Dossier
El ventarrón de la transgresión y la singularidad en las narrativas de Pedro Juan Gutiérrez y Fernando Vallejo
The windstorm of transgression and singularity in the narratives of Pedro Juan Gutiérrez and Fernando Vallejo
El ventarrón de la transgresión y la singularidad en las narrativas de Pedro Juan Gutiérrez y Fernando Vallejo
Autoctonía (Santiago), vol. 7, núm. 1, pp. 323-356, 2023
Universidad Bernardo O'Higgins, Centro de Estudios Históricos
Recepción: 27 Octubre 2022
Aprobación: 03 Enero 2023
Resumen: El presente artículo, tiene como propósito analizar el contenido político y transgresivo de las narrativas de Pedro Juan Gutiérrez y Fernando Vallejo. El método que se emplea es el diálogo con la crítica precedente, la operacionalización de conceptos filosóficos y el comentario textual e intertextual de textos literarios; para ello se efectúa un examen textual desde la perspectiva filosófica, que incluye los aportes de Foucault y Onfray. Los resultados visibilizan los desplieges singulares de forma y fondo presentes en un corpus representativo de textos escogidos de estos escritores latinoamericanos del siglo XX. De ese estudio decantan mecanismos y trasfondos de poder y transgresión que conectan la ficción con la realidad regional de los escritores abordados. Se concluye que estas narrativas expresan la singularidad nómade y la transgresión en la voz de sus narradores, quienes contradicen el principio de sumisión.
Palabras clave: Singularidad nómade, transgresión, principio de sumisión, literatura latinoamericana contemporánea, Pedro Juan Gutiérrez, Fernando Vallejo.
Abstract: The purpose of this article is to analyze the political and transgressive content of the narratives of Pedro Juan Gutiérrez and Fernando Vallejo. The method used is the dialogue with previous criticism, the operationalization of philosophical concepts and the textual and intertextual commentary of literary texts; For this, a textual examination is carried out from the philosophical perspective that includes the contributions of Foucault and Onfray. The results make visible the singular displays of form and content present in a representative corpus of selected texts by these Latin American writers of the 20th century. From this study, mechanisms and backgrounds of power and transgression are decanted that connect fiction with the regional reality of the writers addressed. It is concluded that these narratives express the nomadic singularity and the transgression in the voice of their narrators, who contradict the principle of submission.
Keywords: Nomadic singularity, transgression, principle of submission, contemporary Latin American literature, Pedro Juan Gutiérrez, Fernando Vallejo.
1. Introducción
Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar la muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado. (Jorge Luis Borges. Ficciones)
El primer apartado se denomina “El juego de la transgresión”. En el caso de Pedro Juan Gutiérrez, podemos asistir al uso del lenguaje coloquial habanero, revelador de las dinámicas sociales que subyacen tras las relaciones de poder: “En la degradación, lo inmundo se torna indiferente; también de ese mundo se excluye la clara limpieza del mundo del trabajo” (Bataille, 2010: 142). En cambio, pero siguiendo la línea de la insumisión de poderes, la escritura de Vallejo tiene una interesante peculiaridad metodológica implícita en su escritura: el desafío que genera en el lector la violencia explícita del lenguaje usado por Vallejo para narrar y expresar la propia ideología, rompe con el mundo profano e introduce de golpe la posibilidad de activar la fascinación cómplice abierta por la transgresión. Diana Nicoleta-Diaconu señala que la narrativa de Fernando Vallejo corresponde a “una pasión irrefrenable precisamente por la duda, por la lucidez, por la desmitificación, por el rechazo de lo establecido. Sus denuncias apasionadas también comparten el carácter literario, la maestría en el manejo del idioma” (2008: 166). Y enfatiza el hecho de que la escritura de Vallejo abole el “orden cronológico, considerado una sistematización racionalista” (2008: 167). Pedro Juan Gutiérrez genera un registro anárquico que atraviesa la vida de los trabajadores presumidos, las existencias desesperanzadas y la escritura como tensión política. María Luisa Martínez, que ha trabajado con denodada lucidez la relación que tienen estas narrativas con la muerte y el devenir animal, considera que en estas escrituras “la posibilidad de habitar el espacio evocado se plantea como resistencia contra el distópico presente de la narración y deviene heterotopía” (Martínez, 2017: 202).
2. El juego de la transgresión
La transgresión se hace patente en Pedro Juan Gutiérrez y Fernando Vallejo bajo la voz de sus protagonistas homónimos; en el caso del primero, el pudor es anulado por la exuberancia de la conducta y el vocabulario sexual desinhibido; en el caso del segundo, el sermón desaforado libera todas las potencias verbales de la violencia para subvertir los valores establecidos.
El personaje Pedro Juan opera como sátiro dentro de la trama, jugando en medio del estercolero y dejándose hechizar por la voluptuosidad animal, mientras que Vallejo hace las veces de sacerdote de la imprecación. El descaro y la voluntad de apartarse de todo lo bueno, junto al objetivo de causar un efecto remecedor, apelativo e interpelador en los humanos, se conecta con un proceso de degradación, con la fuerza de lo prohibido que parte de la irregularidad de la conducta y del rechazo de la soberanía racional (sentido común) como punto de equilibrio. Tal negación implica la afirmación del erotismo, la violencia y la individualidad. En este sentido, las necesidades básicas (alimentación, abrigo, afectos), que son consideradas basales para el discurso del trabajo y la convención, pierden su fuerza moral a partir del rechazo de la dignidad humana que establece la existencia insumisa:
“Las ventajas de una existencia insumisa les permiten subvenir sin dificultad a sus necesidades; la posibilidad de una falsedad de fondo les confiere a voluntad la posibilidad de entregarse a los encantos de una vida perdida. Ceden sin mesura a los desórdenes esenciales de una sensualidad destructora; introducen sin medida en la vida humana una pendiente hacia la degradación o la muerte” (Bataille, 2010: 248).
Pedro Juan Gutiérrez reitera en sus novelas el origen de la libertad de su personaje homónimo, en función de la tensión entre la religión y la libertad de expresión. Por ejemplo, en Fabián y el caos sugiere que:
“La religión proporciona ante todo un sistema de vida moderado, lento, confortable para el espíritu. Al menos, ésa es la intención. En la juventud, a los trece y catorce años, yo tenía mucha energía y segregaba una cantidad excesiva de testosterona. Así que no me interesaba el confort espiritual. No podía establecer una frontera de moral religiosa a mi alrededor para imponer límites a mi impetuoso modo de vivir” (Gutiérrez, 2015: 52).
La transgresión es un pacto vital que cobra fuerza en la medida en que se transforma en un compromiso voluntario consigo mismo y en que se insiste en un ánimo tozudo e irrefrenable. Pedro Juan escribe:
“Mis padres intentaban frenarme. Lo usual era que me trataran de Pedrito. Cuando me llamaban ¡Pedro Juan!, yo sabía que estaban a punto de estallar. Eso me divertía. Molestar. Joder. Machacar. Ir a la contra. Creo que ya desde entonces caminaba por un sendero tortuoso. Por una especie de laberinto imprevisible” (2015: 52).
