Resumen: Para abordar la noción de transmisión del saber específico del arte se ha optado aquí por analizar una suerte de diálogo estético entre dos escultores pertenecientes a distintas generaciones: Jorge Oteiza y Ángel Bados. El diálogo estético que se mantuvo entre estos dos artistas tomó distintas formas pero en el presente artículo se aborda concretamente el estudio que Bados realizó sobre el llamado ‘Laboratorio experimental’ de Jorge Oteiza. Este estudio tuvo tres formas de darse públicamente: una conferencia, un libro y una exposición que la Fundación Museo Jorge Oteiza encargó a Bados. Tomando como eje el 'Laboratorio experimental, se tratarán aquí cuestiones también de índole general relativas a la complejidad de la transmisión del saber específico del arte y su relación con la creación.
Palabras clave: TRANSMISIÓN, SABER ESPECÍFICO DEL ARTE, BADOS, ÁNGEL (1945-), OTEIZA, JORGE (1908-2003), LABORATORIO EXPERIMENTAL (2008).
Abstract: In order to approach the notion of transmission of the specific knowledge of art, we have chosen here to analyze a sort of aesthetic dialogue between two sculptors belonging to different generations: Jorge Oteiza and Ángel Bados. The aesthetic dialogue that took place between these two artists took different forms, but this article deals specifically with the study that Bados carried out on Jorge Oteiza's so-called ‘Experimental laboratory’. This study took three public forms: a lecture, a book and an exhibition that the Jorge Oteiza Museum Foundation commissioned Bados to carry out. Taking the 'Experimental laboratory' as an axis, questions of a general nature will also be dealt with here, related to the complexity of the transmission of the specific knowledge of art and its relationship with creation.
Keywords: TRANSMISSION, SPECIFIC KNOWLEDGE OF ART, BADOS, ÁNGEL (1945-), OTEIZA, JORGE (1908-2003), LABORATORIO EXPERIMENTAL (2008).
Plegar el tiempo, un diálogo estético en torno al saber específico del arte
Folding time, an aesthetic dialogue on the specific knowing of art
Recepción: 27 Septiembre 2024
Aprobación: 13 Noviembre 2024
La noción de transmisión es compleja, tanto como la creación misma. Podríamos tratarla aquí de modo abstracto, o ayudarnos de un caso específico que, sin embargo, no debería interpretarse como modélico o ejemplarizante. Nos serviremos de él como forma de bordear la cuestión, ya que en sí misma resulta imposible de atrapar; se escabulle al intentar definir el qué de una operación de transmisión, o al procurar distinguir sus semejanzas y diferencias respecto de la creación misma.
Podemos acercarnos a un modo de entender la transmisión considerándolo una suerte de diálogo estético que tiene como eje la creación, y cuyos interlocutores pueden ser coetáneos o hallarse alejados en el tiempo y el espacio. El caso que aquí se atenderá es un diálogo estético entre dos creadores —dos escultores— pertenecientes a distintas generaciones: el gipuzkoano Jorge Oteiza (Orio, 1908-Donostia, 2003) y el navarro Ángel Bados (Olazagutia, 1945). Un diálogo que alcanza el estatuto de transmisión no sólo porque ambos artistas se sienten 'afectados' por la existencia del otro, mediando la representación en ello, sino por las formas destiladas de ese encuentro que, en forma oral, escrita o expositiva, alcanzan públicamente a terceros. 'Afección' que trasciende el carácter de influencia sobre el propio hacer artístico al apuntar hacia un ámbito-otro: una enseñanza en la que se ven interpelados otros sujetos.
