Resumen: En este artículo, se hace una valoración de algunas ideas que nos permitirían discutir sobre la arqueología latinoamericana. Aunque actualmente no hay un programa sistemático, el artículo muestra que hay un sustrato importante de crítica a la historia hegemónica que podría servir de denominador. Finalmente, el artículo pasa revista a dos objetivos de esta empresa: un análisis de la manera en que el proyecto de construcción de civilización y ciudadanía conformó una sociedad diferenciada por componentes raciales; una crítica a la arqueología hegemónica y sus categorías neutrales.
Palabras clave:DecolonialidadDecolonialidad,historiahistoria,patrimoniopatrimonio,movimientos socialesmovimientos sociales,arqueología latinoamericanaarqueología latinoamericana.
Abstract: In this manuscript, a review are made about some ideas that allow us to discuss Latinamerican archeology. Although actually there is not such a systematic program, the manuscript remarks some background about the criticism of hegemonic memory that can be understood as regional common background. Finally, the manuscript discusses to the objectives of the of this enterprise: (1) an analysis about how civilizatory and citizen project produced a society divided by racial components; (2) a criticism about hegemonic archeology and its neutral categories.
Keywords: Decoloniality, history, heritage, social movements, Latin American archeology.
La arqueología latinoamericana en la ruta de la decolonialidad
LATINAMERICAN ARCHAEOLOGY IN THE ROUTE OF DECOLONIALITY

Recepción: 18 Septiembre 2020
Aprobación: 01 Octubre 2020
Dedicado a la memoria del arqueólogo samario Enrique Campo Mier. Que sus enseñanzas y carisma perduren por siempre.
Hacer un balance sobre la arqueología latinoamericana es una empresa desmesurada, y su intento no deja de ser expresión de algún grado de ingenuidad. ¿Quién se atrevería a hablar de generalidades disciplinarias en una escala continental? A pesar de ello, de la gran envergadura de la empresa, de la soberbia implicada, alguien debe hacer la tarea, y es normal que se deba hacer con cierta frecuencia para el propio beneficio de la arqueología. Por esto, es necesario hacer recuentos, revisiones, críticas, que nos arrojen luces sobre la ciencia normal, si queremos usar una expresión famosa, de tal manera que podamos hacer las revoluciones científicas correspondientes (Kuhn, 2019). La ciencia normal es ciencia muerta. La crítica y la incomodidad son las verdaderas motivaciones de la ciencia. Estamos acá para incomodar, para no ceder, para no complacer. El poder crítico de la ciencia, incluso, puede liberarla de sus propios demonios. De esta suerte, este escrito no es contra la arqueología sino una forma opuesta de hacer y concebir la arqueología para liberarla de sus lugares comunes.
Desde hace algún par de décadas, los arqueólogos y arqueólogas latinoamericanos se han venido preguntando si ha existido o existe una arqueología latinoamericana, un lecho común sobre el cual pensarse colectivamente desde la práctica disciplinaria. Sobre la existencia o no de una arqueología latinoamericana se hizo en 2006 una publicación donde diversos académicos de la región comentaron un análisis hecho por G. Politis. Decía, al respecto de la arqueología latinoamericana, el arqueólogo argentino:
“No existe una arqueología latinoamericana como tal sino una variedad de tradiciones regionales y nacionales de prácticas arqueológicas, con significativas diferencias entre ellas. La mayoría de los países latinoamericanos comparte una dependencia socioeconómica y una neocolonización, en comparación con las naciones desarrolladas. Estas condiciones sociopolíticas afectan las tendencias teóricas en estos países y la manera como los arqueólogos latinoamericanos desarrollan su investigación” (Politis, 2006:168).
Esta apreciación emergió en la revista Arqueología Suramericana -ASque en ese momento era editada por que arqueólogo colombiano Cristóbal Gnecco, y por el arqueólogo argentino Alejandro Haber. Esta revista había nacido como una forma de generar una palestra crítica suramericana, entendiendo el criterio espacial como una forma de descentrar los loci de enunciación académica; de esta suerte, AS era también una revista del sur global. Fue un proyecto que murió muy pronto, en parte porque intentó recoger un abanico de tradiciones regionales imposibles de conciliar, como Politis lo sugiere, en parte porque esta asociación no tendría el mismo alcance, apoyo, recursos, y legitimidad, de asociaciones más formales pertenecientes al establishment arqueológico.
AS no venía de la nada. Cristóbal Gnecco había escrito en 1999 (Gnecco, 1999) un libro donde hacía una cartografía sobre la arqueología en el mundo poscolonial. En ese ensayo Gnecco presentaba varias preguntas, entre ellas, el rol que la arqueología debería jugar en un contexto donde el reconocimiento de la diversidad cultural, que se hacía dentro del marco del estado multicultural, sentaba las bases para pensar otras formas de vida, otros mundos. Como mostraba Gnecco, el derecho que se arrogaba la arqueología hegemónica, por definir el pasado, simplemente se fisuraba. Haber hacía lo propio en Argentina, mostraba con su estudio sistemático en la Puna de Atacama cómo la arqueología construía representaciones del pasado donde el otro era descrito como una anomalía que debía ser corregida (Haber, 2000). Su trabajo con la comunidad Coya Atacameña, mostraba que las investigaciones fundacionales, casi todas asociadas a las exploraciones de inicios del siglo XX, eran funcionales a una idea de la región como un despoblado; así su investigación, que finalmente era una meta-investigación, permitió cuestionar los principios históricos sobre los cuales se había construido el pasado de la provincia de Catamarca.
