Resumen: El objetivo del artículo es analizar el rechazo del texto escolar La Frase de Victoriano Montes en el concurso de 1907, cuyo jurado estaba integrado por los inspectores Pablo Pizzurno, Gerardo Victorín y Raúl Díaz. Los derroteros del caso revelaban, por un lado, una realidad más amplia ligada con los crecientes intereses editoriales que entroncaban con el espacio ganado por la educación pública y la alfabetización de la población. Por el otro, acaecían las discusiones inherentes a criterios diversificados cuyo origen basal se ligaban con los pormenores técnicos y pedagógicos de lo que debía ser un buen texto de lectura en el despunte del siglo XX. Así las cosas, nuestra hipótesis sostiene que se enlazaron factores técnicos y conflictos de intereses en la Comisión evaluadora en favor de actores que venían monopolizando el mercado al amparo de editoriales hegemónicas como Ángel Estrada. Desplegamos una metodología cualitativa analizando distintos corpus documentales, tales como la revista El Monitor de la Educación Común, informes al CNE y documentos de los concursos de 1897 y 1907 consultados en el Archivo Intermedio de la Nación.
Palabras clave: Estado, textos escolares, editores, funcionarios, La Frase.
Abstract: The aim of this article is to analyze the rejection of the school text La Frase de Victoriano Montes in the 1907 contest, whose jury was composed of inspectors Pablo Pizzurno, Gerardo Victorín and Raúl Díaz. On the one hand, the case revealed, on the one hand, a broader reality linked to the growing publishing interests that were connected with the space gained by public education and the literacy of the population. On the other hand, there were discussions inherent to diversified criteria whose basic origin was linked to the technical and pedagogical details of what a good reading text should be at the beginning of the twentieth century. Thus, our hypothesis sustains that technical factors and conflicts of interest were linked in the evaluation Commission in favor of actors who had been monopolizing the market under the protection of hegemonic publishers such as Ángel Estrada. We deployed a qualitative methodology by analyzing different documentary corpus, such as the magazine El Monitor de la Educación Común, reports to the CNE and documents of the 1897 and 1907 contests consulted in the National Intermediate Archive.
Keywords: state, textbooks, editors, officials, La Frase.
Artículos de Investigación
Editores que se rebelan: el texto escolar La Frase de Victoriano Montes y el conflicto de interés de Pablo Pizzurno (Buenos Aires, fines del siglo XIX e inicios del XX)
Editors who rebel: the school text La Frase by Victoriano Montes and the conflict of interest of Pablo Pizzurno (Buenos Aires, late 19th and early 20th century)

Recepción: 21 Marzo 2025
Aprobación: 18 Mayo 2025
En sus memorias, el maestro Valentín Mestroni recordaba los libros de lectura corriente con los cuales había aprendido a leer a fines del siglo XIX en Buenos Aires, muchos de ellos extranjeros, de los cuales, los maestros tuvieron traducciones de libros franceses,
que, aun cuando sus escenas no son de nuestra tierra, se usaron con mucho provecho (…) Recuerdo entre ellos “Lectura corrientes”, de Rocherolles, que usé en primero y segundo grado. Sus capítulos hirieron profundamente mi imaginación de niño, de tal manera que aún recuerdo el caso de la cabra Blanquita, que, desobedeciendo un día la orden de su madre, saltó el collado para ver el mundo y estuvo a punto de ser devorada por el lobo (…) y la de aquel maestro que un día dejó la escuela inflamada por el sagrado amor por su patria, empuñó las armas y fue a luchar contra sus enemigos en la guerra de 1870. (Mestroni, 1965, p. 41)
Los niños que se educaron entre 1870 e inicios del siglo XX, fueron testigos de los cambios acaecidos en los textos de lectura y la variación en los métodos utilizados. Así lo recordaba Mestroni, al señalar que, en la segunda mitad del siglo XIX, en las escuelas se aprendía a leer con Anognosia del escritor Marcos Sastre,[1] cuya primera edición data de 1849. Arribando al nuevo siglo ya empezaba a utilizarse El Nene de Andrés Ferreyra, y El Alfa de Eleodoro Suárez, significando el desplazamiento de todos los silabarios, cartillas y textos que desde la época colonial venían coronando la enseñanza de la lectura. Empero, según Mestroni, fue el libro de Victoriano Montes (1905), La Frase, el que tuvo mucha popularidad entre el magisterio y que, paradójicamente, la historiografía ha soslayado su incumbencia en el mercado editorial y su uso en las escuelas.
Si bien la historiografía vernácula ha abordado de manera profusa diversas dimensiones desglosadas de los textos escolares,[2] su producción y circulación concomitante a la expansión de la educación pública a fines del siglo XIX en espacios regionales específicos como la Capital Federal o los Territorios Nacionales; menos visitadas fueron las impugnaciones de las comisiones evaluadoras que no se reducían sólo a incumbencias de carácter técnico (Trejo, 2025, p. 66). En estos territorios fue donde la estructura formativa de la educación pública cobró sentido proyectada en sociedades que se hallaban ancladas en estructuras culturales y sociales diferenciadas por contextos socioeconómicos particulares. La territorialidad de la educación común se construyó sobre un sentido de integración y homogeneización de pretendida raíz universalizante donde los textos, pensados como instrumentos materiales emergentes de la escolarización decimonónica, proyectaron una idea de Nación a la que había que integrar a sectores sociales considerados marginados al aparato productivo (comunidades indígenas, sectores criollos subalternos e hijos/as de inmigrantes, entre otros/as).
Por lo expuesto, nuestro objetivo central es analizar el rechazo de la obra de Victoriano Montes en el concurso de 1907 y los derroteros del caso que revelaba, por un lado, una realidad más amplia ligada con los crecientes intereses editoriales que entroncaban con el espacio ganado por la educación pública y la alfabetización de la población. Por el otro, acaecían las discusiones inherentes a criterios diversificados cuyo origen basal se ligaban con los pormenores técnicos y pedagógicos de lo que debía ser un buen texto de lectura en el despunte del siglo XX.
Nuestro marco teórico considera que el libro escolar no solo refleja intenciones pedagógicas sino también instrumentos políticos (Cucuzza, 2007). Detrás de su producción se ocultan disputas, negociaciones, arbitrajes y líneas ideológicas que determinan los marcos de producción específicos de los mismos. Bajo esta premisa, la historiografía, dentro del concierto conceptual de la historia material y cultural de la escuela (Spregelburd, 2024), ha abordado cómo los libros de textos aportaron a la constitución de la identidad nacional y a la invención de la Nación, a través de tradiciones inventadas (Bertoni, 2007). Partimos de que las obras de lectura tienen significaciones plurales y móviles, construidas en el reencuentro entre una proposición y una recepción, los motivos que le otorgan su estructura y las competencias y expectativas de los públicos que se adueñan de ellas (Chartier, 1992, p. 11). Los textos escolares proveían de la tecnología para intervenir sobre las prácticas pedagógicas en un sistema educativo en proceso de conformación donde confluyen historias educativas diversas (Spregelburd, 2004, p. 62). En su argamasa narrativa se vislumbran factores ideológicos que responden a los medios de socialización de la escuela en donde los distintos sectores sociales internalizan el imaginario que en sus textos se representan (Escolano, 2001, p. 36).
