DOSSIER
“En el camino, ¿si nosotras no cuidamos, quién entonces?”: mujeres, epidemiología popular migrante y economía del cuidado en los corredores migratorios de las Américas en tiempos de COVID-19
“No caminho, se nós não cuidamos, quem então?”. Mulheres, epidemiologia popular migrante e economia do cuidado nos corredores migratórios das Américas em tempos de COVID-19
Women, migrant popular epidemiology and care economy in the migratory corridors of the Americas in times of COVID-19
“En el camino, ¿si nosotras no cuidamos, quién entonces?”: mujeres, epidemiología popular migrante y economía del cuidado en los corredores migratorios de las Américas en tiempos de COVID-19
Revista Tramas y Redes, núm. 2, pp. 23-53, 2022
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
Recepción: 19 Noviembre 2021
Aprobación: 20 Diciembre 2021
Resumen: El artículo analiza las dinámicas de la migración irregularizada en tránsito y su familiarización en los corredores migratorios latinoamericanos durante la actual pandemia. Con base en epistemes migrantes, estudios críticos de migración y fronteras y feminismos latinoamericanos, discutimos la relación entre la economía del cuidado en movimiento y las dinámicas de lo que hemos llamado “epidemiología popular migrante” o formas de cuidado generadas por las mujeres migrantes en tránsito en tiempos de COVID-19. Además de la discusión contextual y conceptual, presentamos cuatro postales de mujeres migrantes en tránsito durante la pandemia para mostrar cómo sus prácticas de cuidado están en el centro de sus (in)movilidades actuales.
Palabras clave: migración irregularizada en tránsito, familiarización de la migración en tránsito, economía del cuidado en movimiento, epidemiología popular migrante, corredores migratorios.
Resumo: O artigo analisa a dinâmica da migração irregular em trânsito e sua familiarização nos corredores migratórios latino-americanos durante a atual pandemia. Com base em epistemes migrantes, estudos críticos de migração e fronteiras e feminismos latino-americanos, discutimos a relação entre a economia do cuidado em movimento e a dinâmica do que chamamos de “epidemiologia popular migrante” ou formas de cuidado geradas por mulheres migrantes em trânsito em tempos de COVID-19. O Além da discussão contextual e conceitual, apresentamos quatro cartões postais de mulheres migrantes em trânsito durante a pandemia para mostrar como suas práticas de cuidado estão no centro de suas (i)mobilidades atuais.
Palavras-chave: migração irregular em trânsito, familiarização da migração em trânsito, economia do cuidado em movimento, epidemiologia popular migrante, corredores migratórios.
Abstract: The paper analyzes the dynamics of irregularized transit migration and their familiarization in Latin American migratory corridors during the current pandemic. Drawing upon migrant epistemes, critical migration and border studies and Latin American feminismos, we discuss the relationship between care economy in motion and the dynamics of what we have called “migrant popular epidemiology” or forms of care generated by migrant women in transit in times of COVID-19. . In addition to the contextual and conceptual discussion, we present four postcards of migrant women in transit during the pandemic to show how their care practices are at the centre of their current (in)mobilities.
Keywords: irregularized transit migration, familiarization of transit migration, care economy in motion, migrant popular epidemiology, migratory corridors.
Salí de Cuba en julio de 2019. Volé a Guyana y seguí por la selva hasta Ecuador. […] Cruzamos a pie para entrar a Colombia. Por el virus, las fronteras ahora tienen militares que vigilan. […] No solo es difícil, sino dificilísimo cruzar fronteras ahora con COVID-19. Pero no hay otra alternativa, hay que seguir como se pueda. Por todos los lugares que pasamos encontramos a familias, a más mujeres solas con sus niños. Así como nosotras íbamos juntas, cuidándonos y cuidando al niño, hay muchas mujeres que hacen lo mismo y esas rutas están llenas de cosas muy duras. Hay que cuidarse, sino no nos cuidamos nosotras, ¿quién entonces? .
Fuente: Tania, 35 años, migrante cubana. Houston, 2021.
En cinco largas llamadas de WhatsApp, Tania fue rememorando su experiencia de transitar desde La Habana hasta Houston sin documentos. Abrió su memoria para compartirnos las implicaciones que enfrentó en una travesía que duró casi dos años y que sucedió mayoritariamente durante la primera pandemia del siglo XXI. En sus relatos, Tania daba cuenta de cómo los tránsitos irregularizados al norte del continente están compuestos de tiempos de travesía y espera. En primera persona, hilvana un tejido con rutas terrestres y fluviales, hospedajes, parques, playas, estaciones de bus, camiones, taxis, pangas, senderos, selvas, páramos, desiertos y los múltiples actores que toman parte del complejo entramado que configuran los corredores migratorios de las Américas.
Tania decía que, antes de partir, ella y su prima conversaron mucho con otros migrantes, vía redes sociales digitales, para tener claridad de lo que implicaría cruzar ocho fronteras desde Ecuador a EE. UU., siendo dos mujeres solas y en medio de la pandemia. Ella insistía en que solo fue mientras sus tránsitos se desenvolvieron cuando en realidad aprendieron lo que supone cruzar las fronteras latinoamericanas cerradas y militarizadas. Su experiencia encarnada de movilidad transfronteriza les permitió acumular mucho conocimiento migratorio. Es ese conocimiento el que Tania nos compartió para que nosotras, a su vez, en una cadena de relatos mixturados colectivos, diéramos cuenta no solo de lo que viven las mujeres migrantes estando en tránsito, sino de cómo resisten con base en el cuidado mutuo.
Como Tania, cientos de otras mujeres caribeñas, latinoamericanas, africanas y asiáticas en menor medida, a pesar de las restricciones a la movilidad impuestas por la emergencia sanitaria, no han dejado de transitar sin documentos de sur a norte y entre los países del sur del continente buscando un lugar digno y seguro donde vivir. Dada las violencias de la ruta, la gran mayoría transita en grupos, en familia, o en familias espontáneas que se van formando. Muchas migrantes son madres solteras que van con sus hijxs, otras han dejado a los suyos en sus países de origen, y otras más han sido deportadas y separadas de sus hijxs, que se quedaron en los países de destino, sobre todo en EE.UU. Estas mujeres dejan atrás sus hogares, sus trabajos, sus comunidades, pero en la ruta reconstruyen otras comunidades de protección, comunidades de cuidado en movimiento las llamamos. Mientras tanto, se emplean por momentos en cualquier trabajo ambulante para redondear el costo de cruzar “por trocha”. Son mujeres que habitan cuerpos racializados, con diversidades sexo-genéricas, de distintas edades, de diversos orígenes de clase, profesiones y nacionalidades las que encarnan esas movilidades diferenciadas. Hay jóvenes, adultas mayores, adolescentes y niñas que, en conjunto, se han convertido en sus únicos escudos de cuidado para transitar por los corredores migratorios de las Américas.
En las Américas, los tránsitos irregularizados norte-sur y sur-sur han adquirido mucha relevancia analítica, política y mediática en la última década (Álvarez Velasco, 2021). Esto ha producido un renovado interés investigativo en torno a los mismos, sus dinámicas y en el rol que cumplen en la transformación de corredores migratorios (Basok et al., 2015; Pedone, Miranda y Álvarez Velasco, 2021). Entre los corredores más analizados constan los corredores históricos configurados entre Estados Unidos y México (París y Montes, 2020), Centroamérica y México (Villalever y Schultz, 2021; Varela Huerta y McLean, 2021), la región Andina, Centroamérica, México y Estados Unidos (Álvarez Velasco, 2021, 2020), y los más recientemente formados entre el Caribe, Sudamérica y Centroamérica (Miranda, 2021), el Caribe y el Cono Sur (Trabalón, 2021) y el que conecta la Región Andina con el Cono Sur (Álvarez Velasco, 2022).
Algo que reitera esta literatura latinoamericana reciente es que la presencia de las mujeres migrantes en tránsito es notable, pues el tránsito, así como las migraciones, se han feminizado hasta familiarizarse (De Hass, Castles y Miller, 2020).
