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Nacionalización del cobre chileno y sobredeterminación política de la economía capitalista

Nacionalização do cobre chileno e sobredeterminação política da economia capitalista

Nationalization of Chilean copper and political overdetermination of the capitalist economy

Miguel Urrutia F.
Universidad de Chile, Chile

Nacionalización del cobre chileno y sobredeterminación política de la economía capitalista

Revista Tramas y Redes, núm. 5, pp. 425-435, 2023

Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales

Recepción: 26 Octubre 2023

Aprobación: 31 Octubre 2023

Resumen: En este artículo se refiere el discurso de nacionalización del cobre de Salvador Allende como una pieza que articula las nociones de Estado Nacional Popular con las categorías marxistas que conducen al reconocimiento histórico de la violencia revolucionaria. Se sostiene que la nacionalización del cobre en Chile y el desencaje del dólar norteamericano inician un ciclo en el que, contra las afirmaciones del marxismo ortodoxo, la política pasa a sobredeterminar la economía. Sostenemos, aun sin ofrecer un examen riguroso de pruebas y modelos, que el capitalismo devino en esta forma por las victorias políticas de las clases trabajadoras durante el siglo XX, en un ciclo que comenzó con la Revolución Rusa, se aceleró con las guerras de liberación nacional y alcanzó profundamente a América Latina, y en especial a Chile y su gobierno de la Unidad Popular, a partir de la Revolución Cubana de 1959.

Palabras clave: Salvador Allende, economía, política, marxismo, recursos naturales.

Resumo: Este artigo refere-se ao discurso de nacionalização do cobre de Salvador Allende como uma peça que articula as noções de Estado Nacional Popular com as categorias marxistas que conduzem ao reconhecimento histórico da violência revolucionária. Argumenta-se que, juntamente com a nacionalização do cobre no Chile, a deslocação do dólar norte-americano dá início a um ciclo no qual, contrariamente às afirmações do marxismo ortodoxo, a política começa a sobredeterminar a economia. Mantemos, mesmo sem oferecer um exame rigoroso de evidências e modelos, que o capitalismo assim se tornou devido às vitórias políticas das classes trabalhadoras durante o século XX, num ciclo que começou com a Revolução Russa, acelerado com as guerras de Libertação Nacional e afectou profundamente a América Latina, e especialmente o Chile e o seu Governo de Unidade Popular, começando com a Revolução Cubana de 1959.

Palavras-chave: Salvador Allende, economia, política, marxismo, recursos naturais.

Abstract: This article refers to Salvador Allende’s copper nationalization speech as a piece that articulates the notions of the Popular National State with the Marxist categories that lead to the historical recognition of revolutionary violence. It is argued that together with the nationalization of copper in Chile, the dislocation of the North American dollar begins a cycle in which, contrary to the assertions of orthodox Marxism, politics begins to overdetermine the economy. We maintain, even without offering a rigorous examination of evidence and models, that capitalism became this way due to the political victories of the working classes during the 20th century, in a cycle that began with the Russian Revolution, accelerated with the wars of National Liberation, and it deeply affected Latin America, and especially Chile and its Popular Unity Government, starting with the Cuban Revolution of 1959.

Keywords: Salvador Allende, economy, politics, Marxism, natural resources.

Conexión revolucionaria entre materialismo histórico y desarrollismo nacional popular

El discurso pronunciado por el presidente Salvador Allende con ocasión de la nacionalización del cobre chileno en 1971 fue clara y transversalmente marcado por un carácter nacional popular y desarrollista. Para la época, esta habría sido una afirmación altamente debatible, partiendo por el propio gobierno de la Unidad Popular, identificado con un ideario marxista que, desde el Tercer Mundo, había desbaratado la teoría del desarrollo elaborada durante los años 50 en Estados Unidos. Sin embargo, no hace falta más que ver la obertura patriótica del discurso, para darse cuenta de que responde a una comprensión peculiar del marxismo; por supuesto una comprensión crítica y distante –mas no antagónica– respecto de populismos nacionalistas latinoamericanos como los de Lázaro Cárdenas, Getulio Vargas y Juan Domingo Perón.

