Dosier
La expansión del Estado boliviano hacia sus territorios periféricos (1853-1904): revisión historiográfica y propuesta para su estudio
The expansion of the Bolivian State towards its peripheral territories (1853-1904): historiographical review and proposal for its study
La expansión del Estado boliviano hacia sus territorios periféricos (1853-1904): revisión historiográfica y propuesta para su estudio
Autoctonía (Santiago), vol. 8, núm. 2, pp. 756-788, 2024
Universidad Bernardo O'Higgins, Centro de Estudios Históricos
Recepción: 25 Marzo 2024
Aprobación: 25 Mayo 2024
Financiamiento
Fuente: ANID/FONDECYT/ REGULAR
Nº de contrato: 1231311
Descripción del financiamiento: El presente estudio se ha elaborado con el respaldo del proyecto ANID/ FONDECYT/ REGULAR N° 1231311
Resumen: Nuestro estudio sugiere que las repetidas propuestas para la integración de los territorios orientales y el Departamento Litoral de Bolivia entre 1853 y 1904 se basaron en proyecciones genéricas o imaginarias de la geografía y los recursos periféricos. Estas propuestas carecían de respaldo cartográfico o científico, y no establecían objetivos específicos para salvaguardar los intereses fiscales. Tampoco consideraban las realidades materiales y las aspiraciones simbólicas de las sociedades periféricas, que incluían a comunidades indígenas, élites y trabajadores residentes. Esta falta de consideración explicaría por qué, durante más de cinco décadas, estas iniciativas solo encontraron resistencia en los extremos territoriales, donde los habitantes no percibían que el Estado les proporcionara los servicios inherentes. La expansión de las fronteras interiores resultó costosa para Bolivia: el respaldo fiscal a proyectos estratégicos comprometió la estabilidad financiera del país y dio lugar a reclamos territoriales por parte de países vecinos, lo que redujo significativamente su superficie.
Palabras clave: Bolivia, fronteras, Brasil, Chile, anexión territorial, historiografía.
Abstract: Our study suggests that the repeated proposals for the integration of Bolivia's eastern territories and the Litoral Department between 1853 and 1904 were based on generic or imaginary projections of peripheral geography and resources. These proposals lacked cartographic or scientific backing, and did not establish specific objectives to safeguard fiscal interests. Nor did they consider the material realities and symbolic aspirations of peripheral societies, which included indigenous communities, elites and resident workers. This lack of consideration would explain why, for more than five decades, these initiatives only met with resistance at the territorial extremes, where inhabitants did not perceive the state as providing them with inherent services. The expansion of internal borders proved costly for Bolivia: fiscal support for strategic projects compromised the country's financial stability and led to territorial claims by neighbouring countries, significantly reducing its surface area.
Keywords: Bolivia, borders, Brazil, Chile, territorial annexation, historiography.
1. Introducción
Nuestra investigación presenta los fundamentos políticos y económicos que llevaron al Estado boliviano, entre 1853 y 1904, a crear, promover, autorizar y ejecutar iniciativas orientadas a integrar las regiones periféricas a sus núcleos político-administrativos. Definimos como regiones periféricas aquellas que comprenden al antiguo Departamento Litoral y a los territorios orientales de Bolivia, colindantes con Perú, Brasil, Argentina y Paraguay. El primero se extiende longitudinalmente desde el río Loa hasta el paralelo 24°S, y desde la línea costera hasta la Cordillera de los Andes. Los Orientes (también llamadas «regiones orientales» o «Tierras Bajas»), por su parte, refieren a tres zonas geográficas que toman como referencia los ríos que en cada una de ellas fueron considerados navegables y aptos para comunicar Bolivia con el Atlántico. En la primera, situada en el departamento del Beni, los ríos Itenez (Guaporé) Acre, Beni y Mamoré tributaban al Madera (Madre de Dios), que desemboca en el Amazonas. La segunda corresponde a la provincia de Otuquis (Chiquitos), en el departamento de Santa Cruz, con conexión fluvial con el río Paraguay. Finalmente, la tercera zona corresponde al Gran Chaco (Chaco Boreal y Chaco Central), desde donde se creía factible navegar hasta el estuario del Río de la Plata, siguiendo el cauce de los ríos Pilcomayo y Bermejo, afluentes del río Paraguay, el que une sus aguas al Paraná y alcanza el océano Atlántico (Groff, 1987: 3031; García, 2000: 54, 2001: 249-250).
Nuestra investigación sostiene que el Tratado de Paz y Amistad suscrito entre Chile y Bolivia el año 1904, no inició en ese último país un ciclo histórico, extensible hasta hoy, condicionado por las consecuencias derivadas de la pérdida de soberanía marítima impuesta en el acuerdo. Por el contrario, sugerimos que el arreglo bilateral puso término a un proceso de expansión de las fronteras interiores que se prolongó por casi cinco siglos, promovida desde el Estado con activa participación de privados. Justificada, en sus inicios, en la urgencia por romper la dependencia comercial con el Perú, la iniciativa fue, hasta inicios del siglo XX, una genuina causa nacional destinada tanto a ratificar la condición marítima boliviana en el Pacífico como a la búsqueda de vías fluviales que conectasen las regiones orientales del país con el Atlántico, a través del Amazonas y del Río de la Plata.
