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Hacia una paz antagónica : conflicto y derechos humanos desde Nuestra América
Rumo a uma paz antagônica. Conflito e direitos humanos em Nuestra América
Towards an antagonistic peace. Conflict and human rights from Nuestra América
Revista Tramas y Redes, núm. 7, pp. 21-37, 2024
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales

DOSSIER


Recepción: 25 Junio 2024

Aprobación: 12 Noviembre 2024

DOI: https://doi.org/10.54871/cl4c70ag

Resumen: En esta disertación teórico-filosófica se pretende comenzar a construir la propuesta de una “paz antagónica” a partir de cuatro apartados. En el primero se analizan las limitantes del modelo más difundido de paz, a la par que se ofrece una panorámica de la paz crítica o posliberal. En un segundo momento, desde un enfoque nuestramericano se hace una conceptualización de nociones vinculadas con los estudios de paz, como lo son la violencia, el antagonismo y el conflicto. En el tercer apartado se ofrece una aproximación a la perspectiva crítica de derechos humanos en vinculación con la paz. Finalmente, se instrumentan ciertas contribuciones nuestramericanas en torno a la paz.

Palabras clave: paz, derechos humanos, violencia, antagonismo, conflicto.

Resumo: Esta dissertação teórica e filosófica dá os primeiros passos para a construção da proposta de uma “paz antagônica” em quatro seções. A primeira seção analisa as limitações do modelo de paz mais difundido e oferece uma visão geral da paz crítica ou pós-liberal. Em segundo lugar, a partir de uma perspectiva nossoamericana, é apresentada uma conceituação de noções ligadas aos estudos da paz, como violência, antagonismo e conflito. A terceira seção oferece uma abordagem da perspectiva crítica dos direitos humanos em relação à paz. Por fim, algumas contribuições nuestramericanas sobre a paz são usadas para investigar alguns dos conteúdos da paz.

Palavras-chave: paz, direitos humanos, violência, antagonismo, conflito.

Abstract: In this theoretical and philosophical dissertation, first steps are taken to construct a proposal of an “antagonistic peace” in four sections. The first section analyzes the limitations of the most widespread model of peace, while offering an overview of critical or post-liberal peace. Secondly, from a nuestra América approach, a conceptualization of notions related to peace studies, such as violence, antagonism and conflict, is made. The third section offers an approach to the critical perspective of human rights in relation to peace. Finally, certain contributions from nuestra América on peace.

Keywords: peace, human rights, violence, antagonism, conflict.

Aportes hacia una concepción crítica de paz

Aunque es un término que circula con notoria comodidad en el debate público contemporáneo, el de la paz es un asunto que, cuando se pretende trabajar con seriedad, resulta esquivo. Difícilmente alguien negará la importancia de la paz, mas no hay consenso respecto a qué se entiende por ella, generando así un vaciamiento conceptual. Lo más común es que la paz sea entendida como el antónimo de la guerra, por lo que el cese o pausa de cierta confrontación armada o situación bélica daría paso a entornos pacíficos. No obstante, desde una posición crítica, dicho planteamiento resulta insuficiente, por lo que se impone la necesidad de re-trabajar el contenido teórico de la paz en relación con otros conceptos del pensamiento social y político.

En tiempos recientes, a lo largo y ancho del planeta se han suscitado experiencias diversas de construcción de paz que estimulan la reflexión y teorización en torno a dicha cuestión desde enfoques no convencionales. Al respecto, los politólogos vascos Iker Zirion y Karlos Pérez de Armiño identifican que la visión actualmente predominante de la construcción y cultura de paz se sustenta en un ideario político y económico liberal. Por tanto, a este modelo bien le embonan la nomenclatura de “paz liberal” (2020, p. 17).

Algunas de las principales críticas que se esgrimen hacia este modelo son: a) la presunta universalidad de los valores que promueve; b) a la par que se defiende una única forma de Estado (el Estado-nación moderno), se obvia la existencia de otro tipo organizaciones sociopolíticas; c) se impone una economía de libre mercado con lo cual se reduce el papel del Estado en la economía; d) se privilegia los derechos civiles y políticos en menosprecio de los derechos sociales, económicos, culturales y ambientales; e) sus políticas internacionales son impuestas y no negociadas hacia los actores locales; y, por último, f) sirve como instrumento para apuntalar a escala mundial la globalización neoliberal (también nombrada como “biopolítica global”) (Zirion y Pérez de Armiño, 2020, pp. 22-23).

