Dossier

De la voz compartida a la experiencia apropiada. Una auto-etnografía sobre prácticas feministas como pistas de vida

From the shared voice to the appropriate experience. An autoethnography on feminist practices as clues to life

Victoria Pasero Brozovich
CONICET, Argentina

De la voz compartida a la experiencia apropiada. Una auto-etnografía sobre prácticas feministas como pistas de vida

Antrópica revista de ciencias sociales y humanidades, vol. 9, núm. 18, pp. 205-234, 2023

Universidad Autónoma de Yucatán

Recepción: 07 Marzo 2023

Aprobación: 18 Mayo 2023

Resumen: Lejos de una concepción instrumental de lo personal, lo afectivo y lo intuitivo como un medio para el conocimiento, abordaremos sus interrelaciones, mutuas implicancias y la imposibilidad de pensar se- paradas estas instancias en las prácticas feministas, a partir de un profundo ejercicio auto-etnográfico. Recuperamos, en el cruce entre feminismos del Sur y teorías feministas descoloniales, discusiones que aporten a construir conocimiento comprometido con la transformación social. Revisamos los tránsitos de algunas prácticas y conceptualizaciones feministas: del Norte al Sur, la consigna lo personal es político y los grupos de concienciación; del Sur al Norte, el concepto de cuerpo-territorio. Desde la concienciación como una práctica feminista subalterna capaz de dar cuenta del proceso colectivo de lo íntimo y personal, encontramos en el relato personal y afectivo, herramientas que inciden en nuestro propio conocimiento como investigadoras. Luego nos preguntamos, ¿Qué transformaciones se produ- cen en estos viajes? ¿Cómo se politizan las ideas para que no sean despotenciadas? ¿Quiénes corren riesgo de ser devoradas? De estos tránsitos y retroalimentaciones, nutritivas cuando se dan en el marco de una ética feminista crítica descolonial; canibalescas, si predomina el afán extractivista/patriarcal; trataremos en este artículo. Finalmente, a modo de tender puentes, proponemos diálogos entre femi- nismos del Sur y los descoloniales.

Palabras clave: auto-etnografía, feminismos del Sur, feminismo descolonial.

Abstract: Far from an instrumental conception of the personal, the affective and the intuitive as a means to knowledge, in this paper we will address the interrelations, the mutual implications and the impossi- bility of thinking these instances separately in feminist practices, from a deep autoethnographic exer- cise. We recover, at the crossroads between feminisms of the South and decolonial feminist theories, discussions that contribute to the construction of knowledge committed to social transformation. First of all, we review the transitions of some feminist practices and conceptualizations: from the North to the South, the slogan “the personal is political” and the consciousness-raising groups; and from the South to the North, the concept of the body-territory. Based on the experience of consciousness-raising groups as a political strategy capable of accounting for the collective process of the intimate and perso- nal as a subaltern feminist practice, we find in the personal and affective narrative, tools that at the same time have repercussions on our own knowledge as situated researchers. Secondly, we ask ourselves, what transformations are produced in these journeys? How are ideas politicized so that they are not depowered? Who are at risk of being devoured? Of these transits and feedbacks, nourishing when they occur within the framework of a critical decolonial feminist ethic; cannibalistic, when the extractivist/ patriarchal zeal predominates; we will deal with in this article. Finally, we propose the possible dialo- gues between southern and decolonial feminisms, in order to build bridges.

Keywords: autoethnography, feminisms of the South, decolonial feminism.

Introducción

Ella tiene este miedo/de que cuando por fin llegue a sí misma/se vuelva para abrazarse una cabeza de león o de bruja o de serpiente/se girará

se la tragará y sonreirá/ Ella tiene este miedo de que si excava en sí misma/no encontrara a nadie de que cuando por fin “llegue” no encontrara sus muescas en los árboles/los pájaros se

habrán comido todas las migas Ella tiene este miedo/ de que no encontrará el camino de regreso.

Gloria Anzaldúa (2015, pp.91-92)

Para la escritura de este artículo me1 nutro de distintas vertientes: en primer lugar, la experiencia situada. Un particular “entre mundos”2 en el que me he movido. Desde instancias académicas (seminarios, equipos de investigación), activismo urbano/callejero, a experiencias territoriales y comunitarias. Cursar un seminario de doctorado a tomar un curso de tarot; de trabajar toda una mañana como editora en una revista científica, a irme al mediodía a kilómetros de la ciudad a trabajar en un basural. En varios de esos “contrastes” ha transcurrido mi andar. No es mi intención hacer un escrito autorreferencial de mi propia trayectoria, sino más bien, traerla en relación con discusiones político-feministas.

Además, los espacios de formación, académicas y militantes han sido fundamentales para las reflexiones que desarrollaré. Algunas corrientes de pensa- miento marcaron profundamente mi manera de ver el mundo, a las cuales recurro a través de distintes autores a lo largo de este artículo: feministas de izquierda del Sur, teorías descoloniales, feminismo comunitario, feminismo materialista, geografía feminista descolonial.

Estos mundos me han permitido cimentar, demoler y volver a construir quien soy y quien escribe. Una de mis premisas es que no será en el refugio de las abstracciones la forma en que podremos hacer del feminismo una herramienta para la transformación social; sino acuerpando, consciente y críticamente, lo que hacemos y hemos podido hacer con la historia, el espacio y las condiciones en que vamos forjando nuestra existencia.

1 Opto por la primera persona del singular, que creo es la que mejor se aproxima en la len- gua castellana para dar cuenta que toda reflexión teórica-política está situada, es encarnada. Sin embargo, a veces recurro a la tercera persona del plural, ya que además considero que todo pensamiento es colectivo, parte de un entramado; no con la intención de desreponsabilizarme de posicionamientos políticos, sino en pos de desindividualizar la experiencia.

2 Esa expresión, de reminiscencias anzualdianas, se vincula con el estado nepantla, que en nahuatl significa “en medio de”, y al que refiere Gloria Anzaldúa a lo largo de su obra, en particular en Bor- derlands/La Frontera: a new mestiza (2015). Un estado transicional, entre el lugar desde que se parte y hacia el que se va, que se vincula a las experiencias de vivir entre fronteras (geopolíticas, lingüís- ticas, culturales, identitarias). Permanecer en el camino y construir allí un lugar donde estar, define parte de ese estado nepantla, que se caracteriza por la desorientación, pero a la vez la potencia crea(c) tiva. Agradezco a Georgina Vidiella sus reflexiones para ayudarme a pensar esta noción de Anzaldúa.

Otra premisa es no suponer, no dar por hecho, estar abierta a la pregunta en primera instancia (incluso, y especialmente, ante una misma). Muchas veces, trabajando en distintos contextos (barrios populares, cooperativas, comunidades rurales indígenas), he puesto mi feminismo en pianissimo3(por ejemplo, no usar lenguaje inclusivo o no llevar mi pañuelo verde atado, entre otras cosas). En ese mismo acto, he creído respetar las opiniones y creencias ajenas, pero también he anulado o silenciado la posibilidad de dialogar con otros feminismos a los aprendidos. Con el tiempo, fui descubriendo en mis compañeras más cercanas, en sus gestos, profundos aprendizajes feministas y he aprendido la importancia de cuestionar el propio feminismo. Por ejemplo, a pesar de llevar su pañuelo ce- leste y yo el mío verde, con varias compañeras cartoneras y su praxis de promo- ción ambiental, he aprendido más de ecofeminismo que leyendo a renombradas intelectuales. He sabido que el tiempo o las urgencias son diferentes en distintos cuerpos, las demandas y deseos varían, y se construyen en relación con los terri- torios.

Varias de estas reflexiones fueron iniciadas en una ponencia realizada para las IX Jornadas sobre Etnografía y Métodos Cualitativos (Pasero, 2020). Para este artículo retomo parcialmente lo que allí comencé y lo profundizo. Son algunos ejes que considero “nudos”, en el sentido de problemas recurrentes o difíciles de abordar, tal como propone la feminista chilena Julieta Kirkwood ([1984] 2021).

Comienzo compartiendo la metodología que guía estas reflexiones. Luego recupero, por un lado, la experiencia de hacer política feminista y los grupos de concienciación. Por otro lado, la importancia del uso situado de las categorías y el reconocimiento de sus viajes, diálogos y transformaciones, en especial, a par- tir del concepto de cuerpo-territorio. Finalmente, presento algunos posibles des- enredos y propuestas ético-político-metodológicas que, en sus contradicciones, abren distintos caminos. Las retomo, con la convicción de que nos conduzcan, al menos en instantes de peligro, a un lugar seguro; que nos ayuden a encontrar juntes el camino de regreso.

