Dossier
La colección artística del obispo de Santiago de Chile, Luis Francisco Romero, 1707
The artistic collection of the bishop of Santiago de Chile, Luis Francisco Romero, 1707
La colección artística del obispo de Santiago de Chile, Luis Francisco Romero, 1707
Autoctonía (Santiago), vol. 7, núm. 1, pp. 70-109, 2023
Universidad Bernardo O'Higgins, Centro de Estudios Históricos
Recepción: 04 Octubre 2022
Aprobación: 15 Diciembre 2022
Financiamiento
Fuente: Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID)
Nº de contrato: 1210898
Descripción del financiamiento: Este estudio ha sido financiado por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo de Chile (ANID) / Fondecyt Regular 1210898
Resumen: En la Edad Moderna, las Leyes de las Indias exigían que los obispos católicos destinados a un puesto en Hispanoamérica presentaran un inventario de los bienes personales que debían trasladarse con ellos. De conformidad con este mandato, en el año previo a su toma de posesión de la diócesis de Santiago de Chile en 1708, se documentan los bienes personales de don Luis Francisco Romero en preparación a su viaje desde la ciudad de Cusco. Este registro, que incluye la colección de obras de arte, se conserva en el Archivo General de Indias de Sevilla. Durante la década de permanencia de Romero en Santiago, su colección artística estuvo entre las más ilustres de Chile, actuando como un elemento identificador de su estatus social y profesional. Este estudio busca identificar los contenidos de esta colección y comprender su rol en la circulación de obras de arte no solo entre Cusco y Santiago, sino también entre Europa, Asia y las Américas. Finalmente, y uniendo los temas focales de arte, estatus y circulación, el estudio revela que Romero heredó una selección de obras de Manuel de Mollinedo y Angulo, quien se desempeñó como arzobispo de Cusco desde 1673 hasta su muerte en 1699.
Palabras clave: Coleccionismo, mercados artísticos, colecciones privadas, Chile, Luis Francisco Romero.
Abstract: In the modern era, the Laws of the Indies required that Catholic bishops assigned to a post in the Spanish Americas submit an inventory of the personal belongings to be relocated with them. In conformance with this mandate, in the year prior to taking charge of the diocese of Santiago de Chile in 1708, don Luis Francisco Romero’s personal items were documented in preparation for their shipment from Cusco. This registry, which includes Romero’s collection of artworks, is maintained in the General Archive of the Indies in Seville. For the duration of Romero’s decade-long tenure in Santiago, his art collection was among the most illustrious in all of Chile, functioning as an identifying element of his social and professional status. This study seeks to identify the contents of this collection, and to understand the role this collection played in the larger circulation of artworks not only between Cusco and Santiago, but also among Europe, Asia, and the Americas. Finally, and uniting the focal themes of art, status, and circulation, the study reveals that Romero inherited works from the estate of Manuel de Mollinedo y Angulo, who served as archbishop of Cusco from 1673 until his death in 1699.
Keywords: Art collecting, art markets, private collections, Chile, Luis Francisco Romero..
1. Introducción
En 1708, cuando el obispo Luis Francisco Romero (1665-1728) tomó posesión de su cargo en Santiago, introdujo su suntuosa colección de arte en la capital chilena. Sabemos de este diverso conjunto de aproximadamente cien pinturas y estatuas a través de un inventario de sus efectos personales que acompañó a este funcionario católico desde Cusco hasta Santiago. Como lo confirma este extenso registro de 1707, durante su permanencia en Santiago de 1708 a 1718, Romero mantuvo una de las pinacotecas privadas más notables de Chile. Sin embargo, a pesar del tamaño sustancial de la colección de arte que Romero introdujo en Santiago durante una década, nunca se ha llevado a cabo una evaluación de su contenido. Aun cuando recientemente han aparecido estudios innovadores sobre las prácticas de recolección y exhibición privada en las Américas (Holguera Cabrera, 2020; Lovell, 2019) y en la Europa moderna (Henry, 2022; Loughman y Montias, 2020; Jewitt, 2022, Schmitter, 2021), es sorprendente que tales colecciones privadas en Santiago de Chile de esa época sigan siendo poco estudiadas.
Los inventarios son una vía prometedora para los historiadores del arte en el estudio operoso del Santiago colonial, particularmente para abordar las numerosas colecciones privadas que ya no existen en forma física. Debido a que Chile careció de talleres para la producción artística (particularmente de pinturas y grabados) en esta época, las colecciones privadas fueron importadas casi en su totalidad a través de redes comerciales interregionales y transatlánticas, y también a través del equipaje de los funcionarios extranjeros que fueron trasladados a Santiago (Kennedy-Troya, 1998). Aunque las redes para la circulación artística hacia Chile no han sido establecidas firmemente, podemos confirmar la temprana participación de esta región en el nexo de Portobello: en 1590, el rey de España ordenó a oficiales españoles pagarles a agentes en Panamá por imágenes sagradas, para que en un futuro cercano fuesen transportadas a Chile por un misionero dominicano (AGI, Contaduria, 246). Tenemos una comprensión más completa de la participación franciscana y jesuita en la promoción de la circulación de estatuas y pinturas hacia Chile (y regiones cercanas) para adornar iglesias y conventos (Mebold Koenenkamp, 2010; Gramatke, 2020; Scocchera, 2022; Alcalá, 2007). Sin embargo, los estragos del tiempo han hecho que el estudio de las colecciones privadas en Santiago sea desafiante. Este estudio retoma la propuesta de Maya Stanfield-Mazzi (2009) y Josefina Schenke (2021), de que los inventarios son un camino fructífero para mejorar nuestra comprensión de las características y roles del arte en el mundo andino. El presente estudio de la agrupación privada de iconografía en espacios domésticos de Santiago, analiza una colección perteneciente a un funcionario religioso que estuvo entre los hombres más poderosos de Chile a principios del siglo XVIII.1 El análisis de su inventario de imágenes aumenta nuestro conocimiento sobre la circulación del arte en esta capital a principios de la Edad Moderna, así como los gustos y sensibilidades de poderosos coleccionistas privados en esta ciudad.
