DOSSIER

Recepción: 09 Febrero 2023
Aprobación: 17 Mayo 2023
DOI: https://doi.org/10.54871/cl4c400h
Resumen: Este texto es una primera aproximación a los afectos de las mujeres trans en Guatemala como articuladores de agencia social y política. El artículo se construye a partir de una revisión de entrevistas e historias de vida de Stacy y Adriana, activistas y defensoras de los derechos de las mujeres trans en Guatemala, en diálogo con algunas reflexiones teóricas desde la mirada feminista al giro afectivo. Los afectos, las emociones y sentimientos, experimentados y narrados son recursos epistémicos a través de los cuales se hacen visibles tanto las opresiones y las violencias, así como la capacidad de subvertir la normatividad afectiva impuesta desde el orden cisheteropatriarcal dominante, que condiciona las identidades disidentes reclamando la felicidad como un horizonte político para la afirmación del ser.
Palabras clave: afectos, emociones, agencia, practicas afectivas, identidades trans.
Resumo: Este texto é uma primeira abordagem aos efeitos das mulheres trans na Guatemala como articuladoras da agência social e política. O artigo baseia-se numa revisão de entrevistas e histórias de vida de Stacy e Adriana, activistas e defensoras dos direitos das mulheres trans na Guatemala, em diálogo com algumas reflexões teóricas de uma perspectiva feminista sobre a viragem afectiva. Afetos, emoções e sentimentos, vividos e narrados, são recursos epistémicos através dos quais tanto as opressões como a violência se tornam visíveis, bem como a capacidade de subverter a normatividade afetiva imposta pela ordem cisheteropatriarcal dominante, que condiciona as identidades dissidentes ao reivindicar a felicidade como horizonte político para a afirmação do eu.
Palavras-chave: afeitos, emoções, agência, práticas afetivas, identidades trans.
Abstract: This text is a first approach to the affects of trans women in Guatemala as articulators of social and political agency. The article is constructed from a review of interviews and life stories of Stacy and Adriana, activists and defenders of trans women's rights in Guatemala, in dialogue with some theoretical reflections from a feminist perspective on the affective turn. Affections, emotions and feelings, experienced and narrated, are epistemic resources through which oppressions and violence are made visible, as well as the capacity to subvert the affective normativity imposed by the dominant cisheteropatriarchal order, which conditions dissident identities by claiming happiness as a political horizon for the affirmation of the self.
Keywords: affects, emotions, agency, affective practices, trans identities.
Aproximaciones afectivas
Este texto es una primera aproximación para entender los entramados afectivos de mujeres trans en Guatemala como articuladores de agencia social y política. Es una reflexión situada en el marco de un proyecto más amplio de investigación doctoral, que busca construir desde una mirada etnográfica una cartografía afectiva de los vínculos afectivos que alojan a las identidades disidentes del orden cisheteronormativo patriarcal.
Mi acercamiento está construido a través de las emociones –experimentadas y narradas– en tanto recursos epistémicos que se vuelven accesibles a partir de los testimonios de Stacy y Adriana. Ambas son mujeres trans originarias de El Salvador, quienes migraron en búsqueda de mejores oportunidades de vida. Finalmente se quedaron viviendo en Guatemala. Hoy, ambas son defensoras de derechos humanos y trabajan para una organización política que vela por la defensa de los derechos de las mujeres trans en el país. En sus historias de vida se hacen visibles tanto las opresiones y las violencias, como la posibilidad de subvertir la normatividad afectiva que condiciona las identidades disidentes, reclamando la felicidad como un horizonte político para la afirmación del ser.
Esta reflexión inicial está encaminada a pensar los afectos y emociones como articuladores de agencia social y política. A partir de la revisión historias de vida busco identificar los mecanismos de poder que condicionan las experiencias afectivas de cuerpos marginados del modelo de ciudadanía hegemónico, establecido desde el modelo cisheteronormativo patriarcal. A través de las prácticas afectivas que acompañan procesos de subjetivación visibilizo cómo los afectos y emociones permiten el replanteamiento de los horizontes de vida de las mujeres trans que residen en ciudad de Guatemala. En este sentido, abro la discusión acerca de lo que significa politizar las emociones en la configuración de una comunidad y de un proyecto político que reclama la felicidad.
La primera vez que conocí a Stacy me dijo “el feminismo me cambió la vida”. Sus palabras fueron seguras, pero no impositivas, sentí que lo decía con alegría y orgullo de afirmar algo que es parte de su identidad política. Tuvimos varias oportunidades de conversar. Durante otra entrevista le volví a preguntar acerca de esa frase y esta fue su respuesta:
Cuando digo que el feminismo me cambió la vida es porque me ayudó a apropiarme de mi cuerpo, me ayudó a apropiarme de mi lucha y sobre todo a vivir una vida con alegría. Me di a la tarea de ir cambiando cosas en mi vida. Creo que eso es el verdadero valor de la felicidad con el feminismo, es que te podás autoevaluar, que te podás autocorregir, que te podás autocambiar […] entendí que si yo no me amaba a mí misma yo no podía amar a otra persona (Stacy Velásquez).
