Resumen: Este artículo pretende discutir el extractivismo subterráneo como barrera que impide superar el Business As Usual (BAU) latinoamericano, basado en la exportación de materia prima que mantiene a la región en una situación de rezago mundial ambiental, social y económico. Se argumenta que la producción de commodities hidrocarburíferos se realiza a costa de la enajenación y la desposesión de los territorios de las comunidades, así como de la destrucción de sus bases ecológicas de sustento. Estas pérdidas tienen implicaciones tanto en el bienestar y en la salud de las poblaciones locales como en el aprovechamiento de las oportunidades de la bioeconomía alternativa de inclusión social. De tal manera, queda planteado el dilema que implican las actividades hidrocarburíferas: estas, a la par que benefician al sector externo de las economías nacionales, arrasan con los recursos fundamentales para el desarrollo de la bioeconomía local.
Palabras clave: extractivismo, bioeconomía, hidrocarburos, recursos naturales, comunidades.
Resumo: Este artigo tem como objetivo discutir o extrativismo subterrâneo como uma barreira que impede a superação do Business As Usual (BAU) latino-americano, baseado na exportação de matérias-primas que mantém a região em uma situação de defasagem ambiental, social e econômico global. Argumenta-se que a produção de commodities de hidrocarbonetos se faz à custa da alienação e desapropriação dos territórios das comunidades, bem como da destruição de suas bases ecológicas de sustento. Essas perdas têm implicações tanto no bem-estar e na saúde das populações locais quanto no aproveitamento das oportunidades da bioeconomia alternativa para a inclusão social. Desta forma, coloca-se o dilema implicado pelas atividades de hidrocarbonetos: estas, ao mesmo tempo em que beneficiam o setor externo das economias nacionais, devastam os recursos fundamentais para o desenvolvimento da bioeconomia local.
Palavras-chave: extrativismo, bioeconomia, hidrocarbonetos, recursos naturais, comunidades.
Abstract: This article aims to discuss underground extractivism as a barrier that prevents overcoming the Latin American Business As Usual (BAU), based on the export of raw materials that keeps the region in a situation of global environmental, social and economic lag. We argue that the production of hydrocarbon commodities is carried out at the cost of the alienation and dispossession of the territories of the communities, as well as the destruction of their ecological bases of sustenance. These losses have implications both for the well-being and health of local populations and for taking advantage of the opportunities of the alternative bioeconomy for social inclusion. In this way, the dilemma implied by hydrocarbon activities is raised: while they benefit the external sector of the national economies, they also destruct fundamental resources for the development of the local bioeconomy.
Keywords: extractivism, bioeconomy, hydrocarbons, natural resources, communities.
DOSSIER
Extractivismo minero-hidrocarburífero versus bioeconomía en América Latina y el Caribe: el caso venezolano en tiempos del cambio climático
Extrativismo mineiro-hidrocarbônico versus bioeconomia na América Latina e no Caribe. O caso venezuelano em tempos de mudança climática
Mining-hydrocarbon extractivism versus bioeconomy in Latin America and the Caribbean. The Venezuelan case in times of climate change

Recepción: 28 Junio 2022
Aprobación: 16 Diciembre 2022
Este artículo pretende discutir el extractivismo subterráneo –especialmente aurífero, petrolero y gasífero– como barrera que impide superar el Business As Usual (BAU) latinoamericano, basado en la exportación de materia prima que mantiene a la región en una situación de rezago mundial ambiental, social e inclusive, económico. Continuar produciendo commodities implica mantener el modelo hegemónico mundial dentro del cual algunos países, para satisfacer las necesidades del mercado internacional, desde la época colonial, han venido devastando y degradando la naturaleza, propiciando la aculturación de los pueblos originarios, empobreciendo así en términos sociales a las comunidades locales, y desnacionalizando economías que son inestables, dependientes, y que hoy están signadas por el estancamiento. No se pretende solo denunciar, sino tratar de proponer alternativas.
El artículo adopta la modalidad de ensayo reflexivo, inicia con un planteamiento del dilema entre la economía basada en el extractivismo y la bioeconomía en América Latina, a partir de señalar los impactos ecológicos y sociales de las actividades extractivistas y de la crisis causada por el BAU. Para ello, se presentan datos regionales que se han recopilado de manera sistemática en los últimos diez años. Se argumenta que la producción de estos commoditieshidrocarburíferos se realiza a costa de la enajenación y la desposesión de los territorios de las comunidades, así como de la destrucción de sus bases ecológicas de sustento. Estas pérdidas tienen implicaciones tanto en el bienestar y en la salud de las poblaciones locales como en el aprovechamiento de las oportunidades de la bioeconomía alternativa de inclusión social. De tal manera, queda planteado el dilema que implican las actividades hidrocarburíferas: estas, a la par que benefician al sector externo de las economías nacionales, arrasan con el agua, los suelos y la vegetación, recursos fundamentales para el desarrollo de la bioeconomía local.
