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Las mujeres trans. Cultura y psiquismo
As mulheres trans: cultura e psiquismo
Transgender women: culture and psychism
Revista Tramas y Redes, núm. 4, pp. 29-51, 2023
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales

DOSSIER


Recepción: 09 Febrero 2023

Aprobación: 04 Mayo 2023

DOI: https://doi.org/10.54871/cl4c400b

Resumen: El aumento de visibilidad de las mujeres trans en la escena pública ha vuelto a plantear la clásica pregunta “¿qué es una mujer?”. Se ha desatado también una feroz disputa al interior del movimiento feminista acerca de si las mujeres trans son o no son “mujeres”. En estas páginas me interesa recordar ciertas premisas psicoanalíticas respecto a la construcción identitaria, para desde ahí reflexionar sobre algunas de las cuestiones que exhibe esta disputa entre feministas, que tiene repercusiones en debates y valoraciones en ámbitos que trascienden los círculos feministas. Bajo estas coordenadas, argumento que la identidad trans no es solo el resultado de un proceso psíquico, sino también una expresión de las condiciones sociohistóricas contemporáneas que incluyen una mezcla del neoliberalismo con el neoconservadurismo. En este sentido, las feministas anti-trans movilizan retóricamente el paradigma heteronormativo con creencias que comparten con grupos conservadores que se han convertido en prejuicios cuyos efectos son nefastos.

Palabras clave: psiquismo, identidad de género, mujeres trans, conservadurismo, feminismos.

Resumo: O aumento da visibilidade das mulheres trans na cena pública levou mais uma vez a clássica questão “o que é uma mulher?”. Uma disputa acirrada também eclodiu dentro do movimento feminista sobre se as mulheres trans são ou não "mulheres". Nestas páginas me interessa resgatar algumas premissas psicanalíticas sobre a construção da identidade, para refletir sobre algumas das questões que essa disputa entre feministas expõe, o que repercute em debates e avaliações em áreas que transcendem os círculos feministas. Seguindo essas coordenadas, defendo que a identidade trans não é apenas resultado de um processo psíquico, mas também uma expressão de condições sócio-históricas contemporâneas que incluem uma mistura de neoliberalismo e neoconservadorismo. Nesse sentido, feministas anti-trans mobilizam retoricamente o paradigma heteronormativo com crenças que compartilham com grupos conservadores e que se tornaram preconceitos cujos efeitos são desastrosos.

Palavras-chave: psiquismo, identidade de gênero, mulheres trans, conservadorismo, feminismos.

Abstract: The increased visibility of trans women on the public scene has once again raised the classic question “what is a woman?”. A fierce dispute has also broken out within the feminist movement about whether or not trans women are "women". In these pages, I recall certain psychoanalytic premises regarding the construction of identity to analyze aspects of this dispute between feminists, which has repercussions in debates and assessments in areas that transcend feminist circles. I argue that trans identity is not only the result of a psychic process, but also an expression of contemporary sociohistorical conditions that include a mixture of neoliberalism with neoconservatism. In this sense, anti-trans feminists rhetorically mobilize the heteronormative paradigm with beliefs that they share with conservative groups. These beliefs have become prejudices whose effects are disastrous.

Keywords: psychism, gender identity, trans women, conservatism, feminisms.



Am I that name?

Fuente: Denise Riley

Uno de los cambios culturales y políticos más interesantes del momento actual es el aumento de visibilidad de las mujeres trans en la escena pública. Su presencia ha vuelto a plantear la clásica pregunta de “¿qué es una mujer?”, ha desatado una feroz disputa al interior del movimiento feminista acerca de si las mujeres trans son o no son “mujeres”, y también ha provocado un conflicto sobre si las mujeres que no somos trans debemos asumirnos como mujeres cis.

Aunque las reacciones de las feministas ante el cambio son variadas, podríamos ubicarlas en tres grandes grupos: el de las feministas que por cuestiones teórico-políticas se declaran aliadas incondicionales de las mujeres trans; el de las feministas que tienen dudas y oscilan entre abstenerse de opinar o decir que únicamente les preocupan ciertos problemas; y, finalmente, el de las feministas que se posicionan como “anti-trans” o incluso “transexcluyentes” y que declaran como objetivo político eliminar el término “mujer trans”. Al interior de estos tres grupos hay un amplio rango de posturas y también varía la intensidad con que se discute: desde la expresión de dudas respetuosas respecto de si las mujeres trans que participan en competencias deportivas femeninas tendrían una ventaja hasta la manifestación de miedos exagerados, por ejemplo, temor a que mujeres trans entren a espacios exclusivos de mujeres cis ¡para violarlas! Las distintas posturas feministas concitan igualmente un rango de reacciones políticas: desde el apoyo o el cuestionamiento a una ley que permita la auto adscripción de la identidad de género a les púberes, hasta loas por su valentía al asumirse o linchamientos en las redes por “usurpación” de identidad. La indignación que se manifiesta en ambos lados suele derivar en confrontaciones muy desagradables, incluso agresivas, pero escasea un debate serio que, por mencionar solo un aspecto importante, retome lo que hoy ya se sabe respecto de cómo se construye la identidad de género. En ese sentido, en estas páginas me interesa recordar ciertas premisas psicoanalíticas respecto de la construcción identitaria, para, desde ahí, reflexionar sobre algunas de las cuestiones que exhibe esta disputa entre feministas, que tiene repercusiones en debates y valoraciones en ámbitos que trascienden los círculos feministas.

Conflictos políticos y paradigmas “insostenibles”

A partir de la segunda ola feminista, cientos de miles de mujeres en todo el mundo salieron a la calle a exigir que ya no se las definiera por sus cuerpos; al hacer una analogía con el racismo, denunciaron como sexismo la discriminación que consiste en tratar de manera diferente e injusta a las personas en función del sexo. En la academia, las feministas documentaron el control, la represión y la explotación a que están expuestos los cuerpos de las mujeres y sus investigaciones profundizaron en el conocimiento respecto de la desigualdad entre los sexos, además de que renovaron el debate intelectual sobre lo innato y lo adquirido en la condición humana. En el mundo académico se generalizó el uso de la categoría género para denominar la simbolización que cada cultura elabora sobre la diferencia sexual, simbolización que establece normas y expectativas sobre las conductas y los atributos de las personas en función de su categoría sexual. La interrogante acerca de cómo se construyen las diferencias entre los cuerpos sexuados y los seres socialmente construidos se esclareció al entender que el género se encarna en el cuerpo mediante un proceso que internaliza las creencias sobre lo que deben ser las mujeres y los hombres. Dichas creencias producen una especie de “filtro” con el que los seres humanos interpretamos los mandatos de nuestra cultura, y también una especie de armadura psíquica dentro de la cual constreñimos nuestras vidas. Estas creencias nutren a los habitus, que Bourdieu (1991) define como esquemas de percepción y de acción que los seres humanos internalizamos de manera inconsciente.