El desplazamiento que va desde el coloquial y afectivo “Pedrito” al formal y seco nombre propio “Pedro Juan”, con exclamación, demuestra el carácter totalizador y demandante del discurso hegemónico. La tensión que se suscita entre esa voz gregaria y la singularidad de un transgresor abre nuevos senderos, más tortuosos y estrechos, por donde puede transitar el espíritu solitario. La discontinuidad que se genera entre la obediencia disciplinaria y la transgresión nómada es una respuesta que lo singular redacta en contra del estereotipo universal, es una ruptura respecto de la añosa sociedad encapsuladora de los discursos gregarios y, principalmente, de su desquiciada moralina. El Pedro Juan de Fabián y el caos, grafica esto a la perfección:
“Todo podía ser desviación ideológica. Y eso era grave. Gravísimo. Todavía me da miedo esa frase que me endilgaron unas cuantas veces: ‘El compañero Pedro Juan tiene problemas ideológicos y tenemos que trabajar con él’. Me parecía que querían convertirme en un robot. Yo, que siempre he sido un jodedor caótico y desordenado, convertido en un robot programado y militante… Los guapachosos podemos ser peligrosos. Solo por ser alegres, desordenados, medio locos. Había que ser serio, disciplinado, correcto, previsible. Nada de locura” (2015: 64).
El transgresor teme la inminente programación, el robot es un objeto previsible; en cambio, el que no lo es, resulta potencialmente peligroso para la máquina abstracta. La locura, de acuerdo a esta lógica, es cifra de la impugnación de un devenir objeto de colección, de pertenecer a una colectividad sedentaria y enajenada. Fernando Vallejo, en El desbarrancadero, también manifiesta ese vigor y ese pacto personal que son propios del transgresor:
“Yo no soy hijo de nadie. No reconozco la paternidad ni la maternidad de ninguno ni de ninguna. Yo soy hijo de mí mismo, de mi espíritu, pero como el espíritu es una elucubración de filósofos confundidores, entonces haga de cuenta usted un ventarrón, un ventarrón del campo que va por el terregal sin ton ni son ni rumbo levantando tierra y polvo y ahuyentando pollos” (2001: 17).
El narrador se redefine rechazando la historia, la paternidad y la maternidad, y prefiere compararse con un ventarrón del campo que va por el terregal sin ton ni son ni rumbo levantando tierra y polvo y ahuyentando a los pollos, comparación que sirve para describir su prosa ametralladora y, muchas veces, intencionalmente contradictoria. El ventarrón es la síntesis de lo etéreo y de la destrucción, fuerza natural y demoledora que no anuncia su presencia, salvo cuando ya cae estrepitosamente sobre la superficie provocando vértigo y desesperación.
La virgen de los sicarios de Vallejo enseña cómo lo censurado, lo abolido y lo ilícito cobra fuerza y se derrama a través de la palabra sin pudor:
“De los ladrones, amigo, es el reino de este mundo y más allá no hay otro. Siguen polvo y gusanos. Así que a robar, y mejor en el gobierno que es más seguro y el cielo es para los pendejos. Y mire, oiga, si lo está jodiendo mucho un vecino, sicarios aquí es lo que sobra. Y desempleo. Y acuérdese de que todo pasa, prescribe. Somos efímeros. Usted y yo, mi mamá, la suya. Todos prescribimos” (2016a: 23).
La transgresión del lenguaje y el filo irónico de la impudicia atraviesen todo el discurso, desde la superficie de las instituciones gubernamentales hasta las profundidades del saber religioso. En este nivel el mal expresa su mayor esencia, la destitución de cualquier gravidez, y eso lo demuestra la sentencia de la expresión somos efímeros. El narrador en las novelas de Pedro Juan Gutiérrez generalmente revela la voz de un hombre descreído y burlón que se ríe del espíritu de la pesadez,1 risa transgresiva que resuena en El nido de la Serpiente. Memorias del hijo del heladero (2006) y que ya se perfiló en el denominado Ciclo de Centro Habana.
El protagonista explora en la conjunción y saturación de sexo, náusea y placer en El nido de la serpiente, con el fin de que la dinámica ideológica-social que formula se vea postergada a los pocos (pero intensos) estados de conciencia que ostenta. El cuerpo femenino termina convirtiéndose en lugar de refugio y rebelión, por cuanto localiza en su extensión aquellos deseos animales que forman parte de su juego deshumanizado. Gutiérrez propone ver -con sus imágenes del exceso- la sexualidad como un mecanismo de transgresión cuya función es amplificar el deseo, activar la locura y desatar el poder.
La relación entre furor sexual y discurso obsceno se exacerba ante la prostitución,2 la que constituye un dispositivo que activa la iniciación del protagonista en el universo erótico y, por ende, articula las experiencias placenteras de quienes entran en contacto con ella. El autor de El Erotismo da cuenta de las ocultas redes significantes implicadas en la prostitución y de sus múltiples agenciamientos:
“Las prostitutas y los hombres que son sus parásitos, que forman con ellas un mundo aparte, sucumben a menudo y sienten un placer átono al ceder a este relajo. No siempre resbalan hasta debajo de la pendiente; además necesitan, con el fin de preservar un interés común, crear una organización rudimentaria y limitada, que se oponga al equilibrio global de una sociedad cuyo orden rechazan, y que tienden a destruir” (2010: 248).
Gutiérrez plantea un procedimiento irónico y desenfadado que tiene por propósito exhibir conductas que impugnan indirectamente la moral social, exhibición que se dibuja, finalmente, como acto de resistencia: el protagonista de la novela se encierra en un humilde cuarto en una maratón de sexo, liberando el cuerpo y los deseos que habitan en él, y resquebrajando el orden social:
“Estuvimos horas así. Yo eyaculaba y seguía adelante. Después de tres eyaculaciones […], ella desfallecía con tantos orgasmos, pero seguía. Muy golosa. Pedía más. Debajo de la cama tenía una botella de agua ardiente. Me pasaba los buches directos de su boca. Un poco apestosa, pero el alcohol neutralizaba el vaho a hígado podrido” (Gutiérrez, 2006: 18).
Pedro Juan Gutiérrez, al insistir en los elementos hiperbólicos, establece una relación con situaciones existenciales que permiten justificar, mediante una estética erótica, la instalación de una ética desenmascarante que se opone a las morales de convención. Pedro Juan Gutiérrez escribe en relación a eso:
“Si tienes ideas propias -aunque sólo sean unas pocas ideas propias- tienes que comprender que encontrarás continuamente malas caras, gente que tratará de irte a la contra, de disminuirte, de ‘hacerte comprender’ que no dices nada, o que debes eludir aquel tipo porque es un loco, o un maricón, o un gusano, un vago, el otro será pajero y mirahuecos, el otro ladrón, el otro santero, espiritista, mariguanero, la otra chusma, indecente, puta, tortillera, mal educada” (1998: 15).
Los significantes que desvían lo moralmente correcto (loco, maricón, gusano, vago, pajero y mirahuecos, ladrón, santero, espiritista, mariguanero, chusma, indecente, puta, tortillera, mal educada) constituyen las singularidades simbólicas que permiten el contacto de Pedro Juan con las multiplicidades heterogéneas. El protagonista busca el contagio con esas singularidades nómadas, y en esa donación de sentido, que siempre es recíproca y que transita en ambas direcciones, se confiesa profundamente transgresor.
La narrativa de Vallejo indica que la moralidad es una enfermedad peor que las infecciones que afectan al cuerpo. Y, tal como Nietzsche en La genealogía de la moral y en Más allá del bien y el mal, aborrece de la buena voluntad:
“La inconciencia o no conciencia es condición sine qua non para la felicidad. No se puede ser feliz sufriendo por el prójimo. Que sufra el Papa, que para eso está: bien comido, bien servido, bien bebido, y entre guardias suizos bellísimos y obras de arte con Miguel Ángel encima, en el techo, arriba del baldaquín de la cama. ¡Así quién no! ¿Por qué en vez de esta manía por la presidencia no nos ha dado a todos en Colombia por ser Papas?” (2006: 13).
