Artículo de opinión
Motivación del tema
Cuando Marianita Lima me propuso que interviniera le dije: ¿qué puedo yo decir ante los administradores? No he estudiado esta profesión. Aún más, les confieso que he despreciado a veces la actividad del administrador. Por eso, Dios me ha castigado. Me ha tenido cerca de 50 años administrando instituciones. Y algo he aprendido.
Cuando por invitación de Alfonso Troya, Fernando López y Mariana Lima Bandeira comenzaron a discutir nuestro programa doctoral en Admi-de la Universidad Andina, empecé a entender algo que, en general, se cree que no existe, que es el lado humanístico de la administración. Es esa visión mucho más global de lo que significa manejar instituciones y personas. Ahí comencé a tomar en serio el tema. Pero solamente lo sabía por constatación. Conocí, por ejemplo, a un importante poeta brasilero que al mismo tiempo es un experto internacional en temas de administración. Ahí entendí gracias a ustedes.
Por todo ello, cuando Marianita me invitó, considerando la importancia de este evento, me pregunté: ¿y qué puedo decir? Se me ocurrió algo que también vino de la práctica. Aquí está alguien que en este punto se constituyó en mi maestro, Wilson Araque, que me convenció en plena pandemia de que hagamos un curso sobre la historia de la administración para un programa de formación de administradores. Allí comencé a sistematizar algunas reflexiones que felizmente les gustó a los estudiantes.
Con este antecedente, lo que voy a hacer aquí es un esbozo ambicioso de América Latina, del papel de las instituciones en la evolución de la región. Como profesor de Historia latinoamericana, voy a ofrecer algunas reflexiones sobre cómo las instituciones en el continente han ido participando en la construcción de la sociedad y de la democracia; cómo la gestión de esas instituciones ha sido un elemento fundamental.
A veces los abogados, y muchas personas que no lo son, creen que cuando una ley existe ya las cosas están hechas, que cuando la norma está vigente, entonces ya debe observarse y, por lo tanto, el problema no está en cambiar formas de vida y comportamiento, sino seguir cambiando las normas. Eso ha pasado en el continente, en América Latina, todo el tiempo. Y no es que las normas no sean importantes, desde luego que lo son, sin normas la sociedad no existiría. Pero la sola existencia de normas per se no cambia la sociedad sin que cambie la cultura. Ese es un tema fundamental.
Por eso me parece importante el tema que quisiera introducir en esta reflexión que ustedes hacen: en varios momentos del desarrollo de la historia latinoamericana, la gran pregunta va a ser: ¿qué papel cumplen las instituciones y, sobre todo, la gestión de las instituciones, en la construcción de los Estados nacionales de América Latina?
Fundación de los Estados nacionales
Hablar de Estado nacional es un desafío complejo. Antes nos enseñaban que nuestros Estados nacionales de América Latina eran eternos, que venían desde los incas, desde los toltecas, y que habían venido cambiando de nombre a lo largo de la historia; que nuestras patrias comenzaron allí, en la Época Aborigen.
Pero la primera constatación es que nuestras patrias comenzaron en el siglo XIX, ni un minuto antes. ¿Por qué? Porque la nación Estado es un fenómeno de la modernidad, que se da en Europa y en América casi al mismo tiempo. Esto último derriba otro mito: que nuestros Estados son repúblicas jóvenes, que son naciones jóvenes, y que, por lo tanto, pueden seguirse equivocando históricamente. La realidad, sin embargo, es que hay naciones históricas del mundo que son más recientes que las nuestras. Ecuador es más viejo que Italia. Perú y Bolivia son más viejos que Alemania, que como Estados se fundan después.
Entonces, comenzamos a constatar que es un mito que las naciones se constituían en Estados en el siglo XIX, pero ya existían desde siempre. La verdad es que no existían desde siempre. Comenzaron a existir con el Estado, aún más, el Estado creó la nación para justificarse a sí misma. Y en ese sentido, ¿qué papel cumplieron los que administraron el Estado, los que no solo lo pensaron, sino los que lo dirigieron en la construcción nacional? Esa es la pregunta que pretendo responder desde la reflexión histórica, para que luego ustedes puedan hacerlo desde la disciplina misma. Porque desde las raíces de lo que hoy llamamos gestión pública nos explicamos muchos de los fenómenos de hoy de América Latina.
El primer desafío de la construcción de los Estados nacionales, cuando se fundaron entre la primera y la segunda década del siglo XIX, fue poner las bases de su administración. Algunos, como Ecuador, fueron un poco más tardíos. También Bolivia y Perú, porque después de haberse fundado como Estados individuales, se fusionaron por unos años, pero el proyecto fracasó. Lo mismo puede decirse de Colombia, de la Gran Colombia, como llaman algunos historiadores al experimento bolivariano. Pero dejemos en claro que hacia los años 30, pasadas tres décadas en el siglo XIX, ya estaban constituidos la gran mayoría de los Estados latinoamericanos que hoy conocemos.
Esos Estados tenían que organizarse. Todos tenían constituciones aprobadas, pero el problema fundamental no fue si las constituciones eran buenas o malas, o si se parecían a la norteamericana o a las europeas, sino cómo funcionaban en efecto las estructuras de dirección de los países. Y efectivamente, el gran desafío del siglo XIX no fue hacer leyes, sino construir los Estados nación en sociedades diversas, que no se parecían a las europeas, donde, por ejemplo, la presencia indígena era enorme, sobre todo en algunos países, como en otros la presencia afro. La mayoría de los Estados latinoamericanos se fundaron con la servidumbre indígena y esclavitud negra vigentes.
