Resumen: El objetivo principal del artículo pretende valorar las tareas y problemas de transmitir el arte, inmersos en los sistemas de enseñanza superior universitaria. Se aborda el reto ante el cual nos ubicamos para poder determinar la transmisión de las artes plásticas como campo de conocimiento autónomo y diferenciado, aunque interconectado; en interactuación constante con disciplinas y áreas del saber científico, técnico o humanístico. Estructuralmente, el texto se construye mediante cuatro ‘estadios’ entrelazados, siguiendo el corpus central una metodología argumentativa que indaga en los métodos re-transmisores, la recurrencia de las imágenes y de las palabras, así como la ‘transmisión de objetivos’ justificada por una operación estética sensible que alimenta las formas de hacer material para la creación en arte. Los resultados, no siempre concluyentes, abundan en la transmisión de dichas finalidades.
Palabras clave: ARTE, CREACIÓN, MATERIALIDAD, ENSEÑANZA, TRANSMISIÓN.
Abstract: The main objective of the article is to assess the tasks and problems of transmitting art, immersed in higher teaching systems. It addresses the challenge we face in order to determine the transmission of the plastic arts as an autonomous and differentiated field of knowledge, although interconnected; in constant interaction with disciplines and areas of scientific, technical or humanistic knowledge. Structurally, the text is constructed through four intertwined 'stages', following the central corpus an argumentative methodology that investigates the re-transmitting methods, the recurrence of images and words, as well as the 'transmission of objectives' justified by a sensitive aesthetic operation that feeds the ways of making material for the creation of art. The results, not always conclusive, abound in the transmission of these purposes.
Keywords: ART, CREATION, MATERIALITY, TEACHING, TRANSMISSION.
Crear, enseñar, transmitir el arte; desde su saber específico y su praxis
Create, teach, transmit art; from their specific knowledge and praxis
Recepción: 11 Septiembre 2024
Aprobación: 12 Noviembre 2024
[…] Intento estar atenta a lo que ellos traen y proponen, a lo que efectivamente hacen y no tanto a lo que pretenden [los/as estudiantes]. June Crespo en conversación con Susana González (2020)
En esta época de industrialización del deseo, lo que nos define y, tal vez, lo único que nos une con las otras culturas a pesar de las diferencias es que somos consumidores, tenemos incluso derechos y hasta oficinas que nos defienden. Juan Pérez (2022)
El texto que aquí comienza no es un ensayo para ‘tratar’ de enseñar el arte. De ser así, a lo mejor se ‘trataría’ de abarcar lo intratable, enseñar lo inefable. Trata, en todo caso, de tareas y problemas de transmitir el arte (en el sistema de educación superior). De transmisiones y (de) leves resistencias. De aspectos estéticos y formales más allá (o más acá) del esteticismo y del formalismo. La forma sin formalismo debe existir e incluso reclamarse, al igual que la funcionalidad (simbólica) sin función (aparente). Aquello que no se muestra ni se describe, pero se presenta, se señala. Ante las respuestas a lo cual se ubica el rol de las facultades (de arte) en la transmisión de las artes plásticas.
Llamamos ‘texto’ al artículo que aquí nace dado que «escribir es siempre un combate en el que faltan palabras, y las que tengo, de las que me acuerdo, incluso las prestadas, es un esfuerzo enlazarlas» (Pérez 2022, 25). Escribir nos conecta con la ‘cultura’, hecho que a veces nos puede resultar hasta ‘incómodo’, pero ineludible. “El artista Carl André tiene una frase que descubrí después de todas mis cavilaciones y que resume muy bien lo que hablo: «arte es lo que hacemos y cultura es lo que nos hacen». La vida, la educación y la cultura es eso, lo que nos hacen, y así nos vamos convirtiendo en lo que seremos» (ibíd.). Es así como la ‘educación’ nos ‘enseña’, nos ‘instruye’, nos ‘hace-en-la-cultura’. La clave sería, entonces, poder apostar por una ‘transmisión’ que nos ‘muestre’, nos ‘señale’, nos ‘construya’ a espuertas de nuestra ‘mirada’ cultural, no necesariamente textual ni tampoco siempre discursiva. Audaz pero silente, contundente.
Las artes plásticas desde sus reverberaciones eminentemente visuales (sin descartar vías de canalización alternativas) proponen hipótesis para la ‘intelección del mundo’; lo cual constituye a todas luces, un conocimiento específico, si parafraseamos a José Vicente Martín (2003). Quien, además de lo mencionado, aprecia algún grado de ‘complejo de inferioridad’ ante la —de nuevo aparente— supremacía (o preeminencia) de formulaciones teóricas más acordes con las disciplinas humanísticas cuyos derroteros sustentan en mayor medida el énfasis de las palabras. Entonces —de nuevo—, sería pertinente una “interpretación que llamara la atención sobre lo que, de propio y esencial tiene el arte y que entendería la teoría como necesariamente [subrayado nuestro] instrumentalizada hacia la práctica y hacia la reflexión” (Martín 2003, 5).
Cuando hacemos o estudiamos arte, no exploramos una capa decorativa en la superficie de una compleja máquina; hacemos o estudiamos la causalidad. La dimensión estética es la dimensión causal. […] Lo estético no es un accesorio decorativo de los objetos; tampoco es una agencia de citas que se encargaría de acercarlos, puesto que ellos están siempre ya ontológicamente separados. Timothy Morton ([2013] 2020, 26)
De un lado, sería pretencioso comenzar reconociendo que las personas dedicadas a la enseñanza (del arte) en facultades universitarias (de bellas artes) y escuelas superiores de artes (plásticas) nos hallamos casi continuamente en los bordes intersticiales, o si se prefiere, no siempre en el centro sino en las aristas de un triángulo mental conformado por un aspecto de claro componente simbólico —la querencia y el deseo de ser cada vez mejores profesores/as, docentes, enseñantes… transmisores/as; un rol de orden simbólico— muy terciado por los resortes ideales/imaginarios —idea que nos hacemos de nosotros/as mismo/as como ‘hacedores/as’, creadores/as… ‘artistas'— y sobradamente remarcado por circunstancias reales que subrayan nuestras propias (in)capacidades, (in)certitudes, dudas y notables dificultades descubiertas en ‘nuestro’ ‘quehacer’ diario.
Del otro lado, no sería justo olvidar la estructuración simple y básica recurrentemente achacada a las funcionalidades universitarias primarias, fundamentadas en el clásico motor trifásico de la docencia, la investigación y la gestión (las dos primeras de importancia desigual según momentos temporales e idiosincrasias administrativas, gubernamentales, legislativas… pero en todo caso intercambiables: docencia e investigación y viceversa). A lo cual, en los últimos lustros, se ha sumado con inusitada fuerza la transferencia del conocimiento a la sociedad, convirtiéndose de triángulo a cuadrado la susodicha ‘figura mental’ geométrica ‘esbozada’ en el párrafo precedente.