El prisma de observación de la pesquisa también nos invita a pensar las dinámicas, saberes y jerarquías en uso que ostentan los funcionarios dentro de las reparticiones estatales. Si bien el Estado durante el orden conservador era una herramienta fundamental para concretar el proyecto civilizatorio, también es reconocido por la injerencia de ideas y prácticas públicas de individuos “notables” (Bohoslavsky y Soprano, 2010, p. 19). Aquí nos permitimos referenciar un Estado compuesto por burocracias plurales, integradas por técnicos e intelectuales de la educación cuyos intereses entran en conflicto alejándose de posiciones cerradas y homogéneas al interior de la repartición central educativa. Dicha conceptualización percibe las tiesuras y disputas de esas figuras en torno a la tasación de las lecturas y la naturaleza en la escala proyectiva e ideológicas de la elite dirigente, cuyos sentidos estéticos y simbólicos se reflejaban en la naturaleza misma de la ley n°1420 de educación libre, gratuita y laica.
Desplegamos una metodología cualitativa analizando distintos corpus documentales, tales como la revista El Monitor de la Educación Común, informes al CNE y documentos en torno a los concursos de 1897 y 1907 consultados en el Archivo Intermedio de la Nación. Se examinan una serie de interrogantes, a saber: ¿Cómo se aprendía lectura en la escuela y cuáles eran los métodos utilizados? ¿Quiénes están aptos en base a saberes expertos y trayectoria para evaluarlos y quienes acceder a la praxis escritural? ¿Qué novedades pedagógicas delineó el libro de lectura La Frase de Victoriano Montes? Planteadas las incógnitas, sus estribaciones nos inducen a un plano de observación donde las lecturas escolares no pueden dislocarse de las relaciones sociales que estructuran el género, la clase, la etnia y las lógicas capitalistas de creciente injerencia en el ocaso del siglo XIX. En este punto, el mercado creciente de libros de textos habilitó la competencia de autores y casas editoriales para obtener la beatificación estatal y coronarse en un sistema educativo en plena expansión. Un proceso verificable a la par de la diversificación social y el afincamiento de un proyecto cultural cuyo pilar se alimentó en la escolarización de los sectores populares. Por ello, nuestra hipótesis sostiene que se enlazaron factores técnicos y conflictos de intereses en la Comisión evaluadora en favor de actores que venían monopolizando el mercado al amparo de editoriales hegemónicas como Ángel Estrada.
La pesquisa se organiza en seis apartados. A modo de contextualización, el primero y el segundo refieren al teatro editorial de fines del siglo XIX en Buenos Aires, el problema de la extranjería de los textos escolares y los criterios de las Comisiones evaluadoras sobre quienes estaban aptos para la elaboración del material de estudio. El tercer y el cuarto apartado indagan en los pormenores del caso: el rechazo de los libros de texto de lectura rudimentaria y de lectura corriente en 1907, los fundamentos de la Comisión y, particularmente, el método de lectura esbozado en La Frase. En el apartado cinco, se examina el reclamo del editor, el dictamen de la Comisión de Didáctica y la respuesta de Pablo Pizzurno al cuestionamiento del jurado. Aquí observamos una conjunción de factores que abonan nuestra hipótesis. En el último apartado, damos cuenta de los juicios y opiniones que esbozaron actores relevantes de la época sobre la obra de Victoriano Montes.
A inicios del siglo XX, la directora de una escuela del distrito escolar XI de la Capital Federal, Hortensia Rausis, reconocía la ausencia de buenos textos en las escuelas de la educación común. Observaba la necesidad de fomentar libros de lectura hechos por el magisterio, ya que “los escritores viven demasiado lejos de la mente infantil” soslayando la necesidad de dar a sus composiciones los atractivos necesarios para la niñez. ¿Qué era entonces, un buen texto de lectura acorde a su criterio? En principio, debía hospedar un discurso moralizador, estar ilustrado profusamente y con buen gusto y depurado de excesivos ejercicios gramaticales. La lectura expresiva armoniza la puntuación, la voz, la pronunciación y la expresión, cuidando de que los tonos de voz sean variados, haciendo distinguir su diversidad a lo largo de la composición (Rausis, 1905, pp. 48-49). Las observaciones claramente se alejaban del formato de enseñanza de la etapa colonial. A su vez, marcaba la tónica de una nueva época donde el florecimiento de la industria editorial se entrelazaba con el rol cada vez más relevante del magisterio en los procesos de enseñanza/aprendizaje gracias a la expansión de las Escuelas Normales a lo largo del país.
Pero la ramificación de la lectura fue definida, no solo por la educación pública, sino también, por los derredores comerciales que tejieron las editoriales locales ramificándose por el territorio de Buenos Aires. En la segunda mitad del siglo XIX surgieron nuevos establecimientos como La Librería del Colegio, La Librería de Mayo de Carlos Casavalle, Pablo E. Coni, impresor, Guillermo Kraft, Librería Nueva de Jacobo Peuser y la afamada Editorial Ángel Estrada, fundada en 1869. Ésta asumió la representación como agente general para Buenos Aires de la Casa Appleton y Cía. de Nueva York e importando, en sus inicios, cartillas científicas traducidas al español. En una dimensión más amplia, la descripción congeniaba con el creciente interés que suscitaron las novedades europeas y la evolución de los establecimientos comerciales para atender la demanda del público lector. Los libreros operaron como verdaderos intérpretes culturales extendiendo la posibilidad de acercar temáticas ligadas con la filosofía, el arte, las ciencias sociales, las ciencias naturales y jurídicas (Buonocore, 1974, pp. 59-62). Las elites dominantes de esa generación manifestaron un interés por la ciencia y la técnica que consolidó, por iniciativa de Domingo Faustino Sarmiento, una tradición científica vernácula (Weinberg, 1998) cuyo espíritu de raigambre positivista se trasladó al currículo de las escuelas.
El material de lectura estuvo destinado a las escuelas primarias (urbanas y rurales) en la jurisdicción de la ley n°1420, es decir, tanto en la Capital Federal como en los Territorios Nacionales. Con la sanción de la Ley Láinez de 1905 que otorgaba al CNE la facultad de crear escuelas en las provincias, los textos se distribuyeron en las denominadas escuelas nacionales (escuelas Láinez). Normativamente, la ley de educación común contemplaba que el CNE estaba en la obligación de llamar a concurso a los autores o editores para adoptar los textos aprobados por la Comisión evaluadora designada para el proceso de selección. La Comisión de Didáctica poseía la atribución de aprobar o rechazar el dictamen de la Comisión evaluadora. La reglamentación de 1887 también fijaba la relación entre el CNE y los editores, estableciendo los derechos y las obligaciones de cada uno.