En paralelo a las movilizaciones feministas, surgieron reflexiones teóricas e investigaciones empíricas sobre el cuerpo como locus de los procesos sociales y de las influencias culturales. Las ciencias sociales exploraron las formas de simbolización y disciplinamiento del cuerpo: desde la manera en que culturalmente se otorgan significados a diversos aspectos corporales, hasta las formulaciones políticas que –partiendo de cómo se viven el género y la etnia, la cultura y la religión– controlan y regulan diferencialmente los cuerpos (Le Breton, 1995). Se estudió lo relativo a las representaciones sociales y se pensó en la definición de políticas específicas sobre la reglamentación del uso sexual y procreativo del cuerpo; también se investigaron las formas de modificación corporal, desde escoriaciones y tatuajes hasta cirugías estéticas y trasplantes de órganos (Turner, 1989). Al analizar cómo el género moldea y desarrolla nuestra percepción de la vida en general, muchas académicas feministas insistieron en la materialidad de la diferencia sexual. Pero fue la antropología psicoanalítica la que subrayó que en el proceso de constitución de la identidad de los seres humanos se entremezclan psiquismo y cultura. Esto ha supuesto el desafío de explorar “el papel de lo cultural en el psiquismo, así como el papel del psiquismo, de naturaleza necesariamente individual, en la construcción de hechos culturales de factura colectiva por definición” (Bidou, Galinier y Juillerat,1999, p. 12).

La riqueza de la investigación, reflexión y debate alrededor del género debería haber conducido a desesencializar los postulados culturales sobre qué es “ser mujer” y qué es “ser hombre”. Sin embargo, no ha sido así. Y no solo se ha entorpecido el proceso de desesencializar esas representaciones sociales, sino que se ha fortalecido una corriente esencialista atrapada en el paradigma del dimorfismo biológico que rechaza las nuevas identidades disidentes de la norma binaria. La psicoanalista Silvia Bleichmar (1997) hace una crítica del “aferramiento a paradigmas insostenibles, cuya repetición ritualizada deviene un modo de pertenencia y no una forma de apropiación de conocimientos”. Sin duda la fuerza simbólica del paradigma heteronormativo es apabullante, al igual que su penetración en nuestras conciencias y nuestros inconscientes. La representación social de “la pareja humana” (desde el mito de Adán y Eva hasta el torrente de imágenes comerciales de parejas tradicionales que salen en los medios de comunicación) refuerza la heteronormatividad y reproduce la creencia en que solamente hay dos formas de ser. Esta creencia, totalmente ritualizada, se vuelve también “un modo de pertenencia” y tal parece que ciertas personas se consideran amenazadas ante versiones identitarias distintas, lo que ha producido una especie de pánico moral.

El concepto de “pánico moral” nombra un miedo desproporcionado ante un supuesto peligro de que ocurra algo terrible (Cohen, 1972). Quienes han trabajado sobre los límites morales y la conciencia colectiva han hecho una crítica a esa reacción moral exagerada. Según Sean Hier, el elemento “moral” del pánico es “la indignación ante la violación de un valor cultural compartido, lo que significa, simultáneamente, una amenaza a la propia identidad y su confirmación” (2011, p. 5). Dos elementos asociados al pánico moral son su irracionalidad y su conservadurismo (Thompson, 2014). Algunas feministas se han dejado llevar por una especie de “pánico moral” al hablar de la amenaza que representan las mujeres trans, en especial, cuando alegan que podrían entrar a los baños a violar a mujeres cis.

Los procesos de pánico moral se potencian con historias sobre sucesos reales. En México tenemos ejemplos de hombres que se han hecho pasar por mujeres para cometer delitos. Un caso fue el de 18 hombres que en el estado de Tlaxcala se inscribieron como mujeres trans para “cumplir” así con el requisito de paridad que impone la ley electoral en las candidaturas. Carmen Morán (2021), quien consignó la denuncia de los colectivos LGBTIQ+ por lo ocurrido, relata que cuando el órgano electoral tlaxcalteca avisó al partido Fuerza por México de que no cumplía con la paridad de género, por lo cual 18 candidatos no podían ser registrados, ellos hicieron la burda trampa de una “auto adscripción” de identidad y se asumieron “mujeres”. Morán señala que no es la primera vez que pasa algo así; ocurrió lo mismo en los comicios de 2018 en Oaxaca, aunque entonces el órgano electoral lo frenó a tiempo. Este tipo de actos delincuenciales da elementos a una narrativa que fomenta la confusión y el rechazo, pero no tiene que ver con la conducta de las mujeres trans.

No obstante, como ocurre en cualquier colectivo identitario, algunas mujeres trans incurren en conductas impropias; ciertos desempeños de ciertas figuras trans en el espacio público han desatado reacciones negativas. Baste recordar la trifulca que se suscitó en marzo de 2022 en la Cámara de Diputados durante la discusión acerca de cómo legislar respecto a púberes y adolescentes que piden bloquear hormonalmente su proceso de masculinización o feminización1. Cuando un diputado planteó que dichas intervenciones deben aplicarse exclusivamente a personas adultas, una legisladora trans lo insultó y amenazó. Dicho diputado, enojado, se refirió a ella como “señor”, y cuando la segunda diputada trans que hay en la Cámara escuchó la palabra “señor”, empujó a quien presidía la sesión y le arrebató el micrófono, con lo cual se suspendió la sesión. Posteriormente, el diputado reconoció que “fue un exceso retórico y una equivocación” haber llamado “señor” a la diputada, y las diputadas trans también se disculparon. Pero el debate sobre un tema que provoca mucha preocupación fue interrumpido por emociones que degradan el proceso político democrático. De esta forma, las pasiones desbordadas de uno y otro bando entorpecen un proceso de deliberación sumamente necesario.