Stacy es una mujer trans originaria de El Salvador, pero tiene casi la mitad de su vida viviendo en Guatemala. Es defensora de derechos humanos y actualmente es directora de una organización de mujeres trans en Guatemala. La conocí cuando investigaba la condición de movilidad humana de personas LGBTIQ+ en Guatemala. Además de la investigación, trabajé con ella un corto documental. Durante ambos procesos tuve la oportunidad de conocer su historia de vida y de entrar más a profundidad en su cotidianeidad. Trabajamos desde el método (auto)biográfico, revisando su historia personal como una secuencia de transiciones y movimientos que nos mantenían en diálogo con las condiciones de permanencia en el presente. Este proceso narrativo permite a la persona situarse como agente histórico, construyendo discursivamente los procesos que configuran la propia experiencia. Es decir, revisando la genealogía de saberes y sentires que van dando sentido a la forma de interpretar lo vivido. El reencuentro con las propias emociones, que emergen en la medida que la memoria va a actualizando el pasado, reconfigura la temporalidad y la espacialidad del relato, que no se construye desde la linealidad de los hechos, sino desde las intensidades de la experiencia.
En este sentido los afectos y las emociones dan cuenta de la relación que establecemos con nuestro entorno social. La capacidad de afectar y ser afectados, así como la codificación de esa afectación, no se puede desvincular de los discursos que organizan nuestro mundo y las narrativas a través de las cuales situamos nuestra experiencia.1 De acuerdo con Sara Ahmed (2004), la afectividad es condicionante de la experiencia. Nos posiciona en relación con los demás, por lo tanto, es constitutiva de nuestros procesos de construcción identitaria, así como de las fronteras de la diferencia.
Las palabras de Stacy aportan la posibilidad de pensar cómo la teoría la llevamos al cuerpo. No solamente cuestionamos categorías externas que configuran un sistema de relaciones patriarcales, sino también nos cuestionamos a nosotras mismas, desde el cuerpo como matriz epistémica, acerca de lo que nos hacen sentir las experiencias que vivimos cotidianamente. No me parece casualidad que muchas de las insignias feministas de la región latinoamericana hagan referencia y se sostengan por las emociones desde las cuales las mujeres nos reconocemos, para nombrar algunas: la rabia, “la digna rabia para romperlo todo”; el miedo, “nos quitaron todo, hasta el miedo”; la culpa, “la culpa no era mía ni dónde estaba ni cómo vestía”; la “ternura radical” para revertir el sistema de odio, entre otras.
El punto de partida teórico con el que dialogo en este texto es la mirada feminista sobre el giro afectivo en la teoría social. Considerado uno de los últimos giros teóricos en las ciencias sociales, el giro afectivo ha planteado redefiniciones epistemológicas que cuestionan profundamente la tradición del pensamiento occidental hegemónico que contrapone razón y emoción, además de otros binarismos como la separación mente/cuerpo o acción/pasión (Macón, 2020, p. 13). La demolición de los esencialismos binaristas ha sido una tarea de los feminismos y de las teorías queer, que han apostado por la politización de la esfera privada, de lo cotidiano y de la ampliación de “lo político”, más allá de la acción pública. Es en este sentido que Macón (2020) identifica que el giro afectivo no sólo es una tendencia teórica, sino que se posiciona como una teoría crítica, provocando desplazamientos conceptuales.
De acuerdo con esta genealogía teórica, sentir es una experiencia social, donde los afectos y las emociones son experimentados en las interacciones con personas y el entorno social. Situados en el cuerpo pasan por los filtros de las subjetividades que construyen identidad (Ahmed, 2004; Berlant, 2011; Macón, 2022). El abordaje antropológico de las emociones ha señalado la necesidad de desnaturalizar y desuniversalizar la experiencia afectiva, reconociendo que hay relaciones de poder que intervienen en la asignación de ciertas experiencias afectivas (Lutz, 1986; Calderón, 2014). En este sentido, afectos y emociones adquieren un carácter epistemológico desde los cuales se construyen nuevos sentidos de la realidad social y las relaciones que construimos cotidianamente.