Hasta la fecha, pocos académicos han profundizado en los registros inventaríales para poder responder preguntas sobre el rol de las colecciones privadas de arte andino. Dichos estudios se han centrado, en gran medida, en la capacidad de las imágenes en entornos domésticos para revelar los gustos y las inclinaciones de los coleccionistas de élite. Este enfoque permite a los historiadores del arte alejarse de las cuestiones habituales de producción y autoría, y centrarse en las investigaciones emergentes de circulación, exhibición y recepción. Para el caso de Chile, Isabel Cruz de Amenábar (1986: 202-203) sostuvo que tales exhibiciones de la época colonial en los hogares encantaban a los visitantes, al mismo tiempo que evidenciaban la fe religiosa y la riqueza de una familia. Paulina Zamorano Varea (2010) examinó el rol central de las obras de arte exhibidas en las capillas privadas en la práctica devocional, que se ubicaban dentro de las propiedades rurales que rodeaban a Santiago. Los estudios de Ismael Jiménez Jiménez (2014), Jaime Valenzuela (2005) y Antonio Holguera Cabrera (2020) han situado las colecciones artísticas privadas del Virreinato del Perú como parte de un frente público más amplio de apariencias que exhibió y mantuvo el estatus social. Sin embargo, y como Josefina Schenke (2021) ha enfatizado recientemente, también es necesario poner mayor atención a los inventarios y materiales de archivo relacionados, para así obtener una comprensión más profunda de cómo las obras de arte ahora perdidas en el Santiago colonial llegaron a esta ciudad y lo que transmitían sobre los y las coleccionistas.
La cultura del coleccionismo artístico que surgió en el Virreinato del Perú durante los siglos XVII y XVIII, incluyendo a Santiago de Chile, tuvo sus raíces en el afán de obtener pinturas que surgió en la España del siglo XVII, entre reyes, aristócratas y las élites que deseaban emularlos (Burke y Cherry, 1997). Sin embargo, si los coleccionistas andinos siguieron el modelo de los coleccionistas españoles, lo hicieron acumulando obras europeas (u obras locales producidas en estilos europeos) junto con el arte producido en el mundo andino que expresaba materialidad, estilos y temas locales (Stratton-Pruitt, 2013: 105-109). El entorno doméstico íntimo donde se exhibían tales colecciones eran escenarios donde diversos miembros de la sociedad de élite convergían para participar en diplomacia (Stanfield-Mazzi, 2009: 357; Carrió-Invernizzi, 2008; 2016). Durante los inicios del siglo XVIII, fueron los espacios domésticos del Santiago colonial los entornos en donde ocurrieron tensas negociaciones de cortesía entre Romero y su rival, el gobernador de Chile, Juan Andrés de Ustáriz. Al visitar al gobernador en su casa, Romero se quejaría amargamente de que este no salía a recibirlo sino que, hasta la penúltima puerta, mientras que Romero lo recibía en su propia casa en el patio y lo despedía en la puerta de la calle (Lorenzo Schiaffino, 1990: 242). En este contexto y a ambos lados del Atlántico, las imágenes se desplegaban estratégicamente dentro de las áreas semipúblicas de los espacios domésticos para transmitir los gustos, linajes y filiaciones del coleccionista que las habitaba (Loughman y Montias, 2000: 69; Lovell, 2019: 153-176).
2. Colecciones privadas de arte en Santiago de Chile
Los archivos confirman cómo en Santiago colonial las autoridades cívicas, militares y religiosos albergaron importantes colecciones de pinturas en sus casas cerca de la Plaza de Armas y en sus estancias en las afueras de la capital. Tales pinacotecas locales estaban dominadas por temas religiosos que alineaban a las familias nobles españolas con la virtud católica, y también incluyeron obras seculares que expresaban el buen gusto, los orígenes nobles y las afiliaciones políticas de sus dueños. Es bien sabido que muchas de estas colecciones llegaron a Chile en el equipaje de los funcionarios europeos enviados por la Corona española. Una de las colecciones de arte privadas más extravagantes de este tipo pertenecía al español Luis Francisco Romero (1665-1728), obispo de Santiago en el periodo 1708-1718 (Oviedo Cavada, 1979: 154-155). Recomendado para este cargo por Carlos II y con un doctorado en la Universidad de Alcalá de Henares, las credenciales de Romero superaban a las del gobernador de Chile, Juan Andrés de Ustáriz. Dentro de este complejo contexto, que une autoridad e imaginería en el ámbito andino, este estudio investiga la colección de arte privada del obispo Romero como una conspicua expresión de gusto y prestigio recolectada desde diversos lugares del mundo.