No obstante, la preponderancia de este modelo no imposibilita el ensayar otras formas de concebir y construir la paz. De hecho, ya se han trazado algunas rutas para transitar hacia proyectos de “paz posliberal”, “paz crítica”, “paz problematizadora”, “paz imperfecta”, “paz conflictiva”, etc. Aunque ambos autores reconocen la diversidad de posturas que procuran trabajar la paz desde un horizonte no liberal, identifican algunos imperativos comunes: a) transformar el conflicto y la búsqueda de erradicar sus causas estructurales; b) transformar las estructuras y las relaciones de poder; c) visibilizar y encarar las desigualdades de género; d) privilegiar la participación social y de actores locales; e) insertar un enfoque de derechos humanos, que privilegie los económicos, sociales, culturales y ambientales; f) reconocer la pluralidad cultural e identitaria (Zirion y Pérez de Armiño, 2020, pp. 24-34).

En el mismo orden de ideas, los intelectuales vascos procuran diferenciar entre “paz negativa” y “paz positiva” (Zirion y Pérez de Armiño, 2020, pp. 17-19). Desde la primera acepción se concibe la paz como el simple cese de los conflictos armados. Esta es la concepción que suele asumirse desde el modelo de paz liberal. En cambio, desde la segunda se aboga por generar transformaciones políticas y sociales que afronten las raíces de cada conflicto para crear condiciones de bienestar y justicia en pos de una paz duradera.

Un punto que es importante visibilizar es que para Zirion y Pérez de Armiño (2020, p. 18) los conflictos no han de ser “resueltos”, como muchas veces se pregona, sino transformados para que se conduzcan por medios no violentos. En vez de concebir la conflictividad como algo negativo que ha de ser eliminado, instan a asumirla como una condición inherente de la vida social y una de sus funciones es la de catalizar cambios.

Asimismo, también ha de subrayarse que en su propuesta de paz posliberal, ambos autores instan a incorporar la figura de los derechos humanos (en adelante DDHH) de manera integral. Concerniente a este punto, la internacionalista portuguesa Daniela Nascimento, asumiendo el enfoque de paz crítica, ha advertido que desde el modelo de paz liberal se ha difundido una visión sumamente reducida y limitada de los DDHH. Identifica que en el contexto actual permea un imaginario doméstico e internacional en el que se exaltan los derechos civiles y políticos en menoscabo de los derechos económicos y sociales. Esto debido a que se cree que los primeros se alcanzan con la simple ausencia de coerción del Estado, mientras que solo los segundos requieren de la implementación de recursos estatales para cumplirse. Tal división encarna el menosprecio de la condición indivisible e interdependiente de los DDHH (Nascimento, 2020, pp. 337-339). Este será un asunto por profundizarse en un apartado posterior.

Los planteamientos que se han recuperado de estas tres voces ofrecen un panorama bastante sustancioso respecto a la noción hegemónica de paz, así como las rutas generales hacia la construcción de una paz posliberal. No obstante, desde la presente disertación, además de subsumir estos aportes para integrarlos a una propuesta nuestramericana, también se procura un rescate de ciertas contribuciones fraguadas desde nuestra América en torno a este asunto.

Violencia, antagonismo y conflicto. Claves desde nuestra América

Como se indicó en el apartado previo, desde cierto enfoque predominante se ha diseminado la idea que la paz es simplemente el cese de la confrontación bélica. Concerniente a ello, el filósofo colombiano Alfredo Gómez-Müller alerta que:

[…] la paz de la que habla la cultura de la paz es habitual y simplemente entendida como ausencia de guerra, es decir, es pensada desde el horizonte de la guerra, y en este sentido, la cultura de paz en el mejor de los casos no sería más que un capítulo particular de la cultura de la guerra que pretende superar (2016, pp. 142).

Es por ello que el autor advierte que desde ciertas perspectivas se concibe que la condición natural de la humanidad es la guerra de todos contra todo con el fin de poseer y dominar. De modo tal que si hubiera espacio para la paz, sería únicamente como un cese temporal de la guerra (Gómez-Müller, 2016, p. 147). A partir de los planteamientos de su colega, Carlos Manrique realiza un matiz que conviene retomar: la guerra entonces, desde el paradigma dominante, no se asume únicamente como el conflicto bélico, sino también como una forma de sociabilidad humana; misma que, por cierto, no es posible erradicar (2016, p. 159).