El siglo XXI, marcado por el cambio ambiental global –donde el cambio climático y la pérdida de la biodiversidad son tan solo “las puntas del iceberg”–, pone a América Latina y el Caribe (ALC) ante la necesidad de cambiar el modelo de desarrollo soportado en el BAU extractivista, especialmente dirigido a la extracción de los recursos del subsuelo mineros, petroleros y gasíferos. En nuestra región, estamos obligados a superar la generación de pasivos ambientales de agua, tierra y bosques, implícitos en cada gramo de oro legal o ilegal, litro de petróleo o metro cúbico de gas que se extrae. El extractivismo subterráneo ha propiciado un balance negativo en términos de intercambio comercial de tal magnitud que se puede hablar hoy de un “Prebisch ecológico” (Pengue, 2015). Recordemos que la degradación ambiental, en la gran mayoría de los casos, no tiene una compensación de mercado.
El extractivismo latinoamericano está asociado a las siguientes disrupciones regionales:
La extracción de recursos minerales1 ha producido impactos ambientales directos e indirectos en la biodiversidad: eliminación de la vegetación; drenajes ácidos; altas concentraciones de metales en los ríos, suelos y cadenas tróficas; fragmentación de hábitats. Entre 2001 y 2013, se perdieron debido a la minería cerca de 1.680 km2 de hábitat de bosques húmedos tropicales de América del Sur. Los sectores con biodiversidad crítica más afectados son los biomas del bosque montano del Valle del Magdalena y el bosque húmedo Magdalena-Urabá (9%), el bosque húmedo Tapajós-Xingú (11%), el bosque húmedo del sudoeste de la Amazonía (28%), y el bosque húmedo de Guayana (41%) (UNEP-WCMC, 2016).
Los impactos de la extracción petrolera sobre la biodiversidad tienden a ser particularmente alarmantes en los sectores andino-amazónicos de Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia. Inclusive se han afectado áreas naturales protegidas como el Parque Nacional de Yasuní en Ecuador y el Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro Sécure (TIPNIS), que son verdaderos hot spots ecológicos del planeta, donde habitan pueblos originarios. Entre los problemas más preocupantes está la deforestación y la fragmentación de hábitats ocasionadas por las líneas sísmicas de 12 km de ancho que se utilizan para la prospección petrolera previa a la explotación. A este respecto, solo en la Amazonía peruana se instalaron entre 1970 y 2010 más de 104.000 km de estas líneas (Harfoot et al., 2016).
La pérdida de vegetación natural, primaria y secundaria, está relacionada a la pérdida de diversidad representada en las lenguas habladas por los pueblos originarios. El 60% de las lenguas originarias preeuropeas se han perdido a lo largo de las Américas. En especial en la subregión andina, donde el extractivismo tiene gran importancia, los pueblos originarios Quechua y Aimara, entre otros, están sometidos a la transculturización de sus conocimientos tradicionales por la intervención, cuando no el despojo y el deterioro de sus ecosistemas locales de sustento milenario (IPBES, 2018).
La intervención de las tierras indígenas y campesinas en la región tiene implicaciones relevantes para la economía local, porque afecta el derecho al trabajo y de producciones vitales para las comunidades. Por ejemplo, se han contabilizado 16,5 millones de unidades de agricultura familiar, 56% localizadas en Sudamérica y 34% en México y países de Centroamérica (CEPAL, FAO, IICA, 2014). De los alimentos de la dieta tradicional, el 51% del maíz, el 77% del frijol y el 61% de la papa provienen de la agricultura familiar. Incluso México está por encima del promedio en rubros como el maíz y el frijol. También en Colombia, donde el café constituye cerca de 22% del PIB agrícola, el aporte de las plantaciones de cinco hectáreas o menos representan a 96% de los productores y 62% de la superficie total cultivada de este producto. En el caso de la agricultura animal, los pequeños productores rurales generan más del 60% de la producción de carne vacuna, aves y cerdos y más de 99% de la carne de otras especies vinculadas a la alimentación del medio rural (Escobar, 2016).
Las actividades extractivistas, que demandan gran cantidad de agua, se realizan en países con problemas de sequía y desertificación. El problema resulta especialmente preocupante en Argentina, donde la sequía de leve a alta afecta al 75% del territorio nacional y donde, a pesar de la presión de las comunidades locales, no se ha podido prohibir la explotación aurífera en las áreas de glaciares. Un caso similar es el boliviano, que demanda especial preocupación porque el 77% de la población del país vive en áreas afectadas. En Chile, el principal productor de cobre del mundo, la escasez de agua afecta al 62% del territorio nacional. En otros países como Colombia las tierras con problemas de sequía suman 48% del territorio, y en Ecuador, Perú y Bolivia la afectación cubre entre un 27% y un 43% del espacio terrestre. Finalmente, tomando en consideración que hay rubros agrícolas que se producen en la región bajo sistemas de corte extractivista, se debe resaltar que, en Uruguay –un gran productor mundial de materia prima agrícola– más del 80% de la superficie productiva del país sufre diversos grados de sequía. En estos países, al igual que en el resto de América Latina, hay graves problemas de suministro de agua sobre todo en las áreas rurales (De Lisio, 2013), donde las actividades extractivas aparecen como una de las causas principales de la permanente conflictividad social que se genera por las limitaciones en el suministro de agua para el consumo humano.