Las mujeres migrantes representan el 50% de la población en movimiento en América Latina (PNUD, 2020). Ellas no solo son la mitad de los trabajadores migrantes en la región (OIT, 2018), sino que son quienes ejercen actividades mayoritariamente vinculadas a la reproducción o sostenibilidad de la vida o a la economía del cuidado (Gardiner, 1997), envían el 50% de las remesas en la región, tendencia que es además mundial (Banco Mundial, 2020).
Esa misma literatura y documentos de organizaciones de derechos humanos insisten en que la violencia patriarcal signa las rutas del tránsito, pues, dependiendo de las rutas, entre el 24% al 80% de las mujeres migrantes, solicitantes de asilo y refugiadas experimentan alguna forma de violencia, sobre todo violencia sexual en sus tránsitos (Human Rights Center et al., 2018). Por eso las mujeres migrantes transitan en grupos y caravanas bajo un esquema de familiarización de la migración (Varela Huerta y McLean, 2021; Coubes, 2021). Estando en tránsito, las mujeres no dejan de ejercer un rol preponderante en la organización social del cuidado y sostenibilidad de la vida de los colectivos migrantes.
Insistimos, además de feminización de las migraciones, ya antes de la pandemia por COVID-19 era evidente la familiarización de la migración, ya no solo de mujeres, sino de mujeres con hijos, bebés, niños o adolescentes. También aumentó exponencialmente el número de niñas, niños y adolescentes migrando solxs.
Por todo ello, en este artículo nos proponemos responder, entre otros, a los siguientes interrogantes: ¿qué pasó con las mujeres migrantes en tránsito durante la pandemia? ¿Qué estrategias han desplegando en ruta? ¿Cómo interpretar, crítica e interseccionalmente, el rol que ellas desempeñan en la economía del cuidado de los corredores migratorios en las Américas en tiempos pandémicos?
Este trabajo pretende dar respuesta a esas preguntas entrelazadas, que se sitúan en un momento histórico en que es innegable la multiplicación de los tránsitos irregularizados y la familarización de los mismos. Esta contribución surge de una reflexión de largo aliento colectivo, no solo entre nosotras, sino con una comunidad epistémica y de afecto configurada en torno a (In)Movilidad en las Américas y COVID-19, un proyecto transnacional digital que aglutina a una academia activista investigando las dinámicas de la movilidad y el control en el continente. Con el proyecto (In)Movilidades, atravesamos la pandemia pensando conjuntamente en sus efectos en los corredores migratorios. También pudimos acercarnos a diversos colectivos y organizaciones de migrantes en las Américas y, vía el espacio digital, tener conversatorios, asambleas y conversaciones íntimas con mujeres migrantes, solicitantes de asilo, refugiadas, deportadas o mujeres y familias atrapadas en la transitoriedad permanente, lo que nos permitió comprender cómo la pandemia y el régimen de control fronterizo latinoamericano impactó en sus vidas, en sus cuerpos y en las estrategias de resistencia que han desplegado.
A partir de esa experiencia vivida, en este artículo esbozamos una primera reflexión conceptual en torno a la relación entre economía del cuidado en movimiento en los corredores migratorios en las Américas y, algo que hemos nombrando como “epidemiología popular migrante”, o formas de cuidado gestadas por migrantes, sobre todo mujeres en tránsito, que han emigrado solas o en familia, en tiempos de COVID-19.
Nuestra conceptualización nace de una imbricación entre las epistemes migrantes compartidas con la comunidad de (In)Movilidad en las Américas durante el tiempo pandémico, la autonomía de las migraciones y una lectura feminista de las migraciones en América Latina. Nos inspiramos en los feminismos negros, chicanos, prietos y del tercer mundo, y en nuestras colegas pensando o practicando saberes de y para mujeres en todo el continente. Además, retomamos la discusión sentipensante en torno a los cuidados y lo común, discutida por Cristina Vega, Raquel Martínez y Miriam Paredes (2018), además de sumar las voces de Amaia Pérez-Orozco (2006 y 2014), Judith Butler (2020) y Verónica Gago y Lucy Cavallero (2019), y la noción de inmunidad y comunidad de Roberto Esposito (2002, 2018).
El texto está organizado en cuatro secciones. En la primera, presentaremos nuestra reflexión conceptual en torno a los corredores migratorios y sus transformaciones en tiempos pandémicos, para enlazar después con la reflexión sobre economía del cuidado en movimiento y epidemiología popular migrante. En la tercera sección, a modo de postales individuales construidas con base a la episteme migrante y nuestra etnografía digital durante 2020-2021, daremos cuenta de cómo esos tres conceptos se materializan en las experiencias vividas de cuatro mujeres migrantes, una ecuatoriana, una venezolana, una cubana y una haitiana. Como Tania, todas estas mujeres con quienes coproducimos este texto transitaron de sur a norte resintiendo y resistiendo los efectos de la pandemia y el control en la movilidad al norte que se sobrepuso a la ya de por sí amurallada posibilidad de acceder a él antes del COVID-19. Cerramos con algunas ideas preliminares, en construcción, para colaborar en el debate en torno al vínculo entre economía del cuidado en movimiento y “epidemiología popular migrante” en tiempos (post)pandémicos.
Corredores migratorios en las Américas en tiempos pandémicos
Al giro del nuevo milenio, la profundización de la desigualdad, la expansión de la pobreza, la aceleración de los efectos del cambio climático, la proliferación de guerras y conflictos propios de la devastadora globalización neoliberal contemporánea (Klein, 2021), han traído cambios en los patrones migratorios globales. Los países latinoamericanos no solo han acrecentado su tradicional condición de ser emisores de emigrantes, sino que hoy son espacios de tránsito y residencia temporal o permanente de migrantes que llegan de África, Asia y del Caribe (De Hass, Castels, Miller, 2020), trastocados además por el masivo el éxodo masivo venezolano (Gandini et al., 2019).
Ante esas nuevas movilidades las respuestas estatales han fluctuado entre la hospitalidad y la hostilidad, siendo esta última el tono preponderante. De un inicial “aperturismo” siempre selectivo (Trabalón, 2021a), incluso durante el giro “postneoliberal” sudamericano y su progresismo en materia migratoria (Góngora-Mera, Herrera y Müller 2014), hemos transitado a un “giro punitivo” (Domenech y Dias, 2020), tremendamente exacerbado durante el contexto de la pandemia. El redoble del control fronterizo y el giro antimigrante han tenido, como efecto directo, la multiplicación de la irregularidad migrante en la región, de su híper precarización y la detonación de incesantes tránsitos irregularizados por los corredores migratorios de las Américas (Álvarez Velasco, 2021). Es a la luz de esa tensión entre movilidad y control que debemos interpretar esas formaciones espaciales para conceptualizar después la economía del cuidado en movimiento y la epidemiología popular migrante.
El giro a la movilidad en las ciencias sociales (Sheller y Urry, 2006) puso en el centro de nuestra atención analítica a la relación dialéctica entre movilidad e inmovilidad para comprender la producción social del espacio (Cresswell, 2006; Adey, 2006). Si el espacio es un constructo histórico y social, producto de relaciones desiguales de poder en tensión como afirma Henri Lefebvre (1991), la dialéctica de la (in)movilidad debe ser vista entonces como uno de los pilares de esa producción espacial. La (in)movilidad es una experiencia histórica y encarnada en cuerpos racializados, con diversos orígenes de clase, géneros, edades, nacionalidades en movimiento, que por momentos se interrumpen o son inmovilizados (Sheller, 2018). Esto se debe a que las personas que habitan esos cuerpos atraviesan y disputan diversas “geometrías de poder” (Massey, 2008). Por eso, la experiencia encarnada de la (in)movilidad es relacional, desigual, diversa y está en permanente transformación (Cresswell, 2006); son de hecho múltiples (in)movilidades a través de diversas infraestructuras físicas, sociales y digitales (Lin et al., 2017) las que provocan transformaciones espaciales multiescalares desde el espacio global, regional, nacional al espacio individual, el del cuerpo (Sheller, 2018).