3 Este término del italiano significa “muy suave”, se utiliza en notación musical para indicar que

un fragmento debe tocarse con tono muy débil y poca intensidad.

Consideraciones metodológicas: pistas de vida4

La metodología, conocida como la cocina de la investigación, ha sido profunda- mente transformada por los aportes feministas. Y nada más pertinente que remitir a esta parte sustancial del proceso de investigación con una metáfora que alude a un espacio históricamente feminizado. Allí se garantiza lo que nutre, se debate, se comparten ingredientes, se prueban sabores, se cometen errores que se salvan con inventiva, imaginación y solidaridad, por supuesto, un espacio no exento de conflictos y peripecias.

Intentaré brevemente dar cuenta de la cocina de este artículo. Me sitúo desde una metodología feminista, recurro principalmente a la auto-etnografía y al análisis genealógico, en la revisión de prácticas y conceptos propuestos den- tro de los feminismos, a partir de un trabajo hermenéutico sobre distintos textos (producciones teóricas, declaraciones políticas, testimonios, las propias memo- rias). Mediante la selección y análisis de textos y las comparaciones conceptua- les, realizo la presentación de algunos debates, siempre traídos en relación a mi propia experiencia, puesto que desde la epistemología feminista, reconocemos y nos posicionamos como parte de aquello sobre lo que reflexionamos (Gregorio Gil, 2019). La reflexividad es ineludible, pero en tanto la distinción sujeto-objeto pierde relevancia. Sí, en algún punto esta es una reflexión subjetivista, pero no por ello deja de hacer parte de los esfuerzos por aportar otras visiones objetivas del mundo, aunque siempre parciales. Todo este trabajo entreteje lo escritural con lo histórico situado, lo metodológico con lo político, lo teórico con lo experien- cial. La escritura, en tanto feministas, conduce de modo inevitable a un ejercicio corpobiográfico (Rodríguez, Rosana, 2021).

El valor de la auto-etnografía consiste en su capacidad para mostrar de forma contextualizada los procesos mediante los cuales se produce la diferencia- ción y la multiplicidad de significados de las prácticas sociales (la práctica teó- rica y política, entre ellas). Se trata de una reflexión sobre mis (nuestras) propias lentes con el objeto de romper las representaciones sobre las otras y sus experien- cias; a su vez, prestar atención a las prácticas de poder, cómo nos atraviesan las relaciones sociales de sexo, pero también la imbricación con la raza, la etnia, la clase, la cultura, entre otras (Falquet, 2022).

4 Este apartado lo incluí luego de los generosos comentarios realizados por las dos personas que revisaron este artículo, a quienes agradezco enormemente por la labor, tiempo y dedicación. Incluso la expresión que incluí en el título, “pistas de vida”, la retomo de uno de los dictámenes recibidos, que me permitió darme cuenta de que di por hecho o no otorgué el valor suficiente a reconstituir el camino de la reflexión, las pistas, en lo que ha sido fundamental para las feministas para abrir paso y valorar otras formas de producir conocimiento para/sobre nuestras vidas en la academia, en las experiencias políticas, en la cotidianeidad.

Hace unos días, una compañera volvió a Mendoza, después de un año de regresar a vivir a su tierra natal, Chile, para defender su tesis de Maestría en Estudios Latinoamericanos. Su defensa nos convocó a varias que compartimos un particular entre mundos: el Ñañakay, un bachillerato popular de género5. Allí estuvimos, después de mucho tiempo y recorrido, escuchando en el aula de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo. Su tesis, un recorrido bibliográfico sobre la filósofa chilena Olga Grau, quien nos honraba también con su presencia, se transformó en un ritual neplantero. Al día siguiente, entre vinos, rememoramos esa experiencia política compartida que nos hermanó y nos transformó. Nos dimos cuenta, cada una a su manera, lo mucho que le debíamos en nuestras propias vidas, reflexiones, devenires, a esa experiencia. Entre algunas, nos quedamos pensando sobre la grandeza, al menos desde nuestras perspectivas, de aquello que habíamos sido y construido. Y nos quedamos pendientes de cada una escribir, teorizar, rememorar, honrar esta me- moria, pedazo de nuestras historias dentro de otro pedazo que es la historia del feminismo en Mendoza. Estas palabras ni muchas de mis preocupaciones políti- cas serían posibles sin mi paso por allí, el encuentro con cada una de las compa- ñeras, el territorio del barrio y el “bachi”, los murales y las juntadas nocturnas, las asambleas debatidas.

La experiencia personal y colectiva nos transforma, en el hacer de la po- lítica feminista, hallamos pistas de vida para andar nuestras vidas en los espacios que transitamos. De allí que explicito este trabajo reflexivo en primera persona, no con el objetivo de hacer una autobiografía; más bien, en pos de reflexionar so- bre la propia práctica feminista en lo cotidiano y en el oficio de investigar desde la coherencia conceptual, en un proyecto más amplio de cuidado y ética feminis- ta. Puesto que, “como parte del proceso de reparación simbólica que implica el hecho de conversar, testimoniar, relatar y escribir, nuestras prácticas están pre- sididas muy sensiblemente por el ethos del cuidado” (Gregorio Gil, 2019, p. 5). Conversamos, testimoniamos, discutimos, escribimos, con el afán de cuidarnos, a nosotras, nuestras memorias y nuestras construcciones políticas.

5 Bachillerato popular es una forma legal y política de terminación educativa para personas adultas, que reivindica y retoma la pedagogía de la educación popular. Esta experiencia que men- ciono funcionó en el Barrio Los Cerrillos, Godoy Cruz, Mendoza, durante los años 2015-18, y constituyó la primera experiencia de bachillerato en la provincia en reivindicarse desde una pers- pectiva de género y feminista. Se co-construyó entre compañeras del barrio, y otras provenientes de distintos ámbitos y trayectorias feministas.

Compartir la voz, colectivizar la experiencia

Del norte al sur: la insistencia feminista de hacer de lo personal un asunto político

Hay mucha producción y sistematización sobre los grupos de mujeres de con- cienciación feminista (Bach, 2015). Durante los 60 y 70, el norteamericano gru- po de Mujeres de Boston6, su repercusión en los feminismos europeos como la Libreria delle donne di Milano7, y posteriormente en el latinoamericano, con sus particularidades en el contexto álgido que atravesaba la región. También es mucho lo que se ha escrito en torno a la crítica de extender la experiencia del feminismo blanco a todas las mujeres (volveremos a ello más adelante).

Los grupos de autoconciencia nacen como una práctica política funda- mental del feminismo radical; desde cada testimonio individual surgían las bases para la teoría y la organización colectiva, cada relato como usina de un cambio estructural y profundo. Ana María Bach (2015) describe al respecto:

En 1967, Kathie Sarachild, junto con otras teóricas y activistas como Carol Hanisch, comienzan los grupos de autoconciencia, donde lo que interesa es crear teoría a partir de las experiencias de las mujeres. En la misma época, Kate Millet escribe su tesis doctoral Política sexual, que aún continúa vigente, y Shulamith Firestone, La dialéctica del sexo. Se considera que el feminismo radical es un movimiento antisistema. (p. 20)

Kathie Sarachild (1987), reflexiona sobre los distintos recorridos políticos en torno a la concientización y cuestiona su transformación en fin en sí mismo, con reglas estandarizadas por grupos de personas “autorizadas” que institucionaliza- ron esta práctica que apuntaba a otros horizontes. En sus palabras:

La concientización no es ni un fin en sí misma ni una etapa, ni un medio para un fin di- ferente, sino una parte significativa de un compromiso muy inclusivo de ganar y garan- tizar cambios radicales para las mujeres en la sociedad. La mirada de la concientización como un fin en sí mismo, que es lo que sucede cuando la concientización se transforma en una metodología, una psicología, es una distorsión tan severa y destructiva de la idea original y del poder del arma como el considerarla como una etapa (Sarachild, [1987] 2017, p.143).

Para la autora, la clave de esta práctica radica en:

Analizar nuestra experiencia en nuestras vidas personales y en el movimiento, leer acer- ca de la experiencia de la lucha de otras personas, y conectarlos a través de la concien- tización puede mantenernos en el camino, moviéndonos tan rápido como sea posible hacia la liberación de las mujeres (Sarachild, [1987] 2017, p. 248).

6 Nos referimos principalmente al colectivo del Libro de la Salud de las Mujeres que publicó en

1971, Nuestros cuerpos, nuestras vidas.

7 Para conocer de esta experiencia conformada en 1975 en la ciudad de Milán, Italia, recomen- damos la Entrevista a Clara Jourdan y a Luisa Muraro, referentas de la Librería, realizada por Marta Herrera (2019).