La radicalidad de las diferencias (ideológicas, culturales, epocales...) nos coloca ante una pregunta que aquí se intuye como crucial, a saber: si consideramos que la mayoría de los aspectos fundamentales relativos al saber específico del arte son, efectivamente, variables en tanto conocimiento situado1, ¿acaso no pueden advertirse igualmente algunos otros invariables? De hecho, puede que aquí se esté dando la razón por la cual un artista como Oteiza sintiera a finales de la década de 1930 una identificación —estética— con la escultura indígena de los Andes (perteneciente a otro lugar, tiempo y cultura desconocida para el escultor) (Oteiza 1952). Esta identificación no se centraba en las formas, ni siquiera en la función, diríamos, cultural, de esas manifestaciones, sino que ahondaba en el «impulso creador» que las llevó a cabo, lo cual sentó las bases para transmitir a otros su concepción —tardomoderna— del arte y al mismo tiempo redefinir su propósito en escultura. Quizá se encuentren aquí algunas de las claves que rodean la noción de transmisión, no tanto por lo que se transmite, sino por aquello que la transmisión misma dispone a hacer.
En el caso de Oteiza y Bados reconoceríamos identificaciones mutuas2, incluso la voluntad por una transmisión que, como tal, ha interpelado y continúa interpelando a terceros en sus modos de entender y hacer arte. Entre aquellas formas destiladas señalaríamos, por su envergadura, el estudio3 de las obras pertenecientes al llamado 'Laboratorio experimental' de Oteiza que Bados lleva a cabo para su posterior exposición en la Fundación Museo Jorge Oteiza (FMJO), institución que alberga el legado del escultor oriotarra.
El laboratorio está formado por series de pequeñas piezas de distintos materiales (escayola, tiza, chapas…) para posteriores realizaciones en escultura. Bados lleva a cabo la tarea de estudiar —desde el saber del arte— este proceso de trabajo oculto y resguardado de lo público, constatando algo ‘inexplicable’ y ‘prodigioso’4 que, si bien cuestiona la narración discursiva sobre el carácter experimental que Oteiza elaboró sobre sí mismo como escultor, da cuenta del gran artista que fue.
Las reflexiones estéticas que Oteiza desarrollaba y escribía en paralelo a su práctica escultórica fueron profusas y publicadas a lo largo de décadas. Así mismo, los temas de sus escritos fueron diversos, pero los más vinculados a su tarea de escultor tratan aspectos técnicos (aquellos relativos a la propia operación) en creación y el destino histórico del arte. Muchos de estos escritos se produjeron a partir de reconocimientos, identificaciones y rectificaciones respecto de otros artistas, precursores y coetáneos, manifestando así públicamente el sentido histórico de su labor creadora a través de esta suerte de diálogo estético desde el cual habría pretendido identificar lo invariable en la creación a través del tiempo.
Como artista tardomoderno, Oteiza sabe de los éxitos y fracasos de las llamadas primeras vanguardias, y tipifica la práctica del arte como «escuela política de tomas de conciencia»; un medio para la construcción de la subjetividad, diríamos en términos más actuales. La radicalidad de su posición alcanza mayor grado hacia el final de la década de 1950 y principios de la siguiente al afirmar que concluye experimentalmente con la escultura, lo cual, a su juicio, equivaldría a una nueva subjetividad para la vida y tarea con los demás. Para Oteiza todo proceso artístico ha de completar una serie de fases experimentales teniendo necesariamente que concluir (al modo hegeliano), ya que tal ‘escuela’ es únicamente un medio de preparación de la sensibilidad para la verdadera tarea del artista, a saber, pasar a la ciudad y a la vida con el fin de transformar las estructuras de su cultura mediante la aplicación del saber específico del arte en colaboración con otras disciplinas como la arquitectura, el urbanismo o la educación a partir de lo que denominó ‘estéticas aplicadas; y también a través de una ‘estética existencial’ derivada de la práctica artística para el comportamiento convivencial5.
