Ponencias y Conferencias
El que hacer científico y su taylorismo: la lenta deriva de la generación y/o aplicación del conocimiento en los centros públicos de investigación en México
El que hacer científico y su taylorismo: la lenta deriva de la generación y/o aplicación del conocimiento en los centros públicos de investigación en México
Antrópica revista de ciencias sociales y humanidades, vol. 1, núm. 2, pp. 77-87, 2015
Universidad Autónoma de Yucatán
Resumen: La presente ponencia se dictó en el marco del IV Congreso Nacional de Ciencia Sociales “La construcción del futuro. Los retos de las ciencias sociales en México” del 24 al 28 de Marzo de 2014 en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, bajo el eje temático “El quehacer de las ciencias sociales: una visión desde adentro”.
Abstract: This paper was issued in the framework of the IV Congreso de las Ciencias Sociales “La construcción del futuro. Los retos de las ciencias sociales en México” from 24 to 28 March 2014 in San Cristobal de Las Casas, Chiapas, under the theme “ El quehacer de las ciencias sociales: una visión desde adentro”
PONENCIA
(Wittgenstein, 2002: 57)
Al igual que el panadero, el mecánico, el maestro de primaria, el herrero, el alfarero, el trabajador social, el tendero o el barrendero, el investigador en ciencias sociales es también un artesano. Su taller es su oficina. Sus herramientas se conforman de libros, cuadernos, lápices, colores, compu- tadoras, USB, mapas, celulares, cámara fotográfica, mochila, grabadora, etcétera. Tiene el gusto por el trabajo bien hecho. Procura cumplir en tiempo y forma con lo que la institución pública o privada, que lo remunera y le provee materiales y recursos para su investigación, le asigna como misión y objetivos. Combina habilidades intelectuales y manuales. Lo anterior es un ideal situado entre tiempo pasado y utopía, el Edén perdido y la Tierra Prometida.
Pero dicho investigador vive en realidad en un mundo fabril y cínico donde todo se mide y, como decía Oscar Wilde: “donde todo tiene un precio y nada tiene valor”. Tal situación convierte, en la actualidad, al investigador-artesano en una categoría en vía de extinción. Deviene en ser un obrero empleado en una fábrica – la nueva academia - que produce a destajo conocimiento, gracias
a numerosos libros, artículos, dictámenes, reseñas, ponencias, organización de eventos, bajo el manto de conceptos huecos como la innovación, la creatividad y la originalidad. Se pretende pro- ducir de acuerdo con esos valores que no son sino un horizonte inalcanzable, un deseo permanen- temente insatisfecho. En esta coyuntura, el investigador, de pilón, se vuelve educador y formador, convirtiéndose en profesor, asesor, director, sinodal, sujeto a las mismas mediciones donde, a fin de cuentas, en un mundo absurdamente guiados por la cuantificación de todo se podría sumar la producción científicas de tesis, libros, artículos a la del maíz, de zapatos, coches, Ipad, cosméticos, rifles, pelotas de golf y ropa interior, entre otras cosas tan abigarradas. La investigación como arte perdió el rumbo o encontró otro que termina por enajenarla. Es tiempo que todos nos demos una buena sacudida… o que nos pellizquemos para salir de la letargia en que la mercantilización de la producción científico nos ha sumido a todos o, por lo menos, a muchos.
Lo anterior suena a un discurso quejoso que languidece por un pasado remoto que es recor- dado con harta nostalgia, cuando en realidad es tan solo una manera de decir en qué estamos los que nos dedicamos a producir y aplicar conocimiento en ciencias sociales. Sin embargo, entre el ideal, tal vez alcanzado en alguna época y bajo alguna latitud, acerca del investigador en ciencias sociales en tanto que es artesano y la figura actual del investigador-obrero (el “IO”) empleado en una manufactura del conocimiento, existe un proceso lento que Richard Sennett llama la corro- sión del carácter (Sennett, 2000) y cuyos signos palpables son hoy el productivismo académico en detrimento de la calidad del conocimiento; la segmentación y la supeditación de la investigación en proyectos magnos trans-académicos que obedecen a lógicos, agendas y tiempos distintos a los de la academia; el behaviorismo de los premios y castigos para quien cumple y no cumple con las metas de investigación fijadas, por medio de mecanismos de control de la producción científica; el desarrollo desenfrenado del oficio de investigador en tanto que actividad artística; es decir, falsa- mente original y verdaderamente individualista por no decir plenamente egoísta; y la supeditación de la labor académica a la rutina burocrática, donde la administración de la investigación es cada vez más importante que la propia investigación, con lo que la convierte en un asunto presupues- tal y de “planeación racional” y crea otro habitus del académico que se vuelve en un gestor de la investigación y elemento de control social para con su propio gremio. Y, finalmente, el fomento de una cultura próxima a la descrita por Orwell en 1984, donde el epicentro es el “informe de in- vestigación” producido a diestra y siniestra y cuya función no es paradójicamente informar sobre alguna actividad o conocimiento sino dejar en claro para cualquier investigador que está siendo permanentemente observado por los hacedores de la vida académica fabrilmente instituida.