Como retomaremos hacia el final, este abandono del camino de liberación del movimiento de mujeres/feminista de los setenta, es una reflexión crítica que se repetirá entre varias feministas radicales de la época, como en Adrienne Rich ([1986] 2019).

La consigna de lo personal es político constituye un pilar de lo que implica en términos prácticos el feminismo: visibiliza y denuncia –pues es un movimiento, ante todo, contestatario- el agotamiento de la racionalidad patriarcal; y propone – pues es un movimiento político- vías de escape a esa racionalidad agonizante.

Es en los laberintos de esas propuestas de escape donde aparecen las dife- rencias que constituyen a los feminismos. Por un lado, sus derroteros a partir de los 80 hacia la institucionalización y academización; por otro, las distintas ver- tientes feministas en diálogo y discusiones cuyo inicio podemos referenciar con las críticas provenientes del feminismo negro (desde el manifiesto del Colectivo Combahee River en 1977 hasta las publicaciones de bell hooks, 1984; Patricia Hill Collins, 1990; entre otras), que se continúan y profundizan con el feminismo lesbiano autónomo, descolonial, latinoamericano e indígena8.

La potencia de esa práctica que empezó con pequeños grupos se extien- de, permanece y demuestra que el encuentro político entre mujeres puede ser un camino reparador ante las violencias patriarcales. Las emociones, sobre todo aquellas que se encuentran bloqueadas y negadas, los movimientos del dolor y la ira que puede producir, si se enmarcan en experiencias colectivas, pueden derivar en procesos transformadores y liberadores, en el marco de un profundo trabajo, colectivo e individual, de alquimia emocional, tal como se vislumbra en la obra de Audre Lorde (2004).

La creación de conciencia a partir de nombrar y reconocer lo propio en las experiencias de la otra, ha sido un método feminista (MacKinnon, 1995) para politizar lo que, nos dicen, debe permanecer en el ámbito de lo privado. Sacarlas del silencio y ocultamiento y dotarlas de una significación transformadora, es parte de la apuesta político feminista por cambiar el mundo cambiando-nos a nosotras mismas.

En las experiencias del feminismo del Cono Sur, de la mano de la educación popular, los grupos de mujeres, tanto durante los inicios de las dictaduras como en la recuperación democrática, tomaron una impronta fundamental. No solo para la toma de conciencia “mujeril”, sino también porque constituyeron, en palabras de Julieta Kirkwood (1984) “uno de los procesos de recomposición del tejido social más relevante del periodo” (p. 176). Como señala la feminista chilena:

8 Para rastrear algunas de estas críticas recomendamos los textos de Yuderkys Espinosa (2010,

2019), Breny Mendoza (2010), entre otras feministas descoloniales latinoamericanas.

fueron las mujeres del campo popular las que encabezaron acciones para hacer frente a las crisis económicas de comienzos de los años ochenta a través de comedores, ollas comunes, talleres productivos y grupos de salud. Para muchas estas experiencias orga- nizativas fueron instancias de politización y de concientización acerca de sus problemas específicos en tanto mujeres. (Kirkwood, 1984, p.176).

En sus tránsitos al sur, la consigna de lo personal es político, cambia radicalmen- te de forma, de consistencia. La práctica de los grupos de concienciación, el “ta- llerear” en el Cono Sur, enraíza con otros sentidos, deriva de procesos colectivos y comunitarios y los retroalimenta. No hay un feminismo aislado de la sociedad, de la comunidad y de los procesos de memoria, verdad y justicia.

Del sur al norte: cuerpos-territorios y los tránsitos de un concepto complejo

La noción de cuerpos-territorios es una construcción teórica, política, metodo- lógica y ontológica fundamental que proviene de los feminismos comunitarios e indígenas (Cabnal, 2015; Colectivo de Miradas Críticas, 2017). Permite reparar en las conexiones que existen entre los cuerpos y los territorios, romper con las dicotomías occidentales y comprender las violencias imbricadas. Es “una epis- temología latinoamericana y caribeña hecha por y desde mujeres de pueblos ori- ginarios que viven en comunidad,” que “pone en el centro lo comunitario como forma de vida” (Cruz Hernández, et al., 2020, p.11).

Los feminismos comunitarios, retomando la importancia feminista del cuerpo, advierten que no hay cuerpo sin territorio; de la misma manera que no hay territorio sin cuerpo. Algo que podría resultar evidente y que sin embargo ha sido sistemáticamente negado, a fuerza de múltiples tipos y modalidades de violencias: epistémica, sexual, simbólica, económica, racista. Este aporte es im- prescindible, tanto hacia el feminismo como hacia los movimientos de resisten- cia en territorios; y a su vez, en sus repercusiones en distintas disciplinas de las ciencias humanas y sociales (con especial impacto en la geografía). Constituye un concepto central que va transitando del Sur al Norte, y en distintos contextos.

Uno de los textos de gran difusión de los aportes epistémicos del femi- nismo comunitario fue el de Lorena Cabnal (2010), el mismo se edita y publica bajo el financiamiento de ACSUR-Las Segovias9. Al francés, la traducción es realizada por la intelectual y activista Jules Falquet, quien a su vez incorpora en su teoría esta categoría, para el análisis del caso de Guatemala.

9 Asociación para la Cooperación con el Sur -Las Segovias es una organización ciudadana si- tuada en España, que entre sus objetivos se propone “una acción de transformación social para construir un modelo de desarrollo equitativo, sostenible y democrático a escala global”. Ver: https://www.acsur.org/

Vemos los fructíferos que pueden resultar los diálogos Sur-Norte, bajo premisas descolonizadoras compartidas. El debate de cuerpos-territorios puede ponerse en diálogo con discusiones ecofeministas, con las epistemologías feministas situadas, como la de Donna Haraway (1991, 2016) y su concepción de naturocultura10. De la misma manera que en un momento el pensamiento oc- cidental demarcó la separación del ser humano con el resto del mundo animal; lo hizo con la naturaleza.

Como reconstruye Falquet (2017) en la experiencia de Guatemala (prin- cipal territorio-usina del concepto cuerpo-territorio), se da en el encuentro de las herramientas feministas de concienciación y reapropiación corporal, con el nom- bramiento de las violencias padecidas en los cuerpos (en particular, las violencias sexuales sobre niñas y mujeres indígenas en el marco de conflictos armados), uno de los sustratos en el que emerge la categoría. Siendo fundamental las distintas organizaciones feministas, indígenas y de derechos humanos que acompañaron y sostuvieron esos procesos.

Reconocer el propio cuerpo es reconocer el territorio en su primera escala, la más próxima. Nombrar, poner palabras a lo vivido, acuerpar (Cabnal, 2010), no es lo mismo que solo intelectualizar; es brindar-se herramientas de análisis y transformación política ante experiencias compartidas. Esto es lo que diferencia un movimiento meramente intelectual a uno anclado en la política, el sustento de la praxis. Nombrar y acuerpar es lo que hicieron feministas y organizaciones de derechos humanos en Guatemala y otros países, al registrar, sistematizar y pro- curar entender los procesos de violencia y despojo sobre esos cuerpos-territorios, sus implicancias objetivas y subjetivas, en su relación con la historia del país y las violencias experimentadas.

Es importante situar los contextos de producción de estas categorías, por- que si bien se extiende su uso en las ciencias sociales y geográficas (Haesbaert, 2020), no resulta ajeno o un dato menor sus condiciones políticas de emergencia. Traigo esta primera advertencia en torno a los usos disciplinares de este concep- to, porque se desdibuja el rol de las organizaciones y en particular, lo que implica visibilizar la violencia sexual y politizarla, acción que condensa finalmente en la construcción de una categoría.

Este doble carácter del concepto, como enunciado político y como ca- tegoría analítica, no obstante, abre múltiples caminos en los que continuar sus indagaciones. Así, Delmy Cruz Hernández (2016), como parte del Colectivo de

10 Este concepto remite a una unidad biosocial y permite ir más allá de los reduccionismos bio- lógicos y culturalistas, al profundizar en las formas de relaciones con las otredades significativas, como las que sostenemos humanos y no humanos, en particular con los perros, que nos constitui- mos “especies de compañía” (Haraway, 2016) unos de otros.

Miradas Críticas11, desarrolla la amplitud del concepto en tanto categoría de aná- lisis, en su potencial conceptual y metodológico, pero remarca constantemente su origen situado en los procesos de luchas en territorios por los feminismos comunitarios e indígenas. De la misma manera, Cruz Hernandez, Diaz Lozano y Gabriela Ruales (2020) recuperan el uso político de este concepto desde co- lectivos sociales de investigación-acción, para visibilizar opresiones en distintas latitudes del Abya Yala.

