Artigo
LO RELIGIOSO DESDE LA MIRADA
Recepción: 20 Octubre 2022
Aprobación: 20 Octubre 2022
Acepto el complejo desafío de escribir sobre mi relación con la imagen, con la religión, con la investigación, con la narrativa; y sobre el encuentro con Mattijs van de Port y su trabajo. Empezaré contando el rol de la fotografía en mi trayectoria académica. Desde mis años de licenciatura, mi consumo de imágenes, particularmente a través del fotoperiodismo, fue muy estimulante. Llegué a México proveniente de Bolivia en 1988, y me recibió una explosión de la foto en los matutinos. Acababa de nacer el periódico La Jornada unos años antes, y una de sus improntas fue dar a lo visual –la foto y la caricatura– un lugar preponderante. Los fotógrafos eran tan importantes como los articulistas, su trabajo valorado, su discurso podía marcar la agenda pública en algunos temas. La creatividad y la imaginación impregnaban esas páginas que yo consumía con avidez. Yo, que tenía una cámara alemana heredada de mi padre –que luego la extravié–, empecé tímidamente a hacer mis propias fotos. Hasta que llegó un iniciático viaje a Nueva York y pude comprarme una Canon AE-1 con mis pocos recursos de estudiante. La semilla de la imagen estaba sembrada, mi sensibilidad sólo habría de crecer. Desde entonces la cámara me acompañó en cada aventura, desde ahí que no paro de mirar, registrar, volver a mirar; incluso en varios momentos me puse la pregunta si, en realidad, debiera dedicarme a la imagen y no a las ciencias sociales.
Entretanto mis estudios sociológicos avanzaban. Mis temas de interés iban consolidándose y la religión se ubicaba en el centro de mis preocupaciones. A los meses de haber empezado la vida universitaria, me quedó claro que ese era mi camino, y que lo religioso sería una compañía permanente. Pero había un tercer frente: la narración. Si bien no tenía las competencias de poeta o novelista, sí cultivé el hábito de la escritura regular en tres frentes: por un lado, como vivía lejos de mi familia, sostenía de manera regular intercambio epistolar con varias personas de mi país, Bolivia. Por otro lado, en el primer año universitario, cuando no había cumplido 19 años, un profesor nos invitó a escribir un diario, así, llanamente, un cuaderno donde anotemos todo lo que nos pasaba, lo que se convirtió en mí en otro puntal de mi relación con mi entorno cotidiano. Finalmente, empecé a publicar artículos de opinión en un periódico boliviano, lo que abrió la dimensión de la escritura como intervención pública.
Con esos tres arroyos fuyendo desobediente y apasionadamente, empecé un momento clave de la formación de todo académico: el doctorado. Llegué a la Universidad Católica de Lovaina en Bélgica, una escuela de fuerte tradición en sociología de la religión, donde aprendí el oficio en todos sus detalles; les debo una gratitud enorme a mis formadores. Pero no es menos cierto que, siendo una academia con sólida vocación teórica no tenía en el horizonte a lo visual más que, eventualmente, como objeto de estudio. Durante mis estudios que abordaban el tema de la transformación de los cristianos revolucionarios en los años 60 en Bolivia, continué escribiendo en prensa y tomando fotos, pero siempre como dimensiones desconectadas, casi excluyentes. La redacción de la tesis fue en un lenguaje académico, frío y técnico, y no incorporó ni una imagen. Alguna vez intenté aplicar el método sociológico que había aprendido a un corpus de fotografías, dio resultados interesantes, aunque todavía no significaba un paso más contundente.