El estudio se ha organizado a partir de dos referencias cronológicas significativas. Comienza en 1853, año en que el ejército del Perú ocupó Cobija, en respuesta a la interdicción impuesta por el gobierno de ese país por la violación de acuerdos precedentes que exceptuaban al comercio boliviano del pago de tasas arancelarias en ese puerto (Schelchkov, 2011: 251-265). Las tensiones fueron contemporáneas al publicitado viaje realizado por un oficial de la Marina de Estados Unidos desde el río Guaporé, afluente del Amazonas próximo a la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, al puerto brasileño de Pará. Ambos hechos incentivaron un cambio estratégico estimulado por un incipiente nacionalismo, destinado a consolidar rutas fluviales que redujesen los tiempos de transporte de productos de alta demanda en Europa y la costa este de Estados Unidos. La investigación finaliza en 1904, año en que Chile y Bolivia firman el Tratado de Paz y Amistad que puso término formal a la guerra declarada por ambos países desde 1879. El acuerdo fue seguido en Bolivia por el anuncio de la implementación de un plan de conectividad interior que contemplaba inversiones para crear una completa red vial y ferroviaria en los siguientes diez años (Shepard, 1903). El proyecto permitiría conectar todas las regiones del país, facilitando la comunicación ferroviaria con el Atlántico (línea Madera-Mamoré) y el Pacífico (servicio Arica-La Paz), obras a construir por Brasil y Chile, respectivamente, en reciprocidad a la cesión boliviana de la región de Acre y del Litoral.
Con objetivos y prioridades disímiles, la expansión hacia el Pacífico y el Atlántico debe analizarse en dos etapas. La primera, entre 1853 y 1879, tuvo por denominador común la urgencia por consolidar rutas autónomas de movilidad para facilitar su tráfico comercial. Desde su origen como república, el devenir político y económico de Bolivia se vio condicionado por la dependencia con el Perú, país que regularmente intervenía sobre un movimiento mercantil concentrado a través del puerto de Arica. En los Orientes, los gobiernos participaron directa y activamente en la exploración de rutas fluviales que conectasen al país con el Océano Atlántico a través el Río de la Plata o del Amazonas, mientras el avance sobre el Departamento Litoral se orientó a rentabilizar el auge exportador de metales y, poco antes de la guerra, a definir su estatus de país marítimo sobre el Pacífico. En esta etapa, el Estado boliviano jugó un rol activo a través de la entrega de subsidios, concesiones y privilegios excluyentes a sociedades de exploración y otorgó garantías financieras a proyectos de infraestructura mayor.
El segundo período se extiende entre 1879 y 1904, etapa en la cual Bolivia asumió una posición expectante en la disputa chileno-peruana sobre las provincias de Tacna y Arica (Ríos, 2019). Sin renunciar a su soberanía sobre el Litoral (Bolivia organizó su administración política y judicial en Potosí hasta 1904 y negoció la cesión de parte de sus territorios con Argentina en 1895), reactivó la opción atlántica, apoyada en el oportuno descubrimiento de nuevas vías navegables y el apoyo a expediciones científicas de reconocimiento geográfico en los Orientes. A diferencia del ciclo anterior, el Estado se orientó a respaldar jurídicamente concesiones a iniciativas que priorizaran procesos de colonización en enclaves estratégicos para la navegación fluvial hacia el Atlántico.
2. Análisis historiográfico del tema
Desde la publicación del primer ensayo reivindicatorio de la soberanía marítima nacional (More, 1918), la historiografía boliviana se ha configurado en el principal soporte para demostrar cómo el aislamiento geográfico derivado del Tratado de Paz y Amistad de 1904 condicionó el desarrollo económico y social del país. Con un perfil marcadamente nacionalista, connotados investigadores han marcado la pauta argumentativa sobre el modo de analizar una historia reciente que reconocía el estatus marítimo del país previo a la guerra contra Chile, pero que, al mismo tiempo, y como una gran paradoja, reclama una salida soberana al mar como un derecho histórico, sobre territorios que nunca formaron parte de la república (Querejazu, 1979; Roberts, 1879; Gumucio, 2005).
El factor oceánico, de un modo que resulta inobjetable, monopolizó los estudios históricos de Bolivia, al menos hasta fines del siglo XX, cuando nuevas generaciones de historiadores nacionales (en su mayoría con formación académica en el exterior) e investigadores extranjeros revalorizaron el carácter indígena del país como parte del estudio de la ciudadanía y la institucionalización del Estado. Para ello, el interés se centra en la organización de las tierras comunitarias, la participación política de los pueblos y, en menor medida, en la influencia del liberalismo en la transformación de un orden social heredado del ciclo colonial (Larson, 2002; Soux, 2008; Irurozqui, 1997, 1999, 2018; Mendieta, 2013; Barragán, 2000, 2009, 2015).
Un segundo tema de interés, también impulsado por el recambio de especialistas, ha realizado contribuciones significativas relativas al proceso de expansión de las fronteras interiores, un proceso sistemático que, como iniciativa estatal, buscaba integrar económica, política y administrativamente las regiones periféricas. Destacables son los aportes de Luis Gómez (1998) al estudiar las propuestas ferroviarias diseñadas a partir de 1860 para comunicar, en plazos razonables y con costos reducidos, los Orientes y el Litoral. Víctor Hugo Machaca (2018), por su parte, analiza en detalle los primeros esbozos para la construcción cartográfica de la naciente república, impulsada en el régimen de José Ballivián, como una instancia que antecedió el necesario reconocimiento del territorio nacional y que solo sería retomado a fines del siglo por herederos del mandatario desde instituciones como la Sociedad Geográfica de La Paz. Finalmente, Bruno Valdivia (2023) investigó, con lucidez, los esfuerzos de agentes del Estado por transformar al río Paraguay en un punto de conexión estratégico de Bolivia con el Atlántico.