Con todas las posibilidades tras el concepto de cuerpo-territorio, es im- portante elaborar precisiones y cuidar de ciertos usos indistintos de las catego- rías, que en su amplitud conduzcan a una pérdida de especificidad e historicidad, y de borramiento de su contexto de surgimiento. Sin clausurar los diálogos, es necesario ubicar sus límites y posibilidades, de acuerdo a sus distintas referencias geográficas, históricas, políticas. No es lo mismo su uso en contextos a los que refieren los feminismos indígenas cuando formularon este concepto, a situarlo en el Norte Global, o para reflexionar sobre barrios populares del Cono Sur.

Esta distinción tiene un sentido ético y político fundamental. No se trata de promover distancias con los feminismos indígenas, que tanto se han reprodu- cido desde los feminismos hegemónicos. Por el contrario, se hace para resguar- dar el uso contextualizado de las categorías, situar la comprensión histórica que hacemos de la misma y comprender sus tránsitos y significados.

Territorio no significa lo mismo en un barrio popular marginalizado que en un territorio indígena en disputa colonial, puesto que han sufrido procesos de despojo simbólico y material diferentes; cada comunidad tiene a su vez distintas significaciones del territorio, en función de sus propios términos ontológicos y en relación con sus repertorios simbólicos, de acción colectiva, de construcción de memoria, entre otros. Hay realidades donde coinciden y se interseccionan. Muchas veces no hay un autodenominarse indígena, aunque haya historias de racialización (que implica otro proceso investigativo y político recuperar). Las memorias de las que se nutren los procesos de resistencia son fundamentales, varían las referencias simbólicas y materiales de las que se parten. Son todos cuerpos-territorios subal- ternizados, pero con implicaciones geopolíticas distintas. Los procesos de raciali- zación y subalternización producen subjetividades despojadas de las pertenencias comunitarias, y sin embargo, en diversos procesos y expresiones, es posible encon- trar referencias de conexión con la ancestralidad, formas de recomponer el tejido, de reelaborar colectiva y subjetivamente el desgarro colonial, clasista y patriarcal.

11 El Colectivo de Miradas Críticas del territorio desde el feminismo se conforma en Quito, Ecuador, y es integrado por personas de distintos países (Ecuador, México, España, Brasil, Uru- guay), llevan a cabo propuestas de investigación-acción comprometidas, publicaciones, manua- les, talleres de mapeos colectivos, entre otras actividades que combinan activismo y compromiso teórico-político. Para conocer más: https://territorioyfeminismos.org/about/

Advierte Astrid Ulloa (2021): “hay problemas cuando se reinterpretan las nociones de las mujeres indígenas de manera descontextualizada, dado que responden a categorías relacionales que no se pueden aplicar en contextos no in- dígenas con las mismas connotaciones” (p.37). Cada contexto implica propuestas que recuperan, retoman y posicionan distintas “memorias, corporalidades, terri- torialidades e interacciones entre seres que eran invisibilizadas” (Ulloa, 2021, p.45). No somos iguales porque nuestros cuerpos tienen heridas coloniales pro- fundas. Las memorias de nuestros pueblos son distintas debido al “descubrimien- to”, la(s) conquista (s) que aún no cesa(n), la occidentalización, la colonialidad del poder, la alteridad académica, y una vez más el “descubrimiento” de nosotras a nosotras mismas. Son distintas también como parte de las resistencias y re-exis- tencias insurgentes que se elaboran y se multiplican en los distintos contextos ante y contra el despojo.

Desde los feminismos indígenas, las resistencias son pensadas en la si- multaneidad, como recupera Ulloa (2021) de Gladys Tzul Tzul: “...mientras los pueblos defienden tierras, no descuidan sus formas de gobierno comunal interno y resuelven sus dificultades. Así pues, a contrapelo de la dominación y explota- ción, plantean horizontes políticos de voluntad de vida” (p.45).

En esta perspectiva, Carina Jofré (2020) analiza las violencias y la re- presión territorial sobre los cuerpos durante la última dictadura cívico militar en San Juan, Argentina y los territorios represivos configurados en las comunidades huarpes. En particular, rescatamos la importancia dada a los procesos de recu- peración de memoria “desde abajo” y desde “los/as cuerpo/as/territorios dolidos y dolientes” (Jofré, 2020, p.76), para reconstruir y así, desnaturalizar, la histo- ricidad de la violencia colonial. También los trabajos de María Cristina Valdez (2020) sobre cuerpoterritorio y el pueblo mapuce en el sur de Argentina, nos in- vitan a reflexionar sobre el uso situado de esta categoría, y en su vinculación con los procesos de memoria y resistencia de comunidades organizadas.

Traemos estos nombres a modo de destacar las memorias, temporalidades y espacialidades implicadas. En este punto, recuperamos las palabras de Doreen Massey (2007), respecto a la importancia de comprender el espacio como “una simultaneidad de historias inacabadas, el espacio como un momento dentro de una multiplicidad de trayectorias. Si el tiempo es la dimensión del cambio, el espacio es la dimensión de multiplicidad contemporánea” (p.5).

Los feminismos territoriales (Ulloa, 2016, 2021) se levantan contra las injusticias que implican violencias en sus cuerpos-territorios, como feminicidios y desapariciones de mujeres, abusos de niñas y adolescentes; bajo formas de violencias económicas, precariedad, malas condiciones habitacionales; trabajos inestables y mal remunerados; sobrecarga de tareas de cuidados y comunitarios.

Las acciones colectivas de defensa territorial que realizan los feminismos popu- lares autónomos (Díaz Lozano, 2020), podemos definirlas en diálogo con aque- llas que parten desde los feminismos indígenas: “colectividades en acuerpamien- to (Cabnal, 2015) que actúan frente a las injusticias ambientales y territoriales, contra violencias tales como feminicidios, ecocidios y epistemicidios” (Ulloa, 2021, p.45).

Las formas de resistir se encuentran, en ocasiones coinciden, en otras, traen sus propios ritmos y temporalidades, activando memorias de mediano o largo plazo, ponen en relación sus propios elementos significativos, por ejemplo, aparecen conceptos, como el de “Agua-cuerpo-territorio”, “Cuerpos-agua”, entre otros, que dan cuenta de otras aproximaciones a lo que constituye el territorio.

En este apartado realizamos una recuperación del concepto cuerpo-terri- torio más cercana al movimiento social del feminismo comunitario en pos de vi- sibilizar esa genealogía. Vemos como el mismo ha permitido ampliar la compren- sión de problemáticas territoriales y socioculturales que atraviesan a los cuerpos feminizados y racializados no-blancos. Tanto la ampliación y complejización de lo político feminista, como la noción de cuerpo-territorio, entre otras, redefinen relaciones con lo humano y no humano, el poder, el territorio, la dimensión espa- cial, emocional, temporal. Existen distintas aproximaciones y usos de este con- cepto, por supuesto no excluyentes ni dicotómicas, pero que es preciso distinguir, en pos de no negar “la dialéctica de producción de sentido y ordenamiento de las subalternidades que ocurre en el espacio de lo global” (Millán, 2019, p. 22), dado que las dinámicas del extractivismo y colonialismo interno no son ajenas al feminismo ni a las teorías descoloniales.

La política del posicionamiento ante los riesgos de asimilación, borramiento y antropofagia

“Ah que no me sienta entonces antropófaga mía que no me coma el corazón/ del que me ama”

Adriana Pinda (poeta mapuche)

Lejos de romantizar las prácticas feministas asumimos que, como toda relación social, están atravesadas por desigualdades que han hecho correr mucha tinta al interior del feminismo. Alejandra Ciriza (2020) nos advierte:

diversas a su vez entre sí en razón de múltiples determinaciones, entre ellas la no menor de las tradiciones políticas, las desigualdades que imprimen la clase y los efectos de la racialización, la dispersión ligada a las disidencias sexuales y corporales y también las diferencias etarias, diferencias que no sólo lo son en la piel, sino en las marcas que sobre ella deja la experiencia (p. 146).

De este reconocerse en la experiencia de la otra, se corre el riesgo de confundirse en la otra, pretender ser la otra/lo otro o borrar a la otra. A pesar de las reivindi- caciones de affidamento12y sororidad, surgen otras emociones, subjetividades y anhelos en juego.

Por un lado, distintas feministas han hablado de “lo inconfesable”, como la envidia entre mujeres. Señala Laura Mercader Amigó (2019):

Entre mujeres sigue existiendo una resistencia a confesarnos envidiosas que creo que da medida de la dimensión que tiene la envidia en y para nosotras, una dimensión que lleva el peso de una situación de doble carga: el estigma político-cultural de siglos y siglos de asignación patriarcal de la naturaleza envidiosa de las mujeres, y la herida psicosocial, que pone en juego la relación con lo otro de la otra en cuyo origen está la relación con la madre de cada una (p.28).