La artista y profesora Natalia Vegas en su tesis doctoral de 2016 espeta una diatriba: «ninguna tesis doctoral te prepara ni te enseña a enfrentarte a las aulas, ninguna investigación observa la realidad de un mundo en el que tu herramienta será la voz, el cuerpo, la improvisación, mucho más allá de un saber previo en las materias a abordar». A saber, «el ser experto en un determinado campo no te salva para las relaciones de transmisión de ese saber» (Vegas 2016, 49). Se advierte, como decíamos, de una especie de ‘juego’ pero ‘altamente cambiante’ en el que, independientemente de la condición ‘salvífica’ se desconocen en buena medida las ‘reglas’ e incluso su existencia. En alusión a Borges, la autora revela así «la consciencia de la transmisión […] misma como material de enseñanza y no tanto de lo transmitido» (ibíd.). Escenario hasta cierto punto improvisado en el cual conectamos a veces con la necesaria proyección que en los sucesivos planes de estudios encuentra el ‘intento de transmisión’ como ‘rastro ineludible’ que transita por los vericuetos y que se encadenaría sucesivamente, transformándose en el tiempo, además de los ‘ejercicios de invalidación’ de muchas inercias, prerrogativas, incidencias marcadamente trastocadas por preconcepciones erróneas o cuestionables acerca del proceso de enseñanza-aprendizaje del propio arte y como no, del ingente repertorio de imágenes ‘envolventes’, susceptibles de releer, reactualizar y reconsiderar o matizar.
Se desprende así un valor de transmisión que no puede rehuir la incertidumbre y el riesgo constante, pero plasmada como oportunidad transformadora sobre aquello que asoma, precisamente, cuando el control de los procesos creativos no es en exceso férreo. En este sentido, aprehender la transmisión es flujo contenido más que expresión. Interpela a impregnaciones en el tiempo donde (varias o algunas) generaciones pueden re-conocerse mutuamente. El epígrafe capicúa al que alude este sub-apartado preludia la búsqueda de unos ‘objetivos de transmisión’ con su apego a la ‘materialidad’ del arte (productora y conservadora de sensaciones que únicamente así son sostenidas); la cual difiere de las ‘propiedades matéricas’ o simplemente materiales. Creación auspiciada por la triangulación: ‘operación estética sensible’ que ‘levanta’ y por consiguiente pone en pie una ‘objetualidad’ percibida —casi únicamente— en su materialidad. La ‘transmisión’ de los susodichos ‘objetivos’, por el contrario, se realiza textualmente, por medio del alfabeto, a falta de poder transmitir algo de lo ‘an-alfabético’.
De hecho, José Bergamín, al albur de su obra ya madura, escribió un pasaje que tituló «La decadencia del analfabetismo» (1974). En él, el maestro consagrado sobre todo a las letras, precisamente, recordaba citando a Goethe el ‘pensamiento imaginativo’ que la poesía tenía la capacidad de generar en imágenes, lo cual sucede ‘imaginativamente’; a saber, un pensar anterior o precedente al pensamiento que cristaliza en lo ‘vocalizado’.
Contexto en el cual, Bergamín ponía en solfa el ‘monopolio literal’ inaceptable, ese conglomerado-sopa ‘letrado’ y ‘literario’ de la cultura (otra vez). Según se desprendía de la palabra escrita del maestro, «hay una cultura literal» mientras que existe «otra cultura espiritual. […] La primera es la que persigue al analfabetismo; su enemiga» (1974, 35). Así expresado, Bergamín atribuía al ‘orden alfabético’ un ordenamiento ‘falso’, susceptible de «mayor desorden espiritual», pleno de ‘vocabularios literales’ y diccionarios «más o menos enciclopédicos» a los que la «cultura literal trata de reducir el universo» (ibíd.). Pasaje en el que sobrevuela la idea de la ‘regla’ manifestada a través de ese ‘orden’ atribuido o impuesto por la ‘letra’, la ‘cultura literal’, el alfabeto de la palabra grafiada que ‘persigue’, de algún modo, a ese otro ‘an-alfabetismo’ que no se referiría tanto a una carencia o ignorancia básica sino a la supremacía absoluta del ‘alfabeto’. Dos décadas después, el cineasta Godard daba cuenta de la propia ‘cultura’ como tal ‘regla’ que pretende y además preludia la desaparición o sometimiento de la excepción no-reglamentada, sostenida por el arte.
El monopolio literal de la cultura ha desordenado las cosas desorganizando las palabras, que son también cosas y no letras; y que por ser cosas (cosas de ideas o ideas de cosas, cosas de razón o cosas de juego) son realidad racional pura y poética, realidad verdaderamente espiritual, o analfabeta. De esta realidad era de la que dijo Hegel que se desorganizaba cuando se desordenaba lógicamente el pensamiento; que no es lo mismo el pretendido estado de orden literal que el orden lógico, puesto que el orden lógico, como diría el propio Hegel, es una actividad espiritual, no literal (Bergamín 1974, 36).
Tal como se observa, el párrafo ‘bergaminiano’ ahonda en el ‘orden’ de las ‘cosas’ a las cuales proporciona posicionamiento y compostura, aunque a veces también la impostura de unas ‘reglas letradas’ que ‘literaturizaron’ la cultura, llegando a encontrar las letras «hasta en la sopa» (Bergamín 1974, 37). Lo cual aborta igualmente a la poesía, cuando ésta se ‘estiliza literaturizándose’ y a su vez ‘esterilizándose’, como ‘poesía destilada’ que más bien pertenecería a la ‘regla’ de la ‘letra’ que a la ‘cultura espiritual’ añorada, esa suerte de ‘orden an-alfabético’ mucho más escorado y predispuesto hacia la ‘esencia’ y ‘potencia popular’1. Así para el autor, «la decadencia del analfabetismo es, sencillamente, la decadencia de la poesía» (ibíd., 50), decayendo la ‘fe poética’ cuando ésta se ‘alfabetiza’ y se vuelve, se transforma en ‘cultura’:
El orden alfabético internacional de la cultura, que nació con los enciclopedistas […] ha llegado, en la lógica y natural consecuencia, a convertir para nosotros la representación total del mundo, el universo, en un Diccionario General Enciclopédico, ordenado, como es natural, alfabéticamente. Es una alfabetización general progresiva de la cultura que ha actuado sobre la vida humana como una paralización general progresiva del pensamiento. El analfabetismo […] es el sentido y la razón profunda de una cultura popular del espíritu que se niega a morir alfabetizada, esterilizada por la aplicación paralizadora y sistemática de la letra muerta. La letra mata al espíritu (Bergamín 1974, 51-52).