Uno de los obstáculos que preocupaba en la elección de los textos era la extranjería del material circulante ya que no reflejaban las realidades socioculturales del país. Verificación detallada en los mapeos que realizaba el CNE en las bibliotecas de las escuelas de la Capital Federal. En la nómina de 1886 podemos encontrar literatura religiosa (E. Wallon, Vida de nuestro Señor Jesucristo), libros de pedagogía de autores extranjeros (Van Gelderem, Lecciones de pedagogía; A. Frank, Elementos de Moral; N. A. Calkins, Manual de lecciones; S. Hooker, Nociones de Botánica; Steward Balfour, Nociones de física) seguidos, en inferioridad numérica de textos nacionales, como el de Francisco Berra, Nociones de higiene (Escuela Graduada de Varones del 7 Distrito Escolar, 1886). Análogo a esta problemática, se señalaba que eran desconocidos para la gran mayoría de las familias y del magisterio el material de lectura y útiles en uso en las escuelas. El problema empeoraba por cuanto los funcionarios escolares carecían de información fidedigna sobre los libros aceptados por las autoridades perjudicando el éxito en los métodos de estudio. En virtud de ello, el CNE elaboró un catálogo con las obras que podían ser demandadas por los consejos escolares y el magisterio.[3]
Parte de los libros extranjeros que circularon en Buenos Aires apuntalaban la transmisión de lecciones morales al amparo de un determinismo biológico. Transmitían mensajes codificados y daban una pauta de la circulación transnacional de lógicas genéricas avaladas por la ciencia y por la sociedad burguesa capitalista decimonónica. A modo de ejemplo, el “Curso de Lecturas morales”, escrito por S. Boniface (1898) fue uno de los beneficiados en el concurso de 1897 traducido por los editores locales G. Navarro y Bonnecaze. Mientras el primero de los tomos estaba destinado a los varones, el segundo, escrito por el francés Desmaisons, focalizaba en la educación doméstica de las niñas. La obra poseía sus reconocimientos literarios ya que había sido premiada por la Academia de Ciencias Morales de Francia.[4] Empero, en este certamen, se verifica un crecimiento de las obras nacionales gracias a la labor de los autores y casas editoriales. Diez años antes, en el marco del primer concurso, un tercio de los libros ofertados eran producciones extranjeras en algunos casos traducidas o adaptados (Trejo, 2024, pp. 95-96).
Los oferentes de 1897 remitieron sus propuestas sobre ciencias, historia, poesía, literatura, idioma castellano, lecciones de moral, geografía, aritmética y gramática. Algunos libros estaban impresos y otros en su etapa manuscrita como los ofertados por el editor F. Sajonane (Figura 1).

Una de las novedades nacionales era el texto “Lecturas escogidas” en prosa y verso, compiladas por Eduardo Taboada. En nota a la Comisión, manifestó que no lo movilizaba el afán de lucro sino la transmisión generacional de “los más notables literatos argentinos”, por lo que su precio rondaba un peso y veinte centavos, “impreso en buen papel y encuadernación sólida” (Taboada, 1897).
El creciente número de textos nacionales que comenzaron a circular en Buenos Aires, no necesariamente calmaron las expectativas de los funcionarios del CNE en cuanto a la calidad textual y al correcto planteo pedagógico. La burocracia educativa observó que los considerados como “buenos”, eran escasos y se recomendaban en las comisiones como último recurso por no encontrase otros más adecuados. Integradas por inspectores y pedagogos de renombre, realizaban una distinción al finalizar las evaluaciones: los que habían merecido plena aprobación por el término de tres años según la reglamentación, y los aceptados provisoriamente que habían alcanzado una aprobación relativa o “admisibles” por no aplicar a la pedagogía escolar. En otra dimensión, los editores, por necesidad imperante de lógica mercantil, concurrían al llamado de los concursos sin criterio en cuanto libro poseían, según reflexionaba el informe de la Comisión de 1887:
La carencia de buenos textos se hace notar especialmente en las asignaturas que tienen un carácter propio, nacional, y en cuya enseñanza no es posible, por lo tanto, aplicar los elementos que contienen las obras análogas de los países extranjeros. Es necesario, pues, para cimentar el sistema de la educación pública, procurar la redacción de libros elementales escritos con pureza y sencillez y desarrollados según los mejores métodos de enseñanza; combinar la exactitud y el progreso científico con el procedimiento pedagógico; familiarizar al niño con la verdad y a horrarle esfuerzos inútiles para aprenderla. (De la Barra y Martín y Herrera, 1888, p. 119)
La realidad descripta empezaba a ganar terreno en las disputas por el reconocimiento de las obras ofertadas en las instancias evaluadoras, de modo tal que el carácter de los textos fue mutando en su formato. En 1897, el autor del “El Alma Argentina” adjuntaba dos tomos manuscritos para ser considerado en el concurso. Resaltaba que la obra no tenía más extensión porque se iba a ilustrar “con buen número de láminas que se harán ejecutar por un artista argentino” (Fragueiro, 1897). Las ilustraciones realizadas por artistas vernáculos avanzaban en la industria editorial y era una de las prerrogativas ponderadas ahora por los jurados. Por ejemplo, El Polígrafo Argentino. Mosaicos de Escritura, de Andrés Ferreyra y Eleodoro Suarez (1896), editado por Estrada, contenía dibujos monocromáticos, mientras que el Alfa, también de Suarez (1898) ofrecía ilustraciones en color realizadas por el pintor Raymondo Rossi (Figuras 2, 3, 4 y 5). Hasta ese entonces, era moneda corriente la reutilización de imágenes por parte de las casas editoras locales y extranjeras adquiridas en Europa donde se coleccionaban grabados en láminas sueltas o encuadernados en álbumes y utilizados repetidamente. Entre 1888 y 1893, los libros editados por firmas extranjeras eran más atractivos que los libros nacionales e incluían frontispicios y láminas cromolitografías (De Lorenzo, 2022, pp. 42-45).




Los libros de otras disciplinas presentaban las mismas deficiencias y ameritaban ser modificadas en función de los cánones de la moderna pedagogía. En el año 1900, la delegación presidida por Joaquín V. González para evaluar los textos de geografía exponía que muchos de ellos no respondían a los progresos de las ciencias y carecían de alcances instructivos. Bregaba por renunciar a las rutinarias definiciones teóricas de leyes y estériles enumeraciones de nombres geográficos. Para el pedagogo debía primar el estudio de la naturaleza como teatro de la vida humana y no solo la organización política del territorio (González, 1902, p. 280).