Lo que preocupa de la envidia cuando aparece, es su tendencia homogeneizante de la otredad. Por ello la importancia de hablar, el ejercicio de nombrar estas emociones, la “confesión” de lo que parece inadmisible, impensado:

Permite abrir espacios nuevos de saber sin repetir lo dado. En la práctica del partir de sí, se da el mismo movimiento dual de la confesión: la huida de sí y el encuentro de sí. El primer movimiento implica la puesta en juego de la subjetividad parlante/escribiente, quien habla/escribe es punto de partida. Es lugar de partida, no de llegada, no se trata ni de autobiografía ni de escritura expresiva, de la expresividad del yo, sino de acceso a lo otro. El segundo movimiento te expulsa a la otredad, a la realidad que necesita ser sim- bolizada por quien habla/escribe. La envidia no soporta la disparidad, la diferencia. Su tendencia a nivelar, a rebajar, a homogenizar dificulta mucho la práctica del affidamento. La envidiosa rebaja a la envidiada para calmar su dolor ante lo que cree una falta. La envidiada se rebaja para exorcizar este fantasma de la falta. Confesar o confesarse la en- vidia permite que estas prácticas se den libres de identificaciones especulares malsanas, de fusión y confusión (Laura Mercader Amigó 2019, p.28).

Por otro lado, la socióloga paceña Silvia Rivera Cusicanqui (2010), nombra una dinámica intersubjetiva que se genera en las relaciones en los mundos “mes- tizados” y describe las múltiples violencias que se producen, (re) encubren y actualizan. Como parte de esta dinámica, se produce lo que ella denomina el resentimiento del indígena y la culpa del no-indígena.

Ahora bien, ¿qué otras emociones surgen en estas relaciones vinculares?, qué se tejen entre estos dos polos, que no son sino, el mismo reverso de una sola trama, la de la violencia patriarcal colonial sobre nuestras vidas.

Una de ellas, refiere a la falta de historia que reclama el blanqueado, el an- helo de un origen. La nostalgia de un pasado al que aferrarse, una lengua propia, una tierra, un territorio. Todo lo contrario, si revuelve, se encuentra una historia violenta: la violación y la apropiación. El abandono y el no-reconocimiento de

12 Término creado por las feministas italianas para referir a las relaciones políticas de amistad, complicidad, entre mujeres.

una patría/matría, lo que desencadena en algunos casos, “el complejo del agua- yo”13, como nombra Silvia Rivera. Con ello, se refiere a la clase política dirigente blanca-mestiza en Bolivia, criada durante su infancia por las nanas con sus agua- yos y que luego debe procesar el trauma de comprender que aquella que los crió y cargó en sus aguayos, eran en realidad, sus sirvientas.

Esta carencia se puede transformar en un deseo desmedido de lo otro: la sed de un origen, un sitio al que volver en los momentos de tristeza y angustia, una historia que contarse antes de irse a dormir. De esta herida colonial nacen las peores acciones que, encubriendo este sentir, perpetúan relaciones serviles y coloniales. Pero si en lugar de hacer de ese espacio un abismo, se transforma ese dolor en aprendizaje, quizás la práctica transforma realmente y no reproduce al infinito esa herida. Se anhela lo ajeno, pero desde un lugar que reactualiza la posesión. El deseo colonial inconcluso: poseer lo que el/la otro/a tiene.

Es el “desorden simbólico patriarcal” (Mercader Amigó, 2019, p. 58) pero también colonial, el que arrastra a narrativas devoradoras de la otredad. Cuando se devora no hay digestión posible, ningún nutriente es absorbido y se devuelve, se vomita vaciado de sus propiedades originales. Devorar no nutre, no alimenta: de ahí una insaciabilidad que no se agota. Ese acto, el de devorar la otredad, resurge en las prácticas intelectuales y políticas. Para eliminar esa voracidad y transformarla, sugerimos el camino de un diálogo más sincero con estas emociones, la “confesión” en el sentido zambraniano14 que recupera Amigó (2019, p. 29).

Posicionarse para (con) moverse

La palabra emoción proviene del latín emovere (mover, moverse), es decir, las emociones son las que nos movilizan, remueven y, en definitiva, puede condu- cir a transformar-nos en la acción. Pueden llevar a la quietud o al movimiento,

13 Esta idea la rescato a partir de conversaciones que tuve con Silvia Rivera, pero no lo he encontrado desarrollado en ningún texto, salvo en una entrevista que le realiza Verónica Gago (2010) en Página 12, donde señala su hipótesis de que este complejo estaría en la raíz de los po- pulismos modernos, pero retoma a su vez su propia experiencia al respecto. Expresa: “El comple- jo del aguayo consiste en que esa mujer que has amado desde niña, que la has olido y la has creído tu mamá, a los siete años tu familia te enseña a despreciarla. Y el dolor que te produce eso es imperdonable. Yo nunca se lo he perdonado a mi mamá, incluso después de tres años de muerta, con los rituales de todos los santos. Y para mí y hasta el día de hoy la familia de la Rosa es mi ver- dadera familia. Yo he ido más veces al cementerio a ver a la Rosa que a mi mamá” (Gago, 2010).

14 Detalla Laura Mercader Amigó (2019, p.29): “En la confesión, Zambrano, cuya reflexión nace de la lectura de las Confesiones de Agustín de Hipona, pone en relación el movimiento do- ble en el que esta actúa: en la desesperación y en la esperanza. La necesidad de confesarse nace de una huida desesperada de sí. Escapamos de la desazón e insoportabilidad de sentir el dolor de la envidia, su mezquindad y maldad en una, de verse pequeña, vulnerable, fracasada ante la sobredimensión de la otra”.

a paralizar o disponer todas las energías en huir, gritar o quedar en silencio, se expresa física y corporalmente en el registro de una sonrisa, un llanto, u otras manifestaciones gestuales.

Las emociones históricamente han sido asociadas a las mujeres, por su proximidad con la naturaleza y el cuerpo, y han sido consideradas, por lo tanto, de manera subordinada al pensamiento, perteneciente al mundo de lo masculino, “la” cultura y la razón.

Estas dicotomías operan actualizándose y remasterizándose de manera constante en el ámbito científico. Sin embargo, las emociones consideradas en tanto prácticas sociales y culturales (Ahmed, 2015) se implican de manera cons- tante en todo trabajo de investigación.

Neutralizar las emociones, disciplinar el cuerpo, ha sido muchas veces con- siderado parte de un buen desempeño profesional. Apartar, dejar de lado, en defini- tiva, negar y silenciar el propio cuerpo. Por ello, añade Sara Ahmed (2015, p. 36):

Por supuesto, las emociones no se tratan solo del movimiento, también son vínculos sobre lo que nos liga con esto o aquello. La relación entre movimiento y vínculo es ins- tructiva. Lo que nos mueve, lo que nos hace sentir, es también lo que nos mantiene en nuestro sitio, o nos da un lugar para habitar. Por tanto, el movimiento no separa al cuerpo del “donde” en que habita, sino que conecta los cuerpos con otros cuerpos: el vínculo

se realiza mediante el movimiento, al verse (con) movido por la proximidad de otros.

Esa dinámica entre movimiento y vínculo, lo que nos mueve y lo que nos hace permanecer, lo que conecta los cuerpos entre sí (propio y ajeno), y las múltiples posibilidades que de ello se desprenden. Una de ellas, señala Ahmed (2015), es la fetichización de las emociones:

No es tanto que las emociones terminen borradas, como si ya hubieran estado ahí: lo que se borra son los procesos de producción o “manufactura” de las emociones. En otras palabras, los “sentimientos” se vuelven “fetiches”, cualidades que parecen residir en los objetos, sólo a través de un borramiento de la historia de su producción y circulación. ( p. 37).

Este borramiento puede conducir y operar en un sentido reaccionario al movilizar recursos emocionales regresivos. En otros casos, resulta en infantilizar a les otres con los que nos encontramos, fetichizar su dolor y heridas, otorgando estatus de sujeto sólo en tanto sujetos sufrientes. Para de esta manera poder asumir el lugar de tutelar, portar su dolor y su voz. Todo ello conduce a anular la presencia acti- va de las otredades y ser funcional además a un estancamiento de identidades y lugares asignados a las subjetividades ajenas.