A pesar de la falta de gremios coloniales en Chile para la producción de pinturas y grabados, los documentos analizados proporcionan amplia evidencia de una robusta cultura de acumulación de tales obras en su capital. Los inventarios del Archivo Nacional Histórico de Chile atestiguan las extendidas prácticas de coleccionismo privado de los miembros más ilustres de la sociedad de la capital chilena. Sus registros de bienes revelan que los miembros de la alta burguesía de esta ciudad mantuvieron cantidades significativas de arte sobre una variedad de temas religiosos y seculares. Por ejemplo, a su muerte en 1704, el sevillano don Juan Antonio Caldera, alcalde de Santiago y dueño de casas en la Alameda entre San Antonio y el Monasterio de las monjas Clarisas, mantuvo casi cincuenta lienzos de escenas religiosas y “países viejos” (ANH, Real Audiencia, Vol. 104, f. 80 verso; Espejo, 1967: 194). En 1722, la colección del Capitán don Pedro de Elzo y doña Juana Sagredo (cuya hija Petronila estaba casada con el gobernador de La Serena, Joaquín Díaz de Ulzurrún), estuvo compuesta por unos cincuenta cuadros de santos y paisajes en su casa en Santiago, y lienzos religiosos adicionales en su chacra en Macul (ANH, Real Audiencia, Vol. 1685, f. 148r; Cuadra Gormaz, 1982: 1.131). Asimismo, a su muerte en 1728, la colección de don Pedro Ignacio de Aguirre (alcalde de Santiago 1714, alguacil mayor de la Real Audiencia, 1728) contenía unos cincuenta lienzos religiosos (ANH, Real Audiencia, Vol. 647, fs. 104 recto-verso; Cuadra Gormaz, 1982: 1.9).
Las colecciones en Santiago también presentaban retratos que reflejaban orígenes europeos o afiliaciones políticas. Por ejemplo, la asombrosa colección del General don Melchor de Carvajal de 1693, que contenía más de 150 obras de arte, incluía imágenes que apuntaban a su linaje español: “un retrato del rey nuestro señor cuando era niño” y veintiocho lienzos “de la casa de Austria”, es decir, retratos de los Habsburgos, todas “la colgadura de la sala de su casa” (ANH, Escribanos de Santiago, Vol. 397, fs. 233 recto-verso). En 1659, el inventario de dote de Luisa de las Cuevas y Salinas contenía dos retratos del San Luis rey de Francia y otro de su padre Sargento mayor don Sancho de las Cuevas (ANH, Real Audiencia, Vol. 1118, fs. 14 verso-15 recto). Particularmente, para aquellos adinerados en funciones de gobierno, tales imágenes publicitaban los logros de destacados miembros familiares, o bien, consolidaban sus filiaciones a la nobleza europea.
Las colecciones de arte en Chile colonial eran, casi por definición, necesariamente importadas de Europa y otros centros americanos (Kennedy Troya, 1998; Schenke, 2017).2 Incluso, desde principios del siglo XVII, muchos funcionarios europeos a quienes se les otorgaron puestos en Santiago, aparentemente trajeron consigo sus colecciones de arte y, en los años siguientes, a menudo las expandieron con obras importadas adicionales de los centros de producción europeos y americanos (van Ginhoven, 2017; Mebold, 1982). Entre las colecciones tempranas introducidas en Chile estaba la de Pedro Lisperguer, quien nació en Wörms, Alemania, en 1517 y llegó a Chile en 1557 vía Perú, y fue nombrado regidor y mayor de Santiago en 1572 (Cuadra Gormaz, 1982: 1.258-259). El registro de los bienes de 1618-1627 de su hijo mayor, Pedro Lisperguer y Flores, revela la riqueza que esta familia acumuló en Santiago y en Peñaflor, incluyendo una notable colección de pinturas en la tradición europea y en talleres limeños. Este conjunto diverso de obras incluía numerosos lienzos que, se dice, se produjeron en Francia y Sajonia, así como cuatro retratos de los virreyes de Lima (ANH, Real Audiencia Vol. 421, 12 verso; Cruz de Amenábar, 1986: 203; Stratton-Pruitt, 2013: 104-105). Se sabe que otros coleccionistas europeos que residieron en Chile han expandido sus colecciones artísticas durante visitas de regreso a sus patrias. Se ha indicado que don Diego Flores de León, militar español, quien llegó a Chile para participar en la Guerra de Arauco, volvió a Madrid a retratarse en el estilo de la corte de Felipe II (Cruz de Amenábar, 1986: 298-299). Los coleccionistas locales también expresaron su aprecio por las pinturas producidas en el alto Perú. Por ejemplo, en 1697, el inventario de María Marfúl de Pedimento y Basilio de Echeverría contenía cinco pinturas de santos “del Cusco”, incluida una imagen de Santa Lucía y otra de Santa Catalina (ANH, Escribanos de Santiago, Vol. 402, f. 228 verso).
Gracias a los minuciosos registros de los notarios coloniales de Santiago, tenemos una idea de cómo se exhibían las obras de arte en las viviendas chilenas. En los ambientes domésticos urbanos, las pinturas y los grabados jugaron un rol importante en las salas públicas donde se entretenía a los invitados ilustres. En 1695, se elaboró un inventario de dote en preparación para la boda de doña Ana Josefa de Castro y don Pedro José de Leiva (quien ocuparía varios cargos públicos entre 1698 y 1713) y sus padres obsequiaron generosamente al novio (o a la pareja) casas ubicadas al oeste de la Plaza de Armas frente al Colegio de San Miguel. En esta extravagante dote, se incluían las numerosas pinturas exhibidas dentro de estas casas, entre ellas “dieciocho pinturas que están colgadas en la sala y cuadra de dichas casas” (ANH, Escribanos de Santiago, Vol. 399, f. 417 verso). Estos y otros registros nos indican que las salas de recibo y otras zonas de recepción de las casas eran áreas clave para la exhibición de imágenes sobre temas religiosos y seculares. Se pretendía que el público invitado observara estas obras, y asociara su ostentación y contenidos temáticos con la familia o el individuo propietario.
Debido a que las obras de arte también fueron elementos integrales de la práctica devocional, los registros describen pinturas, grabados y esculturas en las capillas privadas que se ubicaron dentro de las propiedades rurales que rodeaban a Santiago (Zamorano Varea, 2010). Tales capillas proporcionaban espacios para la exhibición de arte devocional en cumplimiento de los mandatos del Concilio de Trento.3 A la muerte del gobernador de Chile, Miguel Gómez de Silva, en 1668, el inventario de su capilla incluyó “Un cuadro de San Joseph con marco dorado lo oraba de altar” (ANH, Real Audiencia, Vol. 1187, f. 31 recto). Para las autoridades y adinerados del Chile colonial, el arte fue un instrumento devocional de suma relevancia, y era exhibido en las residencias y en las capillas privadas para resaltar el decoro de la familia, y protegerse contra la idolatría dentro de su círculo de empleados y esclavos.
