Resumen: Mientras atendemos nuestro pensamiento sobre el arte, hemos de aventurarnos en otras lógicas y ponerlas en su centro de pensamiento complejo. En este caso su transmisión en las aulas. Para lo cual es necesario explorar una tensión previa: aquella que aparece entre la transmisión y la instrucción. A este respecto, la noción de desorden aplicada a esta intervención responde, no sólo al hecho de que el arte nos ha enseñado que para vivir no se puede ser conformista, sino que también no hay una definición precisa para su docencia. Si la educación pretende recoger desde el arte el peligro de la especulación formal que empieza y acaba en sí misma, no puede más que mostrarse abierta a una aspiración de experiencia
Palabras clave: TRANSMISIÓN, COMPLEJIDAD, PROCESO, DESORDEN, ACTITUD.
Abstract: As we attend to our thinking about art, we must venture into other logics and put them at the center of complex thinking. In this case, the transmission of art in the classroom. However, it is necessary to explore a previous tension that appears between transmission and instruction. In this sense, the notion of disorder applied to this paper refers to art's inherent unpredictability and non-conformity. It is not only because art has taught us that we cannot be conformists but also because its teaching has no precise definition. Suppose education pretends to gather from art the danger of formal speculation that begins and ends in itself. In that case, it needs to be open to a shared experience that will be continually overwhelmed and questioned but which, in exchange, offers us a dynamic, continuous reality that is not threatened by a conclusive end.
Keywords: TRANSMISSION, COMPLEXITY, PROCESS, DISORDER, ATTITUDE.
Por una educación desordenada
For a disordered education
Recepción: 19 Septiembre 2024
Aprobación: 12 Diciembre 2024
Si atendemos a los modos de hacer en arte, comprobaremos que se forma a partir de las conexiones o enlaces no evidentes que hacemos cada una de nosotras y nosotros entre lo que vivimos, sentimos, vemos, leemos, escuchamos, olemos. De ahí que se establezca su esencia en el pensamiento complejo. Es desde esta subjetividad no evidente propia de la creación donde se ha logrado evidenciar la naturaleza propiamente desordenada de nuestro conocimiento y, por mucho que se le haya intentado disciplinar, categorizar y fragmentar, podríamos afirmar —sin errar en exceso— que el conocimiento es desordenado.
Actualmente entendemos que los objetos, sucesos y demás situaciones que conforman nuestro contexto constituyen un interminable intercambio de conexiones disimiles, ajenos a cualquier intento de comprensión evidente. Su incitación a toda clase de circunstancias y características históricas, políticas, sociales, materiales y lingüísticas forman, a su vez, una red de intercambios materiales y simbólicos de tal magnitud, que nos procura, haciendo uso de las palabras de Ricard Solé (2010), una red de redes en continua experimentación y expansión. Es decir, si bien toda dirección que se emprenda ya tiene un sentido dado, un enlace previamente conectado, o tan inmediatamente conectado que nos hace creer que ha existido siempre, hemos sido capaces de reconocer que la realidad del mundo no es una mera narrativa unificada, sino que equivale a un conjunto de recuerdos o hechos contradictorios que vislumbramos en nuestra rutina diaria y que sostiene de manera furtiva a nuestros ideales y aspiraciones. Todo ello da lugar a una complejidad —de complexus: lo que está tejido en conjunto— que mostrará una faceta u otra según cómo se aborde la red o las subredes que la involucran. La realidad, además de abierta, es múltiple.
