Artículos
Recepción: 31 Marzo 2022
Aprobación: 19 Mayo 2022
DOI: https://doi.org/10.14409/ar.v12i22.11186
Resumen: Este artículo propone una arqueología de hechos que construyen la integración de lo maquínico con lo humano, de lo productivo con lo social, y de lo ficcional con lo tecnopolítico, al mismo tiempo que describe algunas líneas de pensamiento que, concatenadas, apuntan hacia un escenario de evolución de la integración entre la acción humana y la inteligencia artificial como epítome de la evolución maquínica en la Cuarta Revolución Industrial.
Palabras clave: Cuarta Revolución Industrial, Antropoceno, máquina, convergencia, inteligencia artificial.
Abstract: This article proposes an archeology of facts that build the integration of the machinic with the human, the productive with the social, and the fictional with the techno–political, at the same time that it describes some lines of thought that, concatenated, point towards a scenario of evolution of the integration between human action and artificial intelligence, as the epitome of machinic evolution in the Fourth Industrial Revolution.
Keywords: Fourth industrial revolution, Anthropocene, machine, convergence, artificial intelligence.
«I was born in Year Zero of the Singularity, when the first man Uploaded into a machine. The Pope denounced the “Digital Adam”; the digerati celebrated; and everyone else struggled to make sense of the new world».
Ken Liu. Fragmento de Staying behind
1. Antropoceno y Revolución Industrial
La adopción de lo digital en la arquitectura responde a las lógicas inherentes al cambio de paradigma que se produce al dejar atrás la arquitectura de la industrialización para ser sustituida por la arquitectura de la información. No obstante, esto responde también a la mutación del pensamiento proyectual, que abandona paulatinamente su estructura pensada desde parámetros mecánicos para adoptar nuevas lógicas digitales y algorítmicas.
La Revolución Industrial constituye un hito económico, social y tecnológico, que ocurrió en Gran Bretaña durante el transcurso del siglo XVIII y parte del XIX. Sobre su naturaleza, puede destacarse fundamentalmente el pasaje de una economía de base rural a una economía urbana, industrializada, y con un fuerte ascenso del mecanicismo en los procesos productivos. Por primera vez en siglos, la renta per cápita aumentó en forma notable, la producción se multiplicó, y los tiempos de producción se redujeron. Siglos de trabajo enteramente manual, de herramientas rústicas y de tracción a sangre (humana y animal) fueron obturados por el corsé del progreso: la máquina comenzó a tomar el mando.
La industria textil inició una fase de desarrollo acelerado a raíz del surgimiento de los telares mecánicos, los sistemas de mecanizado del tejido y la nueva estructura de transporte derivada de la máquina de vapor y el combustible fósil aplicada al traslado materias primas y productos.
Lovelock (2018), el autor de la hipótesis Gaia, sostiene que fue este período el que dio inicio al Antropoceno. La máquina de vapor diseñada por Newcomen en 1712, antecesora de la máquina de Watt, estableció en buena medida el origen del incremento de la productividad y del pasaje de una economía artesanal a una economía de corte industrial. La clave, según el mismo autor, estuvo en el impulso dado por las fuerzas del mercado. La idea de la máquina de vapor de Newcomen per se no hubiera tenido eco, o por lo menos no hubiera asegurado su éxito, y su desarrollo si no hubiera estado acompañado de una alta rentabilidad. Frente al valor del trabajo humano y de la fuerza animal, la máquina de Newcomen se posicionó como una alternativa más económica, más eficaz y, por ende, también mucho más rentable.
El término «Revolución Industrial» resulta sumamente apropiado para definir esta época. Es un término preciso, pues hablar de revolución implica poner de relieve un verdadero sismo social cuyo resultado fue un aumento considerable y simultáneo del bienestar y de la pobreza. Bienestar, pues las máquinas comenzaron a producir en mayor cantidad y mejor calidad que la producción artesanal, incrementando el acceso a más y mejores bienes de consumo. Y pobreza porque muchos trabajadores que antes podían alimentarse y alimentar a sus familias con lo obtenido por su trabajo manual, pasaron a integrar el ejército de la mano de obra obsoleta en el nuevo contexto productivo.
Si bien autores como Morton (2018) sostienen que sus inicios fueron en la medialuna de las tierras fértiles, en la antigua Mesopotamia, el mismo Lovelock (2018) apunta que la idea de Antropoceno resulta más acorde con los hechos devenidos con posterioridad a la máquina de Newcomen y que, además, este concepto —el Antropoceno— dice mucho más que el de «Revolución Industrial». Propone asimismo el inicio de esta edad geológica en coincidencia con el surgimiento de la máquina de Newcomen, y define así los últimos trescientos años, en los cuales se pone de manifiesto el aumento radical del depósito de sedimentos de carbón en la atmósfera y el avance y la voluntad de dominio del ser humano sobre todos los aspectos de la Tierra.