Desde el presente trabajo se estima que dicha oposición entre guerra y paz resulta no solo insuficiente, sino también perniciosa. Motivo por el cual se presenta otro modelo de entendimiento que a su vez integre la agresividad, la violencia, el conflicto y el antagonismo de un modo mucho más articulado y productivo. Antes de transitar hacia una desambiguación de la paz desde una perspectiva crítica y nuestramericana, resulta necesario primero abordar lo referente a la cuestión de la violencia también desde el mismo enfoque.

La necesidad de penetrar en el tema de la violencia a partir de distintos aportes fraguados en nuestra América puede explicarse a partir de cierta reflexión de la filósofa uruguaya Mabel Moraña: “Toda la historia de América Latina podría ser escrita a partir de las distintas formas de violencia que la han asolado desde sus orígenes […]” (2018, p. 146). La autora ayuda a concebir las distintas formas y dimensiones de violencia que se han suscitado en la región a partir de la intrusión colonial. Desde la violencia militar ocurrida hacia las poblaciones originarias en la empresa de la conquista y la violencia epistémica de la que también fueron objeto en el proceso de colonización, la violencia represiva hacia las rebeliones indígenas, afro y populares, pasando por la pretensión de homogeneización y las violencias propias de los órdenes nacionales independientes, hasta llegar a la violencia que implicó la instauración del neoliberalismo, en no pocas ocasiones acompañada de dictaduras.

Ahora bien, la violencia es un término que se presta a la confusión en más de un sentido. Se le puede reducir a una connotación estrecha, desde la cual se definiría únicamente como un agravio deliberado con implicaciones que afectan la corporalidad de otra u otras personas. O bien, desde cierta concepción demasiado amplia, podría reconocerse como violencia cualquier acción o comunicación en la que exista afectación por medio del ejercicio del poder. Asimismo, también pululan las posturas que condenan cualquier acto de violencia, sin otorgar la mínima importancia al contexto o motivo por el que se emplea la fuerza o a las afectaciones finales.

El filósofo vasco-salvadoreño Ignacio Ellacuría (2002a), es un pensador y actor político situado en la guerra civil de El Salvador que elaboró una lúcida conceptualización del tema que ahora resulta útil. Primeramente, habría que distinguir entre el fenómeno de la agresividad y el de la violencia. La agresividad es un impulso biológico que, paralelamente con el sexo, el hambre y el miedo, es uno de los grandes instintos animales. Asimismo, además de posibilitar la supervivencia y el mejoramiento de la especie, la agresividad es un mecanismo biológico que da pie a la organización grupal.

Es así que, en el proceso de hominización, la especie humana nunca pierde la base biológica de la agresividad y, dado que es lo que permite la organización social, sería contraproducente que lo hiciera. Por ello, Ellacuría (2002a, p. 439) advierte la necesidad de reorientarla, encauzarla o sublimarla. De hacer caso omiso de lo anterior, puede manifestarse lo que el filósofo identifica como “poder demoniaco”, el cual se trata:

[…] de una fuerza que, por un lado, es extraordinariamente poderosa, y que, por el otro, una vez desatada, le es al hombre casi imposible de dominar. Es uno de esos poderes con los cuales el hombre cuenta. Es tan poderoso que acaba apoderándose del hombre mismo y manejándolo a su antojo. La presencia y la presión de esa fuerza no dependen directamente de la libertad humana, y esa fuerza puede hacer del hombre un “poseso”, un ser alienado, cuyo margen de libertad personal ha sido máximamente reducido (Ellacuría, 2002a, p. 446).

Si la agresividad es un impulso que comparten varias especies animales, la violencia comprende una condición que el devenir evolutivo ha otorgado de forma exclusiva a la humanidad. La violencia, es pues, la agresividad racionalizada. Cuando se ejecuta un frío cálculo de la razón para el ejercicio de la violencia premeditada, se está en frente al “poder diabólico” (Ellacuría, 2002a, pp. 445-447). Mientras el poder demoniaco se manifiesta cuando la agresividad apenas deja de ser pura, el poder diabólico es cuando predomina el cálculo racional.

Además de plantear el origen de la violencia como la hominización (que no humanización) de la agresividad, Ignacio Ellacuría también avanza en el esclarecimiento de los múltiples tipos de violencia. Primeramente, concibe la violencia como síntoma de un orden social injusto. Es decir, en una situación donde permea la injusticia, quienes se benefician de ésta pueden llevar a cabo acciones violentas para perpetuarlo y, a la par, pueden ejercer la violencia quienes se resisten. El autor, aunque advierte que toda violencia siempre acarrea males, reconoce que hay momentos intolerables específicos en los que la violencia se presenta como una vía necesaria de transformación, a pesar de los efectos negativos que ha de ocasionar. Es lo que entiende por auténtica “violencia revolucionaria” (Ellacuría, 2002a, p. 449).