A pesar de que gran parte de la sociedad actual continúa viendo el arte como un mero dispositivo de decoración o entretenimiento, Chus Martínez alega que es el futuro del conocimiento, pues no hay disciplina que pueda actuar sobre él como un objeto pasivo (2023, 71). Así, nos dice Martínez, el arte logra preservar la potencialidad del conocimiento fuera de sus reglas, de la especulación en el sentido más poderoso del término. Con ello, la descrita realidad del mundo reside en el arte, que es inseparable de su procedimiento investigativo, pues busca exponer cómo los diversos elementos —materiales y conceptuales— interactúan para producir un determinado efecto:
Y así, la frase de moda «El arte es la producción de conocimiento» esconde una verdad, aunque no la casual y productivista que aquí se implica. El arte tiene una fuerte relación con el conocimiento porque el pensamiento tiene lugar en el arte, en los intersticios de la visibilidad y el discurso. Pero esto es diferente de ser un lugar donde se producen argumentos, se desarrollan pruebas y se dan evidencias concluyentes. Pensar hace que ver y hablar alcancen sus límites. (Martínez 2023, 74)
Ahora bien, frente a una coreografía consensuada de prácticas, objetos e ideas destinada a subrayar una determinada dimensión social —o mecanismos ideológicos que nos construyen el acceso hegemónico de nuestro contexto circundante—, quienes estamos involucradas e involucrados en esta cuestión de la creación sabemos que nos conviene trabajar desde la comunidad de sentido, pues es lo único que legitima nuestro trabajo. Más aún cuando la sociedad continúa siendo escéptica ante los polimorfismos, o se siente desolada ante un significado o forma no identificada. Si nos remitimos a la noción de conforme comprobamos que remite a aquella persona satisfecha, acorde con algo, pero también a una persona sumisa ante la adversidad o el contratiempo. De ahí, quizás, el recurso de Txomin Badiola hacia la mala forma, dándonos a entender que es la forma necesaria, la pertinente, y analizable desde sus efectos (2019, 71). Esta mala forma se sujeta en el espacio de los demás, asume y desarrolla contradicciones dentro de ella misma, para lo cual: «resulta necesario no evidenciar el principio de su acción; tampoco en dar salida, de manera más o menos transparente, a un contenido preestablecido». Ha de realizarse, a cambio, de una manera incompleta y fluctuante, «fuera de la comprensión pero con la posibilidad de ser experimentado más allá de lo que se pueda decir o de la literalidad material con la que se presente» (Badiola 2019, 70, 78). Es, concretamente, a partir de esta consciencia hacia el gesto polisémico dentro de la constelación moldeada por la forma, el discurso y la ideología cuando se nos posibilita introducirnos en el seductor desorden de lo uno y lo múltiple del señalamiento en el campo expandido (o situación dialéctica como le gustaba referirse a Robert Smithson), donde las estructuras no cesan de deshacerse y rehacerse, y nuevamente deshacerse y rehacerse para involucrarnos de lleno en la acción, en el proceso. Y, de ahí, al célebre concepto de rizoma de Guilles Deleuze y Félix Guattari (1972), cuyas nociones de alianza, ser-entre, movimiento transversal o tejido de la conjunción ‘y...y...y...’, que arrojan como resultado un todo que las supera, podrían ser relacionadas con el concepto de relativismo relativo propuesto por Donna Haraway (2016), para quien identificar un saber situado nos involucraría a nosotras y nosotros, que trabajamos desde la creación en arte, no solo en la cuestión pertinente de atender lo complejo, lo contradictorio, lo estructurante en lo que a la producción y transmisión de arte se refiere, sino también a preguntarnos cuál es su ubicación actual.
La transmisión en arte implica en este sentido interrogarse sobre lo que en realidad sabemos, cuando en realidad no existe aquello que llamamos saber. Una cosa puede existir por sí sola, pero el saber no, nos dice Jan Verwoert (2011, 13). Para que exista ha de encarnarse, ha de pasar necesariamente de un cuerpo a otro y, como leemos a Sócrates en El banquete (de Platón) el saber no reside en quien da (el amante), ni siquiera en quien recibe (el amado). Ni en uno ni en otro. Existe entre ambos, ya que no puede existir fuera de la relación establecida en el momento en que se transmite de uno al otro. Algo parecido recogemos del ego cum trazado por Jean-Luc Nancy (1979) en relación al pensamiento, quien nos indica que el pensar no se da como algo individual, cogito ergo sum (pienso luego existo), puesto que, si la esencia del ser supone una coexistencia, a su vez el pensamiento coexiste, se da entre uno y otro, cum (con) el otro. Lo que conlleva, asimismo, a que nos desvinculemos de la arrogancia del conocimiento asumiendo la responsabilidad de la ignorancia, como le gusta apuntar a Luis Camnitzer (citado en Pascual & Lanau 2018, 73).
