DOSSIER
Recepción: 08 Julio 2024
Aprobación: 25 Noviembre 2024
DOI: https://doi.org/10.54871/cl4c70ae
Resumen: Los agentes estatales son los actores legitimados para confrontar los delitos de genocidio, crímenes de lesa humanidad y de guerra. Asimismo, y paradójicamente, estos actores son frecuentemente los perpetradores, espectadores pasivos e incluso encubridores de estos crímenes, y quienes obstaculizan o no impulsan procesos de memoria, verdad y justicia. Estudios socio-legales han comenzado a prestar atención a actores de base, particularmente organizaciones de la sociedad civil, como sujetos de resistencia. Este artículo hace especial foco en las víctimas. Primero, se explorarán las diferencias respecto de las organizaciones de la sociedad civil. Luego, se analizará críticamente el paradigma imperante. Finalmente, se problematizará si un nivel de agencia más allá de la encerrrona estatalista puede abrir las puertas a mayores niveles de resistencia.
Palabras clave: delitos internacionales, víctimas, agencia, participación, sociedad civil.
Resumo: Os agentes estatais são os atores legitimados para confrontar os crimes de genocídio, crimes contra a humanidade e crimes de guerra. Ao mesmo tempo, e paradoxalmente, esses atores são frequentemente os perpetradores, espectadores passivos e até mesmo acobertadores dos crimes, e aqueles que obstruem ou deixam de promover processos de memória, verdade e justiça. Os estudos sociojurídicos começaram a dar atenção aos atores de base, especialmente às organizações da sociedade civil, como sujeitos de resistência. Este artigo se concentra especialmente nas vítimas. Primeiro, serão exploradas as diferenças com relação às organizações da sociedade civil. Em seguida, será analisado criticamente o paradigma predominante. Por fim, será problematizado se um nível de agência além do cerco liderado pelo Estado pode abrir a porta para níveis maiores de resistência.
Palavras-chave: crimes internacionais, vítimas, agência, participação, sociedade civil.
Abstract: State agents are the actors legitimized to confront crimes of genocide, crimes against humanity and war crimes. At the same time, and paradoxically, these actors are often the perpetrators, passive spectators and even accessories after the fact of these crimes, and those who obstruct or fail to promote processes of memory, truth and justice. Socio-legal studies have begun to pay attention to grassroots actors, particularly civil society organizations, as subjects of resistance. This article focuses in particular on victims. First, the differences with respect to civil society organizations will be explored. Then, it will critically analyze the prevailing paradigm. Finally, it will consider whether a level of agency beyond state-led enclosure can open the door to greater levels of resistance.
Keywords: international crimes, victims, agency, participation, civil society.
Introducción
Más de 160 millones de personas han sido víctimas de genocidios, delitos de lesa humanidad y crímenes de guerra sólo en el siglo XX (Rummel, 1997). Estos números siguen aumentando dramáticamente, incluso hoy, en lugares tan diversos como Medio Oriente, Congo, Myanmar, Siria, Etiopía, Afganistán o Ucrania. En este escenario fatídico, los Estados han sido considerados globalmente como las entidades responsables de confrontar las consecuencias de estos delitos en masa. Esta mirada es deudora del derecho penal internacional (el marco normativo global que aborda los crímenes internacionales y sus consecuencias) que regula a los Estados como los entes legítimos para esta tarea, relegando el rol de individuos y organizaciones no estatales (de Greiff, 2020).
Sin embargo, estudios críticos han echado luz sobre la paradoja de que los Estados son, frecuentemente, perpetradores o espectadores pasivos que no accionan ante crímenes en curso ni hacen frente a la búsqueda de verdad, memoria y justicia en el periodo posterior (Zaffaroni, 1988; Del Olmo, 1990). Es más, estas agencias operan muchas veces como encubridores, ocultando delitos internacionales mediante “técnicas de neutralización” (Sykes y Matza, 1957), “estados de negación” (Cohen, 2001) y “técnicas de otredad” (Jamieson y McEvoy, 2005). En otras palabras, la paradoja fundamental es que el Estado, la agencia que históricamente ha sido la autora de los crímenes de mayor escala, ha sido asimismo la principal encargada de proteger a la ciudadanía de estos mismos crímenes (Friedrichs, 2009). En esta línea, se ha dicho que el Estado tiene la cara de Jano, es a la vez el principal protector de los derechos humanos y el principal violador de estos mismos derechos (Gready, 2019). ¿Quién es entonces el actor social que puede impulsar la resistencia, particularmente frente a la negativa o incapacidad del Estado para confrontar los delitos cometidos por esta misma agencia ya sea mientras estos ocurren o en el proceso posterior, en búsqueda de memoria, verdad y justicia?