Fernando Vallejo predica la felicidad despojada del amor al prójimo, del sufrimiento y de la empatía filantrópica. Las invectivas de Vallejo constituyen la intensidad necesaria para proferir el anatema del mal en el siglo XXI. Su empatía por lo humano es nula, mientras que su rabia y desesperanza es fundamental:
“Y no se vayan con la finta de que hay que perdurar porque todo pasa, nada queda. Lo único que tenemos es el aquí y ahora. Dejémosle la eternidad a Dios y la posteridad a los poetas para que se entretengan con ella. La posteridad es humo, viento, una ramera. Se va con todos, como el lector, que es un polígamo nato: hoy te lee a ti, mañana a otro. El lector es voluble, novelero, traicionero. Siento un gran desprecio por él” (2013: 290).
Aquí se aprecia el descaro de la sensatez, la verdad de una confesión impúdica y desafiante. Todos los agentes del poder repugnan al narrador, quien procede nombrando como un niño las trampas de su juego cotidiano: “Ni médicos, ni curas soporto yo. Ni políticos ni burócratas ni policías, etcétera, etcétera” (2013: 35). La escritura de Vallejo niega los poderes hegemónicos e intenta instalar uno propio y renovador a través de una nueva moral, inhumana y totalizante. Vallejo ostenta algunos rasgos de lo que Nietzsche caracterizó en El nacimiento de la tragedia como un artista con sino trágico:
“Un dios artista completamente amoral y falto de escrúpulos que, en el construir y el destruir, en el bien y en el mal, quiere llegar a conocer su placer y soberanía, un dios que, creando mundos, se desprende de la necedad de la plenitud y la sobreplenitud, del padecer de las antítesis que en él se amontonan” (2002: 49).
El protagonista homónimo de sus novelas posee esa fuerza de voluntad planteada por Bataille (2010), consistente en la manifestación de una sensibilidad capaz de superar la angustia que provoca la conciencia de la inminente muerte propia. La existencia insumisa del trasgresor, que es escritor y personaje a la vez, termina por cumplir con las características más íntimas que evidencian la presencia de la transgresión: la exuberancia, la fascinación por la muerte, el sacrificio, la fiesta, la danza y el juego sagrado del arte. En su caso particular, la literatura se muestra claramente como una forma de religiosidad que subvierte los valores establecidos por la tradición clerical, y la expresión de blasfemias es uno de los rasgos más representativos de su narrativa.
Vallejo transgrede para crear una nueva morada donde poder habitar, él, sus animales y sus muertos; una morada literaria donde el infierno son los otros: las mujeres, las embarazadas, los políticos y los sacerdotes católicos. Él, la alteridad radical, asume la bélica tarea de convocar las potencias del mal para erigir la deconstrucción de los paradigmas hegemónicos. Su escritura es una diatriba destructora y un sermón creador. Escritura de doble tono: despliegue de ira y de amor. El doble tono tiene que ver con la paradoja a la que se refiere Foucault:
“En el mismo momento en que, por un pacto de buena voluntad, se establece la universalidad del sujeto que conoce. ¿Pero si precisamente dejásemos actuar la mala voluntad? ¿Si el pensamiento se liberase del sentido común y ya no quisiese pensar más que la punta extrema de su singularidad? o ¿si, en vez de admitir como complacencia su ciudadanía en la doxa, practicase con maldad el sesgo de la paradoja?” (Foucault, 1995: 29).
La ciudadanía en la doxa consiste en la asimilación y reproducción del sentido común, y la complacencia de tal acto implica operar con buena voluntad. Vallejo, a través del despliegue de sus paradojas, representa lo contrario: un desarraigo de dicha ciudadanía y el acto de pensar en la punta extrema de su singularidad. En la narrativa de Vallejo anida lo más sagrado de la transgresión:
“De hecho, en la literatura se sitúa la continuación de las religiones, de las cuales es heredera. El sacrificio es una novela, es un cuento, ilustrado de manera sangrienta. O mejor, es, en estado rudimentario, una representación teatral, un drama reducido al episodio en que la víctima, animal o humana, desempeña sola su papel, pero lo hace hasta la muerte. El rito es efectivamente la representación, reiterada en fecha fija, de un mito; es decir, esencialmente, de la muerte de un Dios” (Bataille, 2010: 92).
El sacrificio que hay en las novelas de Vallejo es el de la humanidad. El autor observa un paganismo irracional que a través de la historia ha ido creciendo a partir de las religiones semíticas y que han sido avaladas por la figura de Dios que éstas últimas enaltecen. Su escritura es una voz y un grito desesperados que exclaman la necesidad de una purificación de la existencia. Pero, al mismo tiempo, se narra la propia muerte y se predice la inanidad de la vida humana sobre la tierra. La palabra de Vallejo es ese ventarrón que instala el ritual de la muerte y de paso inicia la ética de la misantropía. Vallejo invierte los valores en cuanto a la dignidad ontológica de los hombres y de los animales. Los hombres son inmorales y los animales son los seres privilegiados en su narrativa. Barthes afirma que los animales:
“Son afecto puro: sin razón, sin salientes, sin inconsciente, sin máscaras: en ellos el afecto se ve en su absoluta inmediatez y movilidad; observen la cola de un perro: su agitación sigue las demandas de afecto con una rapidez de matices que ningún rostro, por móvil que sea, puede emular en sutileza; son fascinantes porque aunque estén embebidos de hombres, son sin embargo hombres sin razón (y sin locura) […] El animal es afecto (suele dar la impresión de tener un alma, más que los hombres)” (2005: 107-108).
Las ironías de Vallejo radican en insinuar que el vitalismo de los animales y su graciosa ingenuidad resultan más trascendentales que la razón y la intencionalidad de los seres humanos. El novelista demuestra su visceralidad, pues asume como superiores los valores de la vida representada en los animales, abriendo con ello la distancia ontológica insalvable entre los seres no racionales y los racionales. La parte de los animales que asocia con la superioridad es la capacidad de sentir dolor, capacidad que los elevaría a un ámbito espiritual más allá de lo físico, fenómeno dado por la capacidad que tienen los mamíferos superiores de sentir mucho dolor a partir de su sistema nervioso central.
El desbarrancadero sería, en este sentido, lo que Barthes llama en El placer del texto un “texto terrible, pero a la vez coqueto” (1993: 14). Es decir, una novela que activa la perplejidad, en el sentido de que saca al lector de su conformidad con la cultura predominante y lo coloca en posición de cuestionar sus propios valores; por lo tanto, es un texto límite y axiológicamente transgresor.3 El poder de la palabra es confesado al lector como un gran secreto simbólico potencialmente mayor que la materialización de la realidad:
“Es muy fácil, doctor, estar loco y que los demás se jodan. Y si no véame a mí aquí ahora, hablando, desbarrando, abusando y usted oyendo. Es que yo creo en el poder liberador de la palabra. Pero también creo en su poder de destrucción, pues, así como hay palabras liberadoras también las hay destructoras, palabras que yo llamaría irremediables porque, aunque parezca que se las lleva el viento, una vez pronunciadas ya no hay remedio como no lo hay cuando le pegan a uno una puñalada en el corazón buscándole el centro del alma” (Vallejo, 2013: 28).
Vallejo emplea la falacia como un recurso argumentativo diseñado para provocar, porque sostiene que la muerte del ser humano es deseable debido al peligroso exceso demográfico que constata y que la muerte de los animales por manos del hombre es el crimen mayúsculo, ya que no se justifica que el hombre desatienda el hecho de que los animales son nuestro prójimo y, más todavía, los que tienen desarrollado el sistema nervioso central y que, por ende, pueden sentir altos niveles de dolor. Ese ideario irónico es fundamentado por el escritor para abolir la furia reproductora. La reproducción es considerada el mayor crimen, puesto que consistiría en adjudicarse el derecho de dar vida a otro hombre, a otro criminal.