Prácticas afectivas en la configuración de subjetividades sociales
Las palabras de Stacy resignifican el amor propio en tanto herramienta política, cuya evidencia no está sustentada en el discurso, sino en el cuerpo. Los cuerpos son manifiestos, hechos tanto de palabras como de silencios, tanto de acciones como de intenciones, tanto de necesidades como de posibilidades. Los cuerpos pueden anularse o pueden afirmarse a partir de un entramado de buenos tratos hacia nosotras mismas. Los afectos y las emociones están interrelacionadas con el cuerpo, en tanto no son universales. Si bien son constitutivas de cada une de nosotres, el ejercicio académico aquí planteado requiere puntualizar contextos e identidades sociales para entender la relevancia de los afectos y su sentido práctico, más allá de nuestra experiencia cotidiana que sucede consciente e inconscientemente.
En este sentido me parece valiosa la categoría de práctica afectiva propuesta por Wetherell (2012). El vínculo entre los afectos y la práctica le otorga un sentido de cierta tangibilidad en el mundo de relaciones que establecemos. La acción social es encarnada continuamente, por lo tanto, la aparición de los afectos es cambiante y maleable, escapando de la causalidad y del mecanicismo pragmático, pero siempre situada en el marco de la intersubjetividad. Trata de seguir lo emocional como aparece en la vida social, a través de lo que hacen las personas (Wetherell, 2012, p. 4). La cualidad afectiva en las acciones –ya sea expresa o contenida– siempre está presente, por lo tanto, es inherente y constitutiva de toda práctica social.
Puede ser tan contextual como solidificada, a pesar de que se aleja de la definición de estructura de sentimiento propuesta por Raymond Williams (1977). Según Wetherell estas prácticas afectivas, que pueden solidificarse en espacialidades y temporalidades, pueden alojarse en la conciencia práctica y en el flujo de actividades cotidianas. A pesar de que se pueden hacer evidentes, estas solidificaciones afectivas no siempre están conscientes, por lo tanto, no siempre están codificadas discursivamente. El riesgo en el que se incurre es que al nombrarlas desde una concepción estructural es que se reifiquen, se institucionalicen (Wetherell, 2012, p. 14), obviando o naturalizando las relaciones de poder que median la construcción de marcos normativos emocionales.
Al contrario, los afectos y las emociones son relacionales, respuestas a situaciones y al mundo por lo tanto deben entenderse en la interacción. Las practicas afectivas tienen su lugar en los cuerpos, pero no aislados, sino cuerpos inmersos en relaciones sociales, cuerpos que interactúan intersubjetivamente. Entender la afectividad como una práctica implica situarla en el marco de relaciones, no como algo estático, sino en movimiento, contextual más que causal. De ahí la importancia de reconocer que el sistema cisheteronormativo patriarcal condiciona las relaciones de género estableciendo determinadas jerarquías sociales de acuerdo con las identidades que reconoce y valida. Asimismo, hay una justificación implícita de las violencias dirigidas hacia aquellas identidades excluidas y marginadas, como son las identidades trans. Sin esta dimensión es imposible comprender que las prácticas afectivas contienen indicios de agencia social y política, en el sentido que buscan cuestionar y transformar esas condiciones de exclusión y violencia experimentadas a partir de la propia afectividad.
Compartí con Stacy varios espacios y la he visto en diversos roles. La segunda vez que hablamos acerca de lo que el feminismo significó para ella fue para la grabación de un cortometraje. Hicimos una entrevista grabada en su oficina. La cámara fue un elemento importante, sin embargo, su narrativa fue muy diferente a la que le había escuchado en marchas o manifestaciones. El sentido político es el mismo, pero lo que cambiaba en este caso era el interlocutor, quién lo escuchaba. Podría decir que no era a mí a quien se lo estaba contando, su testimonio es tan introspectivo como explícito en la posibilidad de identificar cambios y transformaciones que han sucedido en su vida, y que inicialmente no es necesario conocer para entender el valor que el amor – hacía ella misma y el de otras personas– tiene en la configuración de la propia identidad como mujer, como mujer trans, como activista y defensora de derechos.
Entendí mi felicidad también, porque mi felicidad era ir a la disco, bailar, tener a mi pareja. Ahora mi felicidad es tener plantas, estar con mis animales. Sí, ir a bailar, pero ir a bailar, no ir a ponerte hasta las chanclas2 y dejar allí todo mi sueldo (Stacy Velásquez).
En marchas o en acciones públicas, la retórica es estratégica para posicionar discursivamente reivindicaciones políticas y motivar acciones de incidencia. Sin embargo, en este caso la formulación narrativa se construye a partir de la revisión de su propia experiencia de vida, desde un sentido cuasi pedagógico (orientado hacia sí misma) y totalmente reflexivo, identificando prácticas y valorando procesos, afirmación de su propio ser sustentados en el amor a sí misma como sujeta social.
En el extracto anterior y en este último aparecen diferentes emociones y sentimientos. En pocas frases ella menciona alegría, amor, pero sobre todo hace énfasis en la felicidad. A lo largo de nuestras vidas todes experimentamos estos sentimientos consciente o inconscientemente, son sucesos espontáneos, a veces más efímeros a veces más sostenidos en el tiempo.