Esta ponencia procura aportar argumentos para señalar que la solución al estado de des- encantamiento moderno (Weber, 1995) del trabajo académico por parte de los propios hacedores de la academia o investigadores (que somos muchos, pero no todos, como veremos más adelante) no consiste en regresar al sendero de la investigación de antaño por el vehículo de la nostalgia y el conservadurismo gremial, sino en cómo construir un camino nuevo que orienta de manera feliz nuestro quehacer, es decir, hacia la satisfacción del trabajo bien hecho y en donde más importa la motivación que el talento (Sennett, 2009: 20-23). Y todo esto a partir de un diagnóstico, fruto de una experiencia directa, sobre la condición actual del investigador en ciencias sociales. De esta forma, esta ponencia se centra en el análisis de situaciones y rutinas propias de las ciencias sociales y da una importancia específica a la sociología y a la antropología, ciencias convertidas en instituciones, es decir, en empresas modernas públicas y privadas para la producción del cono- cimiento sobre la vida en sociedad y la cultura.
Por lo anterior, esta ponencia descansa en un sesgo metodológico y moral, abiertamente asumido, que consiste en restituir un tipo de producción contemporánea y una forma de vida – el
conocimiento científico de índole social y humano y la academia respectivamente – de manera cualitativa, es decir, en tanto que visión desde el interior de este proceso que ha conducido a con- vertir las universidades y los centros de investigación en industrias del conocimiento, precisamen- te, en tiempos de un neo-liberalismo desenfrenado. Dicho de otra manera, se trata de una postura subjetiva o, mejor dicho, intersubjetiva que permite dar voz y fe al testimonio del artesano que queremos seguir siendo los investigadores. Nuestras habilidades consisten en conjugar y conge- niar el producir con el hacer; esto es, aquella parte de nosotros que es el homo laborans con otra que es el homo faber. La mano con la cabeza en tanto que relación recíproca para la producción del conocimiento: es decir, sin dualidad y tampoco jerarquía y sí con continuidad e influencia; a veces la mente piensa lo que escribe la mano y en otras ocasiones es la herramienta (como el lápiz o la computadora) la que escribe el artículo o la ponencia del investigador en vez de su cabeza (Wittgenstein, 2002: 71). Existe una sinergia entre cuerpo, mente y herramientas del investigador: una ósmosis. La investigación a la que nos dedicamos es una actividad corporal, tan solo porque indagar, observar, anotar, escribir, explicar, dictar una conferencia, entrevistar a un informante, participar en una fiesta, son actividades que realizamos los investigadores con y mediante emocio- nes donde nuestros cuerpos son vehículos de estas.
Ser investigador y hacer investigación: hacia un nuevo habitus
Es curioso notar en repetidas ocasiones observadas y comentadas entre colegas acerca de la bio- grafía y las trayectorias académicas de cada uno acerca de que el paso que conduce al estudiante a ser investigador, es decir, de aprendiz de Sociología o Antropología a profesor-investigador en uno de los Centros Públicos de Investigación (CPI), es motivo de un profundo desencantamiento. Entrañamos varios de nosotros una honda nostalgia de nuestra juventud como estudiante ingenuo, curioso y tenaz, de los momentos del doctorado donde el mundo para bien y para mal giraba en torno a nuestra investigación. Ser investigador, en la figura binomial del profesor-investigador, consiste en aprender reglas que no son del todo propias del mundo académico, sino de la academia en tanto que actividad instituida, industrializada y burocratizada. Este es el habitus que define las reglas dentro del campo social de la sociología y la antropología instituida, hasta al grado de que fuera de él no existe como tal la antropología o la sociología y, en el mejor de los casos, no pasan de ser un pasatiempo para eruditos. La seriedad de nuestro oficio rima con la enajenación de las condiciones sociales que posibilitan su existencia institucional. El quehacer académico deja de ser un sano e indispensable “¿Qué hacer?”. Todo tiene que estar trazado por medio de proyectos de investigación, planes de actividades e informes sobre lo producido. Con el paso del tiempo se ha vuelto más importante informar que formar alumnos, reportar que hacer: en una sociedad del espectáculo (Debord, 1967), en la que tampoco escapa el quehacer académico y en donde la puesta en escena de la investigación mediante coloquios, homenajes, entrega de premios, etcétera, y la construcción de un metadiscurso de la investigación (esto es, el discurso sobre el discurso de la investigación), se han vuelto actividades centrales e imprescindibles para dar cuenta del trabajo de investigación hecho. Si bien, lo anterior se sitúa en el mundo de la (toda poderosa) comunicación, que es otra manera de hablar de la sociedad del espectáculo. La obsesión por rendir informes sobre la producción tiene una premisa que nos permite entender la naturaleza psicológica de la relación entre el poder político y económico, así como la que atañe a las instituciones públicas y el mundo de la academia, ya que todo gira en torno de una desconfianza hacia el investigador y más aún cuando se trata de ciencias sociales que continúan arrastrando una imagen de crisol para todo tipo de revoluciones y contestación del poder en turno.