Otra temática que le causa interés consiste en la abolición de las religiones semíticas: la judía, la cristiana y la musulmana, las que subestiman la vida de los animales y los condenan al sacrificio y a la muerte bajo el pretexto de la supuesta superioridad humana sobre la creación. De esta realidad se desprende la solidaridad del narrador hacia los seres devaluados por los grandes discursos; Vallejo señala que las ratas, los cerdos, las vacas, los perros y los gatos son tan vulnerables al dolor como los seres humanos y que su dolor es proporcional a la complejidad de su sistema nervioso. Su narrativa gira en torno a una inversión de valores a partir de la cual la muerte del ser humano no tiene relevancia, mientras que sí la tiene la de un animal.
Sus novelas evidencian una acentuada melancolía que rehúye cualquier vanidad y egoísmo humanos: es la paradoja de establecer una reflexión antihumana. La premisa del autor de El desbarrancadero es que no hay nada más incomprensible e infinito que el dolor ajeno de un ser sin voz, de un ser sin la oportunidad de mentir como lo hace el hombre, al que no vacila en llamar homo mendax (hombre mentiroso), en contraposición a la idea tradicional de homo sapiens. Para Vallejo, lo por venir resulta un desbarrancadero en que la muerte sobreviene mientras el hombre se reproduce bajo cualquier pretexto, colmando el mundo de abusos; todo presumiendo de acciones benevolentes, de un mundo desequilibrado. Michel Foucault (1995) considera que la transgresión4 se proyecta bajo un ejercicio de desmantelación del poder hegemónico llevado a cabo por uno o más sujetos que desobedecen la norma social para abrir espacio a la libertad. La transgresión se juega en la relación que se establece entre el sujeto y la norma moral, pero más precisamente consiste en el movimiento que hay desde la obediencia de la norma hasta la afirmación o negación de los límites de la conducta obtenida tras dicha obediencia.
El límite de tal o cual conducta nace de la satisfacción o insatisfacción obtenida al obedecer un código social de convivencia. Foucault sugiere en el “Prefacio a la transgresión”, del texto De lenguaje y literatura (1996), que la esencia de la transgresión es el movimiento de llevar los límites al extremo de sus posibilidades y, a diferencia de lo que se pudiese creer, no hay nada negativo en ese movimiento, pues no se trata de romper los límites, sino de mostrar el puente que existe entre el límite y el afuera, y esto permite que el sujeto se redefina. Lo interesante de este movimiento de configuración existencial es que el límite muestra su porosidad, abriendo la posibilidad de que el sujeto se desvanezca en cuanto sujeto fundante y experimente el doblez del límite. La transgresión implica la experiencia de la desnudez del límite, permitiendo que este se pliegue sobre su propio borde. El sujeto que la experimenta sufre una desterritorialización del espacio de afirmación axiológico que sustenta sus creencias, espacio regido por la constancia y la coherencia que ostenta respecto del código de conducta correcta. Por ello, la apertura del gesto transgresor implosiona cualitativamente al sujeto, moviéndolo o impeliéndolo a luchar contra sus creencias y, correlativamente, a desarticular sus principios y códigos de conducta. Sin embargo, para que la transgresión sea efectiva, hay que aguardar la apertura de una ilimitada producción de subjetividad que permita transitar dentro y fuera del límite. La transgresión, por esta razón, es el acto de profanar el yo de tipo cartesiano y grávido: profanación que prolifera y se intensifica en la misma proporción en que se reitera el ritual de su experimentación. Georges Bataille, no muy distanciado de esta idea, señala que:
“El mecanismo de la transgresión aparece en este desencadenamiento de la violencia. El hombre quiso, y creyó, poder apremiar a la naturaleza oponiéndole de manera general el rechazo de lo prohibido. Limitando en sí mismo el impulso a la violencia, pensó limitarlo al mismo tiempo en el orden real. Pero, cuando se daba cuenta de lo ineficaz que es la barrera que imponía a la violencia, los límites que había entendido observar él mismo perdían su sentido; sus impulsos contenidos se desencadenaban, a partir de ese momento mataba libremente, dejaba de moderar su exuberancia sexual y no temía ya hacer en público y de manera desenfrenada todo lo que hasta entonces sólo hacía discretamente” (2010: 71).
La transgresión se constituye así en la “irrupción informal de la licencia” (2010: 73). Es un fenómeno indisociable de la prohibición que establece el orden social y, como manifestación violenta, supera la conducta primitiva de los animales. La transgresión se introduce en el mundo social de lo prohibido mediante la fascinación que amenaza con vulnerar el pavor constituido por la base religiosa de toda prohibición. Por ello:
“La prohibición y la transgresión responden a esos dos movimientos contradictorios: la prohibición rechaza la transgresión, y la fascinación la introduce. Lo prohibido, el tabú, sólo se opone a lo divino en un sentido; pero lo divino es el aspecto fascinante de lo prohibido: es la prohibición transfigurada. La mitología compone -y a veces entremezcla- sus temas a partir de estos datos” (2010: 72).
El aspecto más destacable de la transgresión radica en la superación de la actitud aterrorizada. No se trata del despliegue de la mera exuberancia contenida y, por lo tanto, de su aniquilación, sino de todo un mecanismo de superación del mundo profano y del mundo sagrado. La transgresión está, además, vinculada a la conciencia de la muerte y al efecto que produce su fascinación; por ello Bataille (2010) y Foucault (1996) creen que la transgresión es un movimiento de exuberancia vital y de redefinición subjetiva, respectivamente. En ambas conceptualizaciones están las ideas de sacrificio y exceso que se oponen al pavor y el sedentarismo propios de la mera obediencia de lo prohibido. Bataille considera que nuestra naturaleza discontinua nos permite ver en la muerte “el sentido de la continuidad del ser” (2010: 87).
La discontinuidad -que nos hace distintos unos respecto de los otros- se ve preservada ilusoriamente por el respeto de lo prohibido; mientras la continuidad -que representa la totalidad del mundo y que se abre por medio de la muerte- se inaugura con la transgresión. Tanto en el respeto de lo prohibido como en su transgresión, lo que está en juego es la superación de la angustia de la conciencia y la inminencia de la muerte propia; por ende, solo quien tiene “la fuerza suficiente para consumirse de inmediato y exponerse al peligro” (2010: 91) detentará el espíritu del transgresor, “la voluntad profunda” (2010: 92).
3. La política del nómade
Es posible establecer una relación de familiaridad entre la literatura y la política, entre la narrativa y la historia oficial, entre la escritura de experiencias rebeldes y las de sumisión; pero, al mismo tiempo, es dable un ejercicio de reflexión respecto de qué es una experiencia dentro de la narrativa, acerca de cómo advienen los personajes dentro de una historia y en qué se terminan constituyendo. Michel Onfray (2011) sostiene que hay que fortalecer una nueva forma de filosofar, negativa a la moral y a la política tradicional. Defiende una perspectiva de pensamiento que se remite a los albores del cinismo medieval. Se trata del hedonismo filosófico, forma de reflexionar que no se reduce a una manifestación trivial o egocéntrica de comprender el concepto. Es un hedonismo que se centra en una política libertaria que acuña la noción de individuo como unidad esencial de acción. Onfray plantea que su propuesta es vitalista, pues afirma la vida y le restituye protagonismo al cuerpo. Su análisis agrega que ha sido el cuerpo el que se ha visto coartado históricamente por las distintas manifestaciones moralizantes, las que no cesan en el intento de transmutar al individuo en sujeto, empleando el principio de sumisión para poder ejercer una subjetivación político-moral.
