Artículos
Recepción: 30 Diciembre 2023
Aprobación: 06 Mayo 2024
DOI: https://doi.org/10.23854/autoc.v8i2.497
Financiamiento
Fuente: MCIN/AEI/10.501100011033
Nº de contrato: PID2021-122319NB-C21
Descripción del financiamiento: Las formas de interacción con el mundo: cautiverio, violencia y representación, referencia PID2021-122319NB-C21 y es financiado por MCIN/AEI/10.501100011033.
Resumen: La monarquía de Felipe II experimentó una reconducción del dominio real. Esta adoptó expresiones locales de acuerdo con los rasgos de cada reino. Desde la perspectiva eclesiástica, este texto da cuenta de la implementación de dos modalidades de esa reconducción, una en el Perú durante la década de 1570, la otra en la Nueva España de los años de 1580. Se examina asimismo la buena fortuna de ambas, es decir, su pervivencia y mutuas repercusiones durante el siglo XVII.
Palabras clave: Felipe II, Perú, Nueva España, patronato eclesiástico, Indias Occidentales.
Abstract: During the reign of Philip II the Spanish Monarchy underwent a process of reassessment of the king’s domination according to each kingdom’s local traits or prophile. From the standpoint of ecclesiastical politics, this paper gives an account of the implementation of two modalities of that reassessment: one in Peru during the 1570’s, the other in New Spain in the following decade. It also depicts the good fortune, survival and repercussions of both during the Seventeenth century.
Keywords: Philip II, Peru, New Spain, ecclesiastical patronage, Spanish Indies.
1. Introducción
Como en otras latitudes de la monarquía de España, durante el reinado de Felipe II se puso por obra un proceso de reconducción política en los reinos del Nuevo Mundo. Luego de varias décadas prevalecían fuertes tendencias a la disgregación, así como desequilibrios. Numerosos actores reivindicaban poder, privilegios y personalidad corporativa en nombre del rey (Ramos, 1982; Baltar, 1998; Ruiz Ibáñez, 2003). Uno de los instrumentos de autoridad, el correspondiente al cargo de virrey, adolecía de descrédito entre diversos sectores y grupos. De ahí que a fin de asentar su legitimidad, el dominio real precisara ser reencausado. Presento aquí la instauración en el Perú y en Nueva España de formas de reconducción en las décadas de 1570 y 1580, así como su pervivencia. Se trata de sendas modalidades del dominio real que, por una parte, reconocen la repercusión de las alteraciones en la corte de Madrid. Y, por la otra, adquieren la forma de políticas de conservación en el plano local. Si la monarquía se había ido configurando en cada latitud de acuerdo con el pluralismo jurídico subyacente a pretensiones y reclamos, la reconducción del dominio adoptó asimismo perfiles o expresiones diferenciados.
Durante los primeros años de su largo reinado, para Felipe II, como para sus principales ministros, era manifiesta la necesidad de emprender acciones complejas que estabilizaran la autoridad real. Los tratadistas de la época hablaban, efectivamente, de «conservar y defender los estados». «La dificultad está en la conservación, siendo más dificultoso el arte de gobernar que el de vencer», escribió el jesuita Pedro de Ribadeneira (1527-1611) (Iñurritegui, 1995 citado por Gil Pujol, 2016: 195). Lo que implicaba examinar condiciones locales, discernir lineamientos, formular políticas y concertar a determinados agentes mediadores. Todo ello se intensificó a partir de la década de 1560. En la conservación entraba el buen gobierno de los súbditos y las acciones de defensa se desplegaban ante poderes exteriores o bien sentaban plaza en los confines de la monarquía, en escenarios como las guerras de Chile, el Nuevo Reino de Granada o la llamada chichimeca en la América septentrional.
Cuando en los años de 1590 el proceso de estabilización se había completado, Antonio Pérez, uno de los secretarios del monarca, recordó la siguiente enseñanza o regla apreciada un siglo antes por Fernando el Católico: siempre que en la balanza de satisfacción el rey y el reino estuviesen iguales ambos serían durables (Gil Pujol, 1989; Pérez, 2009: 106; Gil Pujol, 2016: 153. Se refieren a Antonio Pérez del Hierro 1540-1611). A defecto de lo cual las alteraciones podían acarrear consecuencias funestas. Los autores también se hicieron cargo del carácter diferenciado de la nueva presencia de la autoridad del rey cuando señalaban que este último «acomoda sus acciones al estilo del país» (Saavedra Fajardo, 2010: empresa 59). Por eso en cada latitud se adoptaron modalidades de estabilización que, al activarse, suscitaron sus propios mecanismos y cauces de gestión.
Ahora bien, las modalidades de que trataré son ya conocidas. Quizá hasta ahora nos parezcan demasiado evidentes o, en el peor de los casos, poco relevantes. Es que han estado sujetas a la perspectiva historiográfica del Estado-Nación o se les ha ubicado en la fase «colonial» de las historias nacionales. Durante años también se entendieron conforme a una relación unívoca y vertical entre la corte y los reinos (Cuevas, 1921-1926: tomo II; Levillier, 1935; Schäfer, 1947; Vargas Ugarte, 1959: tomo II; Poole, 1987). Reconsiderarlas implica ponerlas en un contexto más complejo, el de monarquías compuestas de envergadura planetaria, es decir, en el ámbito de comprensión de las Indias Occidentales. Este otro punto de vista cuestiona la dualidad rey/reinos como una simple conexión causa efecto donde una lejana «metrópoli» impone su «control» a las posesiones ultramarinas para ser en ellas pasivamente acatada.
Evidentemente, la estabilización general del dominio real bajo Felipe II es empresa que no pretendo aquí desahogar. Por definición, un orden de cosas en que intervenían tantas jurisdicciones en tantas latitudes no puede ser abarcado de manera exhaustiva. Hay que referirse a tal o cual asunto en este o en aquel territorio y desde algún ángulo o enfoque. Procederé desde el punto de vista de la política eclesiástica por ser preeminente en mis indagaciones y experiencia profesional. A lo largo de los años, he corroborado que en esa política encuentran expresión semejanzas y diferencias considerables entre los Andes centrales y Mesoamérica (Mazín, 2007, 2008, 2009, 2010b, 2012, 2015, 2016, 2017 y 2019). Las primeras son discernibles porque en un régimen de cristiandad la religión, el derecho y las lenguas se hallaban imbricadas y seguían una misma evolución. En cambio, las diferencias tienen que ver con la versatilidad del dominio del rey como señor natural de cada tierra, con las condiciones geográficas y con el grado de asimilación cultural de cuño hispánico que se iba dando (Mazín, 2006 y 2013).
Las modalidades que aquí expondré son relevantes. Primero, porque probaron su eficacia para la conservación de los reinos en términos de estabilidad. En seguida, porque reconfiguraron el ámbito de autoridad de los virreyes. Los letrados de los siglos XVI y XVII eran conscientes del éxito y durabilidad de ese tipo de fórmulas. Hablaban del «arte e industria humana» con que, luego de especular, se daba con reglas de efecto mediador y vinculante respecto de bases sociales diversas (Tovar y Valderrama, 1645: 69, 65, 85, 124-125, 132-133, 157, citado por Gil Pujol, 2016: 202. Se refiere a Diego de Tovar Valderrama, 1600-?). Ellas acortaban o alargaban el término de la conservación de la Monarquía. Las que aquí interesan fueron instauradas en las ciudades cabeza de reino, primero en Lima y luego en México. Quedémonos con una pregunta inicial: ¿Cómo asumió el patronazgo eclesiástico del Rey Católico las tendencias a la disgregación del Perú y los desequilibrios de integración de la Nueva España?
Procederé de la siguiente manera: en una primera sección de este artículo enuncio las modalidades de reconducción o estabilización del dominio del rey, sus primeros episodios y las estrategias a que una y otra dieron lugar. En la segunda abundo en las posibilidades analíticas de mi procedimiento y hago una propuesta de historia conectada. Es decir, en la segunda sección presento un entreverado de situaciones o instancias propias de la evolución de las modalidades. También es mi propósito contribuir a superar la mera yuxtaposición de Indias meridionales/septentrionales y sugerir mecánicas diferenciadas de comprensión para un mismo conjunto de posesiones siempre interactuante.
2. Modalidades del dominio real
2.1. Perú
La geografía andina de los reinos meridionales, portentosamente accidentada y de difícil acceso, configuró nichos estancos de poder. Comenzando por una bicefalia: el Cuzco, antigua capital de los Incas ubicada en las alturas, sobre la vertiente poniente de la cordillera; y Lima, nueva capital y centro de poder fundada por los españoles en la planicie litoral. Exacerbaron esa situación las guerras civiles entre conquistadores, el largo conflicto armado con las autoridades reales a raíz de la promulgación de las Leyes Nuevas que pretendían limitar las encomiendas, la resistencia tenaz del «estado» incaico, el entorpecimiento consecuente del proceso de cristianización y la reivindicación de las aspiraciones señoriales. Como es sabido, el primer virrey sucumbió en las guerras y dos gobernadores, comisarios sucesivos de la Corona, contuvieron la hecatombe sin lograr la pacificación (Vargas Ugarte, 1953: I, 166-171).
La primera modalidad aquí expuesta responde a la fragmentación y disgregación consecuente de lo ocurrido en el Perú. Y solo había un antídoto: poner por efecto acciones que las reencausaran. Al correr de los años, algunas estrategias dieron lugar a un patrón destinado a paliar la prevalencia autárquica de los entornos locales. La más relevante consistió en reforzar la autoridad y el prestigio del virrey, cuyas facultades de gobierno y legislativas fueron incrementadas (Merluzzi, 2014: cap. 6). En esto la participación del Consejo de Indias parece haber sido mínima, acaso debido a las críticas que contra ese tribunal habían enderezado los informes referentes a la agitación en los reinos y provincias. Además, a causa de estar ese cuerpo sujeto desde 1567 a una visita general a cargo del Lic. Juan de Ovando, el protagonismo en Madrid recayó sobre la célebre «Junta de las Indias» o «Junta Magna» de 1568. Esta instancia realizó un balance de la turbulencia de décadas en los Andes. Acudieron representantes de varios Consejos y personajes con experiencia indiana. Estuvo presidida por el cardenal Diego de Espinosa, presidente del Consejo de Castilla y brazo derecho del monarca conforme a una agenda preparada por Ovando (Peña Cámara, 1941; Ramos, 1982: 437-454; Abril Stoffels, 2003; Poole, 2004: 129-137).