Las expresiones de desprecio y odio hacia las personas trans son un indicador de la debilidad de nuestra cultura política democrática y demuestran que no basta con que el derecho a la identidad de género esté consagrado legalmente, sino que hace falta un cambio de mentalidades. El punto clave es cómo se enfrenta la otredad; una reacción básica es la que, ante cualquier diferencia, clasifica a las personas en dos grupos: las que son iguales a mí y las que son diferentes. Esto se traduce, en un primer momento, en antagonismo, rechazo y/o temor. Ahí se encuentran las “raíces psíquicas del odio” (Castoriadis, 2001) que alimentan el fundamentalismo, pues generan una actitud irracional: la persona diferente amenaza mi existencia, me pone en riesgo, o simplemente me obliga a reconocer que hay otras formas de ser, lo cual atenta contra mis creencias o cuestiona mi idea de mí misme y del mundo. Esto se acompaña de emociones tóxicas –aversión, asco, miedo– que alientan prácticas discriminatorias y excluyentes, incluso criminales, como los linchamientos y transfeminicidios. La politóloga Wendy Brown (2006) dedica todo un libro a analizar el problema de cómo “regular la aversión”, y una de sus conclusiones coincide con lo que Marcuse (1969) señaló respecto de lo imprescindible que es desarrollar una verdadera tolerancia respetuosa, distinta a la “tolerancia represiva” que él criticó hace medio siglo. Para desarmar la discriminación, la exclusión y el linchamiento que viven no solo las personas trans, sino muchas otras que no se ajustan a los estereotipos de la feminidad y la masculinidad, es fundamental comprender cuáles son los procesos psíquicos que nos hacen sentirnos “mujer” u “hombre”. En ese sentido me parece relevante la apreciación que hace Daniel Innerarity acerca de que “El conocimiento, más que un medio para saber, es un instrumento para convivir” (2011, p. 11).

De las “etiquetas” al inconsciente

Un conocimiento fundamental que ofrecen las ciencias sociales respecto de la identidad es que el ser humano construye socialmente su sentido de quién es, básicamente a partir de la existencia en la narrativa cultural de “etiquetas” que designan ciertas “clases” de personas (Appiah, 2007). En nuestro orden simbólico, la diferencia sexual ha sido la matriz para clasificar a qué categoría sexual (o “clase”) pertenece una criatura; y en cada cultura se han establecido las características, atribuciones y pautas de conducta asociadas a dicha clase: el género. Todas las investigaciones antropológicas sobre las identidades culturales en distintos sistemas simbólicos del mundo encuentran que el dimorfismo sexual es una clasificación básica: hembras y machos. Sin embargo, también existe un pequeño número de sociedades que clasifica a ciertas personas como pertenecientes a una tercera e incluso a una cuarta categoría. A partir de las etiquetas sobre las “clases” de personas que existen en su sociedad, en cada persona se da un proceso de elaboración de su propia identidad con los elementos que tiene al alcance (identidad internamente construida) mientras que las demás personas se hacen una idea de ella (identidad externamente imputada) (Giménez, 2002). Hay discrepancias y desfases entre la “autoidentidad” y la “exoidentidad” (la que es asignada por los demás) y justamente el conflicto trans radica en que la identidad que se percibe internamente choca con la identidad externamente adjudicada.

Lo que no se suele tomar en cuenta es que en el proceso inconsciente de internalización de las etiquetas interfiere algo que Robert Stoller califica de “fuerzas mudas” (1975, p. 291), que tienen que ver con el deseo de la madre y del padre: lo que esperan de la criatura, lo que proyectan sobre ella, los mensajes silenciosos que le envían. La criatura no “absorbe” tal cual los indicios psíquicos de sus cuidadores principales, sino que los reelabora de manera compleja durante su proceso de individuación. Generalmente, la criatura acaba asumiendo una etiqueta determinada, la cual suele corresponder con la clasificación normativa, y la acepta en principio, sobre todo porque su entorno así se lo transmite; o sea, porque quienes la cuidan y la rodean se lo significan a través de innumerables gestos de comportamiento y matices discursivos, con los cuales transmiten su deseo de que sea “una niña” o “un niño”. Jean Laplanche (1989) plantea que la criatura, desde que nace, recibe mensajes verbales y no verbales de sus cuidadores, mensajes que no está equipada para comprender emocionalmente ni para manejar adecuadamente, y que requieren un trabajo psíquico de traducción. Laplanche enfatiza el hecho de que les cuidadores transmiten mucho más de lo que pretenden conscientemente, y que dichos mensajes son, al mismo tiempo, excitantes y mistificadores; de ahí que este psicoanalista los califique de “enigmáticos”. En ese proceso, las representaciones sociales se mezclan con las pulsiones, y se establecen contigüidades, condensaciones y desplazamientos de sentido, además de que el “mensaje enigmático” desata asociaciones imaginarias en la criatura. Tales señalamientos son pistas muy iluminadoras respecto de la construcción de una imagen inconsciente del cuerpo y ayudan a comprender una parte fundamental de la estructuración de la identidad de género.

Lo que nos constituye como seres humanos se da en tres dimensiones distintas: la biológica (cromosomas, hormonas, anatomía), la social (cultura, creencias, representaciones y prescripciones sociales, usos y costumbres) y la psíquica (pulsiones, imaginarios, inconsciente). Hoy en día, en campos disciplinarios como la biología, la antropología y el psicoanálisis se hacen precisiones sobre la variabilidad humana que rebasan el esquema dimórfico, por lo que la clasificación tradicional –binaria– resulta imprecisa a la luz del conocimiento actualizado. Cuando se asume la creencia de que el dimorfismo sexual determina la identidad no solo se desconoce la realidad psíquica, sino que también se ignora la variabilidad biológica. Un ejemplo elocuente es el caso de la intersexualidad. Aunque las personas intersexuadas –aquellas cuya genitalidad es ambigua y plantea dificultades para clasificar a la criatura como hembra o macho– estadísticamente representan una cantidad ínfima de seres humanos, su existencia visibiliza el peso del orden simbólico que ha llevado a que se cometa la barbaridad de tratar de “ajustarlos” al esquema binario con cirugías innecesarias, y en ocasiones incapacitantes. De ahí que, pese a su escasa relevancia estadística2, en el debate acerca de “la diferencia sexual” se suele tomar en cuenta la intersexualidad para poner en evidencia la potencia del orden simbólico. El problema radica, como bien señala el psicoanalista Gerardo Pasqualini, en que “todo lo que adquiere significado tiende a idealizarse y ahí se fijan los conceptos” (2014, p. 25). La simbolización sobre el dimorfismo ha adquirido un significado que se ha idealizado y que transmite la creencia de que hay solo dos maneras de ser. A esta idealización se suma otra creencia, más perniciosa, sobre que la condición humana tiene dos dimensiones –mente y cuerpo– pues con esa mancuerna binaria no se registra la existencia del psiquismo y se cree que todo se resuelve con racionalidad.