La violencia represiva y la violencia revolucionaria coinciden en que son consecuencias de una violencia de otra índole. La violencia que funge como raíz y origina otras manifestaciones de violencia es la “violencia estructural”, misma que también ha de entenderse como injusticia estructural y se encuentra sustentada por un orden legal injusto y un orden cultural ideologizado (Ellacuría, 2002b, p. 502). De ahí se derivan otras violencias que son sus síntomas, ya sea para sostener la injusticia estructural, como expresión de una sociedad insatisfecha o con el fin de afrontar tal condición estructural y perseguir algún cambio. Ellacuría considera:

La violencia estrictamente tal [es decir, la estructural] es, por lo tanto, la injusticia que priva por la fuerza al hombre de sus derechos personales y le impide la configuración de la propia vida conforme a su propio juicio personal. Lo diferenciativo de la violencia no es el método a seguir, sino la injusticia cometida. Y esta diferencia cobra su máximo relieve en aquellas estructuras que hacen imposible una vida humana, que no por ser supraindividuales dejan de ser responsabilidad de todos, especialmente de los poderosos. Es lo que debe llamarse estrictamente injusticia social, la violencia social y establecida […] La institucionalización de esta injusticia social es la magnificación máxima de la violencia (Ellacuría, 2002a, pp. 454-455).

Mabel Moraña escudriña este tema por una senda similar y añade un elemento que contribuye a enriquecer y fortalecer la formulación de la Ellacuría. Si bien la autora coincide en la existencia de una violencia estructural –también llamada “objetiva” o “sistémica”– que se ubica en la base de la organización de las sociedades latinoamericanas, advierte la existencia de la “violencia salvaje”, misma que, a diferencia de la represiva o revolucionaria, no tiene ninguna vocación política y es ejecutada por actores cuyo involucramiento con el Estado resulta difuso (por ejemplo, crimen organizado o pandillas juveniles), mas no por ello cesan de responder a las lógicas del orden económico vigente (2018, p. 147). Es posible plantear que la violencia salvaje es otra expresión sintomática de la violencia estructural. Por su parte, la filósofa usamericana Judith Butler (realiza una precisión que permite complejizar este asunto. La violencia no se limita a ser acto o evento, ni tampoco manifestación institucional; sino que actualmente la violencia también es una “atmósfera tóxica de terror” (2020, pp. 47-48). Esta acepción permite visibilizar cierto aspecto que, desde su coyuntura, Ellacuría difícilmente pudo apreciar con claridad: la violencia estructural no solo se manifiesta en las instituciones estatales, sino que también circula y se cristaliza en otros espacios, como los propios de la violencia salvaje. En diálogo con Manrique, es entonces la violencia, y no la guerra, la que puede conformar un tipo de sociabilidad.

En suma, desde el andamiaje teórico de Ellacuría, el fenómeno de la violencia posee tres acepciones interrelacionadas: a) como hominización y racionalización de la agresividad biológica; b) como injusticia estructural y raíz de otras violencias derivadas; c) como síntomas de dicho orden social injusto, ya sea para habitarlo, sostenerlo o afrontarlo.

Ahora bien, desde la conceptualización del filósofo vasco-salvadoreño, parecería que el propio proceso de hominización transforma de manera irremediable la agresividad en violencia y lo cual haría que no quedase más opción que participar en la misma en alguna de sus expresiones (ya sea como violencia estructural o como violencia revolucionaria). Para salir de este escollo conviene recuperar cierto aporte del mismo autor en alusión a la hominización y la humanización.

Si bien la hominización y la humanización no son procesos enteramente diferenciados, existe un matiz que los distingue. La primera remite a la constitución biológica del ser humano gracias al proceso evolutivo. En cambio, a través de la segunda, el sustrato biológico, aunque no se pierde, experimenta una desvinculación que habilita nuevas posibilidades. La hominización ya no es suficiente, sino que se apela a una humanización de la historia y de la especie humana. La humanización remite a una extensión del proceso biológico de hominización, pero va más allá de este. Implica el proceso opcional en el que se procura la planificación de la historia y de la totalidad de los seres humanos inmersos en ella. Es la extensión y ampliación de posibilidades y capacidades para la humanidad en su conjunto (Ellacuría, 2001, p. 260).