Ya sabemos que el primero que viajó al Perú investido conforme a esa estrategia fue el virrey don Francisco de Toledo, de cuya gestión se esperó una especie de nueva «conquista» que debía entenderse como «pacificación». Su originalidad y efectos disruptivos sobre algunos grupos suscitaron la presión del Consejo de Indias para poner fin antes de tiempo al mandato de ese virrey. Sin embargo, el entorno del monarca resistió, lo que corrobora su protagonismo (Hanke, ed. 1978: 280, I, 72. «Cuando vino a gobernar estos reinos trajo mucho favor del cardenal Espinosa», escribió Don García Hurtado de Mendoza, IV Marqués de Cañete, uno de los sucesores de Toledo. Y su sucesor inmediato, don Martín Enríquez, señaló: «Todas cuantas ordenanzas hay en esta tierra […] están en nombre de Don Francisco de Toledo y casi no hay memoria de las que ha hecho el Real Consejo» (Hanke, ed. 1978: 280, I, 181; Merluzzi, 2007). En las nuevas ordenanzas de la ciudad de Cuzco promulgadas por Toledo, se alude a un pasado local reciente durante el cual «los españoles estuvieron divididos» y la justicia «espiritual y temporal» «tiranizada» no en manos de uno, sino de muchos «tiranos» (Hanke, ed. 1978: 280, I, 122: memoriales del virrey Francisco de Toledo s/f, AGI, Indiferente 1373). Era, pues, indispensable, buscar que esas diferencias se sujetaran a una justicia más estricta. Efectivamente, ya desde las instrucciones de gobierno entregadas a Toledo se impuso el imperativo de discurrir acciones que mitigaran la disgregación. De ahí que, por espacio de casi cinco años, el virrey realizara una larga visita a la «provincia y tierra y lugares de ella». Su excepcionalidad recuerda las visitas pastorales de los obispos. Por eso es medular para entender las acciones de su gobierno en el plano eclesiástico. Como veremos, las consecuencias de esa visita sentaron un precedente paradigmático para el virrey del Perú.
En efecto, la cristianización desempeñaba un papel preeminente. En todas latitudes de la monarquía, «catolizar» implicaba redimensionar los territorios en términos jurídicos, religiosos y lingüísticos conforme a la tradición hispánica y al designio de hegemonía confesional de la casa reinante. A ese designio obedeció, en Flandes, la fundación de nuevos obispados a partir de 1577 (Ruíz Ibáñez y Mazín, 2021:79, 91, 265). Ahora bien, en los Andes esa empresa se hallaba entorpecida, por lo que el virrey debía encabezar su reparación al ir de por medio la conservación del dominio entero del rey Católico. Por lo mismo, también debía consolidar la «República de los indios», su reducción a vivir en «policía», es decir, congregados y no disgregados para su debida enseñanza catequética. «La doctrina que hallé era tan flaca […] que era imposible dársela por la incompatibilidad con que antes de la reducción estaban poblados los indios», dijo en un memorial Don Francisco de Toledo al rey (Hanke, ed., 1978: 280, I, 128 y ss.). Los pueblos de españoles en el Perú no eran muchos y estaban muy apartados. En cambio, los de los indios, numerosos, estaban dislocados y padecían despoblación; «He sido informado -escribió Felipe II- que a causa de las necesidades que han puesto a los que aquella tierra han gobernado y, de contentar a muchos, se han desmembrado del dominio de casi todos los caciques muchos indios». (Vargas Ugarte, 1953, I, 182-183: carta del arzobispo de Lima, 9 de agosto de 1564; Hanke, ed., 1978: 280, I, 80 y ss). Lo cual en términos materiales se tradujo en la imposición de la mita peruana (Assadourian, 1989). La subsistencia de los principados o señoríos prehispánicos, bajo auspicios de encomenderos en pie de guerra, no había aún dado lugar a un régimen de dominio hispano compacto, sino difuso.
Los virreyes sucesivos del Perú tendrían presente la «Junta Magna» de 1568 que reformulara el patronazgo real eclesiástico durante tanto tiempo «usurpado», para poner remedio a la «remisión y descuido con que se había usado de ese derecho» (Hanke, ed. (1978: 282, II, 91: Relación del Marqués de Montesclaros al Príncipe de Esquilache, 1615). El primer episcopado meridional se había hallado envuelto en las guerras y sublevaciones, ya fuera porque los prelados recibían comisiones de la Corona para conciliar a los sublevados y aplacar a los grupos en disputa; o bien porque ellos mismos participaran en acciones bélicas, como aquella en que pereció el primer obispo del Cuzco. Todo, pues, los había distraído de su ministerio (Vargas Ugarte, 1953: I, 182-183). Aliados en general de la Corona contra los rebeldes, debían ahora coadyuvar a reconducir el dominio del monarca, aunque en estrecha colaboración con el virrey para sujetar sus acciones a los requisitos y exigencias de ese patronato revigorizado, como encargara el propio monarca: «Os ruego y encargo que, juntándoos para ello con el nuestro virrey de esas provincias, ambos escribáis y persuadáis a los dichos obispos para que con mucha brevedad se junten» (Lissón Chávez, 1943, III: 7-9).
La turbulencia de los tiempos, la inmensidad de las distancias, las inercias de la disgregación y un poblamiento hispánico en aumento suscitaron la instrucción real de fundar nuevos obispados: «En cuanto al número de los prelados que al presente hay en aquellas provincias […] no parece bastante y que así se entienda conviene erigir más iglesias y prelacías (Hanke, ed. 1978: 280, I: 94-95). Era esta una pauta de pacificación vigente desde los Andes hasta Flandes y correspondía a una monarquía de acendrada vocación urbana. Dos sedes diocesanas, sufragáneas de Lima, fueron erigidas durante la gestión del virrey Toledo en las ciudades de Trujillo y Arequipa. Ahora bien, conforme a la dualidad temporal y espiritual del dominio real, la instalación de Reales Audiencias y de gobernaciones había tenido lugar en sitios que eran asimismo sedes de obispado en vista de la geopolítica de contención prevaleciente. De ahí que las cabeceras diocesanas sin Audiencia fueran objeto de una interacción judicial más apegada por parte del tribunal real a cuya jurisdicción se acogían; o bien que la disputa de algunos territorios diocesanos fuese incumbencia de dos Audiencias a la vez, como la diócesis de Popayán, disputada por las Audiencias de Santa Fe y de Quito (Abadía, 2021: cap. 4). En materia de patronato se reforzarían asimismo las facultades de esos tribunales, de sus presidentes y de los gobernadores de provincia, no solamente las del virrey (Hanke, ed., 1978: 281, II, 190), lo que incluía la posibilidad de que el cargo de gobernador también recayera sobre eclesiásticos. El proceso culminaría cuando dos sedes de Audiencia, además de Lima en 1546, fueron elevadas al rango de iglesias metropolitanas o arzobispales: Santa Fe de Bogotá en 1564 y La Plata o Charcas en 1609 (Vargas Ugarte, 1953: I, 291).
El virrey Toledo tenía experiencia en el plano eclesiástico. Con «trabajo y cuidado» se había desempeñado en 1565-1566 como representante de Felipe II en el concilio provincial de la ciudad de Toledo, sede primada de España en que se implantó la reforma tridentina de tan fuerte cariz disciplinar. De ahí que se le instruyera dar continuidad a esa labor en los Andes: «Es más conveniente que los concilios provinciales se celebren donde residen los virreyes […] y aun sería conveniente que asistiesen ellos […] como se hizo en los concilios provinciales que acá se han celebrado» (Hanke, ed., 1978: 280, I, 94-95). Lo hizo con creces, pese a no haber tenido lugar concilio provincial alguno durante su gestión. Es por eso sorprendente que, desde entonces, en el Perú ningún foro superara a los concilios y sínodos como instancias para contener las tendencias disgregadoras. La presencia en ellos de canonistas, teólogos, «lenguas de la tierra» y jueces contribuía a articular la doctrina, la disciplina, la enseñanza de las lenguas, la reducción de la población autóctona y la impartición de la justicia (Vargas Ugarte, 1953: I, 318-319).
El segundo concilio provincial de Lima, del año 1567, había reunido no solo a eclesiásticos procuradores de las iglesias, como el primero, en 1550-1551, sino también a los prelados titulares que acudieron desde sus lejanas sedes (Dussel, 1979:1). Habían asimismo asistido procuradores de las principales ciudades y sus cabildos, aunque sin voto, conforme a la tradición urbana castellana. Durante su visita, el virrey Toledo debió familiarizarse con personeros y expertos asistentes a ese segundo, algunos de los cuales acudirían al siguiente concilio de Lima de 1582-1583 que Toledo se esforzó en anticipar. Efectivamente, a su paso por los territorios intervinieron actores, situaciones y circunstancias que dejarían su impronta en los cánones del célebre concilio tercero.
No solo esas asambleas provinciales, sino los sínodos diocesanos, de carácter más local, configuran una estrategia de reconducción del dominio real en el área andina. Durante su visita, el virrey Toledo insistió en allanar dificultades de las ciudades para hacerse representar por sus procuradores ante ese tipo de instancias. Y, pese a la insinuación de algunos obispos de reducir los plazos para su verificación a causa de la lejanía, el concilio tercero de Lima fue convocado por el arzobispo fray Jerónimo de Loayza O.P. desde enero de 1573. La convocatoria, sin embargo, debió ser aplazada precisamente a causa de la ausencia del virrey, que visitaba el reino. La inminencia de su retorno a la capital no pudo verificarse y el concilio se frustró, pues el arzobispo falleció en octubre de 1575.
Luego de que a instancias suyas en 1576 se reuniera una congregación provincial en que se compuso una cartilla en lengua aimara, el virrey Toledo pretendió reunir el concilio en 1578 y hasta dispuso que se siguiera el «modo y orden» del concilio de Toledo al que había asistido en nombre del rey. (Vargas Ugarte, 1955: II, 52-54: «Sobre el modo y orden de dar cada prelado su sentencia en la asamblea se siguió lo dispuesto en el concilio de Toledo»). Por entonces presentaba a Felipe II un balance de su gestión en que destacaba la relevancia de esa «Junta general» de los obispos y superiores de las órdenes donde se elaboraban instrumentos de pastoral (Hanke, ed., 1978: 280, I, 171). Estos se hacían eco del reconocimiento de los territorios vertido en aquellos años en las célebres «relaciones geográficas» de Indias, en el sentido de «minorar los distritos y dividir los obispados» para favorecer la acción de los prelados (Vargas Ugarte, 1953: I, 256-291). En respuesta, en septiembre de 1580 el rey ordenó terminante convocar y asistir al Tercer Concilio Provincial de Lima (Lissón Chávez, 1943: III, 7-9).