Desde un enfoque espacial desagregado, el estudio de las regiones orientales ha sido estudiado preferentemente por investigadores no bolivianos. La precursora tesis doctoral de Janet Groff (escrita en 1954 y publicada en 1987), analiza los intentos del régimen de Ballivian por promover la colonización de la hoya amazónica sobre el territorio nacional, una iniciativa de Estado excepcional para su época y que sería reimpulsada durante el desarrollo de la Guerra del Pacífico. Pese a que el estudio de Groff tuvo una escasa y tardía difusión, continúa siendo una referencia ineludible, al reconocer esfuerzo organizado y de largo aliento por definir el espacio soberano, ampliando las posibilidades de conexión del país con el mundo a partir de una proyección coherente del potencial económico de aquellas extensas regiones.
El proyecto de Ballivián, delineado en las investigaciones de Machaca y Groff, fue retomado por Pol Colàs, quien ha impulsado una bien lograda línea de estudio en torno a la historia política de la naciente república, extendiendo su campo de estudio hacia la configuración del Estado en el litoral (2021a, 2021b, 2021c). Colàs es investigador asociado al Taller de Estudios e Investigaciones Andino-Amazónicos de la Universidad de Barcelona, liderado por Pilar García Jordán, académica que ha dedicado parte de su trayectoria a estudios sobre la integración política de las comunidades indígenas residentes en las tierras bajas.
García Jordán, pionera en el estudio de las periferias orientales bolivianas, ha validado en su extensa producción académica la hipótesis que considera -lejos de ser hechos aislados y voluntaristas- el proceso de exploración, explotación, ocupación y colonización de las tierras baldías amazónicas como parte inherente a la construcción del Estado, un ideal transversal a la gran mayoría de los gobiernos republicanos hasta inicios del siglo XX (2001: 297-434). Sus estudios tanto de las relaciones entre el gobierno central y los poderes regionales (en sus prácticas y estrategias de representación), como la inclusión de las comunidades como sujetos históricos (2000, 2001, 2006, 2019), han definido líneas de investigación que historiadoras como Anna Guiteras (2011a, 2011b, 2012a, 2012b, 2017b, 2018) e Isabel Combès (2010, 2021a, 2021b) han ampliado en distintos períodos y en variadas temáticas políticas y socioeconómicas.
A diferencia de los Orientes, los estudios sobre el Departamento Litoral continúan siendo escasos. Percibido hasta 1879 como un espacio ahistórico, es frecuente encontrar en referencias bolivianas denominaciones toponímicas del territorio, variando entre Departamento La Mar, Departamento de Cobija, Provincia Litoral, Departamento Litoral o Litoral de Atacama. Hasta hoy, para conocer la historia de la región bajo administración boliviana siguen siendo imprescindibles las obras de Isaac Arce (1930) y Juan Collao (2001 [1970]), cronistas que aportan mucha información, pero omiten las referencias sobre las fuentes utilizadas. Óscar Bermúdez fue un caso excepcional, al indagar en archivos regionales (hoy conservados por la Universidad Católica del Norte) las prácticas de consignación utilizadas por las casas comerciales y la participación de extranjeros en el devenir social y político de la región entre 1840 y 1879 (Bermúdez, 1958, 1966, 1967, 1975). En tiempos recientes los estudios se han reactivado con los aportes de Galaz-Mandakovic (2015, 2020), orientados al rescate de la historia de pequeños enclaves costeros y sus vínculos con el interior.
La principal obra sobre el litoral boliviano es La provincia de Tarapacá, de Fernando Cajías (1975), quien identificó las transformaciones económicas y políticas de la costa, y principalmente del puerto de Cobija, desde el inicio de la república hasta el año 1842. Stephanie Vargas (2013; 2019a), en un esfuerzo por retomar la obra inconclusa de Cajías sugiere que, desde su creación, Bolivia buscó establecer contacto directo con los mercados europeos por el Pacífico y el Atlántico, a través proyectos planificados y no excluyentes, forjados en torno a criterios económicos y no geopolíticos. Vargas refuerza la idea de un temprano «Estado en forma», al sostener que la región litoral sí se insertó en el territorio nacional a partir del despliegue de funcionarios públicos y la adscripción del territorio a la «geografía estatal». Vargas destaca el papel de la élite local en áreas no cubiertas por el Estado, supliendo las atribuciones que competían a organismos públicos, siendo determinante para desplegar la administración sobre el territorio, a través del control del orden público y la regulación de las actividades productivas.
Vargas alude críticamente al choque entre iniciativas gubernamentales con la inacción de las autoridades departamentales y el aislamiento geográfico de la región respecto de los centros políticos y financieros del país, factores que incidirían en la posterior pérdida del territorio.
Siguiendo la perspectiva del vínculo centro-periferia propuesta por Vargas fue analizada, desde una perspectiva historiográfica marxista, por Alexis Pérez (1986), quien en su tesis de licenciatura en Historia estudió la administración entre el Estado boliviano del Departamento en el período 1870-1878. Pérez plantea que los gobiernos bolivianos no pudieron hacer frente a una burguesía chilena que, con capitales en la plata y el salitre, no escondía su interés por anexar el Litoral. El interés del autor, no obstante, es estudiar el papel del Estado boliviano en Atacama, sugiriendo que este se encontraba en una condición formativa y sin proyectos que limitasen los intereses privados asentados en la región. Sometido a una trayectoria marcada por el militarismo, la precaria administración departamental no fue sino la consecuencia esperable de un país desintegrado, donde la práctica cotidiana del ejercicio público era irremediablemente errática, incoherente y contradictoria. La propuesta no ahonda en las razones que posibilitaron la criticada apertura al liberalismo económico que se confrontó a un modelo proteccionista que, en el resto del país era frágil pero eficiente, basado en estancos y monopolios fiscales. De igual modo, el origen del «capitalismo de enclave» en el desierto, hacia el cual fundamenta sus apreciaciones, no tiene relación con el paradigmático cambio en la estructura financiera estatal, ajustándose a un modelo económico en expansión global.