A través de diversos encuentros fomentados en el marco del World Archaeological Congress -WAC-, se fue generando estas conexiones entre arqueólogos suramericanos, pues el WAC como organización opera a través de bloques regionales representados por representantes Junior y Senior de cada continente; de tal suerte que, durante la década de 1990, con los encuentros del WAC, se generaron reconocimientos que pronto se tradujeron en alianzas, redes, publicaciones, que aún persisten. AS fue uno de esos proyectos. Como concreción de esa red, también podemos enumerar las investigaciones sobre Colombia, hechas en el doctorado de ciencias humanas de la Universidad Nacional de Catamarca, y los cursos que han dado profesores de esa universidad, en el doctorado de antropología de la Universidad del Cauca.
El número de AS sobre el que hacíamos referencia, tenía unos comentarios hechos por varios académicos sobre las apreciaciones de Politis. Como lo reconoce el propio Politis, el comentario más incisivo venía del arqueólogo colombiano Santiago Mora quien recalcaba que el tono de Politis era contundente, y poco margen dejaba para explorar otras vetas de análisis sobre lo latinoamericano. Estoy de acuerdo con la visión de Mora, en el sentido de que perfilar la arqueología latinoamericana como inexistente hace difícil ver las articulaciones políticas previas y actuales que se han dirigido en ese sentido. Si hacemos un recuento de intentos previos de integración latinoamericana, uno de esos intentos, sin duda, fue la Arqueología Social Latinoamericana-ASL(Tantaleán y Aguilar, 2012).
Aunque no me puedo detener en este tema, me parece que el proyecto de la ASL, fue en cierto sentido una apuesta continental, sin embargo considero que existieron diversos obstáculos que impidieron el desarrollo de este paradigma, entre ellos mecanismos de contrainsurgencia que impedían que ciertos temas o autores fuera desarrollados en países de América Latina con elites proclives a la cultura de los Estados Unidos. En Colombia, la ASL simplemente no se enseñaba en la década de 1990 porque estaba totalmente deslegitimada, teóricamente hablando, desde los nichos del creciente procesualismo que comenzaba a arraigarse. El argumento más incisivo, era la separación entre ciencia y política, de tal suerte que el análisis de la ASL se consideraba, por lo menos en Colombia, como desestabilizador, y metaarqueológico, lo que quiere decir: innecesario. De todas maneras, esto debería precisarse por medio de una sociología de la ciencia que describa en detalle esa situación. Sin embargo, podría afirmar que había mecanismos activos para impedir acercamientos a enfoques que no fueran producidos por cierta academia, y que circularan en ciertas revistas. Había un desprecio por lo regional, que era visto desde la óptica de los sistemas de educación norteamericanos como ilegítimos, irrelevantes, y subdesarrollados. Una manera en la que se hizo esta escisión fue generando modelos que concebían las acciones antrópicas del pasado como susceptibles de representación mediante modelos cuantitativos, de ahí los muestreos sistemáticos, el uso de SIG, y la generación de cartografías regionales. Toda esta sofisticación permitía la condena de ASL en donde, por lo menos, se tenía la conciencia de las dimensiones políticas de la construcción de la historia. Debo aclarar, que no es que la estadística sea mala o los SIG, sino que en Colombia, por lo menos, su uso se popularizó como una forma de distanciarse de la relación entre historia como una política del presente.
Si el disciplinamiento impedía el desarrollo de un enfoque regional, fuera de la academia no había contemplaciones para con la historia hegemónica. Aunque no hay necesariamente una relación de causalidad, está claro que los movimientos sociales indígenas de la década de 1960 y 1970, reclamaban narrativas históricas diferentes a las impuestas en los relatos nacionales; y dado que ese malestar estaba desperdigado por todo el conteniente, si podemos apreciar, no una arqueología latinoamericana decolonial, pero sí un proyecto de historia propia a escala continental que tuvo y ha tenido importantes materializaciones en proyectos políticos de los Andes Centrales (Mignolo, 2007). Un ejemplo de estos proyectos, en Colombia, fue el de Quintín Lame, líder nasa del suroccidente de colombiano (Espinosa, 2009) quien reclamaba, por medio de la escritura, algo negado a los indígenas hasta hace muy poco: que se respetara las formas de conocimiento local y la manera como ello permitía la vida de los indígenas. Lame marcó un antecedente en la defensa de los nasa de gran parte del suroccidente del Colombia, en especial del departamento del Tolima. De esta manera, su lucha en la primera mitad del siglo XX sentó las bases de un poderoso y vigoroso movimiento social indígena que actualmente tiene importantes avances en el desarrollo de la historia propia, incluso involucrando excavaciones arqueológicas (Londoño, 2002; Franco, 2019).
