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Del piso al techo. Las trayectorias laborales y educativas de las mujeres en la Academia latinoamericana
From floor to ceiling. The labor and educational trajectories of women in the Latin American Academy
Autoctonía (Santiago), vol. 8, Esp., pp. 133-154, 2024
Universidad Bernardo O'Higgins, Centro de Estudios Históricos

Dosier


Received: 25 July 2024

Accepted: 30 August 2024

DOI: https://doi.org/10.23854/autoc.v8i3.507

Resumen: El artículo aborda las condiciones en que se desarrollan las trayectorias laborales y educativas en América Latina, con especial referencia al caso chileno. En base a la metodología del enfoque de género y derechos humanos, se introducen algunos de los núcleos críticos respecto a la injusta división sexual del trabajo y del cuidado que van a profundizar las brechas de género existentes en las carreras de las académicas y científicas, reforzando las desigualdades estructurales. Otro de los aspectos que se aborda es el argumento respecto al mérito como factor de ponderación educativa versus el principio de igualdad de oportunidades y de trato. Las conclusiones introducen recomendaciones de acciones a desarrollar en las Universidades, de modo de garantizar una efectiva participación de mujeres en condiciones de igualdad y no discriminación.

Palabras clave: Enfoque de género, derecho a la educación, derecho al cuidado, trayectorias educativas, Chile.

Abstract: The article addresses the conditions under which work and educational trajectories develop in Latin America, with special reference to the Chilean case. Based on the methodology of the gender and human rights approach, some of the critical cores are introduced regarding the unfair sexual division of work and care that will deepen the existing gender gaps in the careers of academics and scientists, reinforcing structural inequalities. Another aspect that is addressed is the argument regarding merit as an educational weighting factor versus the principle of equality of opportunity and treatment. The conclusions introduce recommendations for actions to be developed in Universities, in order to guarantee effective participation of women under conditions of equality and non-discrimination.

Keywords: Gender approach, right to education, right to care, educational trajectories, Chile.

1. Introducción

Las trayectorias laborales de las personas que ingresan en la universidad y en la(s) ciencia(s), ya sea como estudiantes, académicas o científicas se encuentran atravesadas por desigualdades de género que caracterizan a las sociedades latinoamericanas, las que adquieren rasgos estructurales y se fundamentan en la injusta división sexual del trabajo y del cuidado.

En general, no se visualiza que quienes son académicos o científicos son personas que lejos de ser un ideal abstracto y neutro son trabajadores y trabajadoras. Como tales, deben cumplir con una rutina de trabajo con altas demandas de calificaciones, atenerse a un horario y tareas estrictas, atravesados por expectativas, mandatos sociales y vocacionales de envergadura. Poco se repara en que se trata de un ingreso a un sistema laboral altamente competitivo, organizado a través de concursos y pruebas de oposición públicas, las que determinan el acceso pero que se van renovando a lo largo de la carrera, lo que implica además una disputa por espacios y símbolos. Mucho menos se considera que cada trabajador o trabajadora universitario o en las ciencias tiene una identidad, conforme a la cual establece relaciones, que pueden ser heterosexuales, homosexuales o diversas. Viven en hogares, conforman familias, que pueden ser monoparentales de jefatura femenina o masculina, familias igualitarias y un amplio espectro de posibilidades. En cualquier caso, demandan cuidados, lo cual implica tiempo, dinero, dispositivos institucionales e infraestructura.

Los argumentos que han llevado a la invisibilización de los cuidados sostienen que la familia es un ámbito exclusivamente privado y desvinculado del trabajo remunerado o del estudio. Sin embargo, debido a que no hay un único modelo de familia sino existen familias en todas sus diversidades, de la forma en que se organice la reproducción de la vida cotidiana dependerá cómo se resuelve la inserción laboral y educativa de sus integrantes. Y sin duda un ambiente libre de violencias y estereotipos tendrá un efecto habilitante o restrictivo respecto a la trayectoria que se trate.

A nivel global, las mujeres y las niñas asumen más de tres cuartas partes del trabajo de cuidados no remunerado, destinando entre 4 horas y 25 minutos al día, mientras que los varones solo dedican 1 hora y 23 minutos a las tareas de cuidado (ONU, 2024: 5). Las cargas de cuidado van a afectar a su vez de manera interseccionada, si se trata de personas en condiciones de pobreza, migrantes o pertenecientes a pueblos originarios, como también de forma proporcional a la disponibilidad de infraestructura, tiempo, servicios y protección de la seguridad social. En consecuencia, si no se dispone de estos elementos, es altamente probable que las mujeres deban reducir su horario laboral o directamente abandonar el trabajo remunerado, con las consecuencias sobre el ejercicio de su autonomía.