Pérez sugiere que la creciente presencia chilena en el desierto boliviano era proporcional al desinterés de las élites nacionales por promover la integración de esos territorios. La hipótesis, que se enmarca en la crítica a una oligarquía que transforma al Estado en su patrimonio, desconoce u omite la existencia de dinámicas sociales y comerciales en la región, un tema que ha sido objeto de estudio por parte de Letelier (2014) y Jemio (2015), entre otros, quienes, solo durante la primera mitad del siglo XIX, han desentrañado una actividad comercial insospechada que contraviene todos los imaginarios de la época. Más recientemente, la gestión económica interior del Departamento ha sido refrendada por investigaciones de Sanhueza (2012), Carmona (2018) y en especial por Carmona, Chiappe y Gundermann (2021), quienes han demostrado cómo el incremento de la explotación minera en un período temprano incidió en el fomento de la agricultura de alfalfa en los valles interiores de la región, orientada al creciente número de animales de carga. Como consecuencia indirecta, pero no menos importante, la próspera actividad contribuyó a mejorar la conectividad de la región con el interior, uniendo Potosí con Cobija y luego con Antofagasta.
Desde perspectivas que transitan entre lo social y lo cultural, Letelier y Castro (2016) han estudiado la temprana configuración del proletario salitrero en el Departamento Litoral, una propuesta sobre la articulación de relaciones de poder en la sociedad regional acotada al período entre la independencia y mediados de siglo XIX. El trabajo da interesantes luces sobre las formas de organización laboral en una época temprana de la explotación minera. En la misma línea, un trabajo posterior de ambas autoras (2019) analiza la apropiación de ideas culturales y sociales y económicas por el comercio regional hasta 1877, asociándola a la intensificación de la industria extractiva en el contexto de la expansión del capitalismo industrial.
El aumento del tráfico comercial fue determinante en el diseño de vías de comunicación desde la costa hasta los puntos de producción agrícola y ganadera de los valles del interior, para facilitar el intercambio comercial desde y hacia las provincias interiores de Argentina (Conti 1992, 2019; Godoy, 2020) y para disminuir los costos de movilidad de los distintos recintos mineros de la provincia. Como se ha demostrado (Donoso, 2021), aunque el Estado fue reactivo a los estímulos del Litoral, es destacable que el primer proyecto mayor en infraestructura se realizase en la región, lo que demuestra un interés por consolidar tanto una estructura fiscal orientada a resguardar los intereses financieros del Estado, como a la intención de colaborar con la integración del territorio mediante inversiones públicas y el diseño de una legislación acorde a las necesidades regionales. Ejemplo de ello fueron la construcción, en 1871, del primer ferrocarril boliviano (Mejillones-Caracoles), la habilitación de muelles fiscales en Tocopilla y Cobija (1872-1876) y la promulgación de una ley que reconocía el carácter de Bolivia como nación marítima (1878).
3. Una propuesta de análisis
Si bien los estudios históricos en Bolivia han experimentado una renovación esperable por la complejización de la disciplina, la transición hacia perspectivas historiográficas que relacionen el devenir histórico del país a la marcha de sus procesos internos ha sido gradual y sostenidas en modelos epistemológicos tradicionales. Uno alude a una narrativa crítica que no distingue el carácter transitorio de los gobiernos y las funciones inherentes al Estado. Enfocada en apreciaciones éticas, justifican la ausencia de orden institucional previo a la guerra con Chile en la proliferación de regímenes caudillistas, en quienes reconocen una notoria carencia de virtud cívica que resultó determinante en el estancamiento material e institucional de la República (Arguedas, 1910; Dunkerley, 1981; González y Sánchez, 2020: 21-30).
Un segundo enfoque historiográfico persiste en omitir el análisis de los procesos políticos, sociales, culturales y económicos internos, optando, en cambio, por justificar en la mediterraneidad el retraso del país en todas esas áreas. Este factor, por sí mismo, es el eje constitutivo de su historia, transformándose en un argumento que excluye cualquier otro, y que es plenamente funcional al discurso reivindicatorio en torno a la cual se estructura el conocimiento nacional. La percepción del aislamiento geográfico como una circunstancia temporal, al adquirir una trascendencia dogmática, prescinde de la posibilidad de establecer conexión alguna con el devenir histórico boliviano. Con ello, la idea de Chile un país agresor y usurpador como ha permeado y continuará permeando a distintas generaciones, transformándose en uno de los escasos símbolos de convergencia identitaria de un país culturalmente heterogéneo.
La historia republicana de Bolivia se ha escrito bajo el parámetro del mar, un punto de inflexión que ha adquirido un carácter atemporal y que determina el devenir del país en el contexto regional y mundial. Esta mirada del pasado lleva a relegar de la narrativa toda consideración a los esfuerzos iniciados desde los albores de la república por consolidar sus fronteras interiores, uno de los procesos más relevantes y dinámicos de la historia boliviana. La significancia de expandir el Estado a las regiones periféricas no solo se refleja en la diversidad de fórmulas diseñadas para concretarlo, sino que revela una intención que, al margen de la frustrada ejecución de las propuestas, devela la prevalencia de una noción de Estado por sobre las contingencias temporales.