Aunque su autoría es discutida, se atribuye usualmente a Eugene Stoermer y Paul Crutzen (2000) la primera conceptualización del Antropoceno como edad geológica. Esta idea resulta tan sugerente como controversial, y ha sido puesta en debate en numerosas oportunidades. Sobre lo que no quedan dudas es que el Antropoceno sería el sucesor del Holoceno y, según Lovelock (2018), precursor también de la era que él mismo denominó «Novaceno». Pero más allá de la falta de un consenso general sobre sus orígenes, se abordarán en este trabajo en forma indiferenciada ambas ideas: la de Antropoceno y la de Revolución Industrial, considerándose en los dos casos como la ventana temporal comprendida entre el surgimiento de la máquina de vapor y la actualidad, al margen de las eventuales subdivisiones temático–temporales que pudieran surgir. (Fig. 1)
El avance tecnológico devenido como consecuencia del empuje producido por la Revolución Industrial resultó determinante en varios aspectos. La máquina de Newcomen y sus posteriores versiones, rediseños y evoluciones, como la máquina de Watt, o antecesores inmediatos, como la máquina de Savery, redundaron en una aceleración incremental de las comunicaciones, del traslado de mercancías, y del comercio en general. Esta aceleración, surgida fundamentalmente de la aplicación de la nueva ingeniería a la creación de máquinas capaces de automatizar procesos y desestimar la fuerza motriz a sangre para sustituirla por la energía convertida en fuerza mecánica, sentó las bases para la primera reducción de tiempos en términos de movilidad. Hasta ese momento, no diferían mucho las velocidades de traslado de las caravanas persas, las tropas de Aníbal o los ejércitos de Napoleón, por referir a épocas considerablemente distantes entre sí. Pero a partir de la aplicación de las tecnologías entonces emergentes de la mecánica el transporte redujo de manera notable sus tiempos, se multiplicaron las vías de tren, se crearon tecnologías de comunicación a distancia y se rentabilizó una amplia gama de operaciones comerciales que comenzaron a surgir y a extenderse por buena parte del orbe. Las tecnologías de la mecanización eliminaron puestos de trabajo, así como ideas y paradigmas que se habían erigido y sostenido durante siglos. La vida urbana masiva emergió como una nueva forma de habitar y trasladó el centro de las actividades económicas desde el marco de lo rural hacia las crecientes y pujantes aglomeraciones urbanas, las ciudades industrializadas. Todas las actividades humanas se transformaron, muchas se extinguieron y otras tantas mutaron en función de las nuevas prácticas industriales. El surgimiento de nuevas ciudades y la expansión dramática de muchas existentes es tributario de la aceleración de las tecnologías promovidas por la Revolución Industrial. También el incremento de la población mundial, que hasta 1800 todavía no alcanzaba los mil millones, y en los doscientos veinte años siguientes superó los siete mil quinientos millones.[i] La economía del progreso de lo urbano estimuló el incremento acelerado de la población y, con ella, el de las funciones inherentes al desarrollo: industrialización, desarrollo e investigación científica, sobreexplotación de los recursos naturales, generación de excedentes productivos (mass production mediante), multiplicación del comercio internacional y, como consecuencia de todo esto, también un considerable impacto ambiental.
El factor más significativo en la aceleración del fenómeno industrial para su pasaje de una economía de lo mecánico a una economía de lo digital fue acaso la invención del transistor (del inglés: transfer resistor), el primer dispositivo electrónico semiconductor que funcionó como una estructura capaz de dar una salida como respuesta a una señal de entrada, inaugurando así lo que más tarde sería la era de los ceros y los unos. Desde su invención en 1948, el concepto del transistor está presente en prácticamente todos los equipos electrónicos en la forma de circuitos integrados. En 1965, Gordon Moore, el cofundador de Intel, cuando todavía era un empleado de Fairchild Semiconductor, estableció una ley que es en realidad un enunciado predictivo basado en su experiencia y observación. El mismo se conoce como la «Ley de Moore» y establece, en pocas palabras, que el número de transistores por unidad de superficie en circuitos integrado se duplicará cada año. Luego, en 1975, el propio Moore corrigió su predicción y la extendió el intervalo referido a dos años. En varias oportunidades esta regla se cumplió y en algunos casos incluso se superó.
Aunque la Ley de Moore no habla de potencia de procesamiento sino de densidad de transistores por área (no debe confundirse con la escala de Dennard, que sí habla del aumento del rendimiento), su enunciado pone de manifiesto un gap tecnológico superador en intervalos estimados y comprobables y, aparejada a esto, una multiplicación constante de las unidades de proceso de información. Nacida entonces del mismo proceso de aceleración que inició con la Revolución Industrial, la Ley de Moore ha sido el soporte al desarrollo tecnológico, y lo ha acompasado, desarrollando el soporte para diversas áreas del conocimiento que abarcan prácticamente la totalidad de las actividades humanas.
Debido al llamado trickle–down effect, la innovación tecnológica disciplinar en el campo del proyecto de arquitectura viene dada por el avance producido en áreas más rentables y mejor capitalizadas, como lo son la industria aeronáutica, la automotriz, la naval, y el diseño industrial (Gronda, 2019). A esto se suma, por supuesto, la industria de la guerra. Tal como sostuvo el filósofo Lewis Mumford (1971), «la guerra es el drama supremo de una sociedad enteramente mecanizada». Hasta la Revolución Industrial, las guerras fueron brutales pero basadas esencialmente en el combate cuerpo a cuerpo o el lanzamiento de proyectiles mediante artilugios o ingenios precarios. La Guerra Civil americana fue quizá la primera experiencia bélica alimentada por la maquinización del Antropoceno: la ametralladora diseñada por Richard Gatling y precursora de las ametralladoras modernas fue estrenada en este conflicto. El bombardeo de Guernica o la masacre de Dresde son ejemplos claros del poder y del desarrollo de la capacidad destructiva, producto de la nueva ingeniería. Las pruebas nucleares de Alamogordo, en Nuevo México, que calcinaron una capa de la Tierra y produjeron un nuevo material por vitrificación conocido como trinitita, sentaron además las bases para los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, lo cual mostró al mundo el horror de la mayor destrucción generada por la acción humana en una acción bélica. Tal vez estas experiencias tan marcadamente negativas hayan sido el detonante del escepticismo y el miedo que se ha esparcido globalmente hacia la energía nuclear. Irónicamente, tal vez por este sentimiento generalizado, el Antropoceno prefirió profundizar en el uso de energías almacenadas en el carbón y el oxígeno para alimentar sus máquinas, empleando así una fuente insostenible y desencadenante de —por lo menos— una buena parte del calentamiento global. Tal como sostiene Morton (2018), para lidiar con el calentamiento global, el sistema construyó una logística que contribuyó a aumentarlo y generó así el bucle actual.
