debamos hackearnos a nosotros mismos. Es hora de asumir el compromiso y acabar con el positivismo radioactivo. No somos 'inocentes usuario's. Necesitamos autocrítica, no manifiestos o manuales de supervivencia. Vivimos en la era digital y no hay nadie que se le libre de las paradojas, pero el apocalipsis no está por llegar. Hay que dejar de promover la desbandada y continuar con los innumerables actos de resistencia, por muy insignificantesque parezcan, ya que no sabemos cuál será su trascendencia. La tiranía del ‘fácil de usar’y la satisfacción inmediatano son más que tácticas disuasorias que nos están llevando al vertedero y al aburrimiento. Yo no soy hacker, en todo caso demoscener. La destreza manual (craft) y la imaginación son las herramientas básicas en el diálogo con la tecnología y la batalla contra el narcisismo tecnológico electrocutado que nos invade.
Palabras clave: DEMOSCENE, STORYTELLING, DISTOPÍA, OBSOLESCENCIA, NARCISISMO, TECNOLOGÍA.
Abstract: The words are exhausted. They have mutated. But their fury is closer to a background noise than a contingent of new meanings. A crisis of sense, a plot twist arisen in the mid-nineties known as storytelling. A control and power technique whose narratives sneak even into dictionaries. This would explain the second entry for the term ‘hacker’ as it appears in the dictionary of the Royal Spanish Academy. Irony and cynicism seem to have lead us to a state of precariousness, acceptation and resignation in the 21st Century, caused by the logic of the market that ends up engulfing any act of rebellion. Dystopias wove the collective imagination of the 20th century, warned us about what was yet to come, but we are still responsible. The relationship we establish with technology is more like that of a parasite that generates tonnes of electronic waste thanks to obsolescence. Perhaps, before we are able to hack the system, we might have to hack ourselves. It is time to honour the commitment and end radioactive positivism. We are not innocent users. We need self-criticism, not manifestos or survival manuals. We live in the digital age and there is nobody who can be free of paradoxes, but the apocalypse is not about to come. We must stop encouraging everyone to disband and continue the innumerable acts of resistance, insignificant as they may seem, for we do not know what their transcendence will be. The tyranny of the ‘easy to use’ and immediate gratification are just dissuasive tactics that are taking us into the dump and toward boredom. I am not a hacker, a 'demoscener', if anything. Manual skill (craft) and imagination are the basic tools in the dialogue with technology and the battle against the electroshocked techno-narcissism that invades us.
Keywords: DEMOSCENE, STORYTELLING, DYSTOPIA, OBSOLESCENCE, NARCISSISM, TECHNOLOGY.
Narcisismo tecnológico electrocutado
Electroshocked techno-narcissism
Recepción: 11 Noviembre 2018
Aprobación: 23 Diciembre 2018
Las palabras, como los rayos X, atraviesan cualquier cosa, si uno las emplea bien (Huxley 1936]
Las palabras están exhaustas. Han sido manoseadas, robadas, manipuladas. Han mutado. Pero su furia se parece más un ruido de fondo que a un contingente de nuevos significados. Una mutación conectiva producto de un «entorno, acelerado por el poder de la tecnología, hoy en día excede cualquier posibilidad de medida humana». Ya que, como bien sigue argumentando Berardi (2017), «la razón humana se encuentra exhausta». Una crisis de sentido que ha dado lugar a un giro narrativo originado a mediados de los años noventa. Una técnica de control y poder, el storytelling que «pega sobre la realidad unos relatos artificiales, bloquea los intercambios, satura el espacio simbólico con series y stories. No cuenta la experiencia pasada, traza conductas, orienta el flujo de emociones, sincroniza su circulación», como argumenta Salmon (2016).
Estos relatos se cuelan, actualmente, incluso hasta en los diccionarios. Esto explicaría la segunda acepción del término 'hacker' aparecida en la Real Academia Española (RAE): «Persona experta en el manejo de computadoras, que se ocupa de la seguridad de los sistemas y de desarrollar técnicas de mejora». Suena muchísimo mejor que ‘pirata informático’. Emoji sonriente. El nuevo universo narrativo somete las palabras, embarga el relato y destruye el imaginario.