La disonancia entre el marxismo y lo nacional popular desarrollista, o las afirmaciones sobre la imposibilidad de su acoplamiento, son más bien una producción posterior de las izquierdas latinoamericanas. Izquierdas que procesamos nuestras derrotas del último cuarto del siglo XX negando los gigantescos desplazamientos ocasionados en la economía política del capitalismo mundial y regional por la violencia revolucionaria de las guerras de liberación nacional y –específicamente en América Latina– de la Revolución Cubana afincada en un largo proyecto de soberanía americanista.1

Ya en los años sesenta del siglo XX, las izquierdas latinoamericanas comenzaron a atender a algunos planteamientos sobre la real importancia política de las formaciones discursivo-culturales.2 Pero buena parte de nuestros intelectuales o bien rechazaron esta importancia desde la ortodoxia, o bien empobrecieron su comprensión para transformarla en coartada de sus acomodamientos ideológicos ante la esperable contraofensiva salvaje del capital malherido.

Entonces caímos en el error de definir los gigantescos desplazamientos capitalistas ocasionados por la violencia revolucionaria como “performaciones lingüísticas”; como colecciones de consignas que podían mover al mundo. Y cuando vimos que una parte grande y bella de ese mundo “lenguajeaba” nuestras consignas sin encarnarlas en rupturas revolucionarias con el capitalismo, asumimos la derrota de la violencia revolucionaria o, peor aún, asumimos que el mundo aun no estaba preparado para asimilar dicha violencia. Entonces elevamos esas “performaciones lingüísticas”, esas consignas críticas, socialistas, emancipatorias y revolucionarias a un nuevo tono de superioridad moral. De un modo voluntarista y poco analítico confiamos en que ese tono crearía las condiciones para que las masas hicieran de la violencia revolucionaria una parte de su forma de vida. Además, las izquierdas revolucionarias apostamos a que nuestros combatientes caídos en los asaltos insurreccionales agregarían una dimensión espiritual al proceso.

Pero hay un ciclo cuyos efectos no pueden resumirse en la errada pauta anterior. Sin considerar el quiebre interno del capitalismo mundial resuelto entre 1914 y 1945, el ciclo de violencia revolucionaria que nombramos arriba comprendió también la Revolución Mexicana; la Revolución Rusa; las gestas centroamericanas en contra de las invasiones norteamericanas (creando puentes entre zapatismo y sandinismo); la Revolución China y la mundialización de las revueltas obreras, indígenas y campesinas provenientes del siglo XIX y que, en la América Latina de mediados del siglo XX, comenzaron a coordinarse con luchas por el gobierno (verbigracia: 1948, “Bogotazo” sobreviniente al asesinato de Jorge Eliécer Gaytán; 1951 a 1954, movilizaciones de masas en Guatemala que sustentaron el gobierno de Jacobo Árbenz obligando a la invasión militar directa por parte de EE.UU.; 1952, Revolución Boliviana con participación amplia de su Central Obrera en el gobierno).

Soberanías estatales mancomunadas para la prosperidad de los pueblos

Estos procesos de violencia revolucionaria y sus consecuencias en las correlaciones de fuerzas entre el capital y el trabajo marcaron con soterrada y profunda fuerza política el discurso de Allende, ajeno, por otra parte, a las exégesis marxistas de su época. La historicidad del discurso de Allende se verifica principalmente por el concepto de soberanía nacional que puso en juego al nacionalizar el cobre. Un concepto en clara continuidad con las respuestas que, en el siglo XIX, los sectores populares chilenos habían planteado a los procesos de modernización capitalista periférica, conectando políticamente con prácticas estatal-republicanas centradas en el control público de las riquezas nacionales:

de esta región mana la sustancia solicitada en todos los mercados del mundo para rejuvenecer la tierra envejecida, y porque somos los transformadores necesarios de las fuerzas productivas [...]. La extracción, la elaboración, el acarreo, el embarque, los fletes de mar y la aplicación del salitre, lo mismo que [su] minería y las industrias subalternas [...] y la resultante económica de la variedad de factores tan graves como interesantes, se imponen a la contemplación de todos, y especialmente del legislador y del hombre de Estado. [Así] la propiedad salitrera particular y la propiedad nacional son objeto de seria meditación y estudio. La propiedad particular es casi toda de extranjeros y se concentra activamente en individuos de una sola nacionalidad. Preferible sería que aquella propiedad fuese también de chilenos; pero si el capital nacional es indolente o receloso, no debemos sorprendernos de que el capital extranjero llene con previsión e inteligencia el vacío que en el progreso de esta comarca hace la incuria de nuestros compatriotas (Balmaceda, 7 de marzo de 1889).