Huelga decir que en el intercambio de ideas sobre la potestad de los libros escolares venían terciando distintos actores educativos. Uno de los temas que disparó un arco de polémicas se concentró en la injerencia del control estatal de los textos y quienes estaban habilitados para calificar como autores. Con respecto a este último punto, estaban los pedagogos que sostenían la absoluta libertad del magisterio para escoger el texto y, por el otro, aquellos funcionarios que, asentados en los principios de la ley 1420, mantenían la tutela del CNE en su aprobación, argumento sostenido por Pablo Pizzurno y la Inspección Técnica de la Capital Federal. Cohabitaba en la burocracia educativa un cerco de desconfianza sobre la capacidad aptitudinal del magisterio, por lo que la libre elección, a juicio del pedagogo, crearía un cuadro de anarquía en las escuelas. Desde su punto de vista, muchos maestros/as por ser nuevos o por tener viejos hábitos arraigados no aplicaban correctamente el método de palabras generadoras que a su entender producían el doble efecto educativo para formar palabras y frases. Los directores confiaban a los maestros sin experiencia los grados infantiles los cuales requerían mayor práctica profesional cuando la lógica indicaba que debían ser ubicados en los grados superiores (Pizzurno, 1904, pp. 300-303).
La Comisión Evaluadora de 1907 integrada por Pizzurno[5], el inspector de provincias, Gerardo Victorín y el afamado Raúl Díaz, inspector de Territorios Nacionales y Colonias tenía como objetivo examinar los textos de lectura, un total de 111 volúmenes destinados al primer y segundo grado. Resulta interesante reproducir los criterios que primaron en la elección (Pizzurno et al., 1907).
En líneas generales, para los evaluadores las obras debían ajustarse al método de palabras y sucederse los ejercicios dentro de un orden lógico, con un lenguaje correcto y sencillo y, a medida que se avanzaba en la escolarización, mostrar visos de elegancia y estilo. Convenía eliminar todo aquello que generara antipatía como la profusión de palabras, sílabas y letras sueltas reemplazadas por frases breves y relacionadas entre sí.
Existían dos tipos de textos escolares. Por un lado, los denominados de lectura rudimentaria, que, a juicio de los funcionarios, era menester ajustarlos a la verdad científica evitando los cuentos de excesiva imaginación que sublimaran prejuicios o supersticiones. En la enseñanza de carácter moral se bregaban por aquellos que provocaran “emociones saludables”. Para los grados superiores se valoraban las virtudes cardinales como el culto a la moral y a la justicia, el amor al trabajo, el respeto a la ley, la soberanía y la solidaridad entre los hombres, con un lenguaje correcto al amparo de “la elegancia y las galas de estilo”, sorteando la gracia burda y el mal gusto. En términos epocales, los tópicos de esta moral urbana componían una suerte de ingeniería social que incluía un amplio programa de civilización de las costumbres para la constitución de un futuro ciudadano sano corporal y moralmente.
Las condiciones materiales, higiénicas y estéticas, demandaban la exaltación de la calidad y el color del papel, el tamaño, la forma y la buena presentación de las ilustraciones. Esto entroncaba con la injerencia del higienismo sostenido por los galenos del Cuerpo Médico Escolar de la Capital Federal, quienes fueron conscientes de cómo la materialidad de las escuelas dañaba, paradójicamente, la salud de las niñeces.[6]
En función de los lineamientos señalados, la Comisión evaluó que en la mayoría de los textos de lectura rudimentaria contenían errores en los pasos del método de palabras, discurrían frases sueltas conjugadas con oraciones inoportunas e ininteligibles. En suma, las obras eran contrarias a las buenas disposiciones pedagógicas allanadas por
términos y oraciones inadecuadas, ininteligibles para el alumno, á menudo tan rebuscados que su conocimiento no interesa ni á los chicos ni á los grandes. Los autores se han creído obligados á no dejar combinación de letras por incluir y de ahí las palabras y frases que nada dicen al escolar (…) A veces, el método ha sido desarrollado de tal modo que se han requerido dos tomos para completar el estudio de los elementos de la lectura, con todos los inconvenientes pedagógicos y económicos resultantes. (Pizzurno et al., 1907)
Luego de pasar revista de las consideraciones que sentenciaban más del 90% de los textos de lectura rudimentaria presentados, se recomendaba El Nene, de Andrés Ferreyra y Veo y leo, de la pedagoga, maestra y primera mujer argentina en obtener el doctorado en Filosofía en la Universidad de Buenos Aires, Ernestina López (1879-1965).[7] Figura relevante para el magisterio y los estudios universitarios, Ernestina acunó las credenciales académicas suficientes para calificar como autora o escritora didáctica y hacerse paso en los estamentos más altos de evaluación, un espacio masculinizado a pesar de la temprana feminización del magisterio. Como ha señalado la historiografía, si bien el magisterio representó un escalón en la movilidad social de las normalistas, la mayoría solo accedían a posiciones intermedias, en general, coronando en las direcciones de escuelas. No es de extrañar que, dentro de los 111 libros de textos presentados al jurado tan solo dos estaban escritos por mujeres: Ernestina López y Amalia Palma. Dentro de este molde, para convertirse en escritoras didácticas las maestras debieron esgrimir los saberes del magisterio y tender redes con varones que las habilitaban a redactar sus propuestas pedagógicas y ver difundidos sus libros escolares (Mosso, 2022, p. 290).
Por otro lado, estaban los libros de lectura corriente. Como ha señalado Trejo (2022, p. 8), estos mostraban cierta disparidad en la denominación ya que abarcaban obras que narraban acontecimientos históricos, compilaciones literarias o libros de caligrafía. A juicio de los inspectores, los textos de lectura corriente ofertados contenían nociones falsas y conclusiones forzadas que atentaban contra la pedagogía escolar. Desde la cuestión moral, carecían de capítulos que estimulasen las cualidades y las virtudes, coronados por contenido que exhibían el vicio y la viveza de los malvados, con máximas aisladas, consejos dogmáticos y un lenguaje defectuoso por la falta de construcción, de redacción y de puntuación al amparo de un estilo vulgar, difuso y frío. A esto se sumaban las malas condiciones del papel, las ilustraciones antiestéticas o mal colocadas. En cuanto a los aspectos pedagógicos, los temas, lugares y costumbres y maneras de pensar pintaban cuadros exóticos (Pizzurno et al., 1907).