Esta 'mutación'de la narrativa no es nueva, una herramientamás que coincide con la aparición de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones (NTIC) y el auge de Internet. Ya no se trata solamente del control de la tecnología, sino del lenguaje. Una transformación que ha sido interiorizada y aceptada voluntariamente donde la catarsis no parece tener cabida. Quizás es poreso Haraway (1995)optó por la blasfemia delcyborg. Pero la ironía y el cinismo parecen habernos llevado a un estado de precariedad, aceptación y resignación generado por una postmodernidad entregada al simulacro.
Aldous Huxley nos hablaba de una sociedad distópica donde se había alcanzado la felicidad tras erradicar la familia, la diversidad cultural, el arte, el avance de la ciencia, la literatura, la religión y la filosofía. Una manipulación total ejercida a través de oficinas de propaganda y la escuela de ingeniería emocional. A brave new world (1936). Las distopías tejieron el imaginario del siglo XX, nos alertaban de lo que estaba por llegar, pero la 'responsabilidad' seguía siendo nuestra. A pesar de todo esto no debemos engañarnos, el apocalipsis no está por llegar.
Vivimos en la era digital y, como anunciaba Virilio, «lo más importante en la electrónica informática será lo que se presenta en la pantalla y no lo que se guarda en la memoria» (1991). Parece que cada cambio tecnológico nos ha ido electrocutando poco a poco hacia la descarga final. Nuestra información está siendo cada día almacenada a través de los numerosos servicios que recorren nuestros dispositivos móviles y portátiles. Unas herramientas que configuran nuestra manera de relacionarnos con el mundo, nos afectan y nos modifican. Cayendo en evidencias como la advertencia de Fleischer (2009) sobre que «la música no existe en un iPod», ya que solo nos ayuda a recordar. Actualmente podríamos sustituir en la frase 'iPod' por 'Spotify'. La superabundancia no necesita la memoria, es la cacofonía que nos bombardea día a día y nos lleva, pasivamente, al ‘déficit de sentido’ argumentado por Svendsen (2008).
Siguiendo con los deshechos de la postmodernidad, lo que resulta irónico es que aparezcan los hijos pródigos de Silicon Valley renegando de su legado y la libertad ética. Si Ayn Rand levantará la cabeza… Altruismo, esa conspiración de los débiles contra los poderosos. En el artículo de Millán (2018) sobre Tristan Harris, el filósofo de Google, nos hablaba de su crítica a los modelos de negocio de las plataformas tecnológicas y las redes sociales, una guerra declarada por nuestra atención en la que «tenemos las de perder porque la moneda de cambio es nuestro tiempo, y porque las plataformas cada vez trabajan más por retenernos. Y lo peor de todo es que están diseñadas para hacernos pensar que hemos tomado la decisión nosotros». El parasitismo es mutuo. Lo adivinamos antes de que sucediera. Los indicios, las señales estaban ahí. Pero las aplacamos con una ‘domesticación del presentimiento’. Éste término está sacado de la novela de Le Guin (1969), La mano izquierda de la oscuridad. Una crisis de presencia nos delata. «tanto es así que el must de la mercancía —típicamente el iPhone y la hummer— consiste en un sofisticado equipamiento de la ausencia», argumenta el Comité Invisible (2015).
Son los ginoides (fembots) quienes han conquistado Internet, no el cyborg de Haraway (1995). Lil Miquela, Poppy o Kylie Jenner son algunos de los ejemplos que aparecen en el video realizado por Hess y O’Neill para The New York Times bajo el título «Why sexy robots are taking over the Internet» (2018). El «organismo cibernético, un híbrido de máquina y organismo, una criatura de realidad social y también de ficción […] carente de nostalgia de la coherencia dominante» ha caído en la dictadura de los seguidores. De una forma colectiva, dictan su comportamiento administrando y denegando los ‘me gusta’. Una mano invisible que cree controlar lo que tiene relevancia o no. Una actitud que ha interiorizado la retirada sin asumir ninguna responsabilidad como consecuencia de una construcción simplista del mundo. Una hypernormalización evidenciada por Curtis (2016) en la cual «incluso aquellos que pensaban que estaban atacando el sistema, los radicales, los artistas, los músicos y toda la contracultura, en realidad se volvieron parte del engaño. Porque ellos también se refugiaron en el mundo de lo ficticio, como consecuencia la oposición no tiene ningún efecto y nada cambia».