¿Cómo este gran desafío de construir los Estados implicaba una serie de complicaciones de muy diversa índole? La primera es la ruptura de la institucionalidad colonial y su continuación. La ruptura de la independencia fue muy fuerte y visible en nuestros países, donde se enfatiza desde el principio el fin de la Época Colonial. En Venezuela fue, quizá, la ruptura más fuerte del continente, o en Chile, en donde no había un antecedente colonial tan acentuado como en Nueva España o el Perú.
La continuidad brasilera, en cambio, hizo que allí la situación fuera diferente al pasar de ser colonia a un imperio. En Brasil no hubo revolución, no hubo guerra, la misma monarquía continuó gobernando. Pero aun allí hubo una transformación de las instituciones coloniales, hasta que al fin del siglo se convirtió en república.
Una de las causas que precipitó la independencia es que los notables criollos querían gobernar ellos. Al principio intentaron gobernar a nombre del rey. No les era necesario que el rey dejara de ser el soberano, lo que les interesaba es que se fueran sus delegados, los burócratas representantes de la Corona española. Luego rompieron con el monarca, pero subsistió el problema de organizar los gobiernos.
Con rupturas o continuidades mayores o menores, en todas partes había que construir el Estado a partir de cuestiones prácticas como mantener o establecer mecanismos para recaudar impuestos, lo cual implicaba seguir con los coloniales o implantar nuevos. Fue así como, con un discurso republicano y democrático, los indios siguen pagando tributo y muchos negros siguen siendo esclavos. Sigue vigente el sistema de asentamientos o de subastas para la recaudación de impuestos. El problema es cómo estas gentes que se consideraban demócratas, que decían que representaban al pueblo, tenían primero que excluir a los indios, a los negros y a las mujeres para hacer funcionar los Estados.
La administración de los Estados
El primer gran problema: poner en marcha la Administración pública, fue solucionándose en la práctica con medidas que en algunos casos fueron francamente democráticas, hay que reconocerlo, pero en otros casos resultaron totalmente restrictivas y reaccionarias. Con una combinación de políticas y prácticas fueron construyendo los Estados. Fueron aprendiendo a gobernar, a administrar. Los que no lo habían hecho antes, lo asimilaron de la práctica.
Uno de los primeros pasos para la construcción de una institucionalidad fue organizar los poderes del Estado. El poder Ejecutivo y el Judicial tuvieron su antecedente en las reales audiencias y los virreinatos, pero en los sistemas constitucionales adoptados se tenía que formar un poder Legislativo con el funcionamiento de un congreso o parlamento. Aquí no existían congresos antes de la independencia. Hubo que inventárselos a base del modelo norteamericano, como conocemos; pero con algunos rasgos monárquicos y autoritarios.
Los congresos tenían a los mismos representantes y senadores electos a veces por ocho, doce años. Incluso Bolívar propuso que sean hereditarios. ¿Por qué? Porque no terminaba la monarquía del todo y las continuidades eran fuertes para poder mantener el orden y la sociedad estamental. La monarquía era la forma usual de gobernar y varios de sus rasgos pasaron a la república. Pero el aspecto central que nos interesa aquí es que, más allá de las continuidades, hubo que crear y consolidar nuevas instituciones que no existían en la Colonia. Y una de ellas, un elemento básico de la formación inicial del Estado, fue la fuerza armada, en especial el ejército.
No había ejércitos en el Imperio español de América, como tampoco lo había en Brasil. Había milicias, que se juntaban sobre todo para reprimir sublevaciones. Sus jerarquías eran honoríficas. Guarniciones solo había en los puertos para cuidarlos de los piratas. En Buenos Aires, cuando invaden los ingleses, no había ejército español. ¿Quiénes resistieron? Los bonaerenses. Y así se dieron cuenta de que no necesitaban a las autoridades españolas, pues ellos mismos tuvieron que defenderse.
Los ejércitos se formaron en las guerras de la independencia y pasaron a los nacientes Estados a ser “ejércitos nacionales”. Institucionalizar la fuerza armada fue uno de los grandes desafíos del siglo XIX. Hay numerosos ejemplos. Voy a citar dos. Muy tempranamente se consolidó Chile como Estado nacional, al mismo tiempo que se consolidaban un ejército profesional y una poderosa marina. De ese modo, Chile pudo vencer a sus dos vecinos en la guerra del Pacífico. Brasil no tuvo guerra de independencia, sino una transición más o menos ordenada de colonia a imperio, en la que el gamonalismo se implicó estrechamente con el ejército. El “coronelismo” es un fenómeno muy conocido por quienes han estudiado historia brasilera.
La Iglesia no se fundó en América durante la Independencia. Había sido parte del Estado, de la institucionalidad colonial, con el “Patronato”. Pero rotas las relaciones con la metrópoli, la Iglesia sostenía que el Patronato era un atributo del rey de España que no debía pasar a los nuevos Estados, que no tenían derecho a nombrar obispos y canónigos y a cobrar los diezmos. En cambio, los fundadores de nuestras repúblicas planteaban que la soberanía del rey había pasado al pueblo a través de sus representantes. Por lo tanto, parte de la soberanía heredada era ejercer el Patronato.
