ENTREVISTAS
“Un investigador no puede estar al margen de su ágora”: un diálogo con Gerardo Caetano
“Um pesquisador não pode estar fora de sua ágora”. Um diálogo com Gerardo Caetano
“A researcher cannot be outside his agora”. A dialogue with Gerardo Caetano
“Un investigador no puede estar al margen de su ágora”: un diálogo con Gerardo Caetano
Revista Tramas y Redes, núm. 5, pp. 363-378, 2023
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
Salvador Neves: Buenas tardes. Soy periodista, un periodista con una gran adicción a la historia, y tengo el gusto de entrevistar hoy al historiador uruguayo Gerardo Caetano, una figura cuya trayectoria me resulta muy difícil resumir, porque podría decirse que nada de lo humano le es ajeno. Probablemente, una buena síntesis sea decir que los temas fundamentales en su producción se refieren a la historia del Uruguay del siglo XX, especialmente a su construcción política. Es imprescindible añadir, sin embargo, que sus investigaciones sobre la historia, fundamentalmente política, del Uruguay del siglo XX siempre están dialogando con una tensión y una preocupación por América Latina, por su integración y su destino, algo que constituye una faceta indiscernible de su manera de pensar las cosas. Haber sido el presidente del Consejo Superior de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales entre 2012 y 2020, así como haber integrado durante dos períodos el Consejo Directivo de CLACSO por la región Argentina y Uruguay, entre otras, son distinciones académicas que reflejan bien esta preocupación por lo latinoamericano. Gerardo, ¿cómo estás?
Gerardo Caetano: Muy bien, Salvador. Es un gran gusto saludarte y conversar hoy contigo.
S. N.: Pensé esta entrevista como un recorrido cronológico por algunos mojones de tu producción. Para ello, me remonté bien atrás, al que creo el primero de tus libros, El joven Quijano. Carlos Quijano fue director de un semanario uruguayo muy importante, Marcha, que salió entre 1939 y 1973. Pero aquel libro inicial que tú escribiste en 1986 junto al historiador José “Pepe” Rilla considera la etapa anterior, cuando Quijano no era todavía editor de Marcha, sino, sobre todo, el líder de un proyecto político de izquierda, de breve historia y muy singular. A tantos años de distancia, ¿cómo mirás ese comienzo? ¿Por qué dirías que la carrera de historiador de Gerardo Caetano empieza por ahí?
G. C.: En verdad, mi primera publicación es de noviembre de 1977 y versa sobre la empresa pública en el Uruguay. Fue el primer número de una serie de investigaciones publicadas a mimeógrafo que sacaba por entonces el Centro Latinoamericano de Economía Humana (CLAEH), en plena dictadura. En esa misma serie, en 1983 publiqué La agonía del reformismo, en dos tomos, y luego, dos años después, entre 1983 y 1985, dos tomos más, El asedio conservador, que fueron el núcleo de lo que luego se traduciría en los dos tomos del libro La república conservadora.
Por su parte, El joven Quijano. Izquierda nacional y conciencia crítica fue publicado por Banda Oriental en 1986 y, en efecto, es un libro en coautoría con José “Pepe” Rilla. ¿Por qué me concentré en Quijano cuando Uruguay salía de la dictadura? Había buenas razones para ello. Quijano había nacido en 1900 y moriría en 1984. Su muerte fue realmente un gran impacto para muchos jóvenes que, como nosotros, en aquel momento estábamos aprendiendo a investigar y nos definíamos –yo me sigo definiendo– como quijanistas, porque Quijano había reivindicado un vínculo muy especial entre una mirada política democrática, una visión latinoamericana y una perspectiva intelectual. Él nunca fue netamente un político, siempre estuvo en esa frontera porosa. Al mismo tiempo, era un hombre que afirmaba una orientación muy radical desde la perspectiva democrática; lo había hecho al salir de la dictadura de Terra y Baldomir en 1942 y lo volvería a hacer durante la dictadura civil militar del 73 al 85. Antes de morir, se puso en contra de aquella salida pactada en 1984. Entonces, publicar sobre Carlos Quijano era retornar a esa tradición de Marcha, que, desde el Uruguay, cruzaba a la democracia latinoamericana, en la búsqueda de un socialismo democrático, desde la praxis de una actividad intelectual muy comprometida con la visión del país y del continente. Quijano se nos aparecía como alguien que expresaba una izquierda de raigambre latinoamericana, pero que, al mismo tiempo, proyectaba esa dimensión inescindible de pertenencia con lo que él afirmaba como una insoslayable conciencia crítica. El subtítulo del libro, Izquierda nacional y conciencia crítica, resulta muy sustantivo en esa dirección. Y aquí vale la aclaración de que, en el caso uruguayo, el concepto de izquierda nacional era un concepto con contenidos muy distintos a los que tradicionalmente se han planteado en la Argentina. En el Uruguay, izquierda nacional era una izquierda básicamente latinoamericanista; era una izquierda que, como decían los propios integrantes de Marcha, era blanco-batllista, porque reivindicaba la trayectoria nacionalista y en cierto modo antiimperialista del Partido Nacional en el siglo XIX, al mismo tiempo que el impulso transformador en lo social del batllismo en el siglo XX.