A pesar de estos impactos, las naciones mencionadas aumentaron la dependencia económica a las exportaciones de productos primarios, durante el superciclo de precios altos de los commodities, como se puede observar en el siguiente cuadro:

Las cifras del crecimiento económico de las últimas seis décadas indican un aumento promedio del PIB latinoamericano y caribeño del 3,8%, tasa que nos ubica por debajo de las restantes regiones en desarrollo, excepto el África subsahariana (3%) y los países en desarrollo de Europa y de Asia Central (2,4%). De manera similar, la región redujo sus exportaciones mundiales de cerca del 10% en los años cincuenta a poco más del 5% en la recién finalizada segunda década del siglo XXI. Contrariamente, las exportaciones de Asia, basadas más en las manufacturas que en las actividades del sector primario, han crecido entre los años sesenta y la actualidad, al pasar de 13% a más de 24% del total mundial. Es necesario entonces trascender las leyendas y los imaginarios sobre la riqueza minera y petrolera.
La debilidad del extractivismo es su incapacidad para mantener un crecimiento económico sostenido, como demuestra el comportamiento de las exportaciones en el período inmediatamente posterior al último boom del precio de las materias primas. Entre 2013 y 2015 se acumularon tres años consecutivos de caídas cada vez mayores del valor exportado. Este fue el peor trienio para las exportaciones regionales desde el período 1931-1933, en plena Gran Depresión (CEPAL, 2016). Desde la perspectiva de la planificación económica, se considera como causas de este rezago y decaimiento estructural: las sucesivas crisis, en particular, la de la deuda externa de la década del ochenta; la reducción de la competitividad de los patrones nacionales de especialización predominantes; la vulnerabilidad financiera dada la dependencia con respecto a los capitales internacionales y la fluctuación del precio de los commodities; la indisciplina fiscal; el uso de las devaluaciones para financiar el gasto corriente; el desaprovechamiento de las fases de expansión de la economía mundial, que no tuvo la misma intensidad que en otras regiones en desarrollo, entre otras. La situación ha sido tan crítica que entre los años 2003 y 2007, en pleno superboom del precio de los commodities, la tasa de crecimiento medio del PIB de ALC fue de 2,7%, significativamente por debajo al crecimiento de Asia oriental y el Pacífico (9,2%), de los países en desarrollo de Europa y de Asia central (7%) y Asia meridional (6,5%), África subsahariana (3,7%), Oriente Medio y África del Norte (3,5%). Tan solo se supera, por menos del 1%, al incremento del PIB de los países de ingresos altos de la OCDE (CEPAL, 2015).
La desaceleración del crecimiento tiene un profundo impacto en lo social, por ejemplo, en lo laboral se registra una supremacía del trabajo precario frente al digno. La remuneración al trabajo representa en ALC un porcentaje menor del PIB que en los países desarrollados. Esta situación en parte explica por qué la mejora en la desigualdad del ingreso de los hogares que experimentó la región en la primera década del siglo, no implicó mejoras en términos de la apropiación de los frutos del crecimiento por parte de los trabajadores. A lo largo del superciclo de precios altos de los commodities, los sectores sociales más adinerados tuvieron ganancias de ingresos mayores en términos absolutos que los estratos más pobres, a pesar de que estos últimos mejoraron su participación relativa. Tanto Brasil, Chile, Ecuador, gobernados por presidentes progresistas prácticamente durante todo el período en cuestión, como Colombia y México, bajo gobiernos conservadores, muestran que más del 20% del ingreso total se concentra en el 1% más rico, mientras que en los países de la OCDE –con excepción de EE. UU.– esta cifra no supera el 15% (CEPAL, 2016).
Palacio y Layrisse de Nicolescu enumeran los rasgos centrales de las economías primario exportadoras:
Elevado y volátil gasto fiscal (según el ciclo del mercado internacional del recurso natural), inestabilidad macroeconómica, alta inflación; apreciación e inestabilidad cambiaria, y desplazamiento (o inhibición) de sectores productivos transables (“enfermedad holandesa”); instituciones débiles y de baja calidad, políticas públicas desacertadas, sobredimensionamiento del Estado; y, especialmente, arraigo de conductas rentistas (2011, p. 14).
En particular, Gudynas (2009) hace una crítica radical al rentismo, inclusive el de los gobiernos progresistas que dirigieron la mayoría de los países suramericanos durante el último superboom de los precios altos de las materias primas. El autor plantea que, incluso en esta versión, se legitimó la actividad extractiva a través de la idea de progresividad en la distribución de los presupuestos nacionales, pero se mantuvo un estilo de desarrollo basado en la apropiación de la naturaleza, con un entramado productivo escasamente diversificado, que ha perpetuado la situación de la subregión como proveedora de commodities en el mercado internacional. Los presidentes progresistas asumieron posiciones pro mineras y petroleras, dejando atrás las denuncias que, como oposición, hacían al extractivismo de los gobiernos conservadores como generador de pobreza y de economías de enclave. Una vez en el poder, cambiaron hacia un discurso basado en que el extractivismo era una vía necesaria para combatir la pobreza.