De las tecnologías de uso militar y su industrialización devienen como derrame disciplinar las aplicaciones de lo digital en el proyecto, no como revoluciones sino como giros, por parafrasear a Carpo (2011). Justamente por ese efecto de derrame, se trata de aportaciones por lo general testeadas, probadas y mejoradas a partir de su fin original. Si bien se trata de aportaciones de enorme consistencia y de un impacto más que notable, Ortega (2013) en su tesis doctoral fundamenta la utilización del término «giro» en vez de «revolución» para referir a este fenómeno. Según esgrime, a diferencia de la noción kuhneana de paradigma, en la cual hay una ruptura generalizada, una incompatibilidad plena con el modelo desplazado, la idea de giro se asume como una reconstitución del foco de atención de manera de reconfigurar las fronteras disciplinares, ampliándolas. El impacto de lo digital en el proyecto, pues, como derrame disciplinar de otros campos, se asume como un giro epistemológico, que obliga a repensar las fronteras y los límites de la acción sobre el proyecto. Carpo (2012) identifica un primer giro digital reflejado en el proyecto, que ubica entre 1990 y 2010. Su caracterización principal es la de un optimismo de ribetes tecnopornográficos, al tiempo que una anegación morfológica en función del uso indiscriminado de splines y curvas de Bézier. Un segundo giro, conforme al mismo autor (Carpo, 2017), comprende los años siguientes hasta 2018, y pone su énfasis en las herramientas CAD–CAM, la parametrización, el scripting y la fabricación digital. A esta etapa la denomina «la inteligencia detrás del diseño». De ambos giros digitales puede extraerse el concepto de materialidad digital, que a priori podría considerarse un oxímoron, pues es una creencia común que la relación entre los objetos digitales y los no digitales debe partir necesariamente de oposiciones binarias tales como: digital/analógico, virtual/real, o inmaterial/material. A partir estos pares binarios pretendidamente antinómicos puede inferirse que lo digital posee exclusivamente una dimensión inmaterial y que la dimensión material existe solo como soporte de la primera. Sin embargo, la noción de materialidad digital trasciende esta simplificación. En este artículo se considerará la conceptualización de Chiarella y Gronda (2019), que la definen como el estadio actual de asimilación de las lógicas digitales en los procesos de ideación arquitectónica. Esto implica una consideración integral del proceso proyectual a partir de la seriación, iteración y variabilidad de resultados posibles, donde lo digital se traspone con la materia en una suerte de sutil equivalencia de átomos y bits. Así, las tecnologías aplicadas han difuminado los procesos de ideación, representación y producción, para proponer en su lugar una vía de convergencia físico–digital. Esta convergencia es producto de la aceleración del desarrollo tecnológico, de la carrera por la automatización, de las nuevas lógicas productivas derivadas del Antropoceno, y del derrame disciplinar sobre el redibujo de las fronteras conceptuales del proyecto. El factor común a todo esto es el desarrollo de la máquina como concepto y su contribución al pensamiento humano desde nuevas perspectivas.
2. Una vieja hiperstición en pugna: máquinas que comienzan a pensar
Como en tantas áreas de la actividad humana, la influencia que la cultura —primero literaria, luego cinematográfica— ejerce en la comprensión y creación del conocimiento, resultan de particular relevancia a la hora de analizar los caminos por los que se ha transitado hasta el presente actual, y esbozar asimismo las posibles hipersticiones que erigirán los probables futuros.
El culto a la máquina es, naturalmente, tributario de la Revolución Industrial. Por lo visto en el apartado precedente, y por el aura redentora que la mecanización creó sobre sí misma a través de los beneficios aportados al bienestar global, su trascendencia se incrementó hasta cobrar un valor histórico superlativo. Esta trascendencia se ve reflejada en la ciencia, en la tecnología, en la filosofía, en las artes, y en general en todos los aspectos de la cultura. No obstante, merece especial destaque dentro de estos elementos definitorios de la cultura, el género literario. No en vano, nociones de desarrollo tecnológico actualmente en boga, como la de «inteligencia artificial», «robot», o «ciberespacio», tienen su origen en la narrativa fantástica. Y se trata de un origen más pretérito que lo que comúnmente se supone a partir del cual han evolucionado otras artes y otras ramas del pensamiento, como la epistemología y las corrientes filosóficas actuales.