De varios congresos indígenas, que eran acompañados por antropólogos, sacerdotes, y demás “colaboradores” (Caviedes, 2002), fueron emergiendo poderosas organizaciones como el Consejo Regional Indígena del Cauca -CRIC-, que tuvieron, y tienen, una influencia enorme en la transformación de las narrativas arqueológicas del suroccidente de Colombia. Si bien de allí no emergió una arqueología latinoamericana indígena decolonial, ni mucho menos colombiana decolononial indígena, si sucedió, como en toda Latinoamérica, un intento sistemático por descolonizar la historia y relacionar esos relatos con las visiones de autonomía política (Rappaport, 2003). El reclamo de los pueblos indígenas por autonomía ha estado acompañado de la búsqueda de una educación propia como ha ocurrido en México con el movimiento Zapatista (Gutiérrez, 2006), como ha ocurrido en Colombia con los Misak (Rappaort, 2007), y los Nasa (Londoño, 2002; Franco, 2019), como ha ocurrido en Argentina con los Coyas Atacameños de Catamarca (Haber y Lema, 2006), o como ha estado pasando con los procesos de reetnización en San Juan, norte de Argentina (Jofré, 2011). De esta suerte, sí vemos que en gran parte de América Latina se viene generando procesos de cuestionamiento a la historia hegemónica por las mismas causas: invisibilización, instrumentalización, y subordinación; seguramente este denominador común nos podría llevar a pensar la existencia de un sustrato latinoamericano sobre el que se ha venido generando una descolonización de la historia. Claro, no tiene la sistematicidad ni las pretensiones arqueológicas del centro hegemónico, pero tiene el vigor de una crítica radical a las narrativas nacionales construidas desde las tipologías arqueológicas aceptadas. Obvio, si el rasgo que define la arqueología es la excavación, es muy poco probable una arqueología latinoamericana a este nivel en la actualidad, pero si la arqueología es más que una representación acomodada del pasado, y es una revisión del pasado, crítica, éticamente construida, basada en sentidos de justicia y equidad, entonces sí vemos horizontes regionales latinoamericanos arqueológicos.
Volviendo al debate, tenemos entonces que la arqueología latinoamericana decolonial -ALDno existe como existe la Sociedad para la Arqueología Americana -SAA-, o como existe la Asociación Europea de Arqueólogos -EAA-. Y esto se debe a que Latinoamérica no ha sido nunca un proyecto económico y político como si lo ha sido los Estados Unidos y la Unión Europea. Ahora sabemos que América Latina debe ser un proyecto cultural contrahegemónico que debe estar asociado al sur global. Si quisiéramos pensar, positivamente, la afirmación de Politis, nos preguntaríamos: ¿Cuáles son las condiciones de posibilidad de una Arqueología Latinoamericana? Aún no tendríamos elementos para pensar esta respuesta de inmediato; si emerge un proyecto latinoamericano de corte académico, será sobre el sustrato de lo que han trabajado previamente los movimientos sociales latinoamericanos, y sus proyecciones en escenarios académicos, sobre todo en lo que en América Latina hemos venido llamando los estudios interculturales (Mignolo, 2001).
Debemos aceptar, sin embargo, que la afirmación de Politis es cierta en el sentido de remarcar la dependencia política y económica de Latinoamérica como enclave colonial (Rivera, 2013). Sin embargo, no deberíamos quedarnos con la primera capa estratigráfica y creer que en contextos coloniales no hay fisuras e intersticios que son abiertamente contrarios a la hegemonía. Lo que debemos reconocer, no es precisamente el marco de sujeción que supone el neocolonialismo, que es tan evidente y visible, sino las respuestas que se dan a esa sujeción, que son variadas e impredecibles. En América Latina, la crítica a la hegemonía se viene dando desde diversos frentes, y considero que es desde esos intersticios donde se debe construir una ALD, pues el sustrato común crítico sí está desperdigado por toda la región, es convocante, y vinculante, y puede permitir una asociación a escala continental.
Evidentemente, la variedad de tradiciones arqueológicas en América Latina, de las que habla Politis, se explica por cuestiones tan simples como la espacialidad, y factores adyacentes como la monumentalidad. Por ejemplo, el proyecto de los arqueólogos estadunidenses, que generó lo que podríamos llamar el establishment arqueológico, el canon arqueológico, el mainstream arqueológico, sobre los complejos maya, generó toda una tradición de investigación sobre Mesoamérica basada en la monumentalidad de algunos complejos como Chichén Itzá (Patterson, 1986). Lo mismo ocurrió con los proyectos de arqueólogos estadunidenses en los Andes Centrales (Aguilar, 2011), y su construcción de Machu Pichu como ícono de la arqueología andina. De hecho, la visión monumental de la región implicó que lo que no fuese monumental sería catalogado como intermedio, accesorio, un mero apéndice; de allí la idea del área intermedia como un área sin monumentalidad o de bajo desarrollo sociocultural (Hoopes, 2004).
En este sentido, la visión dominante de la arqueología latinoamericana ha sido considerar que el continente americano, en especial Centro América y Sur América, son expresiones de fenómenos de complejidad social que, para el caso de Centro América y los Andes Centrales, alcanzaron las dimensiones de imperios. Este proyecto, de un catálogo de culturas que calzan perfectamente con categorías como las del neoevolucionismo (bandas, tribus, cacicazgos, estados e imperios), se inició a inicios del siglo XX bajo el mandato de magnates como Gustav Heye quien, a la vez que coleccionaba precolombinos, apoyaba labores de espionaje para la inteligencia norteamericana. En una compleja red, había arqueólogos espías en México (Londoño, 2020) y Argentina (Bonomo y Farro 2014), bajo el mando de Heye. Hoy día, Heye se reconoce en los Estados Unidos como un filántropo de la museografía de las culturas de América, pero en realidad era un empresario que amaba la colección de precolombinos, y la expansión de su fortuna y la de sus socios. De allí la necesidad de desplegar sobre América Latina redes de espionaje que garantizaran que los emprendimientos norteamericanos dieran sus frutos. Si era necesario comprar gobiernos, hacer golpes de estado, no se escatimarían esfuerzos, pues la tarea era controlar el patio trasero.
Frente a la última idea debemos señalar que, si bien el neoevolucionismo es una corriente formada formalmente en la década de 1950 (Trigger, 1992:170 y ss.), la idea de una evolución por estadios fue constitutiva de la modernidad, y lo que vino a hacer el procesualismo, o Binford con su célebre ensayo Archaeology as Anthropology (Binford, 1962), no fue cuestionar el evolucionismo, sino complejizar el análisis de las causas de los cambios culturales, y las maneras de percibirlo en el registro arqueológico. Se desterró la difusión como mecanismo de cambio cultural, pero la idea de niveles de sujeción humana no se abandonó. De todas maneras, es un debate cuyo detalle debe precisarse.