En las palabras de Stacy se hace visible el ejercicio de desnaturalización de las emociones, no como algo implícito e inherente al ser. Al contrario, es parte de un proceso de subjetivación, que le permite repensarse a sí misma, su lugar en la sociedad y con una conciencia distinta de lo que implica “vivir la vida con alegría” y “entender mi felicidad”. Estas emociones se plantean como búsquedas o bien como encuentros, que han sucedido justamente a partir de la posibilidad de generar cuestionamientos, evaluaciones y críticas sobre las propias experiencias, sobre los propios cuerpos, sobre actitudes y capacidades. No hay una negación del pasado, sino más bien una revisión de este para las acciones presentes orientados hacia futuras posibilidades. Es en este sentido que el aspecto emocional aporta una conciencia práctica diferente acerca de las relaciones sociales que vivimos y que reproducimos.
Colectivizar prácticas afectivas para la construcción del sujeto político
A partir de las historias de vida que trabajé con Stacy y con Adriana, y por alusiones a otras historias de sus compañeras y amigas, es una realidad común que desde niñas las mujeres trans estén expuestas a situaciones violentas. Las primeras experiencias traumáticas vienen del núcleo familiar y del entorno escolar, paradójicamente los que deberían ser espacios seguros de cuidado y de socialización amorosa. El hecho de identificarse con un género diferente al que fue asignado al nacimiento genera rechazo por parte de los padres y de los pares. Tanto Stacy como Adriana vivieron conflictos en sus familias, el elemento religioso influyó en ambas experiencias ya que las familias eran evangélicas, por lo cual la brecha de incomprensión hacia la propia reivindicación de identidad de género se hizo aún más grande, generando sufrimiento.
Sufres mucho cuando llegás al clímax de la exclusión, y piensas que sólo tu familia te discriminó, y no, luego te das cuenta de que te discriminan todos, y que la sobrevivencia va a ser terrible si no te ponés las pilas (Stacy Velásquez).
Otro sentimiento común a todas las historias de vida que trabajé en ese momento (no solo de mujeres trans, sino diferente población LGBTIQ+) era la culpa. La culpa de ser diferentes por tener identidades no heteronormadas, de desestabilizar el mandato divino (y social) del binarismo de género. La culpa de cargar con un pecado ficticio que existe no sólo en el discurso religioso sino también desde el discurso social biologicista, más desde los países centroamericanos en donde el discurso político hegemónico está fuertemente impregnado por la moral religiosa. Tener una identidad de género diferente y querer vivir de acuerdo con ella las hacía sentir culpables, por lo tanto, desde esa lógica perversa que predica el amor a través de sanciones, merecedoras de castigos violentos que en cada experiencia se expresaron de manera diferente (Messina, 2021).
Llegar al “clímax de la exclusión” significa ser expulsada de cualquier ámbito social. A consecuencia de esa expulsión, tanto Adriana como Stacy se fueron, huyeron de sus hogares antes de cumplir la mayoría de edad. Esto implicó que en ambos casos tuvieran que dejar de estudiar. La alternativa a vivir una vida en situación de calle fue buscar a otras mujeres trans que ejercían trabajo sexual en ciertos lugares de sus respectivas ciudades de origen. Buscaron amparo y protección, se unieron a una comunidad de otras mujeres que las reconocieron y las aceptaron como parte de su comunidad. Expulsadas del núcleo familiar, junto con otras mujeres que pasaron por experiencias parecidas, fueron configurando nuevos espacios seguros para vivir plenamente su identidad.
“Ponerse las pilas” inicialmente significa agenciarse de los recursos que tienes para la sobrevivencia, recursos materiales, pero también recursos emocionales. Para las mujeres trans el trabajo sexual es un paso “casi obligatorio”, como me lo dijo Stacy. En su testimonio, Adriana mencionó que “el trabajo sexual me ha dado muchas tristezas, pero también me ha dado muy buenas alegrías”. Las violencias relatadas por Adriana hacen referencia a extorsiones, pandillas, violencia policial, encarcelación, violación, violencia física, por nombrar algunas. Para sobrevivirlas es necesaria la creación de redes de cuidado, de apoyo y de seguridad. Esas son las alegrías de las que habla Adriana, los espacios de comunión con las amigas, las compañeras que se vuelven familia, la familia social.