Por lo expuesto, la Comisión rechazó la mayoría de las propuestas recomendando algunas de ellas para los grados infantiles, pero dejando vacante de textos a los grados elementales y superiores. Para los primeros, se aprobó el libro Nosotros de Ernestina López y El Libro del Escolar (primer y segundo grado) presentado por el editor Aquilino Fernández. Su autor, Pablo Pizzurno, se abstuvo de votar por consideraciones éticas. La Comisión expresó desiertas las lecturas para el tercer y el sexto grado. El conflicto de intereses por el que sería observado Pizzurno estaba saldado por resoluciones estipuladas por el CNE. En 1905 la repartición dispuso que podían adoptarse aquellos textos de los funcionarios de la Inspección Técnica siempre que los hubiera publicado antes de ocupar el puesto. El nuevo concurso debía comprender también el segundo grado por lo que Pizzurno se autoexcluía de dicho certamen siendo inspector general en la Capital Federal permaneciendo como referencia el texto Nosotros. Para los grados quinto y sexto se autorizaban de manera parcial, Literatura Americana de Martin Coronado (edición 1905) y Lecturas Selectas (1905) de Calixto Oyuela, ambos libros editados por Estrada.
Pero si estos textos gesticularon paulatinamente los rasgos de una literatura escolar particular, ¿qué novedad presentaba la obra de Montes en comparación con los textos que venían acaparando el mercado editorial? En función de responder este interrogante consideramos necesario describir el armado metodológico de La Frase y la fundamentación esbozada por el autor para luego dar paso a la interpelación del editor al jurado del concurso.
Victoriano Montes (1855-1917), fue una figura ilustrada que se desempeñó como abogado, poeta y educador. Ocupó el cargo de inspector de enseñanza secundaria y normal y publicó una serie de libros destinados a la escuela primaria. Había nacido en Montevideo, pero su infancia transcurrió en Concepción del Uruguay (Entre Ríos). Cursó estudios en el Colegio Nacional de esa ciudad y luego egresó como abogado en la Universidad de Buenos Aires. Ejerció como director en la Escuela Normal de Dolores, luego en el Colegio Nacional de Tucumán (1884-1885) y en la Escuela Normal de Varones de la Capital Federal (1885-1887). Desde su cargo en la Escuela Normal de Dolores trató de instituir el uso de los mapas históricos del cual él fue autor.[8] Ante la inminencia de un conflicto militar con Chile, dispuso la creación de un batallón de varones de la escuela que usaban uniformes de patricios y pequeños fusiles de madera para desfilar en las fiestas patrias (Rodríguez, 2022, p. 147). Como autor había publicado varias obras didácticas que tuvieron gran circulación en las librerías de Buenos Aires comprendiendo historia, instrucción cívica y legislación escolar.[9]
La Frase, estaba basado en los principios pestalozzianos sostenido en el método intuitivo y las lecciones de cosas. Era un texto de lectura de cláusulas dividido en dos tomos y publicado en su primera edición por el establecimiento Tipo-Lito Galileo. Había sido aprobado también por el Consejo de Educación de la Provincia de Buenos Aires en los concursos de 1905 y 1909,[10] prorrogado hasta el año 1920 y adoptado por las Escuelas Normales en Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Santiago del Estero desde 1908. Fue premiado con medalla de oro en la Exposición del Primer Congreso Nacional del Niño celebrado en Buenos Aires en 1913.
Montes manifestó los fundamentos de su método de lectura en el prólogo del libro primero, perfilando una narrativa de autojustificación operativa de su técnica y listando a reconocidas figuras intelectuales y pedagogos de la época que, como veremos más adelante, ponderaron a La Frase por encima de los libros de lectura de la época. El reconocimiento ponía en valor la legitimación de su figura dentro del campo intelectual escolar. Con ilustraciones monocromáticas, en el inicio de cada apartado de ambos libros se realizaban las advertencias metodológicas para el magisterio. Contaban con un pie de página que referían el significado de las palabras desconocidas marcadas en cursiva para acaudalar el incipiente vocabulario de los estudiantes.
Los autores de libros, señalaba el autor, estaban más ansiosos por entretener al niño, enseñarle religión y moral y procurar nociones científicas, pero carecían de un método concreto que permitía transitar el aprendizaje de lo fácil a lo difícil:
Si el buen método para la enseñanza de los prolegómenos de la lectura consiste principal y únicamente en que el alumno domine poco a poco los elementos constitutivos de la palabra aislada (sílabas y letras), es evidente que el buen método para la lectura de cláusulas debe tender a que el alumno domine del mismo modo, es decir gradualmente, una por una, paso por paso y acabadamente, las dificultades inherentes a la lectura de frases. (Montes, 1914, p. 8)
Uno de los pilares eran los signos de puntuación. Con un vocabulario sencillo y graduado, el primer libro estaba destinado al primer grado con treinta ejercicios para que los niños internalicen el dominio de los signos puntuativos que marcaban las pausas y su duración, el tono y las inflexiones de la voz. Montes también puso en tela de juicio los ejercicios de supresión de vocales, consonantes y sílabas enteras, reemplazadas por los puntos suspensivos invitando al alumno a reconstituir la palabra mutilada.
La Frase contenía composiciones de un amplio espectro temático que recorrían imágenes de las infancias de distintos sectores sociales en la vida cotidiana, rituales como el Día de los Muertos, el binomio madre-hijo, “La cocinerita de sus muñecas”, Los niños modelos”, “Un nene patriota”, la relación de los niños con los animales, la escuela, la familia, los ejercicios y la salud. Llama aquí la atención la referencia religiosa en algunas de las narrativas, como la oración a Dios de las “niñas puras”, el deber de amar que impone la religión cristiana, o “La súplica de una madre” que describe el rezo de una mujer desesperada ante la enfermedad de su hija y la esperanza frente a la desgracia (Figuras 6, 7, 8, 9, 10). Si bien la ley n°1420 estipulaba la educación laica, un dato menos conocido es que contemplaba la posibilidad de que las niñeces recibieran instrucción religiosa por fuera del horario escolar. Incluso, en los programas de Moral y Urbanidad se pueden encontrar referencias religiosas como “Reglas de respeto y urbanidad en el templo” (Pulido, 1907).




En términos metodológicos, en la primera parte del texto del libro primero se concertaba el estudio, el ejercicio y aplicación de la pausa del punto final en dos pasos: uno con proposiciones conexas entre sí, de fácil vocabulario; mientras que el otro exhibía composiciones cortas con palabras en cursivas explicadas a pie de página. La segunda parte contenía ejercicios preliminares para el uso de la coma, luego ejercicios que empleaban un mismo signo puntuativo con descripciones de índole infantil. En la tercera parte se desarrollaba la enseñanza de la pausa de los dos puntos, mientras que la cuarta respondía a una síntesis de todas las dificultades esbozadas.
El segundo libro constaba de seis partes (Figura 12). Iniciaba con una serie de historias como la titulada “La Fruta Verde. Consejos Maternales”. El protagonista, Alfredito, había soslayado el consejo de su madre de no comer fruta verde ante el peligro de la enfermedad. Sin embargo, el niño consumió peras de un frondoso peral, por lo que se sintió enfermo experimentando dolor de estómago y escalofríos. Ante las arcadas y la sudoración, el galeno le recetó un vomitivo por lo que el muchacho devolvió las peras que había ingerido producto de su desobediencia. Por días estuvo en cama con una terrible fiebre describiéndose una escena donde se destacan las virtudes maternales para el cuidado; “la pobre madre, modelo de ternura y abnegación lloraba desconsolada al lado de la cama del niño”. Felizmente, el mal disminuyó y el paciente fue declarado por el médico fuera de peligro. (Figura 13).