El conflicto duró años y dio paso, con el tiempo, a la separación de la Iglesia y el Estado, que asumió diversas formas según los países. En algún momento surgió la cuestión: ¿por qué no construir una Iglesia nacional? Pero, en la práctica, no era posible porque se cruzaban la política y la religión. La Iglesia tenía bienes, amplias atribuciones y además información. Cuando surgieron nuestros Estados no tenían registro. ¿Quién inscribía los nacimientos, los matrimonios, los muertos? La Iglesia. ¿Quién regulaba la relación fundamental económica que existía entonces, la sociedad conyugal? La Iglesia. ¿Y quién tenía un medio de comunicación tan efectivo, como el púlpito? La Iglesia. Por ello, el Estado tuvo que ir rompiendo ese monopolio, estableciendo el registro civil, el matrimonio civil, posibilitando que el Estado tenga información y capacidad de regular los actos de la sociedad que estaban monopolizados por el clero. En medio del enfrentamiento Estado- Iglesia se fue ampliando el aparato estatal, con nuevas dependencias y una burocracia especializada. Pero, cuando había insurrecciones populares, sobre todo campesinas, ahí curas y soldados iban juntos a reprimir.
Otra gran institución del siglo XIX es el poder local. Como funcionaba en la Colonia, tanto en Brasil como en el Imperio español pasó a la vida autónoma de los nuevos países. Los antiguos cabildos coloniales siguieron funcionando como municipios, ahora compuestos de miembros elegidos, pero básicamente con atribuciones que ya tenían. Manejaban el mercado, las regulaciones urbanas, los hospitales, algunas escuelas de primeras letras. Estaban institucionalizados y no dependían económicamente de los Estados centrales. El poder local fue una base de la institucionalidad republicana y allí se desarrollaron las habilidades administrativas de quienes se dedicaban a manejar la cosa pública.
La ciudadanía
Para participar en la vida y la conducción de los Estados, desde las primeras constituciones se estableció una institución que se expresaba en un concepto moderno, novísimo, que solo manejaban al inicio unos cuantos ilustrados: la ciudadanía. Es decir, el concepto de que una persona forma parte del Estado y tiene capacidad de decidir sobre lo público, sobre el gobierno, a través del voto y el ejercicio de la participación. En tiempos coloniales había “súbditos” del rey en una monarquía absoluta. En los nuevos Estados pasan a ser “ciudadanos” que participan en la vida democrática. Así, la incipiente democracia es institucionalizada por vía de la ciudadanía.
Las constituciones iniciales se expidieron en nombre de Dios, “autor y legislador del universo”, pero con los años se fue imponiendo que se las expida a nombre del pueblo soberano. En todo caso, el gobierno lo ejercían los ciudadanos, ya que no se gobernaba a nombre del rey, como soberano que era por la gracia de Dios, sino a nombre de un soberano colectivo, el “pueblo” o la “nación”.
Pero la democracia en los nuevos Estados, que se establecía en las constituciones y las leyes, era limitada. Había elecciones, pero en ellas participaba un reducido grupo de propietarios varones alfabetos. Para ser ciudadano se requería ser varón, mayor de edad, saber leer y escribir, y poseer rentas o bienes. De entrada, estaba excluida la mitad de la población, las mujeres que, a veces, sí tenían alguna influencia política, pero no podían votar ni ejercer funciones públicas, ni manejar sus bienes. Había violencia de género en la sociedad y en la vida pública exclusión.
Pero la mayoría de la población era analfabeta y eso excluía a una enorme proporción de hombres. Por otra parte, si una porción de la población eran esclavos, eran cosas, propiedad privada, no eran personas, menos aún ciudadanos. Los trabajadores, por ser trabajadores no podían votar. ¿Hay democracia ahí? Desde luego que no. Sin embargo, al establecerse la ciudadanía, que surge limitada por exclusiones de género, clase e ideas de superioridad étnica, se establece un principio de igualdad y de que la democracia es el gobierno del pueblo, por lo que se lucharía por más de un siglo. La ampliación de la ciudadanía hasta que cubra a toda la población tomó largo tiempo y grandes luchas.
Hasta la segunda mitad del siglo XIX, en este campo en que se abría paso con limitaciones la institucionalidad, en nuestros países debieron actuar los gestores del Estado. Los notables se reunían y resolvían entre ellos. Pero quedaba el problema de manejar el aparato estatal, lo que implicaba contar con un número de personas que sabían hacerlo: la incipiente burocracia, reducida y débil, pero indispensable.
La burocracia actuaba en todos los ámbitos de los nuevos Estados, que optaron constitucionalmente por la división de poderes: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Pero los conflictos entre los sectores dominantes llevaron con frecuencia a que el Ejecutivo predominara sobre los otros, con apoyo de la fuerza armada. Se dieron dictaduras o cuasi dictaduras que manejaron el poder absoluto. Los ejemplos son muchos, pero piensen en Guzmán Blanco en Venezuela o Melgarejo en Bolivia. Fue así como la división de poderes, que estaba en la base de la institucionalidad, tuvo que ser adaptada, tuvo que ser acomodada a las realidades latinoamericanas.