Cuando hablamos de “disciplinas científicas” para calificar el encuadre institucional de las ciencias sociales, no hay que perder de vista que el término, primeramente, alude a un proceso de adiestramiento del habitus científico en el que el investigador puede convertirse en obrero del conocimiento o en artista de este para dejar de ser un artesano preocupado por el trabajo bien hecho y motivarse más por ocupar un escenario mediático. Este concepto puede parecer confuso y polémico. Lo es, sin duda, porque pone en jaque todos los criterios supuestamente objetivos y objetivados que validan la producción científica expresadas en números, cantidades y estadísticas.
¿Cuántos libros, cuántos artículos, cuántas ponencias, cuántos alumnos atendidos y cuántos titu- lados, cuántos investigadores en el Sistema Nacional de Investigadores (SNI), cuántos convenios firmados con otras instituciones, cuántos proyectos financiados, cuántos eventos organizados, entre otros? Todos esos “¿cuántos?”, que por cierto son rubros en extensión que pormenorizan cada vez más la investigación duplicando hasta el cansancio (y el hartazgo) el pleonasmo de sus frutos, son el cuento que quiere escuchar el poder institucional que administra la vida académica. El trabajo bien hecho que requiere del tiempo del investigador y de su motivación, tiene muchas dificultades para desenvolverse en esa contabilidad. La pormenorización del tiempo y del trabajo del investigador introducida en su vida, indica la taylorización de su quehacer vuelto producción y posteriormente mercancía insertada en una circulación e intercambio de valores. El trabajo bien hecho – como por ejemplo lo fue en conciencia de cada investigador su tesis doctoral – encuentra dificultad para escapar de este esquema avasallador.
En esta dirección, la taylorización del trabajo académico consiste en convertir el quehacer académico en otro tipo de industria y sus actividades en un tipo de producción perfectamente medible y planificable. La generación del conocimiento científico es una cadena de montaje en la cada etapa puede intervenir un agente distinto y adecuado para una tarea específica sin que tenga una visión de conjunto sobre la obra a la cual dirigir su esfuerzo. En un CPI, el conocimiento que produce un investigador es tan solo una pieza del objeto final que produce el centro para el cual trabaja, no le queda claro qué es ese objeto que convoca a todos a trabajar codo a codo, a lo largo del año en su centro; tampoco le queda claro cuáles son las otras partes que integran la producción de dicho objeto y esto tiene relación con la paulatina distancia; es decir, la ignorancia recíproca entre colegas sobre la investigación y los resultados de cada uno. En este sentido, los CPI, cual más cual menos, se convierten en fábrica para producir objetos de conocimiento como libros o eventos. Su objetivo institucional se convierte en su propio objeto y razón de ser. Se pierde la relación y conexión existentes entre objetos manufacturados como libros, eventos y diplomas expedidos y el objetivo que encauza todo este esfuerzo colectivo.
Dejan de ser esos monasterios en donde el investigador dedicado de tiempo completo, y guiado por la motivación y la pasión, producía a su ritmo obras bien hechas. El Colegio de Mi- choacán bajo la batuta de Don Luis González y González quiso ser un monasterio y de alguna manera lo fue durante años. Hoy es un CPI, una fábrica para producir conocimientos con cada vez más pretensiones para ser aplicables. El trabajo bien hecho es cada vez más difícil de conseguir en este ámbito porque el investigador ha sido desposeído de su tiempo, ya que él no es más quien mide el tiempo de su trabajo sino la institución para la que labora. Este tiene que ser productivo y rentable para su fábrica epistémica. La satisfacción que siente por su trabajo se vuelve cada vez más esporádica y efímera. Apenas termina un trabajo y se involucra ya en otro; muy a menudo sufre lo que los psicólogos llaman síndrome de multitasking donde el investigador tiene al mis- mo tiempo que escribir una ponencia, terminar un libro, dictaminar expedientes de alumnos para su ingreso al posgrado, participar en jurados, dar una clase y coordinar grupos de investigación. Entre más alto sea el rango que ocupa, más participaciones y fragmentación de su trabajo tiene el
académico contemporáneo. Esta nueva forma de trabajar disminuye el rendimiento (contrario a lo que se piensa acerca de la polivalencia del trabajador) e incrementa el estrés de quien se encuentra en este tipo de situación. El trabajo bien hecho que brinda satisfacción para quien lo realiza se acomoda mal con la multiplicación de tareas de índole distinta. Además, el multitasking aplicado al mundo académico desvela una manía que atrapa al investigador devorado por la ambición: el querer estar en todo y ocupando todos los escenarios posibles e imaginables.