Aprender a “ser feliz así”, como lo dice Stacy, conlleva un proceso de subjetivación política, además de social. No es sólo un proceso de aceptación de la realidad como parecerían sugerir esas palabras. Por el contrario, implica un cuestionamiento de la realidad social y política que impide garantizar el bienestar individual y colectivo de las mujeres trans en el país.3 Por otro lado, evidencia la necesidad de acciones para hacer posible esa felicidad. Aprender a ser feliz es un proceso de reconocimiento de las experiencias que impidieron experimentar esa emoción en determinado momento, para construir un camino de vida cuyo horizonte sea ese, generando nuevas posibilidades. Como lo dice Sara Ahmed (2019) los afectos no residen en los sujetos, circulan entre los cuerpos y se orientan hacia ciertos objetos que socialmente están cargados de promesas. Aprender a ser feliz es agenciarse de la propia felicidad, en el sentido que se revisa el marco normativo a partir del cual se dispone la orientación hacia determinada forma de ser que implicaría felicidad.
Hay muchas coincidencias entre las historias de vida de Stacy y Adriana. Frecuentemente se refieren también a otras compañeras que estaban presentes en sus anécdotas o bien vivieron episodios parecidos. No son solo coincidencias de ciertas vivencias (como la expulsión del hogar, el paso por el trabajo sexual, el desplazamiento forzado y la migración, entre otras), sino también de formas de actuar y de sentir con respecto a los diferentes momentos que vivieron.
Deborah Gould (2012) en su ensayo sobre la “desesperanza política” revisa las emociones compartidas en el movimiento ACT UP que promovían activismo e incidencia para llamar la atención sobre la difusión del SIDA en Estados Unidos. El sentimiento compartido sobre el cual se sostenía la lucha política y lo que movía a la acción era la rabia. Gould se refiere a esta disposición emocional compartida dentro del grupo social como habitus emocional, en tanto hay una estructuración de ciertas actitudes, normas y valores sobre los sentimientos compartidos y la forma de expresarlos (Gould 2012, p. 101). De una manera parecida en la que Bourdieu (1992) acuña el término para referirse a esas disposiciones y principios que organizan prácticas y representaciones internalizadas por los individuos y que orientan su práctica (no siempre de manera consciente), para la consecución de ciertos fines.
Gould discute acerca de la permisividad de ciertas emociones dentro del colectivo, porque a pesar de que la rabia era el motor articulador, la realidad política y social a la cual se enfrentaban individualmente los miembros generaba desesperanza. La desesperación despolitizaba la acción colectiva, fragmentaba la unidad, por lo cual se silenciaba casi con vergüenza. A partir del caso analizado, se pone de manifiesto la necesidad de encontrar puentes para colectivizar las emociones, reconocer las que son importantes para impulsar la lucha, pero también generar mecanismos para atender aquellos sentimientos que discursivamente no son parte de la acción colectiva que se genera. Esto es importante para comprender en dónde esa acción colectiva se frena en la consecución de sus propósitos, si no se le permite adaptarse de acuerdo con las necesidades individuales, en este caso de carácter emocional.
Releyendo las transcripciones de las entrevistas y volviendo a ver las grabaciones me doy cuenta de que la primera parte de su relato, el que corresponde a su niñez y a su adolescencia, y en general los episodios más dolorosos, la cuentan con cierta distancia emocional. En ambos casos es un relato bastante lineal que da cuenta de los hechos desde una pretensión más objetiva y menos emotiva. Aun cuando Stacy me contó de la depresión que vivió de adolescente, tratando de vivir como hombre cis, no había particular emotividad recordando ese episodio. Asimismo, Adriana, cuando relata episodios extremadamente violentos dentro de la cárcel, así como en la calle, narra situaciones que amenazaban su vida, a raíz de los cuales empezó el proceso de solicitud de refugio ante las instancias internacionales respectivas. Estas experiencias particulares influyen en las respuestas prácticas ante ciertas situaciones.
La discriminación y la violencia que reciben las mujeres trans ha sido incorporada discursivamente en sus reivindicaciones políticas desde el orgullo de la sobrevivencia.4 En este sentido el concepto de habitus emocional puede ser útil para entender cómo la forma de sentir y de emocionar que es compartida dentro de un colectivo afianza sus prácticas (Gould, 2012). A la vez, permite reconocer la capacidad adaptativa que se deriva de situaciones contingentes, ya que estas disposiciones no son estructuras estáticas ni patrones repetitivos, aunque propicien cierta estabilidad y permanencia de la acción. Por tanto, es necesario tener en cuenta la historicidad de los sujetos, para entender cómo se integran las experiencias pasadas y cómo estas se expresan en prácticas de acuerdo con disposiciones internalizadas que guían la conducta. Sumado a esto, otra consideración importante es que el habitus se inscribe en el cuerpo, es un proceso tanto físico como mental. Enlazar los significados con los cuerpos implica cuestionar la homogeneidad de las categorías identitarias para reconocer las dudas y las contradicciones sobre las cuales se construyen y se representan. Es en el cuerpo donde convergen experiencias individuales, subjetivas y marcos colectivos en los cuales como sujetos nos inscribimos para generar pertenencia (Haraway, 1995).