Se ha observado que, mientras la aristocracia europea prefirió imágenes seculares, otras élites en España y en Hispanoamérica coleccionaron principalmente temas religiosos (Stratton-Pruitt, 2013: 111) y los chilenos no fueron una excepción a esta tendencia. El estudio de los inventarios coloniales de Santiago permite una visión general de la popularidad comparativa de los temas sagrados y profanos. El análisis que esta investigación realiza de 3166 pinturas y grabados en inventarios en Santiago, entre 1650 y 1750, revela que aproximadamente el 62 % de estas obras representaban temas piadosos, el 25 % mostraban paisajes, naturalezas muertas y retratos, mientras que el 13 % de los registros no está asociado con un tema específico. Las advocaciones marianas eran populares entre los coleccionistas de Santiago, tales como los santos y santas, particularmente San Francisco, San Joseph, Santa Rosa y Santa Magdalena (también ver Zamorano Varea, 2010).
Es dentro de este contexto de colección artística y su asociación con el excepcionalísimo social y profesional, que este proyecto analiza la colección artística privada perteneciente a Luis Francisco Romero, obispo de Santiago entre 1708 y 1718. A pesar de no formar parte de esta colección, su retrato de 1718 sirve como una visualización de este consumado erudito, reputado como una autoridad obstinada y acostumbrada ‘a salirse con la suya’ (Lorenzo Schiaffino, 1990: 237) (Imagen 1). Gracias al inventario que se hizo en Cusco de sus bienes en preparación a su llegada a Chile, conocemos su serie de más de cien obras compuesta predominantemente por lienzos (pinturas sobre lienzo o tela) y láminas (pinturas sobre láminas de cobre y, con menos frecuencia, sobre madera o piedra), pero también de relicarios e imaginería (tallas figurativas). Durante la década en que este prelado residió en Chile, su pinacoteca superó a la mayoría de las otras colecciones privadas en esta región en tamaño e importancia, y habría moldeado los gustos predominantes de las autoridades religiosas y seculares de la capital que fueron sus invitados. El análisis de esta colección revela una proyección matizada de las formas en que los coleccionistas privados de élite adquirieron, describieron, valoraron y desplegaron imágenes en Santiago de Chile, durante las décadas cercanas al año 1700.

3. Una palabra sobre los inventarios de la Edad Moderna y su estudio
Los inventarios de la Edad Moderna eran documentos legales emitidos por un notario a la muerte de un adulto con herederos y, con menos frecuencia, antes del matrimonio y después de una quiebra. El caso particular de los inventarios de bienes de los obispos y arzobispos, preparados con anticipación a un nuevo puesto en las Américas, es atípico. Para el caso más común de las autoridades cívicas y las élites, los inventarios estaban compuestos por un registro de los bienes portátiles que se enumeraban habitación por habitación de la vivienda que moraban. A veces, estos bienes estaban descritos con gran detalle y con tasaciones estimadas por el notario. El estudio de tales inventarios es, a menudo, el único camino para comprender las colecciones privadas coloniales en el mundo andino que ya no existen en forma física o han sido diseminadas. En la historia del arte, tales registros documentales han proporcionado información clave sobre colecciones particulares, categorías temáticas y la influencia de la riqueza y la religión en las prácticas de coleccionismo (Loughman y Montias, 2000: 14). Sin embargo, tal esfuerzo requiere unas palabras sobre las características, objetivos y riesgos de los inventarios archivales. En palabras de un destacado académico: “Los inventarios… no siempre son lo que parecen” (Schwartz, 2006: 405).
Los inventarios históricos son el resultado de procesos inexactos, a pesar de estar sujetos a tradiciones y normas. Ellos eran inevitablemente complejos de llevar a cabo, ya que requerían que un notario examinara y describiera en forma presencial una variedad de artículos con cierto grado de precisión y conocimiento especializado. Para el caso del Chile colonial, la observación de las colecciones de arte parece haber implicado cierto grado de conjeturas en lugar de inspecciones y mediciones minuciosas. Apoyando esta idea, un registro de 1721 indica que veintidós lienzos de diferentes devociones de la colección del capitán Juan Luis Caldera fueron estimados de medir dos varas y media de largo y vara y media de ancho “según lo que parece a la vista” (ANH, Escribanos de Santiago, Vol. 483, f. 352).4 Sobre todo, los inventarios también son fuentes no verificables en el sentido de que, al menos para el caso del Chile colonial, rara vez podemos observar con nuestros propios ojos las obras catalogadas. También están muy sesgados hacia los coleccionistas que pertenecían a los sectores privilegiados de la sociedad. Una evaluación de los inventarios de más de cien familias de Santiago colonial de 1650 a 1750 indica que muy pocos de estos coleccionistas carecían de título o rango político, religioso o militar o, por lo menos, el honorífico ‘don’ o ‘doña’.
Para complejizar aún más la situación, no hay certeza de que los inventarios históricos contengan todos los elementos que pertenecían a una colección privada. Esto se debe a que los objetivos del notario que creó dichas listas no estaban necesariamente alineados con las necesidades de los individuos que pagaron por su producción. Aunque los registros de bienes no siempre enumeran tasaciones, debe recordarse que la función de un inventario histórico es casi siempre financiera mientras que, en comparación, las colecciones de arte que evidencian también sirvieron como símbolos públicos de prestigio, patrimonio familiar y señales de las inclinaciones religiosas y políticas. Además, no todos se beneficiaban de una alta estimación financiera de su contenido.