La dimensión latinoamericana resultaba muy inescindible de una crítica a la vocación isleña del Uruguay como “Suiza de América”; pero también reivindicaba la visión de un socialismo o de una socialdemocracia muy afirmada en la defensa de los valores de la democracia política y de la democracia social. No es casual que la primera agrupación que lideró Carlos Quijano dentro del Partido Nacional se llamara Agrupación Nacionalista Demócrata Social. Esa idea de la democracia social era sustantiva para nosotros, que reivindicábamos la democracia en confrontación con la dictadura, pero no cualquier democracia: una democracia social, enfrentada contra una política económica que había primado durante la dictadura, que era justamente la contrapartida de la política tradicionalmente inclusiva, integradora, que había prevalecido en el Uruguay batllista. Por eso, la elección de Quijano no era casual.
S. N.: Al año siguiente de la publicación de El joven Quijano, nuevamente con “Pepe” Rilla, ustedes hacen una publicación que, vista a la distancia, me parece enormemente audaz, que es la Breve historia de la dictadura. La dictadura había terminado hacía apenas dos años y la idea de hacer historia de temas tan recientes no estaba aún en circulación. Incluso, el tema de si se puede hacer una historia de lo tan reciente forma parte de un debate en agenda pública recién después de 2005, es decir, veinte años después aproximadamente, cuando los temas cercanos en el tiempo empezaron a formar parte de los programas de secundaria. Es decir, en aquel momento (1987), esta historia de lo reciente era algo casi que ilegítimo y tú y Rilla se aventuraron a entrar en un territorio que hasta entonces era tabú para la mayor parte de los historiadores. Entonces, ¿qué lecciones o aprendizajes deja meterse en ese campo nuevo para los historiadores, es decir, en el campo de lo que es muy cercano en tiempo para los propios historiadores?
G. C.: En verdad, escribir ese libro en aquel momento fue una gran audacia, incluso esa visión casi que se agranda con el paso del tiempo. Este año ha salido una nueva edición de esa Breve historia de la dictadura que se ha agotado, lo cual carga aún más de sentido esa audacia inicial. A 36 años de la primera edición y a 50 años del golpe de Estado, que el libro se siga reeditando es motivo de orgullo y, también, indica que el texto mantiene todavía sus dimensiones de clásico. Ha habido muchísima producción nueva sobre la dictadura, aunque también falta mucho por investigar. Pero esa breve historia se mantiene enhiesta, entre otras cosas, porque fue orientada no tanto a los colegas, sino a un público más amplio, lo cual tenía que ver con lo que sentíamos como un imperativo: escribir de una manera muy rigurosa, pero también expresándonos para el conjunto de la sociedad. Eso tiene mucho que ver con nuestra generación. Nosotros habíamos vivido en dictadura. Dos de mis grandes maestros, José Pedro Barrán y Carlos Zubillaga, que me había enseñado a investigar en el CLAEH, guardaban recelo en cuanto a la posibilidad de hacer historia reciente. José Pedro, por ejemplo, consideraba que no podía investigar más allá de 1934, el año de su nacimiento, porque sentía que, desde ese momento, estaba demasiado involucrado personalmente con los acontecimientos. Sin embargo, su último libro, que publicó dos años antes de su muerte (ocurrida el 11 de septiembre –día nefasto– del 2009), termina con una reflexión sobre cómo él vivía esos últimos años, es decir, una reflexión sobre el presente.
Nosotros siempre fuimos conscientes de la audacia de investigar un período tan reciente desde una perspectiva que, por las fuentes entonces disponibles, tenía que tomar como eje la trayectoria de la propia dictadura. Esto era complejo porque no había muchas fuentes disponibles que habilitaran otros enfoques, más allá del testimonio y de otras fuentes que comenzaban a aparecer. Por ejemplo, era casi imposible hacer una historia del movimiento popular o hacer una historia desde las luchas de la resistencia. Nosotros hicimos una reconstrucción en la que el eje fue la evolución del régimen dictatorial, partiendo de aquella periodificación clásica elaborada por Luis Eduardo González. Este autor proponía un primer período comisarial entre 1973 y 1976, un segundo período fundacional entre 1976 y el plebiscito de reforma constitucional de 1980, y un tercer momento que llamaba “transición democrática” entre 1980 y 1985. Nosotros introdujimos un cambio relevante en dicha periodización, que marcó todo un eje interpretativo distinto, porque planteamos que entre 1980 y 1985 no tuvimos transición democrática, sino algo muy diferente: una dictadura transicional.
Esta audacia de hacer en 1987 una breve historia de la dictadura, en primer lugar, no dejaba de tener sus peligros. Más de una vez recuerdo que algunos periodistas con los que hablábamos nos decían que habíamos corrido un riesgo muy grande, que todavía los represores estaban muy activos, muy vivos, y que muchas de las cosas que decíamos allí… bueno, el tiempo diría cuánto las íbamos a pagar. Pero yo creo que la virtud de ese libro que ha perdurado tanto en el tiempo fue que era una primera reconstrucción breve, que aunaba el acervo de lo investigado con muchas restricciones durante la dictadura en materia de historia, pero también en materia de economía, de sociología, de ciencia política, a lo que se le sumaba, sin perder rigor, una vocación explicativa que buscaba llegar a todos, al gran público. Y bien, para nuestra sorpresa, esa Breve Historia de la Dictadura ha logrado sobrevivir 36 años, desde su primera edición en 1987 hasta su última revisión que es de este año, 2023, cuando se cumplen 50 años de la dictadura. Yo estoy empujando, desde muchos grupos de investigación, para que esta sea la última reedición porque hay muchos jóvenes investigadores que tienen trabajos y material novedosos, a partir de los cuales pueden reconstruir una historia más equilibrada y profunda entre una visión que haga foco en la evolución del régimen y otra que haga foco en la resistencia popular, en el entramado de los actores políticos y sociales, en una visión más internacionalizada del proceso de la dictadura. En 1987, lo que hoy es posible entonces no lo era. Sin embargo, el hecho de que haya sobrevivido tantos años, hace que aquella audacia haya valido la pena.