Más allá del dolor y del folklore, qué hacemos con lo complejo y cómo evitamos los encasillamientos estancos de identidades es uno de los atolladeros de toda labor etnográfica. A la vez, sin rigidizar las identidades, es preciso reco- nocer que hay heridas que sangran distinto. Las memorias de violencias no son

las mismas y es preciso respetarlo. Los cuerpos, subjetividades y emociones por- tadas en la historia tampoco son iguales. Todo ello construye posiciones distintas, en algunos casos con posibilidades de contacto y encuentro (taypi15), en otros donde es posible la negociación, y finalmente, ocasiones donde no es siquiera posible la mutua permanencia (awqa16).

Aquí es importante detenernos en un punto: el borramiento de los con- textos de producción de las emociones (los cuerpos). Las prácticas etnográficas están atravesadas por las relaciones de poder, las relaciones de clase y de sexo, que conducen a desiguales distribuciones en recursos materiales, simbólicos y afectivos. Las desigualdades producto de estas relaciones implican por lo tanto mundos físicos, simbólicos y emocionales diferentes (Pasero, 2019).

Desde una “política de la posición”, como propone Adrienne Rich (1984, p.207), consideramos vital y fundamental vincular las condiciones materiales de existencia, empezando por “la geografía más cercana” (idem), el propio cuerpo.

Posicionarse en el propio cuerpo, para entender, lo que podemos experi- mentar o no, los lugares que nos permitimos y los que no, la confianza atlética de un cuerpo blanco y fornido, o la desconfianza cimentada en las pilosidades, por el desprecio a un cuerpo agotado por el trabajo, las experiencias de discriminación y violencia experimentadas a partir de la asignación automática de determinadas categorías sociales con ciertas tareas (Pasero, 2019). Implica reconocer cuando hay posibilidades de diálogo y encuentro, y cuando sencillamente es awqa, como indica Elizabeth Monasterios (1997, p.758), aquel espacio “donde las cosas no pueden estar juntas. Los contrarios no buscan la armonía de un equilibrio sino más bien el contacto peligroso de sus diferencias”.

Volvemos a reclamar una política de la posición en los términos que pro-

pone Rich (1983):

Nuestra teoría, investigación y magisterio debe continuar haciendo referencia a la carne, la sangre, la violencia, la sexualidad, la ira, al pan que pone en la mesa la madre soltera y a a forma en que lo consiguió, al cuerpo de la mujer que envejece, al cuerpo preñado, al cuerpo que corre, al cuerpo que cojea, a las manos de la lesbiana que tocan la cara de otra lesbiana, las manos de la mecanógrafa, de la comadrona, de la que pierde la vista en

15 Del aymara, significa “centro, lugar central”. Más allá de la referencia espacial, alude a la manera de entender y organizar los mundos que conviven en la cosmovisión quechua-aymara. Para profundizar en las concepciones cosmopolíticas aymaras, el texto de Simón Yampara (2008) da elementos al respecto, en el rescate de otros pensadores indianistas como Fausto Reynaga. Silvia Rivera Cusicanqui (2010b), desarrolla en lo que nombra la “epistemología chixi del mun- do-del medio”: “El mundo del espíritu (ajayu) y el mundo de la vida material (qamasa o energía vital) están unidos en el medio (taypi) por una zona de contacto, encuentro y violencia” (p.5).

16 Palabra del quechua aymara que tomamos de la interpretación literaria que hace Elizabeth Monasterios más adelante en el texto. Hay otras aproximaciones políticas desde el pensamiento indianista.

la cadena de montaje de transitores, de la madre que capta la mínima expresión en la cara de su criatura; a todo lo que tiene de individual y común esta inmensa turbulencia que es el devenir femenino, que está siendo constantemente destruido o generalizado (p. 152).

Entre la meritocracia y el miserabilismo: la agonía de la salida individual y los cruces de pensamientos colectivos para la liberación

Hay gestos de pretensión liberadora que esconden perpetuaciones coloniales. Lo vemos recientemente en reconocidas personalidades famosas cortándose mecho- nes de pelo en “solidaridad”17 con las mujeres iraníes, que en ese gesto se repre- sentan a sí mismas como personas subalternizadas o racializadas. Por otro lado, se reproducen frases de grandes pensadoras como slogans, donde además se ha- cen recortes aislados de sus obras. “Las herramientas del amo no desarmaran la casa del amo”, se replica indistintamente. Como señala la investigadora feminista y lesbiana Georgina Vidiella18, esa frase y otras de su obra, así recortada arbitra- riamente, mutila el mismo texto, lo reduce de una manera contenciosa. No vamos a profundizar con detalle los viajes de la obra de Lorde, pero creemos ilustra lo que venimos analizando. Audre Lorde, como mujer negra, escribe desde una ex- periencia diaspórica (caribeña), desde una genealogía de cuerpos de sus ancestras y ancestros que pasaron por la experiencia de la esclavitud (en la que cobra un sentido específico la palabra “amo”), en un país con un racismo segregacionista (Estados Unidos).

Son peligrosos los paralelismos, por ejemplo, extender indiscriminada- mente la idea que las mujeres son “esclavas” de los hombres; no todas son expe- riencias comparables, o al menos, que se puedan “homologar” bajo una misma categoría.

Como blanca, muchas veces me he preguntado -la mayoría internamente; con compañeras en confianza; en esta ocasión, abiertamente-: ¿acaso no incomo- da asumir una categoría que desborda en términos de experiencia?, ¿cómo atri- buirse una subalternidad que no se ha transitado, con lo que eso puede significar en cada historia? ¿Realmente se piensa que es una solidaridad real con la otra, apropiarse de su experiencia?

Detrás de la culpa y el resentimiento, se remontan imperativos que remi- ten a una cultura del esfuerzo y meritocracia de un lado; y una cultura del mi- serabilismo, por otro. Mientras más pena se siente y más víctima, más atención

17 Lo que nos recuerda la crítica sobre las mujeres blancas y el “privilegio de la solidaridad”

que realiza Houria Bouteldja (2010).

18 No solo es un problema de citación, como reflexiona Georgina Vidiella, sino de reducción de la vida y obra de la autora. Estas reflexiones, entre otras, las impartió Vidiella en el curso virtual “Las herramientas que no son del amo. Audre Lorde y el oficio de pensar la lucha”, en octubre del 2020, organizado por la Asociación de psicólogas feministas “Sorece”.

política “merece”. Tanto uno como otro, encubren desigualdades. El resultado es producir identidades estancas, cargadas de emocionalidades reactivas (culpa, resentimiento, egoísmo), que conducen a un reforzamiento individualista. Ni una ni la otra habilitan subjetividades emancipatorias -pensadas colectivamente-, en el sentido de transformarse, transformando el entorno opresivo, alienante. Rom- per con el fetichismo del dolor (Ahmed, 2015) y el victimismo como único lugar de enunciación y de obtención de derechos, puede habilitar otras posibilidades de liberación.

Entre estos horizontes emancipatorios, dentro del pensamiento crítico latinoamericano, hay múltiples perspectivas en diálogos, con sus momentos de encuentros, tensiones y transformaciones. Los feminismos son una de ellas: fe- minismos descoloniales, anticoloniales, populares, territoriales, feminismos del sur, lésbicos, transfeminismos, chicanos, negros, antirracistas, indígenas, campe- sinos, comunitarios, rurales, y una lista que abona un fructífero suelo.

Tanto teorías descoloniales como feministas, se han propuesto combatir las desigualdades, rebatir las naturalizaciones que tienen el efecto de eternizar re- laciones históricas y las violencias que producen. Lo descolonial permite ampliar la visión ante gestos en apariencia “inocentes”; permite enlazar hechos históricos de violencia, explotación y opresión con la colonialidad (patriarcal, clasista y racista), como una matriz productora de mitos que encubren esa violencia.

Entre autoras que han tendido puentes entre estas perspectivas, la femi- nista lesbiana antirracista decolonial Ochy Curiel invita a hacer una “antropolo- gía de la dominación”, que implica cuestionar los supuestos actos solidarios de ejercicio vertical, y etnografiar nuestros lugares y posiciones, en subalternidad y privilegios. En sus palabras:

...hacer etnografía del Norte y del Norte que existe en el Sur, hacer etnografía de nuestras prácticas académicas, metodológicas y pedagógicas que contienen la idea del desarrollo, de una solidaridad transnacional basada en privilegios; significa hacer una etnografía de las lógicas de la cooperación internacional en la que se está inserta, de la lógica de la intervención social que hacemos, de nuestros propios lugares de producción del conoci- miento, de las teorías que utilizamos y legitimamos y de los propósitos para los cuales se hacen. En otras palabras, debemos hacer etnografía de nuestros lugares y posiciones de producción de los privilegios (p.56).

