Dossier

Arrebato. La revancha de las imágenes

Arrebato. The revenge of the images

José Aguirre Pombo
University of Minnesota, USA

Arrebato. La revancha de las imágenes

Autoctonía (Santiago), vol. 7, núm. 1, pp. 357-381, 2023

Universidad Bernardo O'Higgins, Centro de Estudios Históricos

Recepción: 30 Octubre 2022

Aprobación: 05 Enero 2023

Resumen: A partir de un análisis de la colisión entre lo tecnológico y lo cultural, este ensayo interpreta la película española Arrebato (Iván Zulueta, 1979) como una reflexión estética sobre la irrupción abrupta de la representación audiovisual (cine, televisión, etc.) al centro de la vida social en el contexto de la Transición española. A la transición política se le superpone una transición estética como resultado de la progresiva convergencia entre el sistema político y el tardocapitalismo. Ante esta novedad, Arrebato transforma en terror la incapacidad cultural de lidiar con un pluriverso icónico que ha liquidado la centralidad de la cultura escrita. Los personajes de Arrebato habitan fascinados una transición estética, un giro icónico, donde las imágenes, a las que antes se les atribuía un carácter simbólico, son ahora autorreferentes. Con esto, Zulueta anticipa, sobre la base material de la imagen analógica, inquietudes estéticas y culturales propias de los sistemas inmateriales de reproducción digital.

Palabras clave: Iván Zulueta, cine contemporáneo, arrebato, transición Española.

Abstract: This essay analyzes the collision between the technological and cultural elements in the Spanish film Arrebato (Iván Zulueta, 1979), to present the film as an aesthetic reflection on the abrupt irruption of audiovisual representation (cinema, television, etc.) to the center of Spanish social life during its Transition to democracy. The political transition is subsumed by an aesthetic transition that results from the progressive convergence between the political system changes and late capitalism. As a result of this novelty, Arrebato transforms into terror the cultural inability to deal with an iconic pluriverse that has liquidated the centrality of written culture. The protagonists of the film are fascinated and involved in an aesthetic transition, an iconic turn, where the images that previously had a symbolic value are now self-referential. On the material basis of the analogic image, Zulueta anticipates the aesthetic and cultural concerns common to immaterial digital reproduction systems.

Keywords: Iván Zulueta, contemporary cinema, arrebato, spanish Transition.

1. Introducción

Este ensayo ve en la película española Arrebato de Iván Zulueta (1979) una metáfora sobre el retorno abrupto del universo audiovisual, al centro de la vida social e individual. Un retorno que convierte en tragedia tecnológica y vital la vieja aspiración de las primeras vanguardias de prolongar la vida a través del arte. La Modernidad, sobre la base conceptual del alfabeto, operó escindiendo al sujeto de lo hablado y al objeto de sus representaciones, quebrando el continuo existente entre los seres y sus imágenes y, de paso, desplazando la visualidad a la periferia de las representaciones. Arrebato, sobre el paisaje desencantado y despolitizado de la Transición española, desbarata este exilio. Con el retorno al centro de la vida, las imágenes, lejos de sanar estas escisiones, cobran su venganza. Se emancipan e imponen sobre individuos y viejas formas de representar. Por eso, Arrebato es la historia de una revancha que trasciende la mera restitución de la imagen. Es la historia de una ocupación, la historia de un horror contemporáneo ante la incapacidad de controlar el pluriverso audiovisual que envuelve a Pedro y José Sirgado, protagonistas del filme.

Los más de cuarenta años que han pasado desde su estreno, muestran cómo Arrebato se anticipó a su realidad mediática y tecnológica, al exhibir una sensibilidad más próxima a nuestro universo contemporáneo, habitado por imágenes digitales capaces de investir identidad junto a las aplicaciones y plataformas que las construyen y distribuyen, que al de la imagen analógica y las formas centralizadas de distribuirla. Junto a ello, Zulueta anticipa un sujeto posthistórico, devorado por las imágenes y la tecnología que lo rodean e incapaz de realizarse política y socialmente en un momento de emergencia e incertidumbre política, como fue la Transición y como lo es nuestro momento.

La primera parte del trabajo contextualiza los procesos estetizantes que, a partir de 1974, irrumpen en España, y se relacionan con Iván Zulueta y la cinematografía nacional. En la segunda, se explica cómo el dominio técnico del tiempo sobre la imagen impone nuevas demandas a la cultura audiovisual posfranquista. En Arrebato, la clave de esta restitución reside en el tiempo y en el dispositivo tecnológico que lo acompaña: el timer. La imagen se experimenta simultáneamente, como una oportunidad vital y un riesgo tecnológico, pero el tiempo es el elemento central de la película. Es la materia que integra y explica las ambigüedades y aperturas de la imagen y, a la vez, liga el destino de los personajes a la experiencia cinematográfica de su visionado. La última sección analiza cómo la conversión de los personajes en imágenes es un reflejo del deseo de restituir la continuidad con su representación.

2. Breve historia de un arrebato

Críticos y académicos como Teresa M. Vilarós (1998), Carlos Heredero (1989) o Vicente Sánchez-Biosca (1995), han presentado la obra de Zulueta bajo innumerables marcas para explicar su presencia, inaudita, en la historia del cine español. Arrebato se sitúa en la vanguardia de las narrativas, artísticas o filosóficas que, ante la experiencia y efectos de la imagen integrada en la vida, exhiben malestar y desconcierto. Una suerte de nihilismo cultural y tecnológico que inviste de ambigüedad los discursos hedonistas asociados a los placeres de la imagen y el consumo, poniendo en cuestión la capacidad cultural y existencial de lidiar con un espacio violentamente estetizado.