Desde una perspectiva histórica, Gudynas (2009) llama a abordar al “neoextractivismo latinoamericano” como una nueva modalidad de los intentos desarrollistas regionales, que mezcla las ideas clásicas de la Modernidad y la fe en el progreso material de los países de la región. Sin embargo, la condiciones socioeconómicas en la región muestran una alta regresividad que se caracteriza por déficit en I&D, escaso desarrollo manufacturero, altas tasas de exclusión social, condicionantes estructurales de pobreza y de la calidad de vida no resueltos, debilidades en la participación ciudadana, tendencia al clientelismo político en el seno de un estado centralista y paternalista que propicia los desequilibrios territoriales. Se propicia entonces la consolidación de los enclaves extractivistas, dependientes más del mercado global que del conjunto nacional, y, por ende, la fragmentación nacional. En este proceso de desarticulación se ha denunciado inclusive el fortalecimiento de las organizaciones paraestatales, promovido por la cesión que hace el Estado del monopolio de la fuerza, al ser permisivo con las empresas privadas extractivistas en la contratación de sus propios servicios de seguridad, como también de paramilitares. Igualmente, destaca como característica fundamental que se trata de negociados que van más allá de los recursos naturales, en los que las reglas y funcionamientos de los procesos productivos están orientados “a ganar competitividad, aumentar la rentabilidad bajo criterios de eficiencia clásicos, incluyendo la externalización de impactos sociales y ambientales” (Gudynas, 2009, p. 82).
Los primeros avances en nuevas concepciones se producen a comienzos de los años noventa en el Instituto Beijer auspiciado por la Real Academia de Ciencias de Suecia. Allí se desarrollan en el marco del Programa de Biodiversidad las primeras investigaciones en el campo de los servicios ambientales, que estuvieron dirigidas al estudio de la interrelación entre los sistemas ecológicos y el desarrollo socioeconómico. Posteriormente en EE. UU., Costanza et al. coordinan una serie de investigaciones sobre el valor de la naturaleza y el capital natural global como sustento de los servicios ecosistémicos y los consideran, junto a los bienes ambientales, como “los beneficios que las poblaciones humanas obtienen directa o indirectamente de las funciones ecosistémicas” (1997, p. 1).
Ya en el nuevo siglo, como aporte del Programa de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente (PNUMA), se presenta la Evaluación de los Ecosistemas del Milenio, producto de un esfuerzo internacional que involucró a más de 1300 científicos de diferentes países. En dicho documento se define a los “servicios ecosistémicos” como “los beneficios que proveen los ecosistemas a los seres humanos y [que] contribuyen a hacer la vida posible y también digna” (MEA, 2003). Con este estudio se introduce el término “servicio ecosistémico” en la agenda de las políticas ambientales dirigidas a establecer propuestas de aprovechamiento de los procesos ecosistémicos como prestadores de servicios para el bienestar humano (Gálmez, 2013).
En el marco de este tipo de posicionamientos, que suponen una connotación utilitaria convencional, también hay que considerar las contribuciones de Daily, un referente en el campo de estudios que definió a los “servicios ecosistémicos” de manera más programática como los soportes de vida “sin los cuales la humanidad podría cesar de prosperar” (1997, p. 1). Posteriormente, mediante una serie de estudios, se ha logrado la aproximación a una noción más integral que postula que los servicios expresan aquellos procesos de los ecosistemas que son consumidos, disfrutados o que conducen a aumentar el bienestar humano, tratando de establecer una especie de balance entre la demandas humanas frente a la oferta de la dinámica de los distintos sistemas ecológicos donde esta se satisface (Boyd y Banzhaf, 2007; Quétier et al., 2007; Luck et al., 2009; Quijas et al., 2012).
En la región, el tema ha sido considerado de escasa relevancia o vinculado a enfoques instrumentalistas sobre la naturaleza, que supuestamente favorecen la privatización y mercantilización de los medios naturales, especialmente bajo la modalidad de Pago de Servicios Ambientales (PSA) (Gálmez, 2013). Si bien hay experiencias en algunos países que han trastocado el carácter de bienes públicos e intergeneracionales de las distintas funciones de la naturaleza, se está promoviendo ahora sobre los servicios ecosistémicos una visión crítica y transdisciplinaria que combina asignaturas vinculadas con las ciencias sociales y las ciencias naturales.
La perspectiva ecopolítica que fundamenta este artículo plantea la necesidad de superar la tendencia a la despolitización utilitarista de convertir a las comunidades en proveedoras de servicios; tendencias basadas en acuerdos débiles que minimizan sus derechos ambientales territoriales. Para evitar esta supeditación es fundamental partir del principio de que las funciones ecosistémicas constituyen bienes naturales públicos que no pueden ser privatizados y los servicios que prestan son las bases materiales para el disfrute de un ambiente limpio, sano y sustentable que recientemente la ONU ha reconocido como derecho humano universal (ONU, 2022). Se debe tener presente en este sentido que “los servicios ambientales son las funciones ecosistémicas aprovechadas por el ser humano para su bienestar y no se transforman o consumen cuando son empleadas, como por ejemplo la belleza escénica del paisaje” (Zuñiga, 2012, p. 5).