S. N.: Inmediatamente después tú vuelves a algo que habías iniciado ya en el CLAEH, ¿verdad? Cuando comenzás a producir historiografía, José Pedro Barrán, al que tú mencionabas, con Benjamín Nahum están cerrando su gran obra sobre el primer batllismo que es el periodo con el que empieza un poco el siglo XX uruguayo, una experiencia muy radical. Hay toda una etapa en tu producción marcada por La república conservadora o por los tres tomos de El nacimiento del terrismo, que escribes junto con Raúl Jacob, que parecen apuntar a seguir haciendo avanzar la historiografía uruguaya hacia una disciplina consolidada, al nivel de las exigencias científicas de la época. Estamos ya a inicios de los noventa, una época en la que estallan los debates propios de la posmodernidad latinoamericana, cuando la globalización se acelera, cuando ocurre la discusión sobre la conmemoración de los 500 años de la conquista de América, cuando se reedita esa vieja discusión que tenemos los uruguayos acerca de nuestra identidad. Y tú participas muchísimo de todas estas polémicas, no solo produces historiografía, estudiando la historia que va hasta los años treinta, sino que intervienes mucho en el debate público. Me pregunto cómo dialogaban esos dos Caetanos, ¿no? La historia uruguaya, que tú estabas reconstruyendo en relación con los años veinte e inicios de los treinta, a grandes rasgos es muy parecida a la de muchos otros países de América Latina: una experiencia reformista y antioligárquica, seguida de una etapa de autoritarismo luego de la crisis de 1929. Muy esquemáticamente, lo que pasa en Uruguay es parecido, pero mirado de cerca o en profundidad, no es igual. Me pregunto si ese recurrir a la investigación histórica, a ti de alguna manera te permitía construir esas respuestas para un debate público ansioso por saber qué era lo diferencial del Uruguay, qué cosas realmente sustanciales podían distinguirnos, diferenciar nuestro trayecto como país de otros.
G. C.: Es una pregunta muy pertinente, porque, efectivamente, en la década de los noventa, el Uruguay vive el quinto centenario de 1492 con un retorno muy radical de sus viejas interrogaciones sobre la identidad uruguaya. Yo participé con mucha avidez, incluso impulsé muchos seminarios de investigación que tenían como eje ese clima de época. No olvidemos que, en ese contexto de época, Barrán, que había recién culminado su segunda gran colección con Nahum sobre Batlle, los estancieros y el Imperio Británico, afirmaba un camino que de alguna manera ya había iniciado en El Uruguay del 900, pero consolidaba y generaba un hecho cultural realmente impactante, que fueron los dos tomos de La historia de la sensibilidad. Y, en el mismo momento, Tomás de Mattos, un narrador también entrañable del Uruguay, escribía ¡Bernabé, Bernabé! Su libro enganchaba también con la cuestión de los orígenes, de la identidad, a propósito del debate en torno a Salsipuedes, en torno a la matanza de los indígenas en el comienzo mismo del Estado oriental y su historia.
Uruguay siempre se ufanó de ser una “isla europea”, una “Suiza de América”, es decir, un espacio ajeno a América Latina. Incluso en una publicación que contó con el reconocimiento oficial del Estado como fue El Libro del Centenario, editado por primera vez en 1925 por la agencia Capurro, pero con aval oficial, se brindaba esa versión tantas veces señalada de que los uruguayos descendían de inmigrantes europeos y que, por suerte, en el Uruguay no había terremotos, ni volcanes, ni indios. Sí había población afrodescendiente, pero esta, en función del clima y del mestizaje, había cambiado su condición originaria. Estos párrafos son casi textuales de aquel libro que marcó toda una época. Esa visión profundamente racista que establecía una mirada universalista (si se entiende por “universalismo” el eurocentrismo con su desprecio de las poblaciones originarias), en los noventa se puso en discusión muy fuertemente y, además, se asociaba con otros debates por entonces muy acuciantes.
En el Uruguay, durante los cinco años que siguieron a la dictadura, se aprobó en el Parlamento la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado en 1986, una ley de impunidad con todo un nombre muy elusivo, que luego queda firme a partir de un referéndum de impugnación que se celebra en abril de 1989 en el que el pronunciamiento popular ratificó la vigencia de la ley. A partir de ese proceso, la idea de la impunidad imperante también generaba una profunda discusión que se vinculaba con un clima de época que no solo era propio de América Latina, sino del mundo de la posguerra fría que se iniciaba, con debates occidentales y aun globales. En dicho contexto, en aquellos tiempos de Fukuyama y de las profecías sobre el advenimiento del “fin de la historia” y de “tiempos aburridos”, retornar a una mirada en profundidad sobre el primer batllismo era un espejo prometedor.