Similar, cuanto menos, a cuando la ‘cultura’ como ‘regla’ instituida ‘mata’ al arte como excepción instituyente en Godard Je vous salue, Sarajevo (1993).
La transmisión de un saber ‘sin nombre definido’ como llamaba la doctora Vegas (2016), anteriormente citada, conduce también a pensar que, tal como asevera Renzo Cantarelli (2024, 1) «en el arte […] las emociones no pueden expresarse con nuestras palabras, […] los colores y las formas rechazan la lógica de nuestras palabras. […] En el arte, las emociones no tienen letras del alfabeto capaces de expresarlas». Esta ‘carencia de alfabeto’ nos ubica, salvando las lógicas distancias, ante algo extrañamente parejo al ‘an-alfabetismo’ bergaminiano, en términos de la pérdida / salvaguarda de un/os saber/es que no son fácilmente ‘reglamentados’ (mismamente ‘alfabetizados’). Podría acaso nombrarse con el término ambiguo de ‘culturizados’, cuando la experiencia humana (no agotada en la cultura) penetra en vericuetos de compromisos histórico / ideológicos decurrentes en el devenir de la educación/enseñanza artística. A lo que Cantarelli añade su identificación de las obras de arte con lo bello (pensamiento poético), lo sublime (pensamiento filosófico) así como con el rango vagamente perfilado del ‘gusto’ (‘decoratividad’ o pensamiento material). Esto último, desconocemos exactamente si es equiparable a la «capa decorativa superficial» de Timothy Morton ([2013] 2020, 26), la que no es explorada cuando se ‘hace’ o se ‘estudia’ (arte). El ‘hacer’ toma partido con la materialidad del arte (aquello que se manifiesta en su materialidad, pero no por ello ha de ser necesariamente material, en cuanto ‘materialidad intangible’).
Los propios ‘materiales’ con los que se maneja el arte, mediante sus particulares características, nos ubican en ocasiones sobre el quicio de lindes que, descartando las idealizaciones, nos retro-traen a la (única) posibilidad de lo tangible. Lo cual no es óbice para que los procesos de creación nos impidan acceder a mundos difíciles de imaginar, cuya existencia se atisba por los umbrales a los cuales se accede con el despliegue de una praxis que apenas es susceptible de transmisión, en el mejor de los casos, si existe una posibilidad remota de recepción en una onda de vibración semejante a la que se produce la transmisión, sea esta síncrona o asíncrona. Dar encuentro a ambos flujos es, acertar con el canal transmisor sea este tangible o intangible, sin lugar a dudas inter-mediado por el proceso creativo. Y luego en efecto, puede que el receptor no se encuentre indispensablemente aludido por la ‘responsabilidad de la coautoría’, aunque sí con el ejercicio de la creación y con los procesos que indefectiblemente y de modo directo, remiten al ‘hacer en arte’ como ejercitación e indagación, como método y ejemplo de transmisión; como estudio para el reconocimiento de la naturaleza de las cosas, de los materiales, para poder no solo dominar sino intensificar sus cualidades en la operación artística y su interactuación significativa en pos de la sensibilidad estética.
Tal vez el método ‘transmisor’ ha de consistir en abrir canales para poder apropiarse e interiorizar aquello que no es del todo posible (de) ‘enseñar’. Cuando la enseñanza superior se convierte en una mera producción intensa en la que no se insuflan aires reflexivos, deviene una especie de ‘logos maquínico’, investido de ‘jerarquías militares’ y procedimientos empresariales —la competitividad camuflada con tintes de ‘calidad’ y ‘excelencia’ como categorías sobrevenidas— independientemente de la ‘competencia’ en el ‘saber hacer’ para poder insertar fieles trabajadores/as en el mercado global. Junto a ello, el alumnado o estudiantado penetra en una carrera de puntos (créditos a cumplir, ciclos, títulos… ‘galones’) personalizada y afianzadora de la tendencia postmoderna, la cual afecta a los espacios para la transmisión del arte. Urgiría, por ello, una desidentificación del mundo del arte y su correlato con el mundo del mercado, ese «divino mercado como el principio mismo del vínculo social que decía Michel Foucault» (Pérez 2022, 31), para quien ‘hacer’ y escribir de arte era harto distinto.
Fuera de los ámbitos de enseñanza reglada, la situación puede inclusive empeorar y vislumbrarse más dramática. La experta en mediación, programación y práctica cinematográfica Leire San Martín, como ejemplo, en una conversación con Ula Iruretagoiena para la revista Aldiri (2016) mantenía una opinión rigurosamente crítica hacia aquellos espacios que programan actividades artístico-culturales, de las cuales podrían emerger claves en la transmisión del pensamiento estético y que se circunscriben a entidades público-privadas u organismos como los museos o galerías de arte. Esta autora, sin embargo, constata que estos centros se prestan a una suerte de ‘explicaciones’ del arte para su consumo generalizado, diseminando unas ‘verdades’ que se vuelven hegemónicas y constructoras de certidumbres. Servicios (avanzados) ofrecidos por estas entidades con un carácter pretendidamente ‘re-transmisor’ relamido que de costumbre es engullido a la manera de ‘fast food’ a duras penas comestible, que proporciona una ‘glotonería’ ligera y facilona para las obras expuestas; sin esfuerzo, sin estrujamiento del intelecto y con los contenidos procesados (masticados) por otras personas. Los juicios de valor se encuentran así ‘tele-dirigidos’ en una práctica ‘educativa’ muy expandida, con lecturas divergentes además de recurrentes. Instituciones en las cuales el papel de quien ‘educa’ o ‘enseña’ lo hace desde condiciones precarias o al menos descafeinadas, ante lo cual se defiende sin ambages el objetivo sociopolítico de las pedagogías críticas en favor de la fuerza renovadora y transformadora del arte. Desvinculadas de las actividades para el ‘entretenimiento’ y de los ‘talleres infantiles’, estos espacios pueden suscitar una educación realmente emancipadora que trascienda la pasividad del ver hacia el contemplar sensiblemente y estéticamente, en un empeño (no apaño discursivo) de creación de la mirada (creadora) que dialoga con la obra, siempre susceptible de interpretación a posteriori; esfera que denota un entendimiento ‘político’ del arte en su sentido amplio-amplificado (San Martín 2016).