A los tipos ideales del investigador obrero y artista se añaden dos figuras más: el gestor y el empresario. El primero, es un académico que termina por especializarse en evaluar y controlar la calidad de la producción de sus colegas, dejando a un lado su propia producción y encubriendo su falta de productividad por el carácter indispensable de su participación en tantas actividades de control. Se vuelve el aliado objetivo de la taylorización ya que su crítica hacia este proceso es casi siempre nimia o irrelevante. Se convierte, a veces, en un personaje cínico o en el payaso del rey. Nunca cuestiona lo que dicta la cabeza institucional, se empeña en aplicar sus normas y di- rectrices. El segundo, el empresario, considera que la investigación puede ser un negocio al igual que otro, con la ventaja de que puede utilizar las infraestructuras y los equipos de la institución donde está empleado para conseguir fines personales (como lo hacen, por ejemplo, los médicos y los cirujanos empleados por el sector público). Es el prototipo del investigador moderno porque cumple a cabalidad con la filosofía del neo-liberalismo aplicada a políticas científicas públicas: cada investigador debe, desde ahora, buscar los medios económicos para financiar su trabajo. He ahí la innovación y creatividad actual. Cumple, al igual que el investigador artista (aristócrata), con la promesa del homo faber: se crea a sí mismo, genera su propia indispensabilidad para con la institución. Se beneficia de un efecto Mateo (Merton, 1988), ya que su desempeño académico público-privado recibe recompensas y gratificaciones. Se convierte en un modelo para las nuevas generaciones y por lo tanto, dentro de su institución, recibe al igual que el investigador-artista un trato especial. Para propiciar la expresión de su espíritu empresarial cuenta, a menudo, con la compaginación de un buen capital social (tiene relaciones y sabe ampliar hábilmente este espec- tro) y un capital económico (cuenta con un patrimonio familiar que le permite aportar garantías económicas que respaldan cualquier iniciativa suya).
Ante esta situación, algunos colegas se desmotivan y deprimen, en tanto que otros se vuelven personajes cínicos y grotescos de la producción académica. Su pragmatismo convierte el trabajo bien hecho en una utilidad para lograr fines personales. Las medallas importan más que el contenido al que remiten. Otros tratan de adaptarse sin vender su alma al diablo de la taylorización de su trabajo. Algunos están al borde del suicidio cuando la institución, para la que tantos años trabajaron y tantas veces tragaron píldoras de los nuevos rumbos de la investigación, les quita, uno tras otros, todos sus privilegios simbólicos y económicos, entonces intentan o consiguen sui- cidarse. En este contexto, el trabajo en equipo se vuelve profundamente ambivalente y, aún más, los cargos de coordinación cuyo desempeño oscila entre el afán de dictar su voluntad a otros y convertirse en “jefecito” y reducir al máximo su presencia y participación en actividades colegia- das para no contaminar y contagiar el jardín secreto de la investigación de uno.
La oficina como taller del investigador
El único elemento que salvaguarda su impresión de ser aún una suerte de artesano haciendo artesanías de conocimiento es su espacio de trabajo, esto es, su cubículo que por momentos se convierte en un taller (Sennett, 2009: 72-104). En este sentido, es siempre aleccionador entrar en la oficina de otro colega porque es como emprender un viaje hacia su intimidad laboral para explorar los signos que dan un sello artesanal a su trabajo: libros en anaqueles, fólderes, cajas de
archivos, cuadernos y notas pegadas en la pared, pósteres de eventos o héroes políticos y sociales y sobre todo su computadora con decenas de archivos y páginas de internet abiertos. El desorden del investigador es paradójicamente el orden creativo que necesita para trabajar procurando que serán cosas bien hechas. Su oficina es el último baluarte donde todavía resiste el avance de la taylorización de su trabajo. La relación de fuerza es desigual. Siente que son cada vez mayores los constreñimientos burocráticos que lo alejan de la relación con el objeto cardinal de su trabajo, como por ejemplo: escribir un buen artículo que le dé egóticamente1una gran satisfacción.
La oficina es también un espacio de aprendizaje y transmisión, así como la construcción del espíritu del trabajo en equipo y del diálogo e intercambios de puntos de vista en el que este descansa necesariamente. Es el lugar en donde se han formado alumnos y se han convertido en duchos investigadores al aprender al lado de su maestro. Significa que el investigador es un maestro artesano que transmite un conocimiento a quien se vuelve su hijo espiritual. He ahí una relación filial que, años después, muchos añoramos. Es evidente que existe una distancia abismal entre los CPI y su proceder artesanal y elitista para formar a jóvenes investigadores, y las univer- sidades cuya masificación las ha convertida en espacios de trabajo taylorizados. Ahí no cabe esta relación privilegiada entre profesores y alumnos. Sin embargo, si bien los investigadores y alum- nos de los CPI gozan aún de este espacio para el aprendizaje, las amenazas se ciernen sobre la oficina en tanto que taller, en aras de una mejor estrategia y lógica de planeación. Paulatinamente, la calidad queda reemplazada por cantidades y por la búsqueda empedernida de nuevos indicado- res que puedan medir con más eficiencia los flujos de alumnos, libros, investigadores, proyectos y eventos que ha de producir tal o cual centro público de investigación.