En 1859, cuando Charles Darwin publicaba El origen de las especies, no solo se revolucionó el paradigma científico que explicaba los orígenes de la humanidad, sino que además se instaló la idea misma de evolución. Es a partir de ella que Butler (2020) escribió, en 1872, su novela Erewohn, una extensa sátira a la sociedad victoriana, en la que se aborda la coyuntura de la maquinización. Se trata de una novela que se puede presentar como hija de su tiempo y, por ende, como un derivado directo de la Revolución Industrial. En ella, la máquina es analizada como objeto transformador, como entidad transformadora por antonomasia. Pero también se le atribuye, basándose en las ideas darwinianas, la posibilidad de evolucionar por selección natural. Y de este modo acceder a lo que, por primera vez, se concibe como cierta capacidad de conciencia en la acción. Autores cono John Ruskin y William Morris, del movimiento Arts and Crafts, tenían una visión antitecnológica, pero en otro sentido: ellos veían a las máquinas como amenaza para la producción artesanal. Butler, en cambio, va más allá. No refiere a máquinas capaces de realizar tareas de modo automático ni a entidades autómatas en el sentido de búsqueda de la mejora productiva —como bien pudieron ser los telares de Jacquard, por ejemplo—, sino que aborda por primera vez la cuestión de la inteligencia artificial como evolución «natural» de las máquinas y, con ella, la idea de replicación y especialmente la de auto replicación, un concepto que ha nutrido desde los albores del siglo XXI a la filosofía DIY, la cultura maker y, por supuesto, las lógicas de funcionamiento de los FabLabs. Esto queda especialmente manifiesto en este pasaje:
Cabe afirmar que, si una máquina puede reproducir otras máquinas sistemáticamente, tiene un sistema reproductor. ¿Qué es un sistema reproductor, sino un sistema que reproduce? ¿Y cuántas máquinas existen que no han sido creadas sistemáticamente por otras máquinas? Sin embargo, es el hombre quien les hace reproducirse. Sí, pero ¿acaso no son los insectos los que hacen reproducirse a las plantas? ¿No se extinguirían muchas especies de plantas si su fertilización no la llevasen a cabo agentes completamente ajenos a ellas mismas? ¿Afirmaría alguien que el trébol rojo carece de sistema reproductor solamente porque el abejorro (y únicamente el abejorro) tiene que ayudarlo y estimularlo para que se reproduzca? No, nadie. El abejorro es parte del sistema reproductor del trébol. Cada uno de nosotros ha surgido a partir de microscópicos entes cuya naturaleza es completamente diferente de la nuestra y que han actuado a su manera sin pensar o considerar nuestra opinión al respecto. Estas diminutas criaturas son parte de nuestro sistema reproductor, entonces ¿por qué no podemos ser nosotros parte del sistema reproductor de las máquinas?[ii]
En este pasaje se ponen en marcha engranajes que sustentan la narrativa de la potencialidad de reproducción de las máquinas y posicionan en la misma al factor humano como responsable, controlador, y como parte integral de ese proceso reproductivo. Las máquinas, dentro de esta narrativa, llevan la evolución hacia la inteligencia en su propio «código genético», pero requieren de la actividad humana para completar la función reproductiva.
Butler narra una situación satírica, pero también distópica. El nombre mismo de la novela, que describe el lugar donde se desarrolla la trama, es una trasposición de la voz inglesa nowhere, es decir, ningún lugar. Este sitio que no existe físicamente, cimienta, desde su imaginación y su prefiguración, ideas que a la sazón se considerarían ideas del futuro. En otros términos, podría decirse que con esta obra contribuyó a urdir las tramas de varias ideas y desarrollos tecnológicos ulteriores, así como también a sustentar varios conceptos y paradigmas de la actualidad. La inteligencia de las máquinas, en tanto concepto, nace pues de la literatura. Lo mismo ocurre con otros conceptos que han evolucionado a lo largo de las décadas, y se nutren de la idea de automatización inteligente, como lo es el hoy corriente concepto de «robot».
Es precisamente a partir de la obra de teatro de Karel Čapek, Rossumovi univerzální roboti, de 1921, cuando la idea medieval del Golem y la de la evolución de las máquinas se mixturan para moldear el concepto de un ente orgánico, una especie de máquina bio inspirada con aspecto humano y con la habilidad distintiva de la inteligencia. A este concepto en la obra de Čapek se lo denominó robot. Un término que, al margen de su significación original en la obra y de la lógica evolución que impone el paso del tiempo, pervive hasta hoy con una rutilante aura de actualidad. (Fig. 2)
Con el devenir de las décadas, la robótica se constituyó en una disciplina nueva y pujante, y la robotización de todas las áreas de la acción humana comenzó a gestarse. Tan seductor fue el concepto de robot desde sus inicios, que fue primero adoptado por la ciencia ficción a través de la obra de un vasto número de autores, entre ellos Philip K. Dick, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Robert Heinlein o H.G. Wells, y posteriormente por la industria, tanto militar, aeronáutica, automovilística, logística, constructiva, etcétera.
La inclusión de la robótica en los sistemas de pensamiento durante las primeras décadas del siglo XX, abonó el terreno para el surgimiento de filosofías e ideologías inspiradas en la proliferación de máquinas inteligentes, máquinas cooperantes, y fusiones humano–máquina, estas últimas como motor de lo que hoy se conoce como human enhancement, o mejoramiento humano. La visión de la tecnología como agente de redención tuvo en la robotización un vector de desarrollo potente. Asimismo, esta visión fue abonada también por los constructos imaginados desde la ciencia ficción, y especialmente por la idea de inteligencia artificial, que ha ido migrando desde las narrativas del sci–fi a la aplicación directa en un número incremental de actividades humanas. De este modo, el culto a la máquina, iniciado con la Revolución Industrial, adquiere especificidades que acompañan el devenir del desarrollo tecnológico, y sostiene los datos portadores de futuro que parecen allanar el camino hacia alguna forma de emancipación maquínica. De estos caminos posibles se nutren filosofías como las corrientes transhumanistas, en sus diversas versiones; o las perspectivas posdigitales y posthumanas, que cuentan, por supuesto, con partidarios y detractores.