Las persistentes razones por las que el cuidado y la injusta división sexual del trabajo son una realidad vigente, se vinculan con la desigualdad estructural que caracteriza a América Latina. Entre otros efectos, esta situación persistente opera como un factor que agrava las múltiples situaciones de violencias que sufren las mujeres y diversidades sexuales, que se manifiestan en las relaciones interpersonales (violencia doméstica) como también en las instituciones, traducidas en acoso laboral, sexual, estereotipos de género (Gherardi, 2016).

A nivel regional, los Estados se comprometieron hace 30 años a garantizar una vida libre de violencias y de estereotipos, en particular en la enseñanza, al ratificar la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer, conocida como Convención Belém do Pará. En el caso de Chile, la Ley 21369 establece la obligatoriedad de garantizar una vida libre de violencias de género, siendo de cumplimiento efectivo por parte de las universidades.

A pesar de estos importantes avances a nivel normativo, las mujeres son quienes asumen el trabajo de cuidado no remunerado que implican una importante carga de tareas, con impacto directo sobre la disponibilidad de tiempo y energía, con implicancias directas en su desempeño educativo o laboral. La excesiva carga horaria para las mujeres en los países de América Latina empieza en la niñez y se mantiene a lo largo de su vida. Un estudio de Rico y Trucco (2014) que analiza las encuestas de uso del tiempo para seis países de la región, estimando las horas semanales dedicadas por niños y niñas de 12 a 18 años al trabajo doméstico no remunerado, muestra que las mujeres adolescentes que no estudian y tampoco son asalariadas dedican 18 horas semanales a labores domésticas, mientras que sus pares varones le dedican menos de seis horas. Además, las adolescentes trabajan más intensamente en el hogar en número de horas que los varones, independientemente de si se encuentran estudiando o insertas en el mercado laboral. Este hallazgo confirma aquella situación que se va a reiterar cuando las mujeres alcanzan la vida adulta que es que el ingreso al trabajo remunerado no les alivia la carga de las responsabilidades domésticas y de cuidado (Rico y Trucco, 2014).

En el presente artículo examino las condiciones estructurales y estereotipos que excluyen a las relaciones de cuidados del análisis de la inserción laboral en la ciencia y la educación. El abordaje busca explicitar el impacto que presentan estos factores en las trayectorias educativas y laborales, ya que implican trabajo, tiempo, dinero e infraestructura, recursos que se encuentran desigualmente distribuidos. En base a la metodología del enfoque de género y de derechos humanos, en el artículo abordo el alcance de las obligaciones estatales para garantizar una vida libre de violencias para mujeres, como también el derecho a la educación, al trabajo y al cuidado en condiciones de igualdad. Para ello, desarrollo un primer apartado donde se presenta el enfoque de género y derechos humanos, para luego concentrarme en la injusta división sexual del trabajo y del cuidado presente en el ámbito universitario, con particular atención en el caso chileno. Finalmente, concluyo con algunas propuestas para considerar en el diseño de prácticas y políticas en educación y ciencia, respetuosas de la igualdad de género y el ejercicio de derechos humanos.

2. Enfoques y conocimiento situado: el piso (in)visible

El conocimiento científico y la educación son experiencias sociales situadas, no aisladas de los contextos sociales, económicos y políticos en los que viven las personas. Por lo tanto, no pueden constituirse ni ser consideradas como un área neutral. Frecuentemente se asocia a la idea de neutralidad con aquellos abordajes y/o intervenciones que buscan dejar intacta la distribución de los recursos y responsabilidades, tanto en el ámbito público como privado. Por ende, aplicar el enfoque de género y de relaciones sociales de género posibilita desarticular y hacer visibles las relaciones de poder existentes y dejar en evidencia que son ilegítimas en términos de igualdad.

El argumento que señala que las instituciones o la ciencia son neutrales es falaz, ya que las mismas se sitúan en un espacio y tiempo atravesado por relaciones de género que involucran múltiples actores y situaciones. En primer lugar, el Estado no es -ni puede ser- neutral en considerar la diferente situación y posición que ocupan mujeres, varones y diversidades sexogenéricas en la sociedad, como tampoco pueden desconocerlo las instituciones. El conocimiento, la educación y la ciencia son parte inescindible de la sociedad, y si estas están atravesadas por violencias, androcentrismo, racismo, es imposible que no se vean afectadas y puedan conformarse como neutrales. La producción de conocimiento científico ha sido muchas veces claramente sesgado en términos de género, habiendo legitimado y justificado valores misóginos, expulsado a las mujeres del acceso al mismo, generando una episteme contraria a su esencia, promoviendo múltiples formas de violencias y de desigualdad.