Pese a haber para entonces terminado ya la gestión de Toledo, en los cánones de esa asamblea, al fin convocada en agosto de 1582 por el siguiente arzobispo, Toribio de Mogrovejo, se pueden discernir directrices disciplinares de aquella. A saber: que el clero secular y las órdenes religiosas retomaran con vigor la evangelización, la defensa y buen trato a los indios; que los pastores no retomaran las armas ni volvieran a la guerra, porque al cabo aquel virrey había hecho construir un conjunto de guarniciones y de plazas fuertes diseminadas en puntos neurálgicos; que los virreyes condujeran los concursos para el nombramiento de ministros conforme al conocimiento de las lenguas autóctonas y que ordenasen elaborar un catecismo oficial en ellas; en fin, que se fundaran los seminarios tridentinos, como dos décadas después aconteció en Lima (1591; 1601), Quito (1594), La Plata (1597) y Cuzco (1603) (Vargas Ugarte, 1953: II, 192-193; Pérez Puente, 2017). A esas empresas se sumaba la Compañía de Jesús establecida en el Perú desde 1568 y que muy pronto contó con el beneplácito de los virreyes: «Los de la Compañía de Jesús son muy útiles en esta tierra y así será S.M. servido de mandar y enviar la cantidad que piden» (Hanke, ed., 1978: 280, I, 122: Carta del virrey Don Martín Enríquez, 17 de febrero de 1583).
En adelante la instancia conciliar se halló estrechamente asociada a las atribuciones del virrey del Perú. Según opinión del conde del Villardompardo, el concilio «siempre diferencia el patronazgo real de lo demás y lo favorece con especialidad» (Hanke, ed., 1978: 280, I, 232: Memoria de gobierno de 1592-1593). De ahí que el arzobispo Mogrovejo convocara a un cuarto (1591) y a un quinto concilio provincial de Lima (1601), aunque sin conseguir congregar a todos sus sufragáneos (Vargas Ugarte, 1959: II, 95-111). Además, ese solo prelado llegó a celebrar no menos de diez sínodos locales, pues solamente por regiones podía conferenciar y concertar con su clero (Vargas Ugarte, 1959: II, 88). Si estas instancias tuvieron buena fortuna, no la tuvo, en cambio, la posibilidad de que las iglesias catedrales de Suramérica se concertaran. Lo estorbaban la escasez de recursos de las diócesis incipientes, la disparidad de sus intereses a causa de la lejanía, su interacción judicial con la Audiencia real respectiva, la pugna de precedencia entre las sedes del Cuzco y Lima. Y es que el dinamismo conciliar sirvió de acicate a la injerencia de los virreyes. Efectivamente, la estrecha supervisión de estos impidió que los concilios fomentaran preeminencia episcopal alguna. Por eso imponían trabas a los prelados como el aplazamiento, la suspensión o invalidez de las asambleas a falta de autorización del rey. Tampoco se permitía a los prelados dirigirse de manera directa a la Santa Sede sin licencia expresa; y, si incurrían en desobediencia, el virrey obstaculizaba ese recurso por medio de reconvenciones e incluso de reprimendas del monarca (Vargas Ugarte, 1959: II, 105).
Una última estrategia de que dispusieron los virreyes debe mencionarse. Concierne a los religiosos de las órdenes mendicantes, pese a los privilegios pontificios con que desde su establecimiento en el Nuevo Mundo ejercían su ministerio entre los indios. Como muchos frailes habían participado en los levantamientos del lado de los rebeldes, se instruyó a don Francisco de Toledo templar sus ímpetus de intromisión en los asuntos temporales: «Habéis de procurar con los prelados, contener a los frailes y religiosos que se quieren entrometer en los negocios» (Hanke, ed., 1978: 280, I, 80: Instrucción al virrey, 19 de diciembre de 1568). Esa contención fue también ejercida en el plano disciplinar y pastoral. De suerte que el virrey no vaciló en despojar en 1572 a los dominicos del Alto Perú de nueve doctrinas en la zona de Chucuito por faltas a la moral contra los indios y desacato a las autoridades (Vargas Ugarte, 1959: II, 247).
A causa de la preeminencia de los virreyes, en el Perú la sujeción de los frailes en tanto curas a la autoridad eclesiástica ordinaria tampoco sería tarea imposible. Aun cuando eran más numerosas, desde un principio las órdenes mendicantes habían cohabitado en los Andes con clérigos y los primeros obispos. Y si bien el ministerio de los frailes se fincaba en privilegios de exención, el virrey Toledo la estorbó en las doctrinas de las ciudades y villas de españoles. Conforme a lo estipulado por la «Ordenanza del Patronazgo» de 1574, obligó a los provinciales de las órdenes a presentarle ternas para el nombramiento de cada doctrinero. Intentó asimismo que los elegidos fuesen confirmados por el obispo respectivo (Vargas Ugarte, 1959: II, 285). Como se ve, los afanes de los mendicantes en los Andes no presentaron la misma tenacidad que en Mesoamérica, donde su autarquía era pertinaz.
2.2 Nueva España
Efectivamente, la llegada ahí de las órdenes de San Francisco, Santo Domingo y San Agustín precedió a la estabilización de las primeras diócesis, por lo que a mediados de siglo desplegaban una fuerza enorme. Y mientras que en el primer concilio de Lima de 1550-1551 los obispos del Perú habían legislado sobre la posibilidad de asignar algunas doctrinas administradas por frailes, también a clérigos, el primer concilio de México en 1555 fue convocado para contrarrestar la preponderancia de las órdenes y reivindicar, sin éxito, la jurisdicción ordinaria de los obispos frente a los privilegios pontificios de exención de aquellas (Lundberg, 2002: 114 y ss.; Vargas Ugarte, 1953: I, 128).
Con adelanto de cerca de veinte años sobre los Andes, en Mesoamérica la primera evangelización había estado animada por una dinámica con procedimientos pastorales del Medioevo tardío que resonaron incluso en el más turbulento Perú (Mazín, 2009:78, 79, 87). Como aún testimonian los vestigios de una extensa red de iglesias-convento, en Nueva España los frailes asentaron su presencia sobre formas de adhesión características de una derrota violenta pero rápida de la Triple Alianza presidida por México-Tenochtitlan, a la que siguió la de cientos de señoríos o principados. Las sedes de las «doctrinas» formaban parte de un régimen que hacía subsistir esas entidades prehispánicas, es decir, de un dominio hispano indirecto aunque denso.
Se sustentaba en la alianza entre los señores o caciques indios, los frailes y los encomenderos, estos últimos con arraigo en villas y ciudades, y no en constante pie de guerra, como en los Andes. Poco después, bajo el «orden de república» presidido por los cabildos, se sumaron a ese régimen los alcaldes mayores y corregidores incrementando el ámbito de autoridad de la Corona. Los frailes mantuvieron su predominio y aun lo reforzaron, pues contaron con el respaldo creciente de los virreyes de México y de aquellos funcionarios reales. Los pueblos o antiguos señoríos quedaron bajo la jurisdicción de los alcaldes mayores (García Martínez, 2011). En esas condiciones es impensable que un virrey de México hubiera buscado despojar a los frailes de algunas doctrinas, como sí aconteció en el Alto Perú.
Aquí, de nuevo, la geopolítica se revela implacable, aunque en un sentido inverso a las Indias meridionales. Salvo por su eje volcánico transversal que perfila grandes mesetas centrales y el encuadramiento de las sierras madres, a uno y otro extremo del continente, Mesoamérica no presentó obstáculos a la conquista hispana ni de suelo, ni de un clima incluso más templado que el de Castilla. Lo cual difiere de las barreras de la cordillera andina. En esta última, con sus altitudes extremas, enormes distancias y el rigor del trajín, se impuso un mayor esfuerzo en todos los órdenes. Sujeta, pues, a la estrechez continental y a su altiplano de comarcas fácilmente transitables, la geografía de Nueva España fue propicia a la integración, tanto en términos de la densidad de los señoríos autóctonos subsistentes como de numerosos y tempranos asentamientos españoles.
Sin embargo, pronto se puso de manifiesto la principal debilidad de esa situación: en contraste con la bicefalia del Perú nuclear y del «policentrismo» andino, en Mesoamérica los principales ámbitos de poder y autoridad convergieron hacia un mismo centro coordinador, la ciudad de México-Tenochtitlan asiento del virrey, de la Real Audiencia, del arzobispo de esa única iglesia metropolitana continental de las Indias septentrionales, de las provincias primigenias de las órdenes religiosas, de la Inquisición y del gran comercio, sin olvidar su poderoso cabildo de vecinos. Así, pues, todo giraba en torno a un mismo núcleo para impactar en provincias accesibles. Por lo mismo, en Nueva España la contienda y el enfrentamiento jurisdiccional entre grupos, corporaciones, gobiernos y autoridades se focalizaron. Como se comprenderá, hasta los más insignificantes despliegues de protocolo y privilegio tenían en México una repercusión desmedida que hacía reverberar todas las pugnas de poder, a menudo de manera estrepitosa (Poole, 1987: cap. IV). La segunda modalidad de estabilización del dominio real que aquí interesa responde a esa tónica.
En primer lugar, fracasaron las veleidades señoriales autonomistas de los descendientes de Hernán Cortés y sus huestes que aun los rebeldes andinos intentaron incentivar (Salinero, 2017: caps. X-XII). Ganaron, en cambio, la partida, otras dinámicas de la población hispana. Para la década de 1570 una fuerte circulación tanto local como transoceánica consolidaba un sistema de producción expansivo que inexorablemente interactuaba y, más tarde, afectaría al régimen de señoríos-doctrinas-encomiendas. Vinculaba el gran comercio, la ganadería, la agricultura y la minería al eje interoceánico Veracruz-Ciudad de México-Acapulco que empezaba a prolongarse hacia el Asia oriental. Se hallaba complementado por el «Camino Real de Tierra Adentro» en dirección de los yacimientos argentíferos y sería estimulado por el concurso marítimo de los grandes mercaderes del Perú y sus agentes o «peruleros» (Carmagnani, 2012; Bonialian, 2019: 65-69). Ese sistema ejercía efectos de arrastre sobre una mano de obra india cada vez más escasa y encarecida a causa de epidemias tan devastadoras como la de 1576-1577 (García-Abasolo, 1983: cap. II). Precisado de sentar plaza para legitimarse ante el rey como señor natural, su empresariado encontró eco en las altas esferas del reino. Pero no lo halló tanto en el virrey, sino en el ámbito de autoridad eclesiástico diocesano.