El periplo personal de Zulueta contribuye misterio. Desde pronto, el director donostiarra se refugia en el diseño de carteles y en el consumo de heroína, habitando en un olvido relativo del que es cíclicamente rescatado. En 1999, con motivo del 20 aniversario de la película, el programa televisivo Versión Española recupera y discute la obra de Zulueta. En 2008 la película se exhibe en los cines Alba, la última sala X de Madrid, y se presenta una reedición en DVD que incorpora el cortometraje Leo es pardo y el documental Ivan Z. La muerte del director en 2009 intensifica esta actividad y lanza a Zulueta al plano internacional, situándolo, junto a Pedro Almodóvar, entre los apóstoles culturales del posfranquismo. Así, la escasa producción de Zulueta conecta con nuevas generaciones y, de paso, se somete a la erosión de la relectura y la novedad. Contribuye a esto la nostalgia, la tentadora evocación a la infancia presente en Arrebato, que se confabula con el destino de Zulueta e invita a ver en la película el testamento de una generación sepultada por los compromisos del cine y el desgaste físico de la heroína. Una generación que no pudo sumarse a los éxitos y celebraciones que recabaron los productos culturales de los años ochenta.

Narrativamente, Arrebato resuelve en pocos pasos una historia construida sobre las obsesiones y dependencias de dos personajes. Su protagonista, José Sirgado (Eusebio Poncela), un director de cine de serie B, concluye, entre insatisfecho y apático, el montaje de su segunda película de vampiros. Al regresar a casa recibe la inesperada visita de su antigua pareja, Ana (Cecilia Roth), y un paquete enviado por Pedro (Will More), que contiene grabaciones en Super-8 y casetes de audio. El relato grabado en los casetes por Pedro, un extraño y pueril individuo obsesionado con el universo de las imágenes y la infancia, nos pone en los antecedentes que conducen al trágico final de José.

A través de la elipsis y el flashback, la voz de Pedro hilvana un relato fragmentado. Pedro nos informa de su interés por las imágenes, por los juguetes de la infancia, los libros de cromos, pero sobre todo, de su preocupación por el tiempo cinematográfico. Preocupación que se expresa en la pausa: “la pausa es el talón de Aquiles. Un punto de fuga, la única oportunidad”. La pausa es la llave para la gnosis, es el momento del arrebato, de la fascinación ante el cine, donde el sentido del espacio y el tiempo quedan suspendidos y el cuerpo cede al peso de la melancolía que acompaña a toda imagen. Por eso recurre a José, por su incapacidad de abordar técnicamente el tiempo cinematográfico, de controlar la pausa. José responde regalándole un timer que le permita dominar la filmación, controlar el tiempo. De la mano del timer, Pedro inicia un viaje a través de las imágenes que le lleva a documentar todo y a vivir a través de su cámara; ese arrebato que solo las drogas y el cine pueden procurar.

Pero esta energía y capacidad de asombro frente a la imagen, termina desgastándose. El pánico de Pedro a envejecer confirma su temor. Conforme se distancia de la infancia va dejando de ser arrebatado. El impulso de la heroína es insuficiente para el arrebato. Ejercitándose en el acto exhibicionista de ofrecer su cuerpo al objetivo de la cámara descubre, tras filmarse durmiendo, que algo sucede. En mitad del sueño la grabación se interrumpe y en su lugar aparecen fotogramas velados en rojo. Cada día que avanza, el número de fotogramas velados aumenta y su cuerpo comienza a sufrir un desgaste análogo, lo que alimenta la sospecha de que el tomavistas lo vampiriza y que velando la grabación, oculta lo que sucede.

Así comprende que su vida terminará en el momento en que los fotogramas velados devoren toda la grabación. Este descubrimiento le impulsa a compartir con José sus sospechas y grabaciones. Obsesionado por el destino de Pedro, José Sirgado decide recuperar la última grabación, aquella que Pedro no ha podido enviar. Tras revelar el carrete, el último carrete, José descubre que solo sobrevive al rojo un fotograma. Al detener la proyección en ese fotograma, descubre a Pedro atrapado en “la pausa”, quien con la mirada lo invita a someterse a la voluntad de su tomavistas y correr la misma suerte, en una clara referencia a la secuencia inicial de la película, donde una vampira de la película de terror que acaba de montar observa directamente a la cámara. Ahora José, tentado por la presencia de la cámara, invierte los roles y cubre sus ojos para convertirse en lo observado, en el objeto de la cámara. José sucumbe a la mirada, a ser vampirizado por la cámara de Pedro. Oímos los sonidos del temporizador y un fusilamiento transporta de nuevo a José a la pausa, al arrebato que hace años no experimentaba.

Teresa M. Vilarós, en su estudio sobre la cultura de la Transición, define el filme como “una experiencia” acerca de “la experiencia cinematográfica”, “la experiencia sexual”, “la experiencia de la heroína”; y, sobre todo, “una experiencia cultural de un estado de cosas político sobre la experiencia cultural de ese estado de cosas” (Vilarós, 1998: 299). Arrebato es estas cosas y las contrarias a la vez. Es homenaje y pánico hacia el cine, es una huida, `un punto de fuga´ y una restitución. Es nostalgia por la infancia y sacrificio frente a aquello que la evoca. Cine, memoria, sexo, televisión, drogas y juguetes. Zulueta violenta toda jerarquía y arroja estos elementos sobre el espectador. Progresivamente, los cuerpos se funden con las filmaciones, dejan de poseerse a sí mismos, para transitar al lado de las imágenes, de los objetos y los recuerdos.

El grado de afección e intimidad de las imágenes integra este desorden. Para Vicente Sánchez-Biosca (1995), la novedad está en desplazar el terror hacia lo cotidiano, en reimplantar lo siniestro en el corazón de la tecnología, en la polaroid, en el cine, en los anuncios de televisión. Lo siniestro ya no habita lo extraño, sino la imagen, aquello que mejor expresa la identidad contemporánea. Ahora la imagen satura un espacio que es medio y destino ineludible de las experiencias de Pedro y José. Para mostrarlo, Zulueta elige el camino de la ruptura de la unidad que Pedro y José representan en sus distintas concepciones sobre el cine y la vida. Así, Arrebato se inserta en una narrativa solipsista propia de los géneros del terror y de la ciencia ficción, con ejemplos próximos como Posesión de Andrzej Zulawsky o Persona de Ingmar Bergman.