Fue en México, al final de la primera década del nuevo siglo, cuando emprendí una investigación sobre la religiosidad popular en la colonia Ajusco en la urbe capitalina, que la imagen se me reveló de distinta manera. Desde el primer día de mi investigación, acudí al campo con mi cámara, y no dejé de registrar visualmente todo lo observado. Tomaba fotos de las reuniones, las festas, las calles, las paredes, los grafitis, los rostros, los vestidos, las comidas, en fin, todo lo que pasaba delante de mí. La experiencia me condujo a dos reflexiones complementarias. La imagen estaba en el centro de la vida religiosa local; sea en el altar de la calle, en el altar doméstico, en el templo, en la procesión, todo giraba alrededor suyo. Imposible esbozar una explicación de la religiosidad en la colonia sin detenerse con suma atención en las imágenes. A la vez, me vi con un registro visual que de miles de fotos que había tomado en unos años. Me puse como tarea sacar provecho de todo aquello. Escribí un libro muy académico que lo llamé Creyentes urbanos (Suárez, 2015) donde explicaba la conformación del campo religioso y sus agentes, pero quedaba claro que la investigación no podía terminar ahí, había mucho más qué mostrar que no cabía en las páginas escritas. Diseñé una página web que permitiera recoger otros materiales –antes de la era de Google Maps y sus facilidades tecnológicas–, en ella mostraba las trayectorias de las procesiones, las calles que tomaban, los circuitos que dibujaban, marqué todas las capillas (más de cuarenta en dos kilómetros cuadrados) y elaboré un mapa en el que se podía ver el plano general con las múltiples capillas, y los detalles de cada una. La página que se inspiraba en trabajos previos de otros colegas (Gutiérrez Zúñiga, de la Torre & Castro, 2011), era una innovación para su tiempo que debelaba una dimensión distinta de lo religioso.1 Por último, con mi propio repositorio de tomas, decidí armar dos productos, un libro de fotos y un video. La aventura fue estimulante porque me condujo a releer mis fotos, detenerme en ellas, clasificarlas, entender cuál era su valor para la investigación, y construir un soporte de comunicación. Tomé dos rutas, escribí un texto y ordené las fotos seleccionadas en una narración coherente. Busqué articular el relato visual, que la foto diga lo que quiere sin necesidad de explicarla, con un escrito que, como en una danza, emprendan un baile cómplice que sólo es aprehensible en su conjunto. Fue la manera de confluir narración, imagen y sociología (Suárez, 2012).
Tal vez enseñanza principal de aquella investigación, más allá del objeto científicamente explicado, fue que la fotografía y el relato podían ir de la mano en la lógica de explicación de lo social, lo que después entendí como sociología narrativa. Lo visual y lo escrito se encontraban en el proceso de investigación, mirar y escribir es un método –con toda la fuerza de esa palabra en la tradición sociológica– que define el objeto, lo potencia, lo crea, lo dibuja, lo limita. No es un problema de divulgación, de públicos, de técnicas, de facilidad comprensiva; se trata de una manera de construir conocimiento, de una posición epistemológica que, como sucede con cualquier camino que uno emprenda en estas tareas, terminará siendo parte de la naturaleza del objeto estudiado.
Con esa experiencia en las espaldas, seguí con un nuevo desafío, ahora pensando desde el inicio que el resultado de la nueva investigación sería un video y un libro de imágenes. Comencé a explorar las formas religiosas en la colonia Condesa, también en la Ciudad de México. Empecé un diario de campo sociológico y un registro visual sostenido. Luego de varios meses de trabajo en el terreno, tuve el material suficiente para elaborar los dos productos. Curiosidades del campo académico mexicano: el libro no fue recibido para ser dictaminado porque no entraba en los estándares de lo que se considera científico. El video tomó su propio camino autónomo, y ahora puede ser consultado libremente.2
Le siguió una tercera investigación en la cual nuevamente la imagen estuvo en el centro: Guadalupanos en París. Consciente del rol de la Virgen de Guadalupe en la diáspora mexicana, me esforcé en analizar cómo llegaron las imágenes de la virgen a Francia –por canales formales e informales–, qué uso se hacía de ella, qué rol jugaba en la reproducción de la vida religiosa allá. Nuevamente, no me desprendí de mi cámara, registrando las festas, los espacios, la relación con la guadalupana en sus varios rostros. El trabajo que ahora está en construcción, se refejará por un lado en un libro formal que contenga la reflexión general, y a la vez en una página web que recoja las fotos, los momentos, los sonidos, los ambientes en los cuales sucede la vida religiosa de los creyentes. Este trabajo buscará ser un ladrillo más en el esfuerzo por hacer sociología desde la narrativa visual.