Haraway (1995) desarrolló el concepto de conocimiento situado, donde destaca que el desarrollo de la ciencia se relaciona con la localización y la particularidad de la persona. A su vez, se vincula con las identidades y los cuerpos en el marco de un proceso histórico, cultural y semiótico que lo ha generado y que sintetiza el género, la clase y la etnia en tanto elementos de su materialidad e historicidad. Dado que el conocimiento es un acto enunciativo, supone que los sujetos implicados en su constitución se denotan mutuamente, que incluye al poder como un elemento indispensable en la explicación de la generación del conocimiento.

En ese sentido, es fundamental considerar a la universidad y la ciencia como un espacio de poder que adopta esquemas interpretativos, crea nuevos significados y constituye un sitio de producción cultural y discursiva en donde las relaciones de género se configuran, resignifican y recodifican. En esta arena de conflictos hay diversos actores. Estos representan a múltiples sectores, atravesados por intereses y relaciones de poder con disímiles fuerzas y que producen disputas, conflictos y negociaciones, que dejan expuestos a los diversos actores en una relación de fuerzas desigual.

En consecuencia, la supuesta neutralidad en términos de género se traduce en una decisión racional de invisibilizar a las mujeres, con impactos diferenciales en todos los órdenes de la vida que afectan a uno u otro sexo o a identidades sexogenérico diversas.

En particular, las relaciones sociales de género en la enseñanza y la investigación son de reciente preocupación en general, y han tenido escasa consideración como parte nuclear en los armados curriculares y laborales en la mayoría de las disciplinas. Las razones de ello son innumerables, pero prima el hecho que desmontar los discursos totalizantes y totalizadores de la ciencia y el conocimiento es sumamente complejo. En primer lugar, porque constituye no solo una tarea difícil sino por momentos solitaria, abnegada, encabezada principalmente por mujeres. Ellas han disputado desde la admisión para ingresar a los estudios superiores, luego a la actividad en ciencia y tecnología, y después lograr incorporarse en los planteles de profesoras, académicas y científicas, quedando aún rezagado el acceso a los puestos de conducción. Este derrotero fue posible gracias a las mujeres pioneras a nivel internacional y en América Latina y en la academia chilena.

En Chile fue a partir de las demandas de las mujeres por ingresar a la educación superior que promovieron la firma del Decreto N 547 del ministro Miguel Amunátegui en 1877. Las primeras médicas fueron Eloísa Diaz y Ernestina Pérez, y la primer abogada Matilde Throup (Cerda, Galvez Comandini y Toro, 2021). En Argentina, Cecilia Grierson fue la primera mujer médica, graduada en 1889; le siguió Elvira Rawson (1892); y Elida Passo, que obtuvo el título de farmacéutica en 1885 (García, 2006). Y muy lentamente se dan los procesos en los diversos países de la región, pero centralmente durante el siglo XX van logrando su inserción en el ámbito universitario (Barrancos, 2021).

En tal sentido, no fue solamente la lucha por ingresar, sino que las mujeres pioneras en estos procesos reivindicaron su condición de mujer, al tiempo que denunciaron la discriminación que sufrían en el ingreso a la universidad. Si bien las situaciones son heterogéneas en cada uno de los países de América Latina, es en el campo de las ciencias sociales donde se fue consolidando un espacio de producción teórica y política. Muchas feministas dejaron su impronta marcada en diversas disciplinas generando una interpelación crítica a las formas de producción del conocimiento, a los sesgos de género disciplinares, estereotipos en la enseñanza, denunciando los «cánones de género» (Oyarzún, 1997), promoviendo medidas de acción afirmativa junto con denuncia respecto a las violencias de género.

Es decir, no se trató de un proceso aislado en las universidades o al interior de los sistemas científicos en cada uno de los países, sino integrado con las demandas sociales y feministas. Precisamente es en el transcurso del siglo XXI que, ya no sólo se encuentran integradas las mujeres en la universidad, sino en muchos países de la región existe una mayor presencia de las mujeres. A partir de ello, los reclamos por las condiciones en que se estudia y avanza en la carrera científica se masifican y se vuelven demandas centrales del estudiantado inicialmente, pero luego van ganando terreno en los reclamos de académicas y claustros universitarios.

En Chile, las huelgas feministas y tomas universitarias de mayo de 2018 marcaron un cambio de escenario en las demandas de igualdad de género, tanto a partir de la denuncia de los casos de acoso, abuso sexual y violencias, que luego se expusieron en la marcha del 8 de marzo de 2019, que por su masividad y demandas intersectoriales representa un hito histórico en la construcción democrática (Aranda Friz, 2023). En ese proceso, se fueron sumando nuevas voces en la lucha, como las personas LGBTTIQ+ (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Travestis, Transexuales, Intersex, Queer y más).