Aestaaltura,meparecequeelaportedePolitisnoshapermitido reflexionar sobre qué sería una arqueología Latinoamericana. La tarea no es sencilla, pero sin duda, un sustrato de una práctica arqueológica regional tiene denominadores comunes como la lucha por la autonomía cultural, la recuperación de territorios ancestrales, y la generación de contenidos propios para una enseñanza descolonizada. Seguramente, sería más plausible, y menos arrogante, decir que, si bien no existe una arqueología latinoamericana, si existe un sustrato de descolonización de la historia que fácilmente permitiría la existencia de una arqueología latinoamericana enfocada en un proyecto decolonial. Como lo han mostrado los estudios sobre los movimientos sociales en América Latina, las comunidades de base deben configurar una política cultural donde se revindica el derecho a existir, en el marco de una cultura política dominante que niega la existencia de esa diferencia (Escobar, Álvarez y Dagnino Eds., 2001). De esta suerte, la lucha por la persistencia hace que América Latina, más que ser el depositario pasivo de la neocolonización, es un espacio de política cultural.
Está claro que en la década de 1990 antropólogos como A. Escobar (1990) intentaron generar herramientas para la comprensión de las dinámicas culturales en América Latina asociadas a los determinantes de la dependencia económica y política. Esta visión, permitió ver algo que en la mirada de Politis es invisible, y es la existencia de espacios ontológicos que persisten y resisten más allá de los condicionamientos obvios que supone el actual sistema de relaciones políticas que gobiernan las relaciones entre el Norte y el Sur. Obvio, sobre una enorme presión social a cargo de proyectos coloniales o neocoloniales, no hay otra respuesta que la tensión constante; de esta tensión emerge el proyecto decolonial que no es otro proyecto que una declaración del derecho de los pueblos a vivir según sus ontologías; este es el pluriverso de que habla Escobar (2012). Esta presión, Escobar y otros (Escobar, Álvarez y Dagnino Eds., 2001) la teorizan como una política cultural, pero actualmente es mejor comprendida como una contrahegemonía a través de las ontologías locales que, si bien generan estrategias de resistencia, se basan en formas particulares de ver el mundo, más allá del marco ontológico moderno. Esa ontología se moviliza, es cierto, como política cultural, e igualmente permite la conformación de espacios de autonomía que dada su diversidad nos hace hablar de pluriversos (Escobar, 2018).
Antes de pasar al siguiente apartado, podemos concluir con Politis que no existe, a nivel formal, una arqueología latinoamericana que se caracterice por la adscripción a un modelo de la filosofía de la ciencia, y a una teoría de la cultura, tal como ocurrió con la arqueología científica norteamericana (Watson, LeBlanc y Redman, 1974); a pesar de esto, sí ha existido una crítica a las narrativas hegemónicas de la historia que se han agenciado desde los movimientos sociales, en especial los movimientos sociales indígenas. En estos procesos, en algunos casos, se ha usado la arqueología como instrumento de esa crítica histórica contrahegemónica. De esta suerte, aunque no hay un programa formal si hay unas bases sociales y políticas que nos permiten hablar de una crítica a la historia hegemónica como sustrato cultural de los movimientos sociales latinoamericanos. Sobre este filón quisiera presentar las posibilidades de una arqueología latinoamericana que podría ser una arqueología decolonial.
Una primera idea es que una ALD debería configurarse por medio del sustrato que existe por la crítica a la historia hegemónica que se ha hecho desde diferentes frentes, en especial por los movimientos sociales indígenas y campesinos. No debemos olvidar que la crítica a la historia hegemónica se ha hecho precisamente contra el relato de una América Latina construida sobre la imagen de una representación fiel de Europa. Pensar lo latinoamericano como un eco de Europa ha permitido la construcción de lo que sería “la doble conciencia que genera la diferencia colonial” (Mignolo, 2000). Esta tesis recalca un fenómeno de la experiencia colonial en el cual los sujetos colonizados son obligados a medirse, expresarse, y pensarse con un marco de referencia impuesto, en el que se les describe como inferiores y abyectos. Esta sería la colonialidad, como forma de representación que acompaña las dinámicas del colonialismo.
Según Walter Mignolo, sería muy útil usar las ideas de W.E.B. Du Bois, quien escribió a inicios del siglo XX sobre el ser afroamericano en los Estados Unidos. Du Bois lo dijo abiertamente: el sujeto subordinado vive atrapado en la trama de la doble conciencia, sabe que es afro pero debe medirse con la vara de los blancos. Como sujeto subordinado, Du Bois recalcaba que el problema de los subordinados era, entonces, la necesidad de mirarse por medio de los ojos de otro, sentirse como el otro (Du Bois, 2008). De esta suerte, todo el acervo local, la piel, el cuerpo, las formas de hablar, al compararse con el modelo establecido, pasan a ser cosas subvaloradas, condenadas, y menospreciadas, cuya única posibilidad de ser tenida en cuenta es como objeto de estudio, como folclore, como cultura, nunca como resistencia y acción política.
