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¿OLA CONSERVADORA Y SURGIMIENTO DE LA NUEVA DERECHA CRISTIANA BRASILEÑA? LA COYUNTURA POSTIMPEACHMENT EN BRASIL 1
Joanildo Burity
Joanildo Burity
¿OLA CONSERVADORA Y SURGIMIENTO DE LA NUEVA DERECHA CRISTIANA BRASILEÑA? LA COYUNTURA POSTIMPEACHMENT EN BRASIL 1
CONSERVATIVE WAVE AND THE EMERGENCE OF A BRAZILIAN NEW CHRISTIAN RIGHT? A CONJUNCTURAL READING OF POST-IMPEACHMENT BRAZIL
Ciencias Sociales y Religión / Ciências Sociais e Religião, vol. 22, pp. 1-24, 2020
Universidade Estadual de Campinas
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RESUMEN: El artículo propone una reflexión sobre la ola conservadora que conecta religión y política en Brasil, en el contexto pos-impeachment, anunciando un nuevo régimen posdemocrático, desde la perspectiva de la emergencia política evangélico-pentecostal. Lo hace en términos empíricos y teóricos, a través de un recorrido de procesos que resultaron en transformaciones a la misma identidad política evangélica, en sus interacciones y disputas con tres otros modelos alternativos de presencia pública de las religiones -el jerárquico católico, el de incidencia ecuménico y el culturalizante de los afrobrasileños- y con demandas minoritarias que se volvieron amenazadoras a sectores conservadores de la élite parlamentar y pastoral evangélica reciente. El proceso generó una construcción pentecostal del pueblo que, empezando por un intento de autorepresentación minoritaria (i.e. de ser parte del pueblo) llegó, en los últimos años, por efecto de conflictos con otras demandas minoritarias, a una creciente emulación del modelo “ Tea Party” americano, que se orienta a imponer una representación totalizante del pueblo sobre los demás grupos en nombre de una lógica mayoritaria cristiana producida en articulación con sectores de derecha religiosa y secular.

Palabras clave: Ola conservadora, derecha cristiana, política brasileña, evangélicos, minoritización.

ABSTRACT: The article puts forward a reflection on the conservative wave that connects religion and politics in Brazil, in the post-impeachment context, announcing a new post-democratic regime, from the perspective of an Evangelical-Pentecostal political emergency. It does so in empirical and theoretical terms, connecting processes that resulted in transformations to the very evangelical political identity, through its interactions and disputes with three other alternative models of public presence of religions - the Catholic hierarchical one, the ecumenical public engagement ones, and the Afro-Brazilian culturalizing one - and with minority demands that resulted threatening to conservative sectors of the recent parliamentary and pastoral evangelical elite. The process generated a Pentecostal construction of the people that, starting with an attempt at minority selfrepresentation (ie being part of the people), in recent years, due to conflicts with other minority demands, turned into a growing emulation of the American “Tea Party” model, which seeks to impose a totalizing representation of the people on the other groups in the name of a Christian majority logic produced in articulation with sectors of the religious and secular right.

Keywords: Conservative wave, christian right, brazilian politics, evangelicals, minoritization.

Carátula del artículo

Article

¿OLA CONSERVADORA Y SURGIMIENTO DE LA NUEVA DERECHA CRISTIANA BRASILEÑA? LA COYUNTURA POSTIMPEACHMENT EN BRASIL 1

CONSERVATIVE WAVE AND THE EMERGENCE OF A BRAZILIAN NEW CHRISTIAN RIGHT? A CONJUNCTURAL READING OF POST-IMPEACHMENT BRAZIL

Joanildo Burity
Fundação Joaquim Nabuco, Brazil
Ciencias Sociales y Religión / Ciências Sociais e Religião, vol. 22, pp. 1-24, 2020
Universidade Estadual de Campinas
Introducción

Volvemos, en un sentido, a una práctica muy conocida entre los activistas políticos en tiempos de crisis: la de auscultar señales de la dinámica social, cercanos y lejanos, explícitamente reconocibles o crípticos a la mirada desnuda del observador, en busca de orientación para salirse del entramado que nos sobrepuja y reprime. En una expresión, parecemos volver a reflexiones que tienen fuertemente el carácter de análisis coyunturales. A diferencia de tiempos en los que los activistas intelectuales creían poseer las llaves de acceso a la verdad de lo social y lo histórico, las herramientas que desnudarían los secretos de los procesos vividos y permitirían desvelar un camino de futuro, nuestros análisis de coyuntura son todavía más bien apuestas o pistas de interpretación que análisis hechos en base de procesos que ya estarían establecidos y consolidados.

El dilema de las coyunturas es que, si las seguimos muy de cerca, pegados a los acontecimientos, buscando absorber el sentido común o convergente de todo lo que ocurre, nos perdemos en el caos de las múltiples aperturas que cada evento hace. (Falsas) promesas de que su desarrollo está garantizado o de que la luz que echan sobre cualquier lugar de la vida social anuncia un cambio definitivo en el curso de la historia. Pero si sometemos las coyunturas a una especie de desdén, porque ya creemos que sabemos dónde terminarán o porque ya tenemos la respuesta a su desenlace de antemano, perdemos de vista el hecho de que, en todo momento, siempre vivimos en coyunturas. La mirada elevada de los visionarios, estrategas o maestros del conocimiento es deseo, no conocimiento puro y simple. La contingencia es el terreno primario en la que se mueven los actores sociales, por lo que su existencia e identidad sólo se pueden definir con relación a condiciones de existencia exteriores a si mismos ( Laclau, 2000: 36-38 y 43-44). El mundo de las estructuras o las macro-tendencias sólo se puede discernir a partir del confuso tejido de las tramas incompletas de las coyunturas.

Las coyunturas son tiempo. Pueden ser heraldos de formas duraderas de orden y dominación. Regresiones, estrechamiento de los espacios de acción de ciertos actores, comienzo de períodos oscuros. Pero no hay futuro o salida que no tengan que emerger desde dentro de coyunturas. Es la apertura y la contingencia del tiempo lo que hace que los espacios concretos sean ocupados por cuerpos, voces, instituciones. El tiempo y el espacio inseparables significan que la dureza e imposición de tendencias y mecanismos estructurales están siempre a merced de la resistencia, el fracaso, el conocimiento incompleto, la incompetencia relativa.

Por lo tanto, al abrir la siguiente reflexión sobre la ola conservadora que conecta religión y política en Brasil, anunciando un nuevo régimen posdemocrático 2, quisiera inicialmente sacar consecuencias de estas dos palabras, “coyuntura” y “ola”, como signos del impacto real de las nuevas configuraciones de poder y del carácter deseante -y, por lo tanto, escindido, confrontado por la alteridad, contingente en su realización- de estos discursos de orden.

Hay una clara situación de enfrentamiento, confrontación, que el proceso político reciente ha creado en varios contextos. No sólo en Brasil. Los resultados de este proceso apuntan en la dirección de una radical profundización de la desregulación en beneficio de intereses privados, locales y transnacionales. La colusión entre las instituciones estatales (ejecutivo, legislativo y judicial) ha generado la sensación de que no hay nadie a quien recurrir para detener violaciones de la ley o cambios del marco legal de garantías de los derechos fundamentales y la protección del medio ambiente.

En todos modos, creo que estaremos en mejor compañía si, al auscultar las frágiles vibraciones que resisten a un nuevo proyecto de poder, pudiéremos estar abiertos a escuchar más de cerca, a buscar vocabularios explicativos más finos, a reconocer en nuestra voz analítica el pulso del deseo -que es el nuestro y aquel del otro- y permanecer firmes en la disputa por la realidad, que nuevamente está en cuestionamiento, sin darnos descanso.