Este artículo argumentará que las víctimas, aquellas personas particularmente afectadas por los crímenes en discusión, son ese actor clave. Con eje en los delitos internacionales, “víctima” es entendido aquí como las personas físicas que han sufrido un daño como resultado de la comisión de un delito comprendido dentro de la jurisdicción de la Corte Penal Internacional, incluidas las víctimas indirectas, tales como los familiares (Reglas de Procedimiento y Evidencia de la CPI, 2009). Aun cuando “víctima” es un concepto controvertido, particularmente en el ámbito de la justicia transicional, bajo el argumento de que encarna pasividad y homogeneidad (Crosby y Lykes, 2011), es posible comprometerse con una resignificación de esa imagen impotente y de su caracterización monolítica y binaria (Dussel, 1998; Fassin y Rechtman, 2009). Sin embargo, para ello, es clave entender que se trata de una categoría abstracta que subsume en una voz a muchas víctimas con intereses y necesidades diferentes (Piper y Montenegro, 2017) que pueden no querer involucrarse en los procesos de resistencia (van der Merwe and Lykes, 2018) y que, en cualquier caso, este es un camino que las víctimas pueden tomar pero siempre conscientes de que, según el derecho internacional, solo el Estado tiene la obligación legal de hacer frente a las atrocidades.
En este análisis, plantearé primero la diferencia entre “víctimas” y “organizaciones de la sociedad civil”, así como las limitaciones de estas últimas. Luego desarrollaré el pasaje de un modelo primigenio que tendió a instrumentalizar a las víctimas en favor del Estado como actor estrella hacia el modelo de la participación. Finalmente, guiada por la pregunta planteada por Piper y Montenegro, indagaré en las condiciones de posibilidad para una mayor agencia de las víctimas. En esta lógica, articularé cinco críticas que problematizan los alcances del modelo participativo como plataforma para la acción de las víctimas. El artículo incluye referencias a una amplia gama de estudios de casos ubicados en el Sur Global para ilustrar diferentes modalidades de resistencia por parte de las víctimas.
El rol (y los límites) de la sociedad civil como actor en la resistencia
Estudios socio-legales han explorado el rol de la sociedad civil en la resistencia frente a la violencia en masa y los delitos internacionales. La sociedad civil ha sido descripta como un conjunto de personas con intereses y valores comunes que plantean demandas al Estado caracterizadas por ser de interés público (Portantiero, 1981); una esfera de interacción social en la economía y el Estado que está compuesta por la familia, las asociaciones, los movimientos sociales y otras formas de comunicación política (Cohen y Arato, 2000); y un ámbito de la acción colectiva no coaccionada en torno a intereses, propósitos y valores compartidos que actúa en forma independiente del Estado y no posee objetivos principalmente comerciales (Green y Ward, 2019).
Se señala que este actor puede desempeñar un papel crucial a la hora de definir las acciones del Estado como ilegítimas mientras se producen los delitos, es decir, cuando el Estado viola las normas legales o las creencias morales compartidas (Green y Ward, 2004). En este sentido, la sociedad civil “en oposición a, o en forma independiente de las intervenciones formales [puede llenar] el vacío en el contexto de la inacción y la negligencia del Estado” (McEvoy et al., 2017, p. 23). Ello incluye dar fuerza a diversos marcos normativos empleándolos para censurar la conducta estatal ilegítima, poner al descubierto la conducta criminal a través de un complejo proceso de recopilación, corroboración y difusión de información, y perseguir reparaciones (Green y Ward 2019). Además, con posterioridad a los crímenes, la sociedad civil también puede desafiar la atmósfera hegemónica ideológica susceptible de proporcionar apoyo o impunidad a los perpetradores (MacManus, 2014) y, más ampliamente, disputar las “políticas y discursos centrados en el Estado” (McEvoy y McGregor, 2008). Es entonces que “los ciudadanos concienciados podrían, con tiempo y apoyo, actuar como guardianes de la memoria, como vigilantes contra la represión, y como parteras de la democracia” (Gready y Robins, 2019, p. 54).
En esta lógica, es frecuente que los estudios que buscan explorar el rol de actores por fuera del Estado en procesos de resistencia frente a delitos internacionales pongan el foco en organizaciones de la sociedad civil (Della Porta, 2013; Kovras, 2017; Destrooper and Parmentier, 2018; Grosescu, 2019; Bernhard et al., 2020; Hegre, Bernhard y Teorell, 2020). Sin embargo, como desarrollaremos, esto es problemático en dos sentidos.
Por un lado, muchas veces se utiliza este término para estudiar a colectivos conformados por activistas o expertos que no son víctimas. Ante ello es posible preguntarse, ¿se puede esperar un compromiso exhaustivo a largo plazo en un caso concreto (ej. la situación actual en Medio Oriente) por parte de organizaciones de la sociedad civil que dependen de donantes que financian sus agendas con requisitos estratégicos volatiles, compuestas por expertos que pueden cambiar de trabajo en multiples ocasiones, o de trabajadores ad honorem y activistas con multiples responsabilidades e intereses?
Es más, no pocas veces organizaciones de la sociedad civil devienen en “empresarios de la justicia transicional” que acaban hablando en nombre de las víctimas, quebrando la relación directa entre estas y la sociedad civil. Es decir que, aún cuando se trate de expertos o activistas con una auténtica empatía hacia las víctimas, es común que tiendan a tergiversar involuntariamente las necesidades de estas en función de lo que consideran pragmaticamente correcto. Con ello, y aun con buenas intenciones, se puede acabar por silenciarlas e instrumentalizarlas, anulando su potencial de actuación y reproduciendo su sensación de impotencia (Merry, 2006, Madlingozi, 2010, McEvoy y McConnachie, 2012). Esto no habla de la calidad personal de estos actores; la mayoría son bienintencionados y tienen una auténtica empatía por las víctimas, pero frecuentemente terminan por “robarles el dolor” y distorsionar sus intereses. En pocas palabras, no pocas veces los expertos tienden a hablar en nombre de las víctimas y a definir las subjetividades y los objetivos del proceso en función de sus objetivos institucionales, dejando desatendidas las necesidades de las víctimas (Robins, 2011; Schwöbel-Patel, 2021).
