Ponencias y Conferencias
Algunos desafíos del feminismo de hoy. A 100 años del Primer Congreso Feminista
Algunos desafíos del feminismo de hoy. A 100 años del Primer Congreso Feminista
Antrópica revista de ciencias sociales y humanidades, vol. 2, núm. 3, pp. 100-113, 2016
Universidad Autónoma de Yucatán
Recepción: 01 Febrero 2016
Aprobación: 20 Febrero 2016
Resumen: La presente conferencia magistral se dictó el día 13 de enero de 2016 en el marco de las I Jornadas Conmemorativas de los Cien Años del Primer Congreso Feminista 1916-2016 realizadas del 13 al 16 de enero de 2016 en la ciudad de Mérida, Yucatán.
Abstract: The present magisterial feminist conference dictated on January 13, 2016 in the frame of the I Com- memorative Day of Hundred Years of the First Congress 1916-2016 realized from January 13 to January 16, 2016 in the city of Merida, Yucatan.
Algunos desafíos del feminismo de hoy.A 100 años del Primer Congreso Feminista
Hay mucho qué hacer y difícilmente lo harán las personas solitarias.
Rossana Rossanda
Hace cien años las feministas mexicanas realizaron su primer congreso en Mérida, y desde entonces a la fecha se han cumplido algunos de sus anhelos gracias a su proceso de incorporación a la vida pública, en especial, debido a ciertas acciones políticas. El feminismo, indudablemente una de las expresiones de la conciencia democrática moderna, ha reivindicado los mismos derechos humanos y las mismas obligaciones ciudadanas para todos los seres humanos; y así, a lo largo de cien años, se ha venido filtrando lentamente un discurso que sostiene la idea de que, aunque mujeres y hombres somos diferentes en tanto sexos, también somos iguales en tanto seres humanos y, por lo tanto, deberíamos tener los mismos derechos, las mismas oportunidades y el mismo trato. Pese a que ya circula en los discursos políticos esa concepción igualitaria, todavía nos falta mucho, pues amplios sectores de nuestro país carecen de los recursos materiales necesarios para una vida digna, así
*Antropóloga, que participa desde 1971 en el movimiento feminista. Ha combinado su trabajo académico con el activismo, especialmente con la fundación de varias ONG’s. Ha escrito 5 libros y compilado otros 3, además de más de 70 ensayos publicados. Sus líneas de investigación comprenden trabajo y subjetividad, derechos sexuales y reproductivos, en especial, despenalización del aborto y regulación del comercio sexual.
como del conocimiento sobre las formas —abiertas y subrepticias— en que los mandatos de género troquelan nuestra subjetividad y condicionan nuestras aspiraciones y conductas.
Sobre eso quiero hablar en estas Jornadas conmemorativas, pues creo que la memoria de nuestras antecesoras que hoy celebramos no sería honrada cabalmente si no nos arriesgamos a re- flexionar sobre el conflicto nodal de cómo los mandatos de la masculinidad y la feminidad configuran y sustentan el desequilibrio de poder entre mujeres y hombres, y por lo tanto, cómo respaldan la desigualdad social en nuestro país. Los mandatos de la masculinidad y de la feminidad, o sea, los mandatos de género, son parte de los hábitus; esos esquemas de percepción y acción que, según Bordieu (1991), internalizamos vía la crianza, el lenguaje y las prácticas. Esos mandatos producen y permiten que sigan reproduciéndose las aspiraciones y conductas que generan sexismo -es decir, discriminación en función del sexo- y que afectan tanto a las mujeres como a los hombres. Es evi- dente que todavía pervive una amplia brecha entre mujeres y hombres en el acceso a los recursos y oportunidades, así como en las diferentes violencias que sobrellevan unas y otros. Son muchos y variados los desafíos que enfrentamos, pero como justamente esos mandatos están vinculados entre sí1, hoy elijo hablar de tres cuestiones significativas donde esos mandatos inciden de forma notoria: la división sexual del trabajo, la violencia de género y el postfeminismo.
1. La división sexual del trabajo
Desde los inicios de la segunda ola del feminismo, a principios de la década de los años setenta, la nueva reflexión de los grupos de activistas que se asumieron inicialmente como Movimiento de Liberación de las Mujeres, fue cuestionar la relación entre lo público y lo privado, señalando que la persistencia de concebir la vida dividida en dos ámbitos con lógicas de interacción distintas provoca- ba que no se discutieran públicamente las relaciones de poder presentes en el hogar y en la cama. Esta segunda generación de feministas amplió el horizonte de lo político al espacio doméstico y a la doble moral sexual e insistió en que la participación plena de las mujeres como ciudadanas requería resolver un conjunto de problemas que derivan de su ubicación como responsables de la familia y del espacio doméstico. La injusticia de esa responsabilidad diferenciada debía ser debatida políticamente y atendida por el Estado vía políticas públicas. Así, para que la democracia fuera real, el requisito básico residía en un ejercicio igualitario de las libertades y obligaciones humanas, tanto en lo público como en lo privado. De ahí que una exigencia que caracterizó a estas activistas fue formulada como Democracia en el país y en la casa2.
