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Un libro en movimiento: creación, edición y circulación del Compendio de Historia de América de Diego Barros Arana
A book in movement: creation, edition and circulation of Diego Barros Arana's Compendio de Historia de América
Autoctonía (Santiago), vol. 8, núm. 2, pp. 1057-1089, 2024
Universidad Bernardo O'Higgins, Centro de Estudios Históricos

Artículos


Recepción: 05 Diciembre 2023

Aprobación: 25 Marzo 2024

DOI: https://doi.org/10.23854/autoc.v8i2.423

Resumen: Este artículo examina el proceso de elaboración, edición y circulación del Compendio de Historia de América, publicado en 1865 por el intelectual chileno Diego Barros Arana. Dicho análisis permite exhibir, por una parte, el complejo funcionamiento de la industria y el mercado del impreso educativo en Chile a mediados del siglo XIX, a la vez que expone las formas de relacionamiento entre los diversos agentes asociados a la existencia del libro. Por otro lado, habilita conocer los mecanismos que facilitaron la movilidad de este impreso a nivel nacional y regional, y descubre las razones que explican su vigencia como texto referencial para la enseñanza de la asignatura por más de medio siglo. Así, mediante la compulsa de distintas ediciones del texto, material de archivo y diversa bibliografía, se advierte la doble función de la obra como herramienta pedagógica para la transmisión de un discurso (liberal y americanista) y como producto u objeto relevante -como todos los de su género- para la viabilidad de la industria impresora chilena.

Palabras clave: Diego Barros Arana, historiografía latinoamericana, historia del libro, siglo XIX.

Abstract: This article examines the process of elaboration, edition and circulation of the Compendio de Historia de América, published in 1865 by the Chilean intellectual Diego Barros Arana. This analysis shows, on the one hand, the complex functioning of the industry and the educational print market in Chile in the mid-nineteenth century, while exposing the forms of relationships between the agents associated with the existence of the book. On the other hand, it enables us to understand the mechanisms that facilitated the mobility of this printed material at a national and regional scale, and to uncovers the reasons that explain its validity as a reference text for the teaching of the subject for more than half a century. Thus, through the compilation of different editions of the text, archival material and diverse bibliography, the double function of the work as a pedagogical tool for the transmission of a discourse (liberal and Americanist) and as a relevant product or object -like all those of its genre- for the viability of the Chilean printing industry is revealed.

Keywords: Diego Barros Arana, Latin American Historiography, Book History, 19th Century.

1. Introducción

En marzo de 1865, el intelectual chileno Diego Barros Arana (1830-1907)1 publicó un Compendio de Historia de América, obra con la cual intentaba suplir la carencia de textos pedagógicos con los que enseñar la historia del pasado del continente. El manual, avalado por la Universidad de Chile -órgano encargado de examinar los trabajos que pretendían distribuirse en el ámbito educativo nacional (Serrano, 2016)- y adoptado por el Gobierno para el uso en los centros educativos chilenos, rápidamente se difundió por todo el territorio, convirtiéndose en el libro oficial para la enseñanza de la asignatura. Incluso, gracias a las redes establecidas por su autor logró atravesar los Andes e introducirse dentro de la currícula argentina, cubriendo cierto vacío existente dentro de aquel mercado bibliográfico.

El estudio del proceso de elaboración, edición y circulación del Compendio de Barros Arana permite examinar las condiciones del mercado del impreso educativo a mediados del siglo XIX en Chile (en medio de contextos de edición y producción particulares). En especial, habilita identificar agentes y medios que participan en dicho espacio y descubrir sus formas de interacción -con sus diálogos y fricciones-, así como los mecanismos presentes para facilitar la movilidad del impreso a nivel nacional y regional. Igualmente, resulta útil para entender de qué forma ganó un lugar como material referencial para el estudio de la disciplina y descubrir los diversos aspectos implicados en sus reiteradas reediciones hasta inicios del siglo XX y su competencia frente a otros textos que intentaban ganar la consideración del Gobierno y del público lector para la transmisión de conocimientos sobre la historia americana.

Para el estudio propuesto se consideran, desde la historia del libro y la edición, tres dimensiones que convergen en torno a la existencia del Compendio: la materialidad, la sociabilidad y la espacialidad (Bellingradt y Salman, 2017: 2-10). La materialidad facilita indagar en torno a la construcción del objeto como soporte de transmisión de ideas y alrededor de una serie de «opciones» que le otorgan su identidad (diseño, tipografía, encuadernación, etc.). Por su parte, la sociabilidad auxilia en la detección del entramado relacional que se construye alrededor del Compendio y que permite su existencia y difusión. Por último, la espacialidad advierte los diversos ámbitos por los que transitó el impreso, desde su concepción hasta su irrupción en los mercados (locales, nacionales, internacionales). El examen bajo esta tríada analítica facilita visibilizar ciertos segmentos del «circuito de comunicación» que atraviesa la vida del libro (Darnton, 2008: 137-138).

De esta forma se pretende revelar la historia de un material de «lectura cotidiana», un instrumento alfabetizador de amplia circulación que implicó, para muchos, una puerta de entrada a otras lecturas (Acree, 2013). En tal sentido, el Compendio asumió una doble significación dentro del espacio impresor y editorial chileno: por una parte, accionó como herramienta eficaz para la imposición de un discurso (de corte americanista y liberal), por otra, como soporte que permitió el afianzamiento y crecimiento de un sector de la industria impreso (la de manuales educativos) que diversificó las posibilidades para la supervivencia de numerosas casas editoriales/impresoras.

Para este trabajo resultó relevante la consulta, en primer término, de las diversas ediciones del manual. Del mismo modo, la compulsa de informes gubernamentales de carácter nacional o regional, así como el examen de medios de prensa chilenos y extranjeros, posibilitó bosquejar una cartografía que explicita las formas y medios que facilitaron la movilidad de la obra durante la segunda mitad del siglo XIX en un mercado local y regional en constante mutación (Darnton, 2008).

En cuanto a los antecedentes historiográficos en torno al tema, destacan los trabajos de Mellafe (1958), Crespo (2016) e Iglesias (2017), los cuales valoran el trabajo del escritor chileno dentro de su producción intelectual y desde una perspectiva hermenéutica, que resalta el carácter pedagógico de la obra y su significación frente a una particular coyuntura (marcada por el estallido de la guerra entre España y las repúblicas del Pacífico y el comienzo de la Guerra del Paraguay) que obligaba a una reflexión sobre el pasado, la actualidad y el futuro de América. Sin embargo, dichos estudios solo abordan de forma marginal el proceso de edición que antecedió a la publicación -Crespo en este punto fue quien brindó alguna información al respecto-, así como la circulación del escrito y las primeras lecturas que se efectuaron en el ámbito chileno y en el exterior.