Ello es particularmente sensible cuando las organizaciones de la sociedad civil se mueven en el ámbito del derecho. Allí se potencian estos procesos de apropiación porque el trabajo realizado por las víctimas sobre el terreno es posteriormente “traducido” al léxico jurídico y presentado por tecnócratas del derecho. Por ejemplo, en Sierra Leona las víctimas no estaban satisfechas con la labor del tribunal internacional establecido para juzgar los crímenes perpetrados en el territorio, pero los expertos jurídicos internacionales ignoraron este hecho y alabaron al tribunal en nombre de las víctimas. En Irlanda del Norte, las víctimas han llevado a cabo un importante trabajo de base, pero tecnócratas fueron los que presentaron el proceso públicamente, apropiándose de su labor (McEvoy y McGregor, 2008). Similares procesos se dieron incluso a nivel de la Corte Penal Internacional, al punto que se ha calificado el rol de las víctimas como trabajo no pago e invisibilizado al servicio del tribunal (Ullrich, 2024).
Por otro lado, en la mayoría de los casos se utiliza el concepto de “organizaciones de la soeciedad civil” sin otras especificaciones, con lo que no sabemos si con ello se hace referencia a grupos de víctimas o a grupos de expertos y activistas que no son víctimas. A modo de ejemplo, incluso en contribuciones por lo demás relevantes dirigidas explícitamente al estudio de la resistencia frente al Estado, los términos “víctima” y “sobreviviente” no aparecen en el glosario final (Baaz, Lilja y Vinthagen, 2017; Chenoweth, 2021). Paradójicamente, muchos de estos estudios analizan casos de organizaciones de víctimas, pero omiten clarificarlo. Por ejemplo, Gready y Robins ( 2017) exploran y enaltecen el rol de las Madres de Plaza de Mayo e HIJOS en Argentina pero las nombran como “organizaciones de la sociedad civil”. Lo mismo sucede en Destrooper (2016) cuando hace referencia al trabajo de los sobrevivientes al conflicto civil en Guatemala. Esta visión pasa por alto el hecho fundamental de que, más allá de ser sociedad civil, son grupos de víctimas. Omitir esta información nos deja sin respuestas frente a una pregunta clave: ¿Son las organizaciones de la sociedad civil en general o las organizaciones de víctimas, registradas/caracterizadas como organizaciones de la sociedad civil, las que están desempeñando un papel clave en la resistencia?
A ello se agrega que las organizaciones de la sociedad civil suelen concebirse como esferas públicas distintas del Estado, una concepción que a menudo no concuerda con las trayectorias de las víctimas. Esto se debe a que las víctimas pueden (aunque no sin despertar polémica) formar parte del Estado y de organismos gubernamentales internacionales y abordar los crímenes y sus legados “desde adentro” (por ejemplo, hasta 2023, hijos de detenidos-desaparecidos eran titulares de dos ministerios y de la Secretaría de Derechos Humanos en Argentina, y familiares de desaparecidos eran titulares de organismos judiciales encargados de llevar adelante las causas penales). En esta línea, la resistencia de las víctimas dentro del Estado puede darse en la forma de víctimas que hoy se desempeñan como funcionarios estatales y, desde ese rol, enfrentan a otros actores poderosos que se oponen a trabajar sobre el pasado, como, por ejemplo, empresas invplucradas en los crímenes (Payne, Pereira y Bernal-Bermúdez, 2020). Además, el término “organizaciones de la sociedad civil” refiere necesariamente a un actor colectivo, mientras que las víctimas pueden desempeñar un papel relevante en la resistencia actuando de forma individual (Martí y Fernández, 2013).
El rol de las víctimas en los procesos de resistencia: de la “instrumentalización” a la “participación”
Cuando logramos correr el velo entre sociedad civil y víctimas, y nos referimos específicamente estas últimas y su rol en la resistencia, el análisis tampoco es sencillo. Las experiencias del siglo XX evidenciaron que las víctimas han tendido a ser instrumentalizadas, es decir, utilizadas como capital retórico con el objetivo de otorgar legitimidad a los procesos de confrontación de crímenes en curso y en los procesos transicionales, pero sin avalar su involucramiento real en la toma de decisiones. El caso testigo en este sentido es el de los juicios de Núremberg en la segunda posguerra, cuando el foco se centró en el juzgamiento de los perpetradores y se redujo a las víctimas a la función de “token” de los delitos que se buscaban exponer.
Más allá de este caso paradigmático, muchos otros procesos perpetuaron la tokenización de los sobrevivientes y familiares. Como señala el relator de la ONU, Ahmed Shaheed: “con demasiada frecuencia, una vez que se han recogido sus testimonios, las víctimas no reciben información sobre las decisiones tomadas y se quedan en su condición de víctimas, en lugar de ser empoderadas mediante una participación activa” (2013, párr. 97).