El problema central que subyacía era la relación de las mujeres con el capital, en especial, la forma en que tradicionalmente se define al trabajo como una actividad económica, por lo que no se concibe al trabajo en el hogar como ‘trabajo’ (Dalla Costa y James, 1975). Luego el pensamiento feminista planteó que la explotación y el sometimiento de los trabajadores se articulan con cuestiones simbólicas como las creencias compartidas sobre la masculinidad y la feminidad. Desde entonces se
Otra cuestión significativa es la lucha por los derechos sexuales y reproductivos; en especial, por la interrupción legal
del embarazo. De eso he escrito hasta la saciedad, y para una visión detallada remito a Lamas (2015).
Lema que aglutinó al movimiento feminista refundado en Chile en la década de los años ochenta, a pesar de los embates de la dictadura militar.
ha profundizado en la discusión sobre la división sexual del trabajo y su relación con el modelo socio- económico, y cómo los mandatos culturales estructuran y validan las relaciones desiguales entre los hombres y las mujeres de manera absolutamente funcional para la marcha de la economía actual. Las creencias sobre “lo propio” de las mujeres y “lo propio” de los hombres atraviesan y marcan el terreno sobre el que ocurren los fenómenos económicos, pero también alimentan las condiciones de posibilidad de los mismos (ONU Mujeres, 2012).
Una esfera crucial de la economía es el cuidado, con un conjunto de trabajos que no se pagan, pero de los cuales depende la sobrevivencia (Durán y García Diez, 2013). Todas las personas, des- de que nacemos hasta que llegamos a la adolescencia, requerimos cuidados. También las personas enfermas, ancianas o con alguna discapacidad necesitan ser cuidadas. Sin embargo, se considera que el cuidado es una “expresión de amor” a cargo de las mujeres, por lo que el tema de las personas que requieren cuidados sigue ausente de la agenda política nacional. El desarrollo demográfico de nuestra sociedad seguirá produciendo niños y ancianos que requieran cuidados personalizados, junto con inevitables casos de personas enfermas, inválidas o con alguna discapacidad. Esto plantea varias cuestiones, principalmente la necesidad de reformular más equitativamente las cargas de trabajo y de ocio (ONU Mujeres, 2011), así como de desarrollar servicios sociales de calidad para resolver las necesidades de cuidado de la población; además de que se requiere una Ley de personas dependientes que carecen de autonomía y requieren ser cuidados.
En México la persistencia de la tradicional división sexual del trabajo hace que la mayor brecha de desigualdad entre mujeres y hombres se ubique en el campo del trabajo. Aunque hoy se sabe que la manera en que se logra integrar el trabajo y la vida familiar es central para la sostenibilidad ciudadana; la corresponsabilidad del trabajo y la familia brilla por su ausencia. Y aunque existe una variedad de modos de vida y de trabajo entre los distintos tipos de familias en nuestro país3, una constante es la di- visión sexual del trabajo, la cual sigue estructurando las responsabilidades de ambos sexos: el trabajo del cuidado está principalmente a cargo de las mujeres; y el trabajo de provisión, gobierno y defensa, principalmente está a cargo de los hombres. Así se alimenta la desigualdad y se reproducen las pautas de diferenciación de género: lo que se considera lo “propio” de los hombres y lo “propio” de las mu- jeres. Pero en tanto la labor de los varones (provisión, gobierno y defensa) tiene un alto costo y riesgo y va acompañada de retribuciones económicas y apoyo del Estado, el trabajo de cuidado a cargo de las mujeres es una labor de gran valor simbólico, pero sin retribución económica ni apoyos estatales. Y precisamente esta división del trabajo es la que produce una sobrerrepresentación de los hombres en los espacios de poder político y económico. 2
Ahora bien, aunque las vivencias de ajuste personal a los mandatos culturales suponen demasi- adas cuestiones complejas para plantear determinismos de las conductas humanas, por lo que segu- ramente hay excepciones, en términos generales puede decirse que dichos mandatos generan ciertas disposiciones básicas. Christophe Dejours (2006 y 2007) señala que el ideal masculino de la virilidad, que favorece identificaciones heroicas y objetivos de acción prestigiosos o gloriosos, desactiva en la gran mayoría de los hombres un cuestionamiento sobre los trabajos desgastantes y peligrosos, incluso de aquellos donde arriesgan la vida. Por otra parte, María Jesús Izquierdo (2004) plantea que la carga simbólica de la feminidad hace que la mayoría de las mujeres realice su feminidad mediante la abneg- ación y el sacrificio personal. Así, para la gran mayoría de los varones acceder a un empleo y conser- varlo, aún cuando los horarios y condiciones de trabajo les generen una sobrecarga laboral o los ponga en riesgo, es un signo de virilidad que los valoriza como proveedores y/o defensores; mientras que a la gran mayoría de las mujeres se les dificulta librarse de actitudes de sumisión y no cobran conciencia de lo que la sobrecarga laboral del cuidado les implica en términos de autonomía o desarrollo personal, debido a la gratificación psíquica cumplir con el mandato de la feminidad.