En efecto, era el clero secular el que de preferencia proporcionaba asistencia y administración espiritual a los protagonistas de aquel sistema, tanto en número y expectativas, como en términos de circulación. De suerte que conforme el sistema expansivo de producción se consolidó, el contraste entre los clérigos y las redes de doctrinas-iglesias-convento se hizo cada vez más ostensible. En opinión de don Pedro Moya de Contreras, arzobispo de México a partir de 1573, pero incluso de su antecesor, fray Alonso de Montúfar O.P. (1554-1572), las órdenes religiosas mendicantes no contribuían a una relación apropiada entre la Corona y los vecinos de Nueva España. Los obispos consideraban que los frailes ejercían sus ministerios con privilegios pontificios que cerraban sus institutos como cuerpos dándoles una autonomía que consideraban inadmisible. Por lo tanto, requerían de reforma (Mazín, 2010a: 144-152; 2012: 122-127).
Y esta última comenzaba con el favor y respaldo de los prelados a grandes comerciantes, ganaderos estancieros y hacendados. No solo porque de estos dependía la subsistencia de las iglesias mediante el pago del diezmo; también a causa de la fundación de cada vez más obras piadosas y entidades corporativas como las capellanías, en que mediaban caudales entregados en administración por las feligresías pudientes. Finalmente, porque los nexos de parentesco entre los clérigos y los empresarios concretaban las pautas de arraigo, trasiego oceánico y autosuficiencia característicos de la integración de Nueva España en el concierto de la monarquía. En Mesoamérica no estallaron largas guerras civiles, como en los Andes. Sobrevinieron, en cambio, confrontaciones características de un reino con desequilibrios suscitados por sus precoces tendencias a la integración. De ahí la necesidad de reconducir el dominio del rey.
En contraste con el Perú, la instancia de los concilios fue conducida por los obispos y no por el virrey. Así lo puso de manifiesto el importante Concilio Tercero Mexicano de 1585 convocado, presidido y asistido en nombre del monarca por el prelado metropolitano Poole (1987: caps. IX-X). Por otra parte, esa sola instancia legislativa bastó como asamblea o reunión eclesiástica integradora, es decir, no hubo que convocar, como en los Andes, a nuevos concilios provinciales, menos aún a sínodos diocesanos. Por si fuera poco, e inversamente a los Andes, el intercambio y circulación entre las sedes diocesanas imprimió presencia adicional al episcopado e interacción a sus iglesias. Los intereses compartidos por estas últimas pronto encontraron eco tanto en la legislación como en la corte del rey (Mazín, 2007 y 2017).
Pero las órdenes religiosas mendicantes no se quedaron atrás. Con acritud y porfía afianzaron su exención y autonomía corporativas. Eran proporcionales al sustento de la autoridad de los virreyes, de cuyo favor gozaban (Lundberg (2002: 121-132); Poole (1987: cap. V). Por lo tanto, las posibilidades de conflicto de estos últimos con los obispos se incrementaron. De suerte que el arzobispo de México y el obispo de la Puebla de los Ángeles mediatizaban cuanto podían el poder del virrey en turno. El segundo presidía la diócesis más rica, con el clero secular más numeroso, pudiente y dinámico del reino, y probablemente de las Indias (Mazin, 2017: 147-159).
Para que esa mediatización fuera efectiva, los prelados hicieron valer su influencia y sus contactos en Madrid, tanto ante el Consejo como entre los secretarios del monarca. También buscaron aliarse con los visitadores enviados por la Corona (Semboloni, 2014: 179-200). En Nueva España estos procedían buscando las mejores condiciones de adaptabilidad de grupos y corporaciones a la antinomia de los cleros. En el Perú, en cambio, los visitadores impulsaban estrategias de reconducción coadyuvantes a la pacificación de las Indias meridionales. Si en lo concerniente a estas últimas se dilucidaron medios para contrarrestar la disgregación, en Mesoamérica fue preciso responder a los desequilibrios suscitados. El más importante consistía en crisis recurrentes de poder. Había que asumirlas y enfrentarlas. No se podían erradicar ni se pretendió hacerlo porque, como veremos, esas crisis imprimirían continuidad a la monarquía. Entonces, ¿de qué manera contemporizar con las convulsiones e instaurar estabilidad a mediano plazo, por más precaria que fuese?
Como en el Perú, también se reforzaron la autoridad y el prestigio del virrey conforme a los designios de la Junta Magna de 1568. Alguna mejoría alcanzó su difícil relación con la Real Audiencia de México, aunque esto fluctuaría. También hubo saldos fiscales propicios para la Real Hacienda, sobre todo de la minería, la producción agropecuaria que la abastecía y el reordenamiento laboral vinculado a la extracción. Aspectos complementarios como la introducción de la alcabala y de la bula de Cruzada allegarían asimismo recursos. Por último, la guerra fronteriza contra los chichimecas se ganaría gracias a políticas de poblamiento y defensa por entonces instauradas y protagonizadas por «indios de paz». Sin embargo, el refuerzo de la autoridad del virrey fracasó estrepitosamente en lo concerniente a las crisis de poder. Las alteraciones aumentaron (García-Abasolo, 1983: caps. I, VIII, X, XI y XIII).
Efectivamente, durante su gestión, simultánea a la de Francisco de Toledo, el virrey don Martín Enríquez entró en una dinámica de encontronazos con quien sería el personaje más influyente de la época, Pedro Moya de Contreras. Gozaba este del favor de Juan de Ovando, visitador y enseguida presidente del Consejo de Indias bajo el liderazgo cortesano del cardenal Diego de Espinosa. La conflictividad con el virrey inició desde la llegada de Moya a México en 1571 como primer inquisidor. Los enfrentamientos subieron de tono cuando este último fue también designado arzobispo y tomó posesión. Eran diferendos de precedencia, pero encubrían hondos desequilibrios político-sociales. De no ser porque la Corona intervino restringiendo los arrebatos de ambos sujetos, la confrontación se habría salido de cauce (Poole, 1987: caps. III, IV y VI).
Otras estrategias se pusieron entonces por obra al iniciar la década de 1580. Primero se designó a Enríquez para ir a gobernar los reinos del Perú, donde sucedió al virrey Toledo. Aun cuando desde 1550, al final de su mandato como primer virrey de Nueva España, don Antonio de Mendoza había también pasado a los Andes, esa pauta de circulación se había apenas insinuado. Fue a partir de 1580 cuando, de toda evidencia, compensaría la mediatización de poder que los mandatarios padecían en México. Luego de una amonestación del rey al arzobispo Moya de Contreras, este se replegó y concentró sus actividades en su ministerio pastoral. Sin embargo, la capacidad del prelado para negociar había trascendido. Con suma habilidad y en perjuicio del virrey Enríquez, que hizo esfuerzos denodados por apoyar a los frailes como contrapeso, el arzobispo se constituyó en referente y vocero de los grupos empresariales del reino, resentidos por la reciente introducción de la alcabala en Nueva España (Poole, 1987:191-200).
Con el conde de La Coruña, el siguiente virrey, Moya no enfrentó dificultades, era anciano y su gestión fue corta. No obstante, el conde advirtió al monarca la necesidad de ordenar una visita general del gobierno y tribunales del reino, en particular de la Audiencia de México, que menoscababa su autoridad. Aun cuando Moya de Contreras estaba ya desprovisto de la protección de Juan de Ovando en Madrid, por haber este fallecido en 1575, también era próximo a Mateo Vázquez de Leca, secretario personal del monarca. El prelado acabó por ganar el favor de Felipe II. Este apreciaba su destreza negociadora y de trabajo, sus dotes de mediación y organización, así como su carácter «enérgico y justiciero» (Poole, 2004: 160-161).
Por eso, en octubre de 1583 se encargó al arzobispo Moya encabezar aquella visita y fue dotado de amplios poderes. La suya sería la más larga y completa de las hasta entonces realizadas a funcionarios, tribunales y autoridades de Nueva España. Una de sus primeras actividades en ese desempeño consistió en expresar al rey la inconveniencia de que tras el deceso del virrey conde de la Coruña, la Audiencia, tribunal sujeto a la visita, asumiera el poder de manera interina, a lo cual la Corona puso solución nombrando también al arzobispo-visitador, por si fuera poco, virrey interino, cargo que Moya ejerció durante trece meses entre 1584 y 1585. Hasta entonces nadie había concentrado semejante dosis de poder local, ni tan considerable grado de estima y favor del trono (Poole, 1987: caps. VI y VII).
Tres razones, al menos, explican esa preferencia del rey por Moya de Contreras: Primero, haberse convertido en valedor, negociador y principal mediador de los grupos más dinámicos de Nueva España, lo que se confirmó durante el año que presidió el gobierno. Efectivamente, Moya sabía conciliar los intereses de la Corona y a la vez suscitar consenso entre los «españoles de ultramar» y su empresariado, que forjaba un reino análogo ya a los peninsulares. Si los virreyes subsecuentes querían que su gestión transcurriera con relativa tranquilidad y un equilibrio mínimo, aquel rasgo sentó para ellos un precedente de gran relevancia. Debe ponderarse, en seguida, el celo de Moya como defensor del patronato eclesiástico, lo que puso de manifiesto con un despliegue de ostentación al presidir el Tercer Concilio Provincial de México (1585) en calidad de prelado metropolitano y de virrey (Poole, 1987: caps. VII y VIII). Está, en tercer lugar, un aserto de difícil verificación según el cual Felipe II era padre de una niña habida con una hermana de Moya y que este llevó consigo a México. El monarca ciertamente dotó de manera espléndida el convento de Jesús María de esa capital luego de su fundación (1583-1588) y en él ingresó la doncella como religiosa con el nombre de Micaela de los Ángeles (Poole, 1987: «Jesús María», cap. IV); Vicens Hualde (2021:184-186).
Las pugnas de autoridad, interés y precedencia reanudaron muy pronto con el marqués de Villamanrique, quien llegó a México a sustituir al arzobispo-virrey-visitador en octubre de 1585. No obstante, a su regreso a Madrid, al año siguiente, Pedro Moya de Contreras siguió creciendo en el favor real. Felipe II hizo de él su principal asesor para todo lo concerniente al conjunto de las Indias del Nuevo Mundo. Y, pese a las voces de oposición que se alzaron, el monarca lo confirmó como juez y parte de la visita por él mismo conducida en la Nueva España. También recibió tratamiento de Grande de España y, para culminar su trayectoria, el arzobispo de México fue finalmente designado visitador y en seguida presidente del Consejo de Indias (Poole, 1987: cap. XII; Vicens Hualde, 2021: 186). La estabilización del dominio real centrada en un individuo corrobora que, en términos de su hegemonía confesional, la dignidad regia incluía un ingrediente de arbitrariedad que estaba por encima de leyes y privilegios (Ruiz Ibáñez y Vincent, 2007:188, 189, 203).