Este fue el espejo que siempre privilegió José Pedro Barrán, mi principal maestro, y es el espejo que también yo, en algún sentido –aun cuando he trabajado en otros períodos– he privilegiado y sigo privilegiando. Todos los historiadores tienen un período privilegiado; a pesar de que pueden trabajar en otros asuntos, hay un período sobre el que, de alguna manera, siempre vuelven. Tienen una época, por decirlo de algún modo, un momento histórico que les es particularmente suscitador. Para mí, es ese período que va desde 1890 hasta la década de los años treinta del siglo XX. ¿Por qué? La elección tiene mucho que ver con la vivencia de la dictadura. La dictadura, no casualmente, además de reforzar la crítica sobre la democracia y sobre la dimensión social de la democracia uruguaya tradicional, fue muy antibatllista en múltiples aspectos. La política económica que construye la dictadura contesta predominantemente al batllismo. Si bien el ministro que define dicha política económica en 1974, Alejandro Végh Villegas, venía del batllismo quincista, era de un batllismo que había modificado su base ideológica en los años sesenta y setenta en la Lista 15, lo que provocó incluso que muchos batllistas (como Seregni y Michelini, entre otros muchos) confluyeran en el Frente Amplio, que desde 1971 configuró la unidad política de las izquierdas. Végh Villegas dice al asumir el Ministerio de Economía y Finanzas en 1974: “Tenemos que convencer a los uruguayos que para que los pobres sean menos pobres, los ricos tienen que ser más ricos”. Bueno, estaba contestando la frase emblemática del primer batllismo de Don Pepe Batlle y Ordóñez que era “Hagamos un país modelo, donde los pobres sean menos pobres y los ricos menos ricos”. Esa visión de un Estado social que se veía como “escudo de los débiles” hacía que ese periodo del primer batllismo, sobre todo entonces en el período de la dictadura y después, tuviera y funcionara en el Uruguay como un gran espejo interpelador.
Creo que en el 900 uruguayo, es decir, durante la consolidación de la primera modernización política, económica y social del Uruguay, confrontaron dos grandes familias ideológicas: una básicamente liberal conservadora, que a partir de los años veinte lideraría hasta el día de hoy, el herrerismo, la derecha del Partido Nacional; y otra a la que he caracterizado como republicana solidarista, con todo el debate que puede acarrear el uso de conceptos tan polisémicos como “liberalismo” y “republicanismo”. El republicanismo refiere a una vieja tradición de la antigüedad, con concepciones sobre la política, la libertad y los derechos. Hoy hay muchos republicanismos, pero también hay muchos liberalismos. Y creo que caracterizar como republicanismo de perfil solidarista a la familia ideológica liderada por el batllismo ofrece muchos rendimientos en el campo interpretativo sobre la historia política uruguaya.
Esta visión tiene consecuencias interpretativas en muchos aspectos, en especial sobre algunos que definieron en buena medida ciertas claves de identidad del Uruguay moderno que todavía llegan hasta nosotros y siguen siendo objeto de pleito: el Estado social, el Estado como “escudo de los débiles”; la laicidad concebida como una separación radical de lo religioso y lo político; la idea de una democracia de partidos en donde nunca se gana del todo y nunca se pierde del todo; la cultura de la negociación; el resquemor ante liderazgos excesivamente masivos y, sobre todo, de liderazgos extrapartidarios; una cultura antimilitarista o que recela de la cultura militar; incluso una visión muy eurocéntrica o cosmopolita… Todo esto –y podría seguir– ha configurado también la primacía de lo público, entendido como lo estatal, respecto de lo privado. Estas concepciones han prevalecido, pero siempre en el marco de una discusión, como construcciones muy negociadas que finalmente devienen en síntesis de pacto, no en hegemonías incontestadas. Tal vez este sea uno de los secretos de la buena singularidad uruguaya.
La tentación fundacional ha existido muchas veces, y muchas veces no prosperó: en 1933, con los impactos del primer fascismo en el país y el golpe de Estado de Gabriel Terra; en 1958, con el triunfo electoral después de casi cien años del nacionalismo y del herrero-ruralismo dentro del Partido Nacional; y, sobre todo, en la dictadura civil-militar iniciada con el golpe de Estado de 1973, pero con antecedentes y con proyecciones de avances represivos con anterioridad. A finales de la dictadura se origina una revisión sobre la identidad o excepcionalidad uruguaya, así como también una reflexión sobre todos estos debates persistentes que todavía nos habitan. De allí proviene esa suerte de conmixtión en mi labor como historiador, que atraviesa distintos períodos y personajes con una mirada de larga duración, en la perspectiva braudeliana, pero que de tanto en tanto vuelve con miradas nuevas y nuevos documentos a una suerte de magma de origen que está radicado en ese período privilegiado, entre finales del siglo XIX y la década de los treinta del siglo XX.
S. N.: Tu último libro, El liberalismo conservador, podría pensarse como el segundo tomo de esta revisita a la república batllista que acabas de mencionar, en la que te entretenías en los rasgos de esa familia ideológica republicano-solidarista. Diez años después, en El liberalismo conservador, te concentras en esta otra familia ideológica, adversaria del batllismo en el mismo período.
En este libro, hay una reflexión que me interpeló: el concepto de libertad elaborado por los conservadores, o, en otras palabras, el argumento o motivo conservador reiterado de defender la libertad en contra de ese “ogro” que es como se presenta el Estado, defender esa visión liberal de la libertad, como “no interferencia”, como un sentido común antiestatista que no puede discutirse. Este argumento de la libertad propia del liberalismo conservador resuena fuertemente en el contexto actual del Río de la Plata. Entonces, creo que no debería eludir preguntarte sobre este recorrido que va desde la historia de principios del siglo XX uruguayo, cuando ya se proponía un diálogo entre conservadurismo y libertad, y la discusión actual sobre la libertad que están planteando los libertarios del Río de la Plata.