Emergencia política evangélica en Brasil

La principal novedad de la política brasileña desde mediados de los años 1980 es, sin duda, la emergencia evangélica, particularmente de contenido y forma pentecostal. Pese a las aprensiones alarmistas de algunos comentaristas ligados al campo cultural del catolicismo o al secularismo académico o partidista, esa emergencia causó un fuerte impacto, aunque no generó un clivaje religioso desde el punto de vista político y electoral. Por clivaje me refiero a un concepto muy utilizado por los estudios políticos electorales que describe un corte desde lo alto hacia abajo en el espacio político (o sectores significativos de él) por un determinado tipo de cuestión o de posición o por la presencia de un específico tipo de actor(es) y su agenda, produciendo controversias, conflictos y (re)lineamientos en torno a esas cuestiones ( Bartolini y Mair, 2007; Dalton, 1996).

Los clivajes sociales o socioculturales no se traducen automáticamente en clivajes políticos. Lo que divide a las personas y los grupos en una formación social determinada, la mayoría de las veces los atraviesa de forma múltiple. Incluso cuando los clivajes sociales se traducen en clivajes políticos, esto puede darse de modo que los límites del orden no se ponen a prueba. Sólo en momentos de seria contestación del orden social, por la aparición de antagonismos que se construyen en torno a una amenaza o enemigos comunes, se puede percibir una dicotomización del espacio social, que puede conducir a una transformación sustancial del orden vigente ( Laclau, 2000; Laclay y Mouffe, 2015). En todos modos, la idea misma de que el impacto de la religión en el contexto brasileño ha producido un clivaje político -sea la confesionalización del Estado, sea la división de la identificación política por alineamientos religiosos o secular/religiosos- no tendría buen apoyo en la literatura sobre la construcción de clivajes políticos en América Latina. En esa región, la correspondencia entre clivajes sociales, clivajes políticos, sistemas de partidos y modelos de formación de políticas públicas no se constituye en los términos de las experiencias europea y norteamericana ( Deegan-Krause, 2007; Kitschelt, 2012; Menéndez Moreno, 2019).

Aunque el impacto es muy claro y todos lo han señalado, no me parece que hasta muy recientemente tuviésemos cualquier evidencia de un clivaje religioso del proceso político y electoral en Brasil. Más bien se trataba de la emergencia pública de un nuevo actor, que en poco tiempo supo manejar las reglas del juego dominantes y construir múltiples espacios de visibilización, influencia y representación. Este proceso ya excede tres décadas, si tomamos el punto de viraje que fue la elección de treinta y dos diputados y diputadas de la Cámara Federal de Brasil para formar la Asamblea Nacional Constituyente, en 1986. Anteriormente había señales de un crecimiento y de los primeros intentos de movilización político-religiosa (por lo menos desde fines de los años 70), no obstante 1986 es un marco crítico, simbólico de cambios muy importantes en la política brasileña 3.

Aunque el proceso no ha producido una confesionalización del contexto político nacional en más de tres décadas, es cierto que puso actores y demandas de base religiosa en la agenda política y la formación de gobiernos. En los últimos años, los cambios importantes en la dinámica social y política brasileña han proyectado ciertos actores de la minoritización evangélico-pentecostal al proscenio de la vida política nacional. Los primeros meses del gobierno de Bolsonaro lo dejan claro. Sin embargo, además de no poder definir “lo religioso” en términos de un sólo clivaje, ni la polarización política corriente como hegemonizada por un componente religioso particular, todavía estamos en un momento de relativo aturdimiento de las distintas fuerzas políticas, en particular las derrotadas en 2018. Así, no me parece posible hacer afirmaciones perentorias respecto de una dirección religiosa de la disputa política en el país, sino en un sentido coyuntural. Si lo que tenemos es un desfecho duradero o la confirmación de lo que siempre se supo, todavía no es cierto, aunque está claro que hubo cambios importantes en la dirección del proceso y es esto lo que hace falta profundizar analíticamente.

Minoritización religiosa en tres períodos

Se puede a mi juicio percibir tres momentos distintos en esa trayectoria política de “los evangélicos” en Brasil 4. Los primeros quince años, marcados por un proceso de minoritización, es decir, emergencia y aserción de una voz propia en busca de reconocimiento y representación 5. El concepto de minoritización implica la afirmación de un nuevo actor político, demandando participación y reconocimiento frente al orden mayoritario, conformando una nueva subjetividad política, disputando la agenda pública, afirmando derechos e incidiendo en las políticas públicas. Los actores por excelencia de esta minoritización han sido, desde mediados de los 1980, pentecostales.

En sus primeros años, esa minoritización pentecostal necesitó afirmarse por medio de marcas identitarias religiosas y tuvo un carácter fuertemente corporativo, no sólo orientado hacia la construcción de una voz propia como envolviendo un aprendizaje político que, a falta de una experiencia y una formación ético-política cuidadosa, arrojó muchos pentecostales en los brazos de las élites políticas tradicionales, cooptándoles para distintas redes de corrupción. Tras décadas de rechazo de la política como sucia y corrompida, esa primera generación de políticos pentecostales se vio atrapada e implicada en casos de corrupción que costarán a muchos la revocación de sus mandatos o la derrota en las siguientes elecciones (como ocurrió en 2006). En este período se constituyó la llamada “bancada evangélica”, institucionalizada en el Frente Parlamentario Evangélico en 2003, con el intento de representar el conjunto de “los evangélicos” y de ser sus portavoces.

En el segundo período, de 2002 hasta aproximadamente 2015, los pentecostales estuvieron aliados con una coalición nacional de centroizquierda. Lula da Silva y Rousseff fueron líderes de este proceso en diferentes mandatos presidenciales, entre 2003 y 2016. Sin embargo, en el nivel parlamentario y de las políticas subnacionales, la posición de los pentecostales jamás estuvo tan alineada con el marco de esa coalición nacional y se distribuía entre diferentes partidos y bloques electorales de forma mucho más desigual y a gusto con evaluaciones coyunturales. En este período empieza una discreta presencia en posiciones de gobierno (asesorías de alto nivel, funciones de dirección ejecutiva en ministerios o secretarías, mandatos de alcaldes y gobernadores, etc.).

En estos dos primeros períodos el perfil ideológico de los evangélicos movilizados y sus preferencias partidistas fueron muy variados. Prevaleció un enorme pragmatismo orientado especialmente hacia la construcción de su visibilidad en términos de conquista de espacios, no de afirmación de un programa o agenda consistentes (además de formas tradicionales de discurso moral que no se originaban en ningún sentido en una concepción alternativa de sociedad o en un proyecto). Asumir posturas de oposición jamás fue relevante para la mayoría de los pentecostales y eso ya era el caso antes de la minoritización de los años 80, cuando rechazaban la participación pública y juzgaban simplemente que la obligación electoral les dictaba que votaran por el gobierno. Sin embargo, la experiencia produjo una notable variación de posiciones mientras que las disputas concretas y la lógica estratégica de la política evidenciaban diferencias en el grupo.

Las tomas de posición se dieron más en el nivel de la actuación parlamentaria y en los pronunciamientos públicos en momentos críticos en los cuales las decisiones gubernamentales, propuestas legislativas o decisiones judiciales de alto nivel -por ejemplo, en la Suprema Corte- chocaban con la orientación moral predominante entre los pentecostales. No con una orientación moral consistente, sino con lecturas del mundo basadas en visiones literales o alegóricas de pasajes bíblicos, aplicadas de modo ad hoc a las opciones y debates existentes. De todos modos, se constituye en ese proceso una élite parlamentaria y pastoral 6 cortejada por su fuerza de movilización electoral de bases moralmente conservadoras entre los evangélicos.