No voy contra la forma, sino contra la forma como fin en sí mismo. […] La forma como fin acaba en mero formalismo […] Lo informal no es peor que lo sobreformal. Lo primero no es nada; lo último, solo apariencia. Mies van der Rohe (1969)
Conjuntamente con las fases y facetas gráficas-evolutivas desde la infancia hasta la pubertad o el inicio de la adolescencia, en la infancia lo constructivo se afianza al lado del dibujo. Así los juegos de construcción, además del acto de trazar, abocetar, esgrafiar, dibujar… adquieren un sentido desarrollador de importancia sobresaliente. Lo cual ya lo pusieron en valor las pedagogías finiseculares e inter-seculares hacia el principio del siglo XX. La enseñanza, e inclusive cierta forma de ‘transmisión’, puede que se consigan en el suceso del juego más o menos normativizado, donde los componentes de las piezas (de los juguetes) se analizan, se comprenden, se modifican e incluso se invierten. No solo se aproximan los/as niños/as al entendimiento de los procesos, sino a los parámetros que descubren las relaciones e inter-acciones entre las partes y el todo (Abajo 2016). En ese instante, el adulto puede/debe afrontar el reto de tornar la mirada hacia un mundo de posibilidades infinito al cual no se encuentra acostumbrado. El supuesto ‘reflejo’ de estas pautas en la enseñanza reglada (voluntaria o involuntariamente) se observa más o menos aceptable o eficaz en su proceder e influencia, cuando el docente trata de ejercer la mediación o coordinación entre los conocimientos a obtener y los medios para alcanzarlos, al abrigo de unas metodologías cada vez más escoradas hacia la mediación informativa, la cooperación o colaboración grupal en las búsquedas, los procesos y los resultados, y en unas (no) tomas de posturas que conlleven hacia otras metas teleológicamente establecidas. No sería tanto, por así decirlo, el paradigma del «maestro ignorante» de Rancière (1987), sino el enseñante ‘cautelosamente accionante’ que dirige y alinea con sigilo lo más significante.
Este tipo de proceder fue acrecentándose e impregnando las estructuras de educación superior a raíz de los acuerdos de Bolonia explayados en otros tratados, conferencias y documentos semejantes, y también por la asunción de métodos intercalados entre los cooperativos y los aprendizajes basados en problemas, casos o proyectos (PBL), además de otras modalidades. Las universidades e instituciones afines han ido adoptando las tradiciones novedosas que abogan por la centralidad del estudiantado, así como la adecuación de una educación ‘integral’ teledirigida hacia las necesidades sociales y productivas. Para la consecución del sujeto pensante, activo y crítico, sin embargo, urge primeramente reconocer la crisis de los (viejos) modelos desengrasados que para muchos/as aún perduran (transferencia de los saberes, de quien es poseedor a quien los desconoce), hasta admitir que, a tenor de que cualquier acción/conducta es educativa, «se habrá de elaborar profundamente la mirada, para comprender aquello que nos rodea y devolver a la sociedad lo necesario por medio de distintas estrategias». Lo más relevante para este autor: «nuestro trabajo se ha de encontrar más allá de consideraciones formales o lingüísticas […] superadas las fases discusivas acerca de los cánones clásicos disciplinares» (Muniategiandikoetxea 2016, 17).
De facto, el sistema educativo precisaría un cambio profundo de aparcamiento definitivo de los modos provenientes del siglo XIX. «No será sencillo intentar determinar algo que es indeterminado, dar forma a algo que todavía se encuentra influenciado por el mundo de las ideas. A lo mejor la propia idea no tenga tanta importancia, sino los intersticios entre las diferentes ideas, y en la elaboración de tales límites se hallará la clave de la evolución» (Muniategiandikoetxea 2016, 18). Antes bien, resulta obvio que en el intento de transmisión del arte siempre se ha contado con señalar problemas (estéticos) traducidos en la materialidad y proporcionar sendas, surcos, tanto intelectuales como materiales, para solucionarlos o cuanto menos mirarlos de otro modo, mediante aplicaciones continuamente prácticas de las técnicas artísticas y procedimientos ensayados. Desde esta perspectiva es de donde defendemos que nuestra acción transmisora como docentes y acompañantes en el proceso de creación ha sido metodológicamente activa y además significativa, sostenida por unas necesidades programáticas y espaciales (sobre todo en escultura), que ha conllevado tomas de conciencia entre el acervo heredado, las posturas contemporáneas y el contexto espacio-temporal, si bien la compenetración entre las diferentes materias visualizadas en asignaturas no siempre haya promovido la suficiente plasticidad en cuanto a visión unificada curricular y competente, en el día a día de las facultades de arte, por ejemplo.
La 'Declaración de La Sorbona' (Declaración para la armonización del diseño del sistema de educación superior europeo) en el que participaron representaciones de Francia, Alemania, Italia y Reino Unido se produjo en primavera de 19982, dentro del incipiente estatus de la ‘Europa de los conocimientos’, con el empeño de consolidar y desarrollar dimensiones intelectuales, culturales, sociales y técnicas de la población. Se considera al estudiantado capaz de acceder al entorno académico en ‘cualquier instante’ de su vida profesional, con especial énfasis en realizar estudios de carácter multidisciplinar.
La declaración conjunta de los ministros europeos de educación reunidos en Bolonia un año después (1999), asienta las bases para el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES). Seguidora de la anterior Declaración de La Sorbona, a cuyos principios se adhiere, incluye ya otros países y buen número de compromisos, con la tarea de crear un espacio europeo de enseñanza superior como ‘medio privilegiado’ a la hora de fomentar el desarrollo ‘global’ de ‘nuestro continente’, la movilidad y la ‘empleabilidad’ de la ciudadanía, con mayor apegado ‘productivista’ que ‘humanista’. Las instituciones de enseñanza superior juegan un papel de protagonismo en esa construcción, según la Magna Charta Universitatum que ya provenía de una década antes (1988), en los albores de estas iniciativas. Se reafirma la independencia y autonomía (relativas) de las universidades, sobre todo, lo cual garantiza que los sistemas superiores de enseñanza (y de investigación) puedan adaptarse a las nuevas necesidades, a las expectativas sociales y a la ‘evolución’ de los conocimientos científicos (tecno-ciencia y positivismo).