El texto de Rolando Mellafe (1958) consagra una mirada original para la época, que centra su atención en el americanismo de Barros Arana; por tanto, la consideración del Compendio se vuelve esencial para comprender de qué forma leía el pasado y la actualidad del continente. A partir de un exhaustivo análisis ideológico del texto, este se observa como un instrumento pedagógico esencial y efectivo para transmitir su mirada sobre la historia (liberal y de ribetes americanistas), lo que se trasluce en su indiscutible vigencia como material de enseñanza tanto en Chile como en la región.

Por su parte, el estudio de Crespo (2016) presenta varias de las motivaciones que rodearon a la confección del Compendio y examina en profundidad los contenidos de la obra, para reconocer cuál es el sentido de su escritura histórica. En tal caso, queda claro que el libro de Barros Arana -tal como ya lo expusiera Mellafe- se transforma en una herramienta eficaz de las élites dirigentes para transmitir transversalmente en la sociedad una mirada liberal de la historia americana «que se nutría en el legado continental de la Ilustración y de la generación de la Independencia» (Mellafe, 1958: 287). Aunque no resulta central en su aproximación, el autor también propone algunos elementos útiles para conocer detalles sobre el proceso de edición de la obra, los cuales son considerados en este artículo.

La tríada de trabajos se clausura con la tesis doctoral de Iglesias (2017), la cual reflexiona sobre el rol del Estado en la construcción del sistema educativo chileno durante el siglo XIX. En ese proceso, cuatro fueron las áreas útiles para conformar un sistema de patrones identitarios a ser transmitidos a los educandos: la historia, la geografía, la urbanidad y la ciudadanía. Por tanto, el recorrido por los manuales referidos a estas áreas del conocimiento -entre los que se incluye el Compendio de Barros Arana- resulta esencial para Iglesias, en la medida en que descubre los mecanismos utilizados por las autoridades para crear la conciencia nacional chilena.

A partir de ello, este artículo no recala en el análisis del contenido didáctico-ideológico del texto, ni en la validación de los argumentos expuestos por el autor -ya discutidos por los autores precedentes-, sino que considera al manual como objeto material de intercambio económico, producto comercial (Puelles, 2000) o «mercancía transable» (Samacá, 2011: 206) que se mueve en contextos de producción y edición particulares (Louis, 2014). El Compendio, en tanto manual elaborado especialmente para su uso como herramienta del proceso pedagógico (Ossenbach y Somoza, 2001) y para circular en un determinado espacio (en principio, las aulas de los colegios de todo el país), ostenta unas determinadas condiciones de posibilidad -marcadas por los mencionados contextos- que ese necesario comprender para advertir el verdadero alcance e impacto de la obra (Fuchs y Henne, 2018).

Por estas razones, se traza un recorrido que penetra, en primer lugar, en el análisis de las características del contexto político-económico chileno, a la vez que en las especificidades del mercado impresor/editorial en el Valle Central a mediados del siglo XIX, los cuales definen la forma en que el texto se produce y circula. En segundo término, se describe y examina la creación del Compendio en relación con el proceso de construcción del campo historiográfico chileno y con el plan reformista dentro del sistema educativo en general y del Instituto Nacional en particular. Seguidamente, se expone lo relativo al proceso de elaboración y edición de la obra, para presentar las particularidades del Compendio y sus implicancias dentro del mercado del impreso educativo (relación entre privados y el Estado), a la vez que justipreciar el papel de su autor en los alcances de la obra. En último lugar, se reflexiona en torno a las razones de la migración transnacional del texto y se describe cómo llegó a imponerse también como texto de referencia en el espacio educativo argentino.

2. El Compendio y sus contextos de edición y producción

El fin de la república conservadora (1831-1861), tras la salida de Manuel Montt y la asunción de José Joaquín Pérez (1861-1871), permitió continuar con una situación económica estable que apuntaló el proceso de modernización de la industria libresca -con epicentro en Santiago y Valparaíso-, caracterizado por mayores niveles de producción en un menor tiempo (Barbier, 2005: 317). Esto resultó esencial frente a la demanda constante de textos desde las regiones que, en el caso de los impresos educativos, llegaban desde diversas dependencias locales a las oficinas del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública. El aumento progresivo en los niveles de escolarización y alfabetización incrementó aún más estas solicitudes de libros para consolidar la formación en las escuelas y colegios de la república (Serrano et al., 2012).

Este crecimiento de la demanda también multiplicó el interés de editoriales e imprentas para hacerse de los contratos que les permitieran encargarse de la publicación de dichos materiales, pues esto acrecentaba sus ganancias y les permitía sobrevivir en un mercado aún pequeño, en que existían altos costos de importación de los insumos para la producción impresa. Junto con esto, la escasez de industrias papeleras en el país (Subercaseaux, 2010; Salazar, 2009) incrementaba la dependencia de los negocios nacionales frente a las fluctuaciones y los valores comerciales del mercado internacional, por lo que hallar un rubro redituable dentro de la producción impresa auxiliaba el trabajo y el sostén de dichas empresas. Por otro lado, la producción libresca resultaba esencial para civilizar a la población chilena -objetivo central de las élites letradas que detentaban el poder-, por lo cual los diversos gobiernos incentivaron y facilitaron la entrada de materiales y maquinaria para los establecimientos locales. Las Ordenanzas de Aduana de 1862 determinaron la exención de derechos de internación para la introducción de papel «fabricado sin cola o a media cola, cualquiera sea su calidad, i siempre que el tamaño del pliego estendido no baje de cincuenta i seis centímetros de largo i de cuarenta i cinco centímetros de ancho», aumentando así la protección de la industria nacional (Boletín de Leyes y Decretos, 1862: 194).

Particularmente, en lo referente a los textos educativos, la legislación centró en el Estado el monopolio del control sobre la producción, distribución y venta de materiales. Las autoridades nacionales (Inspección de Instrucción Primaria, Universidad y otras autoridades ministeriales) y locales (gobernadores, intendentes, etc.) debían facilitar y garantizar el abastecimiento y la venta de textos para cada centro educativo que así lo demandara. Para ello proyectaban una férrea vigilancia sobre las imprentas y editoriales contratadas, quienes, muchas veces y atendiendo a las obligaciones del gobierno, accionaban el despacho de remesas a los diversos puntos del país. Por otro lado, debían asegurar un valor homólogo a lo largo de todo el territorio, evitando así el abuso de los libreros, quienes ante la ausencia de stock inflaban los precios, lo que limitaba el acceso de muchas familias a estos materiales educativos. No obstante, la deficiencia de un sistema en plena construcción -e inmerso en una accidentada geografía que ralentizaba los tiempos de entrega de textos- generó constantes quejas de autoridades locales, libreros y apoderados por la ausencia y escasez de títulos (Iglesias, 2017: 222-223).