Entonces una precisión relevante para superar el extractivismo latinoamericano es que los servicios ecosistémicos no son “commoditiezables”. Los modelos de desarrollo establecidos definen un tipo particular de relación sociedadnaturaleza en la que se privilegia la extracción de materias primas agotables, que se valoran en función de sus posibilidades de transacción en el mercado internacional, sin tomar en cuenta las particularidades de los distintos sitios de extracción. Da igual si se trata de petróleo en el interior amazónico o costa afuera en el Atlántico o el Caribe, lo importante es el barril de petróleo obtenido que se valora como un recurso común, sin importar el ámbito geográfico donde se localizan sus yacimientos ni las particularidades sociales de las comunidades que los habitan. Lo mismo ocurre con los restantes commodities minerales e inclusive con los agrícolas, como la soya, rubro que indistintamente se puede cultivar en el altiplano boliviano, la pampa argentina y uruguaya, en el cerrado brasileño o en los llanos venezolanos. Una mirada alternativa supone concebir a los servicios ecosistémicos o ambientales para el aprovechamiento y la provisión de la comunidad, ligados de manera particular a cada territorio, porque no son comunes a todos los lugares sino propios y únicos de cada localidad.
El conocimiento que actualmente se tiene sobre el funcionamiento de un tipo de ecosistema no puede ser aplicado mecánicamente ni siquiera a otra unidad del mismo tipo, dado el carácter múltiple y complejo de la dinámica propia de cada uno, producto de la interrelación particular y única entre la demanda de las comunidades humanas y la oferta de bienes y servicios ecosistémicos. En cada caso nos encontramos con situaciones no generalizables en cuanto a umbrales críticos como: especies en peligro de extinción, endemismo, estrés hídrico, vulnerabilidad climática. Inclusive más allá de estas situaciones críticas, la valorización social que cada sociedad hace, por ejemplo, de componentes como el paisaje es variada, por lo que no se puede establecer un prototipo universal, sino arquetipos singulares. Más allá de los universales y las generalizaciones, cada ecosistema, en el marco del planteamiento que Prigogine y Stengel (1979) hicieron sobre los sistemas, tiene una historia única que identifica una trayectoria irrepetible.
Otro aspecto importante para aclarar desde el punto de vista conceptual es que servicios ecosistémicos y servicios ambientales son equivalentes, aunque generalmente utilizados en contextos distintos. El primer término es de especial relevancia en los ámbitos académicos, y el segundo, en dependencias de la administración pública con competencias ambientales (SEMARNAT, 2003; Balvanera y Cotler, 2007). Tanto en uno como en otro caso, el sentido es el mismo: el mantenimiento de los procesos del ecosistema y del ambiente no solo implica la valoración ética del uso humano de la naturaleza, sino que supone también la apreciación del significado material y la relevancia que tales procesos tienen como soporte de las condiciones de vida de las comunidades humanas y los beneficios que ellas obtienen de estos. Este punto es central en una región como América Latina que resalta por sus características naturales como una gran proveedora de bienes y servicios ambientales (Pengue, 2015; Petkova et al., 2011; Cordero, 2011; Cepal, 2015; UNEP-WCMC, 2016; UNEP, 2016).2
Desde la segunda década del siglo XX, Venezuela ha transitado por el modelo rentista petrolero. El país se reconoce como nación petrolera, en la que los gobiernos de diferente naturaleza política han asumido un papel central en la distribución de la renta. De acuerdo con Fernando Coronil (2002), durante prácticamente un siglo el Estado venezolano se ha constituido bajo el oxímoron de la “siembra del petróleo”, una especie de consejo presente en el imaginario colectivo desde el año 1936, usado como metáfora de frustración del desarrollo tan anhelado como esquivo (De Lisio, 2005). El estado adquiere el rol de “gran alquimista encargado de convertir el dinero proveniente del petróleo en inversiones agrícolas e industriales productivas y, por tanto, de transformar la vasta pero agotable riqueza de Venezuela, en riqueza social permanente” (Coronil, 2002, p. 152).
El agotamiento de la “magia” del Estado rentista distributivo, que se venía desgastando desde los años ochenta y que entra en crisis con la caída del precio del petróleo, se hace patente tanto en lo político con los dos intentos de golpe de Estado en el año 1992, como con la caída abrupta de los precios internacionales del barril de petróleo que llegó a cotizarse a menos de USD 5.
Las últimas elecciones presidenciales venezolanas del siglo XX, realizadas en 1998, dieron como ganador a Hugo Chávez Frías, quien había encabezado el intento de golpe de Estado militar del 4 de febrero de 1992. De este modo, Chávez rompió electoralmente lo que no pudo por la fuerza: el establishment de los partidos tradicionales que se venían alternando en la presidencia venezolana desde 1958. En el Plan Económico-Social 2001-2007 (MPD, 2001), el chavismo en el poder planteó disminuir el peso del extractivismo petrolero, como se desprende de las directrices que a continuación señalamos:
La formulación de políticas de ordenamiento territorial para materializar un estilo de desarrollo que privilegiara la actividad económica en correspondencia con la vocación y el potencial internos.
La revisión de las nuevas inversiones petroleras programadas para el Oriente y Occidente del país cuidando de sobrepasar lo que las sociedades locales puedan asimilar de manera planificada, con miras a reforzar un crecimiento en lo social, económico y ambiental basado en una industrialización del petróleo aguas abajo y en un decidido apoyo al resto de las actividades económicas de las dos regiones.
El estímulo a la producción agrícola primaria y agroindustrial, con énfasis en las prácticas conservacionistas, para alcanzar los niveles adecuados en volúmenes, calidades y rendimientos, que garanticen la seguridad alimentaria y faciliten una ordenación sustentable del territorio.