Algo básico a comprender es que el Yo –la instancia donde confluyen el cuerpo, la cultura y la psique– carece de una esencia. El Yo no está predeterminado, sino que se va constituyendo dentro de las estructuras del lenguaje y su desarrollo está amarrado a un mundo de sensaciones, imágenes y representaciones (Nasio, 2008). El Yo, como portador de la pulsión, es la instancia de la individualidad que, para construirse como tal, requiere al Otro para identificarse. Así, paulatinamente una criatura se asume “niña” o “niño”, y dicho proceso es alimentado por cuestiones que no son decididas de manera autónoma, ya que son impuestas tanto desde su interior, por deseos inconscientes, como desde el exterior, por prescripciones sociales de un orden cultural, o sea, por la ley social. Pese a que los discursos dominantes (entre los que destacan los mandatos de género) condicionan la autopercepción de los seres humanos, no la determinan en su totalidad justamente porque existen el deseo, la fantasía, el inconsciente. Una parte del Yo escapa a la determinación social y a las formaciones discursivas del orden hegemónico, y así el Yo que surge es imaginario, aunque esté armado a partir de representaciones culturales (Castoriadis, 1975). Françoise Dolto (1986) señala que nuestro Yo, que es el sentimiento de ser une misme, está compuesto por dos imágenes corporales diferentes pero indisociables: una psíquica –que esta psicoanalista denomina como “imagen inconsciente del cuerpo”– y otra física: la imagen que nos devuelve el espejo. Cuando estas dos imágenes no coinciden, hay angustia y sufrimiento.

La mayoría de las personas desconoce que el proceso de identificación ocurre fundamentalmente de manera inconsciente. El mecanismo y la función que nos permiten identificarnos en el sentido psicoanalítico (y que calan mucho más hondo que cuando decimos que nos identificamos con tal personaje o con tal idea) hacen que la socialización nos lleve a ser portadores de discursos de los que no somos conscientes. Hemos de reconocer que la eficacia de esta función reside exactamente ahí, en que no se trata de la consciencia ni de la intencionalidad consciente. Bourdieu dice algo similar sobre los agentes sociales: que son portadores de un discurso que no es del todo propio o, en todo caso, que no es individual. Este autor aclara mucho cuando dice que las prácticas tienen su propia lógica y su forma particular de trasmitir sentidos. Pero lo que me interesa plantear aquí es que la variabilidad de las expresiones identitarias no se esclarece con la perspectiva constructivista, que se centra en los procesos de socialización y aprendizaje; es necesario entender que existe un ámbito imaginario y aceptar la existencia del inconsciente3.

Comprender el proceso de su constitución implica asumir que nuestro Yo es producido no solo por el discurso cultural, sino también imaginariamente en nuestro inconsciente. Para discernir el proceso identificatorio también habría que entender lo que, en sentido psicoanalítico, es el anclaje pulsional de las representaciones humanas. Piera Aulagnier (2007) considera que justamente en el psiquismo es donde puede advenir lo representable, y ve el espacio intersubjetivo como aquel donde el sujeto se constituye. Sin embargo, esto rara vez es tomado en cuenta por el pensamiento no psicoanalítico, por lo cual tampoco se entiende el sentido del concepto de represión que, según André Green representa “el verdadero punto de partida del pensamiento psicoanalítico en Freud” (1995, p. 158). La represión se suele pensar como una acción que consiste en contener, detener o castigar, frecuentemente con violencia, actuaciones políticas o sociales, mientras que, en la conceptualización psicoanalítica, lo reprimido es lo que se relega al inconsciente.

Hay que tener presente que el sujeto bio-psico-social es un “todo” integrado, pero, al estudiarlo, separamos de manera ilusoria sus componentes para así organizar nuestro pensamiento. En la identidad del sujeto se funden psiquismo y cultura; ahí están presentes desde sus heridas psíquicas hasta los habitus y estereotipos culturales, mezclados con las emociones provocadas por los vínculos familiares, muchos de ellos conflictivos, junto con vivencias relativas a su ubicación social (clase social, etnia, edad, etcétera). Estos elementos no forman una estructura, ni tampoco son un mero aglomerado, y sus conexiones entre sí son cambiantes. El sujeto está inmerso en un proceso constante de construcción identitaria. Los elementos constitutivos de su identidad no surgen simultáneamente ni operan de manera similar. En especial, es decisiva la temporalidad del descubrimiento de la diferencia anatómica entre los sexos, que suele darse a muy temprana edad. Este descubrimiento posicionará psíquicamente al sujeto de un lado o del otro del esquema de la diferencia sexual, independientemente del dato biológico de su cuerpo, a partir del cual ha sido clasificado como “niña” o “niño”. Este es uno de los procesos estructurantes del psiquismo, y el conflicto se instala cuando no hay concordancia entre lo que el sujeto siente ser y lo que quienes lo rodean le dicen que es. Será el peso abrumador de la identidad externamente imputada, esa “exoidentidad” (Giménez, 2002) que las personas cercanas y no tan cercanas le adjudiquen, lo que hará que un ser humano se resigne a aceptar una identidad que choca con la que siente ser. Y es un esfuerzo de congruencia, casi siempre acompañado de sufrimientos y conflictos, lo que le lleva a luchar por cambiar dicha asignación externa y hacer que prevalezca su percepción interna. Ese es el complejo y doloroso dilema que enfrentan las personas trans, que requiere gran valentía asumir.

Crisis contemporáneas y contextos tecnofarmacológicos

La identidad es resultado de una elaboración psíquica, pero también de un proceso de subjetivación en el que inciden condiciones sociohistóricas. La manera en la cual muchas personas se conciben a sí mismas, su forma de ser, de pensar y de comportarse, está impactada, alentada y determinada tanto por las dinámicas afectivas que las vinculan con sus seres significativos, como por su cultura, su lugar social y el momento histórico que les tocó vivir. Las crisis contemporáneas, los productos culturales, los avances tecnológicos y las transformaciones en las relaciones de género son elementos fundamentales en las producciones actuales de subjetividad y, en especial, en el surgimiento de las nuevas identidades, no solamente las trans, sino también las no binarias, fluidas, disidentes. Diana Kordon y Lucila Edelman dicen:

La producción de subjetividad hace al modo en el cual las sociedades y las culturas (las condiciones materiales de existencia, las relaciones sociales, las prácticas colectivas, los discursos hegemónicos y contrahegemónicos, el arte, la tecnología, las comunicaciones) determinan las formas con las cuales se constituyen sujetos plausibles de integrarse a sistemas que les otorgan un lugar que les garantiza la pertenencia. Cada periodo histórico promueve modelos y contenidos específicos, así como determina el carácter de las instituciones. Por lo tanto, la subjetividad tiene un carácter histórico-social (2018, p. 70).