Sin embargo, un tercer período se delinea desde 2014 aproximadamente. Ahí, se dio una inflexión creciente en el perfil de esa emergencia pentecostal, que fue abandonando la posición acomodaticia y pragmática de su actuación en los dos períodos anteriores y asumió, cada vez más, un perfil de confrontación con la agenda de ampliación de los derechos de las minorías y las políticas públicas demandadas por aquellas. El foco predominante de esa oposición estuvo en la creciente confrontación con las pautas de justicia de género, derechos sexuales y reproductivos, protección de las comunidades LGBTQIA+, promoción de la igualdad étnico racial (en un sentido muy particular, que asocia la competencia religiosa de los pentecostales con las religiones afrobrasileñas a su percepción de que las políticas culturales y acciones afirmativas adoptadas promovían estas religiones).

Pero el rasgo más destacado en este tercer período ha sido la fuerte articulación de esa agenda moral por un lado, la posición anti minoritaria por otro, y las posiciones ultra liberales en economía que no correspondían al perfil pentecostal hasta entonces construido. Un marco importante de esta nueva fase fue la candidatura a la presidencia de un pastor de la Asamblea de Dios por parte del Partido Social Cristiano (de centroderecha). Se trató del pastor Everaldo Dias Pereira que en 2014 se presentó con un discurso de síntesis que precisamente se adscribía a aquella posición, aunque con muy escasa votación (0,75%).

La candidatura del pastor Pereira no inició el proceso. Desde 2010, creció la inconformidad evangélica con aspectos de la política de derechos humanos del gobierno petista, con críticas al tercer Plan Nacional de Derechos Humanos ( Tadvald, 2015; Machado, 2012a; 2012b). También se fueron desarrollando, desde 2011, articulaciones entre sectores de la extrema derecha brasileña -no por casualidad, desde entonces, el diputado Jair Bolsonaro fue una figura clave- y sectores de la derecha evangélica, a partir de confluencias entre la agenda moral, el discurso anticorrupción y el rechazo de la continuidad de los gobiernos del PT. La candidatura del “Pastor Everaldo”, como él se presentó, hizo pública una nueva articulación discursiva pentecostal que se lanzó a la toma de la voz evangélica en Brasil basada en un proyecto hegemónico particular. De una perspectiva abierta, de participación en modo pluralista y clave minoritaria, el discurso político pentecostal giró hacia otra perspectiva: cerrada y de imposición de una supuesta “visión cristiana mayoritaria” 7.

En términos generales, esta articulación entre una identidad evangélica-pentecostal centrada en una agenda moral, viejos fantasmas de la “amenaza comunista” y una afirmación incuestionada del neoliberalismo en economía, hace pensar en una experiencia estadounidense compleja y que ha cambiado con el tiempo: la llamada nueva derecha cristiana ( Althoff, 2018; Rubin, 2006; Maldonado, 2013; Smidt y Penning, 1997; Liebman y Wuthnow, 1983). Pero no se trata de simple reproducción de aquella experiencia, sino de una búsqueda deliberada de modelos por una élite parlamentaria y pastoral precisamente sin un programa, aunque con clara voluntad de poder. El caso norteamericano no fue controlado por pentecostales. 8 Se construyó a partir de otras referencias, evangélicas y fundamentalistas, los movimientos Coalición Cristiana y Mayoría Moral, en la década de 1970, ausentes en el contexto brasileño, y no tuvo sucesos significantes hasta fines de 1980 ( Smidt y Penning, 1997; Lienesch, 2014).

El contenido pragmático de la política pentecostal en Brasil, sin elaboración teológica o ético-política distintiva, más allá del uso retórico de citas bíblicas y aplicaciones improvisadas de estas a hechos sociopolíticos concretos, ubica esa generación política pentecostal de los dos primeros períodos fuera de los marcos comparativos con el movimiento estadounidense, aun cuando hay banderas convergentes en lo general. Lo más cercano al caso brasileño, en este sentido, se refiere más bien a otra movilización de la derecha evangélica americana, más reciente, en torno a la candidatura y administración de George W. Bush (2001-2009), analizada de manera sensible y sofisticada por William Connolly (2008), y señalada por muchos otros ( Rubin, 2006; Rozell y Whitney, 2007; Cibulka y Myers, 2008; Marsden, 2013).

Esta articulación reciente, me parece, tiene varias semejanzas de familia (Wittgenstein) con el fenómeno del Tea Party en el Partido Republicano estadounidense, iniciado en 2009, y la ascensión de Donald Trump ( Rubin, 2006; Connolly, 2010; Boorstein, 2010; Zernike, 2010; Wilson y Burack, 2012; Lienesch, 2014; True, 2016; Amadeo, 2019). Uno podría sugerir que lo que pasa en Brasil en el tercer período de la minoritización pentecostal es la “teapartidización” de la política pentecostal brasileña. Así como en los Estados Unidos, hay una visible articulación de pautas morales y antiminoritarias con opciones económicas y sociales fuertemente enmarcadas por el neoliberalismo, en el marco de una formación en la que las demandas y visión de la derecha cristiana se afirman de modo subalterno, al precio de aceptar la agenda económica y política de los neoconservadores.

Esto es, sin embargo, nuevo en Brasil. También lo es la emergencia de “intelectuales orgánicos” que construyen - a través de las redes sociales y canales digitales - un marco discursivo en lo que apropiaciones selectivas, casi siempre en un trasfondo evangélicoconservador o abiertamente fundamentalista, de la teología, historia, filosofía, biología, psicología o derecho, se suman a interpretaciones reaccionarias de los acontecimientos corrientes. Tales intelectuales no son siempre pentecostales, pero también protestantes históricos, católicos y judíos conservadores. Si los parlamentos y administraciones son espacios donde estos intercambios conllevan a decisiones políticas, las redes sociales proporcionan espacios de difusión y embate de ideas, movilización virtual y presencial más allá del control institucional de pastores, obispos y otros líderes eclesiásticos, entre miembros ordinarios de las iglesias. Por otro lado, el contexto brasileño está lejos de la estructura bipartidista estadounidense y la preferencia masiva de la derecha evangélica americana por un partido (el Republicano). Predomina la dispersión de identificación partidista y electoral entre los evangélicos brasileños, más allá de cualquier configuración polarizadora reciente 9. No hay un partido preferencial, no hay una estrategia común o una uniformidad de visión. Pero, sí hay una articulación, una máquina de resonancia (Connolly), que conforma una fuerza política compuesta, construye un pueblo, en el sentido laclauiano ( Laclau, 2014; Burity, 2016b). La onda conservadora es el nombre que asume la confluencia de todo ese proceso en una movilización creciente, pero no está bajo el control de la élite pentecostal en la política.

Cuatro modelos de movilización pública religiosa en Brasil

La élite política 10 y pastoral evangélica post 2011 (el “Tea Party” brasileño) no se mueve en un suelo virgen o vacío. En términos comparativos, este proceso revela cuatro modelos distintos, pero no mutuamente excluyentes, de participación sociopolítica de grupos religiosos. Eso digo para que nuestro análisis no se ubique, ni se defina simplemente en términos de la presencia pentecostal, pues no es la única forma de presencia política religiosa y, en este mismo período, se ve también confrontada de forma creciente por otras alternativas de politización religiosa. Tampoco se trata de modelos constituidos durante los últimos cinco años. Sino que son posiciones predominantes entre determinados bloques de actores e instituciones religiosas. No sólo hay cruces deliberados entre estos modelos, dictados por oportunidades políticas, sino que también hay choques, que provocan cambios o intensificación de énfasis, con admisión de nuevos temas e identificación de nuevas fronteras antagonísticas.