Siguiendo esta perspectiva analítica, una de las autoras de este artículo ha propuesto comprender a los corredores migratorios como producciones sociales que surgen de la tensión entre movilidad y control (Álvarez Velasco, 2019; 2021). Estas formaciones espaciales se delinean trascendiendo la fijación territorial nacional (Agnew, 1994), por eso son transnacionales (Faist, 2015) y derivan del movimiento migrante en disputa con las diversas prácticas de control que intentan gobernarlo (Mezzadra, 2010). No solo una sola forma de control está involucrada en la producción de corredores migratorios (Álvarez Velasco, 2019; 2020). De hecho, si bien los Estados que forman parte de los diversos corredores migratorios de las Américas, actores paraestatales (como redes de tráfico de migrantes, crimen organizado, paramilitares, entre otros), militares, instituciones humanitarias (desde miembros de la iglesia, organizaciones de la sociedad civil, hasta organismos internacionales) y otros actores sociales (habitantes de a pie, transportistas, vendedores, dueños de casas, hospedajes, entre tantos otros) cumplen un papel preponderante, también ejercen control frente a esas movilidades migrantes. Todos estos actores configuran el complejo y heterogéneo régimen de control fronterizo latinoamericano, con ello nos referimos a un ensamblaje de instituciones, logísticas, prácticas y procedimientos cuyo objeto es domesticar el trabajo vivo encarnado en sujetos móviles en función de la incesante producción y circulación de capital, como dijeran Sandro Mezzadra y Brett Neilson (2013).
Siguiendo a la perspectiva autonomista de las migraciones (Moulier-Boutang, 2006; Hess, 2010), para comprender las dinámicas espaciales inherentes a la configuración de los corredores migratorios en las Américas, tendríamos que centrar nuestra atención analítica primero en la movilidad y luego en las prácticas de control, pues estas siempre llegan después, como efecto de la movilidad para frenar y domesticar ese ímpetu indomable que los seres humanos tenemos de libremente ponernos en movimiento (De Genova, 2017). Así, cabe enfocarnos en un tipo de movilidad migrante, en este caso, los tránsitos migratorios irregularizados o transmigraciones protagonizadas por mujeres migrantes latinoamericanas, caribeñas, africanas y asiáticas. Lejos de entenderlos como una “situación irregular entre la emigración y el asentamiento” (Papadopoulou-Kourkoula, 2008), para nosotras las transmigraciones de mujeres son una fuerza social contingente (Mezzadra, 2010; De Genova, 2017) que, al migrar, responde y desafía abiertamente a la violencia de la desigualdad neoliberal, al patriarcado y al violento orden de control fronterizo estatal.
Las migraciones y los tránsitos por las Américas se han feminizado, las mujeres migrantes son parte nodal de las dinámicas de los corredores migratorios: ellas despliegan constantemente prácticas y estrategias de solidaridad y cuidado, al tiempo que negocian con los diversos actores del heterogéneo régimen fronterizo. Estas prácticas de (in)movilidad que constituyen diferentes formas de lucha espacial, que es una lucha por la vida (Varela Huerta, 2015), y cuyas características han cobrado múltiples dimensiones durante el tiempo de pandemia.
La declaración de la emergencia sanitaria global provocó inevitables cambios en las dinámicas de los corredores migratorios de las Américas. Tal como lo hemos constatado en el proyecto (In)Movilidades, entre 2020 y 2021 una serie de medidas excepcionales tuvieron lugar en la región. Las fronteras latinoamericanas se cerraron, en algunos casos incluso se militarizaron (por ejemplo, las fronteras entre Chile y Perú, Ecuador y Perú, Ecuador y Colombia, Guatemala y Honduras, México y EE. UU.); se suspendieron o limitaron los procesos de regularización migratoria y solicitud de asilo, usando como base legislaciones propias de tiempos de excepción; se ha confinado en múltiples ocasiones a migrantes y solicitantes de asilo a limbos jurídicos y largos tiempos de espera en espacios de confinamiento transfronterizo en condiciones inhumanas; y se han reformado marcos legales con giros claramente antimigrantes en EE. UU., Chile, Ecuador y Perú (Vid. archivo digital de (In)Movilidades, 2020).
Todas estas medidas han tenido repercusiones en los tránsitos irregularizados por los corredores de las Américas, en las vidas de las familias migrantes, de las mujeres y los varones, de las y los niños que intentan la fuga. Estos tránsitos, al principio del confinamiento global por COVID-19, se desaceleraron, sobre todo entre marzo y julio de 2020, pero no cesaron nunca. En ese tiempo tuvieron lugar, registramos como equipo, múltiples tránsitos en reversa, pues muchos migrantes retornaron a sus países de origen como forma de protección ante la pandemia. Sobre todo, venezolanxs, bolivianxs, paraguayxs y centroamericanxs, intentaron transitar en sentido contrario, regresar a zonas que identificaron como menos deprimidas económicamente o de plano a los territorios de origen para echar mano de las redes familiares y barriales para sobrevivir la que resultó ser una crisis larga y compleja (Álvarez Velasco, 2021).
Pasados los primeros meses del confinamiento global, ante la brutal recesión latinoamericana provocada por la pandemia (CEPAL, 2021), a partir de mediados de 2020, los tránsitos irregularizados se reanudaron para incrementarse sostenidamente desde inicios del 2021. A pesar del redoble de control fronterizo en muchas zonas limítrofes en América Latina, y sobre todo en América del Norte, miles de migrantes en tránsito, incluyendo mujeres, sus hijxs y familias, emprendieron camino, principalmente a EE.UU. En lo que va del 2021, en varias ocasiones hemos atestiguado escenas de guerra en distintos puntos de los corredores migratorios de las Américas, donde se reprime a esos migrantes en tránsito, incluyendo a mujeres y menores de edad,1 en fallidos y militarizados intentos de detener la pulsión de vida de esas comunidades. De hecho, al segundo año de la pandemia, nos ha quedado claro que hoy hay una tajante distinción entre las formas militarizadas y bélicas de control terrestre y la biopolítica sanitaria, los dispositivos de bioseguridad, para controlar la movilidad por el espacio aéreo. Esto supone que el camino es el espacio de disputa y que, por tanto, los corredores migratorios al norte y al sur de las Américas son lugares de tránsito entre la vida y la muerte.
Todas esas medidas y transformaciones en las dinámicas espaciales explican por qué la emergencia sanitaria global ha dado paso a una perversa intersección entre políticas sanitarias y de control a la movilidad configurando un estado de excepción de facto en materia migratoria (Álvarez Velasco, 2021). La justificación y mantenimiento de este estado de excepción (Agamben, 2005), reside en el corazón del mandato biopolítico de asegurar la inmunidad del cuerpo social nacional (Foucault 2007). La inmunización a través del redoble del control es una estrategia netamente configurada en la excepcionalidad pandémica (Esposito, 2018). Como afirma Roberto Esposito (2002), esta estrategia implica la protección y la negación de la vida simultáneamente: para lograr la inmunidad de la comunidad, se protegen algunas vidas mientras que otras se ponen en riesgo extremo. En este caso, la vida de los no nacionales, en particular, de los inmigrantes indocumentados en tránsito que encarnan el riesgo de contagio, es objeto de una protección negada, lo que agrava su riesgo de muerte (Esposito, 2002). Los mecanismos estatales de redoble del control previamente mencionados han sido justificados a nombre de una meta sanitaria nacional, lo que implica que la regulación y el control del riesgo de contagio que se atribuye no solo a los migrantes y solicitantes de asilo empobrecidos y racialmente denigrados, sino también, con frecuencia, a ciertos grupos racialmente marginados y a los estratos subordinados de la población nacional que ahora son vistos como portadores sospechosos de patógenos que deben ser vigilados y contenidos (Esposito, 2018).
Pero, si el estado de excepción de facto configura la negación de la vida migrante, proponemos (porque intuimos) que las prácticas autónomas para autogenerar la inmunidad del cuerpo migrante, lo que proponemos pensar como comunidades de cuidado en movimiento, deben ser vista como una estrategia de lucha, una pulsión de vida que suma muchas prácticas de táctica vitalística, formas concretas de luchas migrantes (Varela Huerta, 2020) que se despliegan en los corredores de las Américas. Y es en esa lucha donde las mujeres migrantes cumplen un rol nodal, tanto en la economía del cuidado en movimiento, como en el despliegue de aquello que llamamos la epidemiología popular migrante o las formas más explícitas de afirmar la vida en el presente necropolítico pandémico.