La gran tarea no era solo dictar leyes, sino gobernar. Y eso implicaba acertar en la legislación, pero también lograr ser eficientes en la Administración pública. Para ello debieron buscar mecanismos de decisión y comunicación adecuados. En eso tuvieron papel central la prensa, las vías de comunicación, el correo y luego el telégrafo. Debieron también entrenar burócratas aptos para la gestión, la contabilidad y el manejo de nuevos recursos como el propio telégrafo o la máquina de escribir. Para ello surgieron gobernantes que impusieron esas condiciones. Estos autócratas a veces fueron déspotas ilustrados, como Rodríguez de Francia, Portales, García Moreno... Podríamos multiplicar los ejemplos históricos. Y si ustedes no quieren leer historia, lean las novelas latinoamericanas sobre los dictadores y allí los van a encontrar bien descritos en sus acciones: cómo mandaban, cómo gastaban, cómo hacía obras combinando los acuerdos entre sectores dominantes con el control del Ejército, de la Iglesia y el poder local.
Vinculación al mercado mundial
Hacia los años 80 del siglo XIX, los Estados nación latinoamericanos se habían establecido y se consolidaban en un mundo en que el sistema capitalista se había vuelto dominante y se definía lo que se llamó la división internacional del trabajo. Entonces se planteó un segundo gran desafío a la dirección de nuestros países, que fue institucionalizar su incorporación al mercado mundial, proceso que venía dándose desde décadas anteriores.
Los países latinoamericanos se vincularon al mercado mundial a través de las exportaciones de materias primas, que en unos casos fueron los metales tradicionales como la plata y los de nueva demanda como el cobre; en otros fueron productos de clima templado, como el trigo y la carne, y, por otra parte, los productos de clima cálido, como el café y el cacao. Las modalidades fueron diversas, pero la relación fue estructuralmente la misma: se exportaba, como se indicó, materias primas, y se importaba manufacturas y en menor medida bebidas. Así se generaron economías de enclave centradas en los puertos y con creciente influencia en las economías nacionales, y se concretaron alianzas de las burguesías criollas de los países con el capital internacional, especialmente británico.
Hacia fines de siglo, la población de los países había aumentado y las ciudades habían crecido. Con ello crecieron también los electorados y surgieron formas más complejas de representación política, como los partidos políticos que dirigían a las masas. Entre los sectores dominantes adquirieron más fuerza las burguesías comerciales y bancarias, que articulaban a los grupos de poder y consolidaron la dominación política en el marco de los que se han caracterizado como Estados oligárquicos.
Con el crecimiento del poder de la banca, la consolidación de las burguesías y su predominio económico y social, se reagruparon los sectores dominantes con los latifundistas como socios menores y con crecientes grupos medios, que crecieron como apoyo burocrático y profesional. En unos casos, la banca de los países más grandes, como Brasil y Argentina, por ejemplo, se asoció al capital británico. En otros países como el nuestro, los bancos eran solo de capital nacional, pero conectados y subordinados al gran capital de los países centrales.
Junto a los vínculos comerciales y financieros crecieron las inversiones foráneas, sobre todo de procedencia del Reino Unido, orientadas sobre todo a la construcción de obras de infraestructura como ferrocarriles, instalaciones portuarias y servicios como tranvías y plantas eléctricas. El negocio de los seguros fue controlado en una alta proporción por compañías británicas.
Las situaciones descritas determinaron que los Estados fueran adaptándose a las realidades emergentes. Se emitieron leyes que garantizaban el manejo de los banqueros de las economías nacionales, sobre todo a través de los créditos que solicitaban para pagar los gastos públicos y de la autorización para emitir moneda. A cambio de contar con préstamos periódicos, los gobiernos cedieron a los bancos el privilegio de emitir moneda de curso legal e incluso de cobrar los impuestos de aduana para cobrarlos. La legislación, entonces, no posibilitaba el control del Estado sobre la gestión fiscal y las economías de los países, sino que, al revés, garantizaba que las manejaran los grandes banqueros y comerciantes.
La gestión de esos Estados, en que la banca tenía un papel preponderante, supuso la especialización y el crecimiento de funcionarios que trabajaban en la emisión monetaria y el crédito. La economía de los países se dirigía y administraba desde los bancos. Por ello, aunque las reformas liberales y radicales habían reivindicado lo público frente a la Iglesia católica y a veces frente a los poderes locales, más bien privatizaron el manejo económico que estaba en manos del sector financiero privado. Eso, desde luego, se daba mientras otros ámbitos del sector público crecieron y con ello se tuvo que aumentar y especializar a los funcionarios dedicados a la educación y los servicios como correos y telégrafos, por ejemplo, que estaban en manos del Estado.
La concentración de tierras rurales y el crecimiento urbano trajeron consigo que, desde principios del siglo XX, ya no se tuviera solamente que enfrentar la protesta popular rural, sino también la organización y movilización de las masas en las ciudades, sobre todo de la incipiente clase obrera, que crecía en las fábricas, ferrocarriles y servicios. Las primeras organizaciones obreras surgieron en el Cono Sur, entre migrantes de origen europeo. Desde inicios del siglo XX aparecieron en los demás países con características propias. Pero en todos comienza a desarrollarse la dimensión social del trabajo. Por ello, los Estados, al tiempo que modernizan los ejércitos para reprimir a los campesinos y a los obreros, emiten legislación que regula ciertos derechos como las ocho horas de trabajo, la huelga, etc. El desarrollo del movimiento laboral y la izquierda socialista presionan a los Estados para que regulen las relaciones de trabajo.