Aquí reside su carácter protocolar, es una aproximación intuitiva y visceral a la imagen y las implicaciones de su desterritorialización. Ante la inminente dictadura del dispositivo tecnológico integrado a la vida, la reflexión de Zulueta no fue la única. Apenas un año más tarde, Bertrand Tavernier medirá las distancias entre la televisión y la sociedad en La muerte en directo y, en 1983, David Cronenberg con Videodrome, explorará las imbricaciones entre la vida biológica y un objeto presente en todos los hogares, el vídeo doméstico. Pero Arrebato no organiza la experiencia de la imagen, vive en el asombro ante su irrupción. Por eso el desarreglo vital es síntoma de un universo abruptamente convertido en pura iconicidad: en él convergen los fenómenos estetizantes y el aparato tecnológico que lo intensifica. Ahora son el cine y la imagen los agentes que fundan la identidad, precipitándonos hacia un riesgo cultural y tecnológico. Un doble riesgo que, volcado en el nihilismo que ensucia la película, es un correlato tecnológico al desencanto político que acompaña la Transición política española. La ciencia ficción, la filosofía o la sociología de la ciencia, habilitan espacios que encaran en simultáneo estos procesos estetizantes, los riesgos asociados a la tecnología y la desmovilización política que impregnó el periodo de la Transición. A través de ellos, Arrebato puede leerse como la revancha que los sistemas de representación audiovisual se cobran sobre otras formas de ser y representar la vida. Un desquite que extrae su ventaja de la desvalorización social y la crisis cultural que siguen a la muerte del general Franco.

3. El giro icónico de la cultura española

Aunque personal, la propuesta de Zulueta tiene un pie en las inquietudes de una generación marcada por la Transición y la transformación cultural que vive España tras 1975. Este contexto conecta el clima emocional del país con la orientación de la industria cinematográfica y la atmósfera estetizante de la película. Durante la década anterior a su estreno, el camino abierto por la ley de prensa de 1966 alivió el rigor moral y político de la censura previa. La nueva legislación, que operaba desde 1964, polariza la producción cinematográfica. Autores acomodaticios, como Pedro Lazaga o Mariano Ozores, se enfrentan a nuevos directores formados fuera y atentos a corrientes como la Nouvelle Vague o el Free Cinema. Con ánimo crítico, estos directores reflotan y exhiben en su cine las estructuras sociales del tardofranquismo. Además, recuperan una tradición interrumpida por la Dictadura, la que encarna Luis Buñuel. Gente como Gonzalo Suárez, Manuel Summers, Basilio Martín Patino o Carlos Saura, ruedan algunos hitos del Nuevo cine español como Acteón, El juego de la Oca, Nueve cartas a Berta o La caza.

Precisamente, en 1964, Zulueta comienza a filmar con cámara Super-8 y otros formatos subestándares, para más adelante formarse en la Escuela Oficial de Cine (EOC). Aquí, bajo el magisterio de José Luis Borau, comparte estudios con Pilar Miró, Jaime Chávarri o José Luis García Sánchez. Pero la convergencia cinematográfica con Europa no fue lineal. Los sucesos de Vitoria y la Ley Orgánica del Estado de 1967, paralizan los contenidos sociopolíticos a favor de obras más experimentales dirigidas, entre otros, por Pere Portabella, Ricardo Bofill o Jacinto Esteva. En general y en lo que queda de Dictadura, la producción fílmica oscilará entre la militancia política o la innovación formal según la intensidad de la censura. No obstante, tras el Proceso de Burgos en 1970, que quiebra la cohesión sociológica del franquismo, el cine como industria gana independencia, reforzando y distanciando estas dos vías: la experimental y la sociopolítica.

Ya metidos en los setenta, Carlos Heredero enfatiza la automarginación de una mayoría de directores formados en la EOC junto a Zulueta (1998: 85). Una automarginación que responde a razones éticas y estéticas debido al anquilosamiento del cine, como a los impedimentos burocráticos y sindicales para acceder a la profesión. De hecho, debido a estas trabas, la primera película de Zulueta, Un, dos, tres, al escondite inglés, tuvo que ser firmada por José Luis Borau. Pero es la disidencia estética la que realmente condiciona a Zulueta. Una disidencia que se cimentó en la decepción frente a los resultados del “Nuevo Cine Español”, atascado en la representación naturalista. El contacto directo de Zulueta con propuestas rupturistas llegadas de Estados Unidos y Europa exacerba el desencanto. Además, los jóvenes cineastas nacionales chocan con la falta de apoyo de una industria orientada más a la rentabilidad que a la innovación o la calidad. Prestigiosos directores, como Víctor Erice, postergan indefinidamente sus proyectos hasta nuevas oportunidades. El propio Zulueta ve pasar más de 10 años entre su primer filme comercial y Arrebato, un tiempo que aprovecha trabajando en televisión y rodando cortometrajes en formatos subestándar. Pese a la idea general que sitúa a Arrebato del lado del cine experimental, Zulueta siempre afirmó su voluntad comercial. De hecho, Arrebato cohesiona e integra estética y narrativamente en un producto comercial su obra experimental. No obstante, para Jaime Chávarri, la película es el testamento donde Zulueta se vacía para destapar, no solo los límites formales y materiales que la industria le impuso, también su concepción del cine y la vida (Mora, 1998).

Que Arrrebato se estrene en 1979, se desarrolle en Madrid, tenga entre sus participantes a algunos de los actores y productores más influyentes en el posterior desarrollo de la cinematografía y cultura española, indica una primera dificultad: afrontar un momento histórico y un cambio cultural intensamente imbricados, institucionalizados y filtrados por la memoria periodística y política de la Transición. Por eso su discurrir real no siempre coincide con la memoria legada del cuerpo político e institucional. Esta parte del relato, que supone encarar los aspectos contextuales de Arrebato, es encarar el relato hegemónico de los procesos políticos y culturales asociados a la Transición, intensamente viciados por la memoria de los cronistas oficiales de la llamada “Movida” madrileña.