Esta realidad de la industria librera de carácter educativo coincide con un conjunto de reformas impuestas por la Ley de Instrucción Primaria de 1860 y el Reglamento General de Instrucción Primaria de 1863, que otorgaba operatividad a dicha ley. Conocer este contexto legislativo y reglamentario permite advertir las características del espacio educativo en que se movió el impreso y las condiciones de su producción (Choppin, 2001: 216). La Ley de 1860 implicó una transformación transversal del sistema de educación, en que el Estado también adoptó un rol tutelar para garantizar el acceso en todo el territorio nacional. Para ello, la proliferación de escuelas a lo largo del país fue un elemento central para dar posibilidades a todos los chilenos y chilenas -al menos en el papel- de formarse en las aulas (Ponce de León, 2010: 455-456).

En cuanto a la cuestión de los manuales, la falta de textos normados y avalados por el Gobierno y, por consiguiente, la existencia de impresos de variada (y muchas veces deficiente) calidad comprendía un peligro ante la necesidad de imponer un sistema único de educación. Allí, la creación de la Inspección de Instrucción Primaria constituyó la instrumentalización del control estatal, asumiendo la fiscalización del financiamiento y el manejo de los dineros a nivel regional y municipal, donde una de las entradas -aunque menor en el presupuesto general- la constituía la venta de libros. En tal sentido, contar con un texto oficial permitía fiscalizar con mayor eficacia el nivel de ventas y con ello evitar cualquier fuga de capital, que servía para sufragar los gastos de los centros educativos y abastecerlos de útiles (entre los cuales se contaban los libros).

Por su parte, el Reglamento de 1863 (Decreto N° 1350 del 1° de diciembre de 1863) otorgaba mayores atribuciones a la Inspección General, como el contralor de las Escuelas Normales de Preceptores y Preceptoras, y las bibliotecas locales.2 En lo que afectaba al Compendio, el artículo 94° establecía que solo podría enseñarse mediante los textos o libros «aprobados por la Universidad y mandados adoptar por el Gobierno». De este modo, se imponía una agenda lectora formativa, excluyendo ciertos títulos que por su estructura y contenidos no se recomendaban para formar a los estudiantes. En algunas áreas (historia, filosofía, educación cívica) podría leerse como la irrupción de un nuevo discurso que buscaba imponerse desde arriba a través de «la creación narrativo-discursiva de un pasado legitimizador, heroico y cohesionador» (Sansón Corbo, 2011), en que era conveniente eliminar aquellos relatos disidentes que contravinieran esta hegemónica propuesta.

De igual forma, el mencionado Reglamento legisló respecto a las dinámicas de distribución de estos instrumentos pedagógicos. Al respecto, el artículo 95° disponía que las solicitudes de libros a la Inspección General del Ministerio debían canalizarse por intermedio de los intendentes y gobernadores, y realizarse durante el mes de diciembre. La idea era acopiar y ordenar las remesas de textos, y accionar las negociaciones con las casas editoriales para lograr contar con los libros en las escuelas para el inicio del año escolar. Sin embargo, la posibilidad de efectuar pedidos extraordinarios durante todo el año conspiró contra esta medida y se reiteraron casi diariamente las solicitudes desde diversos puntos de la república, generando cierto desorden administrativo y presupuestal que no pudo ser resuelto por las autoridades educativas en todo el siglo XIX.

En último término, el mismo documento dictaminó que el precio de los textos sería fijado por el Gobierno y debería ser respetado por quienes se encargaran de comercializarlo. Así se frenaba la especulación de los particulares y se aseguraba el acceso de los estudiantes a estos materiales formativos. Asimismo, la venta se efectuaría mediante las Tesorerías municipales o departamentales «i donde no existan estas oficinas por el Tesorero fiscal o Teniente de Ministros» (Reglamento General de Instrucción Primaria, Santiago, 1° de diciembre de 1863. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 124).

Sin embargo, a pesar de esta compleja estructura que buscaba facilitar el acceso a la lectura, la historiografía ha destacado los problemas en la difusión de textos educativos en regiones donde se producía un reparto insuficiente y tardío en relación con la demanda (Araya Oñate, 2019; Orellana, 2010; Schurdevin-Blaise, 2007; Egaña, 2000; Monsalve, 1998). Las barreras de la geografía, los intereses particulares de los empresarios del rubro y las propias deficiencias de un Estado que no podía mantener su omnipresencia frente a los numerosos problemas que acaecían en la administración en general y dentro de la cartera ministerial en particular, fueron algunos de los elementos que conspiraron contra este sistema de distribución de textos educativos.

A mediados de la década de 1860, la crisis planteada por la guerra con España (1864-1866) impuso al mercado editorial chileno -en tanto espacio de recepción de los productos necesarios para la producción impresa- un desajuste en los flujos de entrada y salida de buques desde el puerto de Valparaíso, lo que también afectó la distribución de insumos de imprenta al resto del país, especialmente hacia la capital en que se concentraban la mayor parte de las casas editoriales e impresoras hacia mediados del siglo XIX. Al mismo tiempo, los mercados productores europeos también se vieron perjudicados ante la imposibilidad de colocar sus géneros (tipos, tinta, papel, materiales para la encuadernación, etc.) en la plaza chilena (Subercaseaux, 2010; Salazar, 2009). Esta disrupción del mercado internacional del libro se replicaba a la vez dentro del espacio nacional. El atraso en la recepción de los materiales impedía la impresión de libros y retrasaba su distribución y venta para abastecer al sistema educativo en sus diferentes niveles.

3. Barros Arana y las reformas en el Instituto Nacional: un espacio para el nuevo manual

En marzo de 1863, Diego Barros Arana (1830-1907) asumió el cargo de rector del Instituto Nacional. El reconocido intelectual poseía un profundo conocimiento del universo manualístico a partir de su carácter de miembro de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile desde 1855. En dicho rol, a partir de la evaluación de obras que llegaban para ser avaladas por la casa de estudios -para su posterior circulación en el ámbito educativo-, descubrió la necesidad de elaborar nuevos textos y reformar algunos de los ya existentes, para perfeccionar la enseñanza de las diversas asignaturas que componían la currícula. A través de sus primeras comunicaciones, el novel rector señaló «la necesidad de uniformar los textos de enseñanza de los colegios nacionales», dada la heterogeneidad de libros que circulaban, la mayor parte de los cuales eran «demasiado extensos y confusos o completamente inadecuados para la enseñanza» (Ruiz Urbina, 1958: 157).

En torno a este tópico, el plan reformista de Barros Arana colocó especial atención a la enseñanza de la historia (Cruz, 2002). Su propuesta pretendía que los profesores de historia impartieran cursos en las secciones de Humanidades y Matemáticas -previamente lo hacían solo en la primera de ellas-, fomentando así la especialización y con ello el perfeccionamiento docente. Además, consagró el carácter obligatorio para los cursos de historia de Chile y América para los estudiantes del cuarto año del Instituto Nacional (Informe de Diego Barros Arana al Ministro de Instrucción Pública sobre el estado del Instituto Nacional, Santiago, 13 de mayo de 1863. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 131).