Si bien se trata de un proceso inacabado, cuyas consecuencias derivaron en la reducción del tamaño del país, no fue la falta de ideas o de estímulos las que condujeron al fracaso de la iniciativa, sino la falta de una visión de Estado de las élites regionales, incluso por sobre la rotación gubernamental y las crisis internas. Esto evidencia, al mismo tiempo, las fracturas de un país cuya condición geográfica, y no el desarrollo de caminos y otras vías comunicantes para superarla, sigue siendo argumento para explicar las disensiones internas, desde lo económico hasta lo social durante gran parte del siglo XIX.
Hasta hoy, la idea de Estado en Bolivia se ha configurado sobre lo que Kurtz definió como una «conceptualización enciclopédica» de lo que el país debió ser, no en función de sus singularidades, sino en supuestos genéricos esperables para todo Estado (2013: 123-124). Visto de este modo, la historia de Bolivia aún se estudia como una anomalía cuyo origen se encuentra en la falta de consistencia resultante de la cohesión territorial e identidad colectiva asociada a la idea de nación (Demelás, 1980: 77; Rodríguez, 1994: 17). Sin una noción de cómo organizar una estructura centralizada de poder, parte de los problemas presentados historiográficamente como nacionales fueron, en estricto rigor, conflictos entre regiones o intrarregionales. José Luis Roca, sin caer en polémicas etimológicas sobre el tema, resumió la discusión al proponer la hipótesis de Bolivia como un país compuesto por un conjunto de microsistemas políticos autónomos que debía ser analizado como una agrupación voluntaria de regiones, en donde cada una trataba de cautelar sus derechos y prerrogativas (1999: 71-72).
Atendiendo la diversidad estructural boliviana planteada por Roca, Rossana Barragán ha indagado en la evolución y transformación del Estado a partir de tres sugerentes interrogantes: cuál era el Estado que las élites imaginaron, cuál fue el que se construyó y cuáles fueron los límites territoriales donde se ejecutaron las prácticas del ejercicio estatal en Bolivia. Barragán infiere que la aplicación efectiva de marcos jurídicos como base fundamental para la legitimación de todo Estado se enfrentó a la incapacidad de los propios agentes fiscales para aplicarlos (Barragán, 2000, 2009). La propuesta, desarrollada por Barragán en su tesis doctoral (2003), es particularmente lúcida en el entendido que existe un Estado que evoca, crea y trata de imponer normas, regulaciones y valores cívicos colectivos que exigían consensos que solo se alcanzaron de modo parcial y localizado. El proceso tuvo el agravante de la inestabilidad política, lo que explica la inclusión del stateness hacia las regiones periféricas del territorio, los que fueron vistos como espacios funcionales pero limitados como productores de significados territoriales.
¿Qué explica, entonces, el fracaso del legítimo intento por consolidar las fronteras interiores? La historiografía boliviana ha dado especial relevancia al aislamiento impuesto por Chile a partir de 1904, sin dimensionar la importancia de las secesiones orientales ni menos considerar, como factor determinante, el consenso creado desde mediados del siglo XIX entre autoridades políticas, hombres de negocios y núcleos intelectuales, de la necesidad de priorizar la exploración de rutas fluviales que conectasen con el océano Atlántico, en desmedro de potenciar la actividad portuaria sobre el Pacífico. Desde mediados de siglo, y hasta inicios del conflicto con Chile, ensayos contemporáneos, firmados por influyentes hombres públicos, coincidían en que el Departamento Litoral no ofrecía proyección alguna para el desarrollo del país, tanto por la carencia de medios básicos de sobrevivencia como por su lejanía de los principales núcleos urbanos (Prudencio, 1845; Dalence, 1851; Dorado, 1862; Orosco, 1871).
La intransitabilidad e inhabitabilidad del Departamento Litoral está hoy fuera de discusión, a juzgar por testimonios contemporáneos (Burnett 1915; Puelma, 1855; Tschudi, 1860), por investigaciones recientes que dan cuenta tanto del activo comercio transfronterizo del norte argentino a través de Cobija (Bermúdez, 1967; Lofstrom, 1974; Langer, 2018), como de los nexos entre comunidades costeras con el interior (Letelier y Castro, 2016, 2019). No obstante, la percepción general en Bolivia de sus territorios marítimos como un espacio yermo (principalmente en los núcleos urbanos del norte del país), derivó hacia la convicción de habitar prematuramente un país mediterráneo, idea reiterada por las propias autoridades nacionales y que llevaron a validar la reivindicación del puerto de Arica, no de sus territorios litorales, como un derecho histórico anterior incluso a la existencia de la república (Perrier, 2013: 45-46; Donoso, 2019: 143-161). Esto explica los esfuerzos realizados por los gobiernos nacionales, desde los albores de la independencia, por negociar la compra del puerto, canjearlo por otros territorios o pactar su cesión como un acto de buena voluntad, o por la fuerza, mediante la invasión militar.
En contraste a los imaginarios creados sobre el Litoral, las desconocidas regiones orientales fueron idealizadas como tierras promisorias donde el país debía proyectar su porvenir. La búsqueda colonial de Eldorado, la mítica ciudad de oro emplazada en algún punto de ese esas regiones, dio paso a aspiraciones igualmente alentadoras de los beneficios de civilizar esos territorios y explotar sus riquezas. La integración de los Orientes fue proyectada para comunicar al país con el Atlántico inicialmente a través del Río de la Plata, navegando los ríos Paraguay, Pilcomayo y Bermejo. Las iniciativas, gestadas a partir del gobierno de Andrés de Santa Cruz y continuadas durante la guerra con Chile, fracasaron por razones de diversa índole. En lo político, por el rechazo de Paraguay y las provincias interiores de Argentina a permitir el libre tránsito comercial boliviano por ríos nacionales. Desde lo práctico, por los marcados ciclos estacionales en sus caudales, por la acumulación y arrastre de sedimentos, y fuertes pendientes en algunas áreas (Groff 1987: 17; Valdivia, 2023: 65-92).