3. Transhumanistas, cosmistas, y ciborgs: cómo lo humano piensa en función de lo maquínico
El corpus filosófico que rige las tecnopolíticas actuales deviene de una genealogía particular, que en este artículo remontará sus orígenes a las primeras manifestaciones vinculantes entre lo humano y lo no humano, con la tecnología como agente de redención política. Esto involucrará una urdimbre epistémica que vincula el cosmismo ruso, el transhumanismo cultural, el transhumanismo tecnológico, y la filosofía ciborg, para construir el marco conceptual de lo post humano y lo posdigital.
Resulta a priori una tarea ardua la de vincular un movimiento atomizado, disgregado y, sobre todo, bastante ignorado en su tiempo, como lo fue el cosmismo ruso, con las tendencias del pensamiento actual. No obstante, a la luz de las nuevas lecturas de los textos de Fiódorov, Bogdanov o Tsiolkovsky, se pueden vislumbrar en algunos de sus postulados, las raicillas de algunas corrientes de pensamiento de la actualidad, que se proclaman como el sustento filosófico del paradigma digital, a través de la vida técnicamente extendida, la duplicación digital del mundo, la aceleración de los procesos productivos, y en particular, la integración humano–máquina en aras de lograr su fusión. No es difícil, con apoyo en los textos de Fiódorov, sostener que el origen de la idea de una biopolítica de la inmortalidad antecede a las ideas de Huxley, y a la génesis misma del Transhumanismo. En su obra, Fiódorov propone ideas que, si bien en su momento no fueron tenidas mayormente en cuenta, conforman un tejido ideológico cuyos principales postulados erigen una suerte de paleo Transhumanismo, mediante la voluntad de utilizar la tecnología para manipular aspectos sociales, culturales, y biológicos, y establecer así las condiciones para la inmortalidad —no del alma— sino de los cuerpos. A fines del siglo XIX, esta visión en esencia materialista contrastaba con la óptica religiosa. La proclama nietzscheana de que Dios había muerto, que escandalizara a Occidente durante décadas, pierde su sentido en la visión cosmista de Fiódorov. En un mundo creado no de almas sino de cuerpos, la resurrección era una decisión política de manipulación tecnológica.
Es, acaso por esto mismo, que la idea de «museo» cala tan hondamente en su obra, según expresa en su escrito «El museo, su significado y su designio», de 1906. Allí, Fiódorov le entrega al museo un estatus diferente al valor utilitario otorgado en el siglo XIX, para reconocerlo como como el lugar de conservación de las cosas perecederas, de los vestigios de los siglos pasados. De este modo, el museo no un soporte de la muerte, no la admite como posibilidad, puesto que asegura la pervivencia de las cosas que sustentan el bienestar o el progreso actual. Considerando el progreso como el reemplazo de las cosas viejas por las cosas nuevas, el museo se propone como un bastión de inmortalidad, una forma de extensión de la vida de los objetos del pasado. Y entre estos objetos, se encuentran —no las almas— sino los cuerpos humanos del pasado, a quienes el museo les augura la inmortalidad, a través de la tecnología. Sostiene Fiódorov en el texto referido:
El museo no es una reunión de objetos, sino una catedral de individuos. Su actividad no consiste en el acopio de objetos muertos, sino en devolver a la vida los restos de lo obsoleto, en la reconstrucción de los muertos por sus obras, sus vivos agentes.
Esta visión, que no rechaza el caos, sino que lo asume como el mismo cosmos, comienza a construir la noción de biopoder, una noción sobre la que volvería Foucault décadas después. Esta idea de biopoder debería implicar el logro de la vida eterna o, en otros términos, de resurrección para las vidas pasadas que, con su esfuerzo y sacrificio, habían cimentado el estado de progreso de ese entonces.
Si bien los escritos de Fiódorov y los cosmistas rusos no empezaron a tener cierto reconocimiento en Occidente hasta entrado el siglo XXI (Diéguez, 2017), su incidencia debe ser reconocida como antecedente conceptual inmediato de las ideas transhumanistas, según lo expresado más arriba. Julian Huxley, considerado el padre del transhumanismo, acuña ideas estrechamente emparentadas con las del cosmismo, asumiendo que la ciencia y la tecnología debían ser instrumentos de mejora, de bio enhancement humano. Estas «mejoras», que habían sido enfocadas desde lo social, enmarcando su acción en parámetros legales, morales o éticos —en rigor, filosóficos— que regulaban el comportamiento, comienzan a adoptar la ciencia y la tecnología como parte de su marco teórico. La antropotécnica, bautizada así por Sloterdijk (1991) en su conferencia «Normas para el parque humano», se postula como la ingeniería particular adoptada por la antropología, vinculando lo humano con lo no humano, en todas sus formas, en la búsqueda de una convergencia.