El primer informe de Barros Arana al Ministro de Instrucción, remitido en mayo de 1863, identificó que los textos históricos presentaban numerosas deficiencias, pues eran «estensos, recargados de hechos, nombres i fechas […], escritos todos ellos con poco método i con menos claridad». Esto generaba un aprendizaje deficiente y efímero, haciendo necesario «adoptar un sistema que imponiendo menos trabajo al estudiante, le proporcionara mas conocimientos i produjera mejores resultados» (Informe de Diego Barros Arana al Ministro de Instrucción Pública sobre el estado del Instituto Nacional, Santiago, 13 de mayo de 1863. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 131).

A partir de ello, planteó la necesidad de modificar, reducir, traducir y/o elaborar obras para todos los cursos de historia universal, americana y chilena.3 La historia universal fue la primera en el orden de reformas: para lograrlo, impulsó la traducción y adopción de los textos de historia antigua, griega, romana, medieval y moderna del escritor y político francés Victor Duruy.4 Ministro de Instrucción Pública de Napoleón III y de clara filiación liberal, Duruy conjuntaba en su trabajo el contenido ideológico con la estructura pedagógica para una educación «civilizada» (Geslot, 2022). A la vez, representaba al prototipo de intelectual-funcionario que inspiraba a las élites letradas liberales americanas, y su proyecto reformista del sistema educativo francés se asemejaba -a menor escala- al articulado por el intelectual chileno dentro del Instituto.

El debate con el sector más conservador del Gobierno de Pérez respecto a la adopción de dichos manuales (Villalobos, 2017: 30) impulsó a Barros Arana a una campaña intensa y a una acción rápida, por lo que ya a finales de su primer año de gestión, los Compendios de Historia Antigua y de Historia Griega de Duruy, bajo la responsabilidad de la porteña Imprenta del Mercurio y la santiaguina Imprenta Nacional respectivamente, circulaban a lo largo de todo el país. A poco tiempo, sucedió lo mismo con el Compendio de Historia Romana (1863), el Compendio de Historia Medieval (1863) y el Compendio de Historia Moderna (1864) del mismo autor.5

El éxito de estas primeras reformas fue expuesto en su siguiente informe como rector, presentado en mayo de 1864 a las autoridades gubernamentales. En dicho documento, Barros Arana destacó la rápida y efectiva incorporación de los nuevos textos a los cursos y exámenes de las secciones de Humanidades y Matemáticas del Instituto Nacional. Así, se abría la posibilidad y el interés por importar nuevos títulos capaces de renovar la bibliografía de otros cursos, para contar con libros que destacasen por su «mayor claridad, sencillez i buen método».6

En el caso de la historia de Chile, se mantuvo la preferencia por el Compendio de Historia Política y Eclesiástica de Chile de Miguel Luis Amunátegui, que para 1865 ya observaba cinco ediciones. De forma complementaria, y para auxiliar al profesorado encargado de dictar esta asignatura, se autorizó al impresor José Santos Valenzuela para negociar ante el Gobierno chileno la reimpresión de la colección completa de las Memorias Universitarias, que cada año se presentaban en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Las obras se publicarían en 7 u 8 tomos de 400 páginas cada uno, en papel de «buena calidad», en una práctica que buscaba echar «los verdaderos cimientos de la historia nacional, escrita por los primeros injenios del país».7

Al contrario de lo que sucedía con la historia universal y chilena, Barros Arana advirtió la falta de un texto capaz de cumplir con los estándares establecidos para la enseñanza de la historia de América. Hasta entonces, la asignatura era enseñada a través de la Historia de América desde la conquista hasta nuestros días, de Orestes S. Tornero (con dos ediciones en 1857 y 1861) o mediante los dos tomos compendiados de la historia de América de Miguel de la Barra, publicados en 1857 y 1858. Casualmente o no, ambos manuales fueron evaluados por Barros Arana como miembro informante de la Facultad de Filosofía y Humanidades. A pesar de una evaluación positiva de ambas obras, la oportunidad sirvió a Barros Arana para establecer los parámetros sobre los que se debía elaborar un compendio sobre el tema: una división en cuatro partes (América indígena, Conquista, Colonización y Revolución de la Independencia) y un relato que cumpliera cabalmente con criterios disciplinares (brevedad, claridad, exactitud) y pedagógicos ajustados al nivel de la formación en los colegios de la República.

Una opción, tal como sucediera con los libros de historia universal, estaba en recurrir a la traducción y/o adopción de textos europeos relativos al tema. Sin embargo, primó su rechazo a este tipo de trabajos, pues descubría, en muchos de ellos, el escaso conocimiento de los autores respecto de la historia y la geografía del continente (Arenas Deleón, 2021). Esto derivaba en un relato repleto de yerros y faltas, lo que reproducía una imagen distorsionada respecto al pasado del continente (Barros Arana, 1866: 281-282). Esta deficiencia también destacaba en el rubro manualístico, donde «los libros elementales que sirven en Europa para la instrucción de la juventud, […] consagra[n] a América solo algunas líneas, llenas siempre de inexactitudes chocantes que revelan una ignorancia absoluta de nuestras cosas» (Barros Arana, 1866: 282).

Por tanto, era necesario crear un texto nuevo. Dicho proyecto de elaboración del Compendio se vio apuntalado por un dictamen del Gobierno de 1865, en que se expresaba que «todos los establecimientos educacionales debían elaborar sus programas de estudios, de acuerdo con el listado de asignaturas del Instituto Nacional, con la idea de evitar un sistema desordenado y disgregado» (Iglesias, 2017: 141). Esto le brindaba a Barros Arana una ocasión favorable -como rector del Instituto- para asumir la dirección reformista y, particularmente en el caso de la historia americana, presentar una nueva obra capaz de subsanar las falencias de sus antecesoras.

Otro de los puntos centrales en este proceso por imponer textos únicos, con carácter oficial para cada ramo, estaba en la negociación con las imprentas y editoriales, las cuales se vieron cada vez más interesadas en obtener los beneficios para la impresión y distribución de estos nuevos materiales. Dicho interés se acrecentó tras el exhaustivo inventario realizado por Barros Arana respecto a las existencias de libros en la Tesorería y Depósito del Instituto Nacional, pues no solo descubrió el desorden al interior del establecimiento, sino que también advirtió el escaso stock de muchos de los títulos necesarios para abastecer a los colegios.8 De tal forma, se abría una nueva línea de negocio en torno a la reimpresión de dichos trabajos, que exigió una rápida negociación con las casas impresoras locales para la elaboración, canje y distribución de nuevos volúmenes.9

La documentación revela las condiciones que, por esos años, se establecieron entre el Estado y las empresas privadas para la producción y abastecimiento de manuales. La producción de manuales implicó un juego de tensiones entre la necesidad estatal y los intereses privados en torno a los gastos y los dividendos obtenidos por la edición, impresión y distribución de dichos materiales (Sammler, 2016: 14).

