Resumen: En el siglo XVIII comenzó un ciclo minero basado en la producción y exportación de minerales procesados en oficinas manufactureras premecánicas en Tarapacá, extremo sur del virreinato del Perú. Las fuerzas productivas regionales se organizaron en una cadena de explotación entre propietarios mineros, representantes del capital comercial y trabajadores subalternos configurando un duradero régimen de producción minera de carácter protoindustrial. El temprano centro directivo de las operaciones mineras fue la quebrada de Tarapacá y el pueblo capital de San Lorenzo. Las contradicciones internas redistribuyeron estas fuerzas productivas gatillando una diáspora desde la precordillera hacia la pampa, donde operaron las oficinas polivalentes de beneficio minero, productoras de plata, salitre y pólvora a partir de 1765. Proponemos este proceso como un antecedente necesario para comprender en perspectiva histórica la acelerada litoralización de Tarapacá en la segunda mitad del siglo XIX e interpretar la minería tarapaqueña como un largo ciclo minero, discutiendo la división artificial de la historia regional en un ciclo de la plata colonial y un ciclo del salitre republicano.
Palabras clave: Minería, protoindustria, litoralización, plata, salitre.
Abstract: The 18th century saw the beginning of a mining cycle based on the production and export of minerals processed in pre-mechanical manufacturing offices in Tarapacá, in the extreme south of the Viceroyalty of Peru. The regional productive forces were organised in a chain of exploitation between mining owners, representatives of commercial capital and subordinate workers, forming a long-lasting mining production regime of a proto-industrial character. The early centre of mining operations was the Tarapacá ravine and the capital town of San Lorenzo. Internal contradictions redistributed these productive forces, triggering a diaspora from the pre-cordillera to the pampa, where the multi-purpose mining offices operated, producing silver, saltpetre and gunpowder from 1765 onwards. We propose this process as a necessary antecedent to understand in historical perspective the accelerated littoralisation of Tarapacá in the second half of the 19th century and to interpret Tarapacá mining as a long mining cycle, discussing the artificial division of regional history into a colonial silver cycle and a republican saltpetre cycle.
Keywords: Mining, proto-industry, littoralisation, silver, saltpetre.
Dosier
Repasiris y azogueros en la quebrada: expansión y declive de los espacios productivos de la protoindustria minera (Tarapacá, 1718-1845)
Repasiris and azogueros in the ravine: expansion and decline of production spaces of the mining proto-industry (Tarapacá, 1718-1845)
Recepción: 12 Abril 2024
Aprobación: 11 Junio 2024
La industrialización minera a partir de la expansión de las oficinas salitreras de máquina a vapor en Tarapacá coincidió con una acelerada y conflictiva litoralización del territorio que culminó con la traslación de la capital política desde el espacio precordillerano hasta el litoral en 1875. El traslado de la capital desde el asiento colonial de San Lorenzo al puerto de Iquique fue motivo de intensos debates yuxtapuestos a la intervención del Gobierno peruano en la producción salitrera a través del fin del libre cateo de terrenos salitreros, el estanco del salitre y la llamada nacionalización de dicha industria entre 1868-1875. Estas medidas impactaron sobre una sociedad heterogénea compuesta por trabajadores subalternos, industriales agentes de casas exportadoras de salitre, productores mineros propietarios de antiguas oficinas de salitreras, remanentes técnico-sociales del periodo colonial. En el presente trabajo proponemos revisar los orígenes históricos de este proceso a partir de una propuesta interpretativa de la historia económico-social de Tarapacá que cuestiona la división artificial de la historia regional en ciclos de la plata y el salitre, apuntando a superar la nitrificación de la historia regional.
El litoral es un espacio geográfico, resultante del contacto interactivo entre la naturaleza y las actividades humanas en ámbitos que comparten la existencia o influencia del mar. Esta franja se entiende en el espacio como una llanura costera en contacto con el mar que constituye la parte terrestre litoral por excelencia y ejerce a su vez influencia sobre amplias tierras continentales vinculadas al espacio litoral. El proceso de litoralización es la convergencia de usos y actividades que explican la concentración de equipamientos e infraestructuras en esta área litoral (Barragán, 2003: 18-24). La litoralización de Tarapacá se consolidó en esta segunda mitad del siglo XIX a partir de una serie de conflictos, incluso armados, que concluyeron en el inevitable predominio de la pujante urbe portuaria de Iquique poblada por comerciantes e industriales exportadores en contraste en detrimento de la excapital colonial cuya primacía defendieron sobretodo los pequeños productores salitreros, propietarios de las oficinas premecánicas conocidas como paradas. Los principales antecedentes de este proceso de litoralización han sido identificados en el progresivo desarrollo comercial del puerto de Iquique, facilitado por una serie de reformas entre 1830-1855, que convirtieron a Iquique en un puerto con amplios privilegios fiscales, facilitando la internación de víveres y medios de trabajo liberados o reducidos en derechos, y esenciales para el negocio de las casas comerciales que abastecían a las faenas salitreras (Donoso, 2005, 2007).
Litoralización, reconfiguración demográfica, urbanización y decadencia de los espacios tradicionales de poder político social constituyen un conjunto de fenómenos atribuidos al desarrollo del capitalismo salitrero en Tarapacá hacia 1870. Sus principales rasgos fueron la modernización técnica, laboral y financiera. Grandes bancos en el centro de Chile y Perú capitalizaron a empresarios de diversas nacionalidades organizados en sociedades anónimas para la construcción de oficinas a máquina, superando los remanentes técnicos-sociales coloniales en la minería salitrera (Bermúdez, 1963: 258). La economía del salitre habría recorrido medio siglo de difícil supervivencia hasta su industrialización basada en innovaciones técnicas entre 1854-1876. La modernización de la producción salitrera sería producto del reemplazo histórico de los antiguos productores locales por los agentes del capitalismo internacional. Estos habrían invadido desde el centro la periferia surperuana provocando con esta invasión la sucesión histórica, desplazando del poder político, económico y cultural a los antiguos productores mineros preindustriales. El proceso habría tenido sus orígenes en el endeudamiento crónico de los productores locales por parte de los agentes del capitalismo internacional hacia 1860 y se habría consolidado en la década de 1870, facilitado por las políticas fiscales sobre el nitrato tarapaqueño (González y González, 2023).
Este proceso encerrado en la segunda mitad del siglo XIX habría dado por resultado la litoralización definitiva de Tarapacá en medio del llamado conflicto entre tarapaqueños e iquiqueños por el control del poder político-social en la provincia. Según Ivonne Cortés, el conflicto que estalló entre ambos sectores y los combates por la ocupación del puerto de Iquique en 1867 formó parte de una coyuntura nacional peruana -la rebelión castillista contra Mariano Ignacio Prado-, al mismo que tiempo que representó el conflicto regional entre casas comerciales y productores locales por la retención del poder político en el seno de su comunidad tradicional (2021). Sergio González señala que la transición demográfica desde la precordillera a la pampa y la costa fue un fenómeno notorio a partir de la década de 1860, según padrones extraídos de la prensa local. Este proceso fue la base de los conflictos del bienio 1867-1868 entre los intereses nucleados en torno a la antigua capital y al puerto de Iquique, bases de los mencionados actores sociales que sostenían modos de vida, concepciones de mundo e intereses crecientemente antagónicos a partir del legado cultural, espiritual y técnico-social colonial esgrimido por los productores mineros tarapaqueños.
Respecto de la economía y la sociedad colonial en Tarapacá, se han esbozados algunos conceptos generales. Por ejemplo, Villalobos indicó que en Tarapacá: «se reprodujeron, como en miniatura, todos los rasgos del sistema económico y social del sistema colonial hispanoamericano» (1979: 9). Jorge Hidalgo y Soledad González señalan que la minería de la plata fue una forma de acumulación que permitía adquirir conjuntos de bienes de prestigio, de consumo, culturales, etc. a la vez que comprar el poder político regional (2019: 11-12). Carlos Donoso propone una prolongada transición salitrera desde el periodo colonial a partir de oficinas de paradas definidas como protoindustrias que se caracterizaron por ser unidades aisladas, con escaso nivel de especialización y con una incidencia marginal sobre el valor-mercado de su producto. Este modelo se mantuvo hasta los cambios estructurales que supuso la implementación de métodos y estructuras del capitalismo moderno como el transporte ferroviario y la formalización de instrumentos crediticios (2018). Por otra parte, Luis Castro planteó la necesidad de diversificar a los sujetos de análisis y desalitrizar la historia regional, a partir de un marco de análisis que supere un periodo particular o una actividad específica (2010: 20).