Por el contrario, los momentos más emotivos están vinculados a episodios con la familia social, es decir la familia que fueron construyendo junto con otras mujeres trans. En ambos casos, al hablar de amigas, de compañeras, de sus madres (no biológicas) es cuando se abre otro espectro del universo emotivo en los relatos, pero también en sus cuerpos.
La sociedad es muy mala con las personas trans, te hace sentir que no te mereces estar en familia, que no mereces una familia. Yo aprendí a ser más feliz con mi familia social que con mi familia de origen. A mí la Debby me enseñó a terminar mis estudios, me puso a estudiar. Era muy linda, la mamá que nunca tuve, la mamá que me hizo falta cuando la quería. La mamá que me abrazó cuando quería un abrazo. Esa es la familia social, lo que la sociedad te niega y aprendés a ser feliz así (Stacy Velásquez).
Stacy se conmovió en el momento en que empezó a recordar a Debby. Ella fue una de las ancestras del movimiento trans en ciudad de Guatemala, fallecida durante la pandemia. Debby Marcella Maya Linares fue una figura importante para muchas mujeres trans y muy estimada por la comunidad LGBTIQ+. Fue una de las impulsoras y fundadoras de la organización en la cual trabajan Stacy y Adriana, como ella defensora de derechos humanos y comprometida con la labor de incidencia política por los derechos de las mujeres trans. Pero no es el recuerdo de su figura política lo que generó conmoción colectiva cuando falleció, sino su calidad humana y el rol maternal que asumió para muchas personas de la comunidad. Debby asumió esas tareas de cuidado que socialmente han sido asignadas a las madres. Sin los cuidados la sostenibilidad de la vida es imposible.
Identifico una coincidencia entre los relatos de Stacy y de Adriana en cuanto al contraste entre las dos formas de emocionar que son relativas a ciertos episodios de sus vidas: el miedo y el dolor corresponden a etapas en donde ambas sentían que su agencia como sujetas sociales era limitada, por la falta de espacios de protección tanto comunitarios, como sociales e institucionales. En ambos relatos aparece una sensación de aislamiento, en donde el primer ente vulnerador es la sociedad y toda su institucionalidad incapaz de acoger identidades trans de acuerdo con sus necesidades específicas y por lo tanto muy dada a vulnerarlas. Por el otro lado, el encuentro y la conformación de espacios de cuidado colectivo para la protección y la seguridad física y emocional, así como la identificación de personas que asumieran roles de cuidado hacia ellas, fueron fundamentales para el crecimiento personal como sujetas sociales, lo cual fue generando una dimensión distinta de la propia identidad, y en consecuencia generando nuevas posibilidades de vida.
Según Wetherell (2012) no hay que dejar de poner cuidado en el hecho de que en la concepción original del habitus planteada por Bourdieu, consolida identidades dentro de categorías que no toman en cuenta un análisis interseccional. Para plantear una teoría afectiva desde la interseccionalidad, más que individualizar la subjetividad la autora plantea analizar las prácticas que subjetivan, como formas particulares en las que se expresan todos los hilos identitarios que van configurando al sujeto. Sin duda, la violencia es un elemento común en ambas historias, en la región latinoamericana la orientación sexual y la identidad de género aún son factores de vulnerabilidad social (CIDH, 2020). Por lo tanto, es fundamental tomar en consideración las numerosas violencias que se intersecan en las identidades y cuerpos diversos para entender los procesos de subjetivación.
Parafraseando a Adriana, las mujeres trans son la cara visible de la diversidad sexual, son las identidades diversas que no se pueden esconder, porque cuestionan desde los mismos cuerpos el orden cisheteronormativo patriarcal. Esa visibilidad ha sido directamente proporcional al grado de exclusión social y de negación política de su identidad. En Guatemala no hay ley de identidad de género ni hay un clima político favorable para que se reconsidere su viabilidad y ratificación. Tampoco hay datos oficiales confiables acerca de la situación de vulneración de derechos de la población de la diversidad sexual, acompañado de un entramado institucional débil y sin interés ni compromiso por generar mecanismos de atención y acompañamiento. Ante esa realidad las alternativas para el bienestar individual y colectivo de la comunidad de mujeres trans se han ido propiciando desde las organizaciones de base comunitaria que atienden las necesidades básicas indispensables para la supervivencia de sus compañeras. Durante la pandemia, por ejemplo, se articuló una red de economía solidaria y redes de apoyo y de cuidado mutuo desde la misma comunidad trans, especialmente orientada a las que residen en los departamentos.
A pesar de todo, las organizaciones siguen impulsando procesos de incidencia política ante instancias estatales por la consecución de las garantías establecidas en la normativa internacional de derechos humanos que han sido ratificadas por Guatemala, aunque el Estado ha dejado de considerarse como el garante del bienestar colectivo. Ante esa realidad las alternativas para el bienestar individual y colectivo se han ido propiciando desde las estructuras comunitarias que sostienen las identidades políticas.