Si bien, el trabajo bien hecho es motivo de satisfacción para quien lo hace, nos preocupa, como científicos sociales, construir un horizonte hacia el cual encauzar nuestro esfuerzo por co- nocer el mundo en el que vivimos. A la lógica medieval del trabajo artesanal realizado en peque- ños equipos organizados alrededor de un maestro (que a veces apodamos de manera despectiva gurú), se antepone o interpone otra metáfora del trabajo académico en ciencias sociales que tiene que ver con la pragmatización de sus aportes, es decir, la incitación a que la investigación sea un tipo de acción que busca incidir indirectamente en el curso de la vida social y cultural para me- jorar sus condiciones materiales y morales. ¿Hacia dónde apunta la producción del conocimiento del investigador en ciencias sociales en la actualidad? Dicho de otra manera, ¿Cómo lograr que el artesano no sea un investigador-obrero que investiga a destajo y sale de su taller sin abandonarlo para intervenir cautelosamente y en su sano juicio en la marcha del mundo? ¿De qué sirve produ- cir conocimiento si los beneficiaros potenciales de él se quedan a leguas de su aprovechamiento social?
Reconocimiento y gratificación behavioristas
Jürgen Habermas (1986) y años después Jean-Michel Berthelot (2004: 98-119) se dieron a la tarea de ordenar el quehacer de las ciencias y las ciencias sociales para tratar de atender a la pregunta que recurrentemente sale en boca de la vox populi como de los políticos: ¿Para qué sirven las ciencias sociales? En un mundo materialista y en el que el recurso público se plantea cada vez más como un bien escaso, esta pregunta se torna apremiante porque de la capacidad de los científicos sociales en contestarla apropiadamente – es decir, de acuerdo con las cambiantes expectativas de políticos volubles, lo cual no es del todo fácil- depende el porvenir de dichas disciplinas. Ambos
1 Término acuñado por el novelista francés Marie-Henri Beyle, alias Stendhal (1783-1842). Refiere a nuestra capa- cidad moral de auto-analizar nuestras acciones. El diario íntimo es una ilustración de esta tendencia.
autores señalan al menos tres intereses que construyen gradualmente la orientación epistemológi- ca del conocimiento científico: los intereses (u horizontes) técnico, práctico y emancipatorio que corresponden, a groso modo, una concepción: 1) positivista y empírica, 2) histórico-hermenéutica y 3) pragmática y praxeológica de las ciencias en general y de las ciencias sociales en particular y en donde se insertan progresivamente disciplinas como: a) las ciencias de la naturaleza, b) la historia y 3) el psicoanálisis, la sociología y la economía, entre otras. El último interés se funda- menta en la capacidad crítica de las ciencias sociales en tanto que herramienta para comprender el mundo en el que vivimos y busca terminar con sus ataduras ideológicas. No huelga decir que siguiendo los pasos de Adorno y Horckeimer, Habermas busca rescatar la fuerza crítica del mar- xismo matizando su peso dogmático con una pizca de pragmatismo que encuentra el autor de la teoría comunicacional de la acción en Peirce y otros pragmatistas. Traza Habermas la hoja de ruta de la investigación y su relación con la sociedad, a lo cual Berthelot añade elementos que permitieron remozar el pensamiento original de Habermas plasmado en Ciencia y técnica como ideología (1968).
Siento mucho decir que, desde mi ventana que se ubica en el Colegio de Michoacán2, las ciencias sociales en México y sin duda en otra parte del mundo no han encauzado sus esfuerzos hacia el horizonte emancipatorio al que aduce Habermas. Por el contrario se sitúan entre los dos primeros intereses de conocimiento descrito por el filósofo alemán. Es muy difícil explicar el por qué este aparente estancamiento o bien por qué el derrotero de las ciencias sociales instituidas ha sido su lenta y segura taylorización. Existen varias hipótesis para comprender esta deriva. Solo tra- taré de echar mano de una que consiste en decir por qué el artesano en vez de convertirse en agente de las revoluciones mentales del pueblo se ha vuelto un ser ambivalente cuya identidad oscila en ser obrero o artista en el que su concepción y quehacer de la ciencia que practica se convirtieron en una suerte de saber técnico (la aplicación de técnicas a diestra y siniestra), o bien, devino en peritaje interpretativo que tiene relación tanto con el perfeccionamiento de habilidades para des- cifrar fragmentos de la realidad en trozos sociológicos, historiográficos o económicos como las condiciones de reconocimiento institucional y gremial de dichas habilidades, fundadas en lo que Robert King Merton llamó “El efecto Mateo”, esto es: la construcción de un prestigio académico que, con el paso del tiempo, si bien dista mucho de su base epistémica, afianza la irrealidad de sus méritos (Merton, 1988). En ello radica la escisión del investigador en tanto que homo laborans, el investigador-obrero- y homo faber – el investigador-artista- que crea su propio quehacer e identi- dad. Él es la academia, en tanto que el otro es su esquirol.