Modernización y control
Desde los primeros años del siglo XX, como lo he destacado, se modernizan algunos aspectos de la Administración pública, con el telégrafo y la máquina de escribir, entre otras innovaciones. Pero, luego del fin de la Primera Guerra Mundial, ya en los años 20, se dio cada vez con mayor fuerza la necesidad de controlar las emisiones monetarias y, en general, la actividad bancaria. Hay la conciencia de que manejar la economía a través de la banca privada y de su vinculación con el mercado mundial no permitía a los Estados cumplir sus funciones básicas ni promover, no el desarrollo porque todavía no aparecía como tal el concepto, pero digamos el progreso, aunque ese término tenga muy diversas acepciones, a veces contradictorias.
Se dio, entonces, un nuevo paso en la institucionalización de nuestros países y en la evolución de las instancias de administración del Estado. Ante las nuevas circunstancias, creció la presión para que se modernice el aparato estatal y se asuma el control del ámbito económico regulando a la banca. En todos los países se dieron, de una u otra manera, procesos de reforma administrativa y fiscal, pero el mayor impacto continental tuvo la acción del profesor Edwin Kemmerer, de la Universidad de Princeton, que asesoró reformas en México, Guatemala, Colombia, Chile, Ecuador, Bolivia y Perú.
Kemmerer, como consultor y luego como cabeza de una “misión” técnica que fue bautizada con su nombre, planteó reformas fiscales y monetarias que lograron transformar en forma significativa la estructura de los Estados latinoamericanos. La acción de Kemmerer cubrió varios aspectos: la reorganización y modernización de las aduanas, el establecimiento de sistemas de control de la Administración pública y sobre todo del gasto, como las instancias de contraloría. Su mayor contribución fue diseñar una banca central para los países, que asumió en forma exclusiva la emisión monetaria, retirándola de los bancos privados. Esto se complementó con la creación de una instancia para el control y regulación de la banca. Los banqueros eran entonces, como hasta el presente, una nulidad para gobernar.
Una cuestión que Kemmerer consideraba central era la adopción o mantención del “talón oro” como eje del sistema monetario. Así lo hicieron o mantuvieron nuestros países. Entonces fue como un dogma, pero ahora es un tema que levanta mucha discusión. Se ha escrito mucho sobre las misiones de Kemmerer, en especial sobre su actividad en los países andinos. Pero todavía se puede investigar los papeles Kemmerer, que fueron dejados por él en la universidad de origen, Princeton.
Las reformas fiscales y económicas requerían una institucionalidad: banca central, superintendencias, nuevas instancias de aduana, contraloría, nuevas atribuciones para control. De ese modo se creó la demanda de funcionarios especializados en la formulación y manejo de políticas fiscales, en controlar a la banca privada y a los seguros, que sintieron que la intervención estatal limitaba sus manejos y se preocuparon de intervenir en las instancias estatales que en muchos casos llegaron a controlar.
Desde los años 20 creció el aparato del Estado y se dio un cambio en la Administración pública. No solo creció en forma significativa, sino que aumentaron los funcionarios con nuevas competencias, como contabilidad moderna, normas monetarias internacionales y legislación especializada. La nueva institucionalidad era manejada por una suerte de conocedores o especialistas en el manejo de lo público que no siempre se identificaban con los partidos políticos, sino que se consideraban profesionales independientes. El control estatal chocaba con el liberalismo, que había sido el triunfador a fines del siglo XIX. Pero esas concepciones se adaptaron a los nuevos tiempos.
La nueva institucionalidad tuvo su primera prueba con la crisis internacional de 1929, cuando se cayó la bolsa de Nueva York, iniciándose una recesión mundial. Los seguidores de las fórmulas de Kemmerer mantuvieron tercamente el talón oro, pero al fin tuvieron que abandonarlo, como lo hicieron países capitalistas avanzados como la propia Gran Bretaña, que vio descender la libra esterlina frente al dólar de Estados Unidos.
Internacionalización y desarrollo
Al fin de los años 30 y hasta mediados de los 40 se desató la Segunda Guerra Mundial. Los países latinoamericanos apoyaron a los aliados y algunos enviaron tropas al frente. No hubo acciones bélicas en el territorio, pero la coyuntura económica favoreció en algunos casos el crecimiento de las economías nacionales.
Luego de la guerra se creó un sistema internacional que se ha desarrollado hasta el presente. Los países latinoamericanos fueron fundadores de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), donde tuvieron mucha presencia al inicio. Creció la institucionalidad internacional que cubría campos como el trabajo, la cultura, la agricultura, con la OIT, la UNESCO o la FAO. Se crearon el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial para coordinar y regular de algún modo la economía internacional y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) a nivel regional. Toda esa institucionalidad pesó mucho en nuestros países, no solamente porque los organismos dan créditos, sino sobre todo porque dictan políticas económicas.