Para Vilarós, la Transición puede ser vista como “el momento en que España definitivamente se incorpora al circuito del mercado tardocapitalista” (1998:229). Esto significó un cambio fundamental en la esfera del trabajo a través de la conversión de la cultura en industria, en capitalismo cultural. El giro afectará directamente al campo de las prácticas artísticas. El trabajo transita de la actividad material a la producción y gestión de contenidos. El resultado fue que, en su último estado, las ‘tradicionales’ industrias de la cultura, ahora incorporando la televisión, entran en colisión con la producción económica. La separación funcional e histórica entre la producción de riqueza y el trabajo simbólico, desaparece. El sistema económico se apropia de una de las principales funciones de la tradición, la capacidad de investir identidad. En este estado, la publicidad se servirá de la crisis de los viejos productores de identidad para convertirse en el sistema legitimador de identidades, que hará de estas industrias culturales nuevas “industrias de la subjetividad”, puesto que su rendimiento mayor se produce precisamente en los términos de “investir identidad”. Para el crítico de arte, José Luis Brea, con su emergencia y consolidación, la colisión funcional de las esferas de la economía y la cultura es ya un hecho insoslayable (2008:15).

No es un fenómeno nuevo, la novedad radica en la crudeza con que afecta a la España de la Transición y que se expresa en la aparición de múltiples agentes atentos a la recaptación de estilos dominantes, con especial predilección por las culturas juveniles arremolinadas en torno a las tendencias musicales, magazines, programas de radio, etc. Una efervescencia acompañada de una progresiva banalización y mercantilización, acorde con las demandas de la industria del espectáculo. El resultado fue un espacio estetizado, cargado de imágenes autorreferenciales y que, en la esfera de lo político, tuvo su correlato en el “pasotismo”. Para Vilarós (1998), con la muerte de Franco y el proceso de transición política se inicia una reescritura del pasado reciente español. Los poderes institucionales fuerzan la convergencia y generan un clima pactista que desincentiva la aparición de nuevos actores políticos. A mayores, la quiebra de las instituciones tradicionales encargadas de investir y reproducir socialmente la identidad, unida a la crisis económica, crea y consolida una desafección política que fragua en el llamado ‘pasotismo’.

Son los años del desencanto. Con la muerte de Franco también muere la inercia emancipadora que se había fraguado como mera oposición a la Dictadura. Tras Franco, lo que queda es una ausencia, el ‘mono’ de lo que pudo haber sido y la incapacidad política de los agentes fundados como puro antagonismo al franquismo. Se produce entonces, un desfondamiento, una desvalorización, que explica cómo los productos culturales de la Transición se expresan a través de la banalización o el vacío. Progresivamente, el rol sociopolítico se devalúa y las expectativas transformadoras que albergaba el underground, la contracultura o la agenda recuperada de la vanguardia, terminan asimilándose a productos domesticados e institucionalizados, transmitidos por televisión y convenientemente patrocinados por ayuntamientos y marcas comerciales. Para negociar con esta ausencia surgen, según Vilarós (1998), dos tipos de narrativa cultural. La nueva España democrática alimenta relatos sofisticados y comercialmente exportables, que omiten cualquier particularismo o reflejo de la inmediata violencia del pasado. Arrebato cae del otro lado, del lado de narrativas fronterizas y secundarias en cuyos bordes se entrevé la huella de un pasado que revela la “permanencia de la masacre como subtexto” (Vilarós, 1998: 233). Pero es también un relato sobre la imagen y el cine en un país profunda y repentinamente hollado por los procesos estetizantes que resultan de la convergencia entre el capitalismo cultural y la devaluación del significado que acompaña a la Transición.

4. El tiempo cinematográfico: la imagen como riesgo

En Arrebato, Pedro y José se reparten roles y perspectivas acerca del cine en línea con la dinámica y discurso de la película, coherente y muy del gusto de los géneros fantásticos y de terror, afectos al tema del doble y la identidad. Si Pedro representa la industria, José tiene la llave de la espontaneidad, es el camarógrafo amateur, el niño que juega y explora con su Super-8 y asiste arrebatado al espectáculo de las primeras imágenes, para inmediatamente ceder su cuerpo e intimidad al ejercicio contemporáneo de la exhibición. De ahí su fascinación por los juguetes, los libros de cromos, las fotografías, los muñecos etc., por todo el universo cuyo trasfondo semiótico ha sido trasvalorado en la melancolía por la imagen, por las experiencias puras del cine y de la fotografía.

En José, que ejerce un dominio técnico sobre la imagen y el tiempo cinematográfico, el cinismo y la industria han desgastado toda ilusión frente al cine. El único modo de escapar al tedio y la angustia lo encuentra en la heroína. La heroína, además de ser un elemento pleno en significados políticos y culturales, es el otro gran recurso técnico de la dinámica escapista. Mediante las grabaciones que recibe José, Pedro establece un discurso sin respuesta que rebasa la mutua fascinación: marca el tiempo interno y externo de la película. Esto multiplica los efectos trágicos de la película. El espectador intuye que José y la película comparten un mismo tiempo y que José, en esta renovada búsqueda por el arrebato, lo está agotando. El tiempo es, de hecho, el elemento clave, la materia que vincula los personajes con su destino en la imagen.

La identificación de los personajes con Zulueta es obvia y engarza directamente con elementos de su biografía. Por diferentes razones, la producción posterior de Zulueta es casi inexistente y no ofrece apenas pistas que puedan servirnos. Por eso lo que interesa en Arrebato no es la obra posterior del autor, sino las experiencias formativas y artísticas anteriores, que enlazan directamente con los personajes de José y Pedro. Jaime Chávarri (Mora, 1998) señala que Zulueta mostraba un desinterés absoluto por lo estrictamente literario y falta de tono con los cambios sociopolíticos del país. Aunque en su apartamento contaba con una de las mejores colecciones dedicada al universo audiovisual en España, permanecía indiferente e ignorante respecto a la cultura escrita. Zulueta fue pobre en lecturas, en cambio, prolijo en la experimentación y visionado activo, a lo que hay que añadir su experiencia en la industria televisiva (Mora, 1998).