De ahí derivaría la jerarquía en el gremio de los investigadores donde el arte y la sabiduría sean construcción y despojo de habilidades de los demás y la conformación de tipos ideales del investigador contemporáneo en tanto que obrero, artista, gestor o empresario. La utopía académica que expresamos repentinamente consiste en pensar que frente a esas figuras que pueblan el mundo de las ciencias sociales, habría personajes prometedores y antagónicos como el artesano-revolu- cionario quien gusta del trabajo bien hecho y contribuye a abrir nuevos caminos y nuevas relacio- nes para el bienestar moral colectivo.
Siendo más marxista que hegeliano, es decir, más materialista que idealista, diría que el advenimiento del académico en tanto que obrero o artista tiene mucho que ver con el sistema de recompensas en el que vivimos los investigadores. Su concepto principal es el mérito y su me- todología, muchas veces comprobada, es el estímulo. Hablar de estímulos académicos es tarde o temprano tocar el tema del conductismo del investigador en ciencias sociales. En los últimos años,
2 Frente a la cual hay sin dudas otras ventanas que son ventanales algunas de las cuales terminan siendo verdaderas escaparates de la investigación vuelta mercancía y bien de consumo.
sus ingresos han venido a fragmentarse por distintas razones políticas, económicas y burocrá- ticas entretejidas, reduciendo cada vez el porcentaje de su remuneración directa por concepto de nómina. Tiene prima para esto y lo otro: coordinar, investigar, escribir un libro o un artículo, impartir una clase, dictar una conferencia, dictaminar un trabajo, un proyecto, una tesis dejaron de ser actividades estimulantes para ser labores estimulables. Todo parte de la idea burocrática de que hay que aplicar un programa behaviorista de control al trabajo del investigador con la premisa inverificable de que no es una persona de confianza y por lo tanto tendrá el científico social que demostrar que está haciendo algo, cumpliendo con todas las actividades sustantivas cuya realización le ha asignado la institución para la cual labora. La fragmentación del ingreso, el reconocimiento del mérito por producir mucho - y no por producir bien – y el sistema de estí- mulos y castigos, cuyo paroxismo es el despido laboral y el destierro académico, van de la mano y conforman el arco reflejo behaviorista que orienta la conducta y la codicia del investigador. La cacería desenfrenada de puntos cuyas presas son las constancias. Me temo que, también cuando termine mi presentación, iré por la mía para justificar el por qué hoy estoy aquí en San Cristó- bal de Las Casas y para sacar un punto que se convierta en dinero. Evidentemente, frente a este panorama hay distintas maneras de posicionarse, distintas maneras de mirarse al espejo antes de salir a trabajar para la noble causa de la academia.
Pero todos acordamos decir que si bien sabemos medir cantidades, nos cuesta más traba- jo evaluar la calidad de cada uno de los objetos que producimos, empezando por sus propios au- tores que se esgriman (o nos esgrimimos, mejor dicho) por sortear estas dificultades, a través de mañas de distinta índole. Hablar de mañas es tarde que temprano abordar el tema de la simula- ción en el medio académico, el hacer como si hiciéramos algo. Existen varias estrategias e inclu- sive requiere de cierta creatividad simular el trabajo académico. Este esfuerzo cobra particular relevancia y significación al momento de calificar el desempeño académico y recompensar sus méritos a través de estímulos otorgado por el CONACyT o la propia institución donde se trabaja.
Así, si quiero sacar un libro nuevo (porque he refriteado mucho mis anteriores escritos) pero no tengo tiempo ni motivación real para hacerlo, la solución consiste en plantear a mis co- legas la publicación de un libro colectivo donde yo sea el editor. Y qué mejor si mis co-autores no son colegas sino alumnos, porque hasta me permite – como quien dice – fusilar su trabajo. Otra estrategia consiste en ser co-autor de un libro donde, uno es un destacado investigador en tanto que el otro es un doctorante. No estoy diciendo que el trabajo en equipo sea malo, pero sí sus condiciones que con el paso del tiempo han venido a desvirtuarse. Los equipos de investi- gación parecen, en ocasiones, la reunión de inversionistas preocupados por tener una ganancia simbólica y económica a corto plazo. Muchas veces empiezan por hablar crudamente de lana para posteriormente hablar de contenido. Se hacen y se deshacen los equipos conforme surgen esos proyectos que suenan a “operativos académicos”. En este sentido, el problema del trabajo en equipo es que se encuentran, a menudo, experiencias de frustración y engaño vividas por cada uno de nosotros por haber participado en un proyecto colectivo que chocan con nuestra profunda inclinación en querer obrar en y con la colectividad, pues el investigador no es un ermitaño. El problema también radica en el carácter inequitativo del trabajo en equipo, ya que casi siempre hay quienes trabajan para el provecho de unos cuantos y dejan a varios el mal sabor de boca por haber sido utilizados. He ahí otro elemento que alimenta la desmotivación y el cinismo del investigador curtido por el medio académico. Hoy, el homo academicus vive en un campo social donde lucha por bienes escasos y por conseguir o afianzar su capital simbólico bajo el manto de un ilusio (Bourdieu, 2008) que se llama: la producción del conocimiento científico en perspec- tiva taylorista.