Mi argumento es que, en el período que tomo como referente del presente análisis (1985-2018), cuatro vías de construcción de una presencia pública religiosa se definieron, de modo relacional y potencialmente agonístico. Nunca se trató de una sola “amenaza” religiosa “fundamentalista” o de una forma de alineamiento que incluyera indistintamente a todos los creyentes de cada fe o rito representado. Además, estos modelos no sólo se disputaron entre sí, sino que también se articularon con otras fuerzas no religiosas, dependiendo de cómo se presentaron, confrontaron y/o negociaron sus demandas.

Los cuatro modelos son: el jerárquico-eclesiástico católico-romano; el de representación electoral pentecostal; el de incidencia pública ecuménico e interreligioso; y el culturalizante de las religiones afrobrasileñas. En otra parte, presenté una caracterización preliminar de cada modelo ( Burity, 2018). La reanudo aquí para situar mejor el caso evangélico-pentecostal en el contexto más amplio de una configuración de religión pública ( Burity, 2015a).

El primer modelo es mayoritario e históricamente consolidado. El modelo jerárquico- eclesiástico refiere a la larga experiencia de la Iglesia católica. No es su única estrategia, sino que es la predominante, se manifiesta como una voz pública institucional, controlada y enunciada desde el lugar de la jerarquía e interpelando indirectamente al conjunto de la sociedad, como si toda la gente fuera católica o cristiana de una forma u otra. El modelo supone una comprensión de la Iglesia como coextensiva a la identidad nacional (o, frente a los avances de la pluralización religiosa reciente, a la dimensión cultural de esa identidad, el catolicismo, siendo una especie de sustrato “duro” de la construcción societaria brasileña). Por lo tanto, no se ve desafiado por la existencia de un orden sociopolítico de carácter “secular”, sino que busca constantemente “recordarle” sus orígenes, sus valores centrales y la autoridad social de los portavoces autorizados de esta fundación de la identidad nacional, la jerarquía eclesiástica (particularmente los obispos, y eventualmente otros niveles de liderazgo que invocan posiciones de la jerarquía).

El modelo jerárquico-eclesiástico también se basa en el peso cultural y político de una institución milenaria y global, con inmensa capacidad de influencia en todas las áreas de gobernanza global e incluso con presencia en foros consultivos y deliberativos nacionales. Más allá de la jerarquía, la Iglesia católica funciona al mismo tiempo como una estructura de resonancia y movilización para debates públicos a través de su red de organizaciones y pastorales especializadas, y como un actor con su propia agenda a escala global y local.

El segundo modelo es el modelo representativo electoral que construyeron los pentecostales. Por medio de la competencia electoral estos se orientan a construir una voz autónoma, una representación propia y una influencia social, cultural y política. El modelo fue construido enteramente sobre la difusión del concepto de ciudadanía democrática corriente en el debate y las estrategias de confrontación de la dictadura en sus últimos años (1978-1984) y clave en la movilización y elaboración en torno a la nueva Constitución y las primeras elecciones post presidenciales a la dictadura (19861989). El surgimiento y la trayectoria del modelo representativo pentecostal se vuelven impensables sin las ideas de derecho a la diferencia religiosa, voz, auto organización, representación y sin la construcción de una cadena de equivalencias (Laclau) en torno al concepto de ciudadanía que acercaba y articulaba las múltiples e incluso incongruentes demandas que se planteaban al nuevo orden democrático.

Esto no significaba una adhesión profunda a la democracia pensada desde un registro popular-democrático o radical-democrático de amplia equivalencia entre las demandas en un régimen de participación tendencialmente igualitario, pluralista y laico; y no solo entre evangélicos. Tampoco implicaba una contribución explícita de las iglesias pentecostales a las luchas por la democratización que pusiera en evidencia el léxico de la ciudadanía. El recurso a la ciudadanía significaba adherirse a las reglas del juego y reclamar reconocimiento y presencia pública, traduciéndose en las aspiraciones de ser parte de las grandes decisiones que instituirían una nueva formación social postdictadura. En sus inicios, la estrategia fue fuertemente resistida por el liderazgo oficial de las iglesias pentecostales e incluso por gran parte de los miembros de las iglesias, que se adhirieron fuertemente a una oposición dualista de iglesia y mundo, a la noción de que la política es inherentemente corrupta y a la visión teológica de que, ante el inminente regreso de Cristo, todas las luchas por el mejoramiento del mundo son una distracción frente a la tarea fundamental de la evangelización.

El modelo representativo pentecostal, comenzando con estas referencias, fue estructurado sobre la base de una relación agonística 11 con la Iglesia católica y con la intención de ganar el apoyo de líderes denominacionales o congregacionales pentecostales y evangélicos. El agonismo anticatólico tornaba plausible el argumento de que la relación entre religión y Estado en el país violaba la noción de ciudadanía, porque privilegiaba injustificadamente a la Iglesia católica sobre otras religiones organizadas. Las demandas pentecostales se construyeron como un deseo de ser como la Iglesia católica, en su influencia y presencia asegurada en la escena pública.

Pronto esto se tradujo en un doble cambio en la estructura misma de las iglesias pentecostales:

  1. 1. Desde las nuevas iglesias pentecostales que surgieron a fines de los 1970, el pentecostalismo brasileño fue abandonando su estructura congregacional y se fue “episcopalizando” con el surgimiento de una jerarquía de pastores, obispos y apóstoles que, lejos de tener un carácter funcional y carismático, reflejaba una emulación con la estructura de poder eclesiástico católica;
  2. 2. El núcleo impulsor de la estrategia de construir esa representación política se fue institucionalizando y profesionalizando en torno a “consejos políticos” anclados en la cúspide de las estructuras denominacionales (ahora fuertemente centralizadas en manos de obispos y “pastores-caudillos”), que se han encargado de: 1. modificar la autocomprensión negativa de la política entre las bases de la iglesia y el clero “mayor”, produciendo así una pastoral de la política; 2. organizar la estrategia de construir la voz pública, en donde la decisión recae en la disputa electoral y la elección de candidatos/as a la legislatura - sin la construcción de un partido propio como canal único; 3. asesorar a personas que fueron candidatas, la gran mayoría sin ninguna experiencia previa de militancia partidista; y 4. monitorear el desempeño parlamentario de los elegidos.

El modelo se consolidó, crecientemente, primero por sus resultados electorales muy favorables y, segundo, en términos de una confrontación que se fue desarrollando en el proceso con otros actores, llevando a la articulación de un tipo de proyecto político que no estuvo claro en absoluto desde el principio durante los dos primeros períodos mencionados. Había figuraciones de un proyecto, pero no había un proyecto nombrado en términos pentecostales ( Machado y Burity, 2014), como fuerza con pretensiones hegemónicas, algo que ahora sí hay.