Sería pertinente, no obstante, hacer una clasificación de las teorías transhumanistas, agrupándolas en dos grandes tendencias. En el entendido de que el movimiento transhumanista lejos está de ser una corriente homogénea, estas dos grandes tendencias son, por un lado, el transhumanismo cultural (también llamado poshumanismo), y el transhumanismo tecnológico o tecnocientífico.
La primera de estas tendencias, es decir, el transhumanismo cultural o poshumanismo, toma su inspiración de corrientes de pensamiento derivadas del posmodernismo. Esto es, de la obra de Deleuze, o de Derrida, pero también de las visiones poscolonialistas y decolonialistas, del feminismo de tercera ola, y de algunos espectros del ecologismo. La autora más influyente de esta línea de pensamiento es, acaso, Donna Haraway, quien, con su Manifiesto Ciborg, procura evidenciar las falencias del humanismo moderno, a través de la reivindicación del ciborg como modelo asexuado, superador de las fronteras conceptuales hombre/máquina, natural/artificial, mente/cuerpo, femenino/masculino, naturaleza/cultura, etc. Para Haraway (1985), el ciborg representa la superación de las dicotomías propias de un modelo colapsado. Así, el ciborg de Haraway es una membrana que carece de fronteras. Es, pues, una entidad permeable, crítica y morfodinámica, que supera las taxonomías heredadas y las reconfigura.
En lo referente a la otra tendencia, la concerniente al transhumanismo tecnológico o tecnocientífico, existe una vinculación estrecha con la inteligencia artificial, el machine learning y la robótica, de la mano de autores bastante reconocidos como Marvin Minsky (2006), Natasha Vita–More (2013), Hans Moravec (1999), Nick Bostrom (2014), o el renombrado Raymond Kurzweil (2005). Las visiones de estos autores oscilan entre el pronóstico de una prolongación de la vida por medio de la tecnología, a través de la eliminación de las enfermedades, las emociones desagradables y la aniquilación del envejecimiento, hasta un futuro posbiológico donde las mentes humanas serán volcadas en soportes digitales en los que se liberarán para siempre de las miserias del cuerpo y existirán para siempre en un entorno tecnológico que garantizará la eternidad en un soporte alejado del dolor físico, o los aspectos desagradables de la biología. Estas visiones, que pueden parecer disímiles en una primera lectura, tienen como denominador común el empleo de la tecnología para la obtención de sus propósitos. Esta fusión entre filosofía y tecnociencia propone así un gradiente de opciones que auguran la convergencia de la ingeniería genética y la biología sintética con las vertientes más duras de la ingeniería robótica, la informática, la fabricación aditiva, y en general, las tecnologías de la cuarta revolución industrial, con el objetivo de lograr ciberorganismos potenciados, a través de una existencia convergente entre lo físico y lo digital.
Prima facie, podría parecer que las diferencias entre el transhumanismo cultural y el transhumanismo tecnocientífico o tecnológico son irreconciliables, o por lo menos, que hay una incompatibilidad entre ambas tendencias. No obstante, Diéguez (2017) reconoce una idea común en ambos, que los cohesiona de cierto modo: se trata de la idea compartida de la disolución de las fronteras entre lo humano y lo maquínico, entre lo real y lo virtual. Asimismo, es pertinente ampliar las consideraciones de Diéguez, y apuntar también, coincidiendo con Sadin (2013): entre lo físico y lo digital.
Las visiones transhumanistas, con sus diferentes vertientes y perspectivas, se proclaman como ideas de liberación y de superación. De liberación política y espiritual de las visiones antropocéntricas convencionales, y de superación de los límites que impone la determinación biológica. Para los transhumanismos, el humanismo resulta un proyecto fracasado. Máxime si se toma en cuenta el actual contexto de sobreexplotación de recursos planetarios, la aceleración del crecimiento poblacional, y la tendencia a la suplantación de seres humanos por máquinas en los diferentes estratos laborales. En un contexto de estas características, la colocación de lo humano como centro universal deja de tener sentido, y se sientan las bases para el surgimiento de su progenie: lo poshumano tomará el lugar vacante. Aún así, en lo que constituye un interesante giro, el museo de Fiódorov vuelve a reflotar como idea redentora. Lo poshumano no elimina lo humano. Aunque estos no compartan necesariamente fines ni valores, la emancipación frente a lo biológico deja lugar para el archivo, para el registro, consulta y redención de las vidas del pasado.
4. Cuarta Revolución Industrial, inteligencia artificial y machine learning
Es pertinente en este punto volver sobre la idea de la Cuarta Revolución Industrial, dado que pone un especial énfasis en el desarrollo y aplicación de la inteligencia artificial, tomando las nociones de machine learning y de acceso al Big Data, como sus pilares fundamentales (Schwab, 2017). Sucintamente, el machine learning es una disciplina dentro de la inteligencia artificial que puede definirse como una tecnología de reconocimiento de patrones, capaz de convertir una muestra de datos en un programa informático capaz de extraer inferencias de nuevos conjuntos de datos para los que no ha sido previamente entrenado (Russell y Norvig, 2009). En tanto, el Big Data, o macro datos, es entendido como un proceso de análisis e interpretación de grandes volúmenes de datos estructurados, semiestructurados o directamente no estructurados que tiene la particularidad de necesitar de una capacidad computacional superior de procesamiento, para obtener de ellos información, y construir conocimiento (Larson, 1989).