Del reconocimiento de la existencia del otro, en el marco de la doble conciencia de Du Bois, nace la antropología y la arqueología, que son disciplinas que se permiten hablar del saber de los otros para que este saber sea representado como cultura o como folclore (Trouillot, 2011), en suma, como objeto de estudio; esto es lo que Walter Mignolo sugiere nominar como “occidentalismo” (Mignolo, 1998), que sería ese entramado de cosas dichas sobre América desde el saber colonial que va desde su nominación como Indias Occidentales hasta América Latina. También lo sugiere Mignolo, descentrarse de los loci de enunciación occidentalistas supondría un post-occidentalismo.
Desde la perspectiva de Mignolo, la crítica a la historia hegemónica que se ha dado desde los movimientos sociales ha agenciado uno post-occidentalismo, que sería análogo o sería de todas formas el mismo fenómeno que ocurrió con la descolonización de los países que pertenecían al imperio británico. Así que el occidentalismo con su construcción de América Latina sería el equivalente al orientalismo de Said (1999).
El occidentalismo, promovido desde centros de investigación del mundo noratlántico, se da dentro de un marco científico neutral, que no implica el cuestionamiento del propio sistema cultural que se arroga el derecho de hablar de otros o por los otros. Esta estratagema es muy sutil, pero no por ello imperceptible, y es el fundamento de la formación antropológica por lo menos en las academias latinoamericanas que acogieron el modelo boasiano. Cuando se pone a andar la máquina de la representación del otro, lo primero que se hace es neutralizar la doble conciencia por medio de la aceptación de la otredad en escenario simbólicos como el patrimonio o el folclore. El otro es bueno si es artesano, si es ecológicamente correcto, si ayuda a las industrias culturales, y demás. De esta suerte, esa aceptación genera ilegitimidad a los otros que están en los frentes de batalla en la lucha por la tierra, o por la autonomía política; sobre ellos el estado no tendrá ninguna consideración, y no podrán ser representados dentro del marco de representación positiva que se debe dar con la conformación del estado nacional (Londoño, 2010).
Dentro de la mecánica del pensamiento colonial o de la colonialidad y sus materializaciones como el occidentalismo, tenemos dos canales, dos ríos que desaguan en el mar de las representaciones de la identidad para el caso de América Latina. En un lado, está el canal de la representación hegemónica donde una elite define los valores, los marcos normativos, los estándares que guiarán la medición de los actos aceptados, de las historias correctas, de los personajes apropiados. Los estudios sobre la construcción de la nación en América Latina han mostrado que después de la tercera década del siglo XIX, el problema fundamental será cómo representar la nacionalidad, cómo definirla y, cómo enseñarla a los ciudadanos (König, 1994). De esa necesidad no exenta de polémicas, vendrán los primeros trazos de América representada como una moza india adornada de guirnaldas de plumas de aves multicolores rodeada de las riquezas. No hay mayor expresión de esta representación, y su vigencia, que las cornucopias del escudo nacional de la república de Colombia. Además de esa representación, se pondrá en esa corriente la idea de que, en regiones como el antiguo Virreinato de la Nueva Granda, se hablará el mejor castellano del mundo de tal suerte que la lengua será paradigmática en la definición de los valores de la americanidad; como lo han mostrado algunos estudios, para poder legitimar en cierta medida cierta supremacía política los políticos decimonónicos en Colombia combinaban su agencia política con su erudición lingüística (Deas, 1992). En este sentido, M. Arana (2014) mostró que, después de la muerte de Bolívar, se generó un proceso de reconfiguración de su memoria, en especial por quienes lo habían controvertido en vida; así, una vez muerto, hablar en su nombre siempre ha sido una empresa de gran redito político en el ejercicio de construir comunidad imaginada (Anderson, 1993). El culto a Bolívar será uno de los primeros dispositivos para generar esa imagen positiva y aceptada de la latinoamericanidad definida por los valores de la religión católica y el castellano. Como se ve, es un proyecto que se construye de cara a los valores eurocéntricos condenando los sistemas de valores locales. En términos de Du Bois, como bien lo ha sugerido Mignolo (2000), la representación de Bolívar llevará a la construcción de una idea de nación que negará la colonialidad de la doble conciencia. Una nación construida como un reflejo de una imagen ficticia de Europa, a la larga, impedirá que en América Latina las mujeres afros se sientan bien con sus cabellos, que las lenguas indígenas sean aceptadas para trámites burocráticos, que se acepte a los indígenas y raizales el castellano como segunda lengua, que se permita la jurisdicción especial indígena. Está muy claro que el problema de la subordinación de América Latina no es una cuestión ocasional o coyuntural, sino que América Latina se construyó para medirse con los valores, primero de la colonialidad peninsular, y después con el occidentalismo de los Estados Unidos; de esta suerte, América Latina se construyó para ser deficitaria. C. Walsh (2014) señaló hace algunos años, siguiendo la tradición decolonial, que el proceso de trascender esta subordinación suponía una pedagogía construida sobre, por lo menos, uno de los pilares de las ontologías locales. De ahí la idea, incluso, de despojarse del nombre colonial, América, y del nombre occidentalista, Latina, para recuperar nombres locales como Abya Yala.