Pero no sólo Moya de Contreras. También don Diego Romano, el obispo de la Puebla, se mantuvo en una posición de poder que mediatizaba el de Villamanrique suscitando consenso. En efecto, como nuevo mandatario, este deploró lo que consideraba prepotencia de los prelados: «Todas las personas eclesiásticas de este reino por lo general han menester que entiendan el respeto que han de tener a vuestra Majestad y a sus reales ministros, porque tienen muy poco y es de muy gran inconveniente», escribió Villamanrique al rey. (México, 20 de mayo de 1586, AGI, México 20, 119, f. 20). Además, se había mantenido a Villamanrique, adrede, al margen de la visita practicada por el arzobispo Moya. Y, cuando al final de su gestión como virrey en 1590, el rey porfió en que Diego Romano sometiera a una visita judicial al marqués, a sus criados y bienes, Villamanrique emprendió la retirada a la Península para escapar de la jurisdicción del prelado. Como se ve, estamos en las antípodas de lo que acontecía en el Perú (Vicens Hualde, 2021:267-278).
En el transcurso de unos años (1583-1590) había tenido lugar una reconducción del dominio real llamada a subsistir. Consistió en la sanción de un episcopalismo mediatizador y negociador que habría de reconfigurar el ámbito de autoridad del virrey de México. Efectivamente, en lo sucesivo la Corona echaría mano de los prelados como estrategia en Nueva España: ya fuera para nombrarlos virreyes interinos en coyunturas de crisis extrema, para hacerlos visitadores generales o bien para potenciar su rango de miembros del Consejo de Indias con desempeño ultramarino. Y, por lo que hace a la reconfiguración, a partir de 1590 los virreyes enfrentarían el desafío de lograr un mayor equilibrio entre los intereses del reino y los de la Corona.
Medio siglo después, Juan de Palafox, el célebre obispo de la Puebla, consejero de Indias, visitador general y virrey interino, fue muy consciente de aquel episodio inicial de reconducción. De ahí que recordara a sus colegas del Consejo de Indias que, para garantizar una administración eficiente y pacífica en la Nueva España, Felipe II había hecho del arzobispo de México su virrey y visitador inaugurando la tendencia que él mismo encarnaba en 1642 (Álvarez de Toledo, 2011: 246, n. 100); Mazín, 2017: 130). Efectivamente, al templar la relación autoridad/justicia, los obispos desempeñarían un papel de suma importancia en la evolución de las Indias septentrionales.
3. Recapitulación
Desde un ángulo eclesiástico, en esta primera sección he enunciado dos modalidades de reconducción del dominio real en las Indias Occidentales. Son diferentes porque sus acciones se «acomodaron al estilo del país». Al instaurar dos figuras arquetípicas, Francisco de Toledo y Pedro Moya de Contreras reconfiguran el ámbito de autoridad de los virreyes con efectos en el consenso de los reinos. También sugieren la intervención personal del rey. La andina responde al reto de reencausar la disgregación, hace del patronato regio la palanca de estabilización, del virrey su protagonista y de los concilios, la sinergia diócesis/Audiencias y la sujeción de los frailes, sus principales escenarios. La de Nueva España presenta como reto equilibrar las alteraciones de poder ocasionadas por fuertes tendencias a la integración. Su palanca de reconducción radica en el dinamismo socioeconómico del clero secular que hace de los obispos sus actores principales. Por último, son sus escenarios el entorno del virrey, la antinomia de los cleros regular y secular, y un sistema geohistórico expansivo de producción.
3.1 Pervivencia y repercusiones
Una pauta para reencausar la disgregación y una figura de autoridad para instaurar estabilidad, habían hecho del virrey del Perú celoso superintendente del real patronato eclesiástico y del arzobispo de México, consejero del rey con atribuciones de gobierno preeminentes. De acuerdo con estos postulados, que ahora veremos subsistir y repercutir, el Rey Católico era más que un patrono de la Iglesia y su Consejo de Indias una especie de curia de la Corona. El reinado de Felipe II trasciende en los territorios americanos de la monarquía e incide en las políticas de sus sucesores.
Es sabido que en el plano temporal el monarca resistió a la intervención directa del papado y de sus agentes en el Nuevo Mundo. El pontífice había otorgado a los Reyes Católicos la soberanía sobre esos dominios confiándoles su cristianización (Fernández de Córdova, 2021: 416-434). Por eso el soberano se inclinaba ante Roma como depositaria de la fe y de un primado apostólico que sacralizaba su potestad, sancionaba el nombramiento hecho por él de los obispos y del clero, también proclamaba la santidad de algunos de sus súbditos (Ruiz Ibáñez y Vincent, 2007:33-34). Sin embargo, en el plano disciplinar era el rey quien presidía la Iglesia. Por esta razón, el patronato regio indiano cobró una fuerza formidable, proporcional a las distancias interoceánicas. Las presiones de la Santa Sede sirvieron de acicate para que la política del rey en el Nuevo Mundo ganara en misticismo y consistencia.
Los tratadistas de ese patronato abrevan de un caudal de jurisprudencia en que confluyen el derecho romano y el común. Por eso no se le puede considerar como un «nuevo comienzo» (Mazín, 2023a:93-94). Miran detrás de finales del siglo XV hacia un pasado que remonta a la Antigüedad Tardía (Prodi, 1982; Rucquoi, 2012a). Esa mirada parece haber sido más tenaz y arcaizante en las Indias Occidentales por ser, en efecto, proporcional a las distancias. Ella hace de los reyes hispanos vicarios de Dios en la tierra, responsables de la fe y salvación de sus vasallos, es decir, los entiende como reyes-pastores.
Con razón, algunos clérigos indianos defendieron que las costumbres de las iglesias del Nuevo Mundo no se medían ni reputaban por la fecha de su fundación, tan próxima a la instauración pontificia del patronato indiano (1493-1508). Lo expresaban así:
«Hice una información en derecho que, aunque breve, se estimó por erudita, por la cual probé que las costumbres que las iglesias de las Indias tienen recibidas de las de España no se han de reputar ni medir por el tiempo que ha que se fundaron y observan en las Indias, sino por la antigüedad y prescripción legítima e inmemorial que llevaron de España» (El canónigo Jerónimo de Cárcamo al Deán y Cabildo de México, Madrid, 30 de mayo de 1611, Archivo del Cabildo Catedral Metropolitano de México, Correspondencia, vol. 20).
Las Indias, pues, son no solo escenario, sino causa eficiente de una romanitas que la jurisprudencia multisecular debía hacer resplandecer. Por eso, en diálogo con los antiguos, otros autores asimilaron la corte de Madrid a la romano-bizantina. En virtud del imperium o poder supremo, en Constantinopla los emperadores habían definido la fe cristiana convirtiéndola en «ley» que protegía a los hombres y sacralizaba los bienes de la Iglesia mediante el derecho público (Rucquoi, 2012b; Mazín, 2023a: 97).
Es difícil no evocar la corte de Teodosio II o de Justiniano cuando, en nombre de su rey, don Francisco de Toledo, virrey del Perú, urgía la convocatoria de un concilio, presentaba a los titulares de los curatos o despojaba con rigor a los dominicos de sus doctrinas en Chucuito. No menos elocuencia tiene el referente de los obispos visigóticos cuando recordamos la actuación, atribuciones e influjo del arzobispo de México, Moya de Contreras. Isidoro o Leandro de Sevilla, Julián o Eugenio de Toledo fueron miembros del aula regia, consejeros por derecho propio del rey con un desempeño a la vez teocrático y profano que investía a cada uno como sacerdos, iudex y defensor civuitatis (Martin, 2003: 113-122 y 191-198). Los prelados estaban sobre todo obligados a recordar al soberano que la salvación del pueblo podía verse comprometida si no concurría a la impartición de la justicia, el principal atributo de la realeza. De su prestancia en el arte de gobernar y de la prudencia como virtud orientadora se seguía una práctica de dominio volcada hacia la mediación, el mantenimiento de la estabilidad por consenso y el sustento antiguo del saber.
En la estela de esa hondura temporal y jurisprudencial, las modalidades de dominio bajo Felipe II para reconducir la disgregación latente del Perú o para templar los desequilibrios de integración de Nueva España presentan expresiones muy consistentes y aun trascendentes. Por ejemplo, los comentarios de Gregorio López a la edición salmantina de las Partidas de 1565 y la publicación de los índices sobre las concordancias entre derecho civil y canónico de 1572. Ahora bien, las pautas de subsistencia cuyo desarrollo veremos en seguida a lo largo del siglo XVII son capaces de articular situaciones, secuencias y tiempos históricos, de ahí que se puedan considerar no solo como modalidades, sino también como categorías de análisis. Así, pues, en esta segunda parte examinaremos el discurrir y entreverado de las modalidades, la normalización de sus cauces de actividad y las repercusiones hemisféricas de sus dinámicas de poder.
3.2 Normalización, una miscelánea
Una vez presidente del Consejo de Indias, Moya de Contreras el primer prelado-virrey de México, expresó su parecer a Felipe II para designar al sucesor del marqués de Villamanrique, cuyo gobierno terminó al destituirlo el rey por prevaricación, tráfico de influencias y demás abusos (Vicens Hualde, 2021). El designado fue don Luis de Velasco y Castilla (1590-1595). Seguramente el arzobispo ponderó el arraigo personal, familiar y social de Velasco a Nueva España (Vicens Hualde, 2021: 282-283). Haber pasado ahí parte de su juventud como hijo del segundo virrey debió pesar; también haberse contado entre los denunciantes de la conjura encabezada por el marqués del Valle, el hijo de Hernán Cortés (1566). Pero, lo que más lo vinculaba con el prelado era su identificación con los grupos emprendedores del reino (Schwaller, 2003). La suspensión del gobierno anterior, y en especial la designación del sucesor, deben considerarse en el contexto de la mediatización orquestada en perjuicio de Villamanrique por actores pujantes bajo influjo del episcopado (Bautista y Lugo, 2024). En un plano más amplio, las acciones de estos corresponden a la formación de una coalición transatlántica de conquistadores de segunda generación, los del norte de Nueva España, nuevos pobladores y ministros cortesanos con Moya de Contreras presidiendo el Consejo de Indias.