Hasta ahora, la cultura vivida por Zulueta y su generación venía de estar organizada a través de un solo emisor, televisivo o radiofónico, que acomodaba sus productos a los moldes de una moral pública pacata y formalmente constreñida. Sánchez-Biosca (1995) apunta a la presencia permanente de la televisión en Arrebato. Directa o indirectamente, presenta a los personajes: José reconoce a Pedro a través de su reflejo en un televisor y los anuncios televisivos serán el fondo natural de la narración. Aunque José afirma su desinterés, la televisión no deja de acompañarlo. Para Derick De Kerkovhe (1998), la televisión favorece el lenguaje conversacional de la mente asociativa: frente a la estrategia cinematográfica del montaje, en la televisión las imágenes se suceden unas a otras con el único fin de favorecer la simulación sensorial; así experimenta José su primer arrebato sin el uso de la heroína. Según De Kerkovhe (1998) la televisión habla al cuerpo y no a la mente ya que lo característico de su lenguaje es su autorreferencialidad, normalizando la imagen en un proceso que horizontaliza el contenido y reduce cualitativamente la información a entretenimiento. Esta homogeneización es estimulada por un único emisor central, que hasta los ochenta será el gubernamental. Zulueta proviene de trabajar en esta, una televisión pública afecta a lo visual y a una imaginería epidérmica, cronista feliz de la concordia y bienestar que alcanzó el país durante el desarrollismo. Un, dos, tres, al escondite inglés, primera película de Zulueta, refleja esta labor televisiva que, en buena medida, controlará el relato del proceso político y social de la Transición.

Para 1979, la televisión ya había implantado en España las estrategias básicas de la imagen contemporánea y Zulueta conocía la forma estetizada de acceder a la cultura que preconizaba el Pop. Antes de ingresar en la EOC, a través de un curso de pintura en la Arts Studenst League, Zulueta entra en contacto con las obras de Jasper Jons, Andy Warhol o Roy Lichtenstain y con formas de expresión contemporáneas como el happening o el assemblage. Vive y comprende una sociedad que ha normalizado la imagen y suprimido la esfera de valor que aislaba la Alta Cultura de las formas devaluadas del entretenimiento. Una forma de vivir la imagen que no percibe riesgos ante el consumo y que se recrea con el gusto de lo mediático. De algún modo, esto integra en Zulueta la tensión aparente del par José-Pedro. La gran tarea artística de Pedro será promover un acceso privilegiado a lo cotidiano, a los productos de la sociedad de consumo que rodean las vidas de la gente, suprimiendo cualquier tipo de cautela moral o política. Como en el Pop, estos fenómenos estetizantes descansan en la autorreferencialidad de la imagen, en la capacidad de seducción propiciada por un lenguaje publicitario que ha asumido las formas de la vanguardia, el montaje, el collage o la asociación, al tiempo que ha desactivado su programa político. El medio social se hipericoniza y genera un nuevo paisaje estético, una segunda naturaleza habitada por múltiples audiencias y gustos, que Susan Sontag (1984), aplicado al estilo Camp, caracteriza como una forma urbana de bucolismo (306).

En este bucolismo habita la nostalgia de los personajes de Arrebato: La nostalgia de Pedro por los exóticos cromos de las minas del rey Salomón y su obsesión por convertir en extraordinario lo ordinario con el recurso de un tomavistas y un temporizador. El timer, el temporizador, permite reorientar las pautas de la naturaleza: acelerarla o decelerarla. Es, además, un índice sobre lo cotidiano, lo señala, lo restituye o lo niega. Históricamente, posibilitó manipular los tiempos sin recurrir a tareas de postproducción. Así, el cine documental pudo contener en grabaciones breves procesos con un largo desarrollo en la naturaleza. Más allá del montaje, el cine experimental recoge este uso y lo aplica al campo de lo lírico, modulando las pautas y velocidades de la filmación. Zulueta, como Pedro, hizo un uso exhaustivo de este dispositivo hasta el punto de que alguna de los insertos grabados por Pedro son cortometrajes rodados por Zulueta. Es, precisamente, lo que permite a Pedro filmar su sueño, un ejercicio análogo a los realizados por Warhol y en los que el propio Zulueta se recreó (Heredero, 1989: 136). El timer es tanto un dispositivo técnico como un instrumento cuasi mágico que otorga a Pedro la capacidad de controlar la grabación y la vida. Expresa de forma encarnada la visión de Herbert Marcuse sobre la técnica como una “violación constructiva de la Naturaleza” (Marcuse, 1983: 90). Por eso en el corazón tecnológico de Arrebato reside el timer, es el cine entendido como una forma de operar sobre la naturaleza a través de la conquista técnica del tiempo, de la pausa.

El timer es, además, el punto donde entronca el proceso estetizante de la Transición con la trama tecnológica de este relato. Es el signo de un nuevo tiempo histórico que conjuga en el mismo plano la pauta temporal y el valor. Para Paul Virilio, la lógica de la modernidad descansa en la automatización de las labores productivas y la necesidad de ahorrar tiempo, lo que propicia el abandono de los viejos espacios históricos marcados por los lentos procesos de la producción artesanal y sus significados, a cambio de conquistar otros nuevos llenos de incertidumbre. Es la lógica de la modernidad, la dromología, la lógica de la carrera. Para poder conquistar un territorio (producción, distribución y comunicación), es necesaria la velocidad, la conquista del tiempo absoluto. La ambivalencia del pensamiento de Walter Benjamin (2003) respecto a la imagen técnica, se inserta en este punto: es pérdida y reapropiación a la vez. Con la pérdida de los tiempos asociados a la producción manual, se pierde la conciencia histórica que ha sedimentado el aura de las imágenes, aquello que vincula los objetos con la autenticidad y sus antiguos compromisos. Esta pérdida tiene una contrapartida positiva, la reapropiación por parte de las masas del mundo de las imágenes que la cultura ilustrada relegó a las élites.