En este sentido, desde las presentes líneas, se sostiene que a través del proceso de humanización la agresividad puede tomar una deriva distinta a la violencia: el antagonismo. Para el filósofo colombiano Santiago Castro-Gómez, la ontología de la existencia humana se encuentra constituida por un impulso agonal, el cual se expresa en una lucha y disputa que dota de un carácter trágico a la existencia (2015, pp. 228-235). Por lo tanto, el conflicto es un elemento que es imposible de extirpar de la vida humana, lo cual acarrea como consecuencia la presencia de un antagonismo que reside en todo proceder humano. Este antagonismo deriva en la confrontación de distintas fuerzas plurales al interior de cierto orden social. El autor se distancia de la comprensión del “poder” como la llana oposición entre oprimidos y opresores, sino que lo califica como una matriz general de antagonismos producida por múltiples fuerzas. El poder podría tomar la forma de dominación, mas no siempre ha de ocurrir así. Por lo tanto, entender el antagonismo como conflicto incesante de fuerzas, abre paso a la comprensión del conflicto como una constante en todo ámbito social. No obstante, esta conflictividad va acompañada de la posibilidad de cierta articulación contingente de dichas fuerzas. De modo que, aunque sea imposible la anulación del conflicto, ello no exime de su modulación y manejo. Esto último es la labor de la política.

En una tesitura muy similar, la filósofa colombiana Laura Quintana, al igual que como lo hiciera Ignacio Ellacuría, asume la carga histórica que implica el conflicto armado de su país y ejerce un pensamiento situado. Una de las preocupaciones de la autora es la de distinguir entre distintos tipos de conflicto. Para ella, el “conflicto social” (o político) ha de comprenderse como una lucha inextirpable y que emerge de la condición de división y problematización que habita el seno de lo social; en cambio, el “conflicto violento” (o guerrero) es una modalidad de conflicto social que incorpora dinámicas de violencia directa que destruyen las relaciones sociales (Quintana, 2016a, p. 214).

Castro-Gómez (2016) distingue claramente entre guerra y conflicto. Lo que ha de buscarse es terminar con la guerra, y no con el conflicto ni con el antagonismo. La diferencia radica en la dimensión constituyente del antagonismo. Aunque este intelectual se distancia del desdén que Laura Quintana mantiene hacia las instituciones estatales, puede notarse que hay gran coincidencia en lo referente al desacuerdo, el conflicto y la politización de la conflictividad para que no devengan en violencia.

Por su parte, Ellacuría, al abordar el tema de la violencia, no problematiza la cuestión del conflicto, ni del antagonismo. Sin embargo, su conceptualización que enlaza la agresividad con la violencia puede entrecruzarse con lo referente al antagonismo, el conflicto social y el conflicto violento o armado. De modo tal que, es viable plantear que la agresividad al hominizarse se traduce en antagonismo, el cual puede desbocarse en la forma de conflicto violento o, través de la humanización, puede modularse y conducirse como conflicto político.

Ha de subrayarse la advertencia de Castro-Gómez respecto a la imposibilidad de erradicar el antagonismo, así como la de Ellacuría referente a la necesidad de encauzar la agresividad. De lo contrario, se está en riesgo de que se encarne en el cuerpo social aquello que el filósofo colombiano Estanislao Zuleta nombró como “la felicidad de la guerra”. Para este último, algo que torna atractivo el fenómeno de la guerra es su carácter festivo (Zuleta, 2020, p. 38). A pesar de que toda guerra ha de estar conducida por el poder diabólico, en tanto cálculo racional, que ejecutan las élites políticas y militares, quienes ponen la sangre y carne para el combate son arrojados por el poder demoniaco que viabiliza que las particularidades e intereses se disuelvan en la prevaleciente ambición de exterminar al enemigo.

En un estudio reciente, el filósofo mexicano Donovan Hernández Castellanos (2024) problematiza la desregulación de armas de fuego que se producen en las potencias del Norte Global y se distribuyen incontroladamente, ya sea por vías legales e ilegales, en los países del Sur global. Todo ello provoca una exacerbación de la violencia, en la que se cruzan aspectos de racialización, prácticas capacitistas, masculinidad destructiva (y, por consiguiente, del patriarcado) y aumento de valor capitalista, lo cual se traduce en violaciones de derechos humanos que son motivadas por actores públicos, pero también privados.