G. C.: Esa es una pregunta fundamental que tiene que ver con el núcleo duro de mi trayectoria no solo intelectual, sino también de vida. Alguien que, como yo, vivió una dictadura con terrorismo de Estado, deposita en la democracia, sus rasgos sociales y en la libertad un valor sustantivo. Y, en el caso uruguayo, como he dicho, eso me llevó a rediscutir la república batllista.
En medio de la pandemia, como en una suerte de trayectoria casi mágica, dedicado a este libro me vi entre dos grandes proyectos intelectuales, uno de larga data y otro más ligado al presente. El de larga data se vinculaba con seguir revisitando estas visiones sobre la identidad uruguaya, su inserción en América Latina, los debates proyectados al siglo XXI en torno a la Revolución Francesa, con sus tres grandes principios: libertad, igualdad y fraternidad. El otro proyecto, al que en la coyuntura pandémica me vi casi obligado, era reflexionar e investigar sobre un fenómeno de época, en ebullición durante los últimos quince o veinte años del siglo XXI: la emergencia de las nuevas derechas o las derechas alternativas. Entonces, por un lado, actualmente estoy impulsando junto con Magdalena Broquetas un proyecto de larga duración sobre la historia de las derechas en el Uruguay, desde el artiguismo hasta nuestros días. Y no casualmente, también en ese contexto, vuelvo a mi vieja “república” del 900, vuelvo a aquel espejo interpelante. En 2011, trabajé sobre la visión republicana solidarista en mi libro La república batllista. Diez años después, como tú mencionabas, en medio de la pandemia y de estas discusiones, no casualmente encontré el momento yo diría casi ideal para investigar sobre las genealogías de la otra familia ideológica del Uruguay, en mi libro El liberalismo conservador. Me sentí muy sorprendido del eco colectivo que despertó esa búsqueda: el libro, publicado en 2021, ya va por la novena reimpresión. Esto representa una tirada de 9000 libros que, en un país con un mercado editorial limitado como es el Uruguay, es un número impactante.
El liberalismo conservador empieza con un capítulo que es netamente teórico, con ese objetivo del que te hablaba sobre la necesidad de seguir haciendo historia para la gente, no solo para los colegas, es decir, escribiendo para la sociedad en la que se vive y a la que se aspira a contribuir. Tal capítulo netamente teórico, pero escrito en un registro amable para el lector no especializado, se titula “Algunas ideas para revisitar la libertad” y es hijo de su tiempo, dado que fue escrito a la luz de la rediscusión contemporánea sobre la libertad, para lo cual volví a algunas de las viejas enseñanzas de aquel período privilegiado del 900.
No hay una sola tradición de la libertad. Cuando alguien afirma “Yo defiendo la libertad”, no dice prácticamente nada salvo el inicio de una larga discusión. ¿De qué concepto de libertad se habla? La libertad del liberalismo conservador ni siquiera es la libertad común a todos los liberalismos. Hay muchos liberalismos. El liberalismo conservador es un sintagma que puede interpretarse como un oxímoron: un vínculo que se postula como natural de la reivindicación de la libertad individual como sustento de una sociedad definida en la asignación de bienes y recursos por un mercado que actúa sin regulaciones ni restricciones, junto a una visión conservadora que reivindica la desigualdad como algo inherente a la convivencia humana y, más aún, como algo que resulta indispensable para el ejercicio pleno de la libertad. El liberalismo conservador establece que para que haya libertad individual tiene que haber desigualdad y que, en mayor o menor medida, cualquier perspectiva igualitarista o cualquier perspectiva de justicia social termina hiriendo la libertad. Bien, eso a mí me generaba, como historiador, la necesidad de reabrir ese paquete mal cerrado y de advertir hasta qué punto la discusión sobre la libertad y sus distintas concepciones empieza desde el inicio mismo de la política, en relación directa con muchos de sus debates originarios.
Incluso, citando La libertad antes del liberalismo, el famoso libro de Skinner, refería que la reivindicación de la libertad no nació con el liberalismo. Y que más allá de que hay múltiples liberalismos, una visión liberal incluso de síntesis nunca puede ser presentada como una única concepción dominante de la libertad, como una suerte de sentido común indiscutible, frente al cual solamente caben errores conceptuales. Visión que hoy, no casualmente, fundamentalmente en América Latina, muy claramente en el Río de la Plata, subyace a las visiones más o menos paleolibertarias y neoliberales en sus diversas gradaciones. Digo “más o menos” porque hay variantes. Una cosa es Javier Milei que reivindica estas ideas citando los manuales de la escuela austríaca, citando a Hayek, Von Mises, Alberto Benegas Lynch, planteando cosas tan increíbles a esta altura de la historia universal como que la responsabilidad social empresarial es enriquecerse, que un empresario no puede hacer nada más beneficioso para el conjunto de la sociedad que ganar mucho dinero, o que el principio de la justicia social es un principio subversivo que refiere a un robo y a una estafa.