Ante el riesgo de contagio: economía del cuidado en movimiento y epidemiología popular migrante
Definimos como epidemiología popular migrante (EPM) la suma de prácticas, saberes y relaciones para sostener las tramas de la vida. Una categoría propuesta por los propios migrantes y defensores de personas en condición de movilidad (sea refugio, desplazamiento forzado o migración económica, pues como ellos siempre recalcan, hay personas que encarnan o encarnarán a lo largo de la ruta todas esas categorías biopolíticas para nombrar a quien se fuga). La epidemiología es una de las muchas ramas del árbol de la salud pública que nos previene o interviene en el manejo de problemas de salud a escala individual, pero sobre todo social. La epidemiología se encarga de comprender, explicar y transformar la distribución, frecuencia y gravedad de los problemas de salud y las determinantes sociales que determinan esos problemas de salud (Rosales et al. 2021).
Como se ha estudiado desde la promoción de la salud en América Latina:
El derecho humano a la salud también se encuentra atravesado por las desigualdades estructurales que resquebrajan el tejido social… los grupos socialmente más desprotegidos en el contexto de la pandemia son aquellos que ya experimentaban las desigualdades en su vida cotidiana tales como pobreza, trabajos informales y precarios, desprotección social, dificultad de acceso y cobertura insuficiente de servicios de salud, de transporte público y de educación, infraestructura urbana y doméstica precarias, inseguridad alimentaria, escasez de tiempo libre para descanso y divertimento (Rosales et al., 2021).
La pandemia de COVID-19 ha dejado su huella más letal entre las poblaciones racializadas (negros e indígenas) y empobrecidas en todo el mundo. Por eso los promotores de la salud proponen no perder de vista que las diferencias en la forma como se enfrenta el COVID-19 y en cómo reciben atención los distintos grupos sociales hablan necesariamente de opresiones interseccionales por condiciones de raza, de género, de edad, de clase social y de nacionalidad, decimos nosotras. No obstante, siguiendo a Angela Davis (2005), para tener una perspectiva compleja de las mismas, también hay que ser capaces de reconocer e incluso participar activamente de la interseccionalidad de las luchas que plantan cara a esas opresiones estructurales.
De ahí que propongamos poner atención a las estrategias que los pueblos y las comunidades en América Latina han sostenido para enfrentar esta pandemia y enfaticemos en la necesidad de hacer eco de la episteme migrante que nos propone la categoría de epidemiología popular migrante para pensar las prácticas, los modos de hacer y de habitar la pandemia por COVID-19 entre las comunidades migrantes.
La categoría de epidemiología popular migrante abreva del concepto de lo popular, tal como los estudios culturales en América Latina lo han considerado. Como reflexiona desde una perspectiva genealógica Amparo Marroquín:
Un sujeto popular que no es algo que está definido esencialmente, sino que necesariamente está inscrito en las relaciones de poder y para él la política es una articulación de posiciones; lo popular masivo de Martín Barbero encuentra algunos ecos y además señala que no hay una esencia de lo popular, sino que lo popular debe ser leído y entendido como resistencia (Marroquín, 2015).
Desde ese marco nos articulamos para pensar formas populares de promoción de la salud entre migrantes. Esto lo hacemos con el afán de comprender cómo los pueblos históricamente subalternizados resisten desde sus propias formas de mantener y promover la salud. Es el caso, por ejemplo, los pueblos indígenas en el sur de México, quienes con la promoción de la salud zapatista en tiempos de COVID-19 (Red Kawueruma, 2020 y Bellani, 2020), propusieron que en el centro del cuidado no figure el sujeto (relación ciudadano-población) como unidad básica para diseñar e implementar las medidas epidemiológicas, sino la colectividad (la comunidad), con la que se gobiernan los pueblos indios antes, durante y después de esta y otras pandemias del neoliberalismo.
Por otra parte, en el marco del proyecto (In)Movilidades en las Américas, a través del trabajo de Handerson Joseph, aprendimos cómo los pueblos afrodescendientes en Haití gestionan la salud comunitaria. Retomando prácticas de cuidado ancestrales, creando cercos de cuidado colectivo, y recibiendo información y apoyo material de la diáspora haitiana regada por el continente. Durante la primera fase de COVID-19 el pueblo haitiano consiguió bajas tasas de contagio y formas de comunicar y gestionar el riesgo epidemiológico desde otra cosmogonía (Handerson, 2020 y Handerson y Neiburg, 2020)
Para nosotras la EPM se refiere a los saberes, las prácticas y la memoria oral, escrita o multimedia que construyen las y los migrantes para mantenerse sanos, no contagiar y cuidar de las y los enfermos por COVID-19 y otras enfermedades y vulnerabilidades. La EPM se construye en movimiento, a través de la imaginación transnacional y transcultural, combinando cosmogonías originarias que los migrantes aprenden de otrxs sujetxs individuales y colectivos en el camino o en el asentamiento, para mantenerse con vida.
Las postales que presentamos en la siguiente sección ejemplifican las formas que toma la EPM en los corredores de las Américas, que van desde cocinas comunitarias, la espera, la colecta de dinero para comprar medicina, el uso de medicina ancestral, el autoconfinamiento, en el camino al albergue o alojamiento, la combinación de ejercer trabajos ambulantes en ruta y completar la economía familiar o del núcleo con el que se viaja con remesas para sostener el tránsito.
El cuidado físico y emocional que despliegan, sobre todo las mujeres migrantes, es parte nodal de la EPM. Por ejemplo, cuando se producen heridas corporales o las “dolencias del tránsito”, después de haber caminado por semanas, deshidratándose, cayéndose o estando a punto de morir en ruta. Montar y desmontar dormitorios colectivos en carretera, compartir comida, agua y gastos, e incluso, pagar entre todas al guía para pasar la trocha, también es parte de ese despliegue de cuidado popular en tránsito. La política del silencio o del habla, qué decir y qué callar, es un acto nodal del cuidado emocional (Fernández-Savater y Varela Huerta, 2020). Las mujeres dosifican la información que cuentan a sus parientes y familiares sobre las violencias de la ruta para cuidarlos. La escucha comprometida a las vivencias de violencia que otras mujeres experimentan es otra forma de cuidado en ruta. En las largas caminatas, al norte y al sur de las Américas, las mujeres van contando historias a sus hijes mientras todos cruzan por trocha. Así también opera la EPM, poniendo en el centro no solo el cuidado físico del cuerpo migrante, sino de su emocionalidad, y esto opera en un tejido transnacional de cuidado o formas para maternar transnacionalmente, pues ella vela por la calma y por la salud mental de quienes se quedaron en origen o quienes están en destino, mientras ellas atraviesan las múltiples dolencias del tránsito.
Y las políticas de silencio y las estrategias de disimulo que sostienen las mujeres migrantes (Fernández-Savater y Varela Huerta, 2020), qué dicen y qué no dicen para cuidar a otras y otres, sobre todo a sus hijas e hijes. Son una especie de táctica para dosificar los cuidados, para maternar transnacionalmente, incluso estando en movimiento y en tiempos de confinamiento global por COVID-19.
Diversas prácticas de cuidado, como estas, son las que las mujeres migrantes con las que hemos dialogado han venido desplegando en este tiempo pandémico y, a la vez, residen en el centro de nuestra conceptualización de la EPM. Esto nos lleva a entrar en diálogo con debates feministas contemporáneos en torno a las comunidades de cuidado y las éticas de cuidado. Sobre las comunidades de cuidado, nos nutre la reflexión que propone Judith Butler (2020) para pensar las formas de estar en común, más allá de la división público/privado, cuestionando a autoras que reflexionan en torno a las éticas del cuidado (Benhabib, 1985). Para Butler, las comunidades de cuidado gestionan su subsistencia desafiando las fronteras del hogar y la familia nuclear, las de los Estados nacionales, e incluso, las fronteras de zonas económicas que regionalizan las identidades de pertenencia. Ella destaca que las comunidades de cuidado ponen en tensión y desnaturalizan nociones fijas de hogar, frontera, familia, Estados nacionales, e incluso, ciudadanía, pues en lo común, en las prácticas cotidianas comunes, se solventan derechos elementales que ya no son provistos desde las estaturas de cuidado estatal, como provisión de salud, transporte, información médica, comida, vivienda desde una lucha.