En la segunda parte, se presentaban la pausa del punto y coma para ser estudiada aisladamente. La lectura en voz alta del maestro de relatos particulares como “Un buen padre de familia”, reproducían los roles de género de la familia nuclear. Presente en todos los textos escolares de la época, las imágenes domésticas de la buena familia impulsada por el Estado, ordenada, armónica y feliz se constituyó en el foco central del entramado arquitectónico de las políticas sociales. Alejándose de este utópico retrato henchido de múltiples significados, la gravitación del Estado y las políticas públicas entraban en tensión con las configuraciones familiares (Cosse, 2021).
Siguiendo este modelo, se narraban las bondades del papá de Luisito y Zelmerita, un hombre varonil, generoso, apegado al orden y de acrisolada honradez. De profesión arquitecto, se lo representaba como “un hombre muy feliz, porque su esposa y sus dos hijitos le aman con cariño inmenso” (Figura 14). En la tercera parte, se apuntaba al estudio de las frases admirativas con cinco pasos preliminares, en el que el magisterio debía dar a su voz el tono y las inflexiones armónicas con la índole peculiar del signo. “¡Qué diligente es esa doméstica! ¡Cuánta actividad despliega con las escobas y los plumeros!” (Figura 15). De esta forma, se suceden las frases admirativas en torno a la madre que besa a la nena, a la niña trabajadora, al jardín zoológico y sus animales o el desfile de los batallones. En la cuarta parte se abordaban las frases interrogativas (“El tío de Isidorita le ha regalado un frasco de ciruelas. ¿Verdad que no es malo el obsequio? ¡Cuánta alegría revela el rostro de la nena!”). La quinta parte abordaba los puntos suspensivos, mientras que en la sexta parte se realizaba una síntesis metódica de todos los signos de puntuación estudiados.


Esta descripción nos permite entrever los preceptos pedagógicos mediante los cuales Montes argumentó su renovado interés por contribuir al propósito de corregir los errores que, a su criterio, se prestaban los libros de lectura circulantes en el mercado editorial de Buenos Aires. Recordemos que había sido aprobado por el Consejo de Educación de la provincia de Buenos Aires en 1905, por lo que La Frase ya contaba con grandes expectativas que circularon a través de la pluma de diferentes pedagogos y educacionistas. Dos años antes había sido juzgado positivamente por Víctor Mercante, Carlos Vergara, Rodolfo Senet, Ramos Mejía y Pedro Scalabrini, a pesar de los juicios negativos que determinaron su exclusión en el concurso de 1907 como veremos a continuación.
La potestad de los miembros de la Comisión que parecía ser incuestionable por su profusa trayectoria como intelectuales y pedagogos no aplazó el planteo crítico de los oferentes. El monopolio del Estado era manifiesto en el control del material circulante en el sistema de enseñanza de modo tal que el autor de los textos escolares se veía expuesto de cara a una doble limitación. Por un lado, el Estado debía aprobar su obra y, por el otro, la editorial cargaba con los costos de la imprenta para editarlo (Linares, 2012, p. 228). Frente a ello, los editores y autores se hallaban en una franca desventaja ante el armado institucional que determinaba qué tipo de lectura se acuñaría para las escuelas. Así y todo, el desconocido editor José Clark y Durañama, en nota al presidente del CNE, José Ramos Mejía, aludió su disconformidad por el rechazo de la obra de Montes que estaba bajo su auspicio
Para el editor, la Comisión no contó con la presencia de los vocales del CNE quienes en otras instancias elogiaron el texto, siendo una situación injusta “por cuanto los libros favorecidos sin limitación alguna durante dos años no son superiores por ningún concepto a La Frase”. Sin mencionarlo, hacía referencia al El Nene de Ferreyra o El libro del Escolar de Pablo Pizzurno. A renglón seguido, solicitó que se adquirieran por la oficina de Depósito del CNE 10.000 ejemplares de cada uno de los dos libros para que se distribuyesen en las escuelas Láinez. Quedaba claro que el rechazo del texto causaba un mortal gravamen a la casa editora y al autor por los cuantiosos gastos de impresión que implicaban los 300 fotograbados, muchos de ellos de página entera, las dos carátulas en colores y el papel fino utilizado en la impresión. (José Clark y Durañama, 1908a). La publicación del libro redituaba importantes ganancias, un hecho reconocido por el mismo Pizzurno, por lo que subyacían lógicamente intereses compartidos que se veían amenazados. De resultas que algunos autores ofrendaban una carilla del libro a advertir las penas por las violaciones de los derechos de la propiedad literaria y artística, tanto en los países americanos como en los europeos.
Al respecto, José Clark y Durañama recusaba al inspector nacional Gerardo Victorín quien aconsejó rechazar La Frase y los “hermosos” libros de lectura de Francisco Berra[11] o José Figueira mientras que, como contracara, “se entonan himnos de un lirismo pedagógico desbordante al Escolar del inspector Sr. Pizzurno” (…) “informe que excluyó el CNE después de la luminosa impugnación, escrita y verbal de los Sres. Vocales Drs. Pastor Lacasa y José Zubiaur”. Aquí aludía a las observaciones de la Comisión de Didáctica integrada por Lacasa y Zubiaur quienes pusieron en duda la resolución tomada por la Comisión evaluadora, observando como atinada la aprobación de los libros El Nene, El Escolar y Veo y leo aunque destacando que, como obra didáctica, el texto de Ernestina López superaba en calidad a los textos aprobados. Consideraba “extrema” la opinión de los inspectores de rechazar el 90 por ciento de los textos, teniendo en cuenta de que algunos de ellos como el de Francisco Berra, José Figueira, Victoriano Montes o Carlos Vergara, se encontraban en uso en las escuelas. A ello se sumaba el asombro por el rechazo de las obras que pertenecían a autores “patrióticos” con largos servicios a la educación como Joaquín V. González,[12] Ernesto Nelson o Ángel Graffigna “cuyo libro La Palabra revela un plausible esfuerzo de parte de una de las grandes casas editoras del país (…) quizás que no conoce ó no ha podido leer la Comisión que dictamina”, bosquejando un manto de dudas sobre el alcance de la lectura realizada por los inspectores. En este punto, el organismo daba cuenta del gravamen económico que recaía sobre las editoriales, apuntando a la imposibilidad de obtener un “texto intachable” y a la necesidad de evitar el monopolio de la enseñanza de la lectura y la ganancia que produzca en un solo autor o editor.