Recogiendo aportes presentes en los autores referidos, creemos posible ampliar la comprensión de la historia económica-social de Tarapacá a partir de un marco temporal extendido, el cual debe plantearse superando la limitación que impone la nitrificación de la historia regional (González, 2021). El binomio historia regional-salitre ha sido matriz de notables aportes, pero también ha limitado la posibilidad de articular etapas históricas y actores económico-sociales, obstaculizando la posibilidad de una comprensión más amplia de la historia regional.
Proponemos la existencia de un régimen protoindustrial minero de origen colonial que fue el eje articulador de una formación social heterogénea en transición al capitalismo en Tarapacá. El régimen tarapaqueño de protoindustrialización minera fue, por su matriz histórica, un modo de producción colonial el cual surgió a partir de la colonización europea, pero mantuvo vigencia tras las independencias y parte del siglo XIX (Cardoso, 1973: 143). El rasgo determinante que definió este modo de producción fue la disociación orgánica del capital. Productores dueños de capital constante expresado en rudimentarios medios de producción pero sin dinero ni insumos de trabajo, por una parte. Por la otra, comerciantes dueños del capital variable, medios de vida y trabajo, pero sin medios de producción. Los segundos explotaron a los primeros y estos a la heterogénea fuerza de trabajo. La presión del comercio habilitador mantuvo en la pobreza global y estructural a los productores, confinándolos a la tecnología premecánica y su sistema de relaciones sociales arcaicas. El excedente generado por este régimen productivo circulaba hacia fuera de la provincia, contribuyendo a las paupérrimas condiciones generales de producción y de reproducción de la fuerza de trabajo, invariables desde el siglo XVIII hasta avanzado el siglo XIX. Este régimen productivo nació a inicios del siglo XVIII a partir del redescubrimiento de Huantajaya y declinó en la medida que se expandió la industrialización de la pampa salitrera y desaparecieron progresivamente las oficinas premecánicas en la segunda mitad del siglo XIX.
Una protoindustria es una unidad productiva manufacturera premecánica que ocupa cierta cantidad de trabajadores que cooperan mediante la división del trabajo. La manufactura supone la concentración de oficios manuales cuyo producto se realiza como mercancía en un mercado externo a la región. La protoindustria puede preparar la fuerza de trabajo para la futura eventual industrialización, desarrollar capitales, capacitar fuerza de trabajo y fomentar un primer crecimiento demográfico necesario para conformar inicialmente un mercado de trabajo (Mendels, 1972; Heller, 2011: 181-184). Maurice Dobb, por otra parte, destacó que «el periodo manufacturero simplifica, perfecciona y multiplica los elementos de trabajo, adaptándolo a las funciones especiales y exclusivas de los operarios parciales. Con esto, la manufactura crea una de las condiciones materiales para el empleo de maquinaria» (Dobb, 1971: 179). La protoindustria puede contener diversas formas de trabajo: familiar, compulsivo, libre y formas intermedias. En América colonial incorpora sistemas de trabajo indígena con técnicas europeas, subsumiendo en su proceso variadas formas de organización (Miño, 1998: 800). Generalmente, una protoindustria está sujeta a un mecanismo de habilitación-capitalización mediante préstamos y adelantos con un tercero a quien se le paga en producción (Kriedte, Medick y Schlumbolhm, 1986; Ogilvie y Cerman, 1996).
El capital comercial controló unidades productivas dispersas bajo su hegemonía, apropiándose del plusvalor producido por el trabajo descentralizado. Esta fue una subordinación formal del trabajo y la producción al capital en un sistema de explotación capitalista. Es un dominio indirecto que no requiere de transformar técnicamente la producción, la cual puede desarrollarse por un periodo histórico bajo formas rudimentarias de manufactura (Banaji, 2011: 273-282). Las protoindustrias de beneficio minero en Tarapacá, las oficinas argentíferas y las paradas salitreras, constituyeron la versión del putting-out system en el desierto del surperuano y los habilitadores articuladores de un verlagsystem que integraba la economía del desierto en la creciente globalidad (Rioja, 2009; Banji, 2020: 85-98).
Los metales preciosos americanos fueron trascendentales en la expansión de ejes geohistóricos que vincularon las diversas regiones del Imperio español con el mundo (Bonialian y Hausberger, 2018). El sistema colonial le confería a la plata una doble función de articulación principal con el exterior y de elemento determinante del proceso productivo del espacio colonial (Assadourian, 1982: 269). Los productos mineros de Tarapacá, plata y salitre, fueron un eslabón de la cadena global de mercancías: «una serie de nodos vinculados a través de los cuales un producto es transformado y transferido a lo largo de una cadena, desde la extracción primaria hasta su consumo final» (Miller y Grenhill, 2020: 120).
Las oficinas de beneficio minero proliferaron por toda la provincia: en la minería de altura, en la quebrada de Tarapacá, en los minerales de la cordillera de la costa y en el litoral iquiqueño. Sin embargo, donde adquirieron mayor trascendencia histórica fue en el desierto que define la depresión intermedia entre ambas cordilleras, llamado frecuentemente Pampa del Tamarugal, a partir de 1765. Este espacio geográfico tiene una serie de particularidades geofísicas, topográficas e hidroclimáticas que configuraron a lo largo de su desarrollo geomorfológico una particular presencia de recursos naturales susceptibles de explotación económica. Primero, la presencia de aguas fósiles que conforman un gran cuerpo freático que la historia geológica distribuyó desigualmente bajo la superficie (Méndez, 2023: 84-93). Asociada a esta particularidad hídrica, la vegetación se distribuye como un bosque que en tiempos pasados cubrió toda la zona en cuestión. Las diversas especies arbóreas se integraron desde tiempos prehispánicos a la vida material de los habitantes del territorio (Castro, 2020: 1-5). Por último, los depósitos de salitre, mineral no-metálico que se presenta generalmente a lo largo de la superficie en costras salinas conformadas por la composición del subsuelo en contacto con las condiciones atmosféricas (Böhlke, Ericksen y Revesz, 1997).
Las primeras oficinas polivalentes de beneficio minero, productoras de plata, salitre y pólvora emergieron en este espacio en las décadas de 1760-1770, sentando las primeras bases de las grandes transformaciones del siglo XIX. En los siguientes apartados como el tradicional centro del poder político, económico y social de la provincia, el pueblo capital de San Lorenzo y los asentamientos adyacentes, declinaron primeramente a partir de las transformaciones productivas internas operadas dentro del espacio del régimen protoindustrial de producción minera a fines del siglo XVIII. Este proceso es el primer antecedente histórico necesario para comprender la litoralización del territorio en el siglo XIX.
Huantajaya fue conocida y explotada en el periodo incaico, lo cual ha quedado parcialmente recogido en crónicas. Hacia 1540 comenzó formalmente el régimen colonial a partir de los primeros encomenderos, entre los que destacó Lucas Martínez Vegazo, quien trabajó las minas mediante la forma primaria de encomienda y personas esclavizadas. La presencia de los primeros encomenderos sentó las tempranas bases del Estado colonial y la administración eclesiástica en Tarapacá (Villalobos, 1979: 21-40; Trellles, 1991; Glave y Díaz, 2019, 2020). Una segunda generación de colonos hispanos se radicó en los oasis y quebradas dedicándose a una modesta agricultura. Las exportación de vinos y aguardiente a Potosí, en pleno auge a lo largo del siglo XVII, fueron el principal sustento de esta pequeña sociedad hacendal (Bermúdez, 1986). Los indígenas costeros como fuerza de trabajo colectiva conformaban una unidad productiva pesquera inserta en el régimen tributario y el sistema de encomienda en constante evolución (Villalobos, 1979: 42-61; Aguilar y Cisternas, 2013).