En torno a la pregunta de qué lógicas sostienen estas comunidades de cuidado, que para nosotras son comunidades de cuidado en movimiento y, por tanto, transfronterizas y transnacionales, retomamos la noción de que es la economía política del cuidado o la dimensión reproductiva del trabajo vivo la que hace posible dichas comunidades, donde las mujeres migrantes juegan un papel fundante al sostener la reproducción social (Martínez, Paredes y Vega, 2018; Pérez-Orozco, 2006).
Cristina Vega (2006) piensa los espacios sociales del cuidado migrante inscritos en la neoliberalización e hiperprecarización del trabajo flexible del ámbito de la reproducción. Analizando el trabajo doméstico racializado en España, Vega se pregunta cómo las mujeres migrantes sostienen diferentes tramas de la vida para las envejecidas sociedades de los nortes globales, al mismo tiempo que piensa sobre la hiperprecarización de las condiciones de trabajo de las trabajadoras domésticas (y de las jornaleras temporeras en el Mediterráneo y del otro lado del muro en EE.UU., sumamos nosotras) y cómo, a la vez, estas mujeres mantienen economías de familias transnacionales o maternan a la distancia a través de remesas sociales y económicas. A estas complejas dinámicas, Amaia Pérez-Orozco (2014) llama la respuesta que el capital ha articulado para responder ante la “crisis” del cuidado en el norte global. Esto es estudiado por Gioconda Herrera (2016), quien discute conceptualmente a las dinámicas de poder, desigualdad y exclusión en cadenas de cuidado, donde las mujeres latinoamericanas migrantes en EE. UU. y Europa (fundamentalmente en España e Italia), han cumplido un rol esencial en sostener la reproducción social del “Norte Global”, sostenido, simultáneamente, del cuidado transnacional en origen. De ahí que, insiste Herrera, cabe repensar al régimen transnacional de cuidados desde una crítica, en base a su carácter injusto y desigual, que permita disputas por una ciudadanía más inclusiva a nivel global y no solo nacional (Herrera, 2016).
Es mediante el diálogo con estas autoras como ampliamos la comprensión de la economía del cuidado en movimiento y la EPM, para comprender cómo en la ruta, en el tránsito, se despliegan comunidades de cuidado colectivo, y qué nos dicen de los tiempos pandémicos presentes. Pensar(nos) en términos de cuidados o del sostenimiento de tramas de la vida, siguiendo a Vega (2019), es poner el acento en otra lectura feminista del cuidado, la continuación insumisa de la primera, los cuidados como las prácticas que nos mantienen con vida. Y es justamente la dimensión de lo común y el trabajo que hacen en ello los cuidados, lo que nos permite mirar como epidemiología popular migrante, las prácticas antes descritas entre mujeres migrantes o migrando. Pensar desde la economía política feminista los ciudados, es cartografiar una más de las formas que adquiere el despojo y la acumulación originaria y el papel de las mujeres en capitalismo. Dicen Martínez, Paredes y Vega (2018, p. 17):
Analizar el polo comunitario nos permite pensar el potencial que éste tiene para construir arreglos que no estén comandados por la privatización social y espacial en la familia nuclear, por la asignación exclusiva e individual a las mujeres, por el recurso a mujeres precarias o por los recursos económicos de cada cual. Apropiarse de la capacidad para cuidar es una forma para valorar la vida colectiva y encarnada que desplaza el beneficio y la atomización capitalista creando comunidades para las que la atención no es una cuestión menor, sino algo que entrelaza la vida en común.
Con estas hipótesis que suscribimos, avanzamos a las postales de mujeres en tránsito de sur a norte durante los tiempos pandémicos. Su cuidado, tal como veremos, son formas de resistencias, prácticas de vida en contra de las necropolíticas de la migración.
De sur a norte: tejiendo cuidados en tránsito. Memorias de mujeres que migran en tiempos de COVID-19
Entre octubre de 2020 y agosto de 2021, conocimos a Nubia, de 40 años; Alba, de 38 años; Fabiola, de 43 años; y Tania, de 35 años. Nuestro encuentro sucedió durante la primera pandemia del siglo XXI, un momento excepcional marcado por la hipersanidad, el confinamiento, el refuerzo del control a la movilidad, el no contacto para evitar el contagio, la hiperdigitalización cotidiana, la devastación socioeconómica, la enfermedad y muerte, y la multiplicación de movimientos migrantes en el medio de un violento giro antimigrante global.
En ese contexto la forma investigativa que nosotras habíamos practicado por más de una década quedó suspendida. Ya no podíamos etnografiar in situ y en ruta las vidas migrantes. Paradójicamente, la hiperdigitalización pandémica nos permitió lo impensable: estando una de nosotras en Houston, la otra en Ciudad de México, y cada una de esas cinco mujeres migrantes en distintos puntos del continente, entablamos diálogos hondos por Zoom y WhatsApp. A través del espacio digital desatamos conexiones transnacionales únicas: Nubia, que era de Nabón, Ecuador, nos hablaba desde Milford, Massachusetts, EE. UU.; Tania, que nació en La Habana, Cuba, se conectaba desde distintos puntos de Houston, EE. UU.; Alba, que era de Caracas, Venezuela, nos hablaba desde Tulcán, Ecuador; mientras que Fabiola, nacida en Puerto Príncipe, Haití, lo hacía desde Ipiales, Colombia.
Por separado y sin conocernos de antemano, estas cuatro mujeres migrantes se conectaron y nos compartieron sus memorias migrantes. Ese acto de confianza inicial total solo se explica porque operó lo que Verónica Gago (2019) llama la “sororidad interclase y transnacional”: la amiga de una amiga o la conocida de otra amiga fungió de intermediaria de confianza y cuidado, presentándonos a cada una esas cinco mujeres. A veces operaba nuestra necesidad investigativa como detonador del encuentro virtual. Otras veces, la necesidad de esas conocidas o amigas para que nosotras, a partir del conocimiento investigativo acumulado en años de trabajo, escuchemos a esas migrantes y de alguna manera compartiéramos lo que sabíamos para transmigrar con seguridad o para seguir avanzando. Cuando pudimos, nosotras también intercedimos con otras conocidas o amigas, para que, en cadena, otras formas de ayuda y cuidado se activen para ellas. Claramente lo que estaba funcionando era ese tipo de sororidad del que habla Gago (2019), o un pacto implícito entre mujeres que trasciende clases y fronteras, generando confianza de voz y escucha como un acto político que acompaña una ruta entre violencias y, simultáneamente en contra de esas violencias derivadas del neoliberalismo, del racismo sistémico, del patriarcado, del heterogéneo régimen de control fronterizo en las Américas, y ahora, del régimen biopolítico pandémico.
Entre la escucha y la palabra, activamos un intercambio de saberes migrantes y de cuidados. Ellas, a través de sus relatos, nos enseñaron cómo el cuidado está en el centro de su movimiento transfronterizo. Nosotras, en cambio, a partir de una escucha completamente comprometida, cuidábamos qué preguntar, qué responder, cuándo silenciarnos y cómo abrazarlas virtualmente las veces que ellas se quebraron y llorábamos todas. Ese mismo cuidado está puesto aquí: si bien los diálogos con ellas fueron consentidos, decidir qué narramos y cómo lo hacemos forma parte de una política y ética del cuidado migrante que practicamos.