La investigación en el archivo no permitió rastrear contratos de impresión para este período, aunque sí conserva algunos acuerdos sellados para la venta de obras a bibliotecas e instituciones educativas. Estos acuerdos establecieron condiciones similares para todas las casas editoriales/impresoras interesadas en el negocio: la casa vendedora se encargaría de «los gastos de acomodo i conservación de dichas obras, como asimismo los de conducción desde la imprenta u oficina pública de esa capital que el Gobierno designare»10 a cambio del 10% de lo recaudado por la venta, lo cual se pagaría cada tres meses luego del control ejecutado por el Gobierno nacional. Los precios de venta de cada volumen serían fijados, en cualquier caso, por las autoridades gubernamentales correspondientes. El acuerdo con algunas de estas casas comerciales (ej.: Santos Tornero o Pedro Yuste), también incluyó el intercambio de libros: la Tesorería enviaba a los privados los textos con stock sobrante y recibía a cambio impresos que escaseaban y que eran solicitados continuamente por los establecimientos educativos.

4. La fabricación del Compendio

Previo a la publicación del Compendio, Barros Arana contaba con una relevante labor intelectual en el ámbito chileno y un profundo conocimiento de la historia, que había reflejado en sus primeros escritos: Estudios Históricos sobre Vicente Benavides y las Campañas del Sur (1818-1821) (1850), Historia de la Independencia de Chile (1854-58), Las Campañas de Chiloé (1856), Colección de Historiadores Chilenos (1864), y Vida y viajes de Fernando de Magallanes (1864). Además, destacaba por sus artículos de corte histórico aparecidos en los principales medios periodísticos de Santiago y Valparaíso y también como traductor de textos europeos (Crespo, 2016; Figueroa, 1887). Estas credenciales lo habilitaban para la creación de la obra -la crítica lo había validado entre los pares- y podían augurar una buena recepción del trabajo.

La elaboración del libro llevó poco más de un año. A mediados de 1864, en una conocida carta a su colega y amigo Bartolomé Mitre, el chileno advertía cómo avanzaba la escritura del texto. Le anunciaba que ya tenía lista la mitad de la obra y prometía culminar en tan solo cuatro meses los contenidos restantes. Se trataría de un volumen de 600 páginas en 8°, cuya impresión iniciaría en septiembre del mismo año (Museo Mitre, 1912b). No obstante, el material superó las previsiones y, hacia los últimos meses de 1864, el autor ya tenía en sus manos más de 1000 páginas.

Para la elaboración del texto, Barros Arana se valió de una amplia biblioteca construida gracias al esfuerzo (y al gasto particular) y acrecentada a partir de los vínculos relacionales desarrollados por el chileno a nivel nacional e internacional (Thomas, 1974). Asimismo, las redes articuladas con la migración argentina, peruana y boliviana entre las décadas de 1840 y 1850, y durante su periplo por Argentina, Uruguay y Brasil a consecuencia del exilio forzado tras el resultado fallido de la revolución de 1859 contra el gobierno de Manuel Montt, le suministraron nuevas obras y le permitieron la consulta de numerosos acervos esenciales para la elaboración de su relato (Crespo, 2016; Museo Mitre, 1912a). Similares redes tejidas en París, Londres y Madrid lo contactaron con influyentes impresores y libreros (como el prusiano A. Franck), que le habilitaron conocer los pormenores del negocio editorial y le facilitaron estar al tanto de las novedades bibliográficas surgidas en el Viejo Continente.

A finales de 1864, la obra fue sometida a la evaluación del Consejo de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Fue leída durante 15 sesiones,11 luego de lo cual fue aprobada (14 de diciembre de 1864) para la enseñanza de la asignatura en los colegios. Dicho aval facilitó las negociaciones con la imprenta capitalina del diario El Ferrocarril(el de mayor tiraje en Santiago) y la Librería Central de Augusto Raymond: el sello oficial garantizaba una producción masiva (Stray y Sutherland, 2009) para cumplir con la demanda de todos los centros educativos del país. El Compendio fue entendido así como «un producto editorial e historiográfico especializado: una literatura reconocida oficialmente y destinada a cubrir las demandas de un mercado completo» (Peiró, 1993: 39).

El trabajo finalmente quedó dividido de acuerdo con su propuesta de 1857: cuatro partes que formaban dos tomos. El primero incluía los contenidos correspondientes al periodo prehispánico, el Descubrimiento y la Conquista; mientras que el segundo presentaba lo relativo a la Colonia y la Independencia. Esta decisión editorial (Chartier, 2020) de dividir la obra respondía a dos criterios: por una parte, a la incomodidad para manejar un texto de tanto volumen (más de un millar de páginas) y, por otro lado, por la dificultad para comercializarlo a un precio accesible en el mercado.

En marzo de 1865, apareció el primero de los tomos en el mercado bibliográfico local. Una nota del día 6, aparecida en El Ferrocarril,12 lo atestigua; así como la publicidad presentada en las páginas del mismo periódico durante los días subsiguientes. Tras la salida del libro, el chileno se comunicó con Mitre (30 de abril de 1865) para celebrar la salida de un impreso que había pretendido «agrupar metódicamente las noticias más averiguadas para que los niños puedan estudiarlas» (Crespo, 2016: 294). Así, cumplía con lo propuesto en el prólogo de su obra: llenar un vacío dentro del ámbito pedagógico y del mercado editorial y, a la vez, transmitir un discurso a las nuevas generaciones. Frente a deficientes textos europeos y libros americanos de carácter monográfico (Barros Arana, 1865b: 3), el Compendio se presentaba como un texto breve que condensaba toda la historia del continente y destacaba por su claridad y sencillez.

En términos materiales, la edición de la Imprenta de El Ferrocarrilno convenció a Barros Arana. Al respecto mencionó que la obra contaba con «una edición detestable, llena de errores tipográficos» (Museo Mitre, 1912b: 151). Las deficiencias técnicas propias de una industria impresora en pleno crecimiento se sumaban a los altos costos de producción para dar a luz un trabajo que no cumplía con todas las condiciones necesarias de un óptimo texto de lectura (Chartier 2020: 23).