El tercer modelo es el ecuménico-interreligioso. En él se incluyen grupos protestantes/evangélicos, católicos e de varias religiones, se trata de un amplio conjunto de organizaciones y grupos de activistas que actúan fundamentalmente desde fuera del sistema de partidos o de la competencia electoral y están centradas en la idea de incidencia pública. Este modelo tiene que ver con la opción por articulaciones puntuales o formación de redes entre activistas religiosos, movimientos sociales, ONGs y organizaciones laicas de la sociedad civil, para producir cambios en políticas públicas, definiciones de proyectos de ley y presionar por decisiones judiciales. Es un campo de prácticas en el que no sólo el Estado, sino la sociedad civil misma, son objeto de intervenciones destinadas a ensanchar la agenda pública y la cultura democrática, a proponer la formulación de políticas públicas o a monitorear su implementación, movilizando a otros actores en torno a temas o situaciones de interés público, defensa de derechos, confrontación de prejuicios o discriminaciones, ocupación de espacios participativos formalizados, etc. La especificidad de esta modalidad es que, por un lado, el locus de acción no es la disputa electoral directa, sino la incidencia pública (en escala nacional, transnacional o global). Por otro lado, la dimensión religiosa de las iniciativas aparece como transversal, implícita o explícita según las circunstancias, y no siempre se requiere como repertorio de acción. El discurso teológico o el vocabulario religioso están casi siempre al servicio de un intento ético-social agonístico y del convencimiento de bases sociales sensibles a la identificación religiosa. La enunciación, sin embargo, tiende a ser secular “hacia afuera” en lo que refiere el contenido de sus análisis y demandas. La composición de esta red de actores es ecuménica e interreligiosa porque los objetivos de acción se basan en agendas y motivaciones religiosas, pero implican la participación de personas y organizaciones de diferentes religiones y/o personas y organizaciones no religiosas identificadas con los temas o demandas que movilizan a una red así constituida.

El cuarto modelo es el modelo de la culturalización, elegido por las religiones afrobrasileñas, que, básicamente, implica aprovechar las brechas que las políticas culturales o las políticas identitarias en Brasil abrieron, a partir de la Constitución de 1988, para que actores étnicos pudieran asegurarse reconocimiento, derechos y acceso a políticas públicas, por ejemplo, de patrimonialización de su legado histórico a la sociedad o de integración pluriétnica (igualdad étnico-racial). Por razones históricas y estratégicas, para los/as activistas negros/as, las religiones de origen africano se consideran como un emblema de la identidad, resistencia y ancestralidad africana de los afrodescendientes. En ese sentido, no se puede distinguir cartesianamente lo religioso, lo étnico y lo cultural. Desde una perspectiva minoritaria, tiene sentido inscribir la diferencia religiosa afrobrasileña en el marco de la cultura nacional (ya sea la que define una identidad nacional múltiple, o sea la que expresa la contemporaneidad centrífuga de las identidades culturales en Brasil). Con los caminos históricos y contemporáneamente ocupados por fuerzas más poderosas -la fuerza de atracción del sincretismo católico o las fuerzas de competencia y repulsión pentecostales- los afrobrasileños han encontrado en la sensibilización social y política hacia los temas culturales un espacio de reconocimiento e incidencia política. El candomblé, la umbanda y los sincretismos afroindígenas se vuelven lugares de movilización y de expresión de luchas antirracistas y demandas por inclusión social.

No hay espacio para explorar las relaciones entre estos modelos. Los presento porque me parece necesario pluralizar nuestra mirada sobre estos procesos, que acompañan, interactúan o disputan con la minoritización pentecostal. Lo que sucedió en las elecciones de 2018 fue la confluencia de estos desarrollos en el plan de las identidades y prácticas religiosas con una coyuntura de radicalización político-ideológica en la que las articulaciones sociales, alianzas sociopolíticas amplias y coaliciones gubernamentales que se habían formado desde la década del 90, hacia una profundización de la democracia, fueron confrontadas y derrotadas. Al mismo tiempo, el campo religioso experimentó despliegues de procesos que ya estaban en marcha y que han involucrado a una amplia variedad de actores religiosos y no religiosos.

Elecciones de 2018: ¿los evangélicos eligieron a Bolsonaro?

En el proceso electoral de 2018 es muy claro el alineamiento de los grupos pentecostales con un campo de derecha que se armó en el nivel social y político y que no es específico de los grupos religiosos, ni liderado por ellos. Este alineamiento no fue, por otro lado, simple, porque las apuestas electorales de distintos grupos pentecostales cambiaron o se equivocaron entre el comienzo del proceso electoral, la primera vuelta de las elecciones y la segunda vuelta de las elecciones. No hubo una alianza pro-Bolsonaro desde el principio.

Esto muestra el pragmatismo y las dispares evaluaciones políticas que distintos grupos pentecostales hacen en sus decisiones estratégicas. Iurdianos, asambleanos y otros grupos denominacionales no poseen una posición uniforme y fija en sus juicios políticoelectorales. Ni la clarividencia que su creencia en revelaciones divinas les aseguraría. En momentos pasados esto llevó a equívocos estratégicos de apoyar candidatos que no tuvieron éxito electoral, por ejemplo, con el apoyo de la Asamblea de Dios (principal denominación pentecostal brasileña) en la primera vuelta de las elecciones presidenciales al candidato del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), Geraldo Alckmin, en 2006 12; o el candidato José Serra, también del PSDB, en 2010. Lo mismo ocurrió en 2018. Sólo una semana antes de la primera vuelta de la elección presidencial el líder máximo de la Iglesia Universal del Reino de Dios, el obispo Edir Macedo, declaró apoyo al candidato Bolsonaro. El resultado final no estaba definido de antemano.

A pesar de la gran ventaja con la que Bolsonaro comenzó su campaña en la segunda vuelta, con un 70% de apoyo entre los evangélicos, según estimaciones, en el tramo final de la campaña, perdió apoyo entre los evangélicos, lo que condujo a un crecimiento modesto de la candidatura de Haddad (PT) y un número creciente de indecisos ( Machado, 2015; Cunha, 2017; Abbud, 2018; Prado, 2018; Venaglia, 2018; Charleaux y Evangelista, 2019. Los resultados finales muestran que entre los seis estados con mayor peso de voto por Bolsonaro tres de ellos representa a una gran población evangélica (Acre, Rondonia y Roraima, en la región Norte, si bien con más del 30% de evangélicos, pero con un menor peso electoral nacional). En dos de los seis estados con mayor población evangélica, Pernambuco y Amazonas (respectivamente, 32,3% y 31,2%), Bolsonaro perdió en el primero (33,5% de los votos) y ganó por diferencia de 0,54% en el segundo.

En un comentario a una encuesta nacional de Datafolha hecha con anticipación al proceso electoral de 2018, Cunha advirtió que sólo el 19% de la gente entrevistada sigue la opinión política de su líder religioso, aunque para “los evangélicos” la cifra sube al 26% y al 31% entre “los neopentecostales”. Sólo el 9% de esas personas declaró haber votado por un candidato indicado por líderes de su religión. Frente al escenario electoral de 2018, 32% de los evangélicos apoyaban a Lula, contra 21% a favor de Bolsonaro y 17% a favor de la pentecostal Marina Silva ( Cunha, 2017). Un año más tarde, en agosto de 2018, esto no cambia: Lula comandaba el 30% de la preferencia de los evangélicos, Bolsonaro subía al 24% (26% entre los ateos) y Marina caería al 11%. En un escenario sin Lula, Bolsonaro subiría al 26% entre evangélicos, se mantendría en el 26% entre los ateos y Marina subiría al 17% entre los evangélicos ( Gazeta do Povo, 2018).