Estas psicoanalistas hablan de la “existencia de una crisis sostenida de las grandes matrices de simbolización, de las referencias de significaciones y sentidos, que afectan a los procesos de socialización y replantean las identidades individuales y colectivas” (2018, p. 95). El neoliberalismo, como una racionalidad abarcadora (Brown, 1995), hace que el impacto de sus procesos globalizados produzca efectos psicosociales, como ese individualismo narcisista por el cual millones de personas tienen su libido vuelta hacia su propio Yo. Además de que todas las personas están atravesadas por la subjetividad social, el creciente fenómeno que Bernard Stiegler (2011) califica de tecnofarmacológico está mostrando la amplitud de un proceso de subjetivación generado por la difusión de información y mercantilización de todo tipo de intervenciones médicas, no solo administración de hormonas y realización de cirugías estéticas (nariz y pechos), sino también trasplantes de órganos y técnicas de procreación asistida. Así, en este contexto tecnofarmacológico no resulta extraño que las personas trans también deseen acceder a ese tipo de intervenciones.

Sin embargo, pese a múltiples transformaciones provocadas por la evolución del capitalismo, en el orden simbólico siguen siendo hegemónicas las dos figuras prototípicas: “mujer” y “hombre”. Así, es frecuente que se tome la anatomía como una “esencia natural”, y que en los debates sobre las mujeres trans se reitere el argumento del dimorfismo sexual como una esencia; de ahí que en los enfrentamientos entre feministas sobre las mujeres trans algunas aleguen que “es mujer quien menstrúa”. Otras respondemos que “es hembra quien menstrúa” y que, además, hay hembras que no menstrúan, sea por edad o por amenorrea, además de que ahora hay mujeres que nunca han menstruado, ni lo harán. Esas conceptualizaciones son apenas un ejemplo de las dificultades que hay para establecer un diálogo en torno al tema. Algo que atraviesa esa dificultad es no asumir –o no comprender– que la identidad de los seres humanos no es producto de la anatomía, sino que nos constituimos identitariamente por un complejo proceso, del cual una parte fundamental –la psíquica– se realiza fuera de la conciencia y de la racionalidad.

Un problema fundamental es la simplificación conceptual que reduce la complejidad de los procesos identitarios al mero dimorfismo biológico. Por dicha simplificación, reiterada en la narrativa cultural, amplios sectores sociales tienen serias dificultades para admitir estados intermedios entre los seres humanos, estados mixtos o incluso estados con una identidad provisoria. Y de tales dificultades suelen surgir emociones, como el miedo, que llegan a derivar en formas de agresión, discriminación y crueldad contra quienes se salen de la norma. O sea, las reacciones transfóbicas de muchas personas se dan no solo por la carencia de un verdadero respeto a los derechos humanos, sino que también nacen de la simplificación conceptual, y de “aferrarse a un paradigma insostenible”. De ahí la importancia de realizar una actualización conceptual y, mucho más importante, llevar a cabo una radical renovación interpretativa, como la que hace Pierre Bourdieu.

Este sociólogo y antropólogo analiza la ruptura de los sistemas de conceptualización y clasificación y la considera una “revolución simbólica”. Bourdieu señala que las provocaciones subversivas de los movimientos feminista y homosexual son fuente de revoluciones simbólicas de gran alcance, “capaces de trastocar las estructuras más profundas del orden social, como las familiares, mediante la transformación de los principios de división fundamentales de la visión del mundo (como la oposición masculino/femenino) y el cuestionamiento correlativo de las evidencias del sentido común” (1999, p. 140).

Las identidades atípicas (trans, no binarias, fluidas, disidentes) cuestionan el sistema tradicional de clasificación y, al quebrar la narrativa hegemónica acerca de quienes son “mujeres” y quienes “hombres”, trastocan un principio fundamental de la visión del mundo: el que plantea que las hembras se convierten en mujeres y los machos, en hombres. La “revolución simbólica” que están impulsando personas de la disidencia sexual e identitaria parece capaz de hacer realidad la aspiración de liberar a todos los seres humanos de los rígidos estereotipos de la feminidad y la masculinidad.

Y aunque el movimiento de las personas trans y las otras identidades disidentes del orden binario ha puesto en cuestión el sistema tradicional de clasificación y conceptualización, esa “revolución simbólica” requiere más teorización, y más conocimiento. El concepto de “género”, que sorprendentemente hoy algunas feministas pretenden “eliminar”, sirve para esclarecer la construcción identitaria. Para Caroline New es muy importante no olvidar una distinción clave: la que se da entre nuestro conocimiento (siempre situado y parcial) y el mundo que es objeto de dicho conocimiento (2020, p. 82). Los seres vivos, las cosas y los procesos existen en el mundo independientemente de si son identificados por las mentes humanas; por ejemplo, la distinción entre el sexo y el género no la “inventaron” las feministas, aunque indudablemente fueron ellas quienes, junto con psicoanalistas, la visualizaron y desarrollaron teóricamente. Lo mismo ocurre con los procesos psíquicos: existen, aunque los desconozcamos. Y precisamente el psicoanálisis los ha estudiado y teorizado. El tema central a esclarecer es cómo se constituyen psíquicamente las personas, con pulsiones y un imaginario que excede la producción de subjetividad social.

Podríamos recurrir a lo que Freud calificó como el malestar en la cultura (1930) para interpretar el surgimiento de esas identidades disidentes como resistencias al orden simbólico. Al plantear que el ser humano se vuelve neurótico porque no puede soportar la frustración que la sociedad le impone en aras de sus ideales, Freud abordó el conflicto que generan las exigencias culturales, opresivas y violentas para muchísimas personas. El irremediable antagonismo entre las exigencias pulsionales y las restricciones impuestas por la sociedad hoy se potencia con la amplísima difusión de las representaciones mediáticas, cuyas incitaciones tienen efectos insospechados en el psiquismo de los seres humanos. Pero además de que para Freud la cultura es un proceso de sublimación pulsional, que se torna en una prohibición expresa, Phillipe Lacoue-Labarthe y Jean Luc Nancy encuentran que:

Para Freud el problema de la cultura nunca es otra cosa que el problema del otro o, para decirlo de manera muy banal (en el registro de esa banalidad en apariencia constante en El malestar), es el problema de la coexistencia, y de la coexistencia pacífica con el otro. Por lo tanto no es un problema político, porque no es seguro que la política se plantee ese problema, o que se plantee otra cosa que eso mismo. Pero ciertamente se trata del problema de lo político, es decir, aquel a propósito del cual lo político comienza a constituir un problema (2014, p. 15).