En este sentido, Eusebio Cadenas (2007) nos encomienda a pensar que estos procesos ‘convergentes’ tienen más en común con aquello que Habermas sentenciaría ‘racionalidad instrumental’, perseguidora de la eficacia utilitaria y que relega la ‘racionalidad dialógica’. El ‘tipo’ de ciudadanía que se pretende tutelar en su paso por instituciones de educación superior se inscribe en «una respuesta sorprendente y preocupante: se pretende un ciudadano que resulte oportuno para el mercado laboral español/europeo (empleabilidad)» (Cadenas 2007, 152). Así estas instituciones (universitarias), prescinden al menos parcialmente, de su abolengo intelectual, reflexivo y crítico en pos del ‘empirismo’ y de la eficacia capacitadora. Al hilo, se produce un ‘giro categorial’ desde conceptos como ‘enseñanza’ a cierta supremacía conceptual del ‘aprendizaje’, un cambio de énfasis que centra los esfuerzos en el ‘aprendizaje’ con la primacía del segundo término del binomio ‘enseñanza-aprendizaje’. Antes bien, ‘aprender y desaprender’ son funciones de ‘mentes estructuradas’ y dispuestas. «La docencia universitaria debe estar vinculada a un proceso de transformación multidimensional que le permita al estudiante contar con un conjunto de atributos personales (conocimientos, habilidades, destrezas, actitudes, valores y disposiciones)» (ibíd., 153). Forzando, de alguna manera, la idea de ‘obsolescencia’ de la enseñanza calificada de ‘convencional’, los nuevos roles de la docencia se transfieren desde el/la ‘experto/a de contenido’ hacia la labor ‘guiadora’ y ‘facilitadora’ de recursos, resolución de dudas y provisión de orientaciones-explicaciones, además de la ‘moderación’ en los momentos de dirimir actividades grupales (presenciales o virtuales), ‘control de procesos’ al analizar (críticamente) las experiencias formativas y evaluador/a de resultados e impactos. Listado en el que la ‘transmisión’ más o menos directa no se cita, no se nombra (al menos con esa denominación) y por tanto no se contempla.
La andadura iniciada al final del siglo XX, tienen su continuidad al comienzo del XXI con la resolución del Parlamento Europeo sobre las universidades y la enseñanza superior en el espacio europeo del conocimiento, producida en 2001. Resolución que asumía tanto la Carta Magna de 1988 como las declaraciones de La Sorbona (1998) y de Bolonia (1999), así como las conclusiones de la Convención de las Instituciones Europeas de Enseñanza Superior que se celebró en Salamanca, los primeros meses de 2001. Aparte de los múltiples aspectos recogidos, en aquello que típicamente nos concierne, acerca de los ‘estudios artísticos’ se afirmaba que «sería conveniente diseñar un modelo de estudios de nivel superior flexible, capaz de acoger, en el ámbito universitario, la formación artística que basa sus cursos fundamentalmente en la práctica, el ejercicio de la profesión y el mérito» (González Zorrilla et al. 2007, 214). En esta línea, además de apelar a la ‘transferencia’ del conocimiento al sistema productivo:
[...] pide a la Comisión y a los Estados miembros que apoyen la creación de una universidad europea de la cultura, consagrada a las disciplinas artísticas, literarias y filosóficas, así como a las ciencias de la comunicación, a fin de contribuir a la creación de un espacio europeo de investigación para dichas disciplinas y de responder a la exigencia de diálogo intercultural con las demás regiones del mundo (González Zorrilla et al. 2007, 215).
También en 2001, se produce la Declaración de Praga, Hacia el área de educación superior europea, la cual corrobora las decisiones adoptadas en Salamanca poco tiempo antes y de la Convención de Estudiantes Europeos reunida en Göteborg ese mismo año. Los/as ministros/as europeos/as del ramo, deciden dar continuidad a los principales objetivos como la estructura de dos-tres ciclos universitarios, el sistema de creditaje europeo (European Credit Transfer System-ECTS), la promoción de la movilidad y la cooperación para las garantías de calidad (compatibilidad de calificaciones, convalidación de estudios, definir la enseñanza como servicio público y como ‘principio’ de la ‘tradición’ europea, intercambios transnacionales, marcos de trabajo común, etc.) en la educación superior. Su continuidad en 2003 toma cuerpo en el Comunicado de Berlín, Educación superior europea, donde prevalecen los valores académicos para la cooperación internacional y la movilidad. Se toman en consideración, igualmente, encuentros intermedios habidos tanto en Lisboa (2000) como en Barcelona (2002), y se reafirma el compromiso de proseguir en la senda interpuesta con el horizonte colocado en 2010. Los ministerios de más una treintena de países acogieron el compromiso de pautar las implantaciones del sistema hacia 2005, tomando nota de las aportaciones realizadas por organismos como la Asociación de Universidades Europeas (EUA), la Asociación Europea de Instituciones de Educación Superior (EURASHE) y la Unión Nacional de Estudiantes de Europa (ESIB). Así, la educación superior europea y la investigación configuran ambos pilares de la ‘sociedad basada en el conocimiento’, para lo cual se considera necesario añadir e impulsar un tercer ciclo (doctorado) apoyado en la interdisciplinaridad, movilidad y calidad para el ‘estímulo’ de la ‘excelencia’. La revisión de las metas próximas se estimaba para el año 2005 en la Conferencia de la ciudad de Bergen (Noruega), bajo el parámetro de que la universidad en cada instante determina la sociedad dos décadas después. Las mismas que han pasado desde entonces hasta (casi) 2025, encrucijada en la que estamos.
En otoño de 2010, fecha coincidente con el trecho de maduración del espacio europeo educativo arriba identificado con las siglas 'EEES', los nuevos planes de estudios, etc., la Secretaría General de Universidades y el Instituto de Arte Contemporáneo en el Estado español sellaron un convenio al objeto de fomentar modelos de excelencia que integrasen aspectos vinculados a la sensibilidad artística a nivel interdisciplinar, desde el reconocimiento de la experiencia artística avaladora de unos saberes / conocimientos ‘imprescindibles’ para ese modelo ‘excelente’, integrador y cooperativo a instalar en las universidades. Ámbito en el que se dibujaba de nuevo un entrecruzamiento disciplinar arte-ciencia-tecnología, antesala para ese espacio estratégico en la educación superior reglamentada, demandado (supuestamente) por la sociedad y el ‘mercado’.
La argumentación nacida de esta inspiración, defendía que, aun perteneciendo a la cultura, la experiencia del arte (y su tradición moderna) insertaban singularidades en los panoramas socioculturales. Lo cual se ha (re)conocido a lo largo de la historia de las culturas, como ‘condensación simbólica’ de unas singularidades inscritas en la experiencia sensible intensificada. «En su elaboración, los artistas han desplegado el máximo conocimiento técnico, sin prescindir de la transmisión de significaciones sociales y de singularidades emocionales y perceptivas». Dado que «el arte no es un saber inmediato, directo de la realidad: se produce saber de otros saberes […]. La sensibilidad de artista se desarrolla inmersa en las tesituras, las convicciones y las incertidumbres de los conocimientos de la época» (Moraza & Cuesta 2010, 6).