Estas estrategias y experiencias solo dicen lo que significa vivir en el mundo de las ciencias sociales que sufren un proceso de taylorización de su producción y espíritu. No hay que echar la culpa al investigador como si todo lo anterior fuera un asunto de desviación, perversión y a final de cuentas un tema filosófico sobre la naturaleza humana. Somos productos del behaviorismo que deriva de la industrialización del conocimiento científico. El mal parece más evidente palparlo en ciencias sociales que en ciencias naturales, tal vez sea porque las cuestiones morales hayan sido debatidas con más hondura por el carácter misma de dichas disciplinas (ciencias del espíritu decía Wilhelm Dilthey y, por tanto, de la comprensión como acotó después el Max Weber de Economía y sociedad), lo cual no significa que las ciencias de la naturaleza sean inmorales sino tradicional- mente ajenas a esta discusión.
Para colmo, el investigador de los CPI tiene que lidiar y procesar dos mensajes a menudo contradictorios: construir su propia carrera para demostrar sus habilidades, justificar su empleo y aspirar a premios que lo consagren en tanto que artista-emérito por un lado y trabajar en equipo, es decir conciliar, buscar intereses comunes con sus colegas, congeniar una filosofía de trabajo y una pedagogía con los mismos. Una vez más están convocados aquí dos valores – la libertad y la igualdad – cuya compaginación ha sido motivo de prolongadas jaquecas para políticos y filósofos, desde las luces hasta nuestros días. Estas incitaciones a trabajar solo desde su oficina-taller o jun- tos con sus colegas en interminables juntas que parecen improductivas crean en la mente lo que Gregory Bateson llama el doble vínculo: toda vez que consideramos que la academia y los CPI en particular son una gran familia. Sus hijos, los investigadores, terminan por desarrollar patología y un síndrome del investigador que nunca tiene tiempo, que siempre corre de un lado para otro y que se vuelve psicóticamente insatisfecho a pesar de los muchos privilegios y reconocimientos de los que goza. Su ethos queda fragmentado, escindido en dos polos: conectado con el mundo de los colegas, de los alumnos, de las “vacas sagradas” y conectado con su individualismo y sus deseos insondables, pero difícilmente conectado consigo mismo. He ahí un tema fascinante para abordar el tema de las patologías en el medio académico, a sabiendas que la cuestión género ha venido a dar más espesor y actualidad a este asunto de salud mental.
Otro elemento que termina por acrecentar esta sensación contradictoria de no saber para qué se produce conocimiento tiene que ver con los procesos mismos del control de la investigación y su producción. Resulta que actualmente es más importante escenificar lo que se hace en vez de llevarlo a cabo ya que el investigador pasa cada vez más tiempo en informar sobre lo que hizo, está haciendo o va hacer, en vez de realizar lo que se le pide: investigar y divulgar. Padecemos muchos investigadores una suerte de “informitis aguda”. Nos hemos vuelto unas máquinas de producción de reportes de investigación ya sean iniciales, intermedios, finales, mensuales, semestrales y anua- les. Además, hacemos las veces de contador público para producir informes financieros o en otros ratos nos volvemos promotores y publicistas de nuestra investigación y caza-convocatorias para poder acceder a recursos públicos o privados necesarios para tener otros proyectos. A veces hay quienes se convierten en proyectólogos en aras de la “todología” que representan. El problema de las convocatorias es que una parte significativa de ellas son elaboradas por científicos sociales allegados a la institución y esta descansa en una doble tensión: o bien se plantea un agenda de te- mas considerados prioritarios y cuyos listado y argumentación se elaboran casi siempre a espaldas de la comunidad de investigadores beneficiaria de dichas convocatorias por un lado y, aunado a lo anterior, aparecen como retratos hablados para un grupúsculo de investigadores cuyo desempeño es, una vez más, un claro ejemplo del efecto Mateo descrito por Robert King Merton (1988). Así como se pretende a veces juzgar el desempeño de políticos que ejercen una responsabilidad admi- nistrativa o gubernamental con base en sus logros, acordes con intereses sociales, no parece tan
descabellado imaginarnos un sistema de evaluación cuyo indicador principal sea el impacto social
alcanzado realmente.