En tal sentido, surge un dato interesante que es que muchas de estas luchas en el ámbito de lo público, la necesidad de ocupar espacios de decisión para consolidar los logros alcanzados, concentraron la mayor energía vital de las mujeres. Se sumó la ausencia de división sexual del trabajo y sobrecarga de las responsabilidades de cuidado en los hogares, cuyo efecto fue que la enseñanza universitaria como objeto de transformación quedara en un segundo plano. Salvo excepciones como el caso de las feministas académicas, y en momentos en los que las jornadas o dedicaciones exclusivas a la docencia o a la investigación no eran tan fácilmente alcanzadas, no lograron una incorporación sistemática.

Sin duda que esta suerte de deuda pendiente con las mujeres, lejos de operar como un déficit o elemento crítico, habilitó que las reformas y transformaciones logradas ingresaran a las aulas como la norma, y con ella el elemento de cambio al ser normativizado, interpela e incomoda a quienes no quieren aceptarlo y promueve las posturas conservadoras, argumentando la supuesta «ideología de género» (Ravecca, 2022) y rechazando los cambios.

En síntesis, el marco teórico inédito elaborado por el feminismo incluye un conjunto de ideas, metodologías y técnicas que permiten cuestionar y analizar las formas en que los grupos sociales han construido y asignado responsabilidades, actividades, comportamientos para mujeres, varones y diversidades sexogenéricas. Incluyen en los análisis a los espacios que habitan, los rasgos que los definen, el poder que detentan y las formas en que culturalmente se legitima, las vivencias que produce y las identidades que construye. De este modo, y como señala Lamas (2002), la estructura de desigualdad que afecta a las mujeres en relación con los varones y que incluye todos los órdenes (económico, social, político, cultural) se justificó como resultado inevitable de su asimetría sexual, a partir de lo cual la autora destaca las numerosas y complejas interrelaciones e interacciones humanas que se producen y donde lo biológico, lo psíquico y lo social se entrelazan (Lamas, 2002).

Por ello, todo análisis que se haga de las universidades o de las disciplinas científicas debe incluir entre sus dimensiones el trasfondo cultural de las relaciones de género como también su carácter político. En conjunto, estos conceptos y técnicas proponen una nueva mirada a la realidad, definida como «enfoque de género», que se instituye como un prisma que permite desentrañar aquellos aspectos que de otra manera permanecerían invisibles (Pautassi, 2007a).

Si bien el concepto de género, en los primeros años, se utilizó para enfrentar el determinismo biológico y la construcción binaria, en la actualidad ocupa un lugar central en los debates sobre lenguaje, literatura, historia, arte, educación, política, sociología, psicología, ciencia, medicina, geografía, física, matemáticas, hábitat, derecho, trabajo y economía, sumando además a las diversidades e identidades sexogenéricas. En las ciencias sociales la temática de género ha sido convalidada, ya hace más de cuarenta años, como conocimiento válido y con entidad propia, incorporándose posteriormente en la economía, de hecho, conformando una rama específica -la economía feminista- y es aún más reciente en las (mal) denominadas ciencias exactas o duras (Benería, 1994).

Transformar dichas relaciones significa cuestionar y replantear poderes, tanto en la vida cotidiana como en las esferas más amplias de la sociedad, incluyendo especialmente la política y la economía, pero especialmente en la educación, donde todavía persisten controversias y debates al respecto. De hecho, los debates vinculados al mérito como valor en una trayectoria universitaria dan cuenta de estas situaciones.

La igualdad de oportunidades como principio central de derechos humanos debe ser garantizada y no confronta con los esfuerzos que hacen las personas de modo individual. La diferencia es que se debe obligatoriamente establecer un mismo punto de partida para mujeres y varones, el que hoy no se garantiza dadas las diversas brechas existentes. Tal como desarrollaré, la mayor presencia de mujeres a nivel superior en América Latina en general, y en Chile en particular, no ha garantizado mejores condiciones de inserción laboral. En este sentido;

«el principio de igualdad como no-discriminación exige que las personas sean tratadas de un modo diferente sólo cuando ese trato se encuentra justificado en la aplicación de un criterio razonable, es decir, que guarda una relación de funcionalidad con el objeto legítimo de la decisión o práctica que motivó el trato diferente» (Saba, 2011: 276).