El ciclo político chileno que comenzaba a cerrase con estas palabras del Presidente Balmaceda, se había abierto en 1861 incorporando el nivel continental a la reivindicación de la soberanía, pero no solo para resguardar la independencia de los tambaleantes Estados latinoamericanos frente a la arremetida expansionista europea de aquel momento,3 sino para proponer vínculos entre esos Estados en formación y la prosperidad material e intelectual de las grandes mayorías sociales, o como indicó Allende un siglo después, para “elevar las condiciones materiales, la existencia del pueblo, y abrirles horizontes espirituales distintos”.

Es notable que, tanto la crítica que Balmaceda hace desde el Estado a la molicie de los capitales chilenos, como la instalación histórico nacionalista del discurso de Allende, develan concepciones del Estado no como un ente neutral ante el conflicto de clases, pero tampoco como un inamovible guardián de las clases privilegiadas. En tal sentido pensamos que el llamado “enfoque estratégico relacional del Estado” (Jessop, 2016) y de la acción política, es un enfoque marxista actualizado que permite desarrollar la centralidad de la política que hemos advertido como el producto más perdurable de la violencia revolucionaria en el siglo XX

Instead of looking at the state as a substantial, unified thing or unitary subject, the SRA widens its focus, so as to capture not just the state apparatus but the exercise and effects of state power as a contingent expression of a changing balance of forces that seek to advance their respective interests inside, through, and against the state system. Political and politically relevant struggles can take many forms, ranging from consensus-oriented debates over the (always illusory) common interest to open, systematic, and bloody civil wars or acts of genocide. The changing balance of forces is mediated institutionally, discursively, and through governmental technologies. It is conditioned by the specific institutional structures and procedures of the state apparatus as embedded in the wider political system and environing societal relations. The effectiveness of state capacities depends in turn on links to forces that operate beyond the state’s formal boundaries and act as ‘force multipliers’ or, conversely, divert, subvert, or block its interventions (Jessop, 2016, pp. 54-55).

Puente histórico-americanista

Es entonces notoria la existencia de un puente histórico entre los gobiernos chilenos de la Unidad Popular (1970-73) y de José Manuel Balmaceda, derrotado en la guerra civil de 1891 por una alianza del capital imperial británico con el capital rentista y dependiente chileno. En ambos casos la soberanía invocada incluyó un principio regional de Liberación Nacional.

[En]el proceso de independencia chileno [...] convergió, como una suerte de complemento final y necesario, la idea de la unidad de las repúblicas de América que compartían estos valores libertarios y republicanos [...] La nueva idea de América involucraba esta vez su existencia soberana, con la capacidad de proyectar dicha soberanía como un valor intrínseco al continente (López, 2011, p. 191).

La anexión española de Santo Domingo en 1861 abrió la ofensiva expansionista europea sobre América. Ese mismo año en Chile se habían roto tres decenios de hegemonía conservadora de la clase hacendal-mercantil. Después de dos guerras civiles (1851 y 1859) una nueva fuerza que incluía a artesanos y otras clases populares, doblegó el intervencionismo electoral conservador e instaló un gobierno liberal moderado con el que “entran en la vida política nacional todos aquellos sectores de las élites que hasta entonces se encontraban de alguna manera marginados de su ejercicio” (López, 2011, p. 207).

Los americanistas chilenos de 1861 irán al encuentro del nuevo intervencionismo europeo [...] con vehemencia, organizados en la Sociedad Unión Americana [...] En ese proceso, logran despertar un movimiento americanista ciudadano que involucra a las élites de las provincias, a ciertos sectores medios urbanos, y a segmentos del bajo pueblo, sobre todo artesano [...] su presencia en calles y plazas obedece más bien al impulso de su memoria histórica (las contribuciones chilenas a la independencia de Buenos Aires, el Perú, y a la “liberación” del “tirano” de la Confederación peruanoboliviana) [...] este americanismo ciudadano adquiere por momentos suficiente autonomía como para marcar la agenda del gobierno [...] cuando en 1865 finalmente Chile es víctima del intervencionismo español [...] la guerra que se ve obligado a asumir es percibida desde la identidad y la práctica americanista [...] Este nacionalismo americanista será encabezado por el gobierno [que] emplea los mejores y más americanistas miembros de las élites para conseguir aliados, logrando lo que quizás desde el Congreso de Panamá no se había alcanzado, una alianza efectiva y hasta cierto punto eficiente, que a lo menos reúne a cuatro países americanos en función de la defensa del continente (López, 2011, p. 211).