La navegación al Atlántico a través del Amazonas pareció corroborarse en 1846, cuando expedición de José Agustín Palacios reconoció la confluencia de los ríos Mamoré y Madera, el mayor afluente amazónico (1944 [1893]), un hito ratificado pocos años después por Larnden Gibbon, oficial de la Marina de los Estados Unidos, quien en 1853 navegó por el Amazonas hasta el puerto de Pará desde el río boliviano de Guaporé (Herndon y Gibbon, 1854; Ruiz, 1984, 1989). Con la entusiasta difusión de los pormenores de este último viaje (incentivada por el interés del gobierno de los Estados Unidos por explorar y colonizar la hoya amazónica), la expansión de las fronteras interiores descansó en la certeza de poder comunicar fluvialmente el país con el Atlántico (Lema, 2016: 13). Esta convicción llevó a la pérdida de parte importante del patrimonio nacional entre 1867 y 1904, tanto por la inexistente fiscalización de las faenas productivas, como por las garantías ofrecidas para la contratación de empréstitos con el objetivo de impulsar obras ferroviarias y portuarias finalmente inconclusas.
Haciendo el contrapunto con las insalvables dificultades para el fomento del comercio exterior a través del puerto de Cobija u otro enclave de la costa boliviana, desde 1853 los discursos públicos y privados bolivianos se volcaron hacia el departamento del Beni, en especial en las provincias de Mojos, Yuracaré y Caupolicán. Sin una base cartográfica orientadora ni conocimiento cabal de los recursos disponibles o de los pueblos originarios residentes, la especulación sobre las ventajas económicas y estratégicas un gran número de sociedades comerciales y de navegación se gestaron en Bolivia, Europa y Estados Unidos para explorar ríos, crear colonias en zonas fronterizas y explotar los riquezas naturales existentes (López, 2021: 260-265).
La percepción del gobierno central hacia el Pacífico boliviano no varió tras la ocupación militar chilena de Mejillones en 1842, ni tampoco supuso un cambio sustantivo en la administración regional después del primer acuerdo limítrofe con ese país, en 1866. El cambio se produciría recién cuatro años después, con el descubrimiento de plata en el mineral de Caracoles, cuando la recaudación aduanera generada por la explotación del yacimiento, más los ingresos por consignaciones de venta del guano, convertirían al Litoral en el pilar financiero del país durante esa década, aportando casi tres cuartas partes de los ingresos fiscales (Heymann, 2017: 95-108).
Apoyado tanto por el esplendor minero y el descubrimiento de nuevas confluencias fluviales (Heath, 1882) como por la demanda creciente de caucho y quinina desde Estados Unidos y Europa, el reforzamiento del carácter marítimo y la búsqueda de nuevas rutas por los Orientes fue promovida por miembros de las élites económicas y políticas regionales. Sin cuestionamientos éticos por su doble rol de financistas y reguladores políticos del proceso, grandes proyectos en el Chaco (Francisco Javier Bravo) o en Santa Cruz (Suarez Arana), confrontaron el interés de personajes como Santiago Vaca Guzmán, Aniceto Arce, Ismael Montes y José Manuel Pando (los tres últimos futuros presidentes del país), quienes participaron en sociedades comerciales y de exploración como accionistas o tenedores de derechos y privilegios sobre grandes porciones de territorios (Molina, 2017: 96-99). Aunque en 1889, un ministro de Estado afirmaba que «la puerta para que Bolivia pueda salir al Atlántico está abierta y asegurada» (Quijarro, 1890), la ocupación de las Tierras Bajas no pasó de ser una instancia supeditada a la intensidad de las actividades extractivas o comerciales, fuese impulsada por grandes compañías o por iniciativas individuales. Estas terminaron por supeditar el interés geopolítico nacional, en un contexto del todo desregulado y sin una presencia estatal efectiva (Villar, 2020).
En el caso del Pacífico, la disensión entre los grupos regionales tuvo su mayor expresión en los intentos de Aniceto Arce por unir, a través de un ferrocarril, el mineral de Huanchaca con algún punto de la costa. Las gestiones para su construcción, iniciadas en 1878, solo culminaron en 1889, tras el rechazo de La Paz, Oruro, Santa Cruz, Tarija y Cochabamba a un tendido que ponía en riesgo la estabilidad de sus intereses comerciales sobre Arica y Argentina (Vásquez-Machicado VII, 1988: 239-262).
El optimismo ante la diversificación de vías comunicantes al mundo se reactivó tras el retiro boliviano del conflicto, en 1880. Tras el derrocamiento de Hilarión Daza, el país experimentó un ciclo de tranquilidad política y financiera interior que, hasta la Guerra Federal, dio a Bolivia una inédita gobernabilidad (entre 1880 y 1899 cuatro mandatarios consecutivos cumplieron su período y lo transmitieron a su sucesor). El contraste virtuoso utilizado entonces para analizar «los nuevos rumbos de Bolivia» se justificaba en el aparente fin de un prolongado ciclo de caudillismos militares que, entre 1842 y 1879, hundieron al país en una inestabilidad reflejada en rotativas de gobiernos con un promedio de tres años de duración y más de tres motines, sublevaciones militares, conspiraciones y revoluciones armadas por año. En el mismo lapso, tres de trece gobiernos fueron dirigidos por civiles, nueve mandatarios fueron derrocados y solo hubo una transmisión del poder en los plazos convenidos. En el mismo lapso, nueve mandatarios fueron derrocados y solo hubo una transmisión del poder en los plazos convenidos (Aranzaes, 1918).