No obstante, y atendiendo al enorme volumen que adquirió el trabajo, se negoció con dicha imprenta la publicación de una versión «elemental» (por entregas)13, en un tomo, impresa en 4° y con un total de 424 páginas que redujo en dos tercios a la edición original. Esta versión elemental sirvió para subsanar el retraso en la salida del segundo tomo de la obra (Barros Arana, 1865c), el cual demoró en más de dos años su publicación. Las razones fueron expuestas por el propio Barros Arana a las autoridades, argumentando que;

«antes que se hubiera terminado la publicación de la segunda [parte], sobrevino el bloqueo de nuestros puertos por la escuadra española i una grande escasez de papel de imprenta que obligó a los impresores a aplazar la publicación de muchas obras. La terminación de la mia corrió esta suerte, i por esa razón solo acabó de publicarse en la segunda mitad de 1867» (Ruiz Urbina, 1958: 178).14

Los propios responsables de la Imprenta de El Ferrocarrilinformaron al autor que, en mayo de 1867, aún no lograban obtener el papel suficiente para cumplir con todas las obligaciones a causa de un flujo comercial todavía dislocado por la guerra en el Pacífico. En tal sentido, señalaban que no podían «resignarse a pagar el papel de imprenta a los precios actuales», por lo que debían esperar unos meses más para cumplir con el encargo. Esta situación puso en jaque el convenio entre el Gobierno y la casa impresora: ante la necesidad de contar con el segundo tomo de la obra para su uso en los colegios, se iniciaron tratativas con otro impresor -a quien no se identifica en la documentación- en la idea de «pagar cualquier precio para salir de este embarazo».15 No obstante, y a pesar de los retrasos, el contrato con la imprenta del diario santiaguino fue respetado y, pocos meses después, la obra apareció en el mercado editorial chileno. Resultaba imperioso contar con este trabajo, pues, según refería Barros Arana, estaba «convencido de que este ramo [sic] de la historia no se puede enseñar seriamente por otro libro cualquiera».16

Otro de los aspectos que generó inconvenientes estuvo relacionado con el precio de venta del Compendio. El primer tomo se comercializó en librerías a 1.50 pesos. Según su autor, el precio era bajo para lograr un fácil acceso y evitar reclamaciones -incluso auguraba que debido a la carestía y carencia de papel y otros insumos de imprenta, la segunda parte se vendería al menos al doble17-, empeñado en cumplir un compromiso patriótico que le imponía su doble rol de intelectual y funcionario público. Al respecto, señalaba que;

«al emprender la composición de esta obra no he pensado por un solo momento en otra cosa que en satisfacer una necesidad de la enseñanza, i que el público sabia mui bien que hacia sacrificios pecuniarios de que tal vez no seré reembolsado nunca i a los cuales sin embargo no doi mucha importancia».18

Del mismo modo se expresó, casi una década después, al mencionar a su amigo Miguel Luis Amunátegui19 que se encontraba negociando con el librero e impresor Mariano Servat, dueño de la Librería Central, los derechos de algunas de sus obras «porque hasta 1875 no le habían dado nada y otros años solo obtuvo algunos pesos por tres de ellos» (Ruiz Urbina, 1958: 179). Estas negociaciones facilitaron la reedición de la versión elemental del Compendio en 1894 y 1907, así como de otros trabajos del autor.

En torno a la circulación del Compendio, este se distribuyó en las librerías de la capital y las provincias a partir de los contratos de venta de propiedad que el Gobierno firmaba con diversas empresas del ramo. Las solicitudes casi diarias -con pedidos de entre 50 y 2000 ejemplares- que llegaban de las autoridades de distintas regiones del país exhibe un amplio alcance de la obra. Sin embargo, algunos espacios mantuvieron otros textos como manuales principales para el estudio del ramo: la Escuela de Preceptoras de Santiago20, por ejemplo, siguió utilizando el texto de Orestes L. Tornero como guía para el aprendizaje de la historia de América.

Respecto al público que efectivamente obtuvo y leyó el texto, tanto en los liceos como en el Instituto Nacional, cualquier apreciación sería incompleta. Un intento por cuantificar al público lector exigiría un recorrido por los informes de todas las instituciones que periódicamente llegaban a las dependencias del Ministerio de Instrucción donde se informaban las asignaturas dictadas, el libro utilizado y la cantidad de estudiantes. La presencia del Compendio en muchos de ellos habilita inferir, solo potencialmente, una amplia lectura a través del sistema educativo.

Por último, es necesario resaltar que el Compendio fue el hito inicial de Barros Arana como autor de manuales educativos. Tras la aparición de este libro histórico, su autor emprendió la realización de otros textos que impulsaban su proyecto de reforma integral de la educación: Elementos de retórica y poética (1867), Elementos de literatura (1869), Manual de Composición Literaria (1870) y Elementos de Geografía Física y Descriptiva (1871), completaron la bibliografía elaborada por Barros Arana durante su rectorado (Jobet, 1970: 256; Galdames, 1930: 1082-1083).

5. La inserción del manual en el espacio educativo argentino

Trazar las geografías del Compendio admite comprender por qué la obra de Barros Arana adquirió una vigencia inusitada para un libro de historia de América y cómo se instaló en otros espacios. La calidad de la obra, el reconocimiento de su autor, la sinergia ideológica entre las élites letradas del continente que se materializaba en la obra de Barros Arana, las coyunturas políticas que colocaron el americanismo en la agenda de los gobiernos, etc., solo son algunas de las razones que pueden explicar esta migración del Compendio.

La obra tuvo en Chile numerosas reediciones hasta iniciado el siglo XX. La producción en serie y su «oficialización» le dieron circuitos amplios de circulación y con ello la posibilidad de llegar a un mayor número de lectores (Mollier, 2009 y 2022). Esto posibilitó la edición fuera de fronteras. La versión elemental del trabajo apareció, por primera vez, bajo el sello de la Librería Jacobsen en 1881 y se adoptó como texto por parte del Ministerio de Instrucción Pública para la enseñanza en los colegios y las escuelas argentinas.

Los contactos con Mitre y Gutiérrez fueron una primera aproximación del autor a los editores bonaerenses. Unidos desde el exilio de los argentinos en Chile, fraguaron allí un vínculo que incluyó experiencias editoriales comunes e intercambios constantes de bibliografía, documentación, objetos e ideas que circularon de uno a otro lado de la Cordillera. La salida de Barros Arana en 1859, a causa de la crisis política acaecida en su país, volvió a unirlo a sus colegas y le habilitó acrecentar sus relaciones intelectuales en la ciudad-puerto: Andrés Lamas, Ángel Carranza, Manuel Ricardo Trelles, fueron solo algunos de los que abrieron sus bibliotecas personales para la consulta del chileno y lo vincularon con el mundo cultural bonaerense.

Durante el trienio 1876-1878, la negociación por los límites patagónicos entre Argentina y Chile llevó a Barros Arana a recalar nuevamente en Buenos Aires. Enviado por el presidente Federico Errázuriz -con quien había tenido una estrecha relación cuando este ejercía el cargo de Ministro de Instrucción, mientras Barros Arana actuaba como rector del Instituto Nacional- intentó defender los intereses del gobierno santiaguino en un diálogo cargado de tensiones (Rayes, 2010). En este intercambio dialéctico, Barros Arana descubrió el desconocimiento que existía en sus pares respecto a la historia y la política chilena: «La ignorancia de estas gentes cuando hablan de nosotros sólo se puede comparar con su vanidad. Si hubieran leído cualquier compendio de la historia de América o de Chile no escribirían los disparates que cada día publican sus diarios» (Barros Borgoño, 1936: 80). Era esta una realidad que podía apoyar la edición de su trabajo fuera de Chile.