A esta práctica Hernández Castellanos la define como razón bélica, que define como: “[…] aquel dispositivo que ha hecho que los conflictos políticos se tramiten directamente como conflictos armados” (2023, p. 282). Con lo recorrido hasta ahora, se puede plantear que la razón bélica responde a una expresión de poder diabólico en la que el antagonismo se decanta directamente como violencia armada. En vez de reflejar un ímpetu de humanización, responde claramente a un interés de deshumanización.

Una vez que se ha avanzado en desambiguar y conceptualizar las nociones de violencia, antagonismo y conflicto, es que se formula la propuesta de “paz antagónica”. Desde una perspectiva crítica, ésta no procura erradicar la conflictividad, pero sí los entornos de violencia en sus múltiples expresiones, incluida la guerra. Es una propuesta que, en contraposición a la razón bélica, hace parte de una apuesta de humanización. En los siguientes apartados se busca explorar ciertos contenidos de esta propuesta de paz.

Derechos humanos en perspectiva crítica

El supuesto que guía el presente trabajo es que una postura crítica en torno a la construcción de paz adquiere mayor fortaleza y alcance si se cruza con el enfoque crítico de los DDHH, y lo mismo ocurre de manera inversa. Ha de aclararse que, aunque incluso existe el derecho humano a la paz, este par de elementos no están forzosamente ligados, pero, en caso de procurarse su imbricación, ha de presentarse un flujo benéfico para ambos universos conceptuales.

Existen varias voces que, desde corrientes y tradiciones diversas, se han sumado a contribuir a la perspectiva crítica de los DDHH. Para este momento, se enfatiza en cierto aporte de Mariana Celorio (2015), quien sostiene que los DDHH, en tanto productos históricos y culturales, poseen una condición ambivalente. Para la socióloga mexicana, la ambivalencia de DDHH se expresa en dinámicas de movilización y desmovilización social, desde aquí se propone que tal condición ambivalente resulta evidente en tanto estos derechos pueden ser momentos ideologizados que sirven para apuntalar regímenes de dominación, para administrar gerencialmente los programas de paz liberal, o bien, como productos y procesos antagónicos a tales regímenes. En consonancia con ello, Donovan Hernández (2024, p. 286) también sostiene que los DDHH pueden operar a veces a favor y otras en contra de la razón bélica.

Por otro lado, los DDHH guardan en su núcleo constitutivo una dimensión antagónica. El hecho de asumir los DDHH como productos antagónicos no ha de entenderse únicamente como la llana oposición ante ciertas dinámicas de la dominación o la desigualdad. Si bien, ese es un momento ineludible de la praxis emancipadora de los DDHH, también es necesaria la transformación o modificación (aunque sea parcial) de tales condiciones de agravio, para lo cual se requiere una articulación creativa de las fuerzas que se oponen dicha dominación. Una puesta en común de las demandas procedentes por quienes sufren distintos agravios.

Al respecto, Laura Quintana vincula de manera explícita la noción del “desacuerdo” con las luchas por derechos y la subjetivación política. Con el apoyo de ciertos estudios de caso, la autora posiciona que la reivindicación de derechos efectuada por los movimientos sociales ha de entenderse como un proceso de subjetivación política. Esta última dista de plegarse a las denominadas políticas de la identidad, o bien, como ella nombra, la “gramática de la identidad” (Quintana, 2016b, p. 108). Por el contrario, una subjetivación requiere del desacuerdo para negar el código de una identidad que ha sido impuesta, lo cual posibilita la aparición de una comunidad escindida que antes no existía, una “identidad imposible”. En sus palabras: “[…] una subjetivación política confronta una ordenación e identificación del espacio social jurídicamente establecido” (Quintana, 2016b, p. 109).

Hay dos precisiones que merecen plantearse. Lo primero a resaltar es que los procesos de subjetivación política incitados por el desacuerdo no son totalmente externos al orden jurídico del Estado, como tampoco se constriñen a efectuarse únicamente a través de dichos cauces. Quintana sostiene la necesidad de asumir ciertos principios y planteamientos propios del derecho estatal para confrontarlo, así como formular ciertos reclamos en clave de derechos, aunque estos no se encuentren aún positivados.