Este ‘legado’ singular y ‘condensado’ puede ser el ‘caldo de cultivo’ para poner en valor tres tipos de ‘trans-misión’; a saber, 1) transmisión de la memoria cultural y simbólica como saber humano determinado por las formas de sentir y pensar, sus técnicas y aspiraciones, 2) re-presentación de la dimensión patrimonial culturalmente ‘apreciada’ y 3) singularidad del arte como afirmación de subjetividades, deseos, puesta en crisis y revitalización de las significaciones socioculturales. De lo cual se deduce o se reclama, así mismo, una capacidad innata de integración del campo de las humanidades donde se ubicaban las artes con los campos tecno-científicos, tecnológicos y filosóficos, transformando estructuralmente métodos / modelos de pensamiento e investigación. Nos preguntamos, eso sí, por las inercias de estos mensaje y afirmaciones y sus (a priori no deseadas) consecuencias en la ‘utilización’ de las humanidades (y las artes) de manera no muy distante a los ‘condimentos’ que epidérmicamente embellecen más que condimentan, como cuando el arte es utilizado para ilustrar un crecimiento ‘amebario’3 de organismos unicelulares o cualquier otro fenómeno experimental-técnico-teórico.
Obviamente, se diferencia entre aquel ‘conocimiento’ (inteligible) que desarrolla la ‘noción de ciencia’ y la ‘experiencia sensible’, que es donde se identifica el arte, con su capacidad de articulación y de síntesis; de ahí la ‘interdisciplinaridad’ no tanto por la inclusión de diversas modalidades sino por la puesta en marcha de operaciones cognitivas en la encrucijada disciplinar. «La experiencia plástica establece modelos de ‘aprendizaje por descubrimiento’ que resultan cruciales en diferentes entornos y niveles de formación» (Moraza & Cuesta 2010, 7). Se atisban así ‘objetivos culturales’ civilizatorios y de ‘estilos de comportamiento’, aparte de objetivos más ‘personales’ relacionados con actos cognitivos conexos en la captación de experiencias complejas, transgresión y continuidad o transformación cultual ‘inevitable’, donde la creatividad puede ser entendida como invención o ‘innovación’. La ‘doble contribución’ hacia el futuro —como ‘vector innovador’— y hacia el pasado —como ‘vector cultural’— sostienen el ‘objeto’ que (a veces) condensa un ‘valor patrimonial’ mientras que conjuga los saberes técnicos y las consideraciones de orden mayormente simbólico. El saber del arte no ofrece «una hipótesis sobre la verdad de las representaciones, sino una mirada condicionada, implicada; no afirma ‘así es el mundo’, sino más bien ‘alguien lo ha contemplado así’ […] en la indagación del abismo de la percepción y el conocimiento humano» (ibíd., 9). En este mismo sendero, al arte como transformador de la percepción y configurador de singularidades (inter)-subjetivas, le resulta apremiante una transmisión intersubjetiva que abarque sistemas de aprendizaje integrales como anclaje de los susodichos saberes y conocimientos definidos en la eficiencia de la operación técnica inter-compartida. Así desde la universidad y sus ‘facultades’, deben nutrirse las experiencias más allá de reduccionismos funcionalistas, como bien en sí mismo, con capacitación simbólica de cara al establecimiento de contenidos ‘didácticos’ y competencias ‘inducidas’, determinadas por ‘condensación de transferencias’ (a ello se asocia la dimensión patrimonial del arte para Moraza y Cuesta).
En atención a estas circunstancias, los autores del documento programático elaborado por la Secretaría General de Universidades perteneciente al Ministerio de Educación, fundamentaron el modelo ARS (art, research, society) con propuestas de actuación (indicadores y acciones) que se sumergían en la apelación al sabœr del arte:
El reconocimiento del arte como un campo de sabœr implica el reconocimiento del carácter experimental de la carrera de Bellas Artes, en todos sus niveles, pero también el reconocimiento de las fortalezas del sistema del arte —museos, galerías, artistas contemporáneos— como agentes para la configuración de los modelos de excelencia (Moraza & Cuesta 2010, 15).
Lo cual implicaba una complejidad metodológica en la asimilación no excluyente de cuestiones sensoriales, emocionales, conceptuales e ideológicos y su transmisión. Acompañada de la radicalidad de un ‘hábito deconstructivo’ y de una ‘tradición moderna iconoclasta’, así como la ‘hondura’ en el reconocimiento de los sustratos culturales e imaginarios subyacentes en las categorías artísticas y modelos científicos.
Los polos de la creación, la educación y la transmisión (condensadora de valores) concebían así una especie de triangulación (de nuevo) para un modo ‘singular’ de conocimiento de ‘mundos inexplorados’ y rutas ‘no-anticipadas’, en espacios de ‘convergencia’ con apertura sincrética, donde no deban persistir ‘preeminencias’ disciplinares. Ahí encontramos el triángulo inicial inter-dimensional (cultural, patrimonial, cognitiva), muy atentos a la «capacidad integradora del arte para ofrecer perspectivas globales, no cerradas en versiones disciplinares o presupuestos ideológicos particulares, y a la enseñanza artística como inter-disciplina educativa, por los recursos perceptivos, emocionales y conceptuales que pueden brindar una educación ciudadana integral [sensible, emocional, simbólica, patrimonial]» (Moraza & Cuesta 2010, 5).
En todo caso, los intentos de enlazar la administrativamente reclamada ‘excelencia’, con la enseñanza del arte, suelen tener su encadenamiento con desarrollos tecnológicos e inclusive tecno-científicos enfocados desde diversas disciplinas más o menos afines. Para la profesora Andrea Rubio, algunos de los «mayores avances de innovación educativa respecto a la educación artística, van totalmente dirigidos a utilizar las artes como metodología de aprendizaje de otras materias olvidando el valor de los contenidos específicos propios del arte» (2018, 69). Lo cual no dista de parecer una especie de ‘sucedáneo’ correspondiente con el ‘ilustrativo’ ‘crecimiento amebario’ que decíamos.
Para esta misma autora, sin embargo, «una metodología artística de enseñanza es una estrategia pedagógica que utiliza las formas del pensamiento de las artes», de modo que «provocamos situaciones en las que la estética es la base estructural de la experiencia. […] Si pretendemos enseñar-aprender arte a través del arte, sin perder su esencia, y buscando generar a la vez un conocimiento consciente, hemos de ajustar los procesos pedagógicos a los procesos artísticos» (Rubio 2018, 69). Palabras a las que la autora añade cómo las susodichas metodologías «son un enfoque del proceso de enseñanza y aprendizaje del arte que utiliza medios artísticos y estéticos de forma explícita, […] no por el hecho de incorporar elementos artísticos y/o estéticos en una parte del proceso desde un planteamiento estético y artístico» (ibíd., 70-71). Método que realmente, provoca un aprendizaje activo que se sostiene en la experiencia. A lo cual se asocia un repertorio de ‘metodologías’ (sobre todo, aquellas que tienen su denominación común en el vocablo anglosajón arts-based…), las que han conseguido poner en valor la propia experiencia estética como origen del aprendizaje artístico. Consecuentemente, es importante subrayar que «el objetivo último de estas estrategias no es que aprendan sobre el artista, si no [sic] que aprendan arte [como la cita de June Crespo al inicio del artículo]. El objetivo de la educación artística [no es mejorar] su concentración, su creatividad o una larga lista de ‘consecuencias’ que derivan del arte» (ibíd., 72-73), pero sí que el sujeto del aprendizaje sea el arte.