Los primeros antecedentes respecto del beneficio de minerales en Tarapacá datan del siglo XVI a partir de la llegada del mencionado Lucas Martínez Vegazo. Su testamento da cuenta de la fundición como primer método implementado en Tarapacá, probablemente por la alta ley de las concentraciones de plata de fácil acceso que dieron fama a los minerales tarapaqueños (Trelles, 1993: 303-304). Antonio O’Brien indicó que en Pampa Iluga, nombre que dio a la Pampa del Tamarugal, «ay mucha cantidad de escorias y ruinas de hornos de reverberación en donde fundían los antiguos el metal» (Hidalgo, 2009: 36).
En 1563 fueron descubiertas las minas de mercurio o azogue de Huancavelica. En 1572 llegó a Potosí, virreinato del Perú, Pedro Fernández de Velasco a difundir el método de amalgamación patentado por Bartolomé de Medina en Nueva España hacia 1555. Una alta concentración de plata pura se podía beneficiar por fundición. En caso contrario, minerales de baja-mediana ley beneficiaban empleando mercurio, llamado azogue, según el método de Medina conocido también como método de patio o amalgamación. Primero se molía el mineral para convertirlo en harina, posteriormente se preparaba el cuerpo o torta de mineral molido con cantidades variables de azogue, sal, agua, estaño y otros minerales que actuaban como acelerantes. Un jornalero, el repasiri, repasaba esta mezcla varias veces escobillando con los pies desnudos y la luz solar propiciaba la amalgamación o separación de la plata del resto del material. Posteriormente, Alonso de Barba inventó en Potosí hacia 1609 el método de cazo y cocimiento que empleaba un fondo de cobre sobre un horno para acelerar el proceso de amalgamación. El producto final era una masa de plata denominada piña (Trabulse, 1994: 151-158; Lang, 1999: 666-667; Castillo, 2006: 199-235). Este proceso requería de una interesante división social del trabajo, propia de una manufactura. La Matrícula de Minería de Tarapacá de 1832 resume la división del trabajo: «acendradores, moledores, cernidores, fondeadores, repasiris y relaveros» (AGN, Sección Republicana, P.L. 12-458, f.7), encargados de una serie de tareas.
En la segunda mitad del siglo XVI, trabajaron fugazmente mineros portugueses en Tarapacá (Bustamante, 1955: 638). El análisis de cuerpos momificados de mineros provenientes de Tarapacá en 1975 arrojó una serie de datos asociados al deterioro crónico de la salud, entre ellos, la presencia de mercurio en el organismo. La datación por carbono 14 asignó el siglo XVI a estos individuos (Munizaga et al, 1975: 1282). Es posible que los enigmáticos portugueses hayan trabajado con el método de Medina en Tarapacá, concluyendo esta primera etapa minera sin mayores antecedentes que los señalados. El régimen protoindustrial de producción minera se desarrolló a partir del redescubrimiento de Huantajaya por Domingo Quintina y Juan de Loayza, quien no tuvo mayor éxito en su explotación por carecer de conocimientos mineros (Bustamante, 1955: 648). Los trabajos de Bartolomé de Loayza, hijo de Juan, entre 1718-1727, constituyen el momento inicial de un largo ciclo minero regional. A partir de este momento, el desarrollo del régimen de la protoindustria minera sería el motor de profundos cambios históricos sobre esta sociedad de agricultores, viñateros, pastores y pescadores.
Las oficinas de refinar mineral figuran con diversas denominaciones. La officina, taller en latín, era la denominación que obtenía una mina, fiscal o concesionada a un privado por el emperador, junto con sus edificios, implementos, hornos, ingenios de molienda, etc., bajo la dirección de un técnico especialista (García, 2002: 401, 599). Hacienda fue la primera denominación que recibieron los recintos de beneficio minero en América a partir de la iniciativa de Bartolomé de Medina en Nueva España. La palabra azogue derivó en llamar azoguerías a las oficinas y azogueros a sus dueños. A veces una parte de la oficina se empleaba por costumbre para denominar al conjunto. Es el caso del concepto buitrón o butrón. Un diccionario de 1791 define: «Es un sitio plano y enlozado con piedras en que se colocan las harinas, y se sigue el beneficio de amalgame» (El Mercurio Peruano, 1964 [1791], I: 74-75). La palabra trapiche, voz que designa al dispositivo de molienda, también daba nombre a toda la oficina. En Tarapacá se trató generalmente de guimbaletes compuestos por una piedra base con un centro cóncavo denominada solera, sobre la cual se ubica una segunda piedra, la voladera atravesada por un tronco que era empleado como un balancín para triturar los materiales depositados entre ambas piedras (El Mercurio Peruano, 1964 [1791], I: 87-88).
La primera ubicación de las oficinas de beneficio fue el curso inferior de la quebrada de Tarapacá, donde se localiza la ex capital regional, el pueblo de San Lorenzo y los vecinos asentamientos de Guarasiña y Tilivilca. La quebrada es una hoya hidrográfica conformada por la convergencia de una serie de quebradas menores con origen en Colchane, actual frontera con Bolivia, a 4.050 m.s.n.m. A lo largo y ancho de este sistema se presentan aguas endorreicas en forma de aguadas y ríos que tienen un cauce cambiante a lo largo del año. Finalmente, estas aguas tributan a la capa freática bajo la superficie de la Pampa del Tamarugal (Niemayer, 1980: 63-67). Estas oficinas obedecieron al modelo clásico resumido por Peter Bakewell:
«una amplia plaza cercada por un muro donde había almacenes, establos, una capilla, alojamiento para los amos y los trabajadores, maquinaria para triturar el mineral, tanques o patios pavimentados para amalgamarlo y cisternas para lavarlo. Las refinerías se emplazaban en poblaciones mineras donde se beneficiaban de la concentración de los servicios y suministros como de la mano de obra» (1998: 56).
La distancia desde la quebrada de Tarapacá a los minerales fue un inconveniente compensado con el acceso a recursos esenciales como agua y alimentos, facilitando la concentración de fuerza de trabajo de diversa condición, esclavos, peones y mitayos. Los principales mineros-beneficiadores de la quebrada fueron propietarios de minas y predios agrícolas que abastecían en parte sus labores y proveían de alfalfa al transporte mular. Guarasiña, Tilivilca y San Lorenzo son asentamientos ubicados en el curso inferior de la quebrada, cerca de su conclusión en la Pampa del Tamarugal donde se desarrollaron estas oficinas. La primera oficina detectada en la quebrada fue la de Felipe de Messas, propietario de la mina San Juan en Huantajaya hacia 1729. En dicho año registró una deuda por azogue fiado por la Real Caja de Carangas. Messa ofreció a la caja una hipoteca sobre sus bienes en garantía del pago. Entre estos figuraba «un alfalfar que posee en este asiento de Guarasiña con su vivienda, piedra y trapiche» (AHN, FJI, Caja 150, Expediente 25).
En Tilivilca se formó una importante oficina, propiedad de Joseph Basilio de la Fuente. Fue una amplia unidad productiva compuesta por tierras de cultivo, viviendas, tienda, almacenes y oratorio, además del espacio específicamente destinado al beneficio minero. Predominaron en este espacio formas de trabajo compulsivo como la mita y la esclavitud, además del peonaje por deudas, mecanismo que imitaba reducidamente la dinámica de endeudamiento-habilitación entre productores y subalternos. Respecto de la conformación histórica de estas propiedades, fue relevante la concentración vía herencia de bienes inmuebles habidos por sus antepasados, fundadores de una red familiar articulada en torno a su persona y a su primo-suegro, Bartolomé de Loayza. Ambos detentaron una importante cuota de poder político, social y espiritual en la provincia (Hidalgo y González, 2019: 15-19). Las herencias y la compraventa de propiedades permitieron a Joseph Basilio constituir entre Tilivilca, Guarasiña y San Lorenzo una red protoindustrial conformada por viviendas, tiendas, almacenes, archivos, tambos, corrales y predios de cultivo junto con patios de amalgamación y recintos directamente vinculados con el beneficio. La principal entidad financista de Joseph Basilio fue el Banco de San Carlos de Potosí. En mayo de 1772, Joseph Basilio celebró un acuerdo con dicho banco, no indica si para adelantar dineros, azogues o ambos, y en diciembre del mismo año la deuda estaba saldada (Hidalgo y González, 2019: 132, 136).