El arte ha aprendido a transformarse desde esta vivencia y, a través de ella logra, como señala Chus Martínez (2018) hacernos más frágiles, pero también más hábiles y flexibles a la hora de imaginar otras formas de pensar y de poblar. Aquí es donde reside el pensamiento divergente, en las conexiones subjetivas y rizomáticas que tienen lugar en los procesos artísticos y que nos llevan a lugares que no son evidentes. Consiste, básicamente, en la puesta en relación de los vínculos y el cuidado de las relaciones, de las expectativas, de las indecisiones, de las decepciones, de los esfuerzos, de las responsabilidades respecto al otro y, obviamente, del cuidado de una misma y de uno mismo. Hemos aprendido también que el arte dota de una mayor profundidad sensible al contexto que nos rodea y, con ello, que el arte trabaja para el bien común atravesándose por una labor que necesariamente es íntima y personal, pero en absoluto egoísta y autorreferencial. Pues todo arte, por muy íntimo que sea, siempre termina siendo compartido. Es decir, termina siendo público. Este vínculo llega hasta la esencia de la creación, haciéndonos conscientes, asimismo, que crear es relacionar. Crear una serie de relaciones tales que hagan emerger algo que antes no existía. Dar cuenta de ese algo aún no presente no es más que tomar cierto objeto o realidad ya existente dentro de la cultura y devolvérsela transformada, desnaturalizada; el replay de Chris Marker (1994, 84): «¿Qué es lo que nos proponen los juegos de vídeo, qué dicen más de nuestro inconsciente que las obras completas de Lacan? Ni dinero ni gloria: una nueva partida». Puede parecer sencillo, pero es difícil y delicado al mismo tiempo, ya que envuelve la transformación de lo contingente en presente desde una alteración de nuestro propio discurso y, en especial, de nuestras presunciones. Y sin esta correspondencia no se pueden desmentir las realidades que han ocupado previamente el lugar del objeto con el que se está trabajando. Ni tampoco dar sentido desde donde no lo hay.
Si el arte no puede ser reducido a un significado externo, a un sistema previsible y cerrado en sí mismo, haciendo uso de las palabras de Claude Lévi-Strauss, deberíamos de jugar sin seguridad, arreglándonos para ello con lo que tenemos1. Pues el juego seguro se limita no más que a la sustitución de piezas dadas y existentes; presentes ([1964] 2014, 55-59). En una línea similar, Giorgio Agamben (1970) mira al arte y nos recuerda la importancia de un proceso trabajado entre el cálculo y el juego, entre orden y desorden evitando, al respecto, un conocimiento fundamentado en el consenso. Este modo de hacer no queda resuelto con el mero agregado de los diferentes, sino que la forma debe de sujetar cierto ritmo, cierto movimiento contrapuesto que lo convierte en estructura. Para lo cual resulta imprescindible que cada elemento del conjunto funcione en relación o dependiendo del resto (Agamben [1970] 2005, 161). Con ese juego no seguro se da cabida al error, a que podamos equivocarnos sin que por ello nos recriminemos. Se entrega también a la indeterminación, a entrever su concepción y, por medio de tanteos, nos procura cierta alteración en la comparación banal de su forma habitual. Decía Roland Barthes de sí mismo que, cuando escribía, el primer discurso que se le ocurría era banal y solo luchando contra esta banalidad original podía, poco a poco, escribir aquello que vendría a ser una banalidad corregida (Barthes citado en Verón 1999, 27). Para él, la banalidad es el discurso sin cuerpo2. No ocurre nada.