Sin olvidar en ningún instante que «todo programa educativo de arte que lo utilice como instrumento con el que alcanzar otros fines en primer lugar, está adulterando la experiencia artística, y de alguna forma está robando […] lo que el arte puede ofrecerle» (Eisner 1995, 7). Unido a lo cual, la autora (A. Rubio) defiende que procesos tanto de creación como de análisis en el aprendizaje (del arte) no debieran disgregarse, a sabiendas de que «los aprendizajes generados a partir de la experiencia estética se impregnan de los procesos creativos y las creaciones resultantes» (Rubio 2018, 78).
El propio Eisner (2004) proponía la integración de una contextualización histórica quizás cercana a la educación artística basada en disciplinas (DBAE), devenida desde décadas atrás, lo que después se complementaría con una triangulación para la construcción del conocimiento en el arte, el cual llegaría acompañado de la parte productiva, crítica y estética; además de la consabida contextualización (histórica), el «quehacer artístico» y la «apreciación artística» a los que alude Amparo Alonso-Sanz (2024). Esta autora se refiere a la «pedagogía del error», aquella que «se fundamenta en una corrección continua por parte de quien enseña, en vigilancia de la evolución del aprendizaje» (2024, 159), tradición que deriva desde la enseñanza academicista y ante la cual se han promovido otras estrategias con mayor o menor éxito. En nuestros días, nos ha correspondido, de hecho, lidiar con un cúmulo de procedimientos casi idénticos en sus métodos de aplicación práctica (esto es, en sus mecanismos de funcionamiento como ‘ejercicios’ cada vez menos ‘novedosos’ de implementación en aula) que se formulan con nombres propios como aprendizaje basado en casos, problemas o proyectos (ABP-PBL), aprendizaje cooperativo, aprendizajes basados en las TIC (tecnologías de información y comunicación), aprendizaje in situ, aprendizaje servicio, etc. Metodologías que para la autora (Alonso-Sanz) han mejorado parcialmente el aprendizaje colaborativo.
El aprendizaje basado en proyectos, por ejemplo, «resuelve un problema globalizado investigando colaborativamente» y «cede el protagonismo del aprendizaje competencial al alumnado» (Alonso-Sanz 2024, 159). Los trabajos definidos por objetivos y fases, incrementan igualmente el aprendizaje colaborativo autónomo. La autora que citamos realiza un estudio de observación directa en el que, asiste como trabajo de campo sobre el terreno a múltiples sesiones de diversos docentes en instituciones universitarias de educación artística superior (facultades de bellas artes) durante unos períodos temporales determinados al inicio de la década de 2020 y es sintomático a la vez de interesante constatar que, con una frecuencia alta, se encuentra ante métodos que se rigen por la actualización del enfoque academicista junto con el aprendizaje adaptativo o personalizado, sintonizando con métodos más expositivo-explicativos y expositivo-demostrativos, además del aprendizaje autónomo. en muy pocos casos ha documentado, como ejemplo, el aprendizaje basado en la investigación o el propio aprendizaje basado en proyectos, la ‘clase invertida’ puesta de ‘moda’ durante los años de la pandemia covid19, el ‘aprendizaje activo’ o los métodos de carácter más inductivo.
Sí se han identificado, por el contrario, y en buena medida, métodos expositivos conceptuales o analíticos, el aprendizaje individual (casi como variante del aprendizaje autónomo), mientras sigue presente la ‘pedagogía del error’ (Alonso-Sanz 2014, 161-162 [tabla]). Partiendo de ahí la autora aborda breves explicaciones de cada método o recurso de los identificados en la tabla, coincidiendo con ella en que «la ejecución de cada lección para cualquier área de conocimiento es una combinación de métodos en una misma sesión» (ibid., 164). Especialmente cercano a nosotros, sería:
En el área de escultura existe una combinación entre el método expositivo y el conceptual, enfocado también a un aprendizaje adaptativo, autónomo, activo. Igualmente se basa en la pedagogía del error, pero procura determinar con claridad no solo tareas y fases, sino las normas que eviten accidentes o riesgos para la salud. […] Existen métodos que exclusiva o mayormente se utilizan en las clases prácticas, como la enseñanza recíproca, el aprendizaje basado en la experiencia o la pedagogía del error. Mientras que a las sesiones teóricas corresponde […] la clase magistral (Alonso-Sanz 2024, 165).
Dentro del altamente promocionado aprendizaje cooperativo, a modo ejemplar, «no se consideran todas las ocasiones en las que el alumnado colabora o ayuda a sus pares, que son actitudes muy comunes en todas las materias y cursos» (Alonso-Sanz 2024, 164), mientras que a veces ni siquiera en los métodos predispuestos para ello (ABP-PBL) se alcanzan ambientes verdaderamente colaborativos. Otro ejemplo discutible puede ser el estudio de caso, donde no es extraño que el ‘caso de estudio’ sea el mismo ‘docente-artista’ que imparte la materia o asignatura. El/la docente (como artista e incluso investigador/a) que aborda las temáticas y problemáticas presentadas en las sesiones, incorpora muestras de su propia creación (o investigación) artística para profundización, por lo que puede convertirse en referente de los/as estudiantes. Se desaprovechan oportunidades que brindan las estrategias vinculadas a la creación en el arte contemporáneo y su enseñanza (y/o ‘transmisión’), valorizando los procesos de trabajo sobre los resultados finales; lo cual se produce en climas de aprendizaje grupal en comunidad con intercambios más o menos fluidos y espontáneos, vertiente que para la autora podría ser compatible con el aprendizaje servicio4, lo cual tiene conexiones con aspectos comunitarios pero también, más colateral o tangencialmente, con asuntos como la integración educativa de los objetivos de desarrollo sostenible (ODS).