Hacer una antropología de la dominación, tal como propone Curiel, en íntimo diálogo con el presente Dossier respecto al hacer decolonial y la geopolítica del conocimiento, nos lleva a preguntarnos, cuando hablamos de “anclarnos en el lugar”, ¿a qué lugar nos referimos? Como feministas nos situamos en el primer lugar, más cercano, nuestros cuerpos, cuerpos-territorios. Esos lugares no son abstracciones, no da igual estar en el Sur que en el Norte global. De allí la impor- tancia y lo fructífero de los cruces entre feminismos y descolonialidad.

En el Sur, el consenso neoliberal se afianza y arrasa con cuerpos, terri- torios, memorias, sentires; y se traduce en un acuerdo político de las clases do- minantes que se resume en: endeudamiento (no se investigan ni cuestionan los procesos de deuda ilegítima); extractivismo de cuerpos-territorios, como única alternativa para pagar la deuda y “salvar” las economías; y para ello, el discipli- namiento, persecución y estigmatización de las movilizaciones populares. Con- senso que se lleva a cabo bajo un trasfondo que amalgama distintas estrategias económicas de producción de violencia como narcotráfico, hambreamiento, des- plazamientos forzosos, feminicidios y desapariciones; y políticas, como prolife- ración de grupos fundamentalistas, conservadurismos varios, fascismos neo-“li- bertarios”. Con sus matices y particulares realidades nacionales, este panorama se repite en el Cono Sur, en Centroamérica, México y el Caribe.

Partimos de la constatación empírica del desarme de las mujeres como clase, pero también de todos los condicionamientos que impone el consenso neo- liberal en el Sur Global. ¿Qué está en juego en este momento histórico? ¿Por qué no hablamos más de movimiento de liberación feminista? ¿Qué se ha perdido en este camino? Adrienne Rich (2019/1986), en el prólogo que escribe diez años después a su emblemática obra, Nacemos de mujer, realiza profundas reflexiones críticas de esa década de transformación histórica y sus consecuencias en las lu- chas feministas y en sus propias premisas teórico-políticas. Señala:

he sentido que la tesis del movimiento de liberación de las mujeres de finales de los años sesenta de que «lo personal es político» (tesis que ayudó a dar origen a este libro) está siendo cubierta por una elisión New Age de lo-personal-por lo-personal-mismo, como si

«lo personal es bueno» se hubiera convertido en el corolario, olvidando la tesis inicial. (...) La pregunta de qué queremos, más allá de un «espacio seguro», es crucial en lo que se refiere a las diferencias entre el relato individualista sin lugar a donde ir, y un movi- miento colectivo que dé poder a las mujeres (p. 28).

¿A dónde queremos ir, o qué consideramos un «espacio seguro»? Seguramente, cosas muy distintas de acuerdo con dónde nos situemos. El cuarto propio de Virginia Woolf se ha ido volviendo cada vez más lejano en cuanto a anhelo posible para quienes al Sur del mundo no encuentran resguardo a mínimas condiciones para una vida digna, o al menos, una vida posible: con techo, ali- mentación, sin violencia.

Preguntarnos qué teorías, para qué interrogantes, para qué propósitos po- líticos, intelectuales, colectivos y afectivos. Las palabras-guía de Gloria Anzal- dúa (citada en Rich, 2005/1991), nos acompañan para reclamar teorías que cam- bien nuestras formas de percibir al mundo, para volver a andar en una ruta bajo el cielo de horizontes colectivos de liberación, individual y colectiva:

La teoría produce efectos que cambian a la gente y la manera en que ésta percibe el mundo. De esta forma, necesitamos teorías que nos permitan interpretar lo que sucede en el mundo, que expliquen cómo y por qué nos relacionamos con cierta gente de maneras

concretas, que reflejen lo que sucede entre los “yoes” internos, externos y periféricos de una persona y entre el “yo” personal y el “nosotros” colectivo de nuestras comunidades étnicas. Necesitamos teorías que re-escriban la historia utilizando la raza, la clase, el gé- nero y lo étnico como categorías de análisis, teorías que atraviesen fronteras, que diluyan límites... Y necesitamos hallar aplicaciones prácticas para esas teorías... Necesitamos

desechar la idea de que existe una forma “correcta” de hacer teoría (pp. 40-41).

Solo en la práctica se articulan las luchas y la conciencia se transforma en cono- cimiento (siguiendo la pedagogía revolucionaria de la acción de Rosa Luxembur- go19). Lo descolonial como praxis, más que como una noción académica, es un llamado a la presencia, a la atención, a salir del modo automático, productivista y voraz, porque lo que está en juego es el devorarnos a las/es otras/es.

Desenredos: posibles caminos de regreso

No es mi intención hacer política de la cancelación20 o hacer correr una moral feminista sureada. Se trata de reflexiones en primer lugar autocríticas, porque parto de la convicción de que solo desde la sinceridad epistémica, incluso con sus contradicciones, es posible volvernos con la libertad y la intuición ampliada.

Traje en estas páginas algunas de mis incomodidades, no para extender- las normativamente, ni porque pretenda soberbiamente que lo que a mí me in- comoda sea algo relevante socialmente. Es porque a partir de la persistencia de estas sensaciones, la recurrencia de ciertas prácticas (el “asimilacionismo” de la subalternidad, o la política de cancelación constante), y recurriendo al análisis teórico-político, considero pueden ser puntos de condensación de problemáticas potentes para la discusión y quizás, el crecimiento político colectivo.

La resistencia al feminismo en sectores populares-indígenas, tiene que ver con prejuicios y construcciones que hacemos de les otres, sin su consentimiento. “Tapar el pañuelo verde”, durante mucho tiempo tenía sentido en construcciones en los barrios. Pero eso se fue transformando. Proyectar en les otres, carencias, deseos, que se dan en base a lo no hablado, lo no dicho o no asumido. Por eso la propuesta es en primer lugar, trabajar con aquello considerado negativo, ab- yecto, oculto, incómodo. Audre Lorde (2004), nos habla de la importancia de

19 Dice Luxemburgo, recuperada por Michael Lowy (2014): “sólo en el curso de largas y per- sistentes luchas adquirirá el proletariado el grado de madurez política que le permitirá obtener la victoria definitiva de la revolución”...“sólo en el curso de la lucha se recluta el ejército del proletariado y toma conciencia de los objetivos de esta lucha. La organización, los progresos de la conciencia (Aufklärung) y el combate no son fases particulares, separadas en el tiempo y de forma mecánica (…) sino, por el contrario, aspectos diversos de un solo y mismo proceso”.

20 Volviendo a lo desarrollado en el apartado 3, podemos decir que cancelar puede ser otra ma- nera de “devorar” a les otres, al anular su capacidad de disentir. Obviamente, hay que considerar con cuidado el contexto, hay ocasiones en que la denuncia política (en general, proveniente de sectores subalternos) se acusa de cancelación para desactivarla. En el último tiempo, el feminis- mo antipunitivista nos otorga elementos para complejizar y repensar la práctica política feminista.

transformar el silencio en acción. Comparte generosamente lo que es posible hacer con la ira y el dolor que nos produce la violencia.

Lo inconmensurable de ciertas experiencias, lo inabordable, podría con- ducir, por un lado, a recurrir al silencio y la escucha, y luego, a la acción co- lectiva. Por otro lado, dejar de recurrir a las voces de otres como testimonios y asumirlas en su contenido teórico y político en sí mismo, sin necesidad de una mediación intelectual “autorizada”.


Figura 1.
Leonora Carrington, de la serie “Una vida surrealista” 1994–1997

Auto-etnografiar las emociones que nos atraviesan, los sentimientos, las violen- cias, las contradicciones, no como un ejercicio enunciativo que de por sí “libere”. Las diferencias nos pertenecen, y las desigualdades (que se producen a partir del uso de diferencias en privilegios), se combaten.

Tenemos que confiar, en que, si excavamos en nosotras mismas, encontra- remos posibles caminos de regreso. Como feministas del sur, necesitamos salir de estos enredos, desatar esos nudos y recuperar los hilos para tejer la urdimbre, bajo una nueva calidad de luz:

Esa suerte de iluminación nueva modifica el tejido, sus figuras, sus anudamientos, hace visibles enlazamientos que un tiempo atrás pasaban desapercibidos, habilita nuevos teji- dos, hacen firmes unas urdimbres y deshilacha otras, e incluso permite seguir algún hilo delgado y frágil que alguna vez se pensó perdido. Es el presente el que ilumina con sus tensiones y conflictos al pasado, el que nos impulsa a recuperar hilos perdidos, el que a golpe de desventuras nos hace a veces negar algún aspecto estigmatizado de nuestras genealogías (la ascendencia indígena, negra o proletaria por ejemplo; la tradición po- lítica de izquierdas, vista a menudo como incómoda o extemporánea) obligándonos a transformarnos bajo los límites y presiones que lxs vencedorxs ejercen sobre nuestras

experiencias (Ciriza, 2020, p. 147).