Joseph Basilio de la Fuente no escapó de los mecanismos y características generales del particular régimen productivo en el que se desarrollaron sus actividades. La descapitalización, la acumulación de capital atrofiado a partir de una circulación de aquel que opera contra el propietario de los medios de producción es notoria a partir de una serie de indicadores: el deterioro de los medios productivos, las deudas laborales y el balance final de la fortuna del personaje. En teoría, el desgaste de los medios productivos entendidos como capital fijo se transfiere como capital circulante al valor del producto-mercancía y retorna al productor como utilidad, facilitando la reposición de infraestructuras e implementos de trabajo (Marx, Tomo II, 1999: 141-142). En el régimen de la protoindustria minera tarapaqueña, diversos mecanismos impiden este retorno frustrando una eventual reproducción ampliada del capital y condicionando el deterioro estructural de los medios productivos. Tras la muerte de Joseph Basilio en 1774, Tilivilca, cuyo valor original era de cuarenta mil pesos, estaba en estado ruinoso: «por lo inútil de su situación, tan despoblada», se tasó en solo tres mil pesos. El patio de beneficio, las piedras de moler, las habitaciones, incluyendo las tinas de relave y las campanas quebradas fueron calificadas como «desgastadas», «todo inútil» y tasado solo en 710 pesos (Hidalgo y González, 2019: 221-223).
Una importante fuga de capital se registra en dineros y recursos adelantados a peones y arrieros, acreencias que suman cerca de 50.000 pesos (Hidalgo y González, 2019: 25). Un porcentaje no menor de capital se perdía en los precarios sistemas de trabajo. La fuerza de trabajo esclavizada en la oficina de Tilivilca se componía de 39 personas tasadas en 9.359 pesos. En otros puntos de la provincia tenía 21 sujetos esclavizados más valorados en 4.480 pesos (AHN, FJI, Caja 150, Expediente 27, ff.34-36). El capital perdido en deudas impagas equivalía a más del triple de toda la fuerza de trabajo sujeta a esclavitud. Al respecto, en 1772, Joseph Basilio exigió al gobernador la presencia de un indio alcalde entre Tilivilca y Guarasiña para vigilar la disciplina del peonaje:
«todos los días a la gente que asisten a las moliendas y demás beneficios de metales, pues semanalmente me cogen estos jornaleros los avíos y se esconden causándome gravísimos inconvenientes y perjuicios en tan importante trabajo, que estoy pronto a pagarle su correspondiente y que este tenga la facultad de castigarlos» (AHN, FJI, Caja 76, Expediente 30, f.7).
La tasación de sus bienes de capital y pertenencias personales fue calculada entre 310.000 y 286.974 pesos y un real (Villalobos, 1979: 160; Hidalgo y González, 2019: 36). En octubre de 1781 los hijos y herederos de la Fuente partieron los bienes que quedaron tras restarles deudas, censos y capellanías en favor de la iglesia. La fortuna era realmente mucho menor que la tasación inicial, reducida a 123.881 pesos (BNP, Colección General, C2990, s/f). Los hermanos de la Fuente formaron una sociedad minera dirigida por el hijo mayor, Francisco de la Fuente, que existiría hasta los albores de la República del Perú. Se dispersó mediante compraventa casi todo el patrimonio de Joseph Basilio, menos sus minas y la oficina de Guarasiña. La compañía familiar conservaría «las tierras del asiento de Guarasiña que son ocho fanegadas y las casas de beneficio que hay en ellas […] con solo el destino de servir para beneficio de los metales» (BNP, Colección General, C2990, s/f).
El nuevo jefe de la familia, el hermano mayor Francisco de la Fuente y Loayza, sería un importante impulsor de la minería regional. Hacia 1783 descubrió, en sociedad con sus hermanos, una rica veta. Esta nueva mina, «La Vieja», según testigos afines al susodicho, fue motivo de reactivación generalizada de la vida en el mineral y de la llegada de nuevos mineros que, a imitación, iniciaron faenas (AHN, FJI, Caja 150, Expediente 35). Entre tanto, Roque Dorado inició la explotación del cerro Coñapagua, castellanizado como Santa Rosa, y José de Loayza el cerro de Carmen, ambos en 1779, generando nuevos asientos mineros que mantendrían en variable operación las oficinas de beneficio tarapaqueñas en lo restante del siglo (Villalobos, 1979: 150-157).
En la quebrada de Tarapacá observaremos la configuración de un grupo dominante complejo a partir del modelo arquetípico que fue la familia de la Fuente-Loayza. Fueron dueños de capital, en la forma de bienes, medios productivos, esclavos y ejercieron una notable hegemonía política y sociocultural sobre la sociedad regional mediante mecanismos que aseguran y reproducen prestigio y poder político. Se relacionaron entre sí en base a parentesco, comunión de intereses e ideología. En términos de Pierre Bourdieu, una élite propietaria de capital económico, cultural y social (Bourdieu, 2001: 131-164). La quebrada de Tarapacá y el pueblo capital fueron sus baluartes a lo largo del siglo XVIII, desarrollándose como una particular facción de clase. Al instituirse el Real Tribunal de Minería y las diputaciones regionales en 1785, la élite minera de la quebrada estableció el abusivo método de otorgar un voto y medio a mineros con oficina para imponer su voluntad sobre modestos mineros sin beneficio y beneficiadores sin minas. Esta arbitrariedad fue derogada por orden del Real Tribunal en 1811 (BNP, Colección General, D10087, s/f ).
La documentación sobre Valentín de la Fuente ofrece una interesante perspectiva de la formación de una oficina. Valentín de la Fuente fue primo en segundo o tercer grado de Joseph Basilio, posiblemente a partir de un familiar de Juan Agustín de la Fuente y López de Aller. En 1778, de la Fuente se presentó ante el gobernador y solicitó una pertenencia minera denominada «mina del obispo», iniciando así sus actividades como minero (AHN, FJI, Caja 150, Expediente 30, f 1). Hacia 1756, sus antepasados habían adquirido la parte de un sitio, colindante con la acequia principal del pueblo. Posteriormente, el sitio fue creciendo a partir de compraventas de predios vecinos. Hacia 1778, de la Fuente había construido cuartos de adobe y terraplenado el solar, preparando el espacio para implementar la oficina. El titulo original se había perdido y tras presentar las escrituras de compraventa y testigos, la Caja Real de Arica consintió en otorgar un nuevo título de dominio. Valentín de la Fuente revindicó el sitio como era según la tradición minera: «se revolcó, gritó y tiró piedras» (AHN, FJI, Caja 150, Expediente 84). Hacia 1787, la oficina figura con ocasión de ser fiador de Matías González de Cossio para acceder al cargo de custodio de bienes en litigio del partido, según era costumbre en la época. Valentín de la Fuente indicó hipotecar: «las casas principales en este pueblo con su buitrón de cuatro guimbaletes y de doce tiendas, todo de nueva fábrica» (ARA, Administrativo Intendencia, Legajo 93, Expediente con fecha 25 de septiembre de 1787, f.7).
La adquisición de guimbaletes y erección de oratorios o capillas fue parte importante del establecimiento de oficinas. En 1790, Domingo Guijón adquirió una oficina de beneficio ubicada en «el paraje que llaman Cala Cala en frente de este pueblo, con dos cuartos, patio y su ramada más un cuarto de molienda de metales sin techo ni piedras» (AHN, NT, Vol.2, f.195). Guijón, necesitando concluir esta oficina, encontró una piedra factible de ser convertida en guimbalete en los alrededores del poblado. La piedra fue hallada en tierras de propiedad de la Fuente, contiguas a su oficina, quien declaró: «estoy en posesión de ellas, como que de allí saqué mucha parte del barro que necesité para fabricar mi casa […] yo soy minero y como tal tengo oficina pública y para ello necesito esta piedra que está dentro de mis tierras, y no ha de ser preferido en ellas un intruso, que quiere despóticamente apropiársela» (AHN, FJI, Caja 391, Expediente 31, s/f).