Por su parte, Bados, al igual que otros artistas de su generación, experimenta durante la década de 1970 una fuerte identificación6 con Oteiza, con la obra y los escritos, en el reconocimiento de la capacidad del arte como medio de transformación subjetiva. Pero dicha identificación no implicaba necesariamente aceptar todos los aspectos del ideario oteiciano (como la conclusión experimental propugnada por el escultor), ya que el nuevo paradigma posmoderno acarreaba con cuestiones culturales y epocales propias y distintas de una visión tardomoderna como la oteiciana. Efectivamente, en el caso concreto de su estudio sobre Oteiza, Bados no puede obviar que el oriotarra continuara con la práctica escultórica tras afirmar haberla abandonado a finales de la década de 1950; un hecho que todo conocedor de la trayectoria de Oteiza sabe y que el escultor navarro evidencia en la exposición por él mismo comisariada (Museo Oteiza) al mostrar las piezas de un 'segundo laboratorio' desarrollado veinte años después ante la posibilidad de proyectar algunas esculturas para el espacio público. Un regreso a la práctica escultórica que Bados localiza en 1968, año en el que se reanuda el proyecto de colaboración entre artistas y arquitectos vascos para la construcción de la basílica de Aránzazu; aunque, por otra parte, no puede haber sino regreso ya que, tal y como manifiesta el propio Bados, el artista jamás concluye lo que anhela.
Pero entre el ideario oteiciano manifestado en sus escritos y estas pequeñas piezas del 'Laboratorio experimental' Bados señala otros posibles desajustes que, precisamente, resultaron significativos en su trayectoria como artista. Durante la visita a la exposición resultó elocuente la gran atención con la que contempla un relieve de Oteiza por él mismo seleccionado para la muestra: «todo aquí demuestra que es un escultor nato, nada es rígido, cada gesto es vívido y espontáneo. El gran misterio es ¿por qué siendo así como escultor quiso ser el otro del Laboratorio experimental?». Una cuestión capital que nos emplaza ante la complejidad del deseo localizado entre la subjetividad propia de un sujeto y su compromiso ideológico hacia la realidad social y cultural a la que pertenece. A este respecto, habría de indicarse que no es únicamente la filiación experimental de Oteiza aquello que lo vincularía (en diferido) al constructivismo ruso, sino el deseo de transformación social y cultural —en su caso para el País Vasco—. Aunque el alcance de la cuestión planteada por Bados quizá sea aún mayor, y debiéramos considerar —al mismo tiempo— el proceso de revisión y construcción subjetiva que supone la práctica en arte.
Para poder llevar a cabo este estudio, Bados tuvo acceso a la trastienda de la cual el «gran idealista, el gran hacedor, no quería que se supiera. Y han ido apareciendo cosas muy hermosas». Asegura que fue necesario olvidarse del ideario oteiciano y dejarse llevar fundamentalmente por lo que en las piezas estaba escrito sobre la operación del escultor, por lo que sucedía en tiempo presente, y comprobó la gran tensión vital que las recorren: «hay algo que viene trazado, no dicho, sino trazado escultóricamente». Aunque pueda identificarse a Oteiza como compendio del formalismo moderno, lo que Bados constata es que en el escultor oriotarra el acontecimiento escultórico se produce precisamente por una narración o historia personal y sentimental que atraviesa su voluntad experimental. Una verificación ya intuida en la década de 1980 por Bados y otros compañeros artistas que supuso una de las claves fundamentales para el cuestionamiento y proyección de su propio hacer en el entonces nuevo paradigma posmoderno, donde aspectos ligados a lo subjetivo y lo biográfico retornaban con fuerza en el arte.
No obstante, habría que indicar que en las proposiciones elaboradas por Oteiza sobre la operación creadora en la década de 1940 ya quedaba manifiesta la posibilidad de tomar en consideración el tiempo subjetivo y los sentimientos del sujeto artista, identificados en aquel entonces como ‘factor vital’, el cual debería sintetizarse estéticamente con la forma —entendida como estructura, como ‘lo abstracto’— para obtener lo común a toda obra de arte, el ‘ser estético’. Sin embargo, y considerando que para Oteiza el arte no es un medio para ilustrar valores, sino para producirlos, la clave del ‘trazo’ indicada por Bados estará en cómo la operación 'técnica' hace manifestar materialmente la articulación de este factor vital respecto de la estructura con el fin de lograr que la obra no sea mera expresión de un yo individual, sino un suceso o acontecimiento que nos haga a todos cómplices del sentido último de la escultura.