La conferencia de Bretton Woods reforzó la institucionalidad internacional para todo el continente. El concepto de desarrollo, que sustituyó al de progreso, fue impulsado desde Estados Unidos, fundamentalmente por la administración Truman. El desarrollo se transformó en la medida del éxito de los Estados y se amplió el ámbito de la democracia, que ya no solamente implicaba que haya gobiernos electos y garantías, sino también desarrollo. Y para ello se necesitaba a los organismos multilaterales, con los que se debía tener estrecha relación. En los años 40 ese fue un consenso, que contrasta con los polémicos que se volvieron luego el FMI y el BID. Les contaré una anécdota. Cuando en los años 80 era legislador seguimos juicio político al ministro Alberto Dahik, de quien dije que era un neoliberal al servicio de esos organismos. Como respuesta me trajo la adhesión del Ecuador, resuelta por el Congreso Nacional por unanimidad, firmada por el presidente Manuel Agustín Aguirre, el líder del Partido Socialista, y el secretario Pedro Jorge Vera, militante comunista.
Las tendencias desarrollistas que tuvieron gran influencia en América Latina, con el impulso a la modernización, la planificación y la creciente acción estatal, se dieron en la región con diversas características y ritmos temporales. Esas tendencias se vieron impulsadas con la creación de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), dirigida por Raúl Prebisch. Otros promotores fueron Celso Furtado, Aníbal Pinto, Aldo Ferrer y Víctor Urquidi. Proponían que el desarrollo implicaba la modernización de las condiciones económicas, sociales, institucionales e ideológicas, con un acercamiento en última instancia a los patrones vigentes en los países capitalistas centrales. El proceso de modernización que se planteaba traía tensiones, en especial el conflicto entre un sector moderno al sector tradicional de la sociedad.
Los ejes de desarrollismo fueron la modernización agraria y la industrialización por sustitución de importaciones, que superó el paradigma de las ventajas comparativas que dominó su inserción en el mercado mundial. Se concebía al Estado como agente del desarrollo situado arriba de la sociedad y capaz de dotarse de una racionalidad propia. El desarrollismo se vio como alternativa a los movimientos revolucionarios que sacudieron Latinoamérica, pero sus alcances eran, en realidad, limitadamente reformistas, aunque es indudable que fue una innovación importante con profundas consecuencias.
Las concepciones de la CEPAL y el desarrollismo fueron en América Latina muy influyentes y marcaron la planificación por varios años. En algunos sentidos fueron una continuidad de las reformas estatales de los años 20 que robustecieron al Estado. Y también fueron causa de la profundización del proceso de especialización de los gestores públicos. La administración dejó de ser el espacio exclusivo de los abogados, que tuvieron que compartirlo con “especialistas en desarrollo”, planificadores y con el tiempo sociólogos y antropólogos. Fue en estos años que se desarrolló la economía como disciplina. Se crearon escuelas y facultades en las universidades que comenzaron a formar economistas profesionales, cuyo espacio de trabajo fue justamente el gobierno.
Con la influencia cepalina, la Administración pública tuvo un antes y un después. Se llevaron adelante iniciativas de modernización, reformas agrarias que tuvieron mayor o menor impacto, según los países del continente, proyectos de industrialización y sustitución de importaciones. Se iniciaron los procesos de integración, primero a nivel de toda América Latina y luego en el ámbito subregional como el área andina. Las burocracias estatales crecieron en poder y tamaño. Los regímenes dictatoriales de los militares tuvieron un papel muy destacado en ello, ya que combinaron el desarrollo con la vigencia de la llamada “doctrina de seguridad nacional”, que tanta represión y violencia provocó en el continente. En el caso de nuestro país fue muy importante el “Gobierno Revolucionario y Nacionalista de las Fuerzas Armadas”, presidido por el general Guillermo Rodríguez Lara.
Ahora muchos ven a la corriente planteada por la CEPAL como una antigualla. Pero se debe tomarla en serio. No solo tuvo una enorme influencia en todos nuestros países y provocó el surgimento de grandes instituciones públicas, sino que fue una potente iniciativa original que provino de América Latina para enfrentar sus propias realidades, cuando las tendencias anteriores procedían del mundo capitalista desarrollado. No cabe duda de que indujo medidas progresistas que incluso fueron respaldadas por el movimiento social. No hay que olvidar eso porque los neoliberales han denostado al desarrollismo de la CEPAL, sino porque intentaron ser reeditadas a destiempo y sin fuerza social de base por gobiernos como el correísmo, que usaron el desarrollo para imponer una agenda productivista y depredadora del ambiente destinada a sostener el “capitalismo del siglo XXI”.
Globalización y neoliberalismo
Desde fines del siglo XX el mundo ha cambiado con mayor velocidad que nunca. Asistimos a un gran cambio civilizatorio. En la tecnología, especialmente en las comunicaciones, la transformación ha sido rápida y profunda. También la economía mundial y la de los países en particular han experimentado modificaciones bajo la influencia del neoliberalismo. La internacionalización del capital se ha acelerado y las barreras puestas al intercambio comercial han ido cayendo. A esta realidad de intensificación de las relaciones planetarias y de reacomodo mundial se la ha denominado “globalización”, un proceso con grandes consecuencias que nos afecta a todos. Se puede discutir mucho al respecto, pero no debemos olvidar que la era de la industrialización ha pasado y hay que pensar en el planeta, en que un actor fundamental de la democracia es la naturaleza.
En medio de esas realidades se abrió paso una nueva etapa en el trayecto de las instituciones en América Latina. Las tendencias desarrollistas y la acción del Estado se agotaron, dando paso a una crítica de ellas y al predominio de una iniciativa de retorno a las tesis del liberalismo original, promotor de las libertades económicas y un Estado mínimo, garante de la empresa privada. Los neoliberales lograron controlar el poder desde las dictaduras y también coparon los gobiernos constitucionales. Se empeñaron en desmantelar los Estados, privatizar sus empresas, reducir la burocracia y cortar los subsidios, con resultados muy adversos para los sectores sociales, que resistieron sus reformas.