Significa que hay dos caminos: i) asegurando la razonabilidad del trato, por un lado, o ii) desmantelando situaciones de desigualdad estructural, por el otro (Saba, 2011). Ambas situaciones conforman obligaciones para los Estados, directamente aplicables a instituciones como las educativas o científicas.

Al ser América Latina el continente más desigual de la tierra, ya que el 10% más rico de la población gana 22 veces más que el 10% en condiciones de pobreza, estas situaciones adquieren otra dimensión.1 En primer lugar, porque la desigualdad es de carácter multidimensional (CEPAL, 2016: 104) y se vincula con numerosos factores que impactan de manera interseccionada (Crenshaw, 1989) produciendo múltiples efectos en las condiciones de inserción en el empleo, el acceso a la salud, a la educación y a los bienes públicos.

A pesar de las reformas normativas y de políticas públicas que han buscado transformar estas situaciones, las mismas todavía resultan determinantes de la pobreza, informalidad laboral, educación, violencias y presentan grandes barreras para su superación. En general, no son una prioridad en las agendas de políticas educativas y científicas. La carrera científica, en todas sus disciplinas, sigue generando barreras y techos para las mujeres.

Buscando transformar y avanzar en efectivamente garantizar el ejercicio de derechos humanos, se desarrolló desde el sistema de protección de derechos humanos a inicios del siglo en curso, una metodología de intervención. Se trata del enfoque de derechos humanos (EDH) o enfoque basado en derechos humanos (EBDH). Consiste en una forma de intervención pública que sitúa al corpus de derechos humanos como la fuente ineludible de obligaciones de los Estados para con las personas, pero que se trasladan también a actores privados, bajo estándares de derechos humanos (OACNUDH, 2006).

De esta forma, el EDH construye un puente o conexión de sentido entre las obligaciones establecidas en los Pactos y Tratados internacionales y las respuestas estatales aplicadas en las políticas públicas. En el caso del derecho a la educación, el cual incluye las siguientes dimensiones:

«[…] la dimensión propia del derecho a la educación que obedece a la naturaleza y el alcance normativo del derecho que se deriva de los instrumentos internacionales de derechos humanos, de las constituciones nacionales y de las leyes locales; la dimensión relativa a la realización de todos los derechos humanos en la educación, que obedece a la promoción y garantía del respeto de todos los derechos humanos en el proceso educativo; y la dimensión que hace referencia a los derechos por la educación; dimensión que obedece al papel de la educación como multiplicador de derechos, es decir, a la importancia que tiene la educación para facilitar un mayor disfrute de todos los derechos y libertades» (Tomaševski, 2001: 8-10).

Es decir, la idea de enfoque implica considerar los múltiples elementos, tanto contenidas en las normas, en la interpretación de las normas de derechos humanos junto con la evidencia empírica, estableciendo pautas concretas de actuación para cada Estado.

El respeto de los derechos humanos fundamentales se basa en la premisa que la educación es un bien común. Para que efectivamente los Estados y a quienes ellos autoricen logren la realización del derecho a la educación, todos los gobiernos deben asumir obligaciones en materia de derechos humanos, tanto individual como colectivamente. A su vez, es necesario diferenciar que no es lo mismo discriminación que desigualdad y que no toda desigualdad produce per se una discriminación: la garantía de igualdad no debe implicar el trato igualitario a quienes se encuentran en distintas circunstancias. Requiere hacer una distinción entre brindar un «trato igualitario» a las personas y «tratar a las personas como iguales» (Dvorkin, 1997). El principio, sostiene este autor, debería ser tratar a las personas «como seres iguales» (esto es, personas que tienen el mismo derecho moral a adoptar libremente un plan de vida y recibir el mismo respeto de sus semejantes), de modo de permitirles un adecuado uso de los recursos a su disposición que les permitan un aprovechamiento concreto de las oportunidades que se presentan.

Por otra parte, la concepción de la garantía de no discriminación en términos neutrales en cuanto al sexo distorsiona la finalidad misma de la norma: fue sancionada para eliminar los problemas de la discriminación contra las mujeres, no lo contrario.

También existen otras formas de discriminación, como la indirecta, que en el ámbito laboral se presenta cuando se aplican requisitos o condiciones a la contratación o promoción de trabajadores que son aparentemente neutrales en términos de género, pero que en definitiva tienen un impacto desigual para varones y mujeres (Pautassi, Faur y Gherardi, 2004). Presumiblemente más varones que mujeres podrán cumplir con el requisito de tener determinados años ininterrumpidos de experiencia laboral o cierta educación formal a los 40 años de edad, ya que este requisito aparentemente neutral esconde las distintas responsabilidades de cuidados que asumen varones y mujeres a lo largo de su vida. Como ejemplo, durante la pandemia del COVID-19, debido al cierre de las instituciones escolares y el traslado de la escuela a los hogares, a nivel mundial, se precisaron 672.000 millones de horas adicionales de cuidado infantil no remunerado. El 76% de esas horas fueron asumidas por las mujeres (ONU, 2024: 4).