Además de esta corriente, de un nacionalismo construido sobre la sombra de Europa, emergerá una corriente que pretenderá distanciarse de esos pilares fundamentales para movilizar imágenes locales que muestran los puntos de partida silenciados por la experiencia colonial. Esta crítica abracaría desde autores de la colonia temprana como Guamán Poma de Ayala, para el caso peruano, o los escritos de Ixtlixochit, para el caso mesoamericano (Mignolo, 2000). Una inferencia importante que podemos hacer del estudio de la obra de Guamán Poma, de Ixtlixochit, o de Du Bois, o de cualquiera que enuncie o escriba desde la doble conciencia colonial, es que parte del enunciado estará relacionado con los intentos de exorcizar los denominadores comunes y los lugares frecuentes en que lo latinoamericano es representado, tanto en el periodo colonial, como en su continuación en el proyecto republicano. Además, está claro que desde la escritura de Guamán Poma o de Ixtlixochit, todos y todas las personas que escribimos en contra de la historia hegemónica, lo hacemos porque compartimos el reconocimiento de la experiencia de la doble conciencia; y en vez de buscar el lado eurocéntrico, lo que nos hace blancos, la crítica contrahegemónica busca en lo local, así tenga que inventarlo, para romper las cadenas de lo blanco. No somo negros, ni indígenas, ni blanco, pero nos va mejor si nos creemos indígenas o afros. Por ello, resulta irrelevante preguntar si los procesos de etnogénesis se dan sobre una base real de etnicidad; si operan, es simplemente porque existe un colectivo explorando las costas postoccidentales.
De esta manera, nos encontramos que el siglo XIX latinoamericano será el siglo de la construcción de la nación sobre la negación del saber indígena o afrodescendiente, y de esa negación emergerá la doble conciencia latinoamericana. Como muy bien lo plantea Mignolo (2000), la crítica que emerge desde la doble conciencia colonial se da con la modernidad porque es con ese proyecto de domesticación llamado América de donde emergerá el sin sabor de tener que representarse con los trazos y texturas del dominador, tal como lo recalcaba Du Bois. Antes no se daba este problema porque la dinámica de la identidad, por lo menos en lo que se llamará después América, no se daba por medio de la globalización de los valores de la modernidad que se dará con la conquista (Mignolo, 2012).
Si tomamos el derrotero decolonial nos encontramos que una arqueología decolonial, que también podría ser una arqueología postoccidentalista, será una arqueología que ayudará en la comprensión de la construcción de la alteridad por medio de los mecanismos de la segregación que produjo la colonialidad. Será una arqueología que ayudará a comprender los mecanismos por medio de los cuales fue construida en América Latina una diferencia que es entendida actualmente como una diferencia racial. Leyes que regulaban la manera de vestir de la servidumbre en Brasil (Symanski, 2008), normas sobre quién podría ser profesional en Ecuador (Castro-Gómez, 2010), consumos suntuarios en órdenes religiosas en Colombia (Londoño, 2011), todos eran instrumentos que estaban generando una biopolítica que marcará los paisajes de las sociedades latinoamericanas, de hecho, permitirá la sedimentación de la idea de América Latina. Dado el marco normativo segregacionista, un sentido de lo práctico (Bourdieu, 2008) dentro del escenario colonial fue haciendo que ciertas profesiones fuesen racializadas; fue así como en las plantaciones, los cargos técnicos fueron prohibidos a afrodescendientes, y se les construyó como meros proletarios en los que no valía la pena dejar emerger proyectos menos asimétricos de explotación de la tierra, como cooperativas campesinas (Mina, 1975). Claramente, esta segregación hizo que el único espacio de autonomía de la población racializada fuese escenarios que no estaban determinados por el saber, como la medicina, sino espacios ontológicos como la música, la danza, la gastronomía, y hoy día deportes como el fútbol.
Según lo anterior, una arqueología decolonial será aquella que ayude a comprender estos mecanismos de diferenciación, y la manera como genera una idea naturalizada de la sociedad latinoamericana como una sociedad basada en diferencias raciales. Evidentemente, esto sería una arqueología que se apoyaría de fuentes históricas y etnográficas, y no tendría como propósito fundamental conocer el pasado prehispánico, sino ayudar a entender cómo se construyó la diferencia colonial que es una diferencia percibida como racial. Esto no es una cuestión menor, la desigualdad estructural que se presencia en la región no se da por una ausencia de emprendimiento, o falta de desarrollo, sino por la construcción de Latinoamérica como una región residual de abyectos raciales.
Un efecto de una arqueología decolonial, será que generará una trivialización de los intentos de la arqueología hegemónica de temporalizar la alteridad, tal como lo explicó J. Fabian (2019). Una manera en que la antropología se hizo cargo del otro colonial sin comprometer el marco de observación colonialista que le correspondía, es decir, sin denunciar la modernidad como un espacio político de construcción del otro, fue generando categorías que tenían la función de temporalizar la alteridad al hacerla pasar como originaria o primitiva. De hecho, la popularidad que tiene en la Argentina la arqueología de cazadores-recolectores, se debe a que permite manejar lo indígena desde una distancia temporal, sin tener que establecer relaciones entre el pasado, en especial el de la construcción de la identidad nacional argentina sobre la sangre de los pueblos pampeanos, y el actual reclamo de las comunidades indígenas por autonomía política y por la defensa de sus territorios (Jofré, 2012).
Así como es necesaria una arqueología de la construcción de la diferencia colonial, y endocolonial, sería necesaria una crítica a la arqueología hegemónica y su naturalización del distanciamiento temporal como política connivente con la modernidad y la generación de subordinados como masa biopolítica necesaria para la reproducción del capital. Claro, los arqueólogos que se dedican a buscar huellas del poblamiento temprano no son los artífices de las políticas de pauperización, sin embargo, al no criticar categorías como cazadores-recolectores, cacicazgos, estados, ayudan a crear la idea de que la pauperización en América Latina es un problema endémico de falta de desarrollo, y no una larga historia de construcción de la región como enclave.