En Oteiza, este modo de darse lo vital en la estructura tomó el significante operativo de la «desocupación espacial» que, tal y como Bados explica, regula todo el Laboratorio: en el uso de los «hiperboloides» —cuya forma horadada genera un espacio que se resuelve fuera de la obra misma, es decir, en aquellos que la contemplamos; o en las denominadas «cajas metafísicas» —vaciadas de sí mismas—, en las que la desocupación supondría el progresivo vaciamiento de la expresión en la obra. En términos oteicianos, supondría un despejar estéticamente la «razón vital» del yo para que pueda emerger la «razón existencial», garante de la identificación estética con los ‘otros’ al alcanzar —como operación de sentido en su límite— aquello que a todos nos sería propio: «el vacío es el símbolo», manifestado por Oteiza. Es aquí donde reconoceríamos con Bados la cuestión de lo político en arte, en lo identificado por el propio escultor como el «arte de siempre».
Tal sería la aventura de desvelar estéticamente los mecanismos de representación comprensores que conforman nuestro modo de ser cultural. En este sentido, podría parecer paradójico que la obra de arte, concebida como suceso que deconstruye todo significado cultural, pueda experimentarse como una experiencia de sentido. Quizá esta aparente paradoja no lo sea al considerar que la cultura —entendida como sistema de creencias y valores que constituyen una sociedad— se conforma de ficciones, narrativas e invenciones atravesadas de deseos y temores —propios y ajenos—, a las que indefectiblemente nos aferramos para dar un sentido a nuestras vidas, si bien no agotan la totalidad de nuestra experiencia.
Aunque todo sujeto necesita de tales ficciones culturales, desde esta perspectiva el arte no estaría al servicio de su ilustración o conversión plástica, sino que supondría una discontinuidad por la cual acontece aquel resto que la cultura no es capaz de asimilar, pero que la escultura alcanzaría simbólicamente a dar cuerpo. La interdependencia estructural, por tanto, no remitiría únicamente a la relación entre sujetos, sino a la vinculación de éstos con ese resto: la nada tras las representaciones culturales, de la cual tantas noticias nos ha dado la historia. Como ejemplo, y siguiendo la cita de Lacan referenciada por Bados en este libro, lo que «en sí no significa nada, pero que es portador de todo el orden de las significaciones». Quizá aquí se encuentren algunas de las invariables manifestadas en la transmisión llevada a cabo 'entre' Oteiza y Bados —y por ende a toda persona que se adentra en la destilación de este proceso—.
No obstante, la cultura siempre procuraría asimilar en su cadena significante todo suceso de discontinuidad, mediante una dotación a posteriori de significado aplicada a dicha experiencia —'indeterminada'— en creación. Si así fuera, podríamos tipificar lo real del arte como aquel resto inadmisible en este proceso de asimilación cultural; proceso que asimismo el artista ha llevado en muchas ocasiones a cabo, siendo el productor de narrativas sobre su propio hacer con el fin de otorgar un significado cultural a su práctica, trayectoria o relación con otros artistas y la sociedad, según la especificidad y requerimientos de su época7.
En este sentido, Oteiza ha sido considerado como un gran mitologizador en la construcción de un imaginario vasco contra la dictadura franquista española. Cuando el escultor afirma que el mito es proyección de arte hacia lo social parecería que aquel real del arte pudiera haber constituido el perfecto condimento 'indeterminado' para abonar una narrativa ideológica concreta, cualquiera que esta fuera. Pero si la producción de narrativas por parte del artista es capaz de movilizar voluntades en orden a transformar el statu quo cultural, habríamos de preguntarnos si la efectividad de tal movilización proviene de la experiencia artística o de la narración misma, quizá fortalecida en la especificidad 'real' y genuina del hecho artístico.