Las esperanzas democratizadoras que alberga Benjamin ceden ante el éxito de la modernidad: la facilidad con la que se impone tecnológicamente esta ubicuidad, este acceso inmediato al futuro ha conseguido que “la historia se vuelva estadística. Ya no está exocentrada, sino egocentrada en el presente perpetuo. Y este nuevo régimen del tiempo astronómico o universal, carece de referencias en cuanto al destino de los hombres” (Virilio, 1998:76). Arrebato ilustra la pérdida del valor de los antiguos significados, el cuerpo es arrancado y ofrecido a múltiples contextos de interpretación y experimentación, un presente perpetuo, una “pausa” que llega hasta el grado último de toda experiencia, la conversión en imagen. A través de la pausa, de la mano del timer, los cuerpos y las imágenes de Pedro y José se desterritorializan: son puro ícono. Cruzan, como Alicia, el espejo, se virtualizan. No tiene sentido construir un contexto o una base de significado para ellos, ya no es necesario legitimarlos porque no se asimilan a ningún espacio. El valor ha sido sustituido por múltiples variables que indistintamente pueden rellenar una fotografía o una película. Suprimir el tiempo es anular el valor y con ello se asume el riesgo de “un tiempo de la inmediatez y la ubicuidad, que se vive «en directo». Un tiempo que hace posible el accidente integral, la catástrofe que tiene un valor sistémico y que como tal, tiene como consecuencia, todas las variables” (Virilio 74). Con la conquista del tiempo, los viejos tiempos históricos desaparecen, el cuerpo y los objetos tecnológicos se insertan en un periodo posthistórico, una pausa que les permite conquistar, simultáneamente, todo el espacio, contaminándose unos de otros.

La modernidad ha muerto bajo el peso de su velocidad y la realidad misma se contamina con el solipsismo de estas experiencias devaluadas, es un mundo reducido a simulacro. Arrebato asume esta estetización del dolor y la catástrofe como riesgo tecnológico y cultural. Un riesgo que traduce al plano de lo vital la preocupación heideggeriana de la pérdida de un mundo por reducción a su imagen técnica. El nihilismo tecnológico de Heidegger se asienta en los olvidos de la técnica. La técnica ha dejado de ser un mero instrumento, es la consecuencia de una deriva histórica que ha culminado en una nueva forma de ser, una forma de ser técnica que penetra durante la primera mitad del siglo XX, en pleno debate en torno al agotamiento del humanismo. Su perspectiva reacciona claramente contra el optimismo decimonónico y todas las ideologías arremolinadas en torno a la representación teleológica del progreso tecnológico.

Para Heidegger (1997), la técnica encuentra un espacio de definición más preciso dentro de su particular historia del ser que dentro de las definiciones dominantes. Las definiciones antropológicas e instrumentales que han venido manejándose no alcanzan a vislumbrar aquello que resulta fundamental, la esencia de la técnica. Todos los elementos que forman parte del sistema económico y productivo son formas de desocultar, de revelar una verdad. Así, la técnica moderna abre una herida en el ser mismo de la naturaleza y la reduce a aquello susceptible de ser convertido en energía, transformado, almacenado y distribuido. Con este modo de proceder sobre la naturaleza, la naturaleza pierde su condición como objeto y se reduce a la de mera utilidad tecnológica. Pero la esencia de este pensamiento técnico-científico no está solo en la violencia sobre la naturaleza, se extiende desde el proceder técnico del hombre sobre la naturaleza al hombre mismo. Siguiendo a Martin Heidegger, el hombre y la naturaleza quedan reducidos a meros objetos de la técnica, “Bestand”, los depósitos o reservorios materiales que la alimentan (1997: 125). En Arrebato, el cine se transforma en un aparato libidinal abstracto que ya no se nutre de la fuerza de trabajo, sino de los excedentes de energía propios de una sociedad opulenta. Mientras las imágenes se liberan y abandonan sus antiguos compromisos, los espectadores y actores se han convertido en un “Bestand”, un fondo de reserva placentero que lubrica un estado de dependencia y sumisión ante lo tecnológico y sus industrias. Las imágenes muestran lo aparente con el semblante y la convicción de lo verdadero, mientras hombres y mujeres aparecen anestesiados, fascinados y dispuestos a sacrificar su cuerpo por las imágenes que la pantalla promete. Es toda una metáfora de la sumisión y alineación tecnológica que discurre paralela a los fenómenos estetizantes del capitalismo cultural.

5. Destrucción y restitución del cuerpo. La Pasión de José Sirgado según Zulueta

De la mano de lo fantástico, desde el relato gótico, Zulueta muestra una sensibilidad referida al cine más próxima a los sistemas actuales postmediáticos de representación que a los contemporáneos al film. Sistemas cuya apertura permite alterar y manipular la imagen a partir de unidades discretas, frente a las limitaciones propias de la imagen analógica y su distribución centralizada. A diferencia del fotograma, de la imagen analógica, que solo admite como estrategias manipulativas el collage, el montaje o el costoso proceso de alterar el conjunto fotograma a fotograma, la imagen digital es constitutivamente antinaturalista. La modularidad de sus bases digitales imposibilita su carácter testamentario, puede falsearse, y al admitir esta manipulación abandona, como señala Virilio, el espacio de la historia. Pero, a pesar de su antinaturalismo, persigue la simulación, la continuidad entre lo representado/recreado y la realidad. Entendida así, la obra pierde toda responsabilidad sobre la historia, tecnológicamente pierde todo compromiso con la realidad. Las viejas metáforas atribuidas a la fotografía y la identidad (“espejo con memoria”, “Notario de la historia”) carecen de sentido (Fontcuberta,1998: 101).

El modo en que en Arrebato las metáforas quiebran la clausura de estos sistemas cerrados, ilustra una disposición hacia la imagen, hacia la apertura de los cuerpos frente al cine y de la imagen hacia el cuerpo que rebasa los límites materiales del celuloide. Es la expresión de una desafección hacia el cuerpo, signo de la crisis generalizada de los viejos productores de identidad que caracteriza el tardocapitalismo y que viene a solaparse con la abrupta estetización de la sociedad española de la Transición. En Arrebato, José y Pedro consiguen infiltrarse en el corazón de un fotograma, pero antes han ido minando su ser a través de un doloroso programa de aniquilación del cuerpo. Con esto, Zulueta rompe toda jerarquía entre los cuerpos y las imágenes, y somete a sus protagonistas a un doble juego de recuperación y destrucción, una dinámica de objetivación (el cuerpo se constituye en imagen) y desobjetivación del cuerpo (la imagen aniquila el cuerpo), que las narrativas de ciencia ficción y las ciberculturas potencian y habitan hoy con naturalidad.