De ahí cuando yo he migrado de Guatemala para Suecia pues, la verdad me sentí muy deprimida, nunca había sentido esa depresión, tan permanente, y nadie me explicó la verdad cómo era ese rollo, y cuando me encontraba ahí en esa soledad con un idioma que no logré entender la verdad. Así en su momento, al estar ahí y obviamente que era para resguardar mi vida, pero a mí me hacía falta también mis amigas, mis compañeras con las que había vivido desde siempre o sea, con las que había compartido y en esos momentos pues te sientes muy frustrada, esa depresión te lleva a una frustración porque dices tú, estoy perdiendo una oportunidad y como que la estás perdiendo ¿no? Porque regresas al lugar donde te están violentando, de donde tú sales como huyendo por toda la situación en la que atraviesas, y ahí te encuentras, en ese lugar que es Guatemala, aquí, con mucho miedo mucha paranoia, pero aquí es donde está tu familia social, y es con la que te llevas ¿no? (Adriana Muñoz).
Depresión, soledad, frustración son las emociones que Adriana nombra en su experiencia de refugio, aislada cultural y comunitariamente. La tensión entre el reconocimiento social y político y la validación dentro de la propia comunidad es importante para entender no sólo la emocionalidad asociada a ciertos momentos de la vida, sino cómo estas emociones van significando ciertas acciones. Tanto para Stacy como para Adriana, la familia social ha sido fundamental para el bienestar de ambas. Es un espacio que les permite escapar de la violencia cotidiana. A pesar del miedo y de la paranoia encontraron la motivación de enfrentarse a la violencia social y política a través de la organización, a través de la formación y de la creación de espacios propios para impulsar acciones en beneficio de toda la comunidad de mujeres trans.
Politizar la felicidad
Las miradas feministas sobre la teoría afectiva han asentado ciertas consideraciones como el hecho de que las emociones son culturalmente construidas, asociadas al aspecto normativo de la vida social (Lutz, 1990; Ahmed, 2004), que los cuerpos y el cerebro son plásticos, por lo tanto, moldeables; la construcción del sentido es situada y encarnada (Rosaldo, 1984; Wetherell, 2012). La felicidad, lejos de ser homogénea y universal, depende de las necesidades que desde nuestra propia concepción como sujetos políticos identifiquemos de acuerdo con el contexto de injusticias y desigualdades en el que vivimos. La felicidad como la justicia son búsquedas que nos enfrentan a cuestionamientos estructurales sobre la exclusividad y los privilegios que son válidos para unos y no para otras, por lo tanto, no puede ser apolítica. Social y culturalmente se han establecido modos de circular y experimentar las emociones, condicionando nuestro apego a lo que se considera que nos va a hacer felices, en tanto garantía de bienestar (Berlant, 2011).
Posicionamientos post feministas impulsados desde contextos neoliberales abogan por la positividad y la resiliencia como actitudes dependientes de nuestra propia disposición a acoger la felicidad y a actuar en consecuencia, cumpliendo con el mandato de la proactividad, de la productividad y de la autonomía que demanda el orden económico hegemónico (Calder-Dawe, Wetherell, Martinussen y Tant, 2021). La individuación de las emociones oculta la responsabilidad que el orden social, político y económico tiene con respecto de las oportunidades reales que las personas alcanzan para conseguir su bienestar material y emocional. Desde la crítica de Berlant (2011) y de Ahmed (2004), por ejemplo, queda claro que las emociones dependen de un orden económico-cultural que estructura relaciones sociales, posiciona cuerpos e identidades, orienta deseos y las acciones para satisfacerlos. La capacidad de ser feliz no depende únicamente de disposiciones internas a los individuos, o bien del balance químico del cerebro, es indispensable tomar en cuenta las posibilidades de satisfacer las propias ambiciones a partir de las oportunidades que ofrece o niega el entorno social. Es en este sentido que Berlant (2011) señala el carácter de crueldad asociado a la crisis de las expectativas y la formulación de proyectos de vida que son irrealizables de acuerdo con la distribución de posibilidades.
En el sentido en el que Martha Nussbaum (2012) lo plantea, las capacidades no son inherentes a la persona, sino que dependen de las libertades y oportunidades que el entorno social y político favorece o condiciona para el logro de una vida humanamente digna. Las experiencias de Stacy y de Adriana evidencian que la felicidad, la alegría y el amor no pueden existir ni sostenerse sino colectivamente y desde una lógica de reciprocidad:
La mayoría morimos así, morimos en condiciones infrahumanas, y lo digo infrahumanas, porque morimos viejas, sin seguro social, sin familia, solo con nuestras amigas que si bien les va, pueden reclamar nuestros cuerpos, si no, no […] Algo que también me hizo reflexionar mucho para luchar por la felicidad, porque no es posible que vengas a este mundo, empieces a sufrir de chiquita, y de mayor te vaya peor. Y es por eso que yo siempre digo, yo no lucho por cambiar el mundo, yo lucho porque las personas sean felices [...] Yo pienso que una sociedad que discrimina y excluye no es una sociedad que sea feliz (Stacy Velásquez).