Oteiza se diferenciaba de otros artistas comprometidos en la cultura con su tajante afirmación de que la obra de arte no transforma el mundo sino al artista que, transformado por el arte, cambiará el mundo. Así, la batalla por la cultura habría de librarse en términos estrictamente culturales. Sin embargo, este fuerte compromiso del artista con el arte y con la cultura no lograría evitar, de nuevo, ciertos desajustes con su ideario: los ya indicados, como la supuesta conclusión en escultura o el carácter experimental frente a un proceder escultórico altamente vitalista. Pero también sus manifiestos respecto al comportamiento de la obra de arte en el espacio de la ciudad, o la constatación de aquellas «estéticas existenciales» que, si bien eran explicadas por el escultor como el resultado de la transformación subjetiva mediante la práctica del arte para la vida con los demás, no evitaron ciertos comportamientos cuestionados y cuestionables por parte del escultor.
Pero en las batallas libradas en la cultura la elaboración de narrativas y el uso del discurso tienen un papel fundamental. Tan justamente criticado por los artistas cuando se construye como único legitimador cultural de la obra de arte, el discurso puede, al mismo tiempo, ser empleado por los propios artistas para escribir la historia, su historia, aunque fuera la del silencio o la desaparición. Sin embargo, en el completo derecho de constituir dicha historia, y en nombre de la igualmente legítima y necesaria posición ideológica para garantizar que lo propio del arte pueda acontecer, el artista se enfrenta al riesgo de someter la realidad a su deseo. «Esta realidad no existe, no existe… […] La realidad es la que impongamos nosotros» (Rementería 2017). De igual modo, toda operación artística corre el riesgo de lo absoluto desde el momento en el que, como Bados señala, su estructura -siempre insatisfecha- no concite al ‘otro’ conviviente que limite el imaginario del artista.
Aunque habríamos de considerar igualmente que, en ocasiones, las narraciones culturales generadas por los artistas pueden llegar a ser parte o resultado de una operación reflexiva articulada con la propia práctica que, en forma de hiato o toma de perspectiva, ayudaría en el cuestionamiento y redefinición de su posición respecto a su propio hacer y a la cultura a la que se pertenece. Incluso, más allá, el 'discurso' podría tornar técnicamente en 'escritura', y es así que todos podemos hacer uso de ella y habla de y por todos nosotros; algo que Bados y otros muchos valoramos en varios escritos de Oteiza.
Por tanto, ¿qué es lo que se transforma en esa «escuela política de tomas de conciencia» que es la creación? ¿qué ámbito de la subjetividad cambia? Quizá lo transformado no remita a ningún valor cultural determinado, ni al comportamiento con los demás —cuestión que habría de tratarse en términos propiamente morales sin que ese «con los demás» suponga una abstracción imaginaria—, sino a cierta inclinación por la cual nos situamos con un pie dentro de la casa y otro fuera en la 'intemperie'. Así, el arte podría identificarse como una práctica de reposicionamiento constante frente al sometimiento derivado de la violencia simbólica inherente a la imposición de significados culturales determinados, sean cuales fueren. Y, podríamos ir concluyendo, esta sería una cualidad que también podríamos adscribir a la transmisión misma, entendida así como práctica, como un hacer que transita la incertidumbre al cuestionar productivamente su propio proceder.
«Oteiza quiere tener razón modernamente de la manera a como se ha comportado el arte de siempre y ese ha sido para mí el gran descubrimiento de Oteiza, lo que verdaderamente he aprendido con él más allá del sometimiento a su propio discurso». Se traslada cierto afecto en el modo en como Bados, al señalar las dificultades del idealismo de Oteiza, muestra su verdad de escultor: cuando el arte se manifiesta como 'real', los discursos, significados y convenciones culturales que a su alrededor siempre se erigirán quedarían atravesados. Quizá esta sea una de las tareas propias de la transmisión del saber específico del arte, manifestar técnicamente en estos diálogos estéticos las invariables hermosamente alcanzadas a lo largo del tiempo tras los velos culturales que penosamente disponemos para poder existir.