Al tomar la decisión de enseñar arte se deduce que se participa en el deseo colectivo de producir conocimiento, aprender entre todas y todos, cuestionar un saber supuestamente preexistente y, para mí lo más revelador, acoger desde la cercanía y la humildad a las diversas existencias que se están construyendo. Frederick Kiesler señalaba al respecto: «Cualquier problema, grande o pequeño requiere una gran humildad: permitirle contar lo que quiere, en lugar de decirle al problema cómo debe ser resuelto. Se desarrollará a partir de su propio concepto interior, que debe ser escuchado y comprendido» (Kiesler 1951, 94). Es decir, al igual que en cualquier proceso en creación, en su transmisión en el aula no ha de haber lugar para imponer la materialización de cierta idea o voluntad; de ir buscando algo concreto, naturalizado, dentro del sistema de conocimiento legítimo y representable. Acordar un programa cerrado donde instituir cómo dirigiremos nuestras clases desde el inicio del curso hasta su final, no sólo resulta contraproducente, sino que también implica una relación insincera hacia las bases que conforman la esencia del arte y, por tanto, del conocimiento. Al contrario, cuando en la base del aprendizaje está indagar en lo que no sabemos, en atrapar incertidumbres o en intentar trabajar desde formas y lenguajes más próximos a lo complejo, se supone que hay que procurar que la sensibilidad de cada estudiante no sea exclusivamente reactiva, sino alteradora ante un simulacro táctico consensuado. Para lo cual se poseen únicamente tanteos, rodeos, intuiciones y ejemplos que intentarán favorecer el desarrollo de unas estrategias o herramientas propias en cada singular. Y, como en cualquier proceso implicado con la creación, estas herramientas han de ser continuamente reinventadas y, a menudo, improvisadas, tanto por el estudiante como por la docente. De otro modo, no se producirán probablemente las posibilidades y los procesos dinámicos que relativizan muchas de las cuestiones que a día de hoy las tenemos asumidas. Acorde con lo expuesto, María Acaso propone que, de las secuencias cortas, no conectadas entre sí, se pase al proceso como paradigma: «Mientras que la lógica del fragmento no nos permite descansar, enredada como está en sus dinámicas capitalistas, el proceso nos permite equivocarnos, avanzar, regresar, tomarnos unas vacaciones para, desde el vacío opuesto a las páginas saturadas, poder continuar con el trayecto de las preguntas» (Acaso & Megías 2017, 145).
Si en el aula, además, nos acogemos a la diferencia y a la autonomía de un proceso singular, se pueden establecer relaciones no competitivas, donde cada una de nosotras, nosotros, puede ser quien es sin necesidad de responder a requerimientos externos, aunque sí a exigencias propias del saber específico del arte. Lo que potencia el aprender a diferenciar cuándo se está respondiendo a una misma, a uno mismo, y cuándo se trabaja por un objetivo que le es ajeno. Lo que fomenta asimismo el acceso a la intimidad de una técnica autónoma y propia para el manejo con la realidad, no únicamente desde las virtudes de cada una de nosotras y de nosotros, sino también desde las vulnerabilidades o flaquezas con las que también nos componemos. Esta manera de abordar la docencia demanda ensayar formas de vida alejadas de lo que Marina Garcés (2019) describe como cultura 'delegativa'. Es decir, evitando que deleguemos en otros para que piensen y decidan por nosotras, por nosotros, lo que produce, al mismo tiempo, una cultura que nos convierte en clientes de aquellos a los que hemos delegado decisiones y posiciones. Para lo cual, resulta imprescindible que el conocimiento que surja de esta experiencia se oponga al conocimiento importado, que es aquel que ha sido generado por quienes tienen el poder para que los estudiantes lo incorporen. También resulta imprescindible para que pueda darse el conocimiento producido a través de la experiencia y no sólo una experiencia personal. En definitiva, si queremos tentar otras maneras de habitar, de vivir en un lugar, se ha de solicitar en su transmisión coherencia con las propias bases que la fundaron, es decir, que se encaminen hacia la honestidad de lo verosímil; sentidos en espera que se convierten, por su misma indefinición, en preámbulo o epílogo de lo que podemos entender como ambigüedad. De ahí la necesidad de una educación desordenada.