Desde los planteamientos deleuzianos se concibe el afecto como una fuerza, un movimiento, una intensidad. Su pensamiento filosófico está orientado en la lógica del devenir y no del ser, el cambio y los procesos que lo impulsan están sustentados en la idea de potencia, es decir en lo que las cosas pueden devenir. En este sentido los afectos son base de la fuerza vital de los cuerpos, en tanto fuerzas que afectan cuerpos, producen transformaciones a través de encuentros, pero no de una forma consecuente y lineal, sino siempre potencial y por lo tanto indeterminada (Lara, 2015). Encuentro el eco de Deleuze en las palabras de Stacy, desde su posición de defensora de derechos humanos su compromiso con la comunidad de mujeres trans y en general con la sociedad es la de luchar por la felicidad, reconociendo que es contingente y no está determinada ni garantizada por la legislación. La felicidad está fuera de la racionalidad estatal, pero está completamente inmersa en las relaciones sociales, aboga por la transformación de conductas, de actitudes, plantea cambios culturales.
El orden patriarcal como matriz ideológica y normativa ha establecido dinámicas de exclusión generalizadas a toda la población fuera de los parámetros del modelo de ciudadanía hegemónico, dentro de los cuales evidentemente no entran las mujeres trans, entre otros grupos sociales. La declaración de un proyecto político cuya base es una cultura de felicidad es un acto de subversión de esa experiencia afectiva condicionada por el orden cisheteronormativo patriarcal que excluye a las mujeres trans de la posibilidad de ser felices, así como de las posibilidades institucionales de alcanzar esa felicidad. Ahmed (2019), haciendo eco de las palabras de Rosi Braidotti y de una genealogía feminista, reclama la felicidad como asunto político, como un derecho humano. La construcción de un horizonte político de felicidad implica la transformación de la base normativa en los guiones de vida de las personas, desde la cual se construyen condiciones de bienestar para determinado modelo de ciudadano.
De hecho, la entrevista sigue: “Nosotras con nuestra lucha, con nuestra resistencia, con nuestra historia lo que queremos crear es una cultura de paz, una cultura de no discriminación y una cultura de felicidad (Stacy Velásquez)”. Llama la atención que en este punto la enunciación se expresa desde la colectividad, desde una historicidad compartida que da sentido a un horizonte político común. Todos los verbos implican un devenir político: luchar, crear, resistir; y su retórica está impregnada de emotividad en tanto tienen implícito un reconocimiento de relaciones de poder históricamente afirmadas. Como ha sido señalado por Cecilia Macón (2022) en su relectura sobre las obras de Iris Young, los elementos retórico y narrativo son parte de estrategias de mediación de las experiencias vividas, expresiones de agencia a través de las cuales es posible leer una desestabilización de la normatividad afectiva impuesta desde el orden dominante. La colectivización de la afectividad y de la emocionalidad llevadas a la esfera del discurso público desafían el sistema de privilegios que acalla experiencias situadas en los cuerpos disidentes.
Conclusiones
En los testimonios de Stacy y de Adriana se hace visible cómo las experiencias y prácticas afectivas son parte de procesos de subjetivación. Prestar atención a los afectos y emociones me ha permitido acceder a la significación de sus vivencias emocionales relacionadas con la realidad social de violencia y de exclusión, que se impone a las mujeres trans desde el orden social cisheteronormativo patriarcal.
Las emociones, abstraídas de la cotidianeidad en la que acontecen, adquieren un carácter explícitamente consciente. A partir de ellas, Stacy y Adriana nombran y visibilizan que vivir con alegría y reclamar la felicidad, no son estados psicológicos, son condiciones irrenunciables para garantizar la plenitud de la existencia. En este sentido afectos y emociones son recursos epistémicos a partir de los cuales se construye el sentido práctico de las acciones a través de las cuales actuamos en el mundo para vivir la vida con alegría y entender la propia felicidad.
De ahí mi planteamiento inicial acerca de las posibilidades de comprender las dimensiones afectivas y emotivas como articuladoras de agencia política. En los testimonios de Stacy y Adriana se puede leer cómo las mujeres trans construyen para sí mismas espacios seguros de cuidado y de apoyo mutuo. Espacios en donde la pertenencia se define a partir de los vínculos amorosos, fundamentales para la sostenibilidad de la vida.
Referencias
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Notas