Estas ideas totalmente locas, arcaicas, efectivamente paleoliberales, enganchan con otras visiones no tan extremistas, que incluso cuidan más el coaching y el marketing, pero que en el fondo reivindican ciertos principios similares que también, a mi juicio, están superados por el mundo contemporáneo, no solamente en Occidente. Se trata en suma de esos principios ultraliberales clásicos: el héroe civilizatorio es el empresario, al que hay que promover y no confrontar; al empresario hay que dejarlo que haga plata, hay que dejar que el lucro prospere sin restricciones de ninguna índole, porque solamente desde esa perspectiva puede haber dinamismo y crecimiento económico; la famosa teoría del derrame que va a hacer que el conjunto de la sociedad le vaya mejor; la noción de que el Estado es siempre parte del problema, nunca de la solución; etc. En Uruguay y en buena parte de la región, sobre todo en Chile, el relanzamiento incluso virulento de estas ideas retoma aspectos centrales de la visión económica predominante durante las dictaduras de la “seguridad nacional”: para que los pobres sean menos pobres, los ricos tienen que ser más ricos, el Estado replegado y mínimo, a lo Reagan, a lo Thatcher, etc.
Este tipo de posturas que convergen en visiones completamente superadas respecto de un imperio autoritario del mercado como el gran asignador de bienes y recursos en cualquier sociedad civilizada, hace décadas que ya no tienen buena recepción ni en Europa, ni en Estados Unidos. Incluso ni el propio Donald Trump suscribe estas visiones paleoliberales… Dicho en broma, tal vez porque no necesita dolarizar su economía…
Como bien se ha dicho, la dolarización de una economía como la argentina supone una dependencia total con respecto a la Reserva Federal norteamericana, que no deja de ser el sucedáneo de un banco central. Y después de la pandemia, a nadie se le puede plantear que el Estado es siempre parte del problema. Ya no avanzamos hacia un mundo que, en la transición hacia una economía digital, hacia un nuevo momento del desafío ecológico o hacia una nueva relación entre economía y sociedad, esté planteando la destrucción del Estado. Ese tipo de ideas extremistas y arcaicas ya no tienen vigencia. Sin embargo, en nuestros países tales concepciones siguen existiendo, sea bajo una forma más radical, como en el caso de los paleolibertarios, con mucho coaching comunicacional en el formato más moderado, pero siempre presente en el fondo de las argumentaciones y de las iniciativas.
El liberalismo conservador buscaba justamente eso: volver a una discusión que, si bien siempre lo había sido, en el presente volvía a ser extraordinariamente importante. Desde ese punto de partida, volver a explorar, en el caso uruguayo, las genealogías de esa visión liberal conservadora. En esta indagación, me encontré con algo muy sorprendente: incluso los apellidos de aquella confrontación del 900 entre el liberalismo conservador y la república batllista coincidían cien años después en pleno siglo XXI. El herrerismo era el gran líder de la familia liberal conservadora y Luis Alberto de Herrera es el bisabuelo del actual presidente Lacalle Pou, en el Uruguay. Por su parte, Pedro Manini Ríos fue quien, bajo la pregunta radical que oponía ¿somos colorados o somos socialistas?, rompe en 1913 la unidad del Partido Colorado y genera una derecha antibatllista. Es el abuelo de Guido Manini Ríos, líder de Cabildo Abierto, flamante partido nacido en 2019 y que tiene hoy la llave de la mayoría parlamentaria de la coalición de gobierno. Y luego el núcleo empresarial de figuras como José Irureta Goyena que estuvieron a comienzos del siglo XX en la convergencia de ese núcleo duro que combinaba liberalismo y conservadurismo contra la alteridad del batllismo. De este modo, la mirada de la larga duración convergía con una visión de presente, pero no en función de perspectivas anacrónicas, sino de la convergencia, tan clásica y frecuente entre los historiadores, entre lo que parece absolutamente inédito –el acontecimiento o el cambio– y la larga duración a lo Braudel, eso que marca a menudo que las grandes novedades del presente generalmente tengan una larga historia atrás.
S. N.: Desde cuando era tu alumno en la Facultad de Humanidades de la Universidad de la República, hasta el día de hoy, detrás de esta dimensión más pública que son tus trabajos sobre la historia del Uruguay, se mantuvo presente tu continua preocupación por lo latinoamericano. Te recuerdo de docente incitándonos a salir de esa insularidad uruguaya a la que te referías al comienzo. Tú has tenido un papel fundamental para la integración regional, vuelves frecuentemente a las figuras de Alberto Methol Ferré y sus preocupaciones latinoamericanas, y al propio Quijano, un profundo latinoamericanista. Personalmente, considero que desde la salida de la dictadura, el latinoamericanismo ha ganado algo de terreno en Uruguay. Desde entonces, muchos historiadores formados, que atravesaron parte de su carrera intelectual en otros países, dialogan con la producción de sus pares latinoamericanos. En el ámbito académico, parece que hay un espacio ganado de conciencia de que no podemos entendernos aislados unos de los otros. Honestamente, no veo que pase eso en el debate público, es decir, me da la impresión de que tanto en buena parte de los líderes políticos como de la ciudadanía en general, por lo menos en Uruguay, persiste la idea de la insularidad. ¿Cómo ves este problema?