En ese mismo momento, 1590, en su memoria de gobierno del Perú, el virrey conde del Villardompardo se quejaba del arzobispo de Lima Toribio de Mogrovejo. Afirmaba que este prelado había intentado fundar en derecho que la presentación de clérigos a los beneficios o curatos de españoles solo correspondía al soberano y no al virrey. Este proceder, concluía el conde, «defraudaba el real patronato» y amenazaba con malograr el legado de don Francisco de Toledo, para entonces ya consagrado (Hanke, ed., 1978: 280, I, 236). Evitarlo era consecuente con una inquietud que el propio Villardompardo había expresado cinco años antes en su informe sobre el estado que guardaban los reinos de las Indias meridionales. A la sazón pedía al monarca que se sirviera «proveer de algún medio» para que las vacantes de virrey no se alargaran, pues podían durar hasta dos años (Hanke, ed., 1978: 280, I, 194). Es, por lo tanto, verosímil suponer que la designación de los siguientes mandatarios, que partieron de México y no desde España, obedeciera en parte a esa inquietud.
En efecto, la trayectoria México-Lima se halló reforzada a partir de 1596 por el mismo don Luis de Velasco. Puede explicarla la necesidad de acortar las vacantes, pero también su cercanía a los grandes mercaderes de México y a los gestores marítimos del cabotaje andino. En el sentido de que los primeros se hallaban cada vez más asociados a los «peruleros» en una exitosa articulación comercial de la plata del Perú que circulaba, por vía de las costas de Nueva España, hacia las posesiones y mercados de Asia, para cuyos productos había ya fuerte demanda en el Nuevo Mundo (Suárez, 2001: caps. 5 y 6; Del Valle Pavón, 2005; Bonialian, 2019: 40-45). La supervisión de ese auge, significado por la reciente creación de los Consulados de comercio de México (1592) y Lima (1593) podía, en principio, beneficiar fiscalmente a la Corona.
Pero no solamente. En términos de las modalidades de dominio que aquí interesan es todavía más relevante considerar que, una vez en el Perú, don Luis se propuso reforzar las atribuciones del virrey en lo eclesiástico. Evidentemente estaba bien informado y pronto se manifestó reacio a admitir cualquier tipo de interferencia episcopal. Pidió así a Toribio de Mogrovejo, el arzobispo de Lima, aplazar el Quinto Concilio Provincial a que había convocado en 1596. El virrey adujo vacantes de prelacías en varias de las sedes diocesanas, pero, ante todo, la necesidad de aguardar la licencia del rey a falta de la cual ninguna reunión tenía validez. El concilio tuvo entonces que ser de nuevo convocado en 1599 y solo se verificó hasta 1601. Con todo, Velasco manifestó nuevas reticencias e incluso oposición, ya que solamente acudieron a Lima los obispos de Quito y Panamá. Las quejas del virrey dieron lugar a una reconvención de Felipe III al arzobispo (Vargas Ugarte, 1961: II, 95-103).
Pese a esos desplantes, al llegar el conde de Monterrey en 1604 a sucederlo en Lima procedente de México, don Luis le dijo que el patronazgo real estaba «muy impugnado y combatido de todo el clero y en particular de los prelados». Como vemos, lo estaba en perjuicio del virrey, por lo que le aconsejó: «vuestra excelencia ha de tener perpetua guerra con ellos» (Hanke, ed., 1980: 282, II, 57). Para ser consecuente con la modalidad de reconducción del dominio real, característica del Perú, a Velasco no le faltaba razón, en aquel momento requería de ajuste, de arreglo.
En cambio, una maniobra análoga había escapado en la Nueva España al control del virrey conde de Monterrey. En principio tenía el escenario disponible, pues gobernó sin que Alonso Fernández de Bonilla, el nuevo arzobispo, tomara posesión de su sede. Y es que el sucesor de Moya de Contreras, hombre de su clientela, fue designado en 1592 para la mitra mexicana, presumiblemente también por intermediación suya ante el rey. El prelado se hallaba en el Perú al frente de una visita general de tribunales y corporaciones que culminó con la residencia judicial a la gestión del conde del Villardompardo. Fernández de Bonilla no alcanzó a viajar a México por haber fallecido en Lima en 1600 (Poole, 2012: 323).
La ausencia de prelado metropolitano hizo que el conde de Monterrey intentara ganar terreno al patronato por él ejercido, arrostrando el desafío que ya imponían las catedrales de Nueva España. Por lo tanto, propuso al monarca que el virrey pudiese nombrar un gobernador en cada iglesia al sobrevenir la vacante de sede. Su propuesta no prosperó. No solo resultaba ingenua, sino que corroboraba la modalidad de dominio favorable al episcopado. En su intento, Monterrey comprobó que, mediante la vía reservada a la corte del rey, las iglesias iban definiendo intereses comunes y una escala de prestigio o jerarquía entre ellas, basada en la antigüedad de la fundación y en la importancia de sus rentas (Mazín, 1996, 139-140: El conde de Monterrey al rey, México, 1 de mayo de 1598 y 1602-1603, respectivamente en AGI, México 24 y 25).
En lo concerniente al patronato eclesiástico, entre 1590 y 1615 los mandatos sucesivos de don Luis de Velasco, del conde de Monterrey y del marqués de Montesclaros, primero en Nueva España y enseguida en el Perú, reflejan la instauración de un estado de cosas de acuerdo con las modalidades de dominio que vamos siguiendo: en el sentido de tener que adaptar a ellas su gestión mediante cauces de acción, incluso si no siempre podían cumplimentar los designios de la Corona. Evoquemos dos ejemplos.
Primero, consciente del muy considerable poder del virrey del Perú, a condición de que no se le estorbara, el marqués de Montesclaros manifestó a la Corona su firme oposición al envío de visitadores generales. En cambio, compartir atribuciones en lo eclesiástico con los gobernadores de los reinos y provincias de las Indias meridionales, a causa de la inmensidad del territorio, era un cauce asumido que solamente precisaba de reacomodos o ajustes (Hanke, ed., 1980: 282, II, 92-93). Segundo, luego de su experiencia de ida y vuelta en el gobierno de Nueva España y del Perú, el desenlace del segundo periodo de don Luis de Velasco como virrey en México (1605-1611) es sintomático de la normalización que ahí se daba de la transmisión y ascenso al poder: en 1611, por segunda ocasión, el arzobispo de México fue nombrado virrey interino. Además de gobernar durante ocho meses, fray García Guerra O.P. puso en vías de consolidación la representación de las catedrales de Nueva España en la corte (Mazín, 2007: cap. IV). La modalidad de tónica episcopalista iba conformando una pauta: igual que como aconteciera con el prelado virrey Moya de Contreras a su regreso a España, don Luis de Velasco también fue designado presidente del Consejo de Indias por Felipe III.
Las modalidades de dominio iban, pues, encontrando cauces de consolidación. También lo corrobora la actuación consecutiva de los virreyes del Perú, marqués de Montesclaros y príncipe de Esquilache, en su entendimiento con el tercer arzobispo de Lima, don Bartolomé Lobo Guerrero. El primero entendía su cargo como una «universal superioridad» que, sin embargo, precisaba de suma prudencia. Primero, porque su potestad comprendía «1200 leguas de norte a sur» y se ejercía sobre cinco reales audiencias y sus distritos en reinos y provincias tan diversos y dispersos como Panamá, Lima, Quito, La Plata o Chuquisaca y Santiago de Chile. La mano del virrey, en consecuencia, no debía «obrar igualmente en todas partes», de suerte que era mucho lo que se dejaba «a cuenta de los gobernadores» (Hanke, ed., 1980: 282, II, 91-92).
Una materia requirió, no obstante, del mayor cuidado y atención de parte de Montesclaros. Según este, fue a instancias suyas que el arzobispo Lobo Guerrero organizó una «congregación sinodal» o nuevo sínodo diocesano en 1613. Sus constituciones, publicadas al año siguiente, son un cuerpo doctrinal, pastoral y legal de trascendencia para la reforma de las costumbres y del clero. En la memoria o instrucción de gobierno dirigida a su sucesor, el príncipe de Esquilache, Montesclaros dejó bien asentado que «se comunicaron [los eclesiásticos] conmigo y alteré lo que podía ser en perjuicio del Patronato real». Y, pese a que el monarca no autorizaba la publicación de los sínodos «sin haberse visto [antes] en el Consejo», esta vez pareció al virrey que «la necesidad no sufría espera y así permití se publicase, de que he dado cuenta al rey» (Hanke, ed., 1980: 282, II, 101).
¿A qué asuntos extremos se refería? A la persistencia de la idolatría entre los indios y a la necesidad de mejorar la instrucción para ambos cleros. Con precedentes en el Nuevo Reino de Granada, donde Lobo Guerrero se había desempeñado como arzobispo de Santa Fe de Bogotá, los virreyes Montesclaros y Esquilache presidieron y supervisaron las campañas de extirpación de las idolatrías, una estrategia característica de la modalidad meridional de dominio. Constaban de una serie de acciones: la reducción de las poblaciones autóctonas, la propagación de la lengua general del Perú (quechua y aimara), el establecimiento de «casas de reclusión» para reforma de los «maestros de idolatrías», el establecimiento de colegios para formación de los jóvenes hijos de curacas o señores indios, así como la instrucción de curas y doctrineros (Hanke, ed., 1980: 282, II, 193). «La Compañía de Jesús es de suma utilidad para todos los ministerios de la religión, así para la extirpación de la idolatría como para la enseñanza de los indios» expresó el virrey príncipe de Esquilache. Efectivamente, la Compañía desplegó en eso gran actividad, adaptó su instituto religioso a las condiciones del policentrismo andino y consolidó así, en Suramérica, una mayor presencia, poder e influjo que en la Nueva España (Hanke, ed., 1980: 282, II, 194: Relación del Príncipe de Esquilache, s/f Ca. 1621).
En esta última, las «campañas de extirpación» no conocieron equivalente. Las denuncias de la «idolatría» eran aisladas o tenían lugar en zonas bien delimitadas como Oaxaca o la capitanía de Yucatán. Esto no quiere decir que en ese reino no cundieran numerosas creencias y prácticas religiosas. Lo que pasa es que no fueron objeto de supervisión y control unificado por parte de las autoridades, como en el Perú, pues ahí prevalecían un régimen de exención de los frailes doctrineros y sonadas discrepancias entre el virrey y el episcopado. Pudo también haber contribuido un panorama lingüístico y religioso más variopinto que el andino (Mazín, 2009:82).