La atención del desequilibrio oferta-demanda de agua en las poblaciones de la franja norte-costera mediante el fortalecimiento de las instituciones vinculadas a la planificación, aprovechamiento y protección ambiental de los recursos hídricos nacionales.
La búsqueda de eficiencia en las inversiones bajo los principios de desconcentración territorial y descentralización política, en la implementación de mecanismos de articulación interregional del país por ejes de desarrollo.
La incorporación de la dimensión internacional en el ordenamiento nacional del territorio, propiciando que en la política exterior y de seguridad y defensa del Estado venezolano se privilegie el tratamiento de nuestra plataforma continental y de la integración fluvial suramericana.
Pero la realidad fue otra. Como ya vimos en el cuadro 1, Venezuela no escapó de la tendencia regional y aumentó su dependencia petrolera. El comienzo del siglo XXI venezolano ha estado jalonado por dos megaproyectos extractivistas, uno petrolero y otro minero.
En la segunda década del siglo XX, la explotación petrolera emergió como la principal actividad económica venezolana. Hasta los años noventa se trataba especialmente de petróleo mediano y ligero, pero la merma de los pozos tradicionales hizo que se incrementara la explotación de petróleo pesado, que tiene un mayor impacto que en la producción de CO2, con las consecuentes repercusiones en el efecto invernadero que está propiciando el calentamiento antropogénico del planeta. A contracorriente de los compromisos que el país había asumido en el marco del Acuerdo de Cambio Climático y de su participación en la Conferencia de las Partes (COP), se estuvo haciendo apología de su condición de país con las mayores reservas de petróleo pesado en el mundo.
Se decidió aumentar la producción en Faja Petrolífera del Orinoco (FPO) –luego rebautizada como FPOHCh3–, concebida como un proyecto de extracción-refinación-transporte de gran alcance internacional. La Faja cubre una superficie de 64.158 Km2 que se extiende de manera transversal a lo largo de los espacios llaneros interiores de la cuenca norte del Orinoco e incorpora en el extremo oriental al Estado Delta, marcado por la desembocadura del río en el Océano Atlántico. Desde el punto de vista tecnológico, se destacan los refinadores necesarios para bajar la densidad del petróleo y los corredores de infraestructura (transporte, energía y telecomunicaciones). Las distintas obras planeadas son propensas a producir impactos socioambientales en un territorio en el que resaltan como Áreas Bajo Régimen de Administración Especial (ABRAE): el Parque Nacional Aguaro-Guariquito; el Refugio de Fauna Silvestre Esteros de Camaguan; las Áreas Boscosas bajo Protección Barbacas, Caño Caballo, Márgenes de los ríos Guárico, Guere, Pueblito y Orituco; las Áreas Críticas con Prioridad de Tratamiento Mesa de Guanipa y Acuífero de Calabozo; y las Áreas de Protección de Obras Públicas. A nivel de biomas, destacan los humedales, producto de las inundaciones del río Orinoco y sus afluentes. Hay que destacar el caso de los morichales, protegidos por la legislación venezolana,4 en su condición de cursos de agua de alta fragilidad frente a la contaminación, debido a su lenta velocidad de escurrimiento y su gran importancia ecológica, al constituir el hábitat de la palma moriche y de especies de mamíferos y reptiles amenazadas. Entre ellos, sobresalen por su situación crítica el caimán del Orinoco (Cocrodylus intermedium) y la tortuga Arrau (Podocnemys expansa).
A continuación, se enumeran los principales impactos ambientales identificados en la FPOHCh:
Ecológicos: fragmentación de ecosistemas; pérdida de biomasa vegetal; aceleración de procesos erosivos; incremento de niveles de ruido; cambios en la calidad físico-química del suelo y del agua; afectación de morichales; riesgo de alteración del drenaje local; alteración de la escorrentía e infiltración del suelo; alteración de la calidad del aire; cambios en la topografía original; afectación del paisaje.
Sociales: conflictos sociales; opiniones negativas sobre el proyecto; incremento de la inseguridad personal; incremento de accidentes viales; afectación de comunidades indígenas.
Económicos: sobreexpectativas de generación de puestos de trabajo; cambios de los usos del suelo (De Lisio, 2009).
En términos de cambio climático local, es importante destacar que se ha estimado que las obras previstas en la FPOHCh podrían afectar hasta 21% de la biodiversidad, en aproximadamente dos tercios de la Faja (González et al., 2013), debido a la intervención de la cubierta vegetal y sus repercusiones en las condiciones de clima más seco y caliente que se pronostican para los Llanos Venezolanos.
El auge del fracking petrolero y la caída de los precios internacionales del petróleo a partir del 2014 bajaron las expectativas de la FPOHCh y desplazaron así el foco extractivista hacia la minería aurífera del otro lado del río Orinoco con la creación de la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco.5 El AMO abarca un área de 111.844 Km2, en el estado Bolívar, el centro de la Amazonía/Guayana venezolana,6 a lo largo del Piedemonte Nororiental, Centro Norte y Noroccidental del Macizo Guayanés, un territorio con una cobertura vegetal diversa, en la que sobresalen los bosques. Casi las dos terceras partes (72.000 km2) están cubiertas por bosques. De estos 21.970 km2, casi un tercio, corresponden a la selva pluvial. De tal manera que el mal llamado Arco Minero del Orinoco resulta ser un territorio con alta presencia arbórea, donde se concentra el 20% de los 350.670 km2, de áreas boscosas al sur del Orinoco (Vázquez y Rodríguez, 2021).