Lo realmente sangrante es que, gracias al giro narrativo del storytelling, las grandes corporaciones son las que, actualmente, nos ayudan a vislumbrarlo. No hay más que echarle un vistazo a campañas publicitarias como la de Aquarius y su ‘Programados para ser libres’ de 2018. En el statement de la campaña, disponible en la página web de Coca Cola, nos argumentan que beberlo nos llenará de vitalidad y positivismo para poder ejercerla correctamente porque «Vivimos tiempos extraños. Muy extraños, de hecho. Son tiempos de algoritmos, bots, chatbots, big data […] Eso restringe los estímulos que recibimos y, por tanto, coarta nuestra libertad, nuestra capacidad de improvisación, de cambio. Nos limita». La lógica del consumo seduce nuestras expectativas y visiones de futuro para que nos sumerjamos en stories corporativos más allá del estatus cosificado. Ya no compramos mercancía, la positivamos.
Según Lasch (1979) el 'narcisista contemporáneo' está absorto en sí mismo y en sus delirios de grandeza. Las nuevas tecnologías parecen, cada vez más, estar destinadas a propagar la pandemia egocéntrica dejando al otro fuera del espectro. Un yodifuso que expande por los murosa la espera de clics. Si la tecnología se ha convertido en la excusa para el autorreconomiento y la lógica corporativa, solo cabe pensar que el destino final será el vertedero.
La tecnología se vuelve obsoleta antes de que aprendamos a usarla. En la época de la Gran Depresión, Bernard London publicó el ensayo Ending the depression through planned obsolescence (1932) para acabar con la crisis económica. Su plan era «trazar la obsolescencia del capital y los bienes de consumo en el momento de su producción», así la industria seguiría adelante proporcionando empleo regularizado y asegurado a las masas.
Podemos afirmar que nuestra basura es, sobre todo, electrónica. Las actualizaciones generan dispositivos de vida útil cada vez más corta, argumenta Gabrys (2011). Lo obsoleto, de acuerdo con la RAE, es «Algo anticuado o inadecuado a las circunstancias, modas o necesidades actuales». Dicha motivación no es producto de un mal funcionamiento, sino de la lógica del consumo. «¡Si funciona, es obsoleto!». Esta cita de Lord Mountbatten, durante la Segunda Guerra Mundial, recogida por Virilio (1989), lo resumíría perfectamente.
No es de extrañar que, ante esta perspectiva, proliferan propuestas como «The 3D additivist manifest» de Morehshin Allahyari y Daniel Rourke (2015) en el cual declaran la nueva belleza sublime del mundo es «la basura, los objetos inútiles y los desechos» con su llamada a la «pixelización planetaria, usando tecnologías aditivistas para corromper el inconsciente material» de la mano de las impresoras 3D.
Los desperdicios electrónicos forman parte de nuestras vidas, resignados recurrimos al coleccionismo / archivo, compra-venta por Ebay de filón nostálgico, incluso una 'arqueología de medios' (media archaeology) para entender el pasado y los muertos vivientes de Bruce Sterling (dead media). Modificamos la narrativa para que encaje mejor a nuestros propósitos. Una legitimación de carácter parasitario porque nuestra ansia de dominación «nace del deseo de rivalizar con la increíble e insondable creatividad del mundo» argumentan Zerzan y Carnes (1988).
Ir en contra de las leyes de la obsolescencia programada no es fácil e incluso puede concurrir en un delito, como lo ocurrido a Eric Lundgren. Su crimen, hacer copias del software de restauración y reparación que Microsoft regala de forma gratuita en la Red con la idea de extender la vida de los ordenadores, ayudando a promover su reciclaje a personas que desconocen este tipo de procedimientos. Álvarez (2018) nos advierte que durante «el tiempo que le tomará a Lundgren cumplir su sentencia de prisión, el mundo producirá alrededor de cincuenta millones de toneladas métricas de nuevos desechos electrónicos». Con más frecuencia vamos encontrando trabas al soporte técnico de los electrónicos que consumimos provocando que algunas personas decidan a aprender a repararlos o les invada el tedio solo de pensarlo.