Y en este camino que siempre es colectivo, apareció la oportunidad de conocer a Mattijs van de Port, que fue de los descubrimientos más estimulantes del último tiempo. Llegué a él sin conocerlo, por invitación, por grata coincidencia provocada por Rodrigo Toniol. ¿Cómo íbamos a interactuar dos polos distintos con una agenda paralela? ¿Un antropólogo y un sociólogo, un mexicano y un holandés? Nos unía la cámara, y el objeto: la religión.
En cuanto se concretó el evento de Río, entramos en contacto con Mattijs. Siguiendo el precepto bíblico “por su fruto los conocerás”, intercambiamos nuestros trabajos, y la cosa fuyó. Primero vi su filme The body won’t close: Bahian tales of danger and vulnerability (2021), luego otros cortos, y todo lo que encontré suyo en redes sociales. Creo haber visto todas sus participaciones, fotos, entradas rápidas o más elaboradas. Quedé impactado, conmovido con su mirada, con su manera de construir el saber desde lo visual. Mattijs me llevó a entender una dimensión distinta de la religiosidad bahiana. Su cámara penetra a las experiencias íntimas de los creyentes, ellos se abren ante su lente, explican, comparten, argumentan sus sentires frente a lo sagrado en sus vidas. En una comunión profunda, tejida con los hilos de la confianza, Mattijs y el mundo que estudia se convierten en uno solo en la pantalla. Uno comparte, vive la convicción del joven que quiere “cerrar el cuerpo”, de la mujer responsable de los rituales, de la comunidad que gira alrededor. Es oler, escuchar, sentir el calor de Bahía, la intensidad de la fe. Como buen fotógrafo de mirada refinada, arma los escenarios con especial cuidado. Introduce sólo lo que debe estar, guarda la toma precisa con panoramas amplios, armónicos. El tiempo es su aliado, es el que crea el ambiente, el que permite que el espectador penetre en la escena, se transporte, se funda en el paisaje. El sonido, que complementa el ritmo, es parte de la atmósfera. Ver uno de los videos de Mattijs es asistir con sus distintas significaciones: “hacerse presente”, vivir, habitar, acompañar.
¿Qué importancia tiene el trabajo de Mattijs en el contexto de las ciencias sociales de la religión latinoamericana? ¿Por qué presentarlo en un encuentro como el de Río? Precisamente, cuando el objeto religión se presenta con tantas aristas, cada vez más dinámico, inaprensible, cuando toca las fronteras de las materialidades, cuando se sale de las instituciones tradicionales para su reproducción y resguardo, cuando quiebra todos los campos, cuando se recompone de maneras creativas y autónomas, cuando navega en soportes cada vez más diversos, cuando es irreductible, cuando su clasificación cuestiona con los moldes antiguos, cuando las categorías como secularización, ateísmo o laicidad suenan insuficientes, este tipo de entradas nos abre las puertas a otra manera de asir lo religioso. No resuelve, pero propone otras rutas. Y precisamente lo visual –como lo propone y entiende Mattijs– tiene esa virtud. No se trata de reducir la complejidad social a una pantalla, no se busca explicarla en todas sus dimensiones dando cuenta definitiva de su funcionamiento en un artículo científico. Todo lo contrario, la imagen muestra, no responde, no reprime; abre las interpretaciones, no las resuelve; propone nuevas rutas a ser dinámicamente reinterpretadas. La imagen inicia una conversación e invita a discutir. En ese sentido, es un instrumento más para el diálogo, para el seminario, para el intercambio. La antropología visual que propone Mattijs deviene así una invitación a ensayar otras maneras de explorar lo religioso en América Latina, una apuesta indispensable para estos tiempos de dinamismos extraordinarios.