Las voces de Nubia, Alba, Fabiola y Tania han sido la materia prima para hilvanar las siguientes cinco postales del tránsito migratorio irregularizado por el corredor que conecta a la Región Andina, Centroamérica, México y EE. UU. Cada postal ilumina varios aspectos del análisis conceptual hecho en la sección previa, evidenciado así de dónde surgió la propuesta teórica de este artículo en torno a la economía del cuidado en movimiento y a la epistemología popular migrante. Esas postales muestran a la vez cómo ambos conceptos se acuerpan, pues emergen de prácticas concretas desplegadas por cuerpos diversos que han creado un tejido transnacional de cuidados en tránsito de sur a norte.
Alba
Yo soy venezolana. 35 de mis 38 años de vida, viví en Caracas, hasta que nos fuimos con mi hija de 12 años […]. Nos piden visa para entrar a Ecuador, Perú, Chile, Panamá, EE. UU. y yo no sé cuántos otros países más. Nos tratan como “apestados” porque nuestro país se derrumbó. Yo pienso algo: después de haber atravesado por Colombia, Ecuador y Perú, en cualquier momento se derrumban esos países y yo no le deseo a nadie vivir lo que los venezolanos vivimos […]. Nosotros no somos bienvenidos, no tenemos visa, y aunque quisiéramos, no podemos quedarnos en Venezuela, ahí no hay trabajo y sin trabajo no hay comida y sin comida la gente no vive. Es por eso que los venezolanos salimos por carretera y cruzamos trocha […]. Las fronteras en Sudamérica están llenas de trochas y me han dicho otros venezolanos que yendo para EE. UU. es lo mismo. Para entrar sin visa y por trocha, se paga a los guías, a veces a policías fronterizos que piden dinero o hay que huir de tanto malandro mientras andamos por carretera. Por eso la gente en Venezuela no sale sola […]. En enero de 2019, nos fuimos de Caracas. Salimos yo, con mi hija Elena, y mi comadre con su niño de siete años. Mi comadre iba a Lima a encontrarse con su marido, y yo me le junté. Mis padres se quedaron en Caracas […]. En Lima estábamos yo diría que “bien”, aunque no teníamos papeles. Yo trabajaba limpiando cuartos en un hotel y en la cocina de un restaurante. Lo que ganaba alcanzaba para pagar los gastos de mi hija y míos en Lima y para mandar dinero a mis viejitos en Caracas, ni un peso me sobraba para ahorrar. Vivíamos entre todos en un departamento pequeño y compartimos gastos. Así iba la vida hasta que llegó el COVID-19 y ahí se desató otro rollo […]. Se cancelaron mis empleos, había que quedarse en casa para evitar el virus y lo peor pasó: el marido de mi comadre la golpeaba y yo no soportaba vivir en el medio de eso. Todo era en silencio, eso sí, pero yo escuchaba y sabía que él la pegaba porque veía su cara al día siguiente. Yo tenía miedo que él un día me pegué a mí o a mi hija. Así que me fui. Decidí regresar a Caracas en medio de la pandemia. Eso fue una locura. Cada vez que tenía que dormir en parques, en la carretera o en iglesias, me arrepentía. Pero, me acordaba de esa violencia y pensaba que era mejor estar en Caracas con mis viejitos […]. Las fronteras tenían militares y alambres de púas. No nos dejaban ni salir ni entrar […]. El regreso a Venezuela me enseñó la solidaridad venezolana: en la frontera entre Ecuador y Perú íbamos en grupo varias familias. Éramos quizá diez en carretera. Había niños, adolescentes y entre las mujeres, organizábamos todo: dónde dormíamos, qué comíamos y quién comía. Las madres tuvimos días de no comer porque no había comida. Priorizábamos a los niños. Nosotras con dulces sobrevivimos, los niños no. También organizamos cuidados. Una de las mujeres llevaba un termómetro que no sé quién se lo regaló, tenía pañitos y alcohol. Ella nos tomaba la temperatura a todos y nos desinfectábamos las manos. Decía que así no llegaba el virus. Nosotros íbamos sin vacuna y mira el COVID-19 no llegó, yo creo que hasta el COVID-19 nos huía […]. Caminábamos horas de horas y días de días. Yo me daba cuenta que las mujeres en la ruta iban contando cuentos e historias a sus niños para que ellos no se enteren de todo lo que nosotras padecíamos. Con mi Elena que es más grande, yo conversaba. Ella preguntaba y yo muy franca le decía que ser migrante y de Venezuela ahora es un problema. Hay cosas que no puedo explicar más porque ni yo misma comprendo por qué vivimos todo esto […]. En ruta también rezamos sobre todo al llegar la noche cuando caían las luces y el miedo cunde: miedo a que nos asalten en ruta, nos violenten, violenten a los niños y peor, miedo a que nos violen. Pero nos manteníamos alerta en grupo. Dormíamos así uno al lado del otro: con cobijas que nos regalaron. Yo sentía que, aunque dormíamos en la calle o la carretera, nosotras nos protegíamos. […]. Un día una de las mujeres de Maracaibo trajo una caja de mascarilla que le donaron en una iglesia. Entre todas nos pusimos a vender en las calles de Cali. Lo que sacábamos de dinero lo usábamos para pagar comida […]. Fueron días de días caminando hasta llegar a Venezuela. Después de la cuarentena nos dejaron entrar y ahí nos despedimos. Éramos una familia que caminaba, pero teníamos que despedirnos. Yo regresé donde mis viejitos con Elena. Me impresioné, todos estábamos demacrados; y Elena y yo agotadísimas. Yo tenía mis zapatos rotos y los pies destrozados, todos ampollados por regresar de Lima a pie […]. Al mes ya sabía que en Venezuela no me podía quedar. Tanto que quisiera yo estar en mi país. Se sanaron mis pies y regresé a Ecuador. Vine con Elena, nunca la voy a dejar. Yo soy madre soltera, su padre cuando supo que yo estaba embarazada, nunca más volvió. Esta segunda salida ya no fue a Perú, sino a Ecuador porque aquí hay dólares. Pero, en Ecuador no hay trabajo. Volví a entrar por trocha: cruzamos el río y nos quedamos en Tulcán. No avancé más porque en la ruta encontré a una familia de una mujer sola como yo y sus dos hijos. Nos conocimos en la plaza central y ella dice que es mejor caminar a EE. UU., y que son más de cuatro semanas. Ahora esperamos, lo que se lee en redes es que todo está muy duro, pero vamos a ver. Vivimos en un albergue de la ciudad y nos acompañamos, ella, mi Elena y sus hijos. El rato menos pensado nos vamos.
Fabiola
Soy haitiana, tengo 43 años y mi nombre es Fabiola. Extraño a mi país, a mi gente y quisiera regresar a Puerto Príncipe. Pensé que ese día llegaría pronto, pero sigue sin llegar. Salí en 2010 por el terremoto y fui a Chile. Pero, a la gente no le gusta que los haitianos lleguemos a ciertos lugares. Hay parques y barrios donde no podemos ir […] Yo no tenía documentos y pensaba que, si me casaba con un chileno, tendría papeles. Aunque aprendí el español, nunca pude conocer a nadie, ni tener un amor porque vengo de Haití y soy una mujer negra y en Chile nos ven como personas distintas a ellos y no somos bienvenidos. En las micro, cuando subo, me dicen cosas feas, es muy difícil estar ahí. Yo nunca conté todo esto a mi madre, que se quedó en Haití. No le he dicho como me he sentido discriminada, yo creo que a ella le dolería mucho. Estamos lejos y prefiero guardar lo que vivo conmigo. Lo que le digo es que Santiago es una ciudad muy grande y muy bonita, donde hay trabajo, por eso le puedo enviar su dinero […] Mi plan era estar unos meses más en Chile, habían pasado casi diez años y pensaba que tal vez podría regresar a Haití. Pero, la pandemia de COVID-19 cambió mis planes. El trabajo se acabó para nosotros. Yo era cajera en un súper pequeño y perdí mi trabajo. Mis vecinas y vecinos decidieron irse de Chile porque había amenazas de deportarnos porque la gente cree que tenemos el virus. Con ellos salimos en el mes de septiembre. Hemos pensado que lo mejor será llegar a EE. UU. y fue por eso que tomamos la ruta por Perú y Ecuador. Apenas llegamos a Colombia y ahora esperamos. Vivimos entre todos en un hotel en Ipiales. Pero las noticias no son buenas. Ahora mismo tengo un poco de ahorros para seguir, pero no me alcanzará el dinero si no trabajo en la ruta o si no me quedo en un lugar […] En este grupo de haitianos hay mujeres con sus niños y eso a mi me calma mucho. Yo voy sola y ellos se han vuelto como mi familia. Esas mujeres conversan conmigo, comemos juntas, y yo las ayudo a cuidar a sus hijos. En las noches hablo con mi madre y eso también me calma. Pero ella no sabe lo que en realidad estoy viviendo. Solo le he dicho que la pandemia ha empujado a los haitianos a irnos de Chile. Pero ella no sabe que cruzaré la selva. Yo tampoco sé en realidad si la voy a cruzar. Hemos oído historias de muertes y yo voy sola. Tengo miedo. Le contaré poco a mi madre, así la cuido.