La forma actual de trabajo alienado, súper exigente y sin contemplaciones para las necesi- dades de desarrollo personal y de cuidado familiar, afecta tanto a las mujeres como a los hombres, y ambos consideran “naturales” unas condiciones y exigencias laborales insufribles por opresivas y dolorosas. Además, en México, a pesar de importantes cambios en la fuerza de trabajo y en la natu- raleza del propio trabajo, se siguen diseñando los horarios y esquemas laborales, tanto en las insti- tuciones públicas como en las empresas privadas, como si todas las personas contaran con una esposa, o una empleada del hogar, a cargo del trabajo de cuidado. Las instituciones, públicas y privadas no ofrecen suficientes servicios de guarderías de calidad y casi es inexistente el modelo de cen- tros de atención de día para personas ancianas o discapacitadas. Además, las escuelas públicas tienen horarios incompatibles con los horarios laborales. A todo esto se suma el desempleo, la precar- ización de los salarios y la reducción de la seguridad social y las pensiones, todo lo cual incrementa la desigualdad y agudiza la pobreza. Y lo más sorprendente es que no hay protestas ni movilizaciones porque las propias personas que se padecen esta situación creen que lo “natural” es que las mujeres se ocupen, en la casa, de las criaturas y las personas enfermas y ancianas.
Entre los frutos de su perseverante batalla, el feminismo ha ido convirtiendo la conciliación trabajo-familia en una demanda que ha sido retomada en el mundo por gobiernos socialdemócratas o de izquierda, además de por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Sin embargo, aun cuando ahora ya se habla de que la falta de medidas efectivas para la conciliación entre los ámbitos laboral y familiar compromete de- cisivamente las posibilidades de desarrollo humano de las naciones (OIT/PNUD, 2009), en México la propuesta feminista todavía no ha logrado posicionarse dentro de la agenda política. Por ello, un desafío es el de conceptualizar los sistemas de cuidado y protección, no solo como una necesidad de las personas en lo individual, sino como recursos imprescindibles para la salud del conjunto social.
En la aceptación del mandato de género, tanto en la mayoría de los hombres como en la may-
oría de las mujeres, se juega justamente la confirmación de su valía y aceptación social. Esta vincu-
lación de la subjetividad con el trabajo tiene consecuencias brutales de todo tipo. Una, de la que casi no se habla, es que al privilegiarse la identidad de los hombres como responsables de la defensa (cual ‘guerreros’), muchísimos varones corren peligros mortales al convertirse en la carne del cañón que muere en los enfrentamientos contra delincuentes diversos, sicarios, narcos y criminales (cualquiera que sea el rol que desarrollen, ya sea como policías, soldados o marinos). Sin embargo, el mandato de la masculinidad contribuye a que los varones no protesten de ese riesgo diferenciado que viven, ya que su toma de conciencia está trabada por esas creencias y prescripciones de la virilidad. Debatir públicamente el costo del mandato de la masculinidad es un desafío actual del feminismo que vinculo con mi segundo punto.
2.- La violencia de género
Desde finales de los años ochenta el feminismo creció y se complejizó. El pensamiento y la práctica feministas fueron atravesados por la crítica al etnocentrismo y al racismo, de manera que aparecieron los feminismos de color, multiculturalistas y de la diversidad sexual, que criticaron el discurso femini- sta hegemónico como uno de mujeres blancas, occidentales, heterosexuales y de clase media (Hernán- dez Castillo, 2001 y Mohanty, 2003). Surgieron múltiples expresiones locales de la aspiración básica de justicia y nació también el deseo de construir un proyecto político común entre feministas indíge- nas, mestizas, negras y blancas. Se discutió enormemente la cuestión de la identidad y las feministas multiculturalistas de la tercera ola se plantearon eliminar eliminar prácticas, discursos y reglas so- ciales discriminatorias de múltiples maneras: hubo quienes lucharon por medidas (transitorias) de acción afirmativa, y quienes optaron por intervenciones culturales. Una de las batallas que concentró las energías de casi todas las tendencias fue la lucha contra la violencia hacia las mujeres.