En 1766 concurrieron a formar compañía Matías de Soto, minero y hacendado viñatero de Pica, Domingo Isola, general de milicias, y Manuel Pérez de Aragón. Soto e Isola pondrán dos mil pesos en plata sellada o piña y Pérez otros dos mil, además del uso de su oficina en Guarasiña. Esta comprendía «casa con buitrón corriente, en el que hay almacenes y más oficinas corrientes y necesarias para el beneficio» (AHN, NT, Vol.2, f.25). Sin embargo, no estaba concluida: «se pondrán las piedras de molienda que se tuviese por conveniente, con el agregado de un cuarto, que fabricará para su seguro, cuyo arrendamiento se ha de abonar por la compañía» (AHN, NT, Vol.2, f.25). Pérez de Aragón intentó consolidar esta oficina de beneficio construyendo una capilla, la cual facilitaba, en teoría, el control y la retención de la mano de obra. El corregidor Miguel Salcedo y Espinoza mandó suspender la construcción alegando no tener Pérez de Aragón las debidas licencias (AHN, FJI, Caja 82, Expediente 382). Es posible que la negativa del gobernador a esta solicitud fuese una primera tentativa de evitar la transformación demográfico-espacial minera de Tarapacá. El traslado de la población a nuevos espacios productivos quebrada abajo podía perjudicar otros intereses, por ejemplo, reales tributos y derechos eclesiásticos en las alturas del interior de la quebrada.
El mencionado cuarto para asegurar los guimbaletes nos remite a la posibilidad que sean robados o utilizados sin autorización por terceros lo que reitera su valor como componente de los medios de producción protoindustriales. Una donación hecha a la iglesia del pueblo capital adquiere sentido en conjunto con los antecedentes comentados. En 1756, Joseph de Arias y Mansilla, minero y beneficiador, abandonó la provincia y declaró que «tengo una piedra de moler metales en este pueblo de San Lorenzo de Tarapacá la que me costó mi plata y es mi voluntad por hallarme de partida para la ciudad de Arica con toda mi familia dejársela al cura y vicario» (AOI, Caja Inventarios Parroquia de San Lorenzo de Tarapacá, f.123). Arias indicaba que si dicha piedra rendía alguna utilidad fuese a la piedad de las benditas ánimas y recalcaba que ninguna persona, sin importar su condición, podía impedir su uso. Al parecer, durante las primeras décadas de la protoindustria minera, hubo cierta tendencia a establecer monopolios u oligopolios del servicio de beneficio. Donar una piedra a la iglesia con fines de piedad cristiana era, posiblemente, un gesto de protesta al respecto.
Hubo compañías mineras que no tenían sus propias oficinas de beneficio y dependían de pagar este servicio a un propietario de oficina, quien cobraba parte de la plata refinada en pago por el servicio. Esta práctica se denominó «beneficiar por maquila». Un ejemplo fue Manuel de Tinajas, quien figura en sociedad con Antonio Bustos trabajando una veta en Santa Rosa, habilitados por el comerciante Juan de Dios Murillo, a partir de 1779 (AHN, FJI, Caja 417, Expediente 16). En 1782 formalizaron esta sociedad ante el gobernador Josef Burunda, mediante una escritura de compañía que contemplaba un administrador de mina y otro de beneficio, nombrados de común acuerdo. El administrador de beneficio debía mandar a procesar la producción a una oficina pública, remitir las piñas a la casa de moneda de Potosí y retornar pesos, que libres de deudas se repartirían por partes iguales. Pese a la buena ley de los metales, los gastos de compañía fueron tan crecidos que les restó muy poca utilidad. A fines de 1783 la mina se inundó, y volver a habilitarla costaría un adicional que de momento los compañeros no tenían (AHN, Vol.2, A partir de f.137). Ambos socios tuvieron un disgusto a raíz de que el administrador del beneficio de la compañía en la oficina de Antonio Orosco, en San Lorenzo, no rendía cuentas de los gastos del beneficio. En total, los gastos de beneficio sumaban 3.975 pesos y seis reales dentro de un total de 22.384 pesos y tres reales gastados entre 1782-1783 (AHN, FJI, Caja 30, Expediente 33, f.16). El coste del beneficio por maquila era, en el tiempo, similar al coste de construcción y equipamiento de una oficina regular.
En noviembre de 1783 exigió Bustos que se detuvieran las operaciones hasta aclarar las cuentas y solo a fines de abril de 1784 firmaron ambos un nuevo protocolo de sociedad. A partir de este conflicto creemos que Manuel de Tinajas se propuso la construcción de su propia oficina. Al parecer, esta se concluyó a fines de la década de 1790. Una hipoteca fechada en junio de 1798 a favor del minero y beneficiador Matías Ramírez señala que este solicitó mil libras de azogue fiadas a la Caja Real de Arica para la esposa de Tinajas, Eufemia de Nestares, mientras este estaba de viaje en España para solicitar un crédito. La escritura de la hipoteca señalaba que Nestares, teniendo metales y oficina; «no puede pasar a su beneficio por el preciso material del azogue que no lo tiene en el nuevo buitrón que la dicha señora ha levantado para tal efecto» (AOI, Caja Varios N°2, s/f).
Hubo productores protoindustriales en la quebrada de Tarapacá carentes de explotaciones mineras y dedicados tanto al beneficio como a pequeñas operaciones de habilitación. Detectamos dos sujetos forasteros. Lucas Bravo, natural de Chayanta, Charcas, fue un caso singular. Su testamento y el litigio por deudas, 1788-1789, son registros de un azoguero sometido a las deudas de habilitación con el capital comercial y que también reprodujo a menor escala dicho papel, habilitando al microbeneficio popular. Bravo estableció su oficina posiblemente hacia 1780, convocado por los recientes descubrimientos minerales en la provincia. Sus operaciones de riesgo terminaron por dejarlo en una precaria posición que legó a su familia sobreviviente, mujer e hijos. Los microbeneficiadores populares le debían dinero que en vida no le pagaron, acreencias a favor de su testamentaria en contrapartida a aquellas exigidas por sus acreedores que demandaban el pago de habilitaciones y préstamos.
El principal acreedor de Bravo era Francisco de Soto, mercader habilitador radicado en Pica, por dos mil pesos en dinero; y Juan Antonio González Vigil, comerciante tacneño habilitador de los mineros tarapaqueños e intermediario de estos ante la Caja Real de Arica (Rosenblitt, 2013: 107-113). González Vigil adelantó a Bravo dineros y azogues, doscientas libras, por el valor total de 1.389 pesos pagaderos en plata refinada a seis pesos por marco. En contraparte, 51 personas le debían dinero a Bravo por azogues y estaño (AHN, FJI, Caja 30, Expediente 34, ff.11-12). Entre estos figuran tres mineros matriculados, y el resto, hombres y mujeres, buena parte de ellos con apellidos indígenas (AHN, FJI, Caja 30, Expediente 34, f.6). La presencia de pellejos o cueros de vaca en el inventario de mercancías en propiedad de Bravo es llamativa en tanto remite a una versión móvil y en miniatura de la amalgamación de patio que daba el nombre de pellejeros a quien la ejercía (AHN, FJI, Caja 30, Expediente 34, ff.11-12). Estos personajes, esquivos en la documentación, beneficiaban mayormente pallacos, fragmentos de roca-mineral, devenidos de los acuerdos de pallaqueo, jornales y comercio minorista. Eran los beneficiadores de cocineras, cantoras, artesanos, etc. del amplio mundo que poblaba los asientos mineros, donde el pallaco reemplazaba el siempre ausente dinero corriente.
En julio de 1790 testó Manuel Sanes, natural de Oruro y propietario de oficina de beneficio en el pueblo de San Lorenzo, valorizada en 1.800 pesos. Respecto de la oficina, este documento permite conocer el valor de los medios de producción y del suelo.
«Declaro por mis bienes la casa buitrón que adquirí de los bienes del finado Joseph Gómez, en mil ochocientos pesos, con un sitio con diez y ocho varas y dos tercio de frente que está a espaldas de dicho buitrón y que tengo dados ciento ochenta pesos por su valor a Don Nicolás Coria a razón de diez pesos por vara y solo debo las dos tercias» (AHN, NT, Vol. 2, f. 214).