El cenit de las tensiones entre ambos países, a finales de la década de 1870, fue el momento exacto en que se fraguó la edición argentina del Compendio. Las tensas negociaciones para un tratado que resolviera la cuestión limítrofe, se unieron al estallido de la Guerra del Pacífico que transformó a Buenos Aires en refugio y plataforma enunciativa para los exiliados peruanos y bolivianos (Mariano Paz Soldán, Santiago Vaca Guzmán, entre otros). El ambiente parecía hostil para los chilenos. Sin embargo, el interés superior por obtener, imprimir y circular una obra que por su calidad resultaba idónea para la enseñanza de la historia del continente relegó, al menos en este punto, las desavenencias con los chilenos.

Pocos pormenores se conocen sobre la negociación entre Barros Arana y el editor danés Luis Jacobsen, dueño desde 1869 de la Librería Europea (De Diego, 2011: 229). No obstante, la documentación sí revela que la edición argentina surgió ante la ausencia de ejemplares de la edición trasandina y de la «imprescindible necesidad que se hacía sentir en los Establecimientos de Educación secundaria, de basar la enseñanza de la historia de América sobre un testo de imparcialidad y reconocida autoridad» (Barros Arana, 1891: 1). Esto habilitó la publicación de la edición elemental del trabajo, en un volumen en 8° de 416 páginas, bajo la responsabilidad de la Imprenta de Viedma.

La amplia edición -cuyo número exacto de ejemplares se desconoce- fue realizada para ser distribuida tanto a través de la geografía argentina como chilena. En tiempos en que la industria chilena orientaba sus recursos a la impresión de materiales (libros, revistas, periódicos, folletos, etc.) que reivindicaran sus derechos territoriales en ambos conflictos, la reimpresión de textos educativos se vio afectada en sus volúmenes y ritmos, por lo que este hallazgo de un mercado productor alternativo resultó en extremo útil para seguir abasteciendo a los colegios chilenos.

La adopción fue instantánea y la recepción muy positiva. Alberto Navarro Viola (1882) efectuó en su influyente Anuario Bibliográfico una reseña crítica a la obra de Barros Arana. En ella subrayó las bondades del texto del chileno al que calificó como «incuestionablemente bueno» (168). Aunque advirtió deficiencias que podrían ser subsanadas en futuras reediciones (como las de 1887 o 1893), no dejó de destacarlo como «uno de los pocos compendios imparciales de historia americana» (168) que debía contar con el aprecio y la consideración del público.

6. Conclusiones

La historia del Compendio reveló las condiciones de la industria impresora chilena a mediados del siglo XIX, los mecanismos para la edición, impresión y circulación de textos educativos y las convergencias y divergencias entre los intereses empresariales, estatales y del público lector. En este juego de diálogos y tensiones el texto se produjo y se movió, no sin la influencia de un contexto político-económico muchas veces desfavorable que afectó las agendas, los ritmos y los costos de la producción impresa. Lo defectuoso de la edición, los retrasos en la publicación del segundo tomo o la falta de stock fueron evidencias de este proceso de conformación y perfeccionamiento de la industria impresora en general y del rubro de la producción de manuales educativos en particular.

Esta última se vio estimulada por el interés estatal, a partir de 1860, por modernizar la educación y crear nuevos textos para la enseñanza de las asignaturas que formaban parte de la currícula desde la educación primaria hasta la Universidad. En este proceso, Barros Arana, en tanto director del Instituto Nacional y miembro de la élite liberal dirigente que impulsaba ese plan reformista, asumió un rol protagónico en la modificación y creación de impresos. Aunque acometió numerosos cambios en la bibliografía formativa, la historia (universal, americana y chilena) ocupó un lugar central, pues esta era una herramienta pedagógica eficaz para transmitir este proyecto liberal letrado al estudiantado.

El Compendio surgió en este contexto. Oficializado por el Estado se transformó en un bien que se produjo en grandes volúmenes y circuló por todo el país. Esta oportunidad de producción masiva y periódica atrajo a las imprentas y editoriales que observaron en este negocio una posibilidad segura de inversión. De esta concurrencia de intereses surgieron transacciones como la que se produjo en 1865 con la Imprenta de El Ferrocarrilpara la producción del libro de Barros Arana en sus dos versiones.

La calidad de la obra, así como la necesidad de textos para la enseñanza de la historia al otro lado de los Andes permitió que el Compendio atravesara las fronteras nacionales para instalarse en el ámbito educativo argentino. Impulsada por su propio autor, a partir de las redes articuladas durante décadas con la intelectualidad porteña y en medio de tensas relaciones entre ambos países, la edición de 1881 no solo sirvió para cubrir un vacío en el espacio bibliográfico argentino, sino también para abastecer a los centros educativos a lo largo de todo Chile.

Aunque la obra no llegó a traducirse «a todas las lenguas», ni se reimprimió en Europa o Estados Unidos como lo vaticinaba Juan María Gutiérrez en 1865 (Mitre, 1912b: 178), sí mantuvo una vigencia dentro del mercado editorial argentino y chileno durante casi un siglo con reiteradas reediciones, en especial por su utilidad y claridad frente a otros textos que disputaban imponerse dentro del espacio educativo y el mercado editorial.

Agradecimientos

Este artículo deriva del Proyecto «Del taller a la industria: el rol clave de los impresos educativos humanísticos en el desarrollo, crecimiento y transformación de la industria bibliográfica en Chile (1850-1900)», financiado por el Fondo de Ayuda a la Investigación (FAI) de la Universidad de los Andes, Chile. Agradezco los valiosos comentarios de los evaluadores y la enriquecedora lectura de la profesora Alexandrine de la Taille.