En 1981, cuando se llevó a cabo en Bogotá el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano, las asistentes decidimos seleccionar el 25 de noviembre como Día de lucha en contra de la violencia hacia las mujeres. Nuestra iniciativa prendió, y años después la misma ONU lo retomaría como una fecha oficial. En México, desde hace más de treinta años, al igual que en otros países, el tema se ha vuelto la gran reivindicación de la mayoría de las feministas. En nuestro país el reclamo ha tenido una gran visibilidad y un fuerte apoyo de todas las posiciones políticas, incluido el gobierno y las iglesias. Ninguna de las otras causas feministas ha logrado más leyes, recursos y propaganda mediática que esta. Sin embargo, algo preocupante ha sucedido con esta lucha. Varias autoras (Saucedo y Huacuz, 2010; Huacuz, 2011; Izquierdo, 2011; Melgar, 2011; Núñez, 2011) han analizado y/o denunciado el proceso de incorporación e instrumentalización de las reivindicaciones del feminismo por parte de partidos políticos, grupos de poder estatales, incluso organizaciones no gubernamentales. Guadalupe Huacuz lo ha formulado críticamente al denunciar que “algunas feministas, pervertidas por el capital y el poder juegan el papel de `salvadoras de víctimas perennes´” (Huacuz, 2011:17). Tal vez fue mucha ingenuidad esperar que el neoliberalismo no impactara al feminismo, pero lo ha hecho de múltiples maneras. Un aspecto principal ha sido la forma en que se ha apropiado de esa demanda para fomentar un giro punitivo (Núñez, 2011). Kristin Bumiller (2008) analiza la forma en que el neoliberalismo ha pervertido la lucha contra la violencia hacia las mujeres al fortalecer la política carcelaria del Estado. Reflejando esta misma tendencia, Loïc Wacquant concluye que la política neoliberal está provocando
una “remasculinización del Estado” (Wacquant, 2013: 410) que consiste en un fortalecimiento del esquema patriarcal, con un duro giro punitivo y una vulneración de los derechos sociales. Esto coin- cide con la denuncia de Nancy Fraser, que señala que el movimiento feminista se ha enredado en una “amistad peligrosa” con el intento neoliberal para construir una sociedad de mercado (Fraser, 2013). Justamente esa “amistad” podría explicar por qué las demandas feministas, que una vez formaron par- te de una propuesta libertaria, se han convertido en un reclamo dirigido a lograr una política punitiva y carcelaria (Bernstein, 2011).
Pero además, algunas de estas autoras, junto a otras igualmente prominentes, elaboran una crítica aún más dura que plantea que si la violencia de género es la violencia producida por los man- datos de género, también debería incluir a la violencia de los varones contra otros varones. ¿Por qué enfocar las energías y los afanes solamente en la violencia de los varones contra las mujeres? Existe una unidad indisociable entre la violencia y el mundo de la reproducción material de la existencia. Como señala Rita Laura Segato (2003), no se puede pensar la violencia hacia las mujeres fuera de las estructuras económicas capitalistas. La violencia de género es una violencia social y económica, que afecta a toda la población; Segato, que califica a la economía actual de “rapiña”, dice que esta carac- terística favorece la falta de empatía entre las personas e impulsa una pedagogía de la crueldad para sostener su poder.
Es patente que el actual régimen del capitalismo neoliberal produce subjetividades individu- alistas, consumistas y egoístas, lo que dificulta la solidaridad con los otros y llega a producir conductas de indiferencia y crueldad. Generalmente se interpreta al ominoso proceso de brutal violencia en que se encuentra inmerso nuestro país como la consecuencia del vínculo entre delincuencia organizada y política corrupta (gobiernos y partidos políticos), pero se olvida un elemento fundante: el mandato cultural de la masculinidad. Los varones muestran una mayor disposición para la crueldad porque el entrenamiento para volverse “masculinos” los obliga a desarrollar una disposición a la pelea, a derrotar al “enemigo”, a guerrear. Sayak Valencia (2010), que reflexiona sobre “la violencia sobregi- rada y la crueldad ultra especializada que se implantan en este momento del capitalismo como formas de vida cotidiana a fin de obtener ganancias económicas”, califica de “gore”4 al derramamiento de sangre “explícito e injustificado” del crimen organizado. Esa brutal violencia es una herramienta de la necropolítica5 que se caracteriza justamente por ese “matar porque es posible hacerlo”. Valencia es una joven académica feminista mexicana que señala que los varones que utilizan la violencia como medio de supervivencia, mecanismo de autoafirmación y herramienta de trabajo, no solo matan y torturan por dinero, sino que también buscan dignidad y autoafirmación. Estos nuevos sujetos “ultra violentos y demoledores” (sicarios, secuestradores, coyotes y polleros, pero también policías y sol- dados) son hombres que vienen de clases sociales subordinadas y grupos étnicos discriminados y que contribuyen a sostener el poder de la masculinidad hegemónica: la de los gobernantes y empresarios. El mandato de la masculinidad que han internalizado cobra una expresión de virilidad exacerbada que los hace incapaces de cuestionar —y rebelarse— ante un sistema donde están estrechamente
“Gore” es el término que define al género cinematográfico dedicado a la violencia extrema y con escenas sangrientas.