Desde tal perspectiva, parecería que el conflicto que se ha ido desarrollando en el feminismo en torno a las mujeres trans (curiosamente no en relación a los hombres trans, originalmente hembras) es, en el fondo, el de cómo se aborda la otredad (y también esa otra otredad, la de nuestro propio inconsciente)4. Nuestro actual malestar en la cultura tiene que ver con todo lo que Freud lúcidamente señaló en relación a que los mandatos culturales “nunca satisfarán las demandas psíquicas y que la vida psíquica nunca encajará fácilmente en las exigencias culturales”. Esto se agudiza hoy en día no solo por los profundos cambios tecnofarmacológicos, sino también por la precariedad, la incertidumbre y la fluidez que ha provocado el neoliberalismo en la vida contemporánea, y que ha alentado la creación de nuevos imaginarios y la reformulación de las relaciones entre los sujetos. Entre los nuevos imaginarios destaca una constelación de singularidades identitarias cuya resistencia expresa un nuevo malestar en la cultura, y está impulsando la transformación de ciertos esquemas clasificatorios e interpretativos sobre la condición humana.

Sin embargo, persiste una narrativa simplista sobre lo que es “natural” y “normal”. La psicoanalista Joyce McDougall (1996) se pregunta en qué consiste la normalidad de la llamada “gente normal”, y responde desde la convicción de que “ser normal” es una defensa que traba la libertad de pensar. McDougall habla de “la ducha fría de la normalización” (1996, p. 432) que el mundo vierte sobre los seres humanos desde la infancia y señala que estos sufren “poco a poco el efecto normalizador del entorno, con sus ideales e interdicciones” (1996, p. 433). Esta psicoanalista concluye señalando agudamente que, ante la dificultad de “ser”, siempre es posible responder con “una sobreadaptación al mundo real” (1996, p. 433). Aunque ella hace un alegato a favor de cierta “anormalidad”, otres psicoanalistas, en vez de interpretar la condición trans como una expresión del malestar en la cultura, hablan de patología (Millot, 1984) o delirio (Maldavsky, 1998). Sin embargo, ¿qué es lo patológico?, ¿lo que se sale de la norma? ¿Y qué es delirar? Delirio, fantasía, imaginación, todo tiene que ver con la elaboración psíquica de la autorrepresentación. Toda actividad psíquica humana está impregnada de fantasías, y la dificultad para cuestionar la normalización expresa también cierta dificultad para crear nuevas simbolizaciones. Freud mismo planteó la inestabilidad de la identidad sexual, impuesta en un sujeto que es fundamentalmente bisexual. En 1937 dijo que: “Algo que es común a ambos sexos ha sido comprimido, en virtud de la diferencia entre los sexos, en una forma de expresión otra” (1980, p. 251). ¿Qué quiere decir con eso? Que algo que todas las personas compartimos es forzado a tomar una forma en un sexo y otra en otro. Freud continúa: “lo que en ambos casos cae bajo la represión es lo propio del sexo contrario” (1980, p. 252). O sea, de la experiencia humana completa solo conocemos dos deformaciones truncadas.

Esta reflexión de Freud la reformulará Edgar Morin (2003). Al reflexionar sobre la diferencia sexual y las diferencias entre mujeres y hombres Morin dice que “toda la gama de los bisexuales, homosexuales y transexuales escapa a la alternativa simplificante” (2003, p. 93), y concluye: “cada humano, hombre y mujer, lleva en sí la presencia más o menos sofocada, más o menos fuerte, del otro sexo. Cada cual es en cierta manera hermafrodita. Lleva esta dualidad en su unidad” (2003, p. 94).

Desde una mirada no estigmatizadora ni patologizante se podría formular el dilema de la siguiente manera: ¿cuánto de lo que perdemos de la potencialidad del sexo opuesto es una pérdida inevitable, consecuencia trágica del autodesarrollo, del proceso de convertirnos en sujetos sexuados, y cuánto de la pérdida se debe a una polarización rígida de los papeles sexuales, o sea, del género? Como bien señala la psicoanalista Leticia Cufré, necesitamos mucho esfuerzo y energía para negar que nosotres también tenemos algo trans, así como para reactualizar nuestras capacidades de asombro y tolerancia. Tal vez son las, los y les jóvenes quienes, con gran frescura se asumen transgéneros, y miran con ese asombro y tolerancia indispensables a las demás personas que lamentablemente se aferran a las etiquetas y a los arcaicos protocolos de conducta que están adheridos a dichas etiquetas.

¿Moralizar o debatir políticamente?

Una vez desarrollado mi argumento, ¿qué pienso de que ciertas feministas se posicionen como “anti-trans”, reivindiquen la biología y afirmen que la condición de “mujer” radica en el sexo (tener útero) y no en el género (asumirse mujer)? Por un lado, me resulta evidente que no toman en cuenta que los cuerpos tienen inconsciente, sino que además, al considerar que el sexo es la condición “natural” que establece la identidad, dichas feministas se insertan así, tal vez sin darse cuenta, en la agenda conservadora esencialista del Vaticano y los grupos evangélicos que, con su narrativa fundamentalista contra la “ideología de género”, también rechazan a las personas trans5. Por si lo anterior no fuera suficiente, un problema añadido es que gran parte de la narrativa anti-trans tiene un tono moralizante. Wendy Brown (2001), por ejemplo, ha señalado con acierto que el discurso moralizador se ha vuelto muy intenso entre les activistas y critica el moralismo como sustituto de la lucha política. Igualmente, Chantal Mouffe apunta que la moralización obstaculiza la posibilidad de hacer política democrática, y plantea: “La incapacidad para formular los problemas que enfrenta la sociedad de un modo político y para concebir soluciones políticas a esos problemas lleva a enmarcar un número creciente de cuestiones en términos morales” (2014, p. 140).