Por otro lado, para la autora, dicho desacuerdo (o antagonismo) no se encarna exclusivamente como confrontación y resistencia hacia las prácticas gubernamentales por parte de los sujetos no institucionales; ni tampoco en un empleo netamente utilitarista y funcional del andamiaje institucional por parte de dichos sujetos (aunque a veces se desprecien tales canales). Quintana sostiene la existencia de una tercera opción en la que el desacuerdo se manifiesta como un momento creativo y de experimentación política que moviliza distintos tipos de prácticas (discursivas y no discursivas), lo cual a su vez posibilita la reconfiguración de instituciones y dinámicas sociales. De tal modo resulta que, los procesos de subjetivación política entrañan un cariz disidente, pero también transformativo (Quintana, 2016b, p. 107). Esta tercera ruta, coincide y complementa lo que se ha estudiado previamente respecto de la paz antagónica.

Además, la filósofa colombiana se interesa en posicionar otro tipo de derechos que se contraponen a los derechos instituidos, como lo son los “derechos propuestos” y los “derechos construidos en la movilización popular” (Quintana, 2016, pp. 112-113). Ambos se fraguan justamente en el seno de las movilizaciones, mas los primeros son aquellos que, de lograr institucionalizarse, sirven como argumentos políticos para realizar reclamos no reconocidos; mientras que los segundos aluden a las formas de autoorganización de los movimientos sociales para validar exigencias que no tienen cabida en las prácticas institucionales dadas.

Hacia una paz antagónica

A la par de trabajar el asunto de la violencia, Ellacuría también se abocó a dilucidar la cuestión de la paz. Desde su posicionamiento en la periferia global, emitió duros señalamientos a los discursos en boga respecto de la “paz mundial” que se difundían en tal momento. Identificó que aludía a una paz promovida desde el primer mundo, por lo que se desconocían o menospreciaban las necesidades y condiciones del tercer mundo. Al estar inmerso en las tensiones de la guerra fría, señaló que el conflicto bipolar entre las potencias de los bloques capitalista y soviético dificultaba visualizar la paz más allá del cese de los conflictos bélicos. Lo cual orillaba a que fuera una paz que se aseguraba, paradójicamente, por la amenaza de la violencia. Todo esto con externalidades y afectaciones negativas a los países y pueblos del tercer mundo. “Las naciones poderosas –a juicio del filósofo– exportan injusticia estructural y con ella la falta de paz, la raíz de la violencia”(Ellacuría, 2002c, p. 493). Esta cita es relevante, dado que permite entrever que la conformación de la violencia estructural está imbricada con las relaciones de centro y periferia internacional. La violencia estructural tiene una fuerte dimensión global, y no solo nacional o regional.

Era claro que, para el contexto de la guerra civil, desde el cual escribía, reflexionaba y actuaba, la concepción más divulgada de paz mundial resultaba fútil. Por lo que, con el interés de avanzar en una conceptualización de la paz desde el tercer mundo, procura vincular este fenómeno con su conceptualización amplia de violencia, así con el entramado jerárquico entre países del norte y países del sur. La búsqueda por construir la paz no puede obviar las condiciones sistemáticas de desigualdad a escala regional, nacional y global. El autor sostiene:

La paz no es la mera ausencia de guerra y las guerras se dan, así como los conflictos, por falta de paz. La paz no es, por otro lado, de manera primaria, un estado subjetivo de los ánimos, sino un ordenamiento justo de las relaciones sociales. Y es este ordenamiento justo de las relaciones sociales lo que más falta en los países del tercer mundo […] (Ellacuría, 2002c, p. 495).

Finaliza su argumento con un exhorto a que el tercer mundo indague en la cimentación de la paz que más le convenga, dado que la paz confeccionada y promovida desde el primer mundo en poco o nada le sirve para atender sus necesidades y urgencias (Ellacuría, 2002c. p. 500).

Lo cierto es que la época en la que escribía Ellacuría ya no corresponde a los tiempos que corren; sin embargo, varias de sus señalamientos resultan provechosos en la polémica concerniente a tal asunto. De momento, interesa resaltar dos puntos útiles para la construcción de paz: 1) la paz se encuentra en plena vinculación con la justicia, y no solo ha de entenderse como la ausencia de conflicto bélico o de guerra; 2) es indispensable asumir la presencia de un orden global sustentado en la jerarquización entre países centrales y periféricos.

Complementariamente, Laura Quintana sostiene que, en los contextos de conflicto armado, como el colombiano, la violencia ha modulado en gran medida las prácticas y las subjetividades, mismas que no se pueden desmontar únicamente con medidas jurídicas, sino que es necesario trastocar las prácticas sociales. Estas premisas le permiten a la autora formular su propuesta de “paz transformadora” (2016a, p. 222), tarea para la cual resulta ineludible la participación activa de los sujetos y colectivos afectados, con el fin de evitar que la construcción de paz funja como una imposición de arriba hacia abajo.