El historiador de arte Gary Schwartz (2006: 405-406), ha propuesto una escala relativa de fiabilidad para los inventarios, adelantando que la menor desinformación se espera de aquellos elaborados para los familiares de una persona fallecida, especialmente ahí donde sus pertenencias pasan a los herederos. Ello, debido a que todos los elementos debían permanecer dentro del grupo familiar, donde los participantes eran muy observadores de la inequidad en la distribución interna de los bienes y hubo menos motivación u oportunidad para informar correctamente los ítems o sus valores. Por otro lado, el grado más bajo de confiabilidad se encuentra en los inventarios de quiebra (a menudo preparados para una subasta), ya que el individuo en quiebra tenía una acentuada motivación para influir en el documento, por ejemplo, excluyendo activos. El conocimiento de las posibles distorsiones permite a los investigadores evaluar críticamente los contenidos del inventario histórico con mayor precisión y estar atentos a sus posibles escollos.
Para el caso del registro de pertenencias del obispo Romero, creado en preparación para su traslado a Santiago, las funciones principales de este documento era dar transparencia a los artículos traídos al destino de su asignación y evaluar sus pertenencias y los costos de su envío. Importante para comprender cómo se describían y valoraban las pertenencias de Romero es el hecho de que el costo de su transporte, probablemente, recayó en la Iglesia.5 Por reglamento, se añadía a la tasación final un tercio del valor total estimado de las pertenencias de un obispo, que representaba la tasa de reubicación de estos artículos. En estas circunstancias, habría habido pocas razones para que esta autoridad minimizara el valor de sus artículos en un inventario, solo para elevarlos por su propio prestigio. Además, no habría razón para excluir artículos, siempre que no estuvieran prohibidos por la doctrina católica.
Otro aspecto del inventario de las pertenencias de Romero que impactó su fiabilidad es su organización por categorías y la asignación de un especialista a cada sección, con el fin de que se realice el registro con exactitud. Para los objetos de plata era un platero; para la casa, un alarife; y para la biblioteca, un erudito jesuita (Hanisch, 1968: 201-202). De interés particular para este estudio, las pinturas y láminas sobre tabla en el inventario fueron tasadas por el maestro pintor cusqueño Manuel de Gamarra, un conocido artista en ejercicio que, por ejemplo, fue contratado en 1698 para producir doce obras sobre el tema del hijo pródigo (Cornejo Bouroncle, 1960: 111).6 Su experiencia como productor de pinturas religiosas puede haber influido en su aparente desprecio por imágenes de temas seculares, sugerida por su baja valoración financiera de retratos y paisajes, en comparación con imágenes de santos y vírgenes de tamaño similar. Sin embargo, y a pesar de este posible sesgo, como pintor activo con un conocimiento profundo del mercado del arte local de su época, incluida su consideración por materiales, procesos y temas, Gamarra habría sido un especialista ideal para avaluar la colección personal de Romero con una cierta precisión.
4. El inventario del obispo Luis Francisco Romero, 1707: contenidos artísticos
Las pinturas y láminas registradas del obispo Romero, pertenecen al citado inventario de bienes que se elaboró en 1707 en preparación para su traslado de Cusco a Santiago (AGI, Chile 89). Tal como lo ordenan las Leyes de Indias para fomentar la transparencia, al ser promovidos al episcopado, los obispos de América debían presentar un inventario de bienes para que “la causa pública y los interesados tuvieron entera satisfacción (León Pinelo, 1681, Tomo I, Libro I, Título VII, Ley XXXIX). Como aparece explicado en el inventario de Romero, este instrumento obligatorio para tomar posesión del obispado operó como una “manifestación de todos los bienes que dicho Señor Obispo […] transportada a [Santiago]” (AGI, Chile 89). Tan importante fue este registro de bienes del obispo electo, que la Real Audiencia y el Cabildo Eclesiástico de Chile lo recibieron formalmente antes de que él llegara a su nueva sede. Para este estudio, es importante señalar que mientras las pertenencias registradas de Romero se estimaron en la suma de 92.334 pesos, sus obras de arte solo se valoraron en aproximadamente 3.000 pesos, un pequeño porcentaje de su riqueza total.
De hecho, la ropa, las joyas e, incluso, la biblioteca del obispo Romero tenían un valor económico mucho mayor que sus lienzos y láminas. Para brindar un ejemplo ilustrativo de esta discrepancia, su mitra (el sombrero usado por un obispo o arzobispo) enjoyada con diamantes y esmeraldas, quizás similar a una de las mitras representadas en su retrato (ver Imagen 1), se valoró en 5300 pesos, más que toda su colección de arte (AGI, Chile 89). ¿Se debe concluir que el valor de la colección de arte de Romero era despreciable porque su valor económico era mucho menor que el valor de su ropa y joyas más costosas? Probablemente no, pues el modesto valor monetario otorgado a las obras del arte en su inventario no reflejaba su verdadero valor para Romero. De hecho, las colecciones de arte de la élite colonial tenían una variedad de funciones socioculturales más allá de su valor económico. Lienzos y láminas permitieron a sus propietarios exhibir en sus casas facetas matizadas de su ostentación, que expresaban sus valores, pretensiones y ambiciones, además de su riqueza monetaria. Al igual que en Europa, las colecciones de arte en el mundo andino colonial eran consideradas regalos y una forma de ganar favores o saldar deudas (Cherry, 1997: p. 2). Como ejemplifica el caso del obispo Romero, las colecciones de arte privadas en Santiago de Chile eran señales clave para transmitir el buen gusto, las preferencias, las alianzas políticas y religiosas, el linaje familiar y las conexiones sociales de sus propietarios. Subrayando su importancia dentro del mundo de lo político y de la diplomacia doméstica, el inventario y la galería de arte de Romero fueron involucradas en el enfrentamiento entre el obispo Romero y el gobernador de Chile. En 1713, Juan Andrés de Ustáriz se entró en la hacienda del obispo, se fugó con todas sus pertenencias y en su primer folio declaró el inventario nulo por “no sea cumplido con la forma de la ley” (AGI, Chile 89; AHA, Fondo del Gobierno, Vol. 33, No 167).