Término acuñado por el camerunés Achille Mbembe (2003), en un artículo donde concluye: “Las formas contem- poráneas de sometimiento de la vida bajo el poder de la muerte (necropolítica) reconfiguran profundamente las relaciones entre la resistencia, el sacrificio y el terror” (La traducción es mía).
entretejidos el poder, la economía y una virilidad depredadora. Hombres pobres, que hacen frente a su situación de marginalidad por medio del imperio de la violencia y su mercado negro (tráfico de cuerpos, drogas, armas). Ese mandato de la masculinidad crea, como bien dice Valencia, una de las subjetividades más “feroces e irreparables” del capitalismo neoliberal.
Son académicas feministas latinoamericanas, como Segato y Valencia, quienes ponen su atención en el papel de la virilidad marginal en esa mezcla explosiva de la violencia, el capital y la droga. La violencia de género es, pues, una violencia expresiva que pone de manifiesto disputas que se originan en el espacio público, en el mundo del trabajo, en la presión productivista, así como en la exigencia competitiva del mercado. Dentro de esa perspectiva de análisis, otro aspecto también señal- ado por feministas académicas es el que plantea las formas reactivas en que los varones reaccionan al avance de las mujeres en el campo del trabajo y la autoridad política. Muchas de las agresiones y violencias masculinas en el ámbito doméstico, e incluso en el profesional, se alimentan de la inseguri- dad de varones que se sienten desplazados por las mujeres. María Jesús Izquierdo aclara que “las agre- siones sexistas no son el resultado de desviaciones o patologías, sino la expresión última del sexismo, que se manifiesta precisamente cuando el hombre siente que pierde el control —o que no lo ha con- seguido tener— de una realidad en que ha sido definido como “el sujeto” de las acciones” (Izquierdo, 2011:34). El hombre, entonces, es violento porque es frágil, porque está inseguro en su masculinidad. Segato habla de la “emasculación simbólica”, o sea, de la castración subjetiva que viven estos varones como efecto de su subordinación y señala que al retornar a su nicho familiar, donde se redimen de esta emasculación, restauran su masculinidad mediante la violencia (Segato, 2015).
En la complejidad de la reproducción de la desigualdad entre mujeres y hombres se encuentran una dinámica material y una dinámica simbólica. La política neoliberal desarrolló una perspectiva hacia las mujeres como ‘víctimas que deben ser protegidas’, que vuelve ineficaz abordar el problema de la violencia de género solamente combatiendo los feminicidios que van en aumento. Al visualizar esa violencia como el “gran problema” de las mujeres, también se conceptualiza a los hombres como victimarios, depredadores y criminales, y al individualizar la causa de la violencia se echa una cortina de humo sobre las verdaderas causas económicas y culturales que producen ese tipo de sujetos. Es necesario vincular la división sexual del trabajo, con el mandato de la masculinidad y con los mecanis- mos sociales y políticos que hacen posible el mantenimiento de la mancuerna subjetividad/violencia. Las autoras mencionadas rechazan el modo paternalista de conceptualizar la violencia de género como un problema donde hay que proteger a las mujeres víctimas y castigar a los hombres victimarios y, a la vez, transitan hacia una visión que incluye visualizar el engranaje que articula toda una combi- nación de violencias: económica, simbólica y sexual. Por eso otro de nuestros desafíos es el ampliar la perspectiva de lucha contra la violencia de género, pues muchas activistas siguen enganchadas en la visión victimista del mujerismo. Esto no implica, para nada, negar que existe una violencia específica contra las mujeres sino encontrar la forma de incorporar a los hombres en una lucha contra toda vio- lencia de género, que se relaciona y es alimentada por las otras violencias (la económica y la política).