Además de la idea de una arqueología del poblamiento temprano, de los no-agricultores que serían los cazadores recolectores, está la arqueología de los cacicazgos, la arqueología de los no-estados, que son los pilares sobre los que opera lo que podríamos denominar el mainstream arqueológico en la región (a excepción de México y Perú donde la arqueología hegemónica por medio de universidades estadunidenses investiga las manifestaciones imperiales mesoamericanas y andinas). Como podemos apreciar en estas dos categorías, la arqueología hegemónica se ha construido como un saber sobre dos categorías negativas, que serían las sociedades que no fueron agrícolas, y las sociedades que no tuvieron estado.
Aunque Fabian no detalla en su libro una crítica al neoevolucionismo, si deja en claro que son este tipo de categorías, de tipologías, como las que propone este enfoque teórico, las que suponen una negación de la coetaneidad con el otro para así producir el enunciado antropológico distanciado e inmune a la crítica, en tanto se supone que al aplicar los enfoques instrumentales se hace una valoración científica libre de componentes axiológicos no científicos.
Por ejemplo, la categoría de complejidad social ha sido uno de esos regalos que como la NASCAR, el Futbol americano, y MacDonald’s, hemos obtenido de la americanización del mundo. La categoría de complejidad social nos dice que hay dos tipos de sociedades: las que son complejas y las que no. El rasgo que define a una sociedad compleja sería la apropiación de una elite de recursos sociales como mano de obra, o territorios, o recursos como el agua (Furholt, et al 2019); al darse esa apropiación emergerían elementos como la monumentalidad, la centralización y la jerarquización, que serían los rasgos arqueológicos definitorios de ese fenómeno antropológico. Dado que ese fenómeno es universal, es decir, en todo el mundo se debe haber dado la complejización, es posible investigarlo globalmente para hacer comparaciones. De esta manera, centros como la Universidad de Pittsburg y su larga experiencia en investigar Latinoamérica desde la visión del occidentalismo, ha promovido la investigación de complejidad social como un fenómeno natural, humano, que se ha dado a lo largo del tiempo y el espacio. Esto ha permitido a este centro de estudios tomar datos a lo largo del mundo desde un enfoque neutral, apartemente sin repercusiones políticas para los países donde se hacen las investigaciones. El uso de la categoría, sin embargo, cumple su función alocrónica, señala que los datos así tomados no tienen ninguna relación con los problemas o conflictos identitarios que se desarrollan en las regiones de estudio en el presente; igualmente, el estudio nada tiene que ver con el hecho de que en los países donde se desarrollan esos trabajos hay una gran influencia no solo cultural de los Estados Unidos, sino una influencia económica y política dentro de lógicas neocoloniales.
Si hacemos una revisión del caso colombiano, nos encontramos que la arqueología hegemónica ha tenido dos grandes puntos de inflexión. Su inauguración como rama profesional del conocimiento, lo cual se dio con las primeras tesis doctorales en arqueología en territorio colombiano, específicamente en Santa Marta, en lo que se conoce como la cultura arqueológica tairona (Londoño 2020); a pesar de que ha pasado más de un siglo, esta arqueología fundó la idea de una práctica que recobra materiales de una antigua civilización que se supone dejó ciudades perdidas. Como bien lo señala Fabian (2019), el discurso antropológico, en este caso arqueológico, distancia estas aldeas del espacio por medio de su nominación como ciudades perdidas, para permitir que sobre ellas pueda decir algo la arqueología como discurso de disciplinamiento de la historia; en estos casos la arqueología busca lo que se perdió, no dialoga con las historias locales y sus disidencias narrativas, que son presentadas como de valor anecdótico o simplemente son obviadas del análisis académico. El segundo punto de inflexión es el cambio teórico en la perspectiva de análisis que se da a finales del siglo XX. Una crítica interna de la arqueología hegemónica hace que se critique la manera como se construye el dato arqueológico; ya no basta la monumentalidad, ni el criterio de coleccionista en el recaudo del dato; ahora se trata de comprender las secuencias de cambio y su relación con factores que se pueden evaluar arqueológicamente. Con este cambio, podríamos pensar la llegada del procesualismo a la arqueología practicada en América Latina. Un elemento importante del procesualismo, es que hizo que el análisis arqueológico fuera más sofisticado, pero ello en nada comprometió el distanciamiento temporal que le permitía considerarse como una práctica antropológica.
Al preguntarnos por las preguntas de la arqueología hegemónica, bajo los ojos de autores como Fabian (2019), vemos que el cambio en las preguntas arqueológicas para nada comprometió el proyecto de distanciar el otro de manera temporal; esto se hace identificando al otro como fenómeno antropológico que es lo mismo que decir que es un fenómeno atemporal (la caza y la recolección es atemporal, la complejidad social es atemporal; de otro lado el origen de la agricultura es un fenómeno temporal que no volverá a pasar, lo mismo que la domesticación de animales; así que a la final también son fenómenos atemporales). Así, se construye un otro que debe ser registrado en cada ciudad, en cada pueblo, en cada aldea, bajo las categorías tipológicas atemporales. Este mecanismo, sin duda, es paradigmático de la disciplinas occidentalistas y su afán de comprender/domesticar América Latina.