Las novelas del cubano Pedro Juan Gutiérrez y del colombiano Fernando Vallejo, operan precisamente como máquinas de guerra en contra de cualquier imposición social. Se rompe el principio de sumisión desde las descripciones más banales sobre los cuerpos desnudos, hasta las reflexiones más profundas sobre la existencia de Dios.
El individualismo es otro factor que rompería con el canon, pues “frente a la creencia ciega y retrógrada, el narrador y protagonista adopta la posición del individualismo que se había entrevisto como posibilidad ya en la Antigüedad, con algunas éticas civiles, por ejemplo, el estoicismo o el epicureísmo” (2008: 168). Esta ruptura con los convencionalismos tiene como objetivo irrumpir en “una consciencia omnisciente y ubicua” (2008: 169). Por ello, si la propuesta literaria convencional instala la voz objetiva desde coordenadas metafísicas fijas, entonces:
“Todo lo contrario es la propuesta de Fernando Vallejo: el final que nunca es definitivo, ni unívoco, el final abierto que no es un punto determinado de llegada, que no se puede asimilar al final del viaje, ni a la muerte del texto, esto es, a su petrificación, a su callar definitivo, al punto final” (Nicoleta-Diaconu, 2008: 168).
Nicoleta-Diaconu se refiere a la relación entre la novela y la tradición que va de la modernidad a la posmodernidad y al lugar de la narrativa del colombiano en esta dimensión de análisis. La autora considera que la narrativa vallejiana es abominable para la óptica humanista, ya que se esmera en una constante inversión de todos los valores, golpea sobre el lector y remueve el sentido común, que es tanto una crítica a la unanimidad consensuada por la sociedad, como una reacción subversiva frente al optimismo colectivo, por ello “invalida la moneda en curso sistemáticamente” (2008: 171).
El discurso del bien estaría combatido “eficazmente a la manera de los filósofos cínicos, mediante numerosas referencias a lo material, al cuerpo y a lo escatológico” (2008: 172). Otro rasgo importante introducido por la crítica es que “Fernando denuncia la inflación semántica del idioma que puede provocar un empleo (lingüísticamente) irresponsable de la metáfora” (2008: 173). Lo común que tienen la moral y la política, de acuerdo a esta perspectiva, es la lógica basada en la sumisión a través de regímenes disciplinarios. En palabras de Onfray:
“En el campo nazi, al igual que en la fábrica capitalista, todo sucede como si se tratara de especies diferentes, irreductibles, incapaces de encontrarse, mirarse, hablarse y comprenderse, como ocurre con un animal y una planta, una piedra y un hombre, cada uno en su registro. Su único modo de relación, en este caso, reside en la sumisión, el sometimiento, la subsunción, la ley darwinista de la explotación del uno por el otro. Así, el más fuerte somete al más débil; el más astuto, el más bribón, el más armado, el más hipócrita, ponen al otro de rodillas, a sus pies” (2011: 44).
Desde las situaciones más radicales, como aquella que nos ofrecen los campos de concentración nazi, hasta lo que ocurre dentro de una empresa, se erige el ejercicio de criterios autoritarios de sumisión. El plano opuesto a esta secuencia se expresa en la historia del ser humano como individuo, noción a la que Onfray le atribuye importancia ontológica. El individuo está vinculado al cuerpo irreductible que nos convoca a existir, de esa unidad de donde emana el deseo de vivir. Por ello, la coacción que ejercen la moral y la política se reduce al control del cuerpo. El cuerpo individual en el caso de la moral y el cuerpo colectivo en el caso de la política.
“Los caníbales” es uno de los relatos que forman parte de la Trilogía sucia de La Habana, texto en el que Pedro Juan Gutiérrez evidencia la rebeldía y disidencia respecto del contexto político que envuelve a los personajes. Se expresa, con un tono muy acerado, la negativa hacia los valores de la fidelidad y la solidaridad. Escribe Enzo Gutiérrez:
“Por eso los políticos y los religiosos gastan saliva exhortando a la fidelidad y la solidaridad. Tienen que seguir haciéndolo o cambiar de oficio. Pero los que pasamos hambre, seguimos pasando hambre y nada cambia. Los políticos y los religiosos creen que pueden cambiarlo todo a fuerza de voluntad. Por generación espontánea. No es así. Los seres humanos seguimos siendo bestias: infieles, egoístas. Nos gusta alejarnos de la manada y observar a distancia. Evitar las dentelladas de los otros. Entonces viene alguien invocando la fidelidad a la manada” (2012: 324).
La alusión a los políticos y a los religiosos no es superficial si se considera que detrás de ambas caras preexiste un mismo axioma: el principio de sumisión. Al señalar creen que pueden cambiarlo todo se está bosquejando la idea de que el aparato moralizante pretende transmutar la individualidad a cambio de la subjetividad, pero que tal creencia resulta vana y ficticia. Frente a la fidelidad y la solidaridad, se yergue la ferocidad individual y el impulso de autoafirmación; seguimos siendo bestias: infieles y egoístas. La cita plantea un exhorto a la escisión del Leviatán que constituye la sociedad y una confesión de libertad asociada al alejamiento de la manada. Cabe señalar que el personaje homónimo siempre menciona a un anciano llamado Pedro Pablo como su mentor, mezcla de sabio místico y cínico. Incluso le atribuye la configuración de la mejor forma de ética posible. Señala:
“La ética más sabia que he conocido la predicaba un viejo solitario y anarquista que vivía cerca de mi casa, cuando yo era niño, en San Francisco de Paula… Me sentaba a conversar con Pedro Pablo, que de día ayudaba a arreglar los jardines, y me decía: La vida debe regirse por dos cláusulas. La primera dice: cada ser humano tiene derecho a hacer lo que le dé la gana. Y la segunda: nadie está obligado a obedecer la cláusula anterior” (2012: 325).
Pedro Juan Gutiérrez exhibe las intensidades de un nuevo tipo de ética que bien se podría entroncar con el hedonismo filosófico que plantea Michel Onfray en Política del rebelde. Tratado de resistencia e insumisión. El hedonismo filosófico se diferencia del hedonismo trivial en que no se reduce al egoísmo insulso y constituye más bien una estética moral, centrada en vivir construyéndose a sí mismo como obra de arte. Onfray sostiene que “Nietzsche afirmaba que todo aquel que no disponga de dos terceras partes de su tiempo en total libertad para uso personal, es un esclavo. Saque cada uno sus cuentas” (2011: 105). Pedro Pablo es el personaje insumiso que se alza como una obra de arte ante la mirada de Pedro Juan; se trata de un anciano que no ha sido subjetivado por la política ni la moral porque su cuerpo contrasta con el cuerpo colectivo. De acuerdo a Pedro Juan, “de todos modos, en aquella época, hace cuarenta años, la gente tenía un oficio, y vivía de él. Me da la impresión de que cada quien sabía cuál era su sitio y lo ocupaba, sin ambicionar tanto y sin preocuparse” (2012: 325).