Podemos nombrar el caso de Perú, donde la intervención de las víctimas se redujo a invitarlas a proporcionar testimonio. Es más, muchas dieron testimonio en su idioma local, el quichua, que fue traducido al español; sin embargo, no hubo traducciones a la inversa. Es decir, la información provista por las víctimas fue un insumo útil para los dirigentes del proceso (y traducida para ello), pero no hubo atención en traducir los resultados y próximos pasos para que ellas estuvieran al tanto de los efectos y usos de su contribución. Además, el gobierno ostentó un continuo desprecio hacia ellas y dificultó el acceso a apoyo psicológico durante las exhumaciones. En una línea similar, en Colombia se utilizó la manipulación del lenguaje de la justicia transicional para fomentar la impunidad (Uprimny y Saffon, 2008) mientras que las mujeres víctimas denunciaron que no se les dio la oportunidad de expresar sus opiniones y que sintieron que el proceso era, en última instancia, inútil (ICTJ, 2014). El caso de Nepal también muestra un proceso conducido por las élites, que marginalizaron a las víctimas de las zonas rurales, reproduciendo el ostracismo prevalente en la vida social y política nepalí (Robins y Bhandari, 2012).
Para hacer frente a esta instrumentalización, organizaciones internacionales y académicos desarrollaron, a partir de la década de 1990, el llamado “enfoque centrado en las víctimas” o de “participación de las víctimas” (Bonacker y Safferling, 2013). Este promueve procesos o mecanismos en los que las víctimas puedan ser escuchadas y consideradas (Robins, 2011). En este sentido, Orentlicher (2007) destaca la importancia central de promover la amplia participación de las víctimas en el diseño y la implementación de programas de justicia transicional para combatir la impunidad. Por su parte, Nickson y Braithwaite (2014) afirman que, al conceder a los sobrevivientes derechos de participación,se les puede ayudar a trascender su pérdida. Lundy y McGovern (2008) también sostienen que la participación tiene como objetivo lograr la sostenibilidad de los procesos a largo plazo, alejándose del modelo de “talla única” y de “arriba hacia abajo”, para permitir, en cambio, que las voces de las víctimas sean escuchadas y atendidas.
Organismos internacionales, incluida la ONU, también han apoyado este enfoque. El Secretario General de las Naciones Unidas (2010) abogó por “asegurar la centralidad de las víctimas en el diseño y la implementación de los procesos y mecanismos de justicia transicional”. El Consejo de Derechos Humanos de la ONU (2012) afirmó la importancia de un enfoque centrado en las víctimas en todas las actividades de justicia transicional. Siguiendo la misma lógica, el primer relator especial para estos temas, de Greiff (2012), abogó por una “participación significativa” de las víctimas, las organizaciones de víctimas y la sociedad civil en la búsqueda de la verdad, los juicios, las reparaciones y las reformas legislativas. En igual sentido, el Estatuto de Roma garantiza que el interés de las víctimas sea tenido en cuenta en todas las fases del proceso y admite la concesión de reparaciones colectivas o simbólicas. Es más, el artículo 53 requiere que el fiscal tenga en consideración “los intereses de las víctimas” al decidir si iniciar o no un proceso.
Sin perjuicio del avance representado por el modelo de “participación” respecto de las experiencias previas, no ha logrado subvertir los límites de la encerrona estado-céntrica. Como veremos, ello no se basa en una implementación inadecuada del modelo, sino en las limitaciones intrínsecas al concepto de participación.
Los límites del modelo de participación de las víctimas
Conceptualmente, el enfoque de “participación” reafirma su condición de “invitadas” o “participantes” en iniciativas dirigidas por otros (gobiernos, organismos internacionales). El modelo sigue “hablándole”, sigue dirigiéndose, a los Estados o a los titulares del poder internacional, quienes, si están dispuestos y son capaces, “permitirán” la participación de las víctimas (las mismas que tradicionalmente han instrumentalizado). Empíricamente, los casos evidencian que, efectivamente, aun bajo el modelo participativo, las víctimas permanecen como receptores pasivos, como “objetos” en procesos que se deciden en otros lugares por otros actores que dicen velar por sus intereses. Ahora bien, se podría argumentar que el modelo de participación no necesariamente debe ser objetado, particularmente si se logran cubrir los objetivos y necesidades de las víctimas. Sin embargo, ello dista de ser el caso. En los próximos párrafos, analizaré cinco vías por las que el modelo de participación fracasa en asegurar que los derechos de las víctimas sean efectivizados.
Volatilidad política
En primer lugar, el enfoque participativo perpetúa el papel sumiso de las víctimas en relación con una dirigencia política que puede no estar comprometida, e incluso estar en contra, de confrontar los crímenes en curso o pasados. Es especialmente preocupante si los líderes no están comprometidos con la impugnación de los delitos cometidos o en curso y/o con la persecución de los perpetradores, o, incluso más grave, cuando el propio gobierno está formado por personas que estuvieron o están implicadas en las violaciones de derechos humanos. En otras palabras, no está claro cómo funciona el enfoque participativo si quienes detentan el poder encargado de aplicarlo son quienes perpetran los crímenes o evitan deliberadamente trabajar con sus legados, como lo analicé en el caso de Kenia (Vegh Weis, 2020). Como señala James, “preocupa cómo funciona el enfoque centrado en las víctimas en un contexto sociopolítico dominado por los autores institucionales y beneficiarios individuales de las injusticias” (2012). En estos casos, descartar por completo las voces de las víctimas, amenazarlas o seleccionar solo a las víctimas consideradas adecuadas o útiles, mientras se ignora a aquellas que quieren profundizar el proceso puede dejar intactas las rutinas que hicieron posibles los crímenes (James, 2012).