El siguiente escenario es sumamente elocuente de la situación en cada hemisferio: en 1621 el virrey del Perú, príncipe de Esquilache, escribió a su sucesor, el marqués de Guadalcázar. Le dijo que con «poco desabrimiento de las religiones» había logrado que los sujetos a él presentados para nombramiento de los doctrineros acudieran también ante los obispos a obtener la «sanción canónica» y hacer evaluar su suficiencia en lenguas autóctonas y casos de confesión, o sea, en rudimentos de teología moral, conforme a la más reciente legislación de la Corona (Hanke, ed., 1980: 282, II, 191. Relación del Príncipe de Esquilache, s/f [Ca. 1621]). Esta noticia debió aleccionar a Guadalcázar, pues su experiencia análoga de gobierno en las Indias septentrionales había sido exactamente inversa. Pese a esa misma legislación, en Nueva España los frailes porfiaban en su mayor exención frente a los obispos y recibían el respaldo del virrey (Israel, 1980: passim; Mazín 2007:16-20).
Efectivamente, en 1619 don Juan Pérez de la Serna, arzobispo de México, había enfrentado al marqués, quien se rehusó a hacer cumplir una real cédula general para todas las Indias de 10 de diciembre del año anterior. En ella se disponía que los frailes respetaran la jurisdicción episcopal y se sometieran al examen de lengua. El desafío llegó al extremo de que los provinciales de San Francisco, Santo Domingo y San Agustín hicieron que la Audiencia de México ordenara al arzobispo detener la ejecución de la cédula (Mazín, 2007:235-236). En el Perú, en cambio, pese a recomendar que todavía se dejaran las doctrinas en manos de los religiosos, el oidor de Lima, Juan de Solórzano Pereyra, insistió en que debían sujetarse a la jurisdicción del arzobispo Lobo Guerrero y de los demás obispos de los Andes en lo tocante a la cura de almas (Solórzano, 1996: II, caps. XVI y XVII). Lo cual corrobora la satisfacción expresada por el príncipe de Esquilache en su instrucción al marqués de Guadalcázar.
El conde de Monterrey había comprobado que las iglesias catedrales de Nueva España compartían intereses tendentes a culminar su «asentamiento» como corporaciones. Efectivamente, a causa de su interacción y de la prestancia de sus prelados, sus cabildos lograron sortear la jurisdicción de la Audiencia de México y presentaron dos expedientes de justicia a la atención del Consejo de Indias. Aunque distintos, se iban imbricando de manera implacable: el que acabo de evocar acerca del reconocimiento de la jurisdicción episcopal por los frailes doctrineros y aquel que buscaba que la creciente adquisición de haciendas y estancias ganaderas por las órdenes religiosas no estuviera exenta del pago del diezmo. Efectivamente, las órdenes adquirían cada vez más estancias y haciendas por compra o legado. Muchas de sus doctrinas provistas de mano de obra se habían transformado en unidades agropecuarias relativamente autosuficientes y exentas del pago del diezmo a las iglesias catedrales (Mazín, 2007: introducción).
Dado que esta última evasión fiscal había ido generalizándose en las Indias, desde la década de 1620 los procuradores de la catedral de México en Madrid concluyeron ser conveniente hacer concurrir en un mismo litigio a las principales iglesias de ese conjunto de dominios. A este efecto echaron mano del precedente de un contencioso análogo que las catedrales de la Península habían seguido contra la Compañía de Jesús y ganado en torno a 1585: este otro litigio había sido sustanciado y sentenciado ante los tribunales de Roma. Pero en lo concerniente al Nuevo Mundo, la Corona acabó reclamando su soberanía en 1625 e impidió a las iglesias acudir ante la Santa Sede. El pleito fue, pues, retenido en el seno del Consejo de Indias (Mazín, 2007:263-265).
Ahora bien, este último tribunal había ordenado a los virreyes suministrarle información acerca del número de frailes, doctrinas y de la cuantía de los propios que hasta entonces habían adquirido. Desde el Perú, el marqués de Montesclaros cumplimentó la orden con puntualidad en 1612. En cambio, el marqués de Guadalcázar, cuya autoridad estaba en buena medida fincada en su respaldo a los frailes, no envió ninguna información desde la Nueva España. Por lo demás, la que en esta última había disponible no era fehaciente, pues se hallaba minimizada. En lo concerniente al litigio principal de diezmos puede corroborarse que, mientras más presencia hizo en él el virrey del Perú, menos interés tuvieron las catedrales meridionales en concertarse con sus homólogas de Nueva España. En cambio, entre las iglesias septentrionales la relevancia de ese contencioso no cesó de aumentar, ya que era proporcional a la distancia que se tomaba del virrey y al influjo determinante del episcopado (Mazín, 2017:433-435).
En adelante, la cuestión del impago de diezmos de las órdenes religiosas no pudo disociarse de la discusión sobre una eventual secularización de las doctrinas por ellas administradas. Los reinos del Perú no conocerían un episodio repentino, contundente y sonado previo a la secularización general ordenada a mediados del siglo XVIII. Y es que en los Andes los virreyes mantuvieron una especie de equilibrio neutralizador de la antinomia de ambos cleros (Vargas Ugarte, 1961: II, 208; Estenssoro, 2003: passim). Ponderaban la ejemplaridad y vigencia de las ordenanzas del virrey Toledo en lo tocante a los regulares. Velaban, en persona, por la quietud de los capítulos en que se elegía a los provinciales de cada orden. Se aseguraban, finalmente, de que las doctrinas aportasen el tres por cien de sus rentas para el colegio seminario de la diócesis respectiva (Vargas Ugarte, 1961: II, 252-261). Y, en lo concerniente al clero secular, los virreyes se empeñaron en ser ellos a quienes el Consejo de Indias dirigiera las mercedes de curatos y de prebendas, así como las cédulas de gobierno para entregarlas a los prelados. En esto el conde de Chinchón dijo inspirarse de lo que había visto hacer a los virreyes de Aragón y de Italia. Y, a diferencia del marqués de Guadalcázar, que admitió en ello cierta relajación, Chinchón fue inflexible y exigió a los doctrineros recién nombrados comparecer ante los obispos para recibir la «colación», luego de ser examinados conforme a una nueva real cédula de 1633 que reiteraba esa disposición. A defecto de lo cual ordenó a los corregidores no pagar a los frailes el estipendio correspondiente al ministerio de las doctrinas (Vargas Ugarte, 1961: III, 36-43. Relación del conde Chinchón al marqués de Mancera, 26 de enero de 1640).
En la Nueva España, en cambio, las cosas transcurrieron de otra manera. Primero, el régimen encabezado por el conde duque de Olivares dispuso una nueva visita general de ese reino a consecuencia de una secuela más de inestabilidad prevaleciente en México desde 1624, como adelante veremos. Conforme a la modalidad de dominio característica, en marzo de 1639 en España el valido propuso nombrar visitador general a don Juan de Palafox y Mendoza, uno de los consejeros de Indias a quien, además, se asignó la mitra vacante de la Puebla de los Ángeles. Sin embargo, mientras que, para ambos, Olivares y Palafox, la visita pretendía reforzar la autoridad real, para el segundo ese refuerzo tendría un sentido diferente. Igual que en su momento hiciera Moya de Contreras, entendió su cometido como oportunidad para suscitar consenso entre los grupos influyentes del reino (Álvarez de Toledo, 2011: 246, n. 100).
Al tomar posesión de su sede, en Puebla, el consejero-visitador y nuevo obispo sabía exactamente qué procedía hacer en materia de doctrinas, de ahí que su acción haya sido inmediata y rotunda. Arguyó la necesidad de reducir los asuntos a justicia. Entendía esta como defensa de las órdenes del rey que desde hacía décadas disponían los procedimientos del gobierno espiritual en las Indias. Pero también la entendía como obediencia a esas órdenes por parte de los frailes. El oficio de estos carecía de legitimidad si no se sujetaba a la voluntad del Rey Católico. Así que, reducir a justicia implicaba que los frailes siguieran al frente de la administración de las doctrinas, sí, pero a condición de someterse no sólo a la presentación de los individuos más idóneos al virrey, sino a su examen en religión, letras y lenguas por los obispos. A defecto de lo cual, en los últimos días de diciembre de 1640 y primeras semanas de 1641, el obispo-visitador procedió a secularizar más de treinta doctrinas en su diócesis, la mayoría en manos de los franciscanos, aunque también algunas de dominicos y agustinos (Mazín, 2017: 110-112).
3.3 Repercusiones hemisféricas
Examinemos, por último, un par de situaciones en que las modalidades de dominio repercuten de una latitud a otra. Rebasan incluso el ámbito eclesiástico estricto, ya que también son de índole fiscal. Con todo, en ellas intervienen los mismos protagonistas que hasta aquí hemos seguido. Esa repercusión permite verificar la buena fortuna de las modalidades, ahora en el plano hemisférico de un mismo conjunto de reinos y señoríos.
La primera situación acontece a comienzos del reinado de Felipe IV, en plenas urgencias fiscales y de defensa de una monarquía en onerosa y total guerra planetaria. Los banqueros asentistas de la Corona, que le suministraban la liquidez indispensable, reiteraban su preocupación por el continuo descenso de las remesas de plata. También se oían quejas acerca de la contracción de los mercados ultramarinos y de afectaciones al sistema de comercio oceánico. Un hecho extraordinario del bienio 1624-1626 aporta elementos de explicación. Se trata del decomiso en Panamá de abundantes mercancías fuera de registro hasta por 8 millones de pesos, con la consiguiente defraudación de la Real Hacienda. Por sus proporciones, esa evasión por contrabando fue considerada en el Consejo de Indias indicio de un daño mayor o estructural, ya que «están interesados todos o la mayor parte de los cargadores y mercaderes de Sevilla, de Tierra Firme y del Perú y aun de las provincias de los Charcas (Alto Perú) y más arriba, porque todos envían a emplear a España» (Mazín, 2023b: 357).