Por otro lado, frecuentemente el voto evangélico es fragmentado, es decir que no todos los candidatos se eligen: los candidatos no evangélicos reciben votos de evangélicos. Los números oscilaron a lo largo del proceso, especialmente cuando Lula tuvo su candidatura desabonada por la justicia electoral brasileña, lo que creó una oportunidad crucial al crecimiento de la candidatura de Bolsonaro. Aunque el 16 de octubre de 2018, ocho días antes a la segunda votación, una encuesta de Ibope (conocido instituto de encuestas de opinión) identificaba que Bolsonaro poseía el 66% de la preferencia evangélica, contra el 24% de Haddad (PT) ( Lucizano, 2018). Otros números indicaban la pérdida de apoyo entre electores evangélicos ( Venaglia, 2018). Por fin, pronunciamientos oficiales de iglesias no pentecostales durante el proceso, intensificados por un esfuerzo de equilibrar fuerzas en las redes sociales, ayudaron a crear una intensa confrontación interna y pública entre sectores no conservadores de las iglesias -en muy obvia articulación ecuménico-interreligiosa- y la derecha evangélica. En ese período final, Bolsonaro se desplomó 12 puntos porcentuales, del 55% al 43%, y Haddad aumentó seis, del 16% al 22%, según la encuesta del Ibope.

Fonseca también advierte contra las generalizaciones, en un breve artículo publicado después de los resultados electorales, cuestionando declaraciones perentorias de la derecha evangélico-pentecostal y de los sectores los medios y de la academia, que atribuían la victoria de Bolsonaro a “los evangélicos” ( Fonseca, 2018). Según este análisis, al comparar los resultados finales por estado con la demografía de las religiones en el país, hay evidencias que apuntan a una combinación de factores que relativizan el carácter definitorio del voto evangélico. La región Sur le dio a Bolsonaro un voto significativo, especialmente el estado de Santa Catarina, que presentó el segundo mayor porcentaje nacional (75,92%). Pero este estado tiene una población evangélica de 20%, por debajo del cociente nacional (22,2%). En el estado de Espíritu Santo, con 33,1% evangélicos, Bolsonaro venció con el 63,06% de los votos, sin embargo, el senador bautista Magno Malta, liderazgo de primera línea de la campaña de Bolsonaro, no fue reelegido. Si bien es cierto que la diferencia final en los votos evangélicos a favor de Bolsonaro fue de aproximadamente 34 puntos porcentuales, esta diferencia, recuerda Fonseca, es casi la misma que la diferencia general final a favor de Bolsonaro y no puede ser enteramente adscripta al factor religión.

El rechazo evangélico de Bolsonaro se mantuvo por debajo del promedio de la población (28%, frente al 33%), comenta Fonseca. Por el contrario, la campaña de Bolsonaro, a diferencia de la de Haddad, estuvo desde el comienzo fuertemente orientada hacia las audiencias evangélicas y hacia una agenda de valores que afecta un segmento social en donde los evangélicos están bien representados: personas con educación secundaria (34% son evangélicos) e ingresos entre dos y cinco salarios mínimos 13 (32% son evangélicos). Estos grupos votaron de manera diferente a las elecciones de 2014, volviéndose hacia Bolsonaro en 2018. Además, los grupos fuertemente hostilizados por la campaña de Bolsonaro (o en su trayectoria política individual), como las personas LGBTQIA+ (casi el 30%) y los afrodescendientes (casi el 50%), también votaron en proporciones muy significativas a su favor. En resumen, Fonseca argumenta que debido a la complejidad de los factores en juego en estas elecciones y a la multidimensionalidad de las explicaciones involucradas, no es posible responder inequívocamente a la pregunta que nos hacemos en este apartado. El peso del voto evangélico fue muy importante para Bolsonaro, pero no es cierto que fue el factor decisivo para la elección.

Lo mismo sucede entre creyentes de otras religiones. El clivaje político en torno al legado de los gobiernos del PT atravesó a todos los grupos religiosos, aunque en distintas proporciones. Durante el proceso electoral se hicieron muy visibles las redes de personas y las organizaciones religiosas evangélicas, católicas y de otras religiones, asumiendo la dicotomización que se produjo en la disputa electoral en Brasil.

Minoritización, el pueblo pentecostal y la ola conservadora: un esfuerzo interpretativo preliminar

En un trabajo reciente, Carly Machado pondera que:

El campo evangélico en Brasil hoy es un desafío para los intentos de buscar lo que es común y diferente en cada proyecto religioso representado en él. Y este es uno de los puntos centrales del debate sobre “evangélicos y política” hoy en el país. En cuanto a sus creencias, así como a la moralidad de sus adherentes, y también a su cohesión política, todavía parece bastante complejo definir el denominador común de lo que podría llamarse el “campo evangélico”. ( Machado, 2018: 61)

Machado se pregunta: “¿Qué hay de nuevo en el frente con respecto al problema de la ‘unidad evangélica’ que provoca tanto debate sobre ‘evangélicos y política’?” ( Machado, 2018: 62-63). A lo que responder: “Un aspecto destacado es la presencia en el espacio público de actores políticos y religiosos que convocan la ‘nación evangélica’, y al convocarla han estado produciendo o intentando producir los elementos de su unidad.” ( Machado, 2018: 63). Más abajo afirma que la diferencia entre los primordios de la movilización pública evangélica y los últimos años radica en la:

existencia concreta y consolidada de grupos que se presentan en el espacio público brasileño como representantes del “pueblo evangélico” y que, a través de este acto performativo, a la vez invocan su lugar de representación y participan activamente en la producción de esta unidad históricamente muy difícil de ajustar. ( Machado, 2018: 62)

En “Minoritización y pluralización: ¿qué ‘pueblo’ la politización pentecostal construye?”, he argumentado que el sentido de la emergencia pentecostal en la política brasileña fue el de construir un pueblo -el pueblo pentecostal- como una demanda por la inclusión y el reconocimiento que ha sido frecuentemente rechazada social, cultural y políticamente ( Burity, 2016b). Esa construcción jamás fue puramente confesional. El pueblo es siempre, en toda parte, un compuesto heteróclito de fuerzas, cuya unidad sólo existe en relación con algo que lo antagoniza ( Laclau, 2005; 2014). El pueblo pentecostal es a la vez más de uno: (1) son los que responden, desde el campo empírico de las iglesias pentecostales y evangélicas, a la interpelación de la activación de una ciudadanía política para contestar la supremacía católica en la sociedad brasileña y para protegerse de la “amenaza comunista” (a los valores y costumbres tradicionales y a la libertad religiosa, en particular); (2) son los demás -pentecostales o no- interpelados por el doble llamado a un cambio de fe personal y/o una movilización por la reafirmación/construcción de la sociedad “cristiana”. El pueblo pentecostal también emerge de (3) la interpelación que se le hace desde el lugar de los partidos y gobiernos post dictadura, en busca de legitimación social y de votos. El pueblo son los pentecostales/evangélicos y lo que ellos articulan en torno a si, el pueblo del pentecostalismo 14. Entre uno y otro hay más que un ente homogéneo e igual a sí; hay tensión, disputa y necesidad de rearticulaciones. Hay lucha hegemónica por el sentido de pueblo y de pentecostal.

El resultado no es como el intento. Pues la construcción del pueblo depende de cómo se traza la frontera que lo visibiliza y de cómo se construyen las equivalencias entre demandas heterogéneas entre sí (las de una minoría religiosa en crecimiento y las de otras minorías sociales) por reconocimiento, representación y justicia. La gente pentecostal, miembros de iglesias pentecostales concretas, van a estar o no en el pueblo pentecostal. Fieles pentecostales pueden volverse enemigos del pueblo, así como “incrédulos” pueden volverse aliados inseparables (borrándose parcialmente la diferencia de fe entre estos y los fieles -el católico Bolsonaro, por ejemplo, se vuelve indistinguible de “los hermanos evangélicos”-). Los enemigos jurados pueden atraer a los pentecostales (esta fue la tendencia del período 2002-2014, cuando fueron aliados del PT “comunista”) y los aliados de ocasión pueden transformarse en enemigos irreconciliables (tendencia visible desde 2013, en el que se empieza a romper la alianza con la izquierda) 15.