Así como los dogmas religiosos han sido –y siguen siendo– uno de los principales obstáculos para una convivencia respetuosa en el pluralismo, algunos dogmas culturales cumplen la misma función. ¿Por qué tantas personas, independientemente de la clase social y la condición étnica a las que pertenecen, siguen convencidas de que la identidad que asumimos los seres humanos es producto de nuestra anatomía? Por la eficacia simbólica del “paradigma insostenible”: el dimorfismo binario. Este, junto con la complementariedad procreativa, han sido la base de la heteronormatividad. Resulta muy difícil cuestionar dicho paradigma, aunque existen pruebas que documentan las complejas variaciones, tanto psíquicas como biológicas, presentes en la configuración de los seres humanos.

La creencia en que la anatomía es lo que determina la identidad expresa una simplificación conceptual que reduce la complejidad del proceso identitario a su mera dimensión biológica. Que esta creencia circule ampliamente tiene que ver, por un lado, con la amnesia social que hay respecto de los postulados psicoanalíticos (Jacoby, 1977), y por otro a la forma en la que el conocimiento se desplaza de forma fragmentada y elitista. Además, la eficacia simbólica y política de ciertas creencias reside en que, en épocas de incertidumbre, los seres humanos incrementan su necesidad de certezas, sin que importe mucho el grado de veracidad o falsedad que estas tengan (Lewkowicz, 2004). En cualquier campo del conocimiento, cuando se rebasa cierto umbral de complejidad, se requiere un ejercicio de actualización teórica con la consiguiente renovación conceptual para hacer inteligibles las que aparentan ser contradicciones o ambigüedades. Daniel Innerarity señala que eso suele ocurrir en el campo de la política, y considera que “mientras la ciencia ha cambiado buena parte de sus paradigmas, los conceptos centrales de la teoría política no han llevado a cabo la correspondiente transformación” (2020, p. 15). Innerarity subraya que, con frecuencia, quienes impulsan el trabajo teórico-conceptual de poner al día nuestra concepción del mundo son los movimientos sociales con sus reivindicaciones, así como las crisis de los paradigmas vigentes.

Las nuevas identidades trans, no-binarias y disidentes están obligando a actualizar ciertas premisas de la clasificación ciudadana (identidad civil). Esto ha trastocado lo que Bourdieu calificó como uno de los “principios de división fundamentales de la visión del mundo”: la oposición masculino/femenino” (1999, p. 140). Desde esa perspectiva, en la batalla cultural en torno a “la ideología de género”, que es un enfrentamiento simbólico entre posturas esencialistas y fundamentalistas, por un lado, y por el otro, posturas anti-esencialistas y críticas, se juega mucha de la disputa feminista actual.

Parte del desafío consiste en llevar a cabo el arduo trabajo de combatir la naturalización que el sentido común adjudica a la diferencia sexual, así como a pensar el concepto “mujer” más allá de su fetichización. El concepto “mujer”, que originalmente se refería a la diferencia de las hembras respecto de los machos biológicos, ha sido intensa materia de debate entre las feministas. A lo largo de las décadas de 1980 y 1990, las feministas no blancas, eufemísticamente llamadas “de color”, y las de los países no occidentales, también eufemísticamente llamados del Tercer Mundo o del Sur global, denunciaron que el término “mujer” encubría las diferencias que existen entre las mujeres. ¿Por qué hablar de “las mujeres”, como si todas tuvieran los mismos problemas, intereses y necesidades? De ese cuestionamiento surge la perspectiva interseccional, que se ha ido enriqueciendo. Otras críticas importantes fueron que la categoría “mujer” se toma como una realidad autoevidente, que se desconoce su historia y que se elude responder al dilema de lo que implica hablar simultáneamente de la “mujer” como el objeto y como el sujeto de la política feminista. Lo que es un hecho es que hoy en día las diversas tendencias feministas conciben ese ente socialmente denominado “mujer” a partir de perspectivas contrapuestas, unas que usan nuevos enfoques y datos, y otras que repiten viejas creencias. Ciertas posturas asumen que existe una esencia en las mujeres distinta de la de los hombres y que dicha esencia está en el cuerpo, específicamente en la sexuación; otras posturas niegan que haya tal esencia. La polarización ha atizado distintas disputas entre feministas y, en concreto, hoy, la relativa a si las mujeres trans pueden ser consideradas “mujeres”.

Si enmarcamos dentro de la perspectiva democrática la disputa, podríamos suponer que la aceptación del pluralismo político e ideológico implica aceptar también la pluralidad de identidades. Sin duda, es necesario defender los derechos de todos los seres humanos independientemente de su identidad, y en especial, confrontar las expresiones y prácticas discriminatorias y excluyentes que dan lugar a agresiones, linchamientos y crímenes. Sin embargo, la aceptación de los valores democráticos conlleva un doble movimiento, aparentemente contradictorio: por un lado, reconocer las diferencias (de género, étnicas, de racialización, religiosas, sexuales, nacionales, etcétera) al tiempo que, por el otro, se trabaja por erradicar las formas excluyentes de esas reivindicaciones identitarias. Ya Benjamín Arditi advirtió hace tiempo que, para fortalecer el proyecto emancipatorio de una democracia radical y progresista, es necesario prever los problemas derivados de lo que él califica “el reverso de la diferencia” (2000). Arditi plantea que “la afirmación de la alteridad” suele ser característica de una sociedad más tolerante, pero que nuestro “razonamiento político también debe contemplar el posible reverso de un particularismo a ultranza” (2000, p. 99). ¿Será ese el caso de las feministas cis?

La política feminista es un caso típico de política identitaria: nació como respuesta a la exclusión de las mujeres y como demanda de un trato igualitario y no discriminatorio; es decir, se ha desarrollado en el filo de un razonamiento autorreferencial. De un reclamo legítimo acerca de la desigual situación de las mujeres –en especial, por la ausencia de ciertos derechos y oportunidades vitales–, ciertas tendencias feministas han pasado a reivindicar una “diferencia esencial” con los hombres. Lo complicado de esa creencia es que se ha vuelto la conceptualización con la cual trabajan políticamente: la de suponer que la “esencia” de las mujeres las hace más vulnerables que los hombres o mejores que ellos (por ejemplo, menos proclives a la corrupción). La versión más reciente del esencialismo biologicista deriva en la exclusión de las mujeres trans.

