Dosier
Received: 02 August 2024
Accepted: 08 October 2024
DOI: https://doi.org/10.23854/autoc.v8i3.515
Resumen: La prisión es la institución moderna por excelencia para el ejercicio del control sociopenal, un lugar donde violencias que son prohibidas en otras circunstancias son permitidas, y en donde otras, que se encuentran ampliamente normalizadas -como la violencia de género- son trasplantadas en sus propios términos. El feminismo ha debatido vigorosamente la posibilidad de que la justicia criminal-penal y la institución penitenciaria puedan no solo reproducir, sino también combatir los fenómenos de la violencia; debate que originó dos líneas dicotomizadas conocidas como «feminismo carcelario» y feminismo anticarcelario o abolicionista. En el presente artículo, pretendemos analizar críticamente ambas posturas para poder pensar las políticas penales más allá de dicha dicotomía. Por un lado, contraponemos el viraje punitivista feminista y la hipóstasis de las reivindicaciones feministas traducidas en políticas de justicia; por otro, buscamos criticar la idealización de las acciones «más allá de lo penitenciario» o un reconocimiento como «intrínsecamente radical» de los procesos de justicia hechos «en los márgenes» de las instituciones formales, incluyendo la prisión. Para este efecto, nos apoyaremos en las exploraciones teóricas y observaciones recientes desde América Latina y de la Península Ibérica. Finalmente, se considerarán implicaciones en las políticas criminopenales y comunitarias.
Palabras clave: Género, cárcel, políticas penales, justicia, feminismo.
Abstract: The prison has been understood as the modern institution par excellence for the exercise of penal social control, a place where several prohibited violences are allowed and where others, widely normalized, such as gender violence, are relocated in their own terms. In recent years, feminism has vigorously questioned the possibility that criminal-penal justice and the prison institution can not only reproduce, but also to struggle against phenomena of violence - a debate that has given rise to two dichotomized lines known as ‘carceral feminism’ and anti-carceral or abolitionist feminism. In this article, we intend to relocate this debate and to provide some critical contributions that allow the overcoming of this dichotomy. If, on the one hand, we oppose to the punitive feminist turn and to the hypostasis of feminist claims translated into justice policies; on the other hand, we also do not seek the idealization of the action ‘beyond the penitentiary’ or the recognition of an intrinsically radical character to justice processes made ‘on the margins’ of formal institutions, including the prison. For this purpose, we will rely on theoretical explorations and recent observations from Latin America and the Iberian Peninsula. Finally, the implications of this spectrum of definition of criminal-penal and community policies will be considered.
Keywords: Gender, prison, penal policies, justice, feminism.
1. Introducción
El feminismo ha conquistado un espacio académico y político que ayuda, entre otros, a concientizar, luchar e incluso a intervenir en las desigualdades de poder de sujetos generizados. Para los propósitos de este artículo, el género es entendido como una realidad encarnada (Freedman, 2018) que se encuentra constituida sobre todo como una relación social. El género es así, cambiante, y al mismo tiempo, solidificado a partir de procesos de institucionalización, separación y legitimación del mundo social basado en la atribución de ciertos ámbitos de actividades sociales de acuerdo con los intereses materiales, expectativas y roles reconocidos a grupos socialmente diferenciados de sujetos femeninos y masculinos (Sabo et al., 2001), así como a otros posibles géneros definidos culturalmente. En las sociedades capitalistas modernas, el género presupone desigualdad, violencia y opresión basados en la heteronorma y la división sexual del trabajo, que en sí mismos «conllevan y expresan relaciones de privilegio y subordinación, el poder de algunos para determinar la forma en que otros serán nombrados, qué diferencias son importantes y para qué propósitos» (Young, 1994: 715). Sus expresiones son múltiples y diversas, y establecen el contenido de conceptos, normas, instituciones, culturas, símbolos, identidades, así como el lenguaje y la constitución de subjetividades; lo que incluye al derecho moderno y la justicia criminal. A pesar de sus disputas internas, el movimiento feminista ha desencadenado e impulsado el desarrollo de las críticas de género más emancipadoras e impresionantes, así como su politización -aunque la palabra género se ha convertido en una referencia feminista mayoritariamente después de la obra de Simone de Beauvoir (2015 [1949])-. A pesar de ello, las miradas críticas sobre lo que hoy entendemos como desigualdad y violencia de género, así como respecto a sus elementos constituyentes, sus desarrollos históricos y los posibles caminos hacia su transformación, se derivan del pensamiento y de luchas feministas desde su concepción (Davis, 2016; Lerner, 2019).
Al reflexionar sobre los abordajes feministas que conectan el género y las prisiones, es necesario destacar varias contribuciones clásicas que abordaron la generización del crimen y el control, tanto social como penal, ejercido y expresado a partir del aparato carcelario (Carlen, 1983; Davis, 2022). Durante la segunda mitad del siglo XX, esta fue en realidad la orientación dominante en varias perspectivas feministas cuyo enfoque se concentraba en la mujer delincuente, es decir, en los crímenes que cometían, sus motivaciones específicas y su tamiz de género; así como el tratamiento particular que recibían durante el ejercicio del control penal, que fue normalmente entendido como revictimizador y reproductor del orden de género (Chesney-Lind y Pasko, 2013; Heidensohn, 1996). Este eje de análisis y de comprensión de los regímenes de género vividos en la cárcel puede ser reconocido en diversos estudios conducidos incluso en la actualidad, tanto en la Península Ibérica (Ballesteros-Pena, 2020; Cunha, 2005; Matos, 2008, 2016; Samaranch, 2002) como en América Latina (Coba, 2015; Lagarde, 2005; Segato, 2022). No es sino hasta el siglo XXI que encontramos un crecimiento en el interés, desde ciertos abordajes feministas, respecto a los puntos de contacto entre los sistemas de justicia y la experiencia penitenciaria de otros sujetos generizados, como hombres o personas trans (Peterson y Panfil, 2012; Ricciardelli et al., 2015), algo que puede ejemplificarse igualmente, en diferentes latitudes (Silva, 2022; Matos, Soares, Ribeiro y Castro [en prensa]).
Por otro lado, el feminismo siempre se interesó por los usos contrahegemónicos o progresistas del Estado -de forma más amplia, bajo la idea de las políticas públicas- y del derecho y la justicia -especialmente bajo la idea de las políticas públicas de justicia-, con la intención de combatir efectivamente las múltiples expresiones de violencias y desigualdades de género. Como ejemplo, es posible citar abordajes clásicos, pero profundamente diferentes entre ellos, como los trabajos de Catherine MacKinnon (2016), Carol Smart (1989), Iris Young (2000), Kimberly Crenshaw (2006), o Nancy Fraser (2011). Históricamente este interés acompañó, en la práctica, a una ampliación de la definición de «políticas de justicia», así como al involucramiento de las instituciones públicas y los programas de intervención sociopenal que respondieron a los fenómenos de violencia dirigidos a los cuerpos feminizados -un proceso que se ha conocido como feminización de la justicia (Molina y Pábon, 2023)-.
Más