El sentido de la minoritización -como demanda autoasertiva, pero relacionalmente construida a un orden excluyente, que no se presenta como una simple aceptación del mismo tal cual es- jamás está predeterminado. Los que vieron en la emergencia pública pentecostal la simple reiteración de la vieja denuncia liberal de una fusión indebida entre religión y política no percibieron como necesario vencer la resistencia de los propios pentecostales (la gente común pentecostal) al proyecto minoritizante, además de las reticencias o rechazo de la elites políticas e intelectuales seculares a la identidad “ruda” y “retrógrada” pentecostal. Tampoco percibieron los cambios que el carácter relacional y agonístico/antagónico de todo proceso de politización inevitablemente produce en las identificaciones, forma de actuar y objetivos “originarios” de los actores. No hablamos de una continuidad ininterrumpida en el caso que analizamos. No hablamos de un proyecto previamente articulado y desdibujado temporalmente sin bloqueos, equívocos y reacciones efectivas de otros actores. Como escribí en otra oportunidad:

La minoría pentecostal sólo encontró su lugar en el pueblo como religión pública, y no fue reconocida fácilmente como tal. Esta fue su baza, pero también una fuente constante de tensión interna porque sólo como religión pública pudo traducirse su existencia sociodemográfica como una identidad capaz de influir en la nueva definición del “pueblo” que emergió con la democratización. Al mismo tiempo, al emerger como publicización de una fracción religiosa, el pentecostalismo se abrió a la contestación interna y externa: terminó teniendo que abandonar el quietismo, el aislacionismo y el rechazo al mundo que marcaron las décadas en las que se formó su identidad, rompió con la “oferta” de representación de las iglesias protestantes históricas para construir una representación propia, y sufrió una reiterada minoritización negativa que tuvo como objetivo deslegitimarlo como sectario, intolerante, manipulador y corrupto. ( Burity, 2016b: 120)

Lo que se oye de comentaristas académicos y periodistas, en sus intentos de echar luz sobre los desarrollos más recientes, replica algunas voces nativas: la razón principal del viraje conservador evangélico hubiera sido el avance de los temas de derechos sexuales y reproductivos, de los derechos civiles de personas LGBTQIA+, de las políticas de promoción de igualdad de género y étnico-racial 16, que crecientemente opusieron los pentecostales al gobierno y a los movimientos sociales de minorías. Este es un reclamo curioso, porque muchos críticos de la izquierda han argumentado que el espacio conferido a los evangélico-pentecostales por los gobiernos del PT representó el abandono de aquellas agendas. Creo estamos en un camino más seguro si hablamos de una reacción conservadora a los cambios que efectivamente tuvieron lugar durante los gobiernos petistas ( Burity, 2018; Bárcenas Barajas, 2018; Romancini, 2018). El escenario post impeachment y los primeros meses del gobierno de Bolsonaro han demostrado cuánto ha sido necesario al nuevo bloque de poder deshacer el legado del período 20032016. Las señales de reacción están por todas partes: en la retórica agresiva continua en contra de los derechos “excesivos” de las minorías, en las repetidas iniciativas de cambios legales, cuestionamientos a la interpretación de leyes (incluso a la Constitución) que aseguran aquellos derechos, reestructuraciones de la arquitectura del poder ejecutivo para invisibilizar estas áreas y nuevos diseños de políticas públicas con contenidos restrictivos o abiertamente regresivos. No me parece que tamaña energía “deconstructiva” se pueda entender a la luz del argumento de una capitulación de Lula y Dilma al cálculo electoral o de votos parlamentarios para ciertos proyectos de gobierno. Por cierto, hubo negociaciones y concesiones. Sin embargo, el ritmo frenético del viraje conservador nos apunta en otra dirección explicativa. Esto es lo que sugiere la metáfora de una “ola conservadora”. Esta tiene la ventaja de no sólo aclarar las conexiones de época entre el caso brasileño y la coyuntura internacional sino también delimitar el poder de los evangélicos de modo menos exagerado en cuanto a los protagonistas del período abierto con el impeachment de Dilma Rousseff.

Consideraciones finales

El escenario en el que se mueven los evangélicos brasileños tiene muchas características que van más allá de su agencia y fuerza particular. Su emergencia pública no produjo este escenario. Al contrario, desde inicios del proceso, que se remonta a ya casi cuatro décadas, existe una compleja conjunción de procesos intrareligiosos y una estructura cambiante de oportunidades políticas. Esta conjunción implicó una disputa interna al protestantismo brasileño por el liderazgo moral y político de su transformación en una religión pública, facilitado por la apertura pluralista del reciente proceso de democratización. A pesar de su perfil claramente conservador, siempre, en temas morales, el desempeño político de los nuevos actores pentecostales ha fluctuado con el tiempo, dependiendo de dinámicas relacionales establecidas en la sociedad y la política.

Este artículo asume la circunstancia de producir un análisis en medio de un proceso de crisis democrática que, aunque se mantenga por casi seis años (a comienzos de 2020), no parece estar cerca de una reordenación estable e identificable. En este sentido, en lugar de sacar conclusiones definitivas sobre los resultados del proceso electoral de 2018 en Brasil, es necesario cercar la lectura de los eventos con hipótesis que sitúen el fenómeno de la política evangélico-pentecostal (todo eso que los medios y el discurso académico llaman “los evangélicos”) más allá de lo estrictamente religioso, en un contexto de desdemocratización que algunos autores han llamado postpolítica, y otros, destacando su posible fugacidad, la ola conservadora.

En este proceso reciente, tenemos la solución de disputas internas sobre el control de la enunciación evangélica que ganó un segmento específico del propio pentecostalismo. Una minoría ruidosa que finalmente deletreó un “programa”, muy parecido al de la reacción neoconservadora que se articuló en torno al gobierno Bush, logrando una convergencia heterogénea del conservadurismo moral evangélico con el discurso neoliberal y las posiciones políticas que cuestionan varios pilares de la cultura y el funcionamiento de las instituciones democráticas. A partir de 2010, esta convergencia se radicalizó en el movimiento del Tea Party dentro del Partido Republicano.

La “versión brasileña” de este proceso no es la revelación de una verdad siempre presente en la minoritización pentecostal: la negación del estado secular, la no conformidad con la horizontalización y profundización de la democracia, y el rechazo de los derechos humanos y otras minorías. Es el punto de condensación parcial de flujos que han cruzado el pentecostalismo y demás sectores del protestantismo brasileño, junto con una miríada de otros actores sociales y políticos.

La “tea-partidización” de la política pentecostal es un resultado contingente, vinculado a la competencia entre varios modelos de presencia pública de las religiones, la trayectoria de los logros de los derechos que involucran especialmente a las mujeres, la comunidad LGBTQIA+ y la población afrodescendiente, la construcción de una ofensiva conservadora a la hegemonía petista en la política brasileña, centrada en el discurso de la lucha contra la corrupción, el impacto de los acontecimientos mundiales que delinean horizontes cada vez más estrechos de pluralización y reducen cada vez más la política al proyecto de conformar todas las relaciones sociales en la lógica del mercado. La “teapartidización” es una reacción conservadora.