G. C.: Efectivamente, coincido. El Uruguay ha tenido y tiene un gran problema que es la tentación insular, ver a Uruguay como una isla entre dos gigantes inestables, o como una avanzada europea dentro de un continente ajeno que es América Latina. Según “el Tucho” Methol, sobre quien he trabajado mucho, el Uruguay ha buscado en forma denodada un contacto directo con el mundo, incluso salteándose a la región, perspectiva que él criticaba duramente. Siempre dicen que ser uruguayo no es una condición, sino una profesión, cuyo objetivo fundamental es aprender a vivir entre esos dos países complicados o gigantes inestables que son Argentina y Brasil. Yo también creo que esa vocación insular proyecta una manera de pensar equivocada.
Coincido con Methol en que una visión de un Uruguay como isla arcádica, como una “Suiza” ajena a América Latina, lleva a una visión equivocada, no solamente en términos de política internacional y exterior, sino en términos de visión de mundo. Uruguay, más allá de sus intereses propios, es un país con enormes restricciones, en donde aquella visión de los círculos concéntricos que proponía Luis Alberto de Herrera sigue teniendo una enorme vigencia. El Uruguay tiene que mirarse en profundidad en el mapa. Siempre ha tenido, a lo largo de su historia, la tentación de crear puentes privilegiados con una potencia extrazona y está en un lugar geopolíticamente muy beneficioso para ese tipo de alianzas que pueden ser tanto un puerto de aguas profundas para China, que le daría ingreso al estuario platense como un gran hub chino en el Atlántico Sur, como un tratado de libre comercio bilateral con los Estados Unidos o la Unión Europea, entre muchas otras opciones. No obstante, esta es una visión miope, además de inviable, que no advierte esa idea del “Uruguay como problema”, al decir de Alberto Methol Ferré. El Uruguay para ser entendido tiene que ser vivido como un problema. Es decir, vivirlo como una frontera porosa, compleja, que sin embargo también puede ser una atalaya muy útil para ver al conjunto de América Latina. Methol Ferré decía que desde la atalaya montevideana se podía ver muy bien los desafíos de América Latina. En buena medida creo que es así, pero también con la tensión que implica entender al Uruguay como un Estado de fronteras porosas en la cuenca del Río de la Plata. Siempre existirá esa tentación de buscar un camino en solitario como clave de la inserción internacional de un país con tantas restricciones como es Uruguay: restricciones de toma de precios, de toma de reglas, pero también restricciones que hoy tienen nuevas agendas. Hoy no es posible pensar en sustentabilidad medioambiental, sustentabilidad energética, crisis hídrica –como la que recientemente hemos tenido–, o una nueva economía digital por fuera de la región. Por supuesto, la región no puede ser –mucho menos para Uruguay– una zona ampliada de sustitución de importaciones para encerrarse. Eso no es posible ni acá ni en ningún otro lugar.
Mi gran tema, mi asunto, ha sido el Uruguay como problema, pero esa preocupación necesariamente me ha llevado a la integración regional, incluso birregional, y a sus dimensiones políticas, porque precisamente la tentación de salvarse en solitario, de generar un vínculo directo con el mundo de la globalización, o de proponerse la utopía de mudarse de vecindarios complejos, es una tentación presente pero profundamente equivocada desde el punto de vista intelectual –desde ya–, pero sobre todo político, si deseamos plantear una perspectiva de desarrollo. Esto ha sido el contexto de una tensión creativa en donde mi asunto ha sido y es el Uruguay, pero necesariamente proyectado, hoy más que nunca, a la región y al mundo. Se trata de entender la sociedad en la que nací, contribuir a proyectar su futuro, debatir sobre sus orígenes, sus identidades, sus pleitos políticos, su manera de recibir el mundo; pero también, y de manera radical, volcarme necesariamente desde el Uruguay a la región y a cómo América Latina puede no ser un suburbio en este contexto de globalización, para lo que debe generar autonomía estratégica para enfrentar a los poderosos de este tiempo. Se trata de buscar integración pero no para escaparse de un mundo complejo, sino para justamente participar de las múltiples negociaciones que, por cierto, no solamente son comerciales. Siempre he criticado la mirada pequeña, provinciana, de creer que las relaciones internacionales se reducen a un enfoque comercialista, fenicio. Por eso, no creo para nada contradictorio que, a pesar de que por formación y vocación yo soy y sigo siendo, antes que nada, historiador, desde esa preocupación historiográfica radical por el Uruguay como asunto, he tenido que salir a esa zona de fronteras creativas con dimensiones politológicas e interdisciplinarias, que me permitan, de alguna manera, dar cuenta de esta reflexión contemporánea que, obviamente, integra al pago no en una clave provinciana, sino al país con la región, con la comarca y, desde allí, con un mundo que es extraordinariamente desafiante.
S. N.: De hecho, los medios de comunicación muchas veces recurren a ti en tu carácter de politólogo, para hablar sobre el presente y, de alguna manera, tú te mueves más allá incluso de esas fronteras. Uno diría que Gerardo encarna esa categoría, que no sé si sigue vigente, que es la de “intelectual comprometido”. Cuando tú comienzas a producir, todavía era la época del ensayo histórico, en la que el producto privilegiado eran los libros y, a lo largo de tu carrera, se desarrolla la nueva cultura del artículo o paper, de los académicos estresados porque las obligaciones de la evaluación científica casi les impiden su aporte al debate público. Me parece que allí hay un problema de nuestra época: cómo ciertos efectos de la maduración del sistema académico parecen comprometer la posibilidad de que la academia dialogue a la vez con el aula y con la ciudadanía. ¿Cómo ves tú ese problema?