El régimen político que ostenta Cuba en los años sesenta, es claramente totalizante. Se trata del ejercicio de reglas a las que todos los ciudadanos deben ceñirse para mantener el comunismo en su plenitud. Onfray indica, sin embargo, que “la moral que recubre la exportación enmascara el desprecio que constituye el verdadero motor de esa explotación” (2011: 45). Michel Onfrey piensa en Teoría del viaje. Poética de la geografía que viajar no solo es una temática interesante desde un punto de vista turístico, sino que más bien constituye una cuestión que merece atención debido a que tras su figura subyacen dos principios que definen la subjetivación: el nomadismo y el sedentarismo. La errancia propia del nómade no solo dice relación con el movimiento, pues también permite la posibilidad del estado de reposo. Por eso existen dos imágenes que encarnan dichos principios: el pastor y el agricultor. Estas imágenes se relacionan con el mito de Abel y Caín. El pastor es un viajero cauteloso, mientras que el agricultor es un sedentario conformista. El viajero, por lo demás, “proviene de la raza de Caín, tan querida por Baudelaire” (2016: 14). El filósofo francés señala que detrás de la figura del nómade subsiste la de una “sombra maléfica” (2016) asociada a la traición, el fratricidio y a la expiación. La condena consiste en estar “destinado a caminar eternamente, maldito” (2016: 15), porque en el viajero hay un espíritu deicida que apunta al origen de la errancia. Así, “se asocia el viaje sin retorno a la voluntad punitiva de Dios” (15), cuestión que explica el desarraigo asociado al sujeto nómade. Onfray hace la siguiente declaración de principios: “hemos querido, algún día, forzar al sedentarismo, cuando no le hemos negado el derecho mismo de existir” (2016: 15). La tensión que genera esa frase se refuerza cuando agrega que “todas las ideologías dominantes ejercen su control, su dominación, entiéndase su violencia, sobre el nómada” (2016: 16).
Lo que postula Onfray es una teoría sobre el valor de la literatura, ya que supone que la información detallada que otorga el viaje no puede ser expresada finalmente por medio de los atlas o los textos enciclopédicos. Esto porque:
“A su postura conceptual le falta la carne aportada por la literatura y la poesía. Pues el poeta más que ningún otro instala su cuerpo subjetivo en medio del lugar frecuentado por su conciencia y sensibilidad. Todas sus emociones, sus sensaciones, todas sus historias singulares maduran en su alma fantasiosa y desembocan un día en un texto corto que ofrece la quintaesencia de las sinestesias caprichosas: oler colores, saborear perfumes, tocar sonidos, oír temperaturas, ver ruidos” (2016: 35).
Por ello, “viajar supone el desajuste de todos los sentidos, y luego su reactivación y recapitulación en el verbo” (Onfray, 2016: 35). Además, “todo viaje vela y devela una reminiscencia” (2016: 36). Esta fórmula de entender el proceso en que el viaje se concreta en el verbo, se denomina “dialéctica descendente” (2016: 35). Esto, porque el registro de su escritura se centra en determinada idea sobre la realidad, que se va concretando a través de las experiencias pormenorizadas y fragmentarias que se capturan sensorialmente. Onfray sostiene que la constitución del sedentario es muy conveniente, porque más que un hogar es un punto de encuentro y también de salida, y asume que la idea de comunidad parte del supuesto de que todos estamos juntos por “razones aleatorias” (2016: 42). Razones que se desintegran y reconstituyen en nuevas fórmulas aleatorias de existencia a través del viaje.
La escritura de Pedro Gutiérrez se centra en la elaboración de una contrahistoria de La Habana, donde se establece un contrapunto entre la voz de los testigos anónimos y la de Pedro Juan. Fabián y el caos se inscribe en esa línea con mayor radicalidad aún, constituyéndose en una de las novelas fundamentales del cubano. Es la propuesta de una historia no oficial que se configura a partir de un modelo narrativo cuyo centro es la memoria, conformada como una red anárquica de retazos, un conjunto de escombros que se niega a convertir en un museo, monumento y que, por tanto, se niega a ser fetichizado. El resultado es una secuencia desjerarquizada, igual a la que enseña en Trilogía sucia de La Habana, y que da cuenta del quiebre histórico del comunismo cubano de los sesenta.
Gutiérrez asume la literatura como espacio de memoria viva. Por eso en esta novela cada uno de los personajes establece un modo de habitar que transcurre en permanente conflicto, siempre inclinado a la catástrofe personal y colectiva, lo que genera un orden ficcional sostenido en la proliferación de las palabras, las imágenes, los personajes y las múltiples representaciones de lo real. La trama opera así por saturación de descripciones, reforzando con ello su rechazo a los discursos del olvido. El volumen expone errores, desaciertos y fracturas sociales, políticas, que fácilmente podrían ser enmarcados en una pedagogía de la no repetición; sin embargo, hay un excedente que irrumpe toda consecuencialidad reivindicatoria, dejando solo los efectos del horror, la traición y el fracaso. Este excedente es la mirada del narrador que, más allá de su complicidad con los sectores más golpeados, afirma un desencanto total y absoluto, poniendo en escena los efectos de una historia que solo genera ruinas.
Fabián y el caos es una ficción en torno a la memoria; intensa y precisa, triste y apasionada, tenaz en exponer que la crisis de representación imposibilita confiar en el futuro. Desde el más rotundo de los abandonos surge esta escritura que se niega al olvido, pero que confirma la desconfianza en toda utopía. Esta novela evidencia que la exuberancia de los cuerpos jamás cesa en pleno régimen totalitario y en medio de la clausura de cualquier comercio oficial. Los lugares donde transita Pedro Juan: La Habana, Matanzas, el barrio de las prostitutas y las plazas, construyen intervalos dentro de la historia donde se suscita la proximidad entre los cuerpos, pero también la “promiscuidad” (Onfray, 2016: 42), la mezcla y la confusión de experiencias. Se evidencia, en la profundidad de la descripción de personajes y en la exposición de espacios urbanos, un “microcosmos comunitario” (Onfray, 2016: 42) que se deshace en la medida en que la intersubjetividad colapsa en su consolidación final. Es así como ese microcosmos comunitario se “descompone tan pronto como desaparecen las razones aleatorias del estar juntos” (Onfray, 2016: 42). Ese fracaso de la comunidad se explica a partir de la tenaz puesta en escena de lo individual y corpóreo dentro de esta escritura.
Fabián y el caos es una novela que exhibe el rigor de una escritura que asume la sobrevivencia como un estado posdramático, donde solo queda el desplazamiento permanente y el relato del que estuvo allí para contarlo. Se observa cómo todo va cayendo bajo el peso de lo transitorio. El plan literario de Gutiérrez, a la vez que su presupuesto básico, se centra en lo fragmentario. Por ello, los personajes ingresan al relato sin previo aviso y se van sin dejar huella tras su paso. Todos esos trozos de historia, todas esas fugas, esos trazos efímeros y todas esas rutas sin señales fijas se funden bajo la palabra La Habana, espacio que parece constituirse en el crisol de los relatos. La trama se configura a través de una prosa impúdica que se demora con prolijidad en el detalle que revierte el peso trágico de lo cotidiano, dejando entrever un vitalismo subterráneo y anterior a cualquier esquema civilizatorio.
Onfray se refiere a una lógica de lo infinitesimal, de la hipersensibilidad y del exceso para hacer referencia a las potencias que se liberan tras el viaje. Se trata de “ensanchar los cinco sentidos” (2016: 55). El viaje supone la necesidad de adiestrar la memoria, con método y pasión. Fabián y el caos registra un viaje en perspectiva y en doble sentido, en donde lo infinitesimal juega un rol protagónico y los sentidos experimentan el exceso y la liberación. Pedro Juan, el personaje, se llena de información en cada localidad al modo de un vaso comunicante, sin una mente prefabricada o sesgada por los prejuicios de un misionero.5 Esto se clarifica cuando Onfray apunta que “viajar supone menos el espíritu misionero, nacionalista, eurocéntrico y estrecho, que la voluntad etnológica, cosmopolita, descentrada y abierta” (2016: 65). Con ello, no solo demuestra una diferencia de voluntad, sino una clasificación de los sujetos en términos de turista y de viajero, de comparatista y de anatomista, de arraigado y de captador. Se opta en el viaje por el deseo y el placer de la alteridad, “la desemejanza mayor y fundamental” (Onfray, 2016: 67). Y cuando apela a la sensibilidad ante los detalles, esgrime el concepto de “temperamento sismográfico” (2016: 69).