En auge de neoliberalismos, extractivismos, violencias contra defensoras, muje- res, cuerpos-territorios en sus más cruentas expresiones, mirarse a los ojos, como escribe Audre Lorde, no es tarea fácil. En una visión no lineal del tiempo, implica mirar con los ojos hacia “atrás”, caminar el presente habitando el pasado. Nunca se parte de cero. También ejercitar la apertura intuitiva para “recordar el futuro” (Luiselli, 2011, p.110) en el sentido de activar las premoniciones y los múltiples registros de la escucha y la observación.

En la Asamblea de Feministas del Abya Yala, durante el Encuentro Plu- rinacional de Mujeres y Disidencia realizado en San Luis en octubre del 2022, muchas/es nos conmovimos profundamente, durante toda la asamblea, y en parti- cular, con la participación de Lolita Chávez21. Al final de su fogosa intervención, dijo estas palabras: “En este territorio mal llamado Argentina, aquí me vine a nombrar por primera vez feminista”. Y agregó:

Me siento feliz de compartir espacios colectivos en Feministas del Abya Yala. Senti- pensamos la necesidad de luchar juntas, juntes, aunque nos ataquen diciendo que somos funcionales a los feminismos blancos. Nada más lejano a la realidad. Eso solo lo pue- den intencionar las mentes racistas, que nos subestiman, hoy como ayer. Las feministas comunitarias, originarias que aquí estamos, somos autónomas, de libre determinación, con saberes milenarios, y venimos en muchos casos de experiencias revolucionarias. No somos tontas. Nadie nos tutela. Seguiremos tejiendo nuestra conciencia feminista. No nos callarán. Utz ipetik feminista (¡Buen camino feminista!). Y como dice Norita, nuestra Madre: ¡Venceremos!

Conmueven los actos de reconocernos, construir más allá de lo que resienten las heridas. Puesto que sí, es un país profundamente racista, clasista y sexista; pero también, es un lugar donde distintos cuerpos-territorios han resistido y han sido pioneros en la búsqueda de ampliación de los derechos humanos. Lucha que han sostenido no todas las mujeres, sino aquellas del pueblo, las feministas de izquierda, indígenas y racializadas, que hacen que este territorio del Cono Sur, pueda ser un terreno fértil ante las avanzadas fascistas y neoliberales.

21 Aura Lolita Chávez Ixcaquic, conocida como Lolita, es defensora indígena maya K´iché, lideresa en lucha por los bienes comunes, los derechos de las mujeres y pueblos indígenas en Guatemala, que está amenazada de muerte en su país, por lo que no vive allí desde el 2017.

Preguntarnos, junto a Alejandra Ciriza, qué tradiciones políticas hereda- mos y qué herramientas de lectura nos han legado, de cuáles nos sentimos parte y reivindicamos, y sobre todo, indagar en aquellas olvidadas, perdidas, relegadas.

Lejos de una búsqueda homogeneizadora de las experiencias, de las historias de las que partimos, de una epistemología aplanadora/devoradora de diversidades, lo que sugiero es pensar en los términos propuestos por Donna Haraway para avan- zar “en la política y en la epistemología de las perspectivas parciales” que habilite “una práctica de la objetividad que favorezca la contestación, la deconstrucción, la construcción apasionada, las conexiones entrelazadas y que trate de transformar los sistemas del conocimiento y las maneras de mirar” (Haraway, 1991, p. 329).

Las estructuras que han sostenido nuestras prácticas investigativas están intervenidas por modelos totalitarios de poder y sumisión. Vivimos una intensi- ficación de esa dinámica reproductora del poder que nos formó, o más bien, nos deformó en un esquema de pensamiento dual, extractivista, productivista y alien- ante (de quien investiga y quien es investigado). La tenemos en el cuerpo, en los hábitos de pensamiento y escritura, de relacionarnos y vincularnos. El llamado es a generar narrativas orgánicas, cuidadas, que superen la violencia y rigidez he- redada; a volver a una posición del cuerpo y la “corporeidad”, fundamental para no desconocer los contextos de producción diferentes de esas emociones y como dice Quijano (2000), devolver el poder a la gente:

Sugiero un camino de indagación: porque implica algo muy material, el “cuerpo” huma- no. La “corporalidad” es el nivel decisivo de las relaciones de poder. Porque el “cuerpo” mienta la “persona”. (…). En la explotación, es el “cuerpo” el que es usado y consumido en el trabajo y, en la mayor parte del mundo, en la pobreza, en el hambre, en la malnu- trición, en la enfermedad. Es el “cuerpo” el implicado en el castigo, en la represión, en las torturas y en las masacres durante las luchas contra los explotadores. Hoy, la lucha contra la explotación/dominación implica sin duda, en primer término, la lucha por la destrucción de la colonialidad del poder, no sólo para terminar con el racismo, sino por su condición de eje articulador del patrón universal del capitalismo eurocentrado. Esa lucha es parte de la destrucción del poder capitalista, por ser hoy la trama viva de todas las formas históricas de explotación, dominación, discriminación, materiales e intersub- jetivas. El lugar central de la “corporeidad” en este plano, lleva a la necesidad de pensar, de repensar, vías específicas para su liberación, esto es, para la liberación de las gentes, individualmente y en sociedad, del poder, de todo poder. Y la experiencia histórica hasta aquí apunta a que no hay camino distinto que la socialización radical del poder para llegar a este resultado. Esto significa la devolución a las gentes mismas, de modo directo e inmediato, el control de las instancias básicas de su existencia social: trabajo, sexo, subjetividad, autoridad. (pp. 380-381).

Atender a las emociones y analizar los efectos de lo que movilizan o inmovilizan, aquello que habilitan y lo que no. Conectar con las emociones “válidas” pero también con las más desprestigiadas o desagradables. Nombrar ciertas emocio- nes “inconfesables” que aparecen, no para que desaparezcan, pero sí para evitar los efectos destructivos de su presencia inconsciente.

En el recorrido de este trabajo iniciamos con el rescate de las experiencias de concienciación feminista en los 70, los movimientos contradictorios dentro del feminismo y lo que de todo ello se desprende como insumo para pensar la construcción de conocimiento como un hecho político: el papel de las emociones en todo ello, las instancias personales, corporales y afectivas. En lo personal, este recorrido me conduce a una de las primeras frases que, en mi andar feminista, escuché y me marcó profundamente: “el feminismo es algo que se siente primero en el cuerpo”.

Desde entonces, no pude desprenderme de ello y de a poco comencé a darle sentido, preguntándome a cada instante, qué sentía, buscando allí, mi guía política. Como señala Ahmed, “el feminismo involucra una respuesta emocional al mundo, en la cual la forma de la respuesta implica una reorientación de nuestra relación corporal con las normas sociales” (2015, p. 259).

Con la concienciación y reflexión crítica constante, junto a otras, con una politización que permita reorientar nuestras relaciones. En un contexto donde se anestesia el sentir con la saturación de información, en la academia se produce un sinsentir cargado de modos de sentir: indiferencia, ausencia, egoísmo, compe- tencia, mezquindad, apropiación y extracción de saberes.

Ante estas emocionalidades “peligrosas”, en el sentido de riesgosas para nuestras existencias, debemos apasionarnos en construir relatos otros, narrativas más orgánicas, desde una pedagogía feminista que se sentipiense “en términos de la apertura afectiva del mundo a través del acto del asombro, no como un acto privado, sino como una apertura de lo que es posible mediante el trabajo conjun- to” (Ahmed, 2015, p.274).

Es por ello que proponemos en primer lugar, dar cuenta del cuerpo y las emociones. En segundo lugar, prestar especial atención a aquellas emociones con connotaciones negativas, por tanto, con más esfuerzo por permanecer ocultas y negadas. En tercer lugar, hablar del contexto de producción de esas emociones, los cuerpos atravesados por las desigualdades de clase, raza, sexo, edad, con sus historias y tradiciones políticas (Ciriza, 2020).

En síntesis, la producción de conocimiento como estrategia de reproduc- ción del poder al reproducir imágenes estereotipadas, que lleve a devorarse lisa y llanamente el relato de las otras personas hasta apropiárselas o finalmente, me- diante un camino largo e incómodo, transformarse en una herramienta que sirva para un conocimiento situado, afectado y comprometido. ֍

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