El documento también refiere al equipamiento de la oficina:
«Declaro por mis bienes el azogue, estaño, azadones y demás aperos que se encontraran en dicho buitrón con más dos piedras de molienda que se hallan por conducirse a él y me costó la voladura setenta y dos pesos que pague a Don Antonio Maldonado fuera de diez y ocho pesos que tengo gastados en su conducción hasta el sitio en que se halla y sesenta pesos en la solera» (AHN, NT, Vol. 2, f. 215).
Un caso notable de beneficio en la quebrada fue el de Carlos Puri, cacique indígena del pueblo de Toledo en Charcas. La coca, necesaria para aguantar la jornada de trabajo en minas y oficinas de beneficio, fue un componente de larga trascendencia histórica en la minería protoindustrial regional y uno de los principales vínculos entre productores, operarios y comerciantes con el Alto Perú. Hacia 1786 operaba en San Lorenzo Ambrosio Portilla, indio tributario de Huachacallo, Oruro, quien expendía coca en la ramada de Joseph de Córdova, administrador del efímero Banco de Rescates de la diputación minera entre 1791-1794. Portillo acusó de robo a Asencia Puri, identificada como gatera: «vendedora en la plaza de este pueblo de coca y otros géneros como frutas y comistrajos» (AHN, FJI, Caja 620, Expediente 32, f.10). Portilla no pudo comprobar el robo y Carlos Puri, tío de Asencia, solicitó se cobrasen costas del juicio a Portilla, por calumniar a su sobrina impulsado por el excesivo consumo de alcohol (AHN, FJI, Caja 620, Expediente 32, f.17). Es posible que detrás de esta acusación haya existido un conflicto de competencia por el control de la venta de la coca alto-peruana en la provincia destacando el pueblo capital como punto de llegada y distribución de este relevante insumo. Carlos Puri fue un importante rescatire, comerciante que adelantaba mercaderías y se pagaba en mineral, una versión informal del contrato de habilitación. Hacia el año 1790, Puri registró un 5,5% de la plata procedente de Tarapacá en Carangas (Gavira, 2005: 48). En la visita de minas de 1792, este personaje figura como dueño de oficina, beneficiando 5.360 arrobas de mineral que le rindieron 3.003 marcos de plata (AGN, SC, Real Tribunal de Minería 1793, Legajo. 38 Doc. 21, f. 4). Esta oficina surgió a partir de la necesidad de beneficiar el mineral en bruto entregado en pago por su mercancía.
La expansión del régimen protoindustrial de producción minera supuso una amplia escuela técnico-minera popular de larga proyección histórica. Esta involucró a sujetos no solo asociados al trabajo subalterno-compulsivo. También emergieron sectores intermedios en torno a oficios que refieren al cateo, la dirección técnica de faenas y el ejercicio de beneficios artesanales semiautónomos. Sujetos que se ganaron la vida en actividades vinculadas a la minería pero rara vez quedaron registrados en la documentación de época. Entre estos destacan las pequeñas oficinas de beneficio de lamas, residuos que deja el proceso de amalgamación donde quedan partículas de plata mezcladas con tierras de diversa composición. Un proceso exitoso de beneficio por amalgamación dejaba lamas de escaso valor. Los oficineros, no dispuestos a invertir tiempo-trabajo y azogue en recuperar estas partículas de plata, las revendían a pequeños beneficiadores artesanales, pellejeros, indígenas y mestizos que operaban a partir de modestos núcleos familiares. No eran «Azogueros de Su Majestad» ni figuraban en las visitas de minas. Se registran algunos operando en la quebrada de Tarapacá.
En 1801, Antonio Quiroga, vecino del pago de Pasaquiña, aproximadamente nueve kilómetros desde el pueblo capital hacia el interior de la quebrada, acusaba a Tomás y Sebastián Gómez, padre e hijo, de haberle robado lamas. Quiroga compraba lamas en la oficina de Tomás Vargas ubicada en Huantajaya. Los Gómez compraban en la oficina de Matías González de Cossio, situada en el pueblo capital. Este expediente registra una tercera oficina procesadora de lamas, propiedad de los hermanos Manuel, Segundo y Matías Pérez (AHN, FJI, Caja 583, Expediente 13). Ninguno figura en la visita oficial de las oficinas de beneficio de aquel año de 1800. Es posible que su producción o parte de ella haya sido agregada en dicho registro a la productividad de la oficina madre que suministraba las mencionadas lamas. Por último, hacia 1808 detectamos la oficina de doña Santana Medina, quien recibía lamas del matrimonio Tinajas-Nestares (AHN, FJI, Caja 313, Expediente 26). Al fallecer Medina, Nestares cobró un pendiente de estas operaciones a su testamentaria dejando un breve registro de estas dinámicas que transformaron el beneficio minero en un modo de vida de hombres y mujeres de diversa posición social en la quebrada.
Una de las últimas oficinas de importancia en San Lorenzo fue la de Matías González de Cossio, destacado personaje en el último cuarto del siglo XVIII hasta su muerte en 1813. Fue propietario de una oficina de beneficio en San Lorenzo, ostentando diversos cargos públicos, entre ellos, perito facultativo de la diputación minera. Sin embargo, una conducción arriesgada de sus operaciones le llevó a involucrarse en diversas polémicas, granjeándose enemigos y disolviéndose su patrimonio tras su muerte. En 1794, firmó un compromiso con González Vigil por cinco mil libras de azogue por el valor de 3.285 pesos a pagar en nueve meses. La hipoteca extendida comprendía «su azoguería, con todos sus aperos y de una casa de vivienda, que tiene, contigua y sirve a su habitación y de dos fanegadas de tierras, puestas de alfalfar que tiene por suyas propias en esta quebrada y pago de Tilivilca» (AHN, NA, Vol.50, f.95). Cossio nunca pagó el total de esta deuda, cobrados tras su muerte por la viuda de González Vigil a su testamentaria.
La descripción e inventario de la oficina de Cossio, hacia 1813, contiene los siguientes elementos de interés (AHN, FJI, Caja 171, Expediente 8, ff. 19-21). Observamos otra vez que diversas herramientas e implementos se encuentren viejos, rotos, inservibles etc. Esta característica, como hemos señalado, refiere a la particular circulación del capital protoindustrial. La presencia de las grandes pailas de cobre y de salitre deja abierta la posibilidad que la oficina de Cossio haya sido una oficina polivalente. Su correspondencia personal revela que fue él quien tomó contacto con Tadeo Haenke en Cochabamba hacia 1807 para mejorar las técnicas de purificación del salitre mientras trabajaba en sociedad con Sebastián de Ugarrisa y Matías de la Fuente (AHN, FJI, Caja 171, Expediente 10, f.12).
La era del beneficio minero en la quebrada de Tarapacá se precipitó a su fin en la misma medida que se agotaron las posibilidades históricas de la minería regional a raíz de la compleja configuración de los yacimientos minerales y las adversas circunstancias de un desierto dependiente de encarecidas importaciones. La difícil configuración de las vetas y del subsuelo de los principales asientos mineros, Huantajaya y Santa Rosa, obligaban a costosas operaciones que la mayoría de los mineros, empobrecidos y endeudados, no podían costear hacia el cambio de siglo. En este escenario proliferó la explotación de minerales de baja ley provenientes de desmontes de trabajos pretéritos y de materiales sobrantes dentro de los piques. Sin embargo, las dificultades estructurales de los minerales de Tarapacá fueron un escenario propicio para la creatividad. En 1798, Antonio Orosco, propietario de beneficio en San Lorenzo, hizo llegar al Real Tribunal para obtener reconocimiento y privilegios por un supuesto descubrimiento que permitiría ahorrar jornales y restablecer el predominio de la quebrada en el circuito económico regional.
«como se han experimentado grandes escases y pobreza en las minas que se han trabajado en estos últimos tiempos, se aplicaron las gentes al recojo de llampos en los desmontes de Huantajaya, y como su ley es corta y estaban persuadidos que en el beneficio común no se costeaban formaron oficinas en la Pampa del Tamarugal de este partido por cocimiento a fuego en los fondos de cobre que a este fin se fabricaron, con cuyo motivo retirándose las gentes a aquellos desiertos, dejaron este pueblo en el desamparo que se ha notado y cerradas casi todas las oficinas que antes estaban en corriente» (BNP, Colección General, C3235, s/f).