Pedro Juan, el personaje indeleble de las novelas del escritor homónimo, es un sujeto cuya sensibilidad es acerada y su percepción es la de un predador. Es así como “el águila nietzscheana proporciona la metáfora. La expansión del cuerpo es necesaria para el ejercicio del viaje” (Onfray, 2016: 71). La Habana es el cuerpo recorrido por un sensor olfativo y una superficie táctil que se proyecta como individuo al acecho a través de la caza y el deleite de su presa. Pedro Juan recorre un espacio táctil “o más bien el espacio háptico, por oposición al espacio óptico. Háptico es mejor término que táctil, puesto que no opone dos órganos de los sentidos, sino que deja entrever que el propio ojo puede tener esa función que no es óptica (Deleuze, 2004: 499).
La Trilogía sucia de La Habana también es una novela de viaje, pues exhibe la “estetificación de la existencia en circunstancias de personificación” (Onfray, 2016: 91). Pedro Juan posibilita la confusión de la ética y la estética en la individuación del deseo llevado al extremo de la composición. Es el registro narrativo de lo que Onfray denomina en Teoría del viaje. Poética de la geografía una “ascesis metafísica que permite la apropiación alegre y feliz de la propia vida” (2016: 91), situación que resulta a expensas del sentido común y del sometimiento a las formas de experiencias oficiales. La ascesis metafísica que ocurre en la novela no alude a una terapia, sino más bien es la formulación de una ontología, un “arte del ser, una poética propia” (Onfray, 2016: 92). El epicentro de esa experiencia en La Habana es el cuerpo de Pedro Juan, cuerpo que resulta ser el punto de partida del “egotismo del nómada” (Onfray, 2016: 91). El cuerpo del narrador-protagonista de sus novelas no desea ser curado del mal que padece producto de la inmersión en el mundo, porque “no se viaja para curarse uno de sí mismo, sino para endurecerse, fortificarse, sentirse y saberse con mayor sutileza” (Onfray, 2016: 92). Es el arriesgado ejercicio del nomadismo el que da forma a la escultura en la que deviene.
La experimentación ejercida por los personajes de las novelas de Gutiérrez antes que diluirse en el mundo para desaparecer, lo descoloca y le dan forma propia. El mundo se manifiesta de una manera diferente a partir de estos individuos que provocan lo que Onfray denomina una “alquimia del advenimiento” (2016: 92). Es la posibilidad de la función formativa del desplazamiento que se suscita en virtud del encuentro del sujeto consigo mismo tras el viaje. La trilogía sucia de La Habana responde menos a la presencia de historias fragmentarias que a la presencia de un yo que se forja a partir del peligro.
El nido de la serpiente. Memorias del hijo del heladero, también evidencia acertadamente la avidez del deseo del protagonista que se expresa en la necesidad de recorrer las calles más sórdidas de La Habana y de sus alrededores. Incluso Pedrito sale de la casa de sus padres para aventurarse en el delirio de las negras santeras y, tras varios recorridos y experiencias eróticas, retorna cuando el deseo desciende y el yo se confina a la reflexión. Para Onfray, el retorno tiene sentido en la vida de un nómade porque está fuera de su definición llevar una existencia en perpetua errancia. El vagabundeo es la expresión degradada del nomadismo, pues:
“Un perpetuo ejercicio de nomadismo se saldría de los límites del viaje para entrar en la errancia permanente, el vagabundeo. Incluso los nómadas practican un género de sedentarismo, ya que realizan trayectos habituales, se instalan en la ruina de un desplazamiento, siempre el mismo, y utilizan igualmente referencias como matorrales secos, montones de piedra, rastros y huellas hechas por animales” (2016: 101).
Michel Onfray afirma que existen hombres que constituyen la excreción del Leviatán,6 hombres cuyos cuerpos están privados de alimentos, abrigo y descanso. Los vagabundos o clochard,7 como él los define. Estos viven en la precariedad absoluta y su maldición recae sobre sus cuerpos, siendo el repudio que descansa en su imagen similar al que padecen los deportados y los presos. Arguye en Política del rebelde que se trata de la degradación de la figura física que trae consigo ciertas manifestaciones significantes, como la curvatura de la espalda, la cojera, la malolencia y la suciedad. Para Onfray:
“Sucios, desgreñados, malolientes, vestidos de harapos, atados como paquetes y protegidos por un bricolaje que es a la vez un collage de residuos, muy a menudo los clochards agravan su claudicación con el consumo de alcohol como único alimento, el único reconfortante a su alcance para atravesar las experiencias del frío, el hambre, la noche, la soledad, el abandono y el aislamiento. El vino peleón da al cuerpo con qué sostenerse y cuando todo el entorno se muestra hostil” (Onfray, 2011: 65).
El clochard es el vencido de una lucha a muerte con el Leviatán. Su humillación y sometimiento se liga a la supervivencia sobrevenida en la cochambre, en la marginalidad de la urbe, en los suburbios periféricos o subterráneos que muestran los trazados topográficos que dividen el espacio de la dignidad de aquel que define al oprobio. Existencia precaria que se sostiene en el despojo infecto, en ese collage de residuos que le permite sostenerse en el presente para evitar la muerte, el peligro que ocurre por destino y que se acelera en el desamparo. La cantidad de vagabundos no es menor, pero la dispersión de su presencia suele ser transparente en ocasiones y manifiesta en otras. La existencia séptica es aborrecida por el resplandor del bien, para cuya declaración de principios resulta imperiosa la extinción de dicha maldición. Y a veces la extinción consiste prácticamente en la indiferencia al dolor ajeno, en la premisa de que la pobreza es algo normal en cada época y escena histórica. Esa es la condena histórica que debe padecer el clochard.
La condena del vagabundo también se evidencia en su forma de ver la realidad; su parecido con los primitivos del neolítico, según Onfray, se justifica en virtud de la postura defensiva frente a la existencia, pues para ellos todo constituye una variable peligrosa, todos pueden estar al acecho, ser potenciales depredadores. Es la condena del animal, la sensibilidad del peligro y la agudeza de la mirada ante la muerte. Por ello:
“Reducido a la condición de un cuerpo constreñido al mero grito, el condenado recuerda al hombre prehistórico anterior al neolítico, el que afirmaba una afinidad todavía muy grande con los mamíferos inferiores del mundo animal. Protegerse de los peligros, vengan de donde vengan, pues para el condenado todos son potenciales depredadores; cubrirse, encontrar abrigo contra las inclemencias meteorológicas” (Onfray, 2011: 67).
La protección de los peligros se asocia a la existencia exclusiva en el tiempo presente; se sobrevive en el momento porque no existe porvenir, la esperanza de un día diferente se reduce a la sensación de que lo más próximo es simplemente la muerte. En efecto, el clochard convive con la muerte y sus elementos más próximos, deviene una multitud condenada que depende de un solo cuerpo, el suyo, y es consciente de ello en el mismo tono en que un moribundo es consciente de su extinción fatal. Mas no existen para ellos los depredadores emboscados -pese a su aspecto primitivo- ni cuevas empedradas ni mohosas, lejos están los matorrales y las montañas interminables que cercaban la vida natural; para él, la peligrosidad máxima proviene de la urbe, sus daños no resultan insignificantes, pues su violencia tentacular y masiva es más infinita y sofisticada que cualquier intemperie. La consigna de este solitario se formula de la siguiente manera: “Mañana será otro día, tal vez el de la muerte: a este extremo es preciso vivir cotidianamente en compañía de la muerte y sus atributos” (Onfray, 2011: 67).