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Notas

1 Diego Barros Arana nació en Santiago en agosto de 1830. Formado en las aulas del Instituto Nacional —centro de estudios que llegaría a dirigir y donde se desempeñó como docente durante muchos años— adquirió una vasta cultura que volcó, desde muy joven, en diversos espacios de la prensa local: El País de Valparaíso (1849 y 1857), La Tribuna de Santiago (1849-1850), la Revista de Santiago (1850, 1855 y 1872), la Revista Sud-América (1851 y 1860), El Diario de Valparaíso (1852), El Museo (fundador en 1853), El Ferrocarril (1855), los Anales de la Universidad de Chile, la Revista de Ciencias i Letras (1857), La Actualidad (redactor junto a Ramón Sotomayor Valdés, 1858), El Correo Literario (1858), la Revista del Pacífico, La Semana (1858-1859), El Correo del Domingo (director y fundador en 1862), la Revista Ilustrada (1865), la Revista de Valparaíso (1873-1874), la Revista Sud-América (1873) y la Revista Chilena (que fundó junto a su amigo Miguel Luis Amunátegui en 1875), entre otras. Ocupó diversos puestos en la Administración pública, entre ellos el cargo de diputado nacional (en reiteradas oportunidades), primer secretario de la Universidad de Chile, decano de la Facultad de Filosofía y Humanidades de dicha casa de estudios y Rector del Instituto Nacional y de la Universidad de Chile. Asimismo, tuvo un rol central en la negociación por los diferendos limítrofes con Argentina durante la década de 1870. Su producción bibliográfica es copiosa, pero en ella destacan la monumental Historia General de Chile (1884-1902) en 16 volúmenes, la Historia de la Guerra del Pacífico (1880-1881), la Historia General de la Independencia de Chile (1854-1858 y 1863), el Cuadro histórico de la administración Montt (1861), Vida y viajes de Hernando de Magallanes (1864), etc. Murió en la capital chilena en noviembre de 1907.
2 Reglamento General de Instrucción Primaria, Santiago, 1° de diciembre de 1863. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 124.
3 Este interés reformista en relación con la historia ya aparece en Barros Arana algunos años atrás, cuando en 1857 encabeza un proyecto, junto a Jean Courcelle Seneuil y Miguel Luis Amunátegui —en el seno de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile—, para la elaboración, adopción, traducción y adaptación de nuevos textos (Cruz, 2002; Ruiz Urbina, 1958).
4 Los archivos consultados no entregan pistas sobre las negociaciones para obtener los derechos de la obra, ni con el autor, ni con la editorial parisina Hachette que dirigía la colección que contenía los textos de Duruy. Es probable que la presencia en Europa del ex profesor de la Universidad de Chile Jean Courcelle Seneuil facilitara la obtención de dichos derechos o al menos articulara las negociaciones entre las casas editoriales europeas y el Gobierno chileno. Tampoco se ha encontrado información sobre el traductor de alguno de los manuales mencionados.
5 Aunque los dos primeros aparezcan con fecha de publicación en 1863, ambos comenzaron a circular en el mercado al año siguiente.
6 Informe de Diego Barros Arana al Ministro de Instrucción Pública sobre el estado del Instituto Nacional, Santiago, 13 de mayo de 1863. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 131.
7 Solicitud del impresor José Santos Valenzuela ante el Gobierno chileno. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 150.
8 Informe de Diego Barros Arana sobre autorización concedida para un inventario de la existencia de libros en Tesorería y Depósito del Instituto Nacional, Santiago, 28 de septiembre de 1864. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 131.
9 Comunicación de Diego Barros Arana con el Ministro de Instrucción sobre la distribución de textos de enseñanza en los liceos provinciales, Santiago, 12 de julio de 1865. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 131.
10 Propuesta de Tornero e hijos para la venta de los libros propiedad del Gobierno en las Librerías del Mercurio. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 150. Entre la documentación, correspondiente al año 1865, aparecen acuerdos con la empresa Tornero e hijos, con Ramón Varela, administrador de la Imprenta de El Correo y con Manuel Pérez Font de la Imprenta y Librería de la Independencia.
11 La imposibilidad de acceder a las actas de sesiones de la Facultad de Filosofía y Humanidades no permite advertir posibles modificaciones que dicha lectura produjo en la versión original.
12 El texto reproduce el prefacio de la obra junto al informe presentado en el Consejo de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile (Barros Arana, 1865a).
13 La documentación de archivo y la bibliografía no revelan cuántas entregas conformaron la versión “elemental” del Compendio.
14 La guerra en el Pacífico afectó particularmente el funcionamiento del Instituto Nacional. En primer lugar, su cuerpo de profesores y empleados asumió un compromiso con la causa americana al elevar una airada protesta frente al ataque español al Perú. En su misiva, manifestaban su preocupación ante «un ataque tan inesperado como atentatorio contra la soberanía de una nación hermana i una arrogante amenaza a su independencia i a la organización democrática de su gobierno» y ofrecían sus «servicios personales i profesionales» y la porción de sueldo que el Gobierno considerase conveniente. Proclama de los profesores y empleados del Instituto Nacional, Santiago, 5 de mayo de 1864. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 131. Asimismo, este apoyo a la causa americana se manifestó en la implementación, por parte del presidente José Joaquín Pérez de 18 becas, gratuitas y extraordinarias, para jóvenes de Perú, Bolivia y Ecuador con el fin de realizar estudios en el Instituto Nacional. Allí, el rector asumió el compromiso de brindar a estos nuevos alumnos todos los libros adoptados para los ramos impartidos en dicha casa de estudios. Oficio del representante de la Legación Extraordinaria Especial de Bolivia en Chile al Ministerio de Instrucción Pública, Santiago, 27 de agosto de 1866. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 155.
15 Oficio de Diego Barros Arana al Ministro de Instrucción Pública, Santiago, 20 de mayo de 1867. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 131.
16 Oficio de Diego Barros Arana al Ministro de Instrucción Pública, Santiago, 20 de mayo de 1867. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 131.
17 Para un estudio pormenorizado —algo que excede al objeto de este artículo— es necesario examinar esta variable en relación con la cantidad de páginas, el tipo de papel y encuadernación, la existencia de imágenes y el tiraje. No obstante, puede servir un listado de precios para ver cuál era su valor en relación con otros textos educativos que circulaban en la época: Gramática Castellana de Andrés Bello (1.50 pesos), Aritmética de Vicente Izquierdo (1.50), Gramática Latina de Andrés Bello (2 a 2.25 pesos), Historia antigua, Historia griega, Historia romana e Historia de la Edad Media por Victor Duruy (0.50 pesos cada una), Historia sagrada por Víctor Duruy (0.60) e Historia moderna por Victor Duruy (1.50), Historia de Chile por Miguel L. Amunátegui (0.50), Catecismo de la doctrina cristiana por José Ramón Saavedra (0.25), Ortología métrica por Andrés Bello (1.00), Álgebra elemental por Alejandro Andonaegui (0.60), Aritmética elemental por José Basterrica (0.50), Ortografía por Francisco Vargas Fontecilla (0.30), Filosofía por Ramón Briseño (2.00), Cosmografía por Vicente Izquierdo (1.25), Aritmética por Vicente Izquierdo (1.50), Literatura por Antonio Gil y Zárate (2.50), Geografía por Santos Tornero (0.50). Inventario de libros enviados al Liceo de Copiapó por la Tesorería del Instituto Nacional, Santiago, 16 de mayo de 1866. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 131.
18 Oficio de Diego Barros Arana al Ministro de Instrucción, Santiago, 20 de mayo de 1867. Archivo Nacional Histórico, Fondo Ministerio de Educación, Vol. 131.
19 Amunátegui era profesor titular al momento de publicación del primer tomo del Compendio. Un año después, en 1866, abandonó el cargo —pero no la titularidad, la cual mantuvo entre 1864 y 1868— para desempeñarse como Ministro del Interior y de Relaciones Exteriores, siendo sustituido por Barros Arana.
20 La historia de América era un ramo obligatorio en la Escuela Normal de Preceptores y Preceptoras, según la ley de 1860 y el Reglamento de 1863.


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