Es notorio, en el alegato de Orosco, una distinción en los métodos de beneficio recurrentes en Tarapacá. En la quebrada se trabajaba con el método de Medina en frío. En cambio, en la pampa, la novedad fue la introducción del método de Barba. Este último sería una innovación surgida en respuesta a las necesidades de un creciente sector de mineros semiformales carentes de capitales suficientes para la costosa búsqueda de vetas en las profundidades, agotados a fines del siglo los ricos depósitos argentíferos cercanos a la superficie. Orosco criticaba a las oficinas pampinas indicando que su sistema era poco lucrativo dado el gasto en leña, en operarios y en la adquisición de los fondos de cobre. Según él, era posible con cuatro operarios beneficiar en frío veintiún arrobas de llampos aumentando su ley, recuperando azogues y plomo que con el método de Barba se perdían.
El diputado minero Josef de Nestares, hermano de Eufemia, solicitó un peritaje del método al perito de beneficio de la diputación, Matías González de Cossio. Es visible en toda esta operación una evidente reivindicación colectiva de la quebrada frente a los beneficiadores emergentes del Tamarugal. Cossio alabó el nuevo método sin explicar con precisión su funcionamiento. Los señores de la quebrada estaban decididos a no ceder el lugar de San Lorenzo a la emergente Pampa del Tamarugal. Orosco pedía en retribución «que los señores oficiales reales de las cajas de Tacna me franqueen los azogues que mi oficina necesite, con el privilegio de que no sea obligado al correspondido» (BNP, Colección General, C3235, s/f). El correspondido era la presentación de marcos de plata para tributar y fundir en coherencia con la cantidad de azogue previamente solicitado. Se instituyó para prevenir el contrabando pero era una operación engorrosa y difícil de calcular (Noejovich, 2001). Un productor situado en una periferia empobrecida debía depender de contratar con los comerciantes habilitadores la importación de azogues. Liberarse del correspondido permitiría a Orosco superar la crónica dependencia de estos contratos normalmente leoninos. El nuevo método podría rescatar a la capital de su decadencia:
«Un beneficio tan útil y ventajoso al Gremio Respetable de Mineros y Azogueros y a este pueblo, que ya con el descubrimiento de otras oficinas que se han construido fuera de él iba a su total decadencia, destruyéndose muchas casas que tenían este giro y abandonándolas tal vez por el corto giro que se les presentaba» (BNP, Colección General, C3235, s/f).
Lamentablemente no contamos con la respuesta del Real Tribunal a esta solicitud. Dada la paralización de muchos beneficios en la quebrada hacia 1800 es probable haya sido denegada, especialmente en tiempos en que el contrabando, justificación del correspondido, se extendía por las costas australes del virreinato.
En total, registramos 26 oficinas en la quebrada a lo largo del siglo XVIII. La visita minera de 1792 registró en la quebrada nueve oficinas que produjeron 30.168, correspondientes al 56% de 57.395 marcos producidos en el partido (AGN, SC, Real Tribunal de Minería 1793, Legajo. 38 Doc. 21, f. 4). La visita de 1800 registró solo tres oficinas en operaciones: las de Francisco de la Fuente, Antonio Rivera y Matías González de Cossio. En relación al total aproximado de 49.820 marcos de plata producidos en las oficinas del partido, la quebrada participó con un 26,07 del total, correspondiente con 12.986 marcos (AHN, NT, Vol.3, f.74). Hacia 1808, en la quebrada solo continuaban funcionando las oficinas de Guarasiña de Francisco de la Fuente, la de Pedro Pérez Obligado y la del matrimonio Tinajas-Nestares, produciendo 8.893 marcos correspondientes al 40,09% de los escasos 22.182 marcos producidos en Tarapacá (AGN, SC, Real Tribunal Minería, 1809, Legajo. 38, Doc. 43, f. 03).

Norberto de Zelayeta, vicario de Tarapacá entre 1792 y su muerte en 1804, fue un servidor político-espiritual de la élite protoindustrial. De la quebrada señalaba en 1799:
«Este centro de perdición son los Pozos que multiplicándose cada día sus avitaciones crecen a proporción los avitadores y los comercios, desolando, destruyendo y cavando a este Pueblo del que solo han quedado unos ruinosos vestigios de lo que antes era, por haberse trasladado para aquellos sitios los indios serranos que hacían parte a la existencia de este curato» (AHL, TAC-13,1799, Legajo 419, f.06).
En 1764 se radicó en Tarapacá, Santiago de Torres, español de origen genovés con una larga trayectoria militar al servicio del rey (AHN, FJA, Caja 50, Expediente 17). Formó hacia 1765 la primera oficina minera del desierto, San José, en honor al patrono del trabajo. Torres, además de beneficiar plata, fue el primer salitrero de la historia regional, según Joaquín Joseph de los Reyes, gobernador de Tarapacá en 1766 y 1786.
«[…] el primer descubridor de los salitres de la Pampa del Tamarugal y fabricante de pólvora en este partido fue Don Santiago de Torres, de cuyos títulos me consta, como que de sus operaciones en esta materia tomaron luces otros individuos para purificar los salitres y fabricar la pólvora» (AHN, FJI, Caja 254, Expediente 11, f.9).
A lo largo del último tercio del siglo se expandió una red de oficinas en la pampa de carácter polivalente, plantas de amalgamación por cocimiento, salitreras y manufacturas de pólvora necesaria para abaratar costos a la minería. En esta red participaron mestizos, indígenas e incluso afrodescendientes, diversificando socioétnicamente una producción controlada por élites hispano-criollas asentadas en la quebrada de Tarapacá (Lo y Cortés, 2024). El sector fue comúnmente conocido como los Pozos del Tamarugal en la documentación de época por estar cada oficina asociada a una noria para extraer el agua necesaria para el beneficio minero. En 1788, el administrador minero Matías de Ardiles alegaba haber obtenido más utilidades en la oficina Nuestra Señora del Carmen, también propiedad de Torres, que en la quebrada, habiendo enviado 36 arrobas de mineral a cada sector. Intentaron disuadirlo y convencerle de lo contrario, sin éxito, Tinajas, Cossio y Francisco de la Fuente (AHN, FJI, Caja 1, Expediente 27). Hacia 1800 la pampa concentraba la mayor cantidad de oficinas y producción minera en la provincia.
Además de la competencia interna, factores globales impactaron en el abandono de la quebrada. Por ejemplo, Pedro Pérez Obligado tenía un lucrativo comercio con Potosí y Oruro, desde donde importaba mercaderías que intercambiaba por minerales que beneficiaba en su oficina en San Lorenzo. Las guerras de independencia interrumpieron este circuito y paralizó su oficina. Tras participar como administrador en las últimas compañías de Huantajaya, terminó establecido en la pampa como salitrero a inicios de la república, entregando salitre a cambio de víveres chilenos al comercio de Iquique (ART, SERNAGEOMIN, Vol.116). Hacia 1826, los hermanos de la Fuente y el comerciante extranjero Guillermo Hodgson constituyeron la última compañía formal que operó en Huantajaya. El protocolo señala que Hodgson aportará «cuantas maquinas se juzguen necesarias para el fomento de las mencionadas minas, todo lo cual se pondrá al costo, incluyendo los gastos que se harán hasta ponerlas en el sitio donde sean precisas» (ARA, Notarios, Vol.675, f.257). La familia de la Fuente y Hodgson beneficiaron probablemente en Iquique donde residía Hodgson o en Huantajaya. En algún momento de la década de 1810, una última recua de mulas cargadas de mineral cruzó el desierto hacia la quebrada, los guimbaletes se detuvieron y un repasiri ejecutó su escobillado por última vez entre sus laderas.
Según el padrón eclesiástico de 1814, San Lorenzo tenía 737 habitantes de un universo de 7.706 habitantes en la provincia. Hacia 1845, el pueblo capital registraba 972 habitantes de un total de 10.418 habitantes (Durand, 1975: 129). Sin embargo, los padrones eclesiásticos y de contribuyentes se construían metodológicamente en base a registros parroquiales y de bienes raíces. A diferencia de los censos modernos, no reflejan con exactitud la presencia real de los empadronados. Hacia 1845, treinta vecinos del pueblo son productores de salitre en la pampa y con sus respectivos peones viven fuera del pueblo. En opinión del apoderado fiscal del padrón, Carlos Verdugo, el pueblo capital se hallaba en avanzado estado de ruina material, atraso y abandono, al igual que el resto de la quebrada. Verdugo recordaba que antaño fue el primer pueblo de la provincia donde florecía la pequeña agricultura y se registraba mayormente el beneficio minero.