Nubia
Me llamo Nubia, nací en Nabón, un lugar en el campo cerca de Cuenca en Ecuador. Me endeudé con USD 15.000 para llegar a EE. UU. Pagué $3.000 a la agencia de viajes que me llevó de Ecuador a México en avión y $12.000 al coyote para cruzar la frontera entre México y EE.UU. […]. La gente se ha ido de Ecuador siempre. Pero con la pandemia esto ha sido un reguero. Después de julio (2020) mis vecinos, los vecinos de los vecinos, todos se empezaron a ir. Yo tengo tres hijos. La mayor de 18 años, el mediano de 16 años y la menor de 12 años. Mi marido se fue un año antes que yo. Así mismo él se endeudó, y yo decidí que yo me iba a endeudar para poder pagarles una mejor vida a mis hijos y también porque quería estar al lado de quien amo. Dos de mis hijos ya son grandes y la menor entenderá. Esta deuda es mía y la voy a pagar […]. Irme de Ecuador era la única opción. Antes de la pandemia, trabajaba en el bar del Zoológico de Cuenca. Ganaba USD 150 al mes. Dígame usted, ¿cómo mantengo a tres hijos y pago mis gastos con ese dinero? Yo no soy estudiada y me cuesta mucho leer y escribir. Toda mi vida he trabajado en el campo y ahora último en la ciudad. Con la pandemia el bar cerró y me quedé sin empleo. Así que un día con mis tres hijos conversamos y juntos fuimos entendiendo que me tenía que ir por el bien de todos. Y así fue. Después de que el chulquero (prestamista local) me dio el préstamo, compré el paquete de viaje a México y cuando uno hace el depósito te dan las instrucciones […]. Como casi no leo, fue mi hija la que me preparó para el viaje. Ella terminó el colegio y ahora estudia medicina y ella quiere ser médica. Mi hija leía las instrucciones donde decía con qué ropa debía viajar y qué información tenía que memorizar para pasar el control policial en el aeropuerto en México diciendo que era una turista. Mi hija me daba clases todos los días hasta que me aprendí los nombres de las ciudades de México que supuestamente iba a visitar. Me preparó cada día, hasta me peinó y me acompañó a la puerta para tomar el taxi. Lloramos en la despedida, pero me llené de fuerza para irme. Yo me fui porque quiero que ella siga su sueño, que ella sea médica, que sea feliz, y yo le tengo que apoyar. Cuando aterricé en México, me acordaba de los ojos de mi hija y de su voz, ella fue quien me guió en las respuestas y por eso pude entrar. Después vino lo peor […]. De la Ciudad de México, en grupo con otros migrantes centroamericanos y ecuatorianos, volamos a Culiacán y ahí esperamos. Del aeropuerto nos llevaron a un lugar muy lejano. Decían que ya estábamos cerca de la frontera. La verdad no le puedo decir qué o dónde sería, pero nos tuvieron a unas quince personas en una bodega vacía que solo tenía un baño, unas colchonetas en el suelo, unas cobijas y una cocina. Ahí encerrados estuvimos tres semanas. La primera semana yo era la única mujer. Tengo 40 años y eso pesó. La mayoría de los hombres eran menores que yo, pero le puedo decir que en una semana entera no dormí. Tenía miedo de que me violaran en las noches. Entonces aprendí a dormir sentada agarrándome las piernas lo más duro que podía. Y sabe qué, creo que lo que cambió todo fue que me di cuenta que había una cocina en esa bodega y entonces les dije a los cuidadores, que eran unos hombres mexicanos, que nos compraran cebollas, tomates, frijoles y que yo les cocinaría. Esa creo que fue mi salvación: me puse a cocinar en la bodega y creo que todos ellos me veían como su madre, entonces dejé de sentir tanto miedo. Ese miedo que era una amenaza a ser violada, se terminó de ir cuando llegaron otras mujeres migrantes. Con ellas compartimos la cocina, ese era nuestro lugar y el escudo que tuvimos. Mientras cocinábamos, ellas hablan conmigo y yo con ellas y juntas llorábamos. Nos contábamos los miedos que teníamos. Eran chicas de Guatemala […]. Pasaron unos días y nos tocó cruzar la frontera. Eso sí ha sido lo más duro que he vivido en mi vida, es como entrar en la boca de un lobo: el desierto te traga y te pierde […]. Yo me caí, se me rompió el pantalón, me perdí del grupo, me quedé sin fuerza, sin aliento y sin cobijo. Hacía mucho frío y pensé que moriría ahí en el desierto. Pero, las chicas de Guatemala me salvaron. Me acuerdo que una de ellas me dijo: “Nubia acuérdate de tus hijos”, y esa voz me trajo de vuelta a la vida. En ese momento me acordé de otros ojos, los de mi madre. Vinieron hasta mí y yo sentía que era como unos faroles que me guiaron. Mi mamá vive en Nabón, cultiva la tierra, y ella también vivió muchos dolores que me ha contado, por eso su mirada me protegió […]. Crucé a Texas y ahí nos recogió otro guía. Él era un mexicano conductor de Uber que fue mandado por el coyote al que le pagué. En tres días llegamos a Nueva York y de ahí nos vinimos a Milford. En un mes y medio que duró la travesía desde Ecuador yo perdí como 15 libras y cuando llegué a donde mi marido me quedé dos días enteros en cama porque todos los huesos de mi cuerpo me dolían. Me dolía mi alma también. Él salía a trabajar y yo me quedaba entre las cobijas llorando y llorando por el dolor recargado. Esto no he contado a nadie. A mis hijos solo les dije que es muy duro venir, que por la chacra ellos nunca, nunca deben venir. Yo ya vine por ellos y me sacrificaré para cuidarles. Con mi marido no hablo, porque él dice que no tengo que llorar, que mejor me olvide de esto, y a mi madre no le cuento, porque ella estuvo conmigo y creo que solo oyéndome la voz ya sabe todo lo que viví.