Para concluir este apartado, valdría la pena plantear una hipótesis interpretativa sobre la situación de desencantamiento que sufren las ciencias sociales: entre más premiado y castigado sea el investigador, es decir, entre más ensimismado sea en su condición laboral y social, menos posibilidades tiene para estar realmente atento a lograr que su investigación contribuya a ampliar las condiciones sociales de comprensión del mundo en el que vivimos todos. Sociológicamente hablando, su enajenación deriva de la imposibilidad de mantener firme la relación que une histó- ricamente (desde Weber, Marx y Durkheim y sociólogos de la escuela de Chicago) su trabajo con problemáticas ciudadanas como justicia, democracia y progreso social.
La esperanza en vez del saber: el corrido pragmatista de Richard Rorty
Ante la pregunta ¿Para qué sirven las ciencias sociales? Existe un doble peligro por el que estas atraviesan. El primero, consiste en convertir estas disciplinas en técnicas para afianzar el control social en general a merced de su objetividad, de su intachable cientificidad. El segundo, se rela- ciona con un proceso de des-profesionalización de las ciencias sociales que parte de la idea de que tanto la sociología como la antropología tienen fundamentos sociales y culturales y, por lo tanto, cualquiera que se toma la molestia, aplica tiempo y dedicación puede ser antropólogo o sociólo- go3. En otras palabras, significa que las ciencias sociales estarían colocadas entre la espada y la pared, entre su instrumentalización por el poder político y su dilución completa en la (mal llama- da) sociedad civil (Tracés, 2011).
No obstante, esta implacable alternativa puede ser superada. Significa que el problema no consiste en defender, a capa y espada desde una torre de marfil, la cientificidad de las ciencias sociales y su necesaria contribución a la marcha de la sociedad, ni tampoco en democratizar las ciencias sociales y en relativizar su contenido epistémico, sino en crear una esperanza, esto es, un letrero que nos indique por dónde tendríamos que dirigir nuestros pasos. El problema de las ciencias sociales no es un asunto de producción de conocimiento – porque hemos producido y acumulado mucho saber y experiencias al respecto – sino un tema moral: cómo sentar nuevas es- peranzas para que gracias a la participación de las ciencias sociales el mundo sea un mejor hogar para todos. Esto es lo que llamó el corrido pragmatista de Richard Rorty (1995: 52) donde John Dewey aparece como uno de las figuras de proa. Cuando se es pragmatista de esta calaña, mejorar el mundo significa empezar aquí y ahora, desde lo pequeño, buscando ampliar los efectos de este menester. Implica para nosotros como investigadores un cambio de actitud, de mentalidad, tener una pizca de autocrítica para darse cuenta de la pequeñez e irrisorio de nuestras identidades acadé- micas. Implica, asimismo, ser agitador conceptual antes de aspirar a ser agitador social. Es decir, construir nuevas perspectivas para comprender e incidir en el mundo en el que estamos viviendo todos los investigadores y los que no son investigadores.
Está claro que es más fácil decirlo que hacerlo, pero también me queda claro que tampoco esta revolución interior no es algo del más allá. El mundo de los académicos en México como en otros países se vuelve cada vez más distópico. Nos incumbe revertir esta tendencia y volverlo más utópico. Es este el precio que se debe pagar para mantener intacta nuestra razón crítica. Este ensa
yo no se languidece por un pasado perdido, sino traduce una preocupación por construir un futuro para las ciencias sociales: una oportunidad para su crecimiento.
3 Nótese dicho sea de paso que tal suerte no podría suceder con las ciencias naturales y exactas. Aparentemente, no
cualquiera puede ser biólogo, físico o matemático.
Post data: a manera de advertencia cualquier semejanza con la realidad académica sería
pura coincidencia.
Referencias bibliográficas
Berthelot, Jean-Michel (2004). Les vertus de l’incertitude. Le travail de l’analyse dans les sciences sociales. Paris: Puf, Quadrige.
Bourdieu, Pierre (2008). Homo Academicus. Buenos Aires: Siglo XXI. Debord, Guy (1967). La société du spectacle. Paris: Champ Libre.
Habermas, Jürgen (1986). Ciencia y Técnica como ideología. Madrid: Tecnos.
Debord, Guy (1967). La société du spectacle. Paris: Champ Libre
Merton, Robert King (1988). “The Matthew Effect in Science, II. Cumulative adva tage and the symbolism of intellectual property”. URL: <http://garfield.library.upenn.edu/merton/mat- thewii.pdf>.
Rorty, Richard (1995). L’espoir au lieu du savoir. Introduction au pragmatism. Paris: Albin
Sennett, Richard (2009). El artesano. Barcelona: Anagrama.
Sennett, Richard (s/a). La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo. Barcelona. Anagrama.
Revue, Tracés (2011) “À quoi servent les sciences humaines: un dialogue”. En: Tracés. Re- vue de Sciences humaines, núm. 11. URL : .
Weber, Max (1995). Économie et société I. Les catégories de la sociologie. Paris: Plon, Coll. Agora-Pocket.
Wittgenstein, Ludwig (2002). Remarques mêlées. Paris: GF Flammarion.
Notas
cualquiera puede ser biólogo, físico o matemático