Esto puede verse en el caso de Kenia, donde un grupo de trabajo designado para investigar las violaciones de los derechos humanos ocurridas durante la violencia postelectoral de 2007 concluyó que la mayoría de los casos restantes no eran aptos para el enjuiciamiento debido a la falta de pruebas creíbles, en particular porque no había suficientes declaraciones de testigos (Amnistía Internacional, 2014). En particular, las víctimas sí estaban dispuestas a participar e impulsar la investigación, pero tenían miedo de hacerlo porque personas de las fuerzas militares y del gobierno seguían en posiciones de poder y podían tomar represalias. El gobierno no tenía ningún interés en perseguirse a sí mismo y, por tanto, no amplió los programas de protección de testigos (Vegh Weis, 2020b). Una situación similar se produjo cuando el fiscal del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia anunció que se investigarían los crímenes cometidos por todas las partes. Como era de esperar, los Estados implicados no cooperaron con las investigaciones.
Asimismo, en Sudáfrica, el Congreso Nacional Africano (CNA) fue la entidad que investigó e informó sobre las violaciones de los derechos humanos y del derecho humanitario durante el Apartheid. Los miembros del CNA no estaban implicados en la comisión de los crímenes del régimen del Apartheid, pero sí en los crímenes contra el régimen blanco del Apartheid, y dentro de sus filas se alegaba que habían cometido crímenes contra los supuestos traidores o disidentes. Buscando superar cualquier posible consecuencia penal, el CNA presionó para que la comisión de la verdad funcionara con amnistías condicionales, sin tener en cuenta los intereses de las víctimas. Una historia semejante se repitió cuando el fiscal del Tribunal Penal Internacional para Ruanda buscó acusar a las autoridades estatales e incluso al sistema Gacaca, supuestamente dirigido por las víctimas, pero que fue criticado por el alto nivel de apropiación y control estatal del proceso y la simultánea falta de autonomía de la comunidad (McEvoy y McGregor, 2008).
Vulnerabilidad política
En segundo lugar, incluso cuando los gobiernos de la transición estén dispuestos a trabajar para conseguir una participación significativa de las víctimas, puede ser políticamente impracticable. Esto se debe a que los países y las regiones que están atravesando procesos de transición tras crímenes masivos son especialmente vulnerables a los cambios políticos y a la inestabilidad socioeconómica. Como resultado, incluso si un determinado régimen está dispuesto a dar a las víctimas una voz clara en el proceso, esta participación está limitada por el éxito, la continuidad y la fuerza de ese régimen. Así, las acciones de las víctimas acaban siendo inciertas y vulnerables a los cambios en las políticas públicas o a los fluctuantes alineamientos políticos. ¿Qué ocurre si la administración cambia y las víctimas ya no son “invitadas” (es decir, no se les permite participar)? ¿O si el gobierno continúa en el poder, pero se ve sometido a las reacciones de los antiguos perpetradores, que le empujan a adoptar amnistías u otros mecanismos inversos?
Por ejemplo, la Comisión para la Acogida, la Verdad y la Reconciliación en Timor Oriental, iniciada por la ONU, tenía originalmente un amplio mandato para dar lugar a las demandas de las víctimas por la “no reconciliación sin justicia”. Sin embargo, después de la independencia, la administración de Timor Oriental formó una alianza con el gobierno indonesio y juntos crearon la Comisión de la Verdad y la Amistad que tenía el mandato de buscar una “verdad concluyente” y la reconciliación final sin justicia. Las demandas de las víctimas por la justicia penal, la recuperación de los desaparecidos y el abordaje de las desigualdades económicas subyacentes fueron desestimados por el nuevo gobierno luego del cambio de coyuntura (Kent, 2011).
Selectividad
En tercer lugar, incluso cuando hay lugar para avanzar en el proceso de confrontación de los crímenes, las restricciones al involucramiento de las víctimas se perpetúan en base a la selectividad. Esto significa que, aunque el discurso de la participación es en principio universal –es decir, incluye a todos y todas los/as que han sufrido graves violaciones de los derechos humanos–, el Estado selecciona y nombra como víctimas únicamente a una parte de toda la población afectada. En otras palabras, como el Estado es el que determina la forma de “participación”, puede acabar dirigiéndose solo a quienes contempla que tienen derecho a esa consideración. Es decir, los titulares del poder pueden acabar determinando a quién se reconoce como víctima.