Hay que reunir una gran ceguera histórica para convertir a nuestros ciudadanos en meros productores retribuidos en función del empleo solicitado desde el universo empresarial de corte neoliberal. Eusebio Cadenas (2007)
Los estatutos de una universidad pública como la del País Vasco, UPV/EHU5, en su artículo 4, exponen de manera preclara que son finalidades de la Universidad la ‘creación’, la ‘crítica’ y la ‘transmisión del saber’, utilizando esas mismas nociones con un rango holístico en cuanto a las disciplinas ajenas, próximas o afines al arte, siendo además para nosotros, las tres, específicas de las artes plásticas. Nos podemos preguntar, así mismo, qué sucede o ha sucedido (está sucediendo) a partir del comienzo de la segunda década del siglo XXI. Se han puesto en marcha acciones en el marco de la Unión Europea, como es el caso del proyecto Europe engage: Developing a culture of civic engagement through service-learning within higher education in Europe6, el cual se basa en la conceptualización del aprendizaje-servicio como un enfoque pedagógico que integra y desarrolla el compromiso cívico en la educación superior.
Métodos como este que solamente hemos aludido, pueden en algunos instantes ejercer ese liderazgo desde las estructuras de la enseñanza superior artística cuando, por ejemplo, se realizan acciones prácticas imbricadas en espacios, entornos o ambientes caracterizados por situaciones socio-comunitarias concretas y trabajando con ellas, al objeto de suscitar interrogantes y reflexiones críticas producidas, promocionadas y propagadas con intervenciones propuestas-organizadas desde el arte ¿y la academia?
Tal como en algún momento predijo Von Foerster, las (infra)estructuras educacionales ‘maquinizadas’ y ‘trivializadas’ tienen una responsabilidad tremenda, hasta el punto en que muchos de sus mecanismos de funcionamiento, se encuentran ‘ideados’ para poder realizar ‘comprobaciones’ y valorar si los ‘avances’ y ‘progresos’ se llevan a cabo ‘adecuadamente’, por medio de cauces ‘aceptables’ y ‘aceptados’. Una evolución entrecomillas ‘perfecta’ sería indicativo de una ‘trivialización’ óptima. La racionalidad lógica, además de facilitar los procesos procura clasificaciones y selecciones, aumentando el ejercicio del poder en la educación. Ante lo cual, una ‘razón estética’ podría atisbarse significativamente transformadora en cuanto a la recuperación del ‘instinto creativo’ que nos permite, en consecuencia, auto-construirnos ¿y transmitir?
Las soluciones plásticas se van así agregando y superponiendo en la ‘generación’ de los diversificados ‘modelos’ que a la postre, constituirán innovación creadora y también transmisora hacia la enseñanza del arte, en el caso de la docencia específica, hasta que se produzcan estados analíticos más o menos conscientes de los propios modelos sin que los ‘objetos producidos’ penetren en las ‘penumbras’ del simulacro, donde la imitación de su apariencia se ‘hace’ más real que la realidad bajo un poder de seducción que ‘hace’ deseable al ‘objeto’ análogo. Tampoco la seriación por doquier sería plausible, cuando se convierte en una ‘máquina’ de elaboración-re-elaboración de propuestas con la finalidad de cubrir demandas externas al acto primario de creación.
Una ‘traducción’ plástica pertinaz será necesaria como factor de ‘ofrecimiento’ y apertura cuando se logra una elección adecuada de aquello en lo que se ha estado trabajando (o formando, intentando ‘enseñar’) en una operación de transmisión de las bases fundamentales que estructuran la capacidad creadora (lo cual podemos preguntarnos, inclusive, si es factible o posible), aun en vía de toda una estela de temporalidades, a lo largo de centurias e incluso milenios de transmisiones, tradiciones e innovaciones.
La repetición de algunos modelos de cariz singular conforma, así mismo, la raigambre y labor creadora de un/a hacedor/a de arte que a su vez puede ser docente, de manera que en las formas de transmisión subyacen las formas de plasmar los recursos que utiliza en la operación de resolución artística, dentro de su técnica, sintaxis y procedimientos. Estos ‘modelos’ que podrían denominarse, ‘estilísticos’ con cierta generosidad, no son conclusivos sino cambiantes, haciendo gala de una variedad resolutiva que permite identificar algo de ‘eso’ que determinaría el ‘estilo’ a lo largo del tiempo y su ‘avance’ o transformación, lo cual puede condicionar trayectorias artísticas y docentes. Entre dichos recursos, claramente, se encontrarían los conceptuales en cuanto a planteamientos más o menos ‘teóricos’ que redundan en las puestas en valor, pero también en los cuestionamientos, y los recursos más formales debidos a la materialización de las operaciones estéticas y sus soportes, además de sus categorizaciones formales, escalares, topológico-espaciales y compositivas.
‘A fuerza de repetir’ es una expresión utilizada en entornos educativos que en ocasiones (en el mejor de los casos, situaciones ya afortunadamente pretéritas), habremos escuchado ‘repetir’ hasta la saciedad. Sin embargo, este recurso con variaciones, es utilizado con asiduidad para redefinir, remarcar, re-señalar y recalcar aspectos que han de concebirse envueltos en las tentativas de transmisión. Lo reiterado, si acaso, es en este contexto la ejercitación y la materialización, así como su adecuación a un(os) espacio(s) cuando muchos de sus significados (significaciones) vienen acompañadas de las estructuras míticas y de los elementos arquetípicos de las culturas, descubriendo unos valores en cada cultura, dados por las estructuras lingüísticas que condicionan y orientan, según los ‘lugares comunes’ expresados desde hace décadas por Sapir y Whorf. Si recordamos a Juan Pérez (2022, 31): «empecé diciendo que nosotros hacemos arte y que cultura es lo que nos hacen. El problema, la paradoja, la perversión de todo esto es que el arte que hacemos termina convirtiéndose también en la cultura que nos hacen y que nos hacemos». También en cuanto a las referencias acuñadas, no siempre se acentúan por su singularidad o ejemplaridad; puesto que tampoco se ha de ‘hacer’ visible o transparente todo a cuanto se vaya a recurrir, siendo suficientes la ‘experiencia práctica’ y algo así como la ‘intuición escultórica’.
No deseamos cerrar esta reflexión textual sin ‘escuchar’ la máxima de Eduardo Chillida: «No vale gran cosa lo que se puede enseñar». A tenor de estas circunstancias, «Chillida desconfiaba de la posibilidad de un arte que se pudiera transmitir, por eso nunca tuvo discípulos. Confiaba más en los caminos por los que te conduce la filosofía, la poesía o la pura observación. 'Lo que vale es lo que tú tienes que aprender'. De hecho, solo una vez en su vida accedió a dar clases y fue en la Universidad de Harvard para un grupo reducido. Al final, no puso notas, invitó a los estudiantes a calificarse a sí mismos. Muchos se autosuspendieron» (Moyano 2024, 76-77). Ahí es nada; lo escrito perdura.