Esta comprensión de la soberanía nacional acoplada a lo que hoy llamamos Latinoamérica (simplemente América en el siglo XIX) y sus luchas contra el imperialismo capitalista europeo, muestran una diferencia relevante en los extremos del puente histórico que estamos analizando. En la punta decimonónica de dicho puente, Cuba representó el caso rezagado a cuya primera guerra de independencia (1868-78) acudieron numerosos combatientes chilenos que ya habían tomado las armas contra los hacendados-mercaderes en las mencionadas guerras civiles de 1851 y 1859. Más tarde –ya cerrado este ciclo político– balmacedistas derrotados en la guerra civil de 1891 atendieron el nuevo llamado para la liberación nacional de Cuba en 1895.

En la otra parte del puente histórico, aquella que traspasa la mitad del siglo XX, Cuba comparece habiendo completado su independencia, pero ya no del vetusto colonialismo español, sino del muchísimo más poderoso, sofisticado y hegemónicamente capitalista imperialismo estadounidense. Cuando esta Cuba declaró sus intenciones de construir un socialismo latinoamericano, los procesos nacional populares y desarrollistas se debilitaron entre las izquierdas latinoamericanas. Se inauguró así una diferenciación entre izquierdas tradicionales, fundamentalmente comunistas, e izquierdas autodenominadas revolucionarias que cubrieron un amplio y disperso espectro, desde el anarcosindicalismo al maoísmo y el guevarismo. Fue aquí donde el discurso sobre la nacionalización del cobre inadvertidamente cuestionó esas distinciones haciendo relevante analizar los desplazamientos ocasionados por el ciclo de violencia revolucionaria en los términos de la centralidad de la política ya presentados más arriba.

En primer lugar, cabe hacer notar que entre la construcción socialista cubana y la chilena se planteó la cuestión de la soberanía nacional y popular en términos muy distintos a los de la modernidad europea. Se trató de un concepto de soberanía opuesto a las fórmulas económicas y políticas del liberalismo; una praxis soberana asentada en la afirmación productiva del trabajo frente al parasitismo del capital.

Quiero decir, honestamente, que me opuse a que quedaran consignados en la reforma constitucional los derechos de los trabajadores del cobre. Me opuse, óiganlo bien, compañeros, porque al hacerlo, y quedó establecido así, hay como una desconfianza al propio Gobierno de ustedes. Yo he pensado siempre que en la Carta Fundamental no pueden incorporarse ni siquiera las conquistas de un sector de la importancia de los trabajadores del cobre. Además, quise hacer entender a los trabajadores del cobre que la garantía no está en la boca de la Carta Fundamental, sino en la conciencia de los trabajadores y en su presencia en el Gobierno de la República (Allende, 1971).

Aquí el discurso de Allende reconoce que un concepto clasista de la soberanía política incluye grados de mediación estatal, tal forma que la construcción de un Estado nacional popular y desarrollista, puede ser una tarea que no confronta a las izquierdas revolucionarias latinoamericanas con otras izquierdas profundamente institucionales como el PC chileno y el PCC, sino que las invita a articular sus trabajos: desarrollo de poder popular co-instituyente por un lado, y ocupación del campo instituido por el otro.

Centralidad de la política

En ese marco, las guerras de liberación nacional en África y Asia, así como la Revolución Cubana y sus 65 años de guerra con el más poderoso imperio de toda la historia, no pueden ser evaluadas como meras influencias fracturadoras en la discursividad de las izquierdas. Pese al carácter altamente contingente de sus triunfos, estos cambiaron para siempre la economía política del capitalismo en la escala mundial y de cada región. Eso es lo que las izquierdas latinoamericanas de los últimos 50 años hemos dejado de lado, sea por nuestra ortodoxia marxista o por la vacuidad del llamado posmarxismo. Ambos han confluido, por ejemplo, para descartar procesos como el venezolano iniciado con el liderazgo de Hugo Chávez, proceso que ha traspasado las diversas mareas rosadas, dándole un trasfondo de mayor complejidad a gobiernos poco épicos y aparentemente subsumidos en la hegemonía capitalista mundial, como el de Morena en México, el del MAS en Bolivia, el del PT actual en Brasil, el de Petro en Colombia e incluso los gobiernos altamente contrastables de Boric en Chile y de Ortega en Nicaragua.