En vista de lo detallado, el CNE resolvió mantener en vigor para el año 1907 los textos aprobados en el concurso de 1904. También traspasaba las funciones a la Comisión de Didáctica para que prosiga con el estudio de los textos presentados, con miras a que en el año entrante “se adoptase una resolución bien meditada al respecto”. Por consiguiente, se autorizaban 30 textos sumándose a los ya aprobados por la Comisión evaluadora, entre los que se hallaba La Frase.[13]
El 20 de mayo de 1907 el mismo Pablo Pizzurno ejecutó su descargo ratificando las deficiencias de los libros. Esgrimía la superioridad intelectual de la Comisión que, a su criterio, rubricaba la imparcialidad y la competencia en el dictamen, a diferencia de otras comisiones integradas por personas ilustradas, pero con falencias para apreciar las obras desde el punto de vista pedagógico. (Pizzurno, 1907).
Era claro el impacto que tuvo la impugnación que infundía favoritismos hacia determinados autores y ponía en tela de juicio los fundamentos de los evaluadores forjando rispideces al interior de la burocracia educativa. En definitiva, en el maderaje del caso se enlazaban luchas simbólicas entre los funcionarios autores de textos escolares que demarcaban la autoridad intelectual. Carlos Vergara, Joaquín V. González o Francisco Berra, cuyas obras fueron rechazadas, no eran anónimos funcionarios de la burocracia educativa si advertimos en perspectiva su vasta trayectoria. No se pueden soslayar en este punto los intereses comerciales y favoritismo asumidos por los funcionarios a las editoriales hegemónicas vinculadas a la promoción oficial de textos. La aprobación de una cantidad sustancial de libros escolares desbalancearía cuantitativamente la distribución que realizaba el CNE en las escuelas Láinez, teniendo en cuanta que El Nene y El Escolar, ambos editados por Ángel Estrada y, en menor medida El Alfa de Suarez, monopolizaban el circuito forjando un gravamen económico al resto de la competencia libresca. Como huella de la parcialidad con la que contaban las casas comerciales, podemos citar la denuncia del maestro Nicomedes Antelo en 1870 contra el entonces director del Departamento de Enseñanza de la provincia de Buenos Aires, José M. Estrada, hermano de Ángel Estrada. Antelo denunció que sospechosamente los textos recomendados por el director provenían de la imprenta de su hermano quien, con pronta diligencia, había editado veinte mil ejemplares del texto Conciencia de Niños, diez mil Gramáticas de Bello y un número desconocido de la Historia Argentina de Juana Manso (Prieto, 2006, p. 29).
En otro nivel, era claro que la autoridad intelectual de Pizzurno y la de los inspectores de la Comisión fueron puestas en tela de juicio al cuestionar sus capacidades técnicas para la tasación de los textos. Esta burocracia se juzgaba parte de un cuerpo profesionalizado, formados en las escuelas normales y colegio nacionales conformando un grupo jerarquizado y heterogéneo a la vez. Promovida por el Estado a fines del siglo XIX, el surgimiento de una capa de intelectuales y funcionarios subalternos permitió ocupar puestos claves en la reproducción cultural (González Leandri, 2001). Parte de esa élite fueron los que ponderaron a La Frase como uno de los libros más excelsos circulante en el sistema educativo.
En agosto de 1907 el CNE había adquirido 500 ejemplares de primer grado y segundo grado de La Frase, pero al tiempo se abalanzaron las quejas de un funcionario de la Oficina de Depósito alegando que la encuadernación era pésima. El editor hizo su descargo apuntando que los libros entregados eran iguales a las muestras presentadas, y al millar de ejemplares adquiridos el año anterior y recibidos sin observación alguna por la misma oficina (Clark y Durañama, 1908b). Saldado este último escollo, en mayo de 1908, José Clark y Durañama adjudicó 16.975 ejemplares de La Frase, a cuenta de los 20.000 que el CNE había adquirido en el mes de abril. El precio módico (0.50 pesos moneda nacional), era inferior al resto de los textos circulantes. El número de ejemplares no era excesivo ya que, como demostraba el editor, en el año 1907 se habían adquirido para las escuelas Láinez casi 29 mil libros de la obra de Ferreyra y más de 16.000 del texto de Pizzurno, corroborado por el jefe de la Oficina de Depósito Carlos Mendoza. La distribución de los libros de textos (tabla 1) permite entender los márgenes del negocio y abonar la hipótesis de que primaron intereses económicos en el dictamen de la Comisión, si imaginamos, como hemos señalado más arriba, la disminución del rédito monetario que representaba para los autores y para Ángel Estrada la merma de ganancias debido a la “competencia” del resto de los textos ofertados. Quizás, el argumento de que La Frase ostentaba una encuadernación defectuosa tan solo simbolizaba un último intento por retirarla del circuito de los libros escolares, un manotazo de ahogado para contrarrestar la aprobación decretada por la Comisión de Didáctica.

Como hemos señalado, La Frase también contó con la aquiescencia de una parte de la élite de intelectuales, pedagogos de fuste y del magisterio en notas periodísticas, cartas y esquelas destinadas a Victoriano Montes que fueron recopiladas en una publicación titulada “Juicios y opiniones sobre el método de lectura corriente La Frase”, publicado en 1914. Comprendían un periodo extendido entre los años 1906 y 1914. Tal vez, impulsado por la medalla de oro obtenida en la exposición del Primer Congreso del Niño de 1913, el autor vio la oportunidad de saldar una deuda intelectual con los inspectores que habían objetado su obra.