Estos aspectos son centrales a la hora de analizar las trayectorias educativas y laborales de mujeres que no se reducen a las aquí enunciadas, sino existe una multiplicidad de formas y acciones, que como señalé, afectan interseccionadamente, según se trate de personas con discapacidad o personas pertenecientes a pueblos originarios o migrantes. En suma, el piso de igualdad establecido en la norma no necesariamente va a garantizar la igualdad de trato o de posibilidades, invisibilizando las múltiples discriminaciones existentes y persistentes.

3. Conocimiento, trabajo y cuidados: la igualdad techada

En línea con el análisis realizado, lo distintivo en América Latina es la consolidación de la segmentación de los mercados de trabajo, dada la persistencia de la injusta división sexual del trabajo. Esta situación se traduce en elevados índices de informalidad laboral que afectan mayoritariamente a las mujeres, y entre ellas a las más jóvenes y menos educadas, debido a la presencia de empleos desprotegidos y de menor calidad (CEPAL-OIG, 2019).

En consecuencia, no se podrá eliminar la desigualdad estructural que vive la región hasta tanto no se cuestionen sus bases fundantes y se incorpore a la injusta división sexual del trabajo, del cuidado y del tiempo como central en su reproducción. Todavía más claro aún, no es posible garantizar igualdad de condiciones a nivel educativo hasta tanto no se transformen estas relaciones de desigualdad estructural, como tampoco garantizar un desarrollo en la ciencia si no se parte de estas premisas. Inclusive, a pesar de que las mujeres en América Latina presentan una alta participación en todos los niveles educativos, tanto respecto a la matriculación como a la finalización en la educación primaria y secundaria, con un marcado predominio de mujeres en la matrícula de la educación terciaria (Muñoz Rojas, 2023).

En América Latina las mujeres trabajan, en promedio, el doble del tiempo que los varones, especialmente en tareas de cuidado, mientras que la informalidad, el desempleo, la segregación y la brecha salarial las afecta en mayor proporción que a los varones. En paralelo, las interrelaciones entre el ejercicio de la autonomía de las mujeres, el acceso a formación y capacitación, especialmente en nuevas tecnologías de la información y comunicación, las cambiantes exigencias del mercado de trabajo, junto con las responsabilidades incesantes y variables de cuidado, siguen sin ser resueltas.

En el caso de Chile, resulta notable que la tasa de cobertura neta en educación superior en el año 2022, de acuerdo con datos del Ministerio de Educación, presenta una brecha de género positiva de 8,1 puntos porcentuales, ya que la tasa en mujeres alcanza el 46,3% y la de los varones el 38,2%, mostrando una evolución altamente favorable en los últimos diez años (SIES-MINEDUC, 2023: 5). Concretamente, entre 2013 a 2022, la tasa de cobertura neta a nivel superior de varones aumentó 2,7 p.p., y la de mujeres 5,2 p.p. (SIES-MINEDUC, 2023: 5). Estos datos, por cierto auspiciosos, no pueden ser analizados sin considerar las formas de organización de la vida cotidiana, tanto para el caso de estudiantes, como de quienes hacen posible el desarrollo del conocimiento y de la ciencia.

La evidencia presentada no afecta únicamente a las mujeres menos educadas, sino precisamente, y a nivel regional, se ha identificado brechas de capacidades y habilidades relacionadas con ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas (CTIM o STEM), al mismo tiempo que aquellas áreas o especializaciones que pueden liderar la mayor empleabilidad o las que requieren urgentes adaptaciones, no alcanzan a lograr en las mujeres ese ajuste a tiempo y quedan otra vez vulnerables (OIT, 2019). Esta dinámica vuelve a situar a las mujeres -inclusive en los sectores donde están sobrerrepresentadas- con desventajas, como en el sector educación. En el caso de la ciencia aún persiste un déficit de representación.