En 1707, el año antes que Luis Francisco Romero salió del Cusco para tomar posesión del obispado de Santiago, dejó registro de su colección artística de más de cien obras de arte. Dentro de la sección del inventario denominada ‘Lienzos’, Manuel de Gamarra describió 93 lienzos y láminas sobre tabla, en total avaluados en 2.749 pesos (Tabla 1).7 A pesar de la dificultad de establecer la procedencia de su colección, por las descripciones de sus obras, es probable que proviniesen de una variedad de centros artísticos. Si bien, ninguna de estas obras de arte se atribuye a un artista o procedencia específica, deben verse colectivamente como un ejemplo de la circulación desde centros artísticos europeos y andinos. Esta diversidad transatlántica era reflejada, también, en la experiencia vivida por el obispo Romero, quien pasó sus años entre Madrid, Lima y Cusco. Es notable que la característica de mantener pies en ambos mundos, tan presente en su colección de arte, propone una contra narrativa a su reputación en Santiago. Como obispo de esta diócesis, se obsesionó con la modificación de las costumbres locales de una región tan remota que operaba (como Romero ciertamente sabía) con sus propias reglas.8
La primera y más costosa obra artística registrada en el inventario de Romero fue un lienzo de gran formato representando a Nuestra Señora de los Desamparados, la patrona de Valencia. Avaluada en 168 pesos, y medida en tres varas de alto y dos de ancho con un marco de cedro tallado (que no necesariamente fue producido en la misma región que la pintura), este enorme lienzo fue la estrella indiscutible de su colección. Este cuadro, probablemente, ejemplificó un importante formato artístico en el mundo andino que copiaba imágenes (normalmente esculturas) de especial veneración para ser repartidas por diversas ciudades. Independientemente de dónde se haya elaborado esta imagen, probablemente se pareció a la misma advocación del Metropolitan Museum of Art (Imagen 2), caracterizada por los lirios en su mano, niños a sus pies y una serie de medallones colgando de su falda. Es probable que este lienzo fuera completado a través de un grabado europeo, vale notar que las audiencias sur andinas estaban familiarizadas con las características de Nuestra Señora de los Desamparados a través de diversas variaciones de ella en el Virreinato del Perú (Mesa y Gisbert, 1982: 302-303).

Otras obras registradas en el inventario de Romero también mantuvieron raíces temáticas o estilísticas europeas, particularmente de Madrid y Roma. Por ejemplo, Romero mantuvo una lámina sobre tabla de la Virgen del Pópulo (del pueblo), una advocación mariana con orígenes en Roma, pero también con presencia en España y en las Américas. El lienzo de Nuestra Señora de la Soledad, ciertamente representaba su estatua en Madrid tallada por Gaspar Becerra en el siglo XVI. Además, su serie de doce lienzos representando los doce apóstoles, fue una temática común en Madrid y en los envíos artísticos desde Sevilla hacia América, preparados por pintores tales como Juan de Luzón (Burke y Cherry, 1997: 2.1296; Kinkead, 1984). Asimismo, la imagen de la Purísima Concepción en la colección de Romero habría estado fuertemente influenciada por la iconografía española. Finalmente, un lienzo mostrando el prendimiento de Nuestro Señor era ‘romano’, una caracterización que señala una obra del estilo renacentista o manierista y no de estilo americano.
También es posible identificar obras de arte de probable producción andina dentro de la pinacoteca de Romero. Entre ellas, un conjunto de lienzos de posible origen andino era la agrupación de cuatro santos, todas con las mismas medidas y con chórcholas doradas, es decir, elementos tallados en madera y dorados que se ensamblaban como un marco.9 Estos santos incluyen San José, popularizado en las Américas por su eficacia como protector, padre y esposo. También pertenecía a este grupo un lienzo del niño Jesús con insignias de la pasión, un tema barroco popularizado en el Virreinato del Perú por pintores locales. Un lienzo pequeño de Nuestra Señora de Belén representó la milagrosa efigie traída en 1596 a la parroquia de los Santos Reyes para la protección de Lima y Callao. Otras corrientes andinas de esta colección comprenden hagiografías. Los ocho lienzos de Santa Rosa (Santa Rosa de Lima, 1586-1617) narraban la vida del primer santo americano, patrona del Perú y nativa de Lima. Romero pudo haber sentido alguna cercanía personal a esta santa, ya que fue canonizada en 1671, solamente tres años antes de la llegada del joven Romero a vivir en Lima con su familia y unos 35 años antes de la producción del inventario bajo estudio.
Otros temas recolectados reflejan los intereses y afiliaciones del obispo Romero. Su celo por la propagación de la fe católica en el mundo andino, se refleja en sus grandes lienzos de santos jesuitas (San Ignacio y San Javier) y franciscanos (San Francisco y San Antonio), órdenes asociadas a la misionización en ultramar. También presente es un retrato del Rey, que confirma la lealtad de Romero a la monarquía española. Críticamente, esta lealtad fue puesta en duda por las autoridades de Santiago que idearon una estrategia para socavar sus fuertes lazos con la Corona, a fin de revocar su nombramiento como obispo de esta ciudad.