Tomemos el caso de Ana, de cómo Pedro consigue llevarla al arrebato a través de una muñeca rota de Betty Boop. Ana permanece por horas sentada ante la muñeca, fascinada. Este arrebato la contamina y confunde: luego la vemos disfrazada de Betty Boop, bailando y cantando, mientras juega a seducir a José. Yendo un paso más allá, Zulueta la sitúa frente a una pantalla. José Sirgado no contempla a su pareja, sino a la auténtica Betty Boop, en blanco y negro, como en las películas de dibujos animados. El cuerpo de Ana se erotiza y restituye cuando adquiere la identidad de una imagen. Muestra una nueva naturaleza, pura, ajena a interpretaciones o antiguos significados vinculados a Ana. En un medio cultural habitado por el dominio de lo icónico, su cuerpo cede frente a las imágenes, adquiere un carácter innovador, adaptable y versátil, que lejos de resentirse por su naturaleza fronteriza, ha convertido a la vieja Ana en obsoleta. Estas dinámicas establecen unas identidades fronterizas entre los personajes y sus objetos, escisiones vividas como pérdida y dolor, que empujan hacia la contaminación. Pero el riesgo de ir más allá tiene como resultado la disolución. Es la salida de Pedro atrapado en un fotograma, como Peter Pan en el País de Nunca Jamás. O el camino que recorre José, una pasión que culmina con su fusilamiento por una cámara.

Para explicar la fragmentación de la identidad que habita en las narrativas de terror y la ciencia ficción, Scott Bukatman (1994) recurre al pensamiento de George Bataille. Para Bataille el sentido del “yo” moderno tiene su origen en la tradición occidental, que definió al sujeto en unos términos que lo diferenciaban del resto de seres, cada uno de ellos dueño de su propia experiencia subjetiva y, por tanto, diferenciado del resto. El sujeto moderno construyó su identidad dentro de una fina membrana que lo separaba del mundo. Pero, si el espacio interno de su unidad se caracterizó por la continuidad, su relación íntima y continua con el resto de seres se vio interrumpida. Con esta creación del “yo” se condenó al hombre a la nostalgia por la continuidad perdida. Muerte y sexualidad niegan y destruyen nuestro sentido de la identidad, aspiran a la liberación de un yo encadenado a la tiranía de lo individual. El cristianismo recoge este anhelo y promete la inmortalidad a los seres discontinuos a través de la muerte y la resurrección. Si la religión recoge la muerte y la reinterpreta en términos de trascendencia, el Eros procura salvar la discontinuidad a través del simulacro de la sexualidad, que promete restituir la continuidad perdida de los amantes. Las narrativas fantásticas y de ciencia ficción suelen recoger tanto este sentido religioso de la muerte como un espacio de tránsito a la trascendencia, como el carácter restitutivo de lo erótico.

En Arrebato, lo erótico y lo tanático se solapan bajo las formas del cine, la imagen y la heroína. José y Pedro, con sus diferencias, conciben estas escisiones entre lo natural y lo artificial como una nostalgia empobrecedora, por eso tratan de aproximarse a una nueva experiencia del cuerpo a través del cine y de las drogas, una experiencia que restituya la continuidad perdida. Las imágenes se abren, son un verbo que circula como el pensamiento en un contexto de libertad que les permite contaminar los cuerpos y abrirlos a una generación no exenta de riesgos. El modo en que se expresan y difunden, técnicamente, permite considerarlas hijas de una imaginación creadora. Así, Pedro y José se convierten en “kibernautas”, en los pilotos de un medio desconocido que intentan controlar y experimentar a través de la apertura. El efecto de las drogas, además de remitirles a un tiempo completamente anterior, ablanda su cuerpo antes de la experiencia del arrebato. José va lentamente vaciándose para adquirir otra identidad. El uso de drogas como tecnologías liberadoras de los procesos de creación y recepción es un clásico de los movimientos contraculturales muy asociado a los relatos y metáforas sobre los viajes iniciáticos. Tiene una clara lectura tecnológica que descansa en la contracultura de los años sesenta, fundamentalmente la psicodelia, cuyo ethos de la experimentación confluyó durante los 70 con la cibercultura. Más que de ampliar el campo de percepciones a través de las drogas, se trató de abrir el cuerpo y el sentimiento a lo tecnológico (Molinuevo, 2006: 89). El rol que desempeña la heroína en Arrebato está hermanado con el tecnológico del cine, es también un viaje, una experiencia onírica transracional análoga al cine experimental: formalmente asociativa y narrativamente inconexa. Pero, para Sánchez-Biosca (1995), su presencia quiebra las metáforas de la película. Es el punto de fuga real, el arrebato en términos materiales, no reductible a experiencias edificantes asociadas al consumo de drogas como vehículos para el conocimiento o la superación. Es una salida con peaje, un sufrimiento y placer que liga claramente la experiencia del cuerpo a la necesidad física de que este trascienda (Sánchez-Biosca, 1995: 81).