El afamado pedagogo Víctor Mercante señaló en carta enviada al autor, que los dos libros eran “de primer orden para los grados que les dedica”, ponderando sus condiciones didácticas y su buena escritura (Montes,1914, p. 51). Por su parte, el inspector Carlos Vergara observó el 1 de abril de 1906 el carácter disruptivo de la obra:
son los escritos con más corrección de cuantos se han publicado hasta el día de hoy” (…) Los dos libros de La Frase tienen caracteres únicos entre todos los demás, como es la belleza y corrección de sus cláusulas y el haber graduado las dificultades de la puntuación, lo que creo que ningún otro autor ha hecho hasta el día de hoy. (Montes, 1914, p. 52)
También Rodolfo Senet, ex inspector de escuelas normales y colegios nacionales destacó que la obra habituaba al niño a una “construcción elegante”, con frases hermosas y figuras nítidas mostrando un valor estético que realzaban el valor del texto. Habituaba al niño a un lenguaje correcto y culto, exento de vulgaridades (Montes, 1914). La reseña más intempestiva se editorializó en el diario La Libertad el 25 de marzo de 1906, donde su autor observó sin ambages:
Hay una plétora de libros de lectura; pero muy pocos de ellos se distinguen por su originalidad, notándose en la mayoría de los mismos una redacción asaz defectuosa, que desprestigia a la gramática y deja maltrecho al sentido común. El Consejo Nacional de Educación se pone en ridículo aprobando a menudo esos abortos intelectuales, presentados a los niños como textos de enseñanza. (Montes, 1914, p. 20)
Pero las críticas no serían todas encomiásticas ni para La Frase y menos aún para el CNE. Conforme transcurría el siglo XX, el Consejo fue blanco de denuncias por parte del magisterio y del espectro político. En 1920, el diputado socialista Augusto Bunge exhibía en el Congreso de la Nación una denuncia contra el CNE por los manejos discrecionales de los fondos, el favoritismo hacia explícitos actores del sistema educativo, el espionaje oficializado al magisterio que incluían exoneraciones, malversaciones crónicas y dudosas licitaciones. Uno de los apartados se circunscribía al tópico “Negocios Editoriales”. Allí Bunge reñía con el prorrateo que realizaba el CNE del material de lectura que yacía como clavos en los depósitos, sobre todo, de aquellos textos editados por una “reconocida empresa católica”. Particularmente, mencionó La Frase como un texto grotesco por los nombres de los personajes (Nemesia, Gracianita, Aniceta, Gertrudis, entre otros) e historias inverosímiles, nutridos sus textos de confusas y retorcidas moralejas, como la descripción de la figura del pequeño niño trabajador que enaltecía el trabajo infantil [14]y frases que rendían honor al ridículo (Bunge, 1920, pp. 27-28). Sea como fuere, la crítica de Bunge no sería la excepción ya que, a lo largo del siglo XX, la experiencia acuñada en la escritura, edición y propuestas didácticas en los textos escolares lejos estaría de anclar en criterios unificados dependiendo, simultáneamente, de las temporalidades políticas y espacios geográficos de referencia.
A fines del siglo XIX Buenos Aires fue testigo del crecimiento de la industria editorial en paralelo al desarrollo de la marcha educativa alentada por la sanción de la ley 1420 de 1884. Funcionarios e intelectuales de la educación bregaron por “nacionalizar” los textos de lectura rudimentaria y lectura corriente que circulaban en las escuelas. Surgieron una pléyade de nuevos autores auspiciados por distintas casas editoriales que perfeccionaron la técnica libresca para responder a la demanda de un público más amplio que excedía el mercado editorial de los libros escolares. La ciencia, la filosofía, el derecho, y el arte, entre otras temáticas, congregaban los libros ofertados por las librerías en su mayoría extranjeros, para una sociedad altamente diversificada por la inmigración de ultramar y a la cual la escuela pública tenía la misión de nacionalizar. Como ha señalado Prieto, los programas de alfabetización fueron una pieza decisiva en el ajuste social del inmigrante. La traducción emocional de los símbolos de la nacionalidad contribuyó a que el pacto de asimilación adquiriera velocidad (Prieto, 2006, p. 33). Así las cosas, los textos escolares se transfiguraron en instrumentos mediante los cuales, a los fines pedagógicos esbozados en un proyecto de modernización cultural más amplio, debían procurar un método de lectura que comunicase mensajes en clave genérica en torno las tareas sociales asignadas a cada sexo, el rol de la familiar nuclear, la salud, la enfermedad y la higiene, el respeto por la autoridad y el orden y una moral urbana basada en los preceptos civilizatorios.
En otro nivel, se desprende del artículo ciertas lógicas del funcionamiento de las burocracias estatales. Los funcionarios que determinan lo que debería ser un buen texto escolar y a la sazón, beatifican o rechazan las postulaciones, forman parte del mercado editorial como autores y son actores nodales (funcionarios) dentro del engranaje del CNE, sin que ello genere indecorosos conflictos de intereses. Un sector de la burocracia educativa se distinguía como una élite intelectual destinada a forjar los destinos de la Nación desde las instituciones referenciadas en los organismos del Estado. De allí la suspicacia revelada a la libre elección del magisterio de las lecturas en las escuelas y la necesidad del control estatal en el material pedagógico circulante. Aunque las dimensiones operativas en su funcionamiento y la legitimación intelectual de la Comisión evaluadora en función de sus trayectorias personales y cargos desempeñados certificaban sus diagnósticos; su autoridad como élite intelectual no estuvo exenta de interpelaciones que tensionaron la legitimidad de los concursos y los atributos esbozados para un “buen texto de lectura”. Siendo parte de esa joven camada de funcionarios, el inspector, Pablo Pizzurno, vio comprometida su autopercepción de funcionario notable (su trayectoria en rigor de verdad no lo desmentía), ante la interpelación de un ignoto editor que cuestionó la decisión de la Comisión de la que él formaba parte. Incluso, su obra más excelsa, El Escolar, era situada por parte de José Clark Durañama en una jerarquía inferior al texto de cláusulas de Victoriano Montes, La Frase. Solapadamente, Pizzurno no se enfrentaba solo con el editor sino también con intelectuales de fuste que ponderaron La Frase en concursos anteriores: José Zubiaur, Carlos Vergara, o Joaquín V. González, cuyo texto también había sido descalificado por la Comisión Evaluadora y ponderado por la Comisión de Didáctica. Pero, en definitiva, la sombra al rédito económico de las grandes editoriales como Estrada en el concurso de libros de 1907, donde Pizzurno y Ferreyra publicaban periódicamente, era más que evidente. Es decir, el problema no se reducía solo a un escenario de egos o sensibilidades afectadas: subyacían intereses económicos expuestos, un hecho que se desprende del dictamen de la Comisión de Didáctica al esbozar el peligro que se cernía alentando en el sistema educativo el monopolio de autores y editoriales.
Por último, lo que diferenciaba al texto de Montes del El Escolar o El Nene de Ferreyra, por citar las obras que mayor circulación tenían en la época, no eran sus mensajes en clave moral, buenas costumbres urbanas o configuraciones sociales y familiares; su novedad residía en el emplazamiento de un método de lectura ordenado, sencillo y sistemático adaptado a la enseñanza de los y las niños, siendo uno de los pilares del método los signos de puntuación. En el maderamen del caso analizado vislumbramos como una herramienta pedagógica destinada al aprendizaje de la lectura y a transmitir mensajes éticos y morales, se transformó en un campo de disputas al amparo de configuraciones políticas y lógicas estatales que, a inicios del siglo XX, estaban moldeando al Estado-nación.
Cómo citar este artículo:: Cammarota, A. (junio de 2025 – diciembre de 2025). Editores que se rebelan: el texto escolar La Frase de Victoriano Montes y el conflicto de interés de Pablo Pizzurno (Buenos Aires, fines del siglo XIX e inicios del XX). Antigua Matanza. Revista de Historia Regional, 9(1), 42-90. https://doi.org/10.54789/am.v9i1.3
redalyc-journal-id: 7239
https://antigua.unlam.edu.ar/index.php/antigua_matanza/article/view/180 (html)
Agradezco los valiosos intercambios con las colegas Belén Trejo y Agustina Mosso, expertas en la temática que se analiza en este artículo.