3.- El postfeminismo
Es un hecho conocido que la profunda crisis civilizatoria provocada por la voracidad del capitalis-
mo neoliberal también ha propiciado —además de los cambios económicos ya sabidos— una afectación a valores, identidades, estructuras de vida y formas de sociabilidad y afecto. Ante esas transformaciones que impactan especialmente a la subjetividad (entendida tanto como la personalidad individual y sus procesos psíquicos como el conjunto de pautas socioculturales, especialmente la so- ciabilidad cotidiana y los arreglos afectivos) las académicas feministas han producido un desarrollo teórico llamado el “giro afectivo” (Ahmed, 2004; Ticineto, 2007; Gregg y Seigworth, 2010: Berlant 2011). Pensado como una indagación de la dimensión emocional a partir de su papel en el ámbito pú- blico,6 el “giro afectivo” despliega una interpretación sobre el papel de los afectos en la vida pública al cuestionar ciertos esquemas establecidos, tales como la distinción tajante entre la esfera pública y la privada. Así, se plantea que no hay que comprender las emociones solamente como estados psi- cológicos, sino como prácticas sociales y culturales (Ahmed 2004). Los afectos son en sí mismos actos capaces de alterar la esfera pública con su irrupción. Por eso Lauren Berlant (2011) subraya que son claves a la hora de evaluar la política y que, así como en algunos casos pueden ser elementos transformadores, en otros no hacen más que refrendar el statu quo. Los afectos deben ser estudiados cuidadosamente desde un punto de vista crítico atendiendo a la posibilidad de que algunos de ellos sean conservadores y otros progresistas.
El feminismo ha señalado que los mandatos culturales de la masculinidad y la feminidad conectan las dimensiones psicosexuales de la identidad al amplio rango de los imperativos sociopo- líticos y económicos. La subjetividad no es independiente de las decisiones de política pública, y la brecha que se abre entre sociedad y política con frecuencia tiene relación con las dificultades de procesar la subjetividad. Berlant (2011) identifica en ciertos afectos una suerte de operación ideológi- ca tendente a refrendar la desigualdad e introduce la idea de “esfera pública íntima” para referirse a la circulación de lo privado en la producción de la política. Los habitus de género, que son más que papeles sociales, implican al psiquismo individual y a la subjetividad social y sirven para sostener los privilegios del patriarcado en este momento tardío del capitalismo.
El proceso de reformulación del mandato de la feminidad que ha provocado el neoliberalis- mo, combina elementos tradicionales con ideas feministas. En el contexto de sociedades de países considerados desarrollados (Australia, Canadá, Estados Unidos, muchos de los europeos, etcétera), la postura calificada de postfeminista ha ganado visibilidad social, desplegando un discurso sobre la libertad y la agencia de las mujeres. El postfeminismo es un fenómeno comunicacional transnacional que traza los contornos de un nuevo mandato de la feminidad que incluye el rechazo al feminismo (McRobbie, 2009). En la academia, el término postfeminismo implica un giro teórico dentro de la crítica cultural posmoderna, pero a nivel popular, el postfeminismo se entiende, como una negación del feminismo y/o como una superación del feminismo (Genz y Brabon, 2009). Así, aunque el término “postfeminismo” cobra distintos significados, dependiendo de si es utilizado en la academia o en la cultura popular, engloba un fenómeno político del capitalismo tardío. La situación considerada “post-
La importancia de analizar la subjetividad con relación a la esfera pública, la trabajó hace años Norbert Lechner, antes de que surgiera el giro afectivo. A este sociólogo germano-chileno le interesaba hacer converger los procesos de individuación subjetiva con los procesos de avance democrático. Lechner, que definió la política como la “conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado”, señalaba que la subjetividad es la que ofrece las motivaciones que alimentan dicho pro- ceso de construcción. Ver Lechner: 1986 y 1988.
feminismo” está marcada por un nuevo tipo de sentimiento antifeminista que vilipendia al feminismo y lo hace poco atractivo a las jóvenes. Es principalmente un grupo de clase media, menor de cuarenta años de edad, el que cree que el feminismo es algo que ya pasó o que ya no es necesario; y declara: “Yo no soy feminista, pero…”7. Incluso las interesadas en política ya no hablan de emancipación (que implica una transformación de las condiciones colectivas) sino de empoderamiento, es decir, de la capacidad de hacer lo que se quiere. Así, al mismo tiempo que se oculta la vigencia y amplitud de la opresión también se le quita importancia a la necesidad de la acción organizada para remediar la injus- ticia social (McRobbie, 2009).