En Chile, el dato de una mayor participación de mujeres dentro del estudiantado se transforma en brecha cuando el personal académico en educación superior en 2022, sólo un 45,3% eran mujeres, y cuando el desempeño se mide a partir de Jornadas Completas Equivalentes (JCE)2, la brecha de género también es negativa (-10,2 p.p.), con una participación de las mujeres de 44,9%. A su vez, las brechas se reflejan en el nivel de formación de las y los académicos/as: la participación en JCE a nivel de calificación de doctoras es de solo 29,6 p.p, le siguen en el caso de la especialidad médica u odontológica en 18,4 p.p., en el caso de técnico/a de nivel superior la brecha de género también es negativa (-11,1 p.p.), lo mismo para magíster (-5,1 p.p.) y profesional (-4,3 p.p.), revirtiéndose en el caso de licenciados donde la brecha de género es positiva (vemos 2,4 p.p) (SIES-MINEDUC, 2023: 6). Estos datos muestran las persistentes y resistentes brechas de género y que no depende solamente de un proceso de cambio cultural sino de condiciones estructurales para promover una transformación.

En efecto, la frecuente alusión a un «cambio cultural» que requiere en los varones, y también en las mujeres para que «deleguen» termina siendo una narrativa simbólica y autocomplaciente que da aire para dilatar medidas específicas. Por ejemplo, no se trata de concientizar para que aquellas mujeres que han naturalizado el cuidado como función propia se convenzan y deleguen en sus parejas estas funciones, sino que deben otorgarse licencias más amplias de cuidado para varones. Es decir, si no hay mecanismos establecidos para que efectivamente se pueda distribuir el cuidado, no hay forma que se produzca el cambio. En el caso del trabajo científico no es solo una obligación conformar equipos de investigación paritarios, sino que las condiciones para que realicen dicho trabajo debe garantizar efectivamente la igualdad, y si se asignan tareas menores a las mujeres en dichos equipos o no se reconozca efectivamente las capacidades y relevancia de la integración paritaria, no se va a transformar espontáneamente. Toda promoción de cambio cultural debe asentarse en condiciones materiales para que tenga impulso.

Estas situaciones operan muchas veces como un mecanismo encubierto en las instituciones, dejando a las propias mujeres a la deriva en términos de cómo organizar la dinámica cotidiana de sus vidas, lo cual va a impactar en la forma en que se construyen las trayectorias laborales y profesionales. Pero también en relación con el impacto que tiene a la hora del desempeño científico y en el trabajo docente. Así, no es lo mismo que se disponga de un espacio de cuidado para primeras infancias, habilitado para varones y mujeres en los espacios de trabajo o cercanos a ello, que no tenerlos. O establecer mecanismos flexibles respecto a regularidad para garantizar la permanencia en la universidad para estudiantes mujeres y varones con responsabilidades de cuidado. Esto es para evitar la deserción educativa de madres y padres estudiantes; hay que garantizar las condiciones materiales para que permanezcan en la universidad.

El cuidado es un derecho humano, que es el derecho a cuidar, a ser cuidado y al autocuidado (Pautassi, 2007b: 18). Implica una serie de obligaciones que son una responsabilidad colectiva que debe ser asumida por toda la sociedad, con diferentes grados de responsabilidad pero que debe ser garantizado. En el caso de las instituciones como las universidades, deben efectivizar las condiciones para que se puede ejercer este derecho como también promover el proceso de cambio cultural para que se distribuya.

Ese es el punto central: garantizar y distribuir el cuidado entre todos y todas quienes tienen obligaciones dentro de la sociedad. Se trata de romper con los techos, sean de cristal o de cemento, para liberar el tiempo y la capacidad de las mujeres, y garantizarles trayectorias educativas, laborales y de vida en efectiva igualdad de condiciones y de trato. En otras palabras, y como se manifiesta desde un colectivo de incidencia cultural: «Linealmente han pasado años y paralelamente se han ramificado pequeñas y grandes batallas para escapar de alguna manera a la soledad de la cocina, entre otras cosas» (LasTesis, 2022: 75).

6. Conclusiones: la necesaria transformación

Los aspectos identificados respecto a los núcleos críticos para garantizar la igualdad de oportunidades y de trato, particularmente en los ámbitos universitarios y científicos, dan cuenta de la persistencia de las brechas de género. En el caso de Chile, si bien se presentan algunos datos propicios a nivel de acceso a la educación superior cuando se desagrega la información o se analizan los perfiles educativos, se constatan brechas a nivel disciplinar, o en el caso de las trayectorias laborales, la dedicación en jornadas completas disminuye conforme a los ciclos de cuidados para las mujeres. En esta dirección, la primera recomendación para iniciar un proceso de transformación de las desigualdades de género es disponer de información desagregada por las diversas categorías que permiten identificar las brechas de género, producir nuevos estudios, tanto cuantitativos como cualitativos y difundir dicha información. Es el paso previo indispensable para iniciar un proceso de transformación.