Pedro Juan, el personaje homónimo en el relato “Aplastado por la mierda”, da cuenta de ese despojo de la funcionalidad que exige una ciudad, deviene el solitario individuo que mira la realidad desacralizada y más allá del bien y del mal:
“La locura merodeaba y yo la eludía. Había sido demasiado en muy poco tiempo para una sola persona, y me fui y par de meses de La Habana. Viví en otra ciudad haciendo unos negocios, vendiendo un refligerador de uso y otras cosas, y a la vez viviendo con una muchacha loca -loca en estado puro, sin contaminaciones- que estuvo presa muchas veces y tenía el cuerpo lleno de tatuajes. El que más me gustaba era uno que tenía en la ingle izquierda. Era una fecha indicando su sexo y un rótulo que decía solamete: baja y goza. En una nalga decía: SOY DE FELIPE, y en la otra: NABCY TE AMO. En el brazo izquiedo, con grandes letras le habían grabado JESÚS. Y en los nudillos de los dedos tenía corazones con iniciales de alguno de sus amores” (1998: 58).
El clochard se escinde de la constelación de los “panegiristas de las virtudes que empequeñecen, los detractores del cuerpo, los maníacos del más allá” (Onfray, 2011: 168). Existiría un sistema del sometimiento vinculado al resplandor del bien. Este sistema contiene ciertos dispositivos que determinan al individuo; es el caso del “trabajo, la familia, la patria, la moral, Dios, la ideología y la metafísica, las grandes virtudes y las religiones humanistas, sin olvidar todas las mitologías falsamente democráticas a las que hoy está bien visto rendir tributo y someterse sin intentar comprenderlas y cuestionarlas” (Onfray, 2011: 169). Es la propuesta de hedonismo moral que, al mismo tiempo, se asocia al despliegue de lo que Onfray llama “energías rebeldes” (2011: 170); es decir, individuos que no se dejan alterar, reducir ni destruir por los saberes dominantes. Se trata de un hedonismo basado en el aprendizaje del gozo, entendiendo el concepto de gozo como la afirmación de la vida con claras connotaciones estéticas. Onfray sostiene que Nietzsche está en lo correcto cuando afirma que si el hombre aprendiese a gozar mejor inventaría menos sufrimientos y las relaciones interpersonales serían mucho más sanas que aquellas enarboladas por las sociedades bondadosas.
Pedro Juan relata sus rituales con Olga, quien también llevaba una vida zigzageante y réproba para la sociedad:
“Olga a penas tenía veintitres años, pero había llevado una vida demasiado desenfrenada, con mucha mariguana, alcohol y sexo de todo tipo. Alguna vez tuvo sífilis pero ya la tenía bajo control. Resistí un mes con ella porque era divertido. Vivir en el cuartucho de Olga era como estar metido dentro de una película pornográfica. Y aprendí. Aprendí tanto en aquel tiempo que tal vez algún día escriba un manual de perversidades” (Gutiérrez, 1998: 58).
Los conceptos de clochard, vagabundo y nómade, se relacionan con la noción de energía rebelde que desemboca en la figura del reaccionario anulador de la forma oficial de ser en el mundo. La negación de la forma oficial es la supresión del llamado hombre unidimensional (Marcuse), que se ajusta a la trama propuesta por el Leviatán. Onfray describe a este hombre unidimensional o calculador (Nietzsche) del siguiente modo:
“Iletrado, inculto, codicioso, limitado, obediente a las consignas de la tribu, arrogante, seguro de sí mismo, dócil, débil con los fuertes, fuerte con los débiles, simple, previsible, aficionado empedernido de los juegos y los estadios, devoto del dinero y sectario de lo irracional, profeta especializado en banalidades, en ideas mezquinas, tonto, ingenuo, narcisista, egocéntrico, gregario, consumista, consumidor de las mitologías del momento, amoral, carente de memoria, racista, cínico, sexista, misógino, conservador, reaccionario y oportunista” (2011: 182).
La topografía del insumiso atraviesa los discursos y las adhesiones comunes, como las consignas de la tribu, la religión y las mitologías del momento. Y, al llevar a cabo tal empresa, no solo se desgasta tras el intento solitario, sino que además logra cambios en su figura asociados a los residuos que se adhieren a él, residuos materiales y simbólicos que deslindan en colectividades asociadas a su imagen primigenia. Puesto que más que jirones de ropas y collages de basura, el clochard se deja poseer por ideas parasitarias que acoge con extraordinaria solemnidad.
En el caso de Fernando Vallejo, el desacralizador por antonomasia, algunos pasajes de sus relatos revelan que la topografía del insumiso es posible y que los lindes que recorre un sujeto de estas características, rompen con los estereotipos circunstanciales de una época:
“Pero de bonita no tiene un pelo: tiene papada, céjas e púa, las patas zambas, cual se ve cuando los calzocillos se le resbalan al suelo. Duerme a la antigua, en jubón de camuza, pero no en cama: en la azotea, a la interperie, bajo la cruda luna. Cuanta basura encuentra en la calle la recoge: camas viejas, sillones podridos, jarras desportilladas” (Vallejo, 2016b: 55).
Se trata de la visibilización de la disidencia a partir de cuerpos simbólicos que atraen los objetos residuales. Las prácticas hegemónicas del saber eluden los posicionamientos críticos que no se acoplan a sus discursos y, de acuerdo a tal deslizamiento, se procura conservar el orden social vigente. De acuerdo con Onfray:
“Diseminadas por doquier en el campo social, estas fuerzas que absorben la vida y la energía como agujeros negros, aportan a los poderes de turno ocasiones para fabricar nudos, puntos de endurecimiento sobre los cuales echar anclas y tender mallas y redes más envolventes. El paso de la antigua sociedad disciplinaria, que diagnostica Deleuze, supone la exacerbación, la proliferación y la expansión de microfascismos” (2011: 188).
4. Conclusiones
Las narrativas de Gutiérrez y Vallejo permiten el deslizamiento de subjetividades nómades que visibilizan la disidencia, transmutan los encuentros y capturan ideas parasitarias desechadas por el Leviatán social. Si el carroñero es el clochard que transita el Leviatán soviético, el Darío de Fernando Vallejo es el clochard que convive con la muerte. Los trayectos oblicuos y elípticos que los personajes trazan dentro de las ciudades vigiladas son efectivos por cuanto refractan desde el interior la luz del bien.
El vínculo que se suscita entre la transgresión -con sus niveles sagrados (Vallejo) y profanos (Gutiérrez)- y la política del nómade, presentes en las narrativas de estos dos escritores latinoamericanos contemporáneos, radica en la visibilización de la singularidad del sujeto dentro de entornos de hiper-disciplinamiento. Así, el espacio literario resulta ser una proyección de las resistencias politicas y ontológicas a las que se ve enfrentado el sujeto nómade y transgresivo. Esa singularidad, odiada por los prosélitos del bien común y del buen sentido, repugnada por los amantes de la colectividad y la autocomplacencia, esa criatura monstruosa que escapa de la especie normal y homogénea, denuncia su derecho a existir al interior de la cartografía simbólica; derrama exuberancia vital y visibiliza el nihilismo de lo mismo.
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Notas