Por ejemplo, la vanagloriada Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica clasificó a las víctimas y permitió la participación de aquellas que explícitamente avalaron el proceso de reconciliación, mientras que otras víctimas no aliadas con el modelo promovido desde la comisión permanecieron sin ser escuchadas (Hamber y Wilson, 2003, Stan y Nedelsky, 2013b). Los testimonios que no proyectaban el sentido de una “víctima inocente” también fueron marginados y percibidos como incoherentes (Krog et al., 2009). En Chile se produjo un proceso similar, ya que el gobierno trazó una línea entre las víctimas “culpables” o “no tan inocentes” –que englobaba a los implicados en la lucha política– y aquellas víctimas “inocentes” o “no controvertidas”, que eran los familiares de las personas detenidas-desaparecidas. En esta línea, la Comisión de la Verdad y la Reconciliación chilena de 1990 se centró en las desapariciones forzadas y excluyó a los presos políticos, quienes solo consiguieron que se investigaran sus casos muchos años después, en 2004, bajo la jurisdicción de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura.
Problemas similares surgieron en Ruanda, donde los Hutus y los Tutsis fueron divididos como perpetradores y víctimas respectivamente, sin tener en cuenta la complejidad del conflicto, con víctimas entre los Hutus y perpetradores entre los Tutsis. En Timor Oriental, los veteranos, en su mayoría hombres (víctimas útiles) fueron reconocidas e invitadas a participar en el proceso transicional, mientras que las víctimas no amenazantes, como las mujeres y los pobres de las zonas rurales (víctimas irrelevantes), no fueron tenidas en cuenta. Además, no se escuchó a aquellas víctimas que querían llevar a cabo iniciativas de conmemoración comunitaria porque esa propuesta era una expresión de “asuntos pendientes”, que no se ajustaba a la agenda patrocinada por el gobierno y la ONU, destinada a marcar una clara ruptura con el pasado (Kent, 2011). Del mismo modo, cuando se examinan los tribunales internacionales que se presentan como centrados en las víctimas, como las Cámaras Extraordinarias de los Tribunales de Camboya, “se aferran a modos de rendición de cuentas que establecen límites sobre cómo se narra la historia de la víctima” (Mohan, 2009, p. 42).
Metonimia: participación como “reconciliación”, “curación” o “consulta”
En cuarto lugar, los estudios existentes muestran que, en la práctica, incluso los procesos que se presentan como centrados en las víctimas rara vez lo son (Lawther y Moffett, 2017). Como afirma van Boven, existe una “brecha entre, por un lado, las normas y las aspiraciones y, por otro lado, las realidades de dejar a las víctimas sin reparación y recursos” (van Boven, 2013, 18). Esta distancia entre las aspiraciones y las prácticas puede adoptar diferentes formas. En la mayoría de los casos, la realidad muestra que la participación opera metonímicamente, tomando la parte por el todo, en el que la amplia gama de posibilidades que da la “participación” se reduce o a la búsqueda de “reconciliación y la curación”, con un enfoque individualista y patologizante, o a la mera “consulta”, un involucramiento formal desconectado de los procesos de toma de decisiones. Analicemos estas dos variantes.
En cuanto a la reconciliación y la curación, Fassin y Rechtman (2009) revelan que, en diversas situaciones, desde los conflictos armados hasta los campos de refugiados, la modalidad que prevalece es la de “lidiar con el trauma”. Este enfoque conlleva el riesgo de reducir la atención a los crímenes perpetrados y a los cambios sociales necesarios para evitar su repetición a un proyecto principalmente psicológico y centrado en el individuo.
Además, a través de estos procesos de superación del trauma, las víctimas pueden ser forzadas al perdón y la reconciliación en aras del supuesto éxito del proceso. De hecho, el lema “contar es curar” de la comisión sudafricana y “la verdad cura” de los tribunales Gacaca de Ruanda siguieron esta línea (Buckley-Zistel y Stanley, 2012). En estos casos, el anunciado beneficio terapéutico aparecía no solo como una solución mágica, sino también como el resultado del trabajo de “perdonar” (incluido el abandono de las aspiraciones de justicia) y “reconciliarse”, con la humillación adicional de enfrentarse a los perpetradores que se negaban a aceptar su responsabilidad, y que incluso podían negarse a pedir perdón. Como resultado, en los casos de Sudáfrica y Ruanda, muchas víctimas expresaron tener sentimientos de impotencia, ira, miedo y vergüenza (Espinoza Cuevas et al., 2020; Stan y Nedelsky, 2013).
Se suma a ello que, en muchos casos, el proceso de curación, aun cuando resulta necesario, es extremadamente superficial porque se entiende que dar a las víctimas la oportunidad de hablar al menos una vez (por ejemplo, en el contexto de una comisión de la verdad) es suficiente para ayudarlas a recuperarse (Marks y Clapham, 2005). Por el contrario, las experiencias de Bruno Bettelheim, Primo Levi y Paul Celan, entre muchos otros, demuestran que no basta con dejar que las víctimas alcen la voz (y ni siquiera con que escriban sus propias historias). El caso de Primo Levi es paradigmático: luego de años escribiendo elocuentemente sobre sus experiencias traumáticas en los campos de exterminio nazis, murió cayendo de las escaleras en un aparente suicidio, exponiendo cómo el trauma psicológico muchas veces no puede resolverse solo con el testimonio (Rousseaux, 2015).