Por su extensión, el AMO produce la fragmentación de los ecosistemas en la bioregión del país de mayor diversidad biológica. Entre los impactos ecológicos se destaca la pérdida importante de especies de flora y fauna endémicas de la Amazonía/Guayana venezolana. Muchos sectores del territorio que ocupa son botánicamente poco conocidos. Además, en el área decretada como minera se han inventariado una veintena de especies animales en situación crítica, destacando la tortuga Arrau (Podocnemys expansa), el caimán del Orinoco (Cocrodylus intermedium) y camaroncito de río de la Gran Sabana (Eurhynchus pemonien). Finalmente, no hay que dejar de mencionar que la minería a cielo abierto y a gran escala generará una gran cantidad de sedimentos y el uso masivo de agentes contaminantes nocivos para la vida terrestre y acuática, como el arsénico y el mercurio. Trazas de este último, a niveles perjudiciales para el ser humano, han sido identificadas en los peces de consumo común entre las comunidades locales.
Desde el punto de vista social, el decreto minero afecta territorios ancestralmente habitados por los pueblos indígenas Mapoyo, Inga, Eñepá, Hoti o Jodi, Kariña, Arawak y Akawako. A su vez, estas tierras colindan y se vinculan especialmente por los ríos con los pueblos Yekuana, Sanemá, Pemón, Waike, Sapé y otras comunidades Eñepa y Hoti o Jodi del mismo estado Bolívar; con los Pueblos Yabarana, Hoti o Jodi Wotjuja, del estado Amazonas y con los Waraos en el estado Delta Amacuro (con estas dos entidades se termina de conformar el conjunto subnacional de la Amazonía/Guayana venezolana). Ninguno de estos pueblos originarios fue consultado mediante el instrumento ONU del Consentimiento Previo, Libre e Informado. Sobre estos pueblos indígenas pende la grave amenaza a la salud que implica la deforestación minera, que ha causado el aumento alarmante de los casos de malaria, una enfermedad erradicaba en el país hace décadas, que es susceptible al cambio climático (OCMAL, 18 de julio de 2016; Calle, 1 de febrero de 2019). En cuanto a los riesgos de salud, se debe agregar que en la extracción del oro aumenta el peligro de las enfermedades respiratorias, en la piel y riesgos de cáncer por el contacto con agentes tóxicos y contaminantes como el cianuro (OCMAL, 18 de julio de 2016), ya que dada la magnitud del proyecto se necesitarían miles de litros de agua para disolverlo y, en caso de un accidente de derrame de cianuro, la descomposición natural podría ser poco probable.
El AMO es la mejor demostración del fallo del Estado para cumplir con la obligación constitucional de ordenar sustentablemente al país. La demarcación de AMO afecta total o parcialmente las siguientes Áreas Bajo Régimen de Administración Especial (ABRAE): Reserva Forestal de Imataca, Reserva Forestal Caura y Zona Protectora Sur del Estado Bolívar.
El desatino socioambiental se potencia al considerar que el área decretada como AMO está surcada por el Cuyuní y los extensos y caudalosos tributarios de la cuenca sur del Orinoco: Cuyní, Yuaruarí, Cuchivero, Aro, Caura, Caroní. Estos se convierten en vías de amplísima propagación de los impactos socioambientales negativos de la minería. En el caso de Cuyuni, hay que agregar que siendo un afluente del río Esequibo, el exabrupto minero tendría implicaciones binacionales en las ya tensas relaciones Venezuela-Guyana, sujetas al derecho internacional en materia de afectación de cuencas hidrográficas compartidas. En relación con el Caroní, se debe alertar que al ser la fuente de alimentación de la represa de El Guri, generadora de la electricidad para alrededor de 70% del país, el impacto tiene alcance nacional al aumentar la amenaza sobre el ya muy precario suministro eléctrico, uno de asuntos más preocupantes de la Emergencia Humanitaria Compleja de Venezuela (OVS, 2018).
Finalmente, como un componente terminal del cuadro distópico de la minería en el AMO, hay que destacar la denuncia de presencia de grupos irregulares colombianos como el ELN y la disidencia de las FARC como factores de control territorial para garantizar la producción aurífera. Estos se han asociado a bandas delictivas como el Tren de Guayana, por lo que estamos ante una extracción aurífera que, además de ambientalmente tóxica y culturalmente trasgresora de los pueblos originarios, depende de la eficacia del dominio violento y criminal de todos estos grupos (Vázquez y Rodríguez, 2021).
Como dijimos, el extractivismo minero, petrolero y gasífero al devastar, alterar y trasgredir las funciones de los ecosistemas destruye los costos de oportunidad implícitos en los servicios de los ecosistemas y, por lo tanto, las opciones de la bioeconomía en un territorio megabiodiverso, en el que destacan la cubierta boscosa. Para ejemplificar la pérdida de oportunidades de economía de base biológica y ecológica que causa la distopía minera orinoquense, se señalarán a continuación algunas estimaciones.