Si bien reconocemos la existencia de una contrahegemonía que configuraría el post-occidentalismo, el occidentalismo sigue más vigente que nunca. El afán de los inventarios de sitios arqueológicos, que se da a escala global no, es más, entonces, que el proceso por medio del cual se construye una narrativa sin sujeto, por un sujeto que se esconde en las categorías científicas atemporales. Eso sería el procesualismo, un enfoque donde el loci de enunciación se esconde para enunciar una historia sin sujetos, por sujetos que no quieren que se sepa su historia. Esta mecánica procesual que trabaja sin sujetos tiene como pilar fundamental, para el caso de gran parte de América Latina, el manejo de fragmentos de cerámica que son representados como equivalentes a sociedades; en este grado de arqueometrización, cierto número de fragmentos pueden equipararse con cierto número de pobladores de tal suerte que es posible hacer acercamiento paleodemográficos. Como se puede apreciar en estas ecuaciones arqueométricas, las categorías de análisis son poblaciones abstractas, meros datos arqueológicos, y no es posible que sean usados para otra cosa diferente que hacer mediciones arqueológicas. Si bien estos dispositivos se diseñan para hacer estas mediciones, lo que es invisible para la arqueología hegemónica o para los arqueólogos hegemónicos, es precisamente que el nivel de invulnerabilidad a la crítica de estos enfoques es premeditado, para que no tenga que entrar a cuestionarse quién elabora esos dispositivos de arqueometrización, cómo se enseñan, cómo se reproducen, cómo se imponen, y cómo en su uso se doméstica o se silencian otras historias.
Si hacemos un sumario de este apartado, nos encontramos que en la construcción de América Latina ha operado una narrativa hegemónica que se construyó sobre la negación del otro, y de la imposición del marco de representación de lo blanco sobre el saber y cuerpos de indígenas y afrodescendientes. Esa otredad, se convirtió en objeto de estudios de lo latinoamericano, y configuró un occidentalismo; este modelo funcionó a través de un mecanismo particular consistente en el estudio de la alteridad como fenómeno natural. De esta suerte se habló del otro en tanto era cazador-recolector o agricultor, permitiendo con ello la emergencia de la arqueología. No olvidemos que, en Argentina, por lo menos en La Plata, la arqueología siempre ha hecho parte de las ciencias naturales. Según este panorama, la aceleración de los análisis post-occidentales deberá permitir la formación de una arqueología decolonial que deberá pasar revista a la manera como América Latina se construyó.
En el 2006 cuando AS hizo el llamado a reflexionar sobre América Latina, fue evidente que primó un reconocimiento negativo: se remarcó en lo inexistente y se hizo un balance, considero, desde el occidentalismo. De hecho, en ese balance Politis señalaba que poco se había transitado el procesualismo, y que los mayores desarrollos metodológicos estaban asociados a investigaciones etnoarqueológicas, suyas. Este panorama es, indiscutible, pero se hace desde el punto ciego del occidentalismo a través de la tipologización de ciertos fenómenos en categorías atemporales: puro alocronismo.
A pesar de los intentos de hacer análisis de dinámicas antrópicas del pasado, desde un punto de vista científico, dicha perspectiva no cuestiona las categorizaciones, las temporalidades, y el consumo del pasado en paquetes de fácil consumo que se hacen para la ciudadanía, sobre todo en los programas de arqueología preventiva (Gnecco y Días, 2015). Igualmente, encontramos las narrativas escolares que dan sentido a una historia occidentalista que permite aceptar la conciencia criolla que es, en últimas, una conciencia que acepta denigrar de la herencia local. Está claro, que la arqueología hegemónica no tiene como función principal cuestionarse, y que hay dispositivos que funcionan para inhibir la crítica. De hecho, no se considera arqueología la serie de estudios que documentan la manera en que el occidentalismo condicionó una serie de preguntas arqueológicas. Un paper de este nivel no saldría en un journal de arqueología y tal vez en uno de estudios culturales. Tampoco se considera arqueología, los análisis que dan cuenta de la manera en que se piensan los mecanismos de cambio cultural en el pasado, y cómo esas consideraciones afectan proyectos históricos post-occidentales, si queremos usar la jerga de Mignolo. Acá habría que hacer una advertencia y precisar, como se ha hecho desde los estudios decoloniales, que el postoccidentalismo no es una categoría temporal, pues justo en el momento en que se inició la conquista, ya había sujetos discutiendo las narrativas hegemónicas, así que lo que une a América Latina, es ese discurso contrahegemónico, que es la marca constitutiva de nuestra identidad. Repeler la contrahegemonía, será la regla a través del disciplinamiento necesario para instaurar el ciudadano latinoamericano; y ejercitar la contrahegemonía, será una suerte de proscripción que tiene claros mecanismos de sanción.
De esta suerte, los únicos sujetos realmente modernos serían los latinoamericanos, pues con América emergió esa negación de la identidad local para constituirse como sujeto, lo cual sería un fenómeno propio de la globalización iniciada en el siglo XVI. Cuando se miran las crónicas tempranas de la conquista de regiones como el norte de Colombia (Londoño, 2019), se nota claramente que en esos momentos no es tan importante identificar al otro en sus particularidades, y que será con el paso de la conquista que el problema de nominar al otro correctamente, se abrirá paso. Ese proceso de nominar el territorio, evidentemente se relaciona con los intentos de controlarlo (Herrera, 2014).
Dado este panorama, la reivindicación de lo local como base de la historia contrahegemónica no debería agotarse en los intentos de develar los mecanismos por medio de los cuales emergió el criollismo, por ejemplo, como forma de resolver el dilema de la doble conciencia en el marco de la colonialidad. Si bien es fundamental esa tarea, develar cómo en el juego de la doble conciencia se optó por la mirada desde la ontología de lo blanco, como proyecto de nación, también constituye una tarea imperiosa la generación de otras categorías, de otras nominaciones, para generar otros ordenes sociales. Considero que un problema de la crítica a la hegemonía cultural que se da, en América Latina bajo el paradigma de la doble conciencia, es que supone que la tarea es solo la develación de los mecanismos, y no la construcción de otros regímenes que, aceptémoslo, formarán otra hegemonía. En este nivel seguro la arqueología como proyecto de construcción histórica, tiene mucho que aportar.