Material suplementario
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Notas
Notas
1 Una versión más corta y preliminar de este trabajo se presentó en la mesa “Religión elecciones y política en América Latina”, durante las XIX Jornadas sobre Alternativas Religiosas en América Latina, Santiago de Chile, en noviembre de 2018.
2 El debate sobre el concepto de posdemocracia y los procesos que él describiría es controversial. Para algunas de las posiciones en juego, véase ( Crouch, 2004; 2012; Katsambekis, 2015; Ballestrin, 2017).
3 Para exploraciones del período anterior a 1986, que exponen un proceso más largo a la vez de “integración” de una minoría “evangélica” al “pueblo” brasileño y de autoaserción “pentecostal” desde fines de los 1970, véase Burity, 2011; Cowan, 2014; Campos, 2006.
4 Esa expresión genérica, a veces reemplazada por “las iglesias evangélicas”, es un efecto hegemónico, no un simple dato objetivo, demográfico o institucional. Es el resultado de la estrategia de visibilización pentecostal, no su punto de partida. Su aparente obviedad hoy resulta de una naturalización producida por la convergencia de dos procesos hegemónicos: por un lado, la toma del lugar de enunciación del conjunto de los protestantes por su mayoría interna (los pentecostales representan más de 60% del conjunto de protestantes en Brasil); por otro lado, la construcción de una nominación simplificadora de un campo notoriamente fisíparo y sin liderazgo unificado o centralizado por distintos actores en disputa por los espacios de articulación de la presencia pública pentecostal -los medios, partidos políticos, organizaciones estatales, industria cultural, academia, etc.
5 El concepto, basado en los trabajos de Deleuze, Guattari y, especialmente, Connolly, lo he desarrollado en relación con la movilización religiosa en varios trabajos ( Burity, 2015b; 2016a; 2016b; 2017).
6 Caracterizo en estos términos esta posición de sujeto particular, constituida a partir de los éxitos electorales desde los años80. Mientras está en el parlamento el blanco de su acción de construcción de una voz propia de “los evangélicos”, el modelo desarrollado por las Asambleas de Dios y la Iglesia Universal del Reino de Dios y reproducido con más o menos suceso por otras iglesias pentecostales (e.g., Evangelio Cuandrangular) y neopentecostales (e.g., Sana Nuestra Tierra) fue controlado clericalmente. Los “Consejos políticos” centralizados para armar estrategias y evaluar resultados, y una red de difusión de postulaciones y monitoreo de mandatos por obispos y pastores requieren calificar la élite así formada como parlamentaria y pastoral. Vuelvo a este punto adelante.
7 Machado y yo exploramos estas metáforas de una matriz abierta y otra cerrada con base en entrevistas a liderazgos pentecostales y carismáticos brasileños ( Machado y Burity, 2014).
8 Un importante análisis sobre el movimiento, a comienzos de los años 80, ni siquiera menciona la palabra “pentecostal” ( Liebman y Wuthnow, 1983).
9 En ese sentido, se puede hablar de una re-hegemonización del campo evangélico por una extrema derecha alineada con un programa económico neoliberal y tratando de inscribir valores morales y sociales conservadores en esta articulación -lo que vuelve el análisis laclauiano sobre el populismo muy relevante aquí ( Laclau, 2005). Este no es un movimiento con liderazgo centralizado, pensamiento y repertorios de acción comunes -así como el Tea Party estadounidense- sino las conexiones internacionales con otras expresiones similares en las que los neoconservadores económicos se alían con conservadores sociales y religiosos, construyendo un discurso de derecha radical, ya no son al azar. Los contactos del bautista Eduardo Bolsonaro, hijo de Jair Bolsonaro, con Steve Bannon durante la campaña electoral de 2018 son la punta del iceberg de articulaciones que ocurrieron después de 2011, y que expresan algo nuevo en la política evangélica brasileña.
10 Con la notable expansión de la representación evangélica-pentecostal más allá del legislativo, incluyendo experiencias de gestión gubernamental, creo que se puede más ampliamente referir este campo como una élite política y pastoral.
11 Sobre la noción de relación agonística, véase Mouffe (2013)
12 En la primera vuelta, la Asamblea de Dios se vio dividida entre Lula y Alckmin. La Convención Nacional de las Asambleas de Dios en Brasil apoyó a Lula, mientras que la Convención General de las Asambleas de Dios apoyó a Alckmin.
13 Valores correspondientes a 600 y 1.500 dólares americanos, respectivamente, el 2 de enero de 2018.
14 Esto, bien entendido, va más allá de la política electoral y el funcionamiento de las instituciones gubernamentales y representativas. Una hegemonía incluye siempre y radica, en el largo plazo, en prácticas culturales que diseminan la perspectiva de sus aspirantes. En el proceso que analizo no se partió de un “proyecto” consistente y compartido desde abajo, ya sean las bases pentecostales -quienes, como ya lo dije, resistieron el llamado a la politización, desde su visión dualista del “mundo que yace en el maligno - bien sean los sectores no pentecostales buscados como aliados. La religiosidad pentecostal se radicó ampliamente en los sectores pobres y periféricos. En la clase media baja de la sociedad brasileña, con su vocabulario expresivo, sus cultos, la explosión mediática de la música gospel, su utilización eficaz de los medios masivos. Otra dimensión crucial del proceso fue la “unificación” del pueblo pentecostal bajo el término “los evangélicos”, una estrategia de (re)construcción afirmativa de un nombre para describir un colectivo estigmatizado por sus orígenes y su falta de credenciales para contar en la concertación de los actores políticos ya legitimados en la sociedad brasileña. Todo esto amplificó una voz que también se expresaba desde la institucionalidad política y creó plausibilidad a sus reivindicaciones de representar millones y de poseer una fuerza de convocación tan o más efectiva que cualquier partido político en el país.
15 La sobreposición de fechas es intencional: 2014 representa el marco de las elecciones presidenciales que recondujeron a Dilma Rousseff a la presidencia bajo condiciones de creciente antagonismo con fuerzas de oposición ( Vital da Cunha, Lopes y Lui, 2017; Gonçalves, 2015); 2013 marca la indicación del pastor asambleano y diputado por São Paulo, Marco Feliciano, a la presidencia de la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara Federal, que desencadenó fuerte reacción de los movimientos de derechos humanos, de mujeres, LGBTQIA+, negros/as e indígenas, por el perfil abiertamente antagonístico del diputado frente a la agenda de derechos de estos grupos ( Cunha, 2013).
16 En el caso de las acciones antirracistas, la reacción evangélico-pentecostal se produjo por una asociación muy lateral y sorprendente entre igualdad racial y supuesta promoción de la religiosidad afrobrasileña; en otros términos, el suceso relativo del modelo culturalizante del movimiento negro y del liderazgo religioso afrobrasileño creó una dimensión de agonismo que remite a condiciones de competencia religiosa fuera del espacio político. La construcción de esa resistencia pentecostal en cuanto expresión de racismo religioso y violencia religiosa - evidenciada por un aumento de casos de intolerancia entre 2011 y 2015 ( Fonseca y Adad, 2016) - agudizó las críticas a políticas de promoción de la igualdad étnico-racial que no representaban, por sí mismas, cualquier riesgo a la identidad religiosa pentecostal. Aunque sea verdad que hubo históricamente y hay posiciones racistas entre líderes políticos y religiosos (clericales o laicos) evangélicos blancos, éstas jamás fueron sancionadas oficialmente en las iglesias.
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