La capacitación permanente y sostenida en el enfoque de género y derechos humanos es el paso ineludible para cualquier transformación junto con la institucionalización de áreas de género a nivel de las universidades y del trabajo científico, lo que necesariamente requiere contar con respaldo político-institucional. Esta voluntad debe acompañarse con un adecuado presupuesto, que incluya recursos económicos y humanos para iniciar el proceso de transversalización. Es importante avanzar en protocolos o instancias para prevenir, sancionar y erradicar las violencias en el ámbito universitario, pero no agotar las acciones con esa medida, sino avanzar en simultáneo con las reformas curriculares y la promoción de condiciones laborales más equitativas para las mujeres en el ámbito universitario y científico.

Es fundamental, a su vez, que se superen falsos dilemas y dicotomía entre acciones afirmativas versus meritocracia, ya que no conducen a resultados favorables en pos de garantizar la igualdad de oportunidades y de trato. Nuevamente, es sumamente relevante promover capacitaciones y debates amplios para derrumbar estereotipos y cánones de género vigentes que obturan la igualdad. Resulta muy importante estimular prácticas reflexivas en la enseñanza y la investigación que superen la narrativa y se profundice en debates y propuestas transformadoras que permitan revisar cómo se enseña y cómo se investiga en América Latina, y en Chile en particular.

Hay experiencias muy interesantes desarrolladas en varios países que pueden orientar las propuestas y que no solo deben enfocarse en abrir líneas de investigación, incrementar cursos específicos o carreras con enfoque de género o sumar más publicaciones, muy necesarias, por cierto, sino que este proceso debe ser acompañado por una revisión profunda de las condiciones en que se estudia y se trabaja en las universidades y en los ámbitos científicos.

Reconocer y garantizar el derecho a la educación, junto con el derecho al trabajo y al cuidado demanda acciones integrales y transversales que son precisamente las que demanda el enfoque de género y derechos humanos. En particular, junto con condiciones equitativas de trabajo, salarios igualitarios, promoción de jornadas completas, se debe incorporar dispositivos para cuidar, desde licencias que no tengan solo a las mujeres como destinatarias sino también destinadas a varones con responsabilidades familiares, de modo de promover una redistribución social de los cuidados.

Asimismo, se debe garantizar acceso a infraestructura adecuada de cuidados, desde espacios para lactancia y de cuidados infantiles, que además deben revisarse las condiciones edilicias para incluir también a personas con discapacidad, promoviendo la adecuación física y cultural para tal integración. Ese es precisamente el aspecto de la transversalidad e integralidad a adoptar y las medidas respecto al cuidado también deben incluir acciones afirmativas, como la consideración de los ciclos de cuidados como parte de la carrera universitaria o en ciencias.

Si bien estas son sólo algunas recomendaciones, no debe dejar de identificarse las situaciones de violencia de género, acoso sexual, acoso laboral, dando inicio a procesos de construcción de instancias protectorias y que garanticen la vida libre de violencias y de estereotipos para las mujeres, las diversidades sexuales, en cumplimiento de las obligaciones de la Convención Interamericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belem do Pará), del Convenio 190 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para violencias en el mundo del trabajo, que en el caso de Chile se vinculan con las obligaciones impuestas por la Ley 21369.

En el caso de la carrera científica o académica, las violencias muchas veces se visibilizan recién cuando se vuelve secundario el papel de las mujeres como científicas o cuando la producción de conocimiento asume el patrón de los varones como modelos ideales. Estas situaciones deben tener respuestas institucionales que incluyan a las investigadoras y se diseñen espacios contras las violencias laborales y de género, tanto desde medidas de prevención como de intervención y que garanticen protección a las mujeres.

Por último, y nuevamente señalando que se trata de algunas recomendaciones, es fundamental que todas las acciones se lleven adelante como parte de un proceso participativo, dialogado y con respuestas consensuadas con las comunidades educativas y científicas en todos sus estamentos. No se trata de pensar cómo «sumamos» género, diversidades y derechos humanos, sino cómo iniciamos un proceso de revisión y análisis profundo que transforme las actuales prácticas de enseñanza e investigación, como también las formas en que se definen los vínculos interpersonales al interior de la comunidad educativa. No solo es un desafío sino una obligación en términos de derechos humanos y de equidad de género.

Referencias citadas

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Notes

1 Estos patrones de concentración de los ingresos son mayores en Brasil, Honduras y Panamá, en el medio se encuentra Nicaragua y República Dominicana, mientras que Argentina, El Salvador y Uruguay son los países más igualitarios, (Busso y Messina, 2020: 3).
2 El Ministerio de Educación define como JCE el total de horas semanales contratadas por la institución divididas por 44 horas, correspondientes a una jornada completa normal (SIES-MINEDUC, 2023: 25).


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