Verdugo enumeró una serie de factores de esta decadencia que también explicaban dificultades para cobrar la contribución indígena. Primero, «el establecimiento de oficinas para el beneficio de metales a catorce leguas de este pueblo en la pampa del Tamarugal en que se formó un pequeño pueblo con el nombre de Tirana» (AGN, Sección Republicana, MH-H4-1867, s/f). Verdugo refiere a la temprana urbanización de la pampa hacia 1820, cuando los vecinos de las oficinas comunicaron al obispado de Arequipa que su conjunto de oficinas adquiría forma de pueblo: «se ha formado plaza y se han demarcado calles» (AAA, Serie Tarapacá, Legajo 03, s/f). Después, la apertura de las caletas de Iquique y Guaina Pisagua para exportar salitres al extranjero en 1830 y la ulterior concesión de franquicias. Verdugo se refería a la ley aprobada el 21 de octubre de 1845, propuesta por Ramón Castilla como ministro de hacienda. Esta ley permitía privilegios al comercio de Iquique, manejado principalmente por agentes de capitales extranjeros. Primero, internar desde el extranjero una variedad de productos para la actividad salitrera pese a ser aún la ciudad un puerto menor. Segundo, internar a mitad de arancel cebada y afrecho de Chile. Tercero, internar libre de derechos carbón, leña y sacos salitreros (Donoso, 2005). Según Verdugo, los agricultores locales sufrieron la competencia de los productos chilenos reduciéndose a una agricultura de subsistencia. Esta competencia no operaba en un libre mercado, sino que los comerciantes habilitadores obligaron a los salitreros a recibir los víveres y el forraje de origen chileno en pago adelantado por el salitre. Las haciendas se arruinaron y los salitreros comenzaron a vivir entre la pampa y el puerto, acudiendo a la quebrada únicamente para las fiestas religiosas (AGN, Sección Republicana, MH-H4-1867, s/f ).
El desarrollo de fuerzas productivas en la pampa a fines del siglo XVIII fue la antesala de un proceso de reconfiguración económica, demográfica y espacial del territorio. La pampa se constituyó en un nuevo espacio que ofertaba beneficio argentífero, provisión de pólvora y salitre. La emergencia de las oficinas de la pampa minera introdujo competencia en un mercado que era negocio oligopólico de una red de españoles y criollos vecinos de la quebrada de Tarapacá. La pampa despertó el sentido de oportunidad en una nueva generación de oficineros, que a diferencia de los potentados de la quebrada, no necesariamente eran simultáneamente propietarios de minas ni respondían a una élite cerrada dentro del sistema socioétnico de castas, generando una temprana diferenciación entre los productores mineros del periodo colonial. San Lorenzo persistió como capital del partido hasta un lejano 1875 en tiempos republicanos. Sin embargo, la pérdida de la importancia económica de la capital y sus inmediaciones fue la base de su ulterior declive multidimensional y la emergencia de nuevos polos de influencia en el territorio.
La historia temprana de la pampa ha sido breve o tangencialmente tratada en unos pocos trabajos, amerita una ulterior exploración en profundidad en tanto antecedente colonial de la industrialización decimonónica (Villalobos, 1979: 183, 194-198; Núñez, 2023). Esperamos que estos nuevos antecedentes insertos en el esquema interpretativo propuesto puedan dialogar fructíferamente con contribuciones de interés respecto del pasado minero regional. Por ejemplo, el proceso histórico abordado puede relacionarse con los conflictos internos de la sociedad local verificados en torno a las guerras de independencia y las ulteriores guerras civiles que convulsionaron el Perú republicano en la primera mitad del siglo (Lanas, 2017; Castro, 2018 y 2020). Es posible también, a partir del diálogo, cohesionar el enlace histórico del desarrollo minero del siglo XVIII con el desarrollo endógeno de la minería salitrera en las primeras décadas del siglo XIX (González, 2023).
El legado histórico del siglo de la minería metálica no radica en una acumulación cuantificable en cifras. Al cuantificar la producción se presentan una serie de dificultades metodológicas. Gavira señala que los mineros y los habilitadores registraron la plata tarapaqueña donde les era más conveniente dadas sus redes comerciales: Lima, Carangas o Tacna (Gavira, 2005). La dificultad de aquilatar con exactitud la producción argentífera se incrementaría en los decenios finales del dominio español por el fenómeno creciente del contrabando, que a su vez permitía maximizar utilidades ilícitamente a los mineros en crónica crisis. Los mineros, arruinados por sus deudas y frustrados por la complejidad de las vetas, terminaron por abandonar el mineral u orientar sus esfuerzos al salitre (Donoso, 2008). Fue una época que concluyó en pobreza generalizada y en una producción total incierta. La gran relevancia de este periodo fundacional de la historia minera tarapaqueña radica en las transformaciones internas, especialmente en aquellas que podemos leer como los antecedentes históricos formativos de la primera fase de un proceso industrializador de largo aliento que se proyectará hacia el siglo siguiente.
Gerald Cohen formuló un esquema de tipologías de cambios históricos de diverso alcance en las formaciones sociales y modos de producción. La transición productiva entre la quebrada de Tarapacá y la pampa fue un cambio limitado que modificó aspectos de la economía a partir de la redistribución de las fuerzas productivas, pero no transformó mayormente la estructura social ni la naturaleza ni base técnica del régimen productivo. Un cambio de naturaleza similar supuso el abandono de la minería metálica y la temprana proliferación de las paradas salitreras (Cohen, 1986: 94-96). Los productores mineros tarapaqueños continuaron manufacturando productos mineros en sus oficinas premecánicas dotadas de hornos y fondos diseñados por Alonso de Barba siglos atrás hasta la extinción de este modelo en la segunda mitad del siglo XIX.
Nuestra propuesta, el régimen protoindustrial de producción minera en Tarapacá, comparte el cuestionamiento del reduccionismo de la minería americana de origen colonial al simple extractivismo, uso errado del concepto según Rossana Barragán que soslaya la gran importancia técnico-social que tuvo la manufactura minera (2018). Paralelamente, la innovación de Barba constituyó con el tiempo una particular modernización sur andina, un patrimonio técnico macrorregional de trascendencia histórica de la cual forma parte la temprana historia del salitre (Platt, 2000). Las oficinas protoindustriales, lejos de ser un lastre primitivo en la economía regional, fueron una notable matriz de temprana modernización. Se masificaron formando una red de unidades productivas protoindustriales, nodos de articulación de la producción minera y la circulación de trabajo, capitales y mercancías.
A lo largo del siglo XVIII, Tarapacá se transformó en un distrito industrial, o, dicho en nuestros términos, un distrito protoindustrial-minero. Un distrito industrial surge de la proliferación de empresas del mismo rubro que por efecto de la aglomeración disfrutan de ventajas difíciles de obtener de otra manera. Forman una fuerza de trabajo densa, especialmente cualificada para dicha actividad y abaratan costos de producción en materias primas y bienes intermedios a partir de la masificación y eventual competencia entre los proveedores. Uno de los aspectos más importantes del distrito industrial es la difusión del conocimiento y la circulación de ideas de difícil ocultación entre vecinos, las cuales, a su vez, pueden llegar a perfeccionarse, generando nuevos conocimientos técnicos referentes a la producción y la organización del trabajo (Torras, 2018:158-159) El conocimiento de los recursos hídricos y minerales del desierto, ambos factores claves para la industrialización del siglo XIX, se tornaron un capital sociocultural de los protoindustriales regionales. Estas primeras oficinas fueron fundamentales para comprender la profunda conexión histórica entra la protoindustria colonial minera y la industrialización republicana como procesos íntimamente encadenados.
Este trabajo forma parte del ANID/FONDECYT/REGULAR N°1231311 "Unitario, centralizado y bioceánico: debates, políticas y estrategias en torno a la expansión del Estado boliviano hacia sus territorios periféricos (1853-1904)".