Los principios feministas —como el derecho a decidir sobre el propio cuerpo— son retomados mediáticamente y filtrados a la vida cotidiana. Así, se ha producido un nuevo régimen de significa- dos del mandato de la feminidad que ofrece una forma de igualdad concentrada en la educación, el empleo y la sexualidad. Los discursos postfeministas, con su retórica de lo individual, reformulan la opresión y las desventajas sociales como sufrimientos no colectivos y plantean el éxito como un logro personal, como un triunfo meritocrático (Gill y Donaghue, 2013). El postfeminismo se apropia del lenguaje feminista del derecho a decidir y del empoderamiento para transformarlo en el derecho al placer sexual, así como a comprar y a hacer lo que se quiera (McRobbie, 2009). El resultado de este giro hacia la identidad y el cuerpo ha sido un desinterés total en el funcionamiento de la economía política y la injusticia social.
Poco a poco, los medios de comunicación masiva han ido definiendo nuevos códigos y reglas del juego de la feminidad: las mujeres jóvenes son representadas como alivianadas, sexys y asertivas. Las “mujeres de hoy” (profesionistas, universitarias, funcionarias, políticas) son retratadas como mu- jeres fuertes y autosuficientes que, aunque ganan su dinero, también quieren gustar y ser deseadas. Y mientras la industria de la belleza y la moda se aprovecha del poder adquisitivo de las “liberadas”, el mandato tradicional de la feminidad sigue haciendo de las suyas: las mujeres hacen todo –incluso barbaridades quirúrgicas- para ser valoradas por bellas. El mensaje postfeminista que circula en los medios de comunicación es el de que el derecho a decidir existe y está ahí, listo para que cualquier mujer se supere y lo conquiste.
No es posible resumir en estas líneas las complejidades que ha producido este impulso post- feminista, pero quiero destacar que la cultura mediática (revistas, televisión, videos, canciones) ha sido un eje por el cual —en los años recientes— muchas mujeres jóvenes han transitado. La celebración de ser mujer, filtrada por la ideología individualista del capitalismo neoliberal, ha generado un psiquismo distinto en las jóvenes que ha sustituido al activismo político colectivo. Esto muestra que lo más difícil de enfrentar es la internalización del orden simbólico que reside en la psique de las propias mujeres.
Llama la atención que con el correr del tiempo, muchas reivindicaciones feministas pasaron a ser ‘demandas ciudadanas’: el cambio en los papeles asignados a hombres y mujeres, las ‘cuotas’, el reconocimiento del valor económico del trabajo doméstico y el derecho a decidir sobre el propio cuerpo, entre otras. Eso se debe al proceso que Carlos Monsiváis (1973) denominó “contagio social” y que alude a la incorporación del discurso feminista por otros sujetos. A cien años del Primer Congreso 5
Feminista, muchas activistas seguimos insistiendo en la urgencia ética que tienen nuestras reivindi- caciones. ¿Hemos tenido éxito? ¡Híjole, yo no soy muy optimista! Hace años, Rossana Rossanda se preguntaba:
¿por qué la intuición fundamental del feminismo, que consiste en percibir cómo toda la vida social está traspasada por la diferencia sexual, desde la división de roles en la cultura, las costumbres, en la misma con- ciencia de sí, individual y colectiva, no ha logrado afectar al conjunto de las fuerzas y los sujetos sociales y políticos? (Rossanda, 1982: 223).
A Rossanda le inquietaba entender las razones que han impedido al movimiento de las mujeres “convertirse en una fuerza capaz de durar, de garantizarse un espacio, un tiempo y una contractualidad y, sobre todo, qué es lo que le ha obstaculizado generalizar su propia cultura, hacerla admitir por los demás” (Rossanda, 1982: 224). Creo que sigue aún hoy vigente su preocupación sobre si es posible, y cómo, liberar a la política de la abstracción, restituirle inmediatez y humanidad, sin que pierda su ca- pacidad de comunicación, su aptitud para elaborar un proyecto y su aliento colectivo. Incluso el pens- amiento crítico de los estudios de género, que con investigación sustentan la existencia de una brecha entre mujeres y hombres en la vida social y en las relaciones, no ha fortalecido un accionar feminista colectivo de cara al giro antifeminista que actualmente se hace cada vez más presente, aunque no solo entre los jóvenes.