Desde comienzos del siglo, los virreyes sucesivos de México y del Perú don Luis de Velasco, el conde de Monterrey y el marqués de Montesclaros habían presenciado el exitoso trajín de comerciantes peruanos y mexicanos, casi siempre en perjuicio de la Carrera de Indias controlada por los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla. También se beneficiaban los negocios particulares que contrataban los mercaderes de ambos lados del Atlántico y cuyos agentes eran los mismos que acicateaban el comercio por el Pacífico. Con el paso de los años se impusieron restricciones a ese tráfico sospechoso de evasión fiscal, que culminarían con su prohibición legal en 1634. Conforme a su familiaridad con las modalidades de dominio indiano, y conscientes de las dificultades de hacer obedecer las restricciones impuestas al gran comercio, esos virreyes habían recomendado transigir. Montesclaros fue el más sensible al respecto: «rigor parece -apuntó-, vedar a los moradores lo que naturalmente les concede la tierra que habitan» (Bonialian, 2019: 53. La cita procede de Memorias de los virreyes que han gobernado el Perú…).
Veinte años después, las consecuencias estaban a la vista. La envergadura del contrabando en Panamá es evocadora del fiero monstruo leviatán cuya cola había despuntado en ese puerto en la forma de aquella denuncia y decomiso. La gravedad del caso, considerado ya «de Estado», determinó al presidente y al pleno de consejeros de Indias a no proceder mediante castigo alguno ni en Sevilla, ni en el istmo de Tierra Firme, ni en Lima. Se decidió, en cambio, enviar a una persona de letras que «mirara más a asegurar el juicio y la hacienda que a molestar con provisiones rigurosas y judiciales». El designado fue don Francisco Manso y Zúñiga, eclesiástico miembro de aquel Consejo. Luego de convenir con el comercio sevillano en el pago de una primera composición compensatoria de la defraudación, al final, el juez Manso no viajó ni al istmo panameño, ni al Perú. ¿Por qué? A causa de la situación prevaleciente en la ciudad de México, una crisis más de autoridad. Espero que a estas alturas ya no parezca asombroso (Mazín, 2023b: 359).
Efectivamente, el 15 de enero de 1624 un levantamiento armado, planeado y conducido en nombre del rey, había derrocado en esa capital el gobierno del marqués de Gelbes, primer virrey de Nueva España designado por Felipe IV (Bautista y Lugo, 2020: 143-176). Impuesto con el rigor y severidad propios de la guerra generalizada, un paquete de reformas fiscales y de defensa se había estrellado contra los intereses de grupos locales respaldados, para no faltar a la costumbre, por don Juan Pérez de la Serna, el arzobispo de México. A la caída del marqués, la mayor dificultad para la Real Audiencia fue justificarse ante Madrid. Luego de consultar al prelado, ese tribunal determinó que la mejor y más convincente manera de hacerse oír consistía en que Pérez de la Serna viajara como cabeza de una delegación a la corte del rey. A consecuencia de este hecho, el Consejo de Indias mostró en adelante desconfianza hacia la Audiencia y la desposeyó de la facultad de asumir el gobierno interino del reino. Todo lo cual reforzaría la estrategia consistente en designar prelados virreyes. A su llegada a Madrid, el arzobispo Pérez de la Serna asumió con ahínco su papel de consejero del monarca que, entre otras cosas, consistía en exigir satisfacción de los agravios del virrey depuesto.
El Consejo de Indias y don García de Avellaneda y Haro, su gobernador, consideraron la extensión social del tumulto de México. Pero también se hicieron cargo de la capacidad de resistencia y negociación de los poderes y actores de esa capital. Tras examinar los testimonios, se concluyó que había que adoptar una solución pactada que aprovechara a la Corona, pero que, sobre todo, estabilizara la Nueva España sancionando su lugar en el panorama de los circuitos indianos. Consistió en la gracia de un indulto o perdón. Y para proclamarlo se nombró juez comisionado nada menos que a Francisco Manso de Zúñiga quien, además, fue designado nuevo arzobispo y actuó como mediador (Bautista y Lugo, 2020: 246-251). En la corte del rey se daba así, de nueva cuenta, en el blanco de la figura clave de poder en México. Pero, por otra parte, el nombramiento de Manso como prelado no lo despojaba de la facultad judicial, en tanto consejero de Indias, de seguir averiguando el «decomiso» de Panamá.
Estamos viendo que el gobernador del Consejo era capaz de «tomar el pulso» al dominio del rey en territorios remotos. Lo que suponía varias cosas: primero, que percibía la fuerte interacción de grupos de poder en las Indias. Luego, que se percataba de diferencias y resonancias entre distintas latitudes de ellas. De esta suerte, una denuncia en el istmo de Panamá podía repercutir en la ciudad de México ubicada a casi 3000 kms. El gobernador discernía, finalmente, soluciones negociadas para un mismo conjunto de reinos que podían implementarse en nombre de la justicia (Mazín, 2023b: 360).
Una segunda situación en que las modalidades de dominio repercuten en ambos hemisferios es la que atañe al litigio antes mencionado del pago de diezmos por las órdenes religiosas. Desde un principio, la catedral metropolitana de Lima insistió en que ese contencioso fuese sustanciado ante las instancias judiciales locales y no en España. Es decir, no ante el Consejo de Indias, sino en las Reales Audiencias por vía de gobierno conforme a la tónica geopolítica meridional. De suerte que estos últimos tribunales obligaran a cada orden religiosa a pagar el diezmo a las iglesias según el distrito judicial que les correspondiera. En cambio, la circulación e intercambio entre las iglesias de Nueva España, sintomáticos de la dinámica integradora del reino del que formaban parte, determinaron la vía del Consejo de Indias para litigar contra las órdenes religiosas (Mazín, 2017: 101-105).
El problema es que, de manera inexorable, esta última vía o cauce acabó por serle impuesta desde Madrid a las iglesias meridionales: Lima con sus sufragáneas, Los Charcas o La Plata con las suyas y Santa Fe de Bogotá. No obstante, se hizo manifiesto el desconcierto y resentimiento de todas. Como el Consejo de Indias ordenara que cada iglesia litigante hiciera elaborar «pruebas» del importe de diezmos que le adeudaban las órdenes religiosas, a las de Suramérica apenas les interesó pormenorizar montos, o sea que cumplieron a regañadientes con la orden. Así reforzaban una convicción, la suya, que al fin correspondía a la modalidad policéntrica de dominio.
Por sentencia definitiva, el Consejo falló en favor de las iglesias catedrales en 1657 y condenó a las órdenes religiosas a pagarles diezmo por real ejecutoria de 1662. Sin embargo, las dificultades para cumplir con esta última fueron numerosas. Al grado que hacen pensar en un efecto de búmeran respecto de la propuesta original de Lima y la actitud de las iglesias andinas. En cambio, el proceso análogo en Nueva España fue exactamente inverso. Veamos ambos términos. En primer lugar, el conde de Santisteban, virrey del Perú, detuvo con vigor las sentencias. No se hallaba sujeto a una mediatización semejante a la que a su homólogo de México le imponía el episcopado. Es decir, actuó antes de que la catedral de Lima intentara poner dichas sentencias por efecto y fortaleció así la posición de las órdenes religiosas, sobre todo de los jesuitas (Mazín, 2017: 431-439).
La reacción a una «real cédula de composición general» que la Compañía de Jesús acabó por ganar en Madrid en 1669, nos permite entender mejor el proceso y su repercusión diferenciada. Esa composición dejaba en libertad a las catedrales para negociar el pago de los diezmos adeudados por separado con cada orden religiosa. Para las iglesias andinas, optar por esta nueva alternativa era preferible a insistir en poner por obra un pleito sentenciado a su favor, sí, pero que ellas no se habían empeñado en ganar ante el Consejo de Indias. A causa, pues, de la diversidad e inmensidad meridionales, el camino ordinario de la ejecutoria estaba plagado de obstáculos no sólo implacables, sino quizá insalvables.
Comprensiblemente, las iglesias de México, Puebla y Valladolid de Michoacán terminaron por rechazar la nueva cédula de composición. Y, para sellar la culminación del proceso, sobrevino un hecho trascendental típico de la Nueva España. Luego del deceso repentino del virrey duque de Veragua, en diciembre de 1673, el arzobispo de México, fray Payo Enríquez de Rivera O.S.A., fue designado virrey interino y presidente de la Real Audiencia. Y dado que su gestión en ese cargo se extendió de manera excepcional, aunque sumamente elocuente de su respectiva modalidad de dominio, hasta 1680, se canceló así, para las órdenes religiosas, toda posibilidad de contravenir al cumplimiento de la ejecutoria. Porque, además, fray Payo gozaba de buen cartel en Madrid: «El señor arzobispo virrey tiene grandes créditos en toda esta Corte y especialmente en el Consejo, donde todos desean su acierto», escribió el procurador de la iglesia metropolitana de México (Mazín, 2017: 431-439).
4. Consideraciones finales
¿Qué nos dice el discurrir de las modalidades de dominio real en el tiempo desde el ángulo del patronato eclesiástico? Primeramente, que se halla significado por el entreverado y normalización de sus cauces de actividad. Al pasar de México a Lima, los virreyes sucesivos experimentan una sensibilización que los lleva a entender, a imponer ajustes disciplinares y, finalmente, a cumplimentar los procedimientos de gestión eclesiástica conforme a los usos y costumbres que cada modalidad iba despejando. De ahí que el virrey en turno adaptara a ellos su mandato si no quería enfrentar desestabilización. Para los reinos del Perú se requería de un protagonismo cauto y, para la Nueva España, de reservada y conciliadora discreción.
En segundo lugar, se advierten tanto posibilidades como intentos de hacer interactuar las modalidades hemisféricas de dominio. Las primeras se pueden atribuir al vaivén de los virreyes y a la circulación de funcionarios y personeros con agencia entre las Indias; los segundos a la potenciación del episcopalismo de Nueva España en vista de la influencia que los prelados llegaron a tener en la corte del rey. Sin embargo, los cauces respectivos parecen haber acendrado cada una de las modalidades. La interacción entre ellas se percibe en el plano de las repercusiones hemisféricas. El «policentrismo» andino y la deriva integradora de Nueva España terminan imponiéndose, reforzando a las Indias Occidentales como conjunto de reinos diferenciados de la Monarquía hispánica.
Agradecimientos
Este artículo está basado en las conferencias que impartí los días 16 y 17 de noviembre de 2023 en la LIV edición de la Cátedra Felipe II de la Universidad de Valladolid (España) y que darán lugar al título La Monarquía reconducida a publicarse en la serie correspondiente. La investigación subyacente ha sido realizada en el marco del Proyecto Hispanofilia V. Las formas de interacción con el mundo: cautiverio, violencia y representación, referencia PID2021-122319NB-C21 y es financiado por MCIN/AEI/10.501100011033. Por último, expreso mi gratitud a Nelly Sigaut, Esteban Sánchez de Tagle, Juan Carlos Ruiz Guadalajara y Gibran Bautista y Lugo por su atenta lectura.
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