La heroína abre y rompe el cuerpo a la vez. Este sentido de la corporalidad, análogo al que reivindica Bataille (Bukatman, 1994), puesto del lado de lo tecnológico, emparenta Arrebato con muchas de las fórmulas genéricas de las corrientes estéticas y del pensamiento próximo a la tecnocultura. Estas corrientes van desde la reivindicación del cuerpo y su intimidad con la tecnología, a la declaración de su obsolescencia y muerte tecnológica. La multiplicación de cuerpos, imágenes y objetos, convierte la exploración de la identidad en una prioridad artística y filosófica. No es de extrañar que desde los 70 los discursos que giran en torno a problemas relativos al cuerpo, al género, la sexualidad, que cuestionan los paradigmas ontológicos tradicionales, se hayan multiplicado. Estas narrativas incorporadas al arte se suelen definir a través de la precariedad, con la construcción de objetos y narrativas ficticias de carácter eminentemente fronterizo. Ambigüedad viene dada por la relación que mantienen entre sí una serie de dualismos heredados de la modernidad (realidad/ficción, real/virtual, original/simulacro) y que la cibercultura aspira a clausurar. Sobre y contra el nihilismo tecnológico de Heidegger, se construye un nihilismo activo que propugna la superación de las ontologías tradicionales y que va a hacer de ese espacio en que confluyen el arte, la tecnología y el cuerpo un territorio natural. Con el concepto científico de “Velocidad de escape”, Mark Derry (1998) se refiere a esta situación de construcción y escenificación de nuevas identidades. Un concepto muy utilizado por la cibercultura, que expresa el impulso necesario que requiere un cuerpo para vencer la atracción de otro cuerpo. Es la metáfora que representa la velocidad vertiginosa con la que abandonamos viejas ontologías frente a la propuesta de otras nuevas basadas en la apertura a los sistemas tecnológicos.

Arrebato ilustra el estado germinal de una forma tecnológica de superar el cuerpo. Representa el choque abrupto entre el cuerpo y su imagen. Más allá de la heroína, no existe una tecnología capaz de alojar la conciencia y los significados de esas nuevas identidades que pugnan por escapar del cuerpo. Por eso la muerte, la transformación en mero ícono, parece ineludible. Es una perspectiva violenta y ambigua acerca del par cuerpo/ imagen, del difícil equilibrio entre el deseo y la añoranza por la imagen, y de los riesgos culturales y tecnológicos asumidos cuando los cuerpos se reducen a ser una reserva material (Bestand) de las imágenes y de las industrias asociadas a su producción y distribución. Un riesgo y una pasión que quedan resumidos en la frase de José: “No es a mí a quien le gusta el cine, es al cine al que le gusto yo”

6. Conclusión. La revancha de las imágenes

La indiferencia de Zulueta hacia la cultura escrita, es una ironía funcional al propósito de este trabajo: Arrebato representa la revancha que se cobra el nuevo pluriverso audiovisual sobre los viejos modos de ser y representar. En este sentido, Arrebato exhibe la incapacidad cultural e individual de abordar aquello que la mente alfabética robó a la cultura con su implantación: la imagen. Es la venganza de las imágenes sobre las viejas formas de ser, en un momento histórico caracterizado por la falta de orientación. Con la normalización de los alfabetos, la cultura escrita pasó a convertirse en el vehículo preferente de un discurso racional y estructurado. Los modos de producción audiovisual, incapaces de ser ocupados por el alfabeto, terminan desplazándose “al establecerse implícita y explícitamente una jerarquía social entre la cultura alfabetizada y la expresión audiovisual, el precio pagado por la fundación de la práctica humana en el discurso escrito fue relegar el mundo de sonidos e imágenes a los bastidores de las artes” (Castells, 1997: 360).

Este sacrificio no solo relega la imagen al segundo plano de las representaciones, la despoja del rol cognitivo y cultural que históricamente había tenido. De mano de la tecnología, el siglo XIX inicia una recuperación de los espacios que la cultura escrita robó a la representación audiovisual. Desarrollos como el daguerrotipo, el cine, las máquinas de cálculo o los modernos sistemas de comunicación e intercambio material e inmaterial, son cuerpo de base para un discurso que promete restaurar la antigua funcionalidad de la imagen. Como tecnología conceptual y sustrato de todo discurso racional y, con ello, fundamento de la cultura occidental, el alfabeto operó separando lo hablado del hablante. En Arrebato las imágenes quiebran estas escisiones: el arrebato es una experiencia transracional, fuera del orden de lo lingüístico, que opera restituyendo la continuidad entre las imágenes y la vida, entre los sujetos y sus productos.

La imagen técnica fue un espacio que las vanguardias habitaron plenas en significado, en su promesa de restablecer esta continuidad. Pero la España de la Transición, como resultado de la convergencia entre las transformaciones económicas y los procesos sociopolíticos, dibuja un vacío exuberante. Los personajes de Arrebato habitan un momento de transición estética, viven un auténtico giro icónico donde las imágenes a las que antes habíamos atribuido un carácter simbólico son ahora autoreferentes. Ya no representan nada, son ellas quienes producen la realidad. El último resquicio de los antiguos compromisos con la realidad descansa en la elección del Super-8, en el fotograma: la imagen sobre un soporte material, inalienable, que solo admite el uso del timer en la producción y las herramientas heredadas de la vanguardia (collage, montaje, etc.) para la postproducción. Pero la metáfora de Zulueta quiebra este compromiso, los sujetos mismos quedan atrapados en las bases materiales que sustentan las imágenes. La continuidad entre el arte y la vida se convierte en una tragedia vital, en un riesgo tecnológico. No existe viabilidad semántica para las imágenes ni tampoco un espacio político o cultural para relacionarse con ellas. Esto indica un estado de desorden ante la reaparición de la imagen, carecen de la sedimentación de su uso, de un pensamiento y un sentimiento hollados por la costumbre, por eso Arrebato expresa una inquietud hermanada con la “demanda de una nueva sensibilidad ante aquello que desborda y de lo que todavía no ha sabido hacerse cargo el pensamiento” (Castells, 1997: 360).

La viveza del horror toma cuerpo cuando el espectador descubre que la imagen se ha emancipado, que ha cobrado vida de la mano de algo indecible que observa y registra desde el otro lado del objetivo. ‘Una mirada glacial’, en palabras de Sánchez-Biosca, que ha apresado las vidas de Pedro y José Sirgado. Zulueta aborda este tema a través del descentramiento del sujeto contemporáneo que descubre por medio de la imagen el carácter relativo y fragmentario de la vida y la identidad, y lo narra en los términos de la decadencia física y mental que hasta ahora había abordado el género del terror. Expresa un horror contemporáneo, es el epitafio del cineasta amateur, del que cede todo a la imagen mientras realiza el tránsito que va del cuerpo al fotograma, de filmar a ser filmado.

Referencias citadas

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