La colección de Romero, predeciblemente, muestra un predominio de las obras religiosas sobre lo secular. De las 104 piezas listadas (incluyendo las de la sección Alajas en Tabla 2), hay trece obras profanas que representaban solo el 12,5 % de esta colección completa. Comparado con el promedio antes mencionado de 25% de imágenes seculares que solían tener los coleccionistas privados de la época, esta colección estaba predeciblemente marcada por los temas religiosos. Pero vale destacar que a veces, en las pinturas, las categorías ‘sagradas’ y ‘profanas’ eran fluidas y existían dos descripciones en la colección de Romero que surgieron oras de fusión temática. Estas pinturas de sujetos religiosas, descritas como “Un lienzo apaisado del martirio de los santos Justo y Pastor”10 y “Un lienzo apaisado… del prendimiento de Nuestro Señor”, aparentemente, incluyeron figuras situadas en la naturaleza.11

Además de las pinturas sobre lienzo y tabla tasadas por Gamarra, una sección separada denominada ‘Alajas’ presenta once obras artísticas y objetos devocionales: cinco láminas pintadas sobre cobre, tres crucifijos y figuras de Cristo, y dos relicarios (Tabla 2). Entre estos ítems, el crucifijo denominado “Un Santo Cristo” destaca por su materialidad; la talla, hecha de marfil, posiblemente era de procedencia filipina o indoportuguesa. El marfil, material singular y lujoso, fue utilizado en Asia (por ejemplo, por los escultores chinos que trabajaban en Filipinas) para producir obras para exportar al mercado hispanoamericano (Trusted, 2009). En cambio, las cantoneras de plata en las terminaciones de la cruz, probablemente, fueron agregadas en América. Un crucifijo con factura similar en la colección del Museo de Artes de la Universidad de los Andes, en Santiago de Chile, nos ayuda a visualizar esta fusión artística (Imagen 3).


Como lo señalara Walter Hanisch (1968), el inventario de Romero también registra una biblioteca personal de 346 volúmenes distribuidos en 145 obras. Entre estos libros, principalmente sagrados y en latín, se ilustran diversos volúmenes con grabados. Por ejemplo, su colección incluía el libro de emblemas jesuita Imago primi saeculi (Amberes, 1640) que presentaba 127 emblemas y un elaborado frontispicio. Asimismo, el registro Theatro moral puede hacer referencia al volumen Theatro mortal de la vida humana, publicado en numerosas ediciones durante la segunda mitad del siglo XVII y que presenta 100 emblemas sobre la muerte y la virtud (Imagen 4). También se trasladó a Santiago un tomo de Flos sanctorum por Alonso de Villegas, publicado en varias ediciones a finales del siglo XVI, con imágenes de figuras sagradas y virtuosas. En Santiago, los innumerables grabados que adornaban las páginas de estos volúmenes no solo habrían informado los gustos artísticos locales, sino que también podrían haber proporcionado prototipos para el material temático y los arreglos compositivos de nuevas pinturas.
No está claro si la colección entera de arte del obispo Romero fue expuesta en las viviendas que habitó en Chile. Sabemos que para los funcionarios, la casa era un sitio crítico en el mundo andino y, en Europa, para las negociaciones diplomáticas y el discurso íntimo. Asimismo, las iconografías que adornaban las paredes de los espacios semipúblicos brindaban información crítica sobre las sensibilidades de su dueño (Carrió-Invernizzi 2008; 2016). A su llegada a Chile, algunas de sus obras pudieron haber sido exhibidas en una vivienda perteneciente a la iglesia (por ejemplo, en la rectoría), en las cercanías de la Catedral de Santiago. Además, otros elementos, particularmente sus imágenes seculares, pueden haber sido exhibidos en su hacienda.12 A diferencia de las fuentes documentales de algunos coleccionistas europeos que describen habitación por habitación el contexto doméstico de las colecciones (Loughman y Montias, 2000; Schmitter, 2021; Henry, 2022), el inventario de las pertenencias de Romero no otorga pistas en cuanto a cómo se organizaron y exhibieron sus obras artísticas. Sin embargo, un espacio central para la presentación del arte en el Chile colonial fue la(s) sala(s) de recibo que eran semipúblicas y se abrían al primer patio de una vivienda colonial con proximidad a la entrada. El arzobispo de Cusco, Manuel de Mollinedo, mantuvo en las ‘dos piezas’ de su casa una serie de adornos, láminas y objetos, incluyendo una pintura de Nuestra Señora de Almudena en la segunda pieza, con un retablito en un altar donde dijo misa (Villanueva Urteaga, 1989: 210).
5. La colección artística del arzobispo Manuel de Mollinedo del Cusco y su vida futura en Santiago
El conjunto de obras artísticas del obispo Luis Francisco Romero, ejemplifica la compleja circulación de obras de arte en la Edad Moderna, no solo entre una miríada de posibles centros de producción y recepción como Valencia, Amberes, Cusco, Manila y Santiago, sino también entre autoridades religiosas. De importancia crítica para comprender la circulación de pinturas en el mundo andino es el intercambio de obras entre coleccionistas. Una parte de la colección de Romero parece haber sido obtenida de la propiedad de una célebre autoridad en Cusco. Cabe destacar que la llegada de Romero a Cusco en 1695 como maestro y luego deán de la Catedral de esta ciudad, coincidió con los últimos años del mandato del arzobispo del Cusco, Manuel de Mollinedo y Angulo. Entre sus méritos, Mollinedo era un mecenas de las artes que, a su llegada al Cusco en 1673, introdujo en esta ciudad su importante colección de pinturas europeas, moldeando la trayectoria de los talleres locales en las próximas décadas (Mesa y Gisbert, 1982: 121). Un inventario de los bienes de Mollinedo, compilado en Lima en 1673 en preparación para tomar posesión del Cusco, revela su inclinación para el arte italiano y español (ARC, Protocolos N.o 112, fs. 396r-398v; Mesa y Gisbert, 1982: 119-120). Cuando falleció Mollinedo, en 1699, su testamento no incluyó mención de esta pinacoteca (Villanueva Urteaga, 1985-1986: 9-34). Dado que Romero había llegado a Cusco en 1695 y trabajó en la catedral directamente bajo el mando de Mollinedo hasta 1699, parece razonable preguntar si una porción de la famosa colección de Mollinedo pasó a manos de Romero. En un giro fascinante, una comparación de sus inventarios personales (es decir, las de Mollinedo de 1673 y de Romero en 1707) proporciona evidencia de que al menos un pequeño grupo de obras documentadas en la colección de Mollinedo llegaron a Santiago con Romero.