Un aspecto que no ha de obviarse en la apuesta de la filósofa es el papel tan relevante que otorga a los movimientos sociales y su ejecución del desacuerdo en los procesos de transformación. Para la autora, por más importantes que resulten las demandas planteadas por estos movimientos a través de los cauces legales e institucionales, es ineludible el papel de las acciones que van más allá de estos espacios. Por ello mismo es que:

El cambio […] no puede producirse por medios legales […] sino que requiere de la acción que excede siempre todo orden legal, aunque pueda en parte presuponerlo: […] bien porque el verdadero cambio es precisamente aquel que no puede ser producido por los canales normales establecidos para dar lugar a modificaciones; o bien porque lo que se quiere hacer ver son las contradicciones que el mismo orden instituido produce cuando quebranta las fronteras y reglas que lo sostienen (Quintana, 2016a, pp. 218-219).

Por lo tanto, la construcción de una paz transformadora va íntimamente vinculada con la intervención de lo público a través del ejercicio político democrático en el cual individuos y movimientos sociales posicionan reclamos a las instituciones estatales. Pero también, dichos actores despliegan acciones que desnudan las insuficiencias de dichas instituciones, proponen nuevas prácticas, además de disputar imaginarios e ideologías con el fin de que se tornen socialmente preponderantes. La construcción de la paz requiere de la generación de espacios institucionales y no institucionales de igualdad y libertad (Quintana, 2016a, pp. 219-220).

En tal sentido, Estanislao Zuleta (2020) meditó respecto de la posibilidad realista de sortear la guerra. El filósofo, en coincidencia con Ellacuría y Quintana, sostuvo una profunda desconfianza en ciertos pacifismos que, en la búsqueda de concluir o evitar las actividades bélicas, pasan por alto la conflictividad social que habita en el núcleo de lo humano. La posición de Zuleta consiste en que aceptar la condición constitutiva del conflicto permite indagar en formas de gestionarlo:

Para combatir la guerra con una posibilidad remota, pero real de éxito, es necesario comenzar por reconocer que el conflicto y la hostilidad son fenómenos tan constitutivos del vínculo social como la interdependencia misma, y que la noción de una sociedad armónica es una contradicción en los términos. La erradicación de los conflictos y su disolución en una cálida convivencia no es una meta alcanzable, ni deseable, ni en la vida personal –en el amor y la amistad–, ni en la vida colectiva. Es preciso, por el contrario, construir un espacio social y legal en el cual los conflictos puedan manifestarse y desarrollarse, sin que la oposición al otro conduzca a la supresión del otro, matándolo, reduciéndolo a la impotencia o silenciándolo (Zuleta, 2020, p. 37).

Ahora bien, lo que se pretende desde la paz antagónica es desactivar el conflicto armado, cuya manifestación más cruda es la de la guerra, con lo cual han de desmantelarse distintas expresiones de violencia sintomática. No obstante, además de afrontar los estallidos de estas violencias, ha de confrontarse la raíz de toda violencia, es decir, se han de atender las causas de violencia estructural, que es la injusticia estructural. La búsqueda de la justicia resulta un imperativo para la construcción de paz, entendiéndola como el conjunto de ordenamientos que posibilitan que todo integrante de cierto orden social acceda de forma igualitaria a lo necesario para vivir, desarrolle sus capacidades con libertad e impida dinámicas del ejercicio del poder como dominación.

Asimismo, Ellacuría denunció que la presencia de prácticas de dominio no ocurre solo entre individuos y grupos, sino también desde los países del norte hacia los países del sur. Por mínima que sea la repercusión de lo que pudiera hacerse, ya sea desde los movimientos sociales o, incluso, desde las instituciones estatales, desde la paz antagónica y desde la paz transformadora, no se pueden ignorar las relaciones planetarias de centro y periferia, así como la condición de jerarquía que las configura. Por tanto, la paz antagónica es obligatoriamente de carácter antiimperialista y anticolonialista.

Para concluir estas líneas, se estima pertinente recuperar un extracto de Estanislao Zuleta referente a la paz y al conflicto:

[…] una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino productiva e inteligentemente en ellos. Que solo un pueblo escéptico sobre la fiesta de la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz (2020, p. 39).

Referencias

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