Quizás antes de poder hackear el sistema, deberíamos hackearnos a nosotros mismos. Yo no soy hacker, en todo caso 'demoscener', concretamente 'BBS graphician'. Borzyskowski (2000) define 'demoscene' como «la subcultura que sobrevive bajo las premisas de libertad y cooperación en ausencia de una influencia estructural coercitiva o cohesiva», e introduce una descripción general del término del género demo en términos de función y sintaxis audiovisual. Sobre los 'demos', Borzyskowski señala que «no se hacen sin un costo. La cantidad de tiempo, paciencia, conocimiento y desarrollo de las habilidades requeridas están lejos de ser triviales».
'AcidT*' es mi nombre en la demoscene del Commodore 64. Mi primera 'demoparty' fue Datastorm, en febrero de 2011 en Gotemburgo, donde empecé a trabajar con el set de caracteres PETSCII para crear gráficos estáticos o animados.
Una subcultura que usa la tecnología de una manera muy específica y en la que no se copia. Las demos solamente son posibles mediante la colaboración y la imaginación de programadores, músicos y grafistas. Aquí no vale el remix postmoderno ni las palabras de lujo. Lo que importa es demostrar las habilidades y crear algo nunca visto, o eres 'elite' o eres 'lamer'. Su honestidad puede ser brutal pero no existen los postureostan generalizados de la comunidad artística. En el «Digital artisans manifesto» escrito por Barbrook y Schulz (1997), se reivindicaba la figura del 'artesano digital' como una figura autónoma e independiente más allá de las tendencias neoliberales. Se celebraba el poder prometeíco del trabajo y la imaginación, sin considerarse víctimas pasivas del mercado o cambios tecnológicos. La destreza manual (craft) y el ordenador funcionan como empoderamiento para llevarlo a cabo; siendo el software, como argumenta Manovich (2013), «el pegamento invisible que une todo».
El comité invisible (2015) define la figura del hacker como la opuesta a la del ingeniero.
Donde el ingeniero consigue capturar todo lo que funciona para que todo funcione mejor, para ponerlo al servicio del sistema, el hacker se pregunta ‘¿cómo funciona?’ para encontrarle fallas, pero también para inventarle otros usos, para experimentar. Experimentar significa entonces: vivir lo que implica éticamente tal o cual técnica. El hacker consigue arrancar las técnicas al sistema tecnológico para liberarlas de él. Si somos esclavos de la tecnología, es precisamente porque hay todo un conjunto de artefactos de nuestra existencia cotidiana que tenemos por específicamente ‘técnicos’ y que consideramos eternamente como simples cajas negras de las cuales seríamos sus inocentes usuarios.
Una filosofía del 'do it yourself' que se expande más allá de las pantallas a través de, por ejemplo, los hackerspaces. La cultura maker está más ligada al mundo entrepreneur, un laboratorio de prototipos en busca de rentabilidad y expansión empresarial. Una especie de atajo que nada tiene que ver con la ética sino con la productividad. No debemos olvidarnos de la premisa del ‘yo hago lo que yo quiero’ dentro del movimiento DIY, bastante cuestionable, que evade cualquier tipo de responsabilidad. En la era tecnológica existen muchas posturas y, es necesario incluir en la lista el parasitismo tecnológico. Según Niebisch (2012) «no es simplemente un rechazo destructivo de los discursos hegemónicos, sino una intervención creativa que explota, curva y muestra los límites de las prácticas establecidas», pero su intención no es la de entablar un diálogo o un intercambio equitativo.