El nuevo orden interior supuso la proyección de orden constitucional basado en la hegemonía de partidos políticos, la no deliberación del ejército y una marcha económica basada en la explotación de recursos naturales, con una limitada injerencia estatal. La opción de seguir en guerra sin tomar parte activa de ella, como señaló en 1882 Mariano Baptista, había sido una oportunidad para reorganizar Bolivia y «renacer vigorosamente de las cenizas del pasado» (Baptista, 1882: 4). Aun cuando Aniceto Arce fue cuestionado y exiliado en 1881 por sugerir un acuerdo de paz negociado con Chile para un sector representativo de la política nacional, en la práctica, la idea era compartida, señalando que el fin de la participación boliviana en la guerra permitiría la reestructuración del Estado sobre bases «modernas democráticas liberales capitalistas» (Quijarro, 1887: 9-11).
La postguerra boliviana se caracterizó por la estabilidad política y financiera interior que facilitó la gobernabilidad que ratificó la preconcepción sobre la naturaleza de los regímenes precedentes y la representatividad de los gobiernos civiles. Hasta entonces, a excepción del gobierno de José Ballivián, los mayores logros institucionales previo a la guerra con Chile se alcanzaron entre 1872 y 1876, durante los mandatos de Adolfo Ballivián y Tomás Frías, cuando el Estado boliviano impulsó una inédita política de construcción de infraestructura ferroviaria en el Litoral y el Beni. Su corrección moral destaca frente a los regímenes de Mariano Melgarejo y Agustín Morales, y al posterior de Hilarión Daza (Arguedas, 1929; Cueva, 2000: 217-229; Donoso y Huidobro, 2015: 77-83). El contraste virtuoso utilizado para analizar la evolución política de Bolivia parece justificado si consideramos que, desde 1842, los gobiernos tuvieron una duración promedio de tres años, experimentando cada uno de ellos al menos tres motines, sublevaciones militares, conspiraciones y revoluciones armadas hasta 1879 (Aranzaes, 1918).
Con un país en un relativo orden interior, las élites, en control del gobierno, optaron por un pragmatismo que llevó desechar el desarrollo futuro de obras de infraestructura por cuenta del Estado, optando, en cambio, por estimular las inversiones privadas que conectasen al país con los océanos colindantes. En 1892, Aniceto Arce, principal accionista de la compañía minera Huanchaca de Bolivia inauguró (siendo presidente de la república) el primer ferrocarril boliviano que circuló entre Oruro y Antofagasta, al tiempo que se anunciaba la aprobación de nuevos proyectos ferroviarios para unir el país al Ferrocarril Central Argentino, conducente a Rosario y Buenos Aires (Ziegler 1885). En 1893, ya se conocían las bases del proyecto que, casi diez años después, llevó a Chile a unir Arica y La Paz, mientras el gobierno de Brasil, con la anuencia boliviana, inició la planificación de las obras del ferrocarril Mamoré-Madera.
La creación del Territorio Nacional de Colonias y de la Oficina Nacional de Inmigración, Estadística y Propaganda Geográfica, determinaron los nuevos objetivos del Estado sobre los territorios orientales: reorganizar administrativamente las regiones, fomentar la migración boliviana hacia las regiones del Acre y el Purús (reclamados por Brasil y Perú, respectivamente), vigilar militarmente las fronteras de la provincia de Chiquitos y regularizar el status jurídico de las colonias asentadas desde el Beni al Chaco (Lavadenz 1925: 58).
Los esfuerzos públicos y privados por consolidar el ordenamiento político-administrativo de Bolivia y la autoridad fiscal en las regiones periféricas solo fueron concretados tras la definición de sus límites con Brasil y Chile en 1903 y 1904, respectivamente, mediante acuerdos que significaron la cesión a ambos países de más de 300 mil kilómetros cuadrados (López 2001; Garay 2009, 2013). El fin de las proyecciones bioceánicas bolivianas no cerró la posibilidad de acceder al mar: el acuerdo con Brasil consideró la construcción del ferrocarril Mamoré-Madera posibilitaba la libre navegación por el Amazonas, mientras Chile ofreció compensar la pérdida de los territorios marítimos con el tendido de un servicio similar entre La Paz y Arica. Ambas opciones llevaron a los gobiernos bolivianos a proyectar, desde 1904, una extensa red ferroviaria interior que permitiría concretar la aspiración de alcanzar el Atlántico y el Pacífico de forma rápida y expedita (Zalles 1906).
4. Conclusiones
El reconocimiento de los territorios interiores en Bolivia fue contemporáneo a la búsqueda de consolidación territorial de buena parte de las nacientes repúblicas latinoamericanas. Valiéndose, en todos los casos, de las ambiguas referencias de las delimitaciones coloniales, la expansión hacia las periferias presupuso definir las fronteras nacionales hasta donde estas podían ser tentativamente abarcables, conciliando sus aspiraciones territoriales con la de las naciones colindantes donde estas eran especialmente meras abstracciones, sin menoscabar las respectivas autonomías (Roux 1996, 2000; Perrier 2007; Pires y Nunes, 2020).
Sin un conocimiento científico del tamaño de su superficie durante las dos primeras décadas de vida independiente, el avance hacia el Litoral y los Orientes confrontó las pretensiones de países contiguos, cuyos gobiernos, independiente de la validez jurídica de las demandas, acusaron derechos soberanos sobre alguna porción de territorios donde Bolivia había privilegiado la expansión.