Tania
Tania Mercedes Germania es mi nombre completo. Mi madre, que en paz descanse, era madre soltera y me decía que conjugó con mi nombre el de su abuela y la bisabuela suya que ella conoció para que esas tres grandes mujeres me cuiden. Y sí que lo han hecho. Tengo 35 años. Nací en La Habana, pero hace tres años que no voy pa’ allá, y tal como están las cosas, yo no creo que pueda salir de Houston más. Llegue a este país de la manera más inexplicable. Ya había volado a Guyana y de ahí andado por la selva a Ecuador. Cuando decidimos partir con Magdalena mi prima y su hijo de 5 años, lo que hicimos fue cruzar la frontera de Ecuador y Colombia, la de Colombia y Panamá, atravesando una selva que es como cruzar el infierno. Seguimos por Costa Rica, Nicaragua, Guatemala, hasta llegar a México […]. Luego pasamos por todo México, ufff ese país condensa lo más duro de todo el continente en un solo lugar y lo que se vive ahí es terrible. Después de siete fronteras llegue a EE. UU. Fue la misericordia del señor, y sobre todo, el poder de mi madre, mi abuela y la bisabuela juntas, que hicieron que yo, Magdalena y el niño, estemos de este lado y que yo esté hablándole […]. La travesía nos duró nueve meses y mi me parece que nos salió bien porque íbamos en ruta con Magdalena, mi prima, y su niño de cinco años. Hay muchas familias que van con niños, o mujeres solas, como nosotras, que también caminan en grupo, con niños. Quizá yo me equivoco, pero ir así entre nosotras, llevando a un niño, ahuyenta al peligro, como una cábala, ¿usted me entiende? […]. Lo peor de esa travesía es la selva. Ahí huele a muerto y son diez días de caminar y caminar y no parar y pasar una naturaleza tupida, húmeda y dura. Da mucha ansiedad y miedo. Antes de entrar al Darién nos quedamos en Necoclí un par de días, esperando, pero también trabajando en lo que podíamos porque no teníamos más dinero. Magdalena cuidaba al niño y yo encontré trabajo limpiando platos en un lugar pequeño. Ganaba poquísimo, pero ese dinero servía para cargar minutos en el celular y estar en contacto con mi hermana que vive aquí en Houston y pedirle ayuda. No es que a ella le sobre el dinero, no, ella también es migrante, pero trabaja en Uber y Lyft y gana en dólares, y sobre todo entre ella y yo nos hemos protegido desde que mi madre murió. No hay más […] Necoclí es muy pequeño, pero el mundo entero está ahí metido: llegan haitianos, africanos, cubanos, venezolanos y no sé de qué otros lugares. Circulan dólares y pesos chilenos. Ahí había un Western Union y mi hermana mandó dos depósitos, con ese dinero nos fuimos. Ahí mismo encontramos a cubanos y venezolanos que venían a EE. UU. y armamos un grupo. Solo pagamos a coyotes para que nos guíen en la selva, nada más. El resto lo hicimos nosotros buscando información y escuchando a los migrantes que ya hicieron la ruta […]. Antes de empezar el trayecto fuimos a una farmacia y compramos lo que podíamos para cuidarnos y para proteger a los niños. Era muy riesgoso cruzar por la selva y en pandemia. Y nosotros no estábamos vacunados. Llevábamos máscara y en el grupo nos dijimos que si alguno se sentía mal parábamos para cuidarnos. En la travesía la gente habla y calla por momentos. Y cuando habla, cuenta historias de la vida. Yo creo que eso salva a la gente porque es muy duro lo que padecemos y a nadie más que a los otros migrantes les importa. Cuando llegamos a México lo que más me impresionó fue ver a tantas mujeres y a sus hijos. Ahí estuvimos en Matamoros en un campamento y la vida era entre todas: las monedas se multiplicaban para que alcance la comida pa’ los que estábamos ahí, lo mismo con el agua, lo mismo con la cobija, lo mismo con la medicina […]. Ahora, miro para atrás esa travesía y yo misma no entiendo cómo llegué. No sólo fue la presencia de Magdalena, del niño, ni la compañía de mi madre, mi abuela y bisabuela, sino la presencia de tantas otras mujeres valientes que van solas con hijos, o con otras mujeres en ruta. Mira yo no soy madre, pero esa valentía se contagia. Yo digo, somos como unas leonas en el camino, y ser leona no depende de tener hijos, si no de la fuerza que una pone en ruta para protegernos”.
Estas cuatro postales son solo un extracto de los largos relatos del tránsito de sur a norte que Alba, Fabiola, Nubia y Tania emprendieron en medio de la pandemia. A partir de sus voces claramente se confirma cómo en el corredor migratorio que conecta a la Región Andina con EE.UU., la economía del cuidado en movimiento y la epidemiología popular migrante se materializa así en 1) trabajos ambulantes en ruta; 2) recepción de remesas para sostener el tránsito; 3) prácticas de cuidado (físico y emocional); 4) estrategias para contender el virus; 5) cocinas colectivas; dormitorios ambulantes colectivos; rentas colectivas y vida colectivas en movimiento. El cuidado que despliegan estas “leonas” en ruta, como decía Tania, también está puesto en la política del diálogo y en la política del silencio: qué contar, a quién contar, y cómo contar como forma de cuidado es clave para ellas. Las cuatro dosificaron los relatos que hacían a sus hijxs o madres como forma de cuidado.
En los relatos de Nubia y Tania hay un guiño, además, a sus madres, abuelas y bisabuelas que las cuidan, que resisten con ellas. En su presente, de hecho, se conectan luchas pasadas evidenciando, como dice Silvia Federici (2021), que la biografía nunca es individual sino colectiva, porque se conecta con las luchas de miles de otras mujeres en múltiples otros momentos de la historia. Esas “leonas” en tránsitos colectivos confirman además que lo común de sus relatos no es precisamente la violencia del tránsito, es solo un aspecto, pero no es el más relevante, sino, haciendo eco de Verónica Gago “lo común lo produce el cuestionamiento situado y transversal de las violencias” (2019, p. 68). Esas postales nos dejan así preguntas grandes y agendas por construir, de luchas colectivas porque las mujeres migrantes en ruta también buscan justicia, permanentemente producen formas de auto-cuidado y autodefensa en movimiento.
A la violencia del neoliberalismo y el permanente despojo de derechos ellas contestan migrando, rechazan la violencia patriarcal y se fugan a otros destinos para reinventarse con lxs hijxs en brazos. Son conscientes y combaten el racismo sistémico. De nuestras cuatro interlocutoras, Nubia se endeudó para pagar a coyotes y llegar a EE. UU. Como ella, cientos de otras mujeres también contraen deudas en sistemas ilegalizados para sostener tránsitos irregularizados, proponemos que urge pensar, como proponen Luci Cavallero y Verónica Gago (2019), también esas deudas en nuestra agenda feminista. De ahí que propongamos como intuición, pulsión, deseo, más que conclusión en este texto que la lucha feminista transnacional debe, hoy más que nunca, poner en el centro el movimiento, el tránsito irregularizado, para plegar y cuidar por la defensa justa de las mujeres migrantes, hasta que todas vivamos libres y desendeudadas y podamos decidir dónde habitar el mundo.
Conclusiones
Al centrar nuestra atención en cómo la intensificación de la tensión entre movilidad y control durante la pandemia ha tenido efectos espaciales en la geografía y en la vida de las personas, hemos constatado las dinámicas feminizadas y familiarizadas que tienen lugar a través de los corredores migratorios en las Américas. Es desde la escala del cuerpo, en este caso de mujeres migrantes irregularizades en tránsito, que hemos dado cuenta de cómo su lucha se materializa en economías del cuidado en movimiento y la configuración de una epidemiología popular migrante como parte de tramas de cuidado transnacionales y colectivas.
Gloria Alzandúa decía que “tenemos una tradición de migración, una tradición de largas caminatas” (1987, p. 11), y aunque lo escribía en referencia a la migración mexicana, esa misma tradición de largas caminatas es parte del tejido histórico que ha formado y está transformando las Américas de norte a sur, y hoy quienes caminan son mujeres, con esos cuerpos racializados, con diversidad de edades, orígenes de clase y nacionalidades, se han puesto en movimiento para contestar racismos, violencias patriarcales, pobreza, desigualdad y pandemia. Son madres, hijas, niñas, adultas, adolescentes, campesinas, citadinas, isleñas, amigas, tías, comadres, primas, vecinas, conocidas y hermanas en ruta.
En los tiempos pandémicos donde se ha reforzado la biopolítica para inmunizar a unos cuerpos negando la vida de otros, la autodefensa de las mujeres migrantes a través de los corredores de las Américas cobra notable importancia y supone un llamado a que la agenda investigativa-política en las Américas incluya imaginar, construir, legislar (para quien apueste por ello) y consolidar una cuidadanía, una ciudadanía que se practica con los actos de sostenimiento de las tramas de la vida. Una forma de actualizar el dispositivo moderno liberal de la pertenencia política a una comunidad, que las mujeres migrantes tienen negado, los “papeles”, por haber desobedecido las leyes que las extranjerizan perpetuamente a ellas y a sus hijos. Reiteramos nuestro desafío, nuestro feminismo es ese que reclama luchar interseccionalmente hasta que todas las mujeres migrantes en Nuestra América consigamos estar vivas, libres y desendeudadas.
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Notas