El crecimiento económico, las reformas neoliberales y la intensificación del intercambio internacional se dieron con una polarización entre minorías cada vez más pequeñas que acumulan grandes riquezas y una creciente mayoría que se empobrece. Dentro de los países ha aumentado la brecha entre pobres y ricos. Lo mismo sucede en el ámbito internacional. El empobrecimiento creciente de grandes bloques de la humanidad y el irracional abuso de los recursos planetarios, en especial de las fuentes de energía, han despertado movimientos sociales, antiguos y nuevos que reclaman un modelo alternativo al neoliberalismo, la vigencia de un nuevo orden económico internacional.
En medio de esta realidad se han producido cambios en la administración de los Estados. Los profesionales de la gestión pública y especialistas en desarrollo vieron reducido el ámbito de su influencia, siendo reemplazados por técnicos venidos del sector privado o formados para gerentes de empresas, que imprimieron un carácter privatizador a la acción de las instituciones y personas a cargo de las diversas instancias del gobierno. Esto significó no solo la adopción de procedimientos promotores de la eficiencia y la calidad del trabajo, que deben ser bienvenidos en el sector público, porque buena falta le hacen, sino que trajo consigo la desvalorización del trabajo en las instancias oficiales de educación, salud y servicios sociales, que no son “rentables” y no generan prestigio empresarial. A esto se ha sumado el auge de la corrupción que invade el sector público y las empresas privadas.
Cuando por reacción al fracaso neoliberal surgieron gobiernos con gran respaldo popular que se identificaron con el “socialismo del siglo XXI”, volvió a crecer el ámbito del Estado, pero ya sin el aliento del reformismo cepalino, sino contagiado, sobre todo en algunos casos, por el caudillismo y el clientelismo, el autoritarismo y la corrupción, que hicieron crecer burocracias que actúan con el sesgo empresarial de los regímenes neoliberales. Por ello han tenido una fuerte oposición de los sectores sociales organizados, que no reconocen a esos regímenes como de izquierda.
En las últimas décadas, las sociedades y los Estados latinoamericanos han debido aceptar que no son homogéneos y que su composición humana diversa debe ser respetada. Gracias a la acción de grupos feministas, a la organización indígena, a las demandas locales por descentralización, se ha avanzado en el reconocimiento y los derechos que devienen de la diversidad de género, de identidad étnica, pertenencia regional o religiosa.
Los Estados nación son cuestionados desde sus poblaciones diversas y desde las regiones. Por otra parte, la soberanía nacional ha cedido ante los procesos de integración y la internacionalización del capital. Los Estados nación están cambiando de manera irreversible, pero no están desapareciendo. La integración y la compleja estructura social demandan una consolidación de esos Estados bajo nuevas condiciones. No sabemos con certeza qué sucederá en cien o doscientos años, pero en los próximos veinte o cincuenta, los Estados nacionales, reacomodados a las nuevas realidades mundiales, seguirán en pie.
Todo ello implica una modificación y ampliación de los conceptos de ciudadanía y de comunidad nacional e internacional. Ese cambio está en marcha, pero en medio de una crisis profunda de la institucionalidad, que no solo es afectada por las nuevas condiciones internacionales en que cayó la URSS, Estados Unidos se convirtió en un poder unipolar, cada vez más desafiado por economías emergentes como la China. Pero esa crisis de institucionalidad se está dando en un escenario distinto. Superadas las dictaduras militares y habiendo asumido los países en que existían movimientos insurreccionales el monopolio de la violencia, ahora resulta que los narcotraficantes han roto el monopolio de la violencia del Estado, creando una realidad compleja que no va a solucionarse con profundizar la represión, sino con comprensivo esfuerzo de cambio social.
Por otra parte, debemos reconocer que la relación norte-sur y la influencia de las regiones en el mundo están cambiando. Latinoamérica tiene menos peso en un mundo que hace sesenta años porque las realidades han variado. En la principal plaza de Pekin cuelga el retrato del presidente Mao, pero el Gobierno chino está en las antípodas de su pensamiento y posturas. China es un país que se ha transformado en una potencia mundial y sigue gobernado por el Partido Comunista, pero impulsando el capitalismo más desembozado. Winston Churchill, ese viejo conservador, se hubiera horrorizado del capitalismo chino.
Es en medio de esta realidad que tenemos que forjar una nueva institucionalidad para nuestros países. Pero en América Latina la crisis integral de la institucionalidad es muy profunda. Por ejemplo, el país modelo que decíamos que hacía las cosas bien, Chile, se enredó en el proceso de redactar una nueva Constitución. Fracasó una Constituyente que formuló un texto influenciado por minorías marginales, que rechazó la mayoría. Un nuevo intento produjo otro texto con tesis opuestas, que también fue derrotado en las urnas. Los triunfos de caudillos de extrema derecha deben hacernos pensar.
Lo más grave que puede sucedernos como región es no aceptar que vivimos un cambio que demanda una nueva visión de la realidad y una actitud distinta hacia lo que viene, que nos es desconocido y resulta riesgoso intentar pronosticar, sobre todo a los historiadores que estamos entrenados para explicar el pasado, no para predecir el futuro.