Lo que el alejamiento de la economía política por parte de las izquierdas latinoamericanas nos ha impedido ver es que el ciclo de violencia revolucionaria dejó instalada una importantísima afirmación de la centralidad de la política en tanto práctica estratégica. Cuestión que ya dibuja con claridad el discurso de Allende en 1971. Por ahora lo que nos interesa hacer notar es que esos desplazamientos en la economía política capitalista mundial y regional ocasionados por el largo ciclo de violencia revolucionaria, se traducen en que los contenidos de una política nacional popular en la actualidad requieran de una articulación de fuerzas que es directamente revolucionaria, ya que dicho carácter revolucionario no se expresa primeramente en la violencia con la que una economía socialista arrase con las relaciones de mercado y con la estructura jurídico-estatal capitalista que las sustenta, sino que se expresa en una nueva situación donde el capitalismo ya no puede existir sin que el Estado produzca directamente las relaciones sociales de mercado (no solo las administre). Así, precisamente entre 1971 (desencaje del dólar) y 1973 (crisis de los petrodólares) se terminó de hacer evidente que la relación de sobredeterminación histórica no va de la economía a la política –como habían asegurado diversas lecturas trivializadoras de El Capital–, sino al revés.

Fuera de la trascendencia económica que he señalado, tenemos una trascendencia política que es necesario meditar. Con el paso que vamos a dar, rompemos la dependencia, la dependencia económica. Eso significa la independencia política. Seremos nosotros los dueños de nuestro propio futuro, soberanos de verdad de nuestro destino. Lo que se haga en el cobre dependerá de nosotros, de nuestra capacidad, de nuestro esfuerzo, de nuestra entrega sacrificada a hacer que el cobre se siembre en Chile para el progreso de la patria. Será el pueblo el que tendrá que entender, y lo entiende, que éste es un gran desafío nacional, que no sólo tienen que responder a él los trabajadores de las minas sino el pueblo entero (Allende, 1971).

Pero las izquierdas latinoamericanas no hemos logrado captar esta centralidad de la política como un triunfo vigente de la violencia revolucionaria. Un triunfo cuya proyección permite plantearse determinadas economías de la violencia que se ajustan mejor a los intereses de las clases trabajadoras. Estamos tan decepcionados de que la historia no se haya ajustado a nuestras teleologías disfrazadas de utopías, que no logramos ver la posibilidad real de pasar a la ofensiva haciendo un uso estratégico de esa centralidad de la política que nos heredaron las luchas revolucionarias de a lo menos los tres siglos anteriores. Justificamos nuestro largo repliegue en la falta de unidad política como punto de partida para la acción de las izquierdas. Con esto reproducimos una división más profunda, ya que constantemente nos imponemos optar dicotómicamente entre una concepción de la política como asociatividad consensuada (desde arriba) y otra concepción de la política como disociatividad antagonista (desde abajo).

Cuando las izquierdas latinoamericanas optamos por la política como disociatividad antagonista, nos topamos con la necesidad de definir un sujeto que sea al mismo tiempo popular y soberano, es decir, mayorías sociales que se autogobiernen sin que sus poderes sean mediados ni representados por las instituciones que el liberalismo intenta naturalizar. Para eso, la izquierda posmarxista ha recurrido al brillante jurista conservador católico Carl Schmitt, cuyo antiliberalismo y su Teoría del partisano atraen también a algunas izquierdas radicales. La teoría schmittiana de la soberanía resulta una buena aliada para demostrar el cinismo liberal capitalista en su intento de asimilar la violencia revolucionaria con el crimen y el terrorismo. Schmitt demuestra que la panoplia liberal sobre el estado de derecho esconde una violencia constante de la ley sobre todo lo viviente. Pero ante esto, Schmitt opta por la sinceridad de un soberano que decida, sin comparecencia democrática, a la suspensión del derecho, el estado de excepción que salve al derecho y lo refunde sobre la base de una identidad nacional. Identidad religioso trascendental que, no obstante, permitiría, según Schmitt, formular estrategias concretas para el bienestar de una comunidad que se cohesiona en torno a distinciones rotundas del bien y el mal y de amigos y enemigos.