Como se ha mencionado, la brecha entre las promesas y la realidad también puede manifestarse a través de la modalidad de “consulta”. Por ejemplo, la ONU destaca la relevancia de la consulta como un objetivo en sí mismo: “las experiencias de justicia transicional más exitosas deben gran parte de su éxito a la cantidad y calidad de las consultas públicas y a las víctimas realizadas” (Naciones Unidas, 2004, párr. 16, énfasis añadido). Sin embargo, la consulta es problemática en tanto las víctimas son concebidas como actores externos invitados a compartir sus opiniones, mientras que la toma de decisiones cruciales queda en manos de otros actores.
Además, una consulta puede ser incluso perjudicial cuando las preguntas dirigidas a las víctimas se formulan de forma engañosa, lo que puede provocar una re-victimización. Por ejemplo, muchas veces incluyen pedirles a las víctimas que “elijan” qué pilar es más importante para ellas o que establezcan una lista de prioridades, en contradicción con el enfoque holístico de la justicia transicional. Esto es especialmente perjudicial cuando estas consultas tienen lugar en comunidades empobrecidas y se pide a las víctimas que decidan si prefieren “justicia” o “reparaciones”, convirtiendo así la justicia en un objetivo secundario e incluso inalcanzable debido a las necesidades materiales urgentes que deben cubrir las reparaciones. En consecuencia, incluso cuando las víctimas tienen derecho a obtener tanto justicia como reparaciones (e incluso verdad y garantías de no repetición), este tipo de consulta condescendiente –que se asemeja a una pregunta imposible del tipo “¿preferís a tu mamá o a tu papá?”– no deja abierta la opción a elegir ambos pilares. De manera perjudicial, las conclusiones producidas por estas formas de consulta son presentadas por los organismos internacionales y gobiernos hablando en nombre de las víctimas y expresando que “lo que quieren” es reparación y no justicia.
Por poner un ejemplo, en Kenia –en un contexto en el que la mayoría de las víctimas han estado luchando por recuperar u obtener un pedazo de tierra para satisfacer su subsistencia diaria, resolver demandas médicas urgentes y/o alimentar, vestir y educar a sus hijos– se pidió a las víctimas que identificaran su prioridad. Los resultados de estas engañosas consultas se presentaron afirmando que las demandas materiales “tienen prioridad sobre los aspectos menos inmediatos de la justicia” y que “hay un énfasis abrumador en los enfoques que sirven para restablecer las condiciones de vida y la seguridad económica” (Robins, 2011). En una línea similar, Timor Oriental desplazó las demandas de justicia por las de reparación. Sin embargo, este cambio no respondió a la decisión de las víctimas, sino a “la importante influencia ejercida por las organizaciones internacionales” como “el CIJT, la Unidad de Derechos Humanos de la Misión Integrada de la ONU en Timor-Leste y los asesores internacionales de la secretaría posterior a la CAVR, que han promovido activamente la opinión de que un aspecto clave de lo que ‘quieren las víctimas’ es la asistencia material” (Kent, 2011, p. 450).
En la República Democrática del Congo, basándose en una consulta posiblemente distorsionada, las conclusiones afirmaron en igual sentido que las necesidades básicas de supervivencia y la seguridad deben prevalecer sobre la justicia porque así lo quieren las víctimas. El argumento para defender esta priorización fue que “los encuestados expresaron su temor a las represalias si hablaban abiertamente de su experiencia en el conflicto, lo que supone un obstáculo para cualquier proceso de búsqueda de la verdad y, en general, para el cambio social” (Vinck y Pham, 2008, 398). Por el contrario, este debería haber sido un argumento para reforzar la protección de las víctimas a los fines de que puedan participar en los procesos de justicia sin poner en riesgo su integridad, y no para descartar la justicia favoreciendo la impunidad. En fin, dentro del paradigma participativo, “las víctimas son, en el mejor de los casos, consultadas y testigos, no responsables de la toma de decisiones” (De Waardt and Weber, 2019, 209).
Impulso desde las víctimas y corsé liberal
Los casos muestran que, cuando se produce una participación más auténtica en entornos formales rara vez se debe a una iniciativa estatal, sino que a menudo se produce tras las demandas previas de movilización de las víctimas (Evrard, Mejía Bonifazi y Destrooper, 2021). Trabajos relevantes han identificado que, cuando logran empujar los límites originalmente establecidos por el Estado, las víctimas han producido resultados transformadores en iniciativas específicas y en casos tan diferentes como los juicios penales en Alemania (Karstedt, 2010), la comisión de la verdad en Colombia (Tamayo Gomez, 2022), el litigio estratégico en Guatemala (Burt, 2021), los esfuerzos de memorialización en España (Rubin, 2014) y las políticas gubernamentales en Nepal (Robins and Bhandari, 2012).
Aun en estos casos, cuando las víctimas fuerzan el paradigma para ser realmente escuchadas e involucradas, el enfoque participativo permanece siendo estrecho porque, en última instancia, el alcance de la participación y la escucha sigue siendo decidido por los que tienen el poder. Como explica Meister, “si se practica en la medida justa, y con el grado justo de contención, la ‘justicia transicional’ puede aportar una transformación cultural que deje a salvo la democracia liberal” (2002, p. 94). ¿Serán admitidas las víctimas que presionan por una transformación más radical más allá de los límites de la democracia liberal?