Las evidencias sugieren que la tendencia globalizante continuará en la economía mundial. Las barreras al comercio seguirán siendo levantadas y las posibilidades de oferta de bienes y servicios se ampliarán. No cabe duda de que habrá ventajas para amplios grupos de consumidores en un mercado en expansión. Pero, si no se cambia el modelo económico, las desigualdades e injusticias aumentarán. La liberalización del tránsito de bienes no está acompañada con la de personas. Hay cada vez más restricciones para la migración desde los países pobres a los ricos, pero el flujo continúa a pesar de los riesgos.
El ritmo mundial de desarrollo científico y tecnológico va a continuar. Las comunicaciones van a intensificarse. El internet será cada vez más usado. Y la educación a distancia va a crecer. Muchos de los adelantos del conocimiento y de la técnica van a beneficiar a grandes sectores de la población. Pero, aparte de que los costos de la tecnología están ahora, y parece que lo estarán en el futuro, sobre las posibilidades económicas de muchos, el peligro que todo ello trae a nuestras sociedades, a la cultura, no debe despreciarse. Pero al tratar las perspectivas, ustedes las tienen más que yo. Como administradores tienen una enorme responsabilidad hacia el futuro, y las nuevas realidades.
Ahora les toca a ustedes. No tengo ni edad ni preparación profesional para hacerlo. Lo que sí tengo es mucho cariño para Marianita y para ustedes, y agradecimiento por haberme escuchado. No sé cuánto haya aportado, pero aspiro a que dos o tres cosas que he dicho les haga pensar cómo desde la historia podemos interrogarles a ustedes como profesionales para enfrentar el futuro.
Preguntas
Marianita Lima: Bueno, primero, muchas gracias, Enrique. Siempre deja un sabor maravilloso escucharle. Yo quería preguntar un poco sobre la integración latinoamericana. Porque usted, yo creo que es una piedra fundamental en eso, en nuestra universidad. Yo en algún momento escuché que nuestra universidad ha ejercido un papel muy importante. Aquí estamos, ¿no? Eso también es un poco la integración latinoamericana. ¿Cómo queda la integración americana en este sentido? Gracias.
Enrique Ayala: Gracias. En primer lugar, aclaremos que la integración fue una iniciativa que vino con la propuesta cepalina. Y vino con fuerza, con mucho contenido en la sociedad, entre otras cosas, porque la integración fue uno de los poquísimos elementos en que empresarios y trabajadores estaban de acuerdo desde el principio. Pero la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) fue muy ambiciosa, no pudo funcionar y terminó en la ALADI, un organismo pequeño dedicado a temas muy específicos.
Entonces vino la integración subregional, básicamente Centroamérica, el Pacto Andino y muy posteriormente Mercosur. Los procesos de integración al principio, durante los 70 y 80, tuvieron mucha fuerza y mucha legitimidad. Esta universidad es producto de la integración y por ello hemos querido mantener el impulso integrador. Pero, por desgracia, en nuestros países no se acepta la institucionalidad de la integración. Mientras en Europa se ha creado una cultura de la integración y aceptan las decisiones europeas, que prevalecen sobre las leyes, aquí en América Latina la experiencia es que los países, grandes y pequeños siempre encuentran mecanismos para orillar las uniones aduaneras y el mercado común, aunque ha habido grandes esfuerzos, porque integración sin integración económica no existe.
Felizmente, la Comunidad Andina ha subsistido. Con sus límites es lo único que tenemos, porque la UNASUR se desmanteló y el ALBA no era un proceso de integración. Era un club de países para cooperar entre ellos, eso es precisamente cooperación, no integración. No se ve al Ecuador integrado con Antigua o Cuba. No hay procesos de integración a ese nivel. Con Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia sí hay posibilidad de integración.
Pero la integración terminó diluyéndose o limitándose, como en la CAN, en buena parte por dos razones. La una, la acción de Estados Unidos, que puso como condición para el ALCA o para los tratados de libre comercio bilaterales, que se acepte la condición de nación más favorecida. Eso quiere decir que Estados Unidos tendría cualquier privilegio que dan a los países a los que participan en los tratados de integración. Hay dos países que lo aceptaron, Colombia y Perú, o sea que Fujimori y Uribe torpedearon la integración andina. Y provocaron que Chávez la torpedeara desde el otro lado y se vaya de la CAN.
En segundo lugar, está claro que en el continente no hay voluntad de integración. Ni los gobiernos de derecha ni los de izquierda han hecho un esfuerzo de integración. UNASUR terminó siendo una oficina de relaciones públicas de Maduro. Lula, por ejemplo, ya no ha dado un paso de integración serio. Este no es un problema de la derecha o izquierda en este país, sino una tendencia de los gobernantes.
La Unión Europea sigue siendo un elemento importante en los procesos de integración. En Asia hay iniciativas integracionistas. Esto quiere decir que, a pesar de las limitaciones y fracasos, debemos seguir apostando a la integración como nuestro destino. Disculpen que no lo haya mencionado con detenimiento. He dejado fuera muchas cosas. Quería hacerles ver una perspectiva que normalmente no se enseña en las universidades, como a mí tampoco me enseñaron una historia de la institucionalidad. Hemos tenido que hacerlo. Muchas gracias.
Notes