Examinados en conjunto, los inventarios de Mollinedo y Romero (Tabla 3) indican que al menos una selección de imágenes profanas fue aparentemente heredada por Romero a la muerte de Mollinedo: una escena de caza con liebre y pajarillos, seis paisajes fruteros, y un retrato “del Rey”. La correspondencia entre otras obras similares en ambos registros es menos clara. Por ejemplo, imágenes de Nuestra Señora de la Soledad son de tamaños suficientemente diferentes como para disputar que sean la misma obra sin el reemplazamiento de su marco o recorte del lienzo. Otro ejemplo ambiguo es el intrigante retrato perteneciente a Mollinedo que representó al Maestro de Campo don Pedro Francisco del Campo, un celebrado militar en la conquista de Chile en 1583-1592. Ciertamente, fue una de las pinturas más destacadas de su colección por ser producida por Juan Carreño de Miranda, pintor español de cámara de Carlos II (Mesa y Gisbert, 1982: 121). Es tentador ver una posible coincidencia con este retrato en el inventario de Romero, en la obra descrita como “Un país de Campo”, en la que Campo puede referirse a Pedro Francisco del Campo. Esta idea es apoyada por la mencionada organización vertical del lienzo, un formato más propio del retrato que del paisaje. Tal retrato no era inusual en la oeuvre de Carreño y podría haber parecido similar a su destacada representación del duque de Pastrana en un entorno rural (Imagen 5).
Las imágenes de la colección del arzobispo Mollinedo, que fueron posiblemente exhibidas en los espacios domésticos del obispo Romero en Santiago, nos invitan a establecer comparaciones entre los logros y reputaciones de dos de los funcionarios católicos más influyentes en la región sur andina. Vale destacar que en las décadas entre la creación del inventario de Mollinedo en Lima en 1673 y su muerte en 1699, es posible que el arzobispo haya adquirido pinturas y láminas locales que también podrían haber pasado a la colección de Romero. La circulación de obras entre estas autoridades significa que una parte de la colección de Mollinedo, que se entiende fue influyente para los artistas cusqueños durante las últimas décadas del siglo XVII, también fue conocido por los círculos de Romero en Chile, entre 1708 y 1718.

5. Consideraciones finales
Luis Francisco Romero, como obispo de Santiago entre 1708-1718, llevó a la capital de Chile su colección privada de arte como una señal de su estatus entre los oficios españoles más destacados en el Virreinato del Perú. Esta colección diversa y caracterizada por un porcentaje alto de temas sagrados, lo identificó no solo con una clase sino también con una institución en particular. Al examinar los elementos artísticos de su colección, este estudio intenta reconstruir una de las series de pinturas y tallas más ostentosas del Santiago colonial. Compuesta por más de cien obras y caracterizada por una variedad de temas, la pinacoteca de Romero procedió, probablemente, de diversas partes del mundo, incluyendo España, Amberes, Manila y Cusco. Dado eso, la colección de arte que Romero trajo a Chile también operó como una instancia destacada de la circulación de arte dentro del ámbito andino. La obra de marfil registrada en la colección de Romero, pone de manifiesto la amplia ruta comercial artística que existía en el mundo andino, y puede haber unido las tradiciones asiáticas y occidentales. Tomado en conjunto, la colección de imágenes funciona como parte de una retórica visual de poder por demostrar vívidamente su posición social y profesional, su buen gusto, sus orígenes europeos y sus conexiones con un oficio católico de más mérito y reputación que él. Es curioso que esta colección refleja un claro gusto por la cultura visual, tanto de origen europea como andina, un contraste con la práctica del obispo Romero de erradicar tradiciones locales pertenecientes a misas, festivales, capillas rurales y trajes urbanos.
Como ha intentado demostrar este estudio, los inventarios revelan detalles desconocidos sobre las colecciones de arte privadas en el Chile colonial y ofrecen nuevas pistas para futuras investigaciones históricas del arte. El traslado de Romero en 1718 a Quito, nombramiento considerado como un ascenso, reavivó la circulación del arte en el circuito andino. Si bien este evento eliminó de manera decisiva la exhibición de su colección en Chile, la forma en que fue recibida y expandida en Quito, es una pregunta que de seguro justifica una exploración futura. Últimamente, la partida del obispo no anula el hecho de que, siguiendo las tendencias de principios del siglo XVIII en el ámbito andino, Luis Francisco Romero hiciera circular en el centro de Santiago una de las colecciones de pinturas más importantes que jamás haya llegado a esta ciudad, rivalizando en tamaño y relevancia con la mayoría de las otras colecciones locales de la época.
Agradecimientos:
Por su aporte a este estudio, quiero agradecer a Juan Pablo Silva, Lorena Villablanca Kong, Tamara Miranda Molina, Victoria Jiménez, Joseph Albanese, Irene Strodthoff, Álvaro Bustos, José Huenupi, Rosario Willumsen, Germán Domínguez, Marisol Richter Scheuch, Max Pérez Gómez, Laura Nélida Chávez Mendoza y dos evaluadores anónimos.
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Archivo Histórico del Arzobispado de Santiago (AHA).
Archivo Nacional Histórico, Santiago (ANH).
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Notas