Conclusiones
Mientras que los estudios historiográficos suelen concentrarse en las hazañas de los héroes (que acabarán siendo conmemorados en estatuas en lugares céntricos, nombres de calles y billetes, y que son hombres blancos en casi todos los casos), los estudios de justicia transicional y los estudios de memoria sí reconocen la centralidad de las víctimas (Vezzetti, 2007). Sin embargo, los narradores de los procesos de confrontación con un pasado violento siguen siendo “expertos”, particularmente funcionarios del Estado, representantes de organizaciones internacionales y, en el mejor de los casos, abogados de organizaciones de la sociedad civil.
Este artículo ha señalado cómo la literatura ha apuntado que los enfoques exclusivamente estatales tienen serias limitaciones y, en consecuencia, esfuerzos se han dedicado a incluir a las víctimas como actores relevantes a través del enfoque participativo. Sin embargo, el argumento central del artículo es que, incluso dentro de este nuevo paradigma, las víctimas siguen teniendo un papel subordinado. Más que un inconveniente en la aplicación del enfoque centrado en las víctimas (y dirigido por el Estado), el argumento de este artículo es que el propio enfoque parece ser intrínsecamente problemático.
Esto se debe a cinco razones principales: 1. la participación depende de los que ostentan el poder y rara vez se produce si el gobierno no está comprometido con el proceso de justicia transicional o de memoria, o, incluso, si sus miembros han estado implicados en los crímenes cometidos; 2. incluso los gobiernos comprometidos con el proceso transicional pueden ser inestables y la participación de las víctimas resultará entonces incierta; 3. aún en contextos más propicios, los gobiernos son los que ostentan el poder para definir quién es una víctima con derecho a participar y quién no; 4. para las víctimas admitidas, la participación también suele limitarse a mecanismos de curación o mecanismos de consulta que no influyen en la toma de decisiones; y, finalmente, 5. cuando existen grados de participación más significativos son frecuentemente resultado de la presión de las víctimas en la puja de poder e incluso entonces las iniciativas que buscan cambios radicales más allá del corsé liberal raramente son atendidas.
En fin, el ideal de la participación de las víctimas implica un papel auxiliar en una política pública dirigida por otros (el gobierno, el poder judicial, organizaciones internacionales o tribunales internacionales). Las acciones de las víctimas acaban siendo inciertas y vulnerables a los cambios en las políticas públicas o a los fluctuantes alineamientos políticos. Además, no es improbable que los actores estatales acaben hablando en nombre de las víctimas y configurando la construcción de sus subjetividades de acuerdo con sus objetivos institucionales, lo que deja el enfoque centrado en las víctimas como un eslogan que rara vez se materializa. Así pues, este modelo no parece suficiente para garantizar cambios transformadores y duraderos, ya que reduce a las víctimas a una posición en la que son accesorios dependientes de la voluntad de quienes detentan el poder.
En esta lógica, continúa pendiente un debate sistemático sobre qué constituye agencia y cómo sería un involucramiento real por parte de las víctimas (Grewcock, 2012). Este reto nos invita a buscar un enfoque empírico y teórico más allá del paradigma participativo que conciba a las víctimas como las auténticas protagonistas de los procesos de resistencia. ¿Cómo es posible dar lugar a ese proceso de subjetivación de las víctimas? ¿Cuáles son los ejes posibles para superar los límites del modelo participativo? Estas preguntas necesarias abren un nuevo campo de exploración que excede el alcance de este artículo y que precisan construirse a partir del estudio empírico de casos donde las víctimas hayan logrado un nivel de agencia más allá del corsé participativo.
Sin embargo, es posible sugerir algunas líneas orientativas. Un modelo de protagonismo de las víctimas, más allá de los límites participativos, las involucra con su propia organización, objetivos colectivos y un plan de trabajo independiente de los grupos de poder (gobierno, organizaciones internacionales, organizaciones de expertos, tribunales internacionales). Además, este modelo hace referencia a la capacidad de las organizaciones de víctimas para hablar por sí mismas a través de sus canales institucionales (redes sociales, boletines informativos), y a la posibilidad de expresarse ante los medios de comunicación, la sociedad en general y el gobierno, y no necesariamente a través de intermediarios como los abogados o equipos técnicos.
Este modelo también requiere que éstas no sólo sean escuchadas y tenidas en cuenta por los que detentan el poder, sino que creen y hagan realidad sus iniciativas o presionen al gobierno para que las ponga en práctica, incluso contra la determinación gubernamental de impedirlo. Vías para lograr ello incluyen la búsqueda del reconocimiento nacional e internacional de las violaciones de los derechos humanos y el aprovechamiento de las estructuras jurídicas e institucionales preexistentes, así como la creación de nuevas herramientas tanto a nivel nacional como internacional (por ejemplo, litigios estratégicos innovadores). Se agrega a ello que el modelo de protagonismo puede incluir el reconocimiento de las víctimas como modelos morales y figuras públicas que atraigan el apoyo civil y la construcción de un legado transgeneracional. En fin, no hay recetas cerradas, sino lineamientos para la acción y un llamado a problematizar epistemológicamente la encerrona participativa y la necesidad de impulsar un modelo de agencia que vaya más allá de las puertas abiertas por el poder de turno.
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