El aprendizaje automatizado, que se nutre de los macro datos, constituye la plataforma de sustento de los sistemas ciberfísicos de la cuarta revolución industrial. Su aplicación abarca prácticamente la totalidad de las nuevas tecnologías de producción, creación, distribución de bienes y servicios, segmentación de contenidos, etc. Al posicionarse como un instrumento de prefiguración, pronóstico, predicción de escenarios y hasta herramienta de decisión, su valor se torna incremental, y su halo de poder se extiende hasta límites desconocidos. Las implicancias de la inteligencia artificial, del uso de algoritmos predictivos —y decisores— no generan sobre sí una visión de consenso. Por un lado, están las visiones comentadas en el apartado precedente, derivadas en sus marcos filosóficos del pensamiento aceleracionista de Land (1994), y relacionada a las teorías transhumanistas y posthumanistas; y por otro, emergen teorías críticas, más o menos escépticas, de diversas índoles. Tal vez el extremo de estas corrientes, entre las que se asumen el eco modernismo, el humanismo tecnológico y el bioconservadurismo, sea el de lo que algunos autores denominan «neoluditas».
El término es más que interesante, puesto que pone de relieve el revival de un fenómeno ocurrido durante la Revolución Industrial, que fue el surgimiento de la corriente ludita. Esta corriente, denominada así por considerarse sus seguidores herederos de Ned Ludd, ejerció un fuerte poder de reacción frente a la amenaza de la máquina, esto es, frente a la posibilidad de perder el statu quo a manos de una estructuración social tecnocrática, en la que los saberes tradicionales habían perdido su lugar. (Fig. 3)
No hay demasiadas certezas acerca de la existencia real de Ned Ludd. Acaso pudo tratarse de un personaje imaginario, una especie de ícono representante de la clase obrera, o una idealización colectiva en la forma de un héroe proletario. Se supone que fue un trabajador inglés del siglo XVIII, y no está del todo claro si existió con ese nombre o si era el seudónimo de otra persona, con el fin de justificar acciones de boicot y sabotaje al avance tecnológico de la época. La historia cuenta que Ludd atentó contra los telares mecánicos, porque quitaban el trabajo a los trabajadores y aumentaban la productividad de las fábricas sin depender de la mano de obra básica. Es decir, el poder de la máquina dejaba de lado a operarios comunes y artesanos, y demandaba mano de obra especializada, para lo que alcanzaba además con muchas menos personas que antes del surgimiento del telar mecánico.
Años más tarde, la figura de Ludd inspiró un movimiento llamado el «ludismo» o «los luditas», personas que se opusieron durante el siglo XIX al avance de la tecnología, y a la máquina en todas sus formas, mientras que propugnaban por una vuelta al trabajo manual como forma de defensa del proletariado. Esto lo hacían mediante atentados en fábricas y almacenes, a través de llamados a incendiar máquinas y otras acciones similares.
El ludismo fue entonces un movimiento de resistencia a la revolución industrial, que, aunque fuera bastante marginal y no llegara a desarrollarse como movimiento global, logró generar algunas trabas al desarrollo. Su modo de pensar de los luditas era regresivo, y generado fundamentalmente por la desconfianza ante lo nuevo, ante un cambio de paradigma que ponía patas arriba todo lo conocido y que sacudía el mundo haciendo caer muchas estructuras al tiempo que construía otras muy diferentes.
En la época actual, al enfrentar un nuevo cambio de paradigma con la llegada de la Cuarta Revolución Industrial, esta desconfianza ha vuelto a surgir, esta vez en la figura de los neoluditas, por tomar el término que ha impulsado, entre otros, Miklos Lukács (2020). Trazando un paralelismo con los seguidores de Ludd, en el momento presente ha adquirido peso específico una miríada de movimientos contratecnológicos, anticientíficos, y de resistencia a la digitalización. Algunos con fundamentos claros, otros un poco más difusos, pero todos ellos con una visión oscura y regresiva de la tecnología, por no decir directamente, apocalíptica. Sobran ejemplos de esto en los hechos acaecidos con posterioridad a la crisis por la pandemia de COVID—19, donde unas cuantas ideas hasta entonces casi en desuso han vuelto a surgir con inusitada fortaleza. Su bagaje teórico proviene de diversas fuentes, que oscilan entre antiguas teorías conspirativas potenciadas con elementos de actualidad, viejos manifiestos y teorías no suficientemente fundadas. Es el caso de las conspiraciones de dominación de sectas o grupos de poder, el manifiesto Unabomber, o la teoría de Olduvai, por citar solo algunos ejemplos.
Frente a este escenario, emerge una polarización entre partidarios y detractores de la Cuarta Revolución Industrial, donde una vez más el miedo al abismo de incertidumbre que la tecnología parece ofrecer se instala como elemento fuerte de la discusión, algunas veces para conformar un bloque de resistencia (a la tecnología aplicada, a la dominación de las empresas tecnológicas, a la manipulación social mediante algoritmos, al control desmedido de los estados, a la supresión de las libertades individuales, etc.) y otras veces para proponer vías alternativas de entendimiento.
La Cuarta Revolución Industrial se plantea, pues, como la base cultural, social, tecnológica y política sobre la cual se asienta el probable escenario de la singularidad. Si se entiende esta como un escenario —por ahora hipotético— en el cual la inteligencia artificial fuerte podría, a partir del machine learning, incrementar la capacidad de cómputo de manera dramática, la prescindencia de lo humano podría considerarse como un horizonte alcanzable en el corto plazo. Aunque lo probable y lo deseable no necesariamente sean coincidentes, la singularidad tecnológica se vislumbra y se erige sobre el paradigma de la Cuarta Revolución Industrial.