G. C.: Me parece un problema absolutamente central. Yo he militado en la creación de un sistema nacional de investigadores en Uruguay, he participado quince años en sus principales organismos de evaluación y sigo participando en los organismos de evaluación de la Universidad de la República, he defendido en foros nacionales e internacionales una visión que, por supuesto, reivindica la especialización, la profesionalización, el arbitraje de pares, la internacionalización académica, pero que reivindica todo eso desde convergencias flexibles. Un investigador de ciencias sociales tiene demandas que un investigador de otro tipo de ciencias tal vez no tenga o tenga de otras maneras. Un investigador en el campo de la historia, de las ciencias sociales o de las humanidades tiene que tener una referencia que lo lleve, al mismo tiempo, a especializar su mirada y sus temas, a escribir en revistas científicas especializadas, pero no a rehuir esa otra dimensión de la acumulación de más largo plazo que se traduce en libros, en obras más macro. Yo sigo reivindicando la necesidad de que los investigadores tengan una dimensión de intelectuales públicos, sobre todo, pero no exclusivamente, en el campo de las ciencias sociales y las humanidades. Un investigador no puede estar al margen de su ágora, no puede escribir solamente para ser leído entre algunos colegas o solazarse en que sus textos sean leídos en nichos de rankings, muchos de ellos profundamente ideológicos, en los que, por ejemplo, publicar en inglés per se vale más que publicar en español o publicar en alguna revista de alto ranking, a pesar de que nunca lleguen a ser leídos por ningún latinoamericano, vale más que veinte libros. Creo que eso es una profunda contradicción. Este es un debate muy importante en la actualidad, porque avizoro un futuro en el que las ciencias sociales y humanas van a requerir cada vez más arbitraje de pares, profesionalización, especialización, en el marco de sistemas integrados de investigación. Pero al mismo tiempo y con igual rigor, van a requerir también, tal vez más que nunca, vínculo con el ágora, debates de proyección global, estar realmente en el mundo real y no caer en burbujas.
Cuando veo ciertas disciplinas absolutamente fragmentadas, en donde hay un investigador que solamente sabe un punto en el universo y no le interesa tener una visión de conjunto sobre su sociedad, y que no discute ya sobre los asuntos, sino que discute sobre cómo medir los asuntos, me acuerdo de aquella carta magnífica que al final de su vida Giovanni Sartori planteaba respecto de su controversia, por ejemplo, con una ciencia política que no pensara radicalmente sobre los grandes asuntos de la política, que no buscara esa dimensión de proyectar la figura de un intelectual público que pueda debatir con sus contemporáneos, colegas y ciudadanos, y no solo aprender a fenómenos cuyas categorías usualmente envejecen con celeridad. Vengo de otra tradición y aspiro a otro futuro en donde la ciencia sea una voz que tenga un rol intransferible –no hegemónico, pero sí intransferible–, en la que los investigadores de las ciencias sociales y de las humanidades tengas cosas para decir a sus contemporáneos para mejorar la sociedad en que viven. Sé que CLACSO incorpora este aspecto como un asunto particularmente central de su trayectoria. Esto, entre otras cosas, supone discutir la evaluación y buscar incentivar investigadores cada vez más profesionales, más capacitados y más sofisticados que, sin embargo, no pierdan el vínculo con sus sociedades. En esa batalla he estado siempre. No es una batalla fácil, pero es una batalla imprescindible.
S. N.: Sabemos que ha sido así, Gerardo, y contamos contigo. Te agradecemos mucho el tiempo.
G. C.: El agradecido soy yo, en primer lugar, contigo, Salvador, compañero de tantas aventuras intelectuales, pero también con CLACSO. Espero que este diálogo sea fructífero para quienes lo escuchen y lean.
Esta entrevista puede consultarse en formato video en el micrositio web de la revista: https://www.clacso.org/tramas-y-redes/.
Información adicional
Gerardo Caetano: es historiador, politólogo y doctor en Historia por la Universidad Nacional de La Plata. Trabaja como investigador y docente en la Universidad de la República (Uruguay). Fue director del Instituto de Ciencia Política de dicha universidad entre los años 2000 y 2005. Investigador nivel III en el Sistema Nacional de Investigadores de Uruguay. Fue presidente del Consejo Superior de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) e integrante del Comité Directivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Sus campos de investigación actuales son la historia política contemporánea de Uruguay y de América Latina, así como las dimensiones políticas de los procesos de integración y regionalismo, con énfasis en América Latina y Mercosur. En 2022 recibió el Premio Latinoamericano y Caribeño de Ciencias Sociales, máxima distinción de CLACSO.
Salvador Neves: es periodista y editor en el semanario Brecha. En 1993 publicó con Alejandro Pérez Couture Pólvora y tinta. Andanzas de bandoleros anarquistas y en 2010, con María Esther Giglio, Pepe Mujica. De tupamaro a presidente. En 2011 realizó la investigación histórica que sirvió de apoyo al documental En busca de Artigas, dirigido por Aldo Garay para Televisión Nacional Uruguay. En 2016, con Gerardo Caetano, publicó Seregni. Un artiguista del siglo XX. En 2017, por su labor periodística, obtuvo el Premio Nacional de Urbanismo en la categoría “comunicación social”. Es coautor de Bancarios, una historia del sindicato de los trabajadores del sistema financiero uruguayo, también dirigida por Caetano y publicada en 2019. Con Gerardo Caetano y Mauricio Rodríguez publicó en 2020 La causa armenia entre el Ararat y Uruguay.