Desde hace mucho tiempo me ha interesado la teoría psicoanalítica, tal vez porque a mí me cambió la vida ir a psicoanálisis. He encontrado pistas e interpretaciones muy acertadas en las reflexiones de muches psicoanalistas, y creo que al feminismo crítico le aportarían mucho. Además, ya hay varias psicoanalistas feministas que han publicado sus trabajos sobre el fenómeno trans6. Sé, por experiencia propia, que no es fácil leer textos psicoanalíticos, pero su perspectiva me resulta tan enriquecedora –como he tratado de mostrar en estas páginas– que no puedo dejar de recomendar en especial una extraordinaria reflexión de la psicoanalista y feminista británica Jacqueline Rose: “Who do you think you are?” (2016). Se trata de un artículo de difusión publicado en el London Review of Books en el que Rose toca muchos de los puntos candentes del debate en torno a las personas trans desde una perspectiva psicoanalítica. Rose sugiere que quienes son hostiles a las personas transexuales deberían plantearse ellas mismas la pregunta “¿Y tú quién crees que eres?”: “Para el psicoanálisis es axiomático que, aunque estés convencide en tu propia mente acerca de si eres un hombre o una mujer, tu inconsciente lo sabe mejor” (2016, p. 11). Rose sostiene que, respecto a la identidad, no es posible ofrecer una respuesta definitiva, no solo a las personas trans, sino a cualquier sujeto humano, y señala que las personas cis también estamos implicadas en el “mito de lo natural” y en “el delirio normativo”. Rose habla de las alternativas falsas y se pregunta: “¿Cuál es el repertorio psíquico, el registro disponible de sentimientos admitidos, para las personas oprimidas y excluidas?” (2016, p. 16). Asimismo, critica “la intolerable” carga de idealización que existe sobre la diferencia sexual y dice que “la transexualidad, como todas las identidades psíquicas, es a la vez una estrategia de salida y un viaje de vuelta a casa” (2016, p. 16).

Por último, dado que la identidad trans no es solo el resultado de un proceso psíquico, sino también una expresión de las condiciones sociohistóricas contemporáneas, no es algo que podamos cancelar a voluntad; el fenómeno ha llegado para quedarse. Toda subjetividad individual está atravesada por la subjetividad social del contexto en que se vive y Wendy Brown (2008) analiza nuestro contexto contemporáneo como una mezcla del neoliberalismo (una racionalidad del mercado, amoral tanto en sus medios como en sus fines) con el neoconservadurismo (una racionalidad expresamente moralista). Precisamente en ese contexto neoliberal, pero también neoconservador, es que se desarrolla la disputa feminista.

Las feministas anti-trans movilizan retóricamente el paradigma heteronormativo con creencias que comparten con grupos conservadores, como los fundamentalistas religiosos. El problema con este tipo de creencias es que se han convertido en prejuicios cuyos efectos son nefastos. La psicoanalista Silvia Bleichmar reflexiona sobre el tránsito de la creencia al prejuicio y señala que al prejuicio “lo que le da el carácter patológico es su inmovilidad, su imposibilidad de destitución mediante pruebas de realidad teóricas o empíricas” (2007, p. 44). Esa “destitución” del prejuicio ¿podría llevarse a cabo con las “pruebas de realidad teóricas o empíricas” que ofrece la teoría psicoanalítica? Tal vez. Bleichmar plantea que, cuando el prejuicio se convierte en el organizador de la acción, toma un carácter primordialmente anti-ético. Por eso ella concluye subrayando un asunto cardinal: “El prejuicio es, indudablemente, una excelente coartada psíquica para la elusión de responsabilidades y el ejercicio de la inmoralidad” (2007, p. 45). ¡Uf! ¿Qué hacer ante dicha “elusión de responsabilidades y el ejercicio de la inmoralidad” que llevan a cabo las personas rabiosamente anti-trans? Una tarea que tenemos por delante quienes atisbamos la complejidad del fenómeno es la de insistir, una y otra vez, en escuchar, hablar y discutir respetuosamente y hacerlo en debates públicos, con otros colectivos. Otra es persistir en el respeto a los derechos humanos de todos los seres humanos, independientemente de su identidad. Como bien señala Julieta Brambila (2021), lo más apremiante sigue siendo cómo las personas trans podrán vivir vidas plenas siendo quienes son, sin discriminación, con oportunidades laborales y sin riesgo de ser agredidas o asesinadas.

Agradecimientos

Agradezco a Julieta Brambila su lectura crítica, que me llevó a modificar algunas cuestiones. Sin embargo, no incorporé otros de sus señalamientos, por lo cual la eximo de responsabilidad sobre lo aquí dicho.

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Notas

1 Sobre el incidente, véase La Jornada 2022a y 2022b.
2 La condición intersexuada se expresa en los niveles cromosómicos, genitales, gonadales u hormonales. Esto conduce a variaciones que pueden incluir la presencia simultánea de ovarios y testículos, genitales ambiguos y otras cuestiones atípcas. Existe una discrepancia acerca de porcentaje de personas intersexuadas. Según Fausto Sterling es del 1.7%, (o sea, que habría 17 casos de intersexuación por 1000 habitantes), pero otres autores no consideran “intersexualidad” cinco categorías (LOCAH, agenesis vaginal, síntoma de Turner, síntoma de Klinefelter y otros aneuploides no XX y no XY) que Fausto Sterling incluye dentro de su clasificación. De ahí que para Leonard Sax la incidencia de la intersexualidad sea casi 100 veces más baja: 0.018. Por su parte, Carrie Hull le critica su error estadístico y discrepa de la cifra de Fausto-Sterling de 1.728 %. Hull sostiene una cifra mayor que la de Sax (0.018), pero igualmente menor que la de Fausto Sterling: 0.373%. Véanse Fausto Sterling, 2000, Sax, 2002 y Hul,l 2003.
3 Una reflexión acerca de nuestros propios sueños nos permite atisbar ese misterio que es nuestro inconsciente, capaz de guardar sensaciones, emociones y recuerdos, y hacerlos presentes cuando dormimos, en mezclas fabulosas o terroríficas, pero totalmente fuera de nuestra voluntad.
4 Julieta Brambila me señala que algo similar ocurre con las personas no binarias, a las que, si bien no las excluye decididamente como a las mujeres trans, simplemente se las invisibiliza.
5 En la actualidad, un sector del feminismo se posiciona “contra el género”. Un libro titulado El género lastima (Gender Hurts) se ha convertido en la biblia de las feministas anti-trans. Véase Jeffreys 2014.
6 Un caso muy interesante es el de Patricia Gherovici, psicoanalista argentina radicada en Estados Unidos, que ha tratado a personas trans, ha publicado dos libros al respecto (2010 y 2017) y en 2023 coeditó un tercer libro que lleva por subtítulo “Del feminismo a lo trans”. Véase Gherovici 2010, 2017 y 2023.


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