5. Una hipótesis hipersticional: hacia una convergencia físico–digital y la probable llegada de la singularidad
Introducida por Neumann (2012) en su libro The computer and the brain, la idea de singularidad ha atravesado diferentes estadios, sufriendo un corrimiento dentro de la ventana de Overton desde un escepticismo inicial bastante claro a una actualidad donde ha adquirido un potente estatus como escenario probable, gracias a autores como Kurzweil, Shanahan, o Minsky, entre otros. Asimismo, tal como se vio en el apartado precedente, la génesis de la singularidad responde a diferentes corrientes de pensamiento que a veces se superponen, se solapan o se encuentran en circunstanciales puntos de tangencia, con un foco de convergencia común. La automatización creciente y acelerada de procesos productivos, la emergencia de la inteligencia artificial fuerte, la digitalización incremental tendiente a la duplicación digital del mundo físico, y las hibridaciones bio tecnológicas, se retroalimentan con la cultura, la ciencia ficción y las filosofías de corte posthumanista que apuntan al —sin dudas, discutible— ideal de human enhancement. En esta nueva ecología, que podemos definir como una tecno ecología completamente despojada de la idea de naturaleza, la producción de lo físico y lo digital deja de remitir a parámetros independientes para establecer una convergencia plena. (Fig. 4)
Heidegger (1977), al establecer las relaciones entre dispositivos y servomecanismos, erige una base teórica sobre la que luego continuarán su trabajo otros pensadores, como Agamben, McLuhan o Baudrilliard. El dispositivo, según Heidegger, está diseñado para servir al ser humano, mientras que un servomecanismo está pensado para servir a lo humano al mismo tiempo que para servirse de lo humano. Al día de hoy, las tecnologías de la Cuarta Revolución Industrial no pueden definirse ya como dispositivos sino como servomecanismos, prácticamente en su totalidad. Incluso cuando muchas de esas tecnologías se promocionan como dispositivos al servicio de la libertad del ser humano, al tener a este como fuente de obtención de datos para la aplicación de algoritmos estructuradores de macro datos, se está realmente frente a servomecanismos sociotécnicos complejos. Esta evolución algorítmica tiene derivaciones cada vez más complejas y más impredecibles que apuntan en dirección de lo que se denomina pervasive computing. Este es un concepto que refiere a la integración de la informática en el entorno de lo humano, de forma que las computadoras no se puedan percibir como objetos diferenciados, apareciendo en cualquier lugar y en cualquier momento. (Fig. 5)
Kurzweil (2005) define un patrón creado a partir de la observación de algunos hitos históricos. Hace 40 000 años, el ser humano comienza a esparcirse desde África por el resto del mundo; hace 20 000 años, se produce la revolución del arco y la flecha, y la cacería asegura la alimentación y la reproducción de la especie; hace 10 000 años comienza la revolución de la agricultura; hace 5000 años se crea la escritura, y con ella, la historia; hace 2500 años se crea la democracia en Grecia y en la India se crea el concepto del cero. Los intervalos de «puntos Omega» se suceden, con lapsos equivalentes a la mitad del intervalo anterior. Es decir, acelerándose. Así, se llega al año 2000, con la apertura de la Internet comercial, y las bases de lo que en la actualidad es la cuarta revolución industrial. De acuerdo con esta predicción, en 2030 se produciría un nuevo punto Omega, el punto definitivo de convergencia, cuando el test de Turing pueda ser superado sin problemas por cualquier inteligencia artificial.
A principios de este siglo, Gershenfeld (2000), fundador de la red FabLab del MIT, publicó un libro provocador desde el título: When things start to think, donde evoca la posibilidad de un poder computacional no metido dentro de un gabinete o en formato consola, sino como una estructura que forme parte de las paredes, de las ciudades, del entorno en general. Una idea que se materializa en la IoT, en las ciudades inteligentes, y en las diferentes realidades digitales: la realidad virtual, la realidad aumentada, y la realidad mixta. Cuando las cosas comiencen a pensar, habrá tecnologías de captura de datos alojadas en los más recónditos lugares del medio físico y del medio digital, una capacidad ubicua de procesamiento a través de un cloud perpetuo, alimentado por robots, ciborgs, y todo tipo de servomecanismos camuflados como dispositivos, o acaso directamente imperceptibles. Un escenario en el que el espacio físico estará reservado para quienes puedan pagarlo, y el espacio digital será el entorno de desarrollo de avatares que vivirán sus vidas en una simulación permanente, o acaso en una extensión digital incremental de su vida física. Una suerte de Minecraft autorreplicante, donde la creación e ideación arquitectónica mutarán en el diseño de entornos digitales que desafiarán las leyes de la física. Asimismo, abrirán horizontes desconocidos hacia una convergencia absoluta entre el mundo físico y el digital, al punto de disolver la membrana cada vez más débil que los separa. La masificación de la inteligencia artificial será un hecho. El problema a resolver será, pues, la eventual y planificada creación de una conciencia artificial, algo que, de momento, no parece inmediato. Pero en caso de suceder, el nuevo «giro» convertirá a los robots y a las máquinas en general en la optimizada progenie heredera de todos los datos, saberes y conocimientos generados a lo largo y ancho de la existencia de lo que actualmente denominamos humanidad.
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Notas