El 14 de diciembre de 2017, EEUU puso fin a su neutralidad otorgando el poder a los proveedores. En un futuro próximo, los usuarios deberán pagar packs de acceso a los contenidos siendo éstos gestionados como un negocio. Tal decisión, inevitablemente, será expandida hacia el resto del mundo. Las plataformas de gestión de contenidos a demanda como Netflix nos están preparando para ello. Poco parece importarnos que Tim Berners-Lee, uno de los padres de la World Wide Web, nos avisara que «la neutralidad de red separa el mercado de la conectividad del mercado de contenido» (2017) y, nos pidiera actuar para que los proveedores no pudieran discriminar el tráfico en línea. Las grietas llevan mucho tiempo visibles y parece que estamos esperando a que se rompa del todo. Seguro que a alguien se le ocurre producir un tecnothriller para disfrutar de sofá y manta, puro entretenimiento al estilo de Mr. Robot.
La derrota parece aceptarse incluso antes de haber iniciado la batalla. Todo irá bien mientras que el soma del momento fluya. La afirmación realizada por Fontcuberta (2016) sobre que «la lógica del consumo termina fagocitando cualquier filosofía, incluso aquellas que brotaron de las trincheras cavadas para contener el capitalismo» parece volverse cada vez más indiscutible. Las paradojas no paran de sucederse.
En el documental Requiem for the American dream (2016), Noam Chomsky afirmaba que no somos lo bastante inteligentes como para diseñar una sociedad perfecta y libre, lo único que podemos hacer es dar una serie de directrices y, lo que es más importante, preguntarnos cómo avanzar en esa dirección. Aún queda mucho por hacer y aprender. Hay que dejar de promover la desbandada y continuar con los innumerables actos de resistencia porque no sabemos cuál será su trascendencia.
La tecnología parece estar llevándonos al aburrimiento tras superar la ansiedad del primer encuentro ya que, según McLuhan (1964), «hemos atravesado las tres etapas de alarma, resistencia y cansancio que se dan en todas las enfermedades o tensiones de la vida, tanto individuales como colectivas». Ahora solo queremos que sea fácil de usar. No queremos complicarnos, satisfacción inmediata y tecnología instantánea. Nuestra naturaleza está ligada al uso de las herramientas y parece que se nos olvida que el saber «significa descubrir, llevar hasta el final y solucionar. La teoría es sólo una de las herramientas de la praxis, de la acción, en el marco de otros instrumentos, equipos y aparatos. El grueso de nuestro saber está en los instrumentos que tenemos a nuestra disposición», como afirma Nyírik (2010).
En el día a día, el mensaje recibido (a velocidad de vértigo) no parece estar destinado al conocimiento sino a deslizar los dedos, aceptar las condiciones y dejar que otros hagan el trabajo por ti. No queremos complicaciones y estamos dispuestos a tolerar lo que sea para no tener que leer aburridos textos sobre privacidad y otros derechos. Tú dale a todo que sí, ya nos indignaremos luego con un post en Facebook o Twitter. Nos estamos acobardando. Emoji caca sonriente.
¿Qué podemos hacer? Responder categóricamente sería una arrogancia, pero tampoco podemos cruzarnos de brazos ante la dificultad de la tarea. La resignación no es una opción, no más tácticas disuasorias. Asumamos el riesgo de equivocarnos y fallar. Las constricciones de la tecnología son posibilidades, nosotros somos los zombis, no las máquinas. No se trata de volver al pasado, mudarse al bosque / campo / playa a vivir como ermitaños o renegar de cualquier artilugio electrónico. Ya es tarde para eso. Nos guste o no tenemos una relación dependiente. Si somos capaces de desarrollar una especie de 'empatía tecnológica', conceptos como la obsolescencia tenderán a desaparecer. Debemos aprender a utilizarla, saber cómo funciona, hablar su lenguaje. Cualquiera que sea su 'vida útil', no significa que no tenga nada que enseñarnos, puede incluso hasta retarnos. La destreza manual (craft) nos ayudará en la ejecución y la imaginación se convertirá en el lenguaje universal, no la narrativa corporativa. No es una cuestión estética sino ética. El consumismo salvaje sólo se combate contrariando sus dictámenes, desde las trincheras. En mi caso tecleando con un Commodore 64 sin hackear. Un juego de caracteres es suficiente, todo lo demás depende de la habilidad y el ingenio. Inútil, pero crucial.