Con un control tácito de los territorios, sumado a un cuestionable manejo diplomático de las negociaciones, la superficie inicial del país, estimada de 2.364.726 km2 en 1825, se redujo a 1.098.591 en 1938. Brasil se anexó alrededor de 490.430 km2 de las regiones del Acre y Matto Grosso entre 1867 y 1928, mientras Argentina, entre 1889 y 1925, hizo propios 170.758 km2 del Chaco Central, la Puna de Atacama y de los territorios al sur de Tarija. El Perú, que en los albores de la guerra con Chile reclamaba como propios una parte del Departamento Litoral boliviano (Donoso, 2022: 243), en 1909 acordó la cesión de más de 250.000 km2 de la región nororiental del Purús. Paraguay, finalmente, le restó más de 234.000 km2. Mediante acuerdos limítrofes o como consecuencia de conflictos bélicos, Bolivia cedió más del 53,5% de su superficie original, concentrándose casi tres cuartas parte de ellas en las zonas orientales del país (Figallo, 2003: 190; Auad, 2015; Urenda, 2022: 123-128).
Con una estructura fiscal diseñada en el papel, pero inoperante en la práctica, la ocupación de los Orientes y la búsqueda de rutas al Atlántico, estimuladas con especial fuerza durante el gobierno de Narciso Campero (1880-1884), terminaron por convertirse en un proceso inorgánico priorizando las actividades especulativas por sobre el interés común. La fundación de colonias en regiones de frontera derivó en su rápida conversión a factorías dependientes del comercio hacia países colindantes. La ocupación ilegal de tierras por el flujo continuo de migrantes afectó gravemente a las comunidades indígenas, en un período de apogeo en Bolivia del darwinismo social, con un impacto demográfico que aún no se ha cuantificado (Demelás, 1981; Van Valen, 2013; Costa, 2017).
Pese a las evidencias de un período dinámico en proyecciones para integrar las regiones periféricas, la historiografía boliviana ha perseverado en convertir la reivindicación marítima en el eje del pasado nacional y a la mediterraneidad boliviana en el dispositivo articulador de la memoria territorial colectiva. Esto, sin perjuicio que su derecho se fundamente en una salida soberana por Arica o algún punto del antiguo litoral de Tarapacá, omitiendo alusión alguna hacia sus antiguos territorios costeros y las iniciativas integradoras de las regiones periféricas promovidas desde mediados del siglo XIX (Perrier, 2013: 64-65; González y Ovando, 2016: 43-44; Otero y Rivas, 2018: 111-120).
El Tratado de 1904 marca indudablemente un quiebre paradigmático en el devenir boliviano, iniciando un ciclo de estancamiento derivado de una condición de aislamiento forzado por Chile, una idea reiterada por la historiografía nacional y en torno a la cual se ha configurado la identidad nacional (Mendoza, 2016). Sin cuestionar este aserto, creemos que es necesario reconocer que el acuerdo también puso término a un período continuado de casi cinco décadas, donde los distintos gobiernos, independiente de su legitimidad y duración, promovieron un ambicioso aunque inorgánico proceso de expansión interna, con el objetivo de integrar las regiones periféricas a los ejes político-administrativos del país. Justificada, en sus inicios, en la urgencia por romper la dependencia comercial con el Perú, la propuesta fue una causa respaldada transversalmente, orientada tanto a ratificar la condición marítima boliviana en el Pacífico como, principalmente, a la búsqueda de vías fluviales que conectasen las regiones orientales del país con el Atlántico a través del Amazonas y del Río de la Plata.
Tanto en los orientes como en el litoral, las iniciativas impulsadas desde los centros políticos se sustentaron en proyecciones genéricas o imaginarias de la geografía y los recursos existentes en las periferias, ampliamente difundidos por la prensa y pasquines. Sin respaldos cartográficos o científicos, las expectativas creadas no fueron acompañadas por una institucionalidad que regulase la expansión, no tuvo objetivos específicos que resguardasen los intereses fiscales ni consideró las particularidades económicas, políticas y culturales, las materialidades y las proyecciones simbólicas de las sociedades periféricas (englobando en ella a comunidades indígenas, élites y proletarios residentes). Esto explica que un proyecto, en teoría de integración, solo tuviese en común la resistencia en ambos territorios hacia un Estado que no pudo validar en ellos las funciones que le eran inherentes.
El proceso de expansión, finalmente, tuvo un alto costo para Bolivia: el apoyo fiscal a la concreción de proyectos estratégicos acabó por comprometer la estabilidad financiera del país, al tiempo que dio origen a reivindicaciones territoriales de los países colindantes que redujeron significativamente su superficie.
La relevancia de un ciclo de integración en donde, como se afirmaba, se definía el porvenir de Bolivia, hace incomprensible la exclusión de su estudio en la historiografía boliviana, en especial cuando los principales hitos y transformaciones sociales, políticas y económicas del país, durante el período propuesto, estuvieron directamente relacionados con el desarrollo del proceso. En lugar de ello, se ha optado por dar un giro discursivo hacia la reivindicación marítima, omitiendo, entre otros factores, el activo rol en la expansión interna de una élite que, desde el ejercicio del poder, resguardó sus intereses en desmedro del bienestar común.
Agradecimientos:
El presente estudio se ha elaborado con el respaldo del proyecto ANID/FONDECYT/ REGULAR N° 1231311. El autor agradece el apoyo de los investigadores Pablo Chávez Zúñiga y Bruno Valdivia Gallardo.
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