Basados en las valorizaciones que De Grott et al. (2012) establecieron a nivel mundial para el bosque tropical, de las veintidós contribuciones valoradas de este bioma, resalta, en primer lugar, la regulación climática, seguida por los suministros y la recreación para el ser humano. En estos tres rubros se concentra alrededor del 89% del valor mundial de los servicios del Bosque Tropical estimado en 5.264 USD/ha/año. Así los 7.2 millones de hectáreas hoy comprometidas en el mal llamado Arco Minero del Orinoco representarían alrededor USD 1.465 millones al año, teniendo en consideración que se ha estimado el valor de la regulación climática unitario mundial del bosque tropical en 2.044 USD/ha/año. Se trata de un aporte anual que quintuplica el supuesto aporte de los 280 mil millones de las 7 mil toneladas de oro oficialmente anunciadas el AMO (PDVSA, 25 de febrero de 2016), pero que nunca han sido certificadas. Para el mercado internacional de carbono hay que resaltar de manera particular las oportunidades que revisten las Reservas Forestales, como Imataca y Caura, hoy desvirtuadas por la intervención minera, que podrían verse favorecidas bajo el principio de la adicionalidad de los créditos de carbono –mecanismo reafirmado en la última COP 26 de Glasgow de 2021–, dirigidos a fomentar los sumideros de gases de efecto invernadero en los países megabiodiversos como Venezuela.
Sin embargo, no se trata solo de la afectación a la regulación climática, también se compromete el servicio de suministro. Hay que advertir que en la Reserva Forestal de Imataca se han identificado 51 especies que tienen distintos usos, en su mayor proporción en el campo de la medicina y la construcción, sectores estos que propician la conformación de biocadenas de producción basadas en I&D. De acuerdo con Díaz (2007), las familias más importantes en número de especies identificadas en la Serranía de Imataca son Caesalpiniaceae y Mimosaceae, Fabaceae y Boraginaceae y Verbenaceae.
Hay que agregar que la minería atenta contra el uso de otro instrumento financiero que se privilegia en la mitigación y adaptación climática en el mundo, como son los biocréditos, que podrían fomentar la conservación del Parque Nacional Jaua-Sarisariñama, y los Monumentos Naturales Ichún-Guanacoco, Cerro Guiquinima afectados por la declaratoria del AMO. La contigüidad del Parque Nacional Canaima –una de las pocas Áreas Naturales Protegidas de América Latina y el Caribe que aparece en la lista del Patrimonio de la Humanidad UNESCO– ha conllevado al aumento de la minería en este parque por “contagio de propagación espacial” del extractivismo. Particularmente Canaima, de gran atractivo turístico (Wataniba, 2018), expresa cómo la minería impide la realización de otro costo de oportunidad, en este caso el de recreación, que como vimos es uno de los tres grandes rubros de las contribuciones del bioma de Bosque Tropical de acuerdo a De Grott et al. (2012).
América Latina en su conjunto ha basado sus expectativas de desarrollo en ventajas comparativas poco dinamizadoras y poco articuladoras de las economías nacionales. Además, las estructuras productivas y exportadoras poco diversificadas y dependientes de mercados inestables dificultan la construcción de capacidades para la generación de empleos asociados a la agregación de valor de conocimiento al trabajo. En este sentido es posible afirmar que los países suramericanos y México, con el mayor peso en el desempeño económico de la región, en mayor o menor grado han venido actuando de espalda a la evidencia histórica de la segunda mitad del siglo XX, que muestra que las naciones que basan su crecimiento económico favoreciendo la extracción de recursos naturales sin agregarle valor tienden a aumentos más lentos del PIB que aquellas que han basado su crecimiento con mayor énfasis en I&D. Aun cuando esos estudios y experiencias han sido ampliamente difundidos, la mayoría de los países predominantemente extractivistas siguen repitiendo errores del pasado y continúan mostrando tasas bajas de crecimiento económico promedio y la persistencia de las condiciones de pobreza estructural. Entre las causas de estas problemáticas se encuentran la baja institucionalidad de los sistemas políticos y, en términos económicos, la búsqueda de rentas e incremento de impuestos de extracción, ecológicamente muy cuestionables.
En este artículo se ha tratado de esbozar una propuesta alternativa frente al extractivismo subterráneo. En la siguiente figura se sintetiza un esquema que conecta Ecología-Cultura-Gobernanza para la praxis transformadora.

Este esquema propone un proceso enraizado en la continuidad ecocultural, que propicia el respeto de las funciones de los ecosistemas que son las contribuciones de la naturaleza al bienestar material y espiritual de los seres humanos. Ahora bien, para la realización de la praxis transformadora necesitamos de gobernanza territorial (Serrano, 2011), de la preeminencia de gobiernos de participación social en las localidades que, apalancándose en las oportunidades de los bienes y servicios de la biodiversidad local, propicien las biocadenas de valor con inclusión social. En síntesis, proponemos que en América Latina y el Caribe es necesario promover la descolonización interna y terminar con el avasallamiento de las regiones periféricas por las centrales, para así propiciar la inclusión de los despojados (Harvey, 2007) y desterritorializados (De Sousa y Rocha, 2016). Estos últimos son los llamados a ser los sujetos principales del cambio que se pretende dirigido a la activación del Genius Lociecológico, cultural, social y económico, que toda localidad tiene, pero que los marcos oclusivos nacionales/trasnacionales subvaloran y asfixian.