En contraste, cuando las izquierdas latinoamericanas optamos por la política como asociatividad consensuada, nos parece totalmente lógico y necesario abjurar radicalmente de la violencia revolucionaria, desechando –casi siempre por ignorancia– las conexiones entre materialismo histórico y teología política. Es importante señalar que las izquierdas latinoamericanas practicamos esta dicotomía de un modo variable, es decir, que lo que nos ha venido definiendo no es solo la fidelidad constante a una u otra concepción de la política, sino sobre todo nuestra falta de imaginación y voluntad de articularlas para intervenir en la lucha de clases sin supuestos deterministas, afirmando la centralidad de la política en tanto práctica estratégica.

Al no ocuparnos de esta doble articulación para una praxis centrada en la estrategia política, dejamos a nuestras izquierdas latinoamericanas altamente expuestas al pensamiento mítico que se disfraza, bien de atrincheramiento dogmático, bien de maniobra electoral sin cambios en la relación capital-trabajo, o bien de “despertar” de las diferencias genéricas, haciéndonos cómplices de una atomización sociopolítica que Castoriadis (1989) describió como “avance de la insignificancia”. Así las izquierdas latinoamericanas conectamos pasado y presente mediante la denuncia, creyendo que la memoria es el recuerdo de nuestros muertos y no el anuncio de una nueva vida digna de ser vivida.

Por todo esto, hemos querido mostrar el discurso de Allende como un índice para reconectar a nuestras izquierdas con aquella centralidad de la política que, entre la Cuba armada y el Chile de la Unidad Popular y del MIR, atenazó revolucionariamente toda la geografía de la región.

Por supuesto esto implica innovar nuestros análisis del poder implicado en las formaciones discursivo-culturales, así como nuestros recientes modos de poner en valor político a la subjetividad. Pero la unidad que invocamos las izquierdas latinoamericanas arranca en el sustrato social de la lucha de clases. La unidad proviene de las determinaciones reales del mundo histórico. La centralidad de la política se asienta en estas determinaciones que no son esencias inmutables, sino devenires inmanentes. Este asentamiento no es voluntario, ocurre con independencia del modo de observación política, pero no de su formulación estratégica. Nuestra angustia de unidad es solo un síntoma de que nuestros análisis se han alejado de esas determinaciones materiales, reemplazándolas por subjetivismos variados como el de un impreciso malestar cultural supuestamente capaz de trascender por sí mismo los axiomas capitalistas de los cuales emerge.

Dicho ahora a la manera clásica: la unidad de las izquierdas latinoamericanas viene dada por la clase que vive de su trabajo (asalariado o “emprendedor”). Por supuesto que esa unidad dada por la clase es insuficiente para elaborar políticas que respondan a los intereses de los trabajadores y trabajadoras latinoamericanas y más aún para acoplar dichos intereses con su deseo gregario. Este sustrato solo se deja analizar de un modo riguroso y abierto, científico y libre; rompe el subjetivismo planteado por la decolonialidad y otros cantos de sirena que saludan de lejos al marxismo sin estudiar a fondo sus corrientes, sus grandes desaciertos y el modo en que ha sobrevivido a ellos.

Referencias

Balmaceda, José Manuel (7 de marzo de 1889). La industria salitrera. https://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-68900.html

Jessop, Bob (2016). The state: past, present, future. Cambridge: Polity Press.

López Muñoz, Ricardo (2011). El americanismo en Chile ante la expansión política y militar europea sobre Hispanoamérica (1861-1871). Tesis doctoral en Estudios Latinoamericanos. Universidad de Chile.

Castoriadis, Cornelius (1989). El imaginario social y la institución. Barcelona: Tusquets.

Schmitt, Carl (2013). Teoría del partisano. Madrid: Trotta.

Notas

1 Usamos la expresión “gigantescos desplazamientos ocasionados en la economía política del capitalismo”, oponiéndola a los rasantes reconocimientos de la “Influencia de la Revolu-ción Cubana” en las izquierdas latinoamericanas, cuestión esta última que termina inscrita en una especie de historia de las ideas, y no de los cambios concretos en las correlaciones de fuerzas entre las clases sociales latinoamericanas provocadas por esta Revolución.
2 Fundamentalmente las recepciones de Gramsci y Foucault.
3 Cabe a lo menos dejar planteada la necesidad de analizar el modo en que se rompió el pac-to entre el emergente imperialismo norteamericano y el carácter abigarrado del imperialis-mo europeo que determinaría su sustitución por el primero. Es por demás muy evidente que el detonante de esta ruptura fue el inicio de la Guerra entre el Sur y el Norte de los EE.UU.
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