4.- A modo de conclusión
En la actualidad la lucha feminista subsiste y gran parte de ella es abordada por distintos tipos de las activistas. Están las creativas y las reformistas, las subversivas y las funcionarias, las académicas y las que hacen trabajo de base, las que lo toman como causa de vida, pero también las que le dedican un tiempito. Me da la impresión de que todas saben que los cambios en el orden simbólico y material en el que vivimos son difíciles y muy lentos. Sin embargo, para modificar tendencias sociales y culturales tan arraigadas, como los mandatos de la feminidad y la masculinidad, también requerimos cambios en las leyes. En ese sentido, reivindico los litigios jurídicos que hay que dar dentro. La despenalización del aborto en la Ciudad de México es un ejemplo de una estrategia reformista que le ha dado a más de 150 mil mujeres la posibilidad de interrumpir de manera segura y gratuita un proceso biológico que rechazaban (probablemente hay otra cantidad igual que lo ha hecho de manera privada, pagando). Indudablemente, resulta imprescindible contar con un marco jurídico para hacer valer las modifica- ciones necesarias que instauren y respalden relaciones menos desiguales. Pero lo que irá moviendo las costumbres — fronteras simbólicas entre lo público y lo privado— desmantelará ciertos mandatos culturales, será un cambio en la percepción cultural sobre “lo propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres. Esa transformación ya está en curso, pero debe apuntalarse con un discurso público e intervenciones culturales, así como con un continuo y decidido trabajo académico de investigación, reflexión y difusión. Teoría y práctica, como decía Gramsci.
En la medida en que los integrantes de nuestra sociedad reflexionen sobre sí mismos, a partir
de herramientas conceptuales e información rigurosa, podrán exigir – y exigirse a sí mismos- el cambio de arcaicos usos y costumbres (como la división sexual del trabajo). Aunque la política actual incorpora retóricamente el principio de la igualdad social entre las mujeres y los hombres, en los hechos potencia la desigualdad al no abordar el trabajo y la familia como un sistema integrado y a las personas como seres integrales que desarrollan sus vidas en los dos ámbitos. La corresponsabilización de la vida familiar y la laboral se perfila como una buena palanca para empezar a desmantelar el sistema. Pero si la raciona- lidad instrumental persistente en los usos y costumbres actuales no es considerada en relación con la dimensión subjetiva —o sea, con los afectos—, entonces la política seguirá reducida a un fin en sí misma, dejando de lado u olvidando, que lo central es la eliminación de las desigualdades que provocan vulner- abilidad y dolor. Construir relaciones solidarias requiere eliminar las lógicas de indiferencia y crueldad, y transformar la manera en que nos concebimos y concebimos a los demás. Recomponer el lazo social implica ir más allá del lazo familiar, del lazo comunitario y del lazo nacional. Implica preocuparnos en serio por los otros, los desconocidos, los extranjeros, los migrantes, los diferentes, y eso para las mujeres implica preocuparnos por los hombres. Tengo compañeras que se escandalizan cuando propongo esto, pero ya Hermila Galindo, al enviar su ponencia a Salvador Alvarado, le dijo: “La verdad debe decirse aunque sea origen de escándalo”.
El conocimiento sobre los mandatos de género ha puesto en marcha una revolución conceptual sobre las formas en que los seres humanos nos concebimos a nosotros mismos y cómo formamos lazos y relaciones con los demás; usar ese conocimiento sirve para reestructurar nuestros modos de vivir de forma menos desigual y dolorosa. Un desafío indudable para las feministas del siglo XXI, reside en cómo impulsar procesos de toma de conciencia sobre los mandatos de género que logren poner al trabajo, al de cuidado y también al asalariado, donde sigue habiendo muchísima explotación: en el centro de la agenda política. Para ello requerimos luchar por espacios de debate público para exponer nuestras propuestas.
Por último, quiero cerrar mi intervención con un deseo que expresó Wyslava Szymborska hace años, y que para mí contiene el mayor desafío que tenemos las feministas de hoy. Esta poetisa polaca dijo: “Sueño con el momento en que las feministas no seamos necesarias”. ¿Cómo convertir este deseo en un desafío compartido? Creo que haciendo una labor ineludible para que nuestra perspectiva llegue y contagie a los demás ciudadanos: articulándonos con otros grupos activistas en México para lograr que nuestra izquierda, tan fragmentada y erosionada, sea capaz de anteponer un proyecto de transformación social a las rencillas partidarias y personales que la han desgarrado y que siguen haciéndolo. Las femi- nistas tenemos que seguir participando políticamente con el objetivo de forzar a los poderes públicos a que pongan un límite a la voracidad y deshumanización capitalista. Hace años Haydeé Birgin, una amiga muy querida, me dijo que toda persona con un mínimo conocimiento de la vida sabe que la política re- posa sobre un misterio: mirada de cerca casi siempre aparece como un conjunto de agresiones, envidias, rivalidades y traiciones, pero mirada con perspectiva histórica es posible ver que produce bienes, como la libertad y la ciudadanía; si no se hubiera participado políticamente, nunca las habríamos alcanzado. Demos las gracias a nuestras antecesoras que se reunieron aquí hace cien años y celebremos su valentía y compromiso, sin olvidar que solamente participando políticamente podremos alcanzar el sueño de jus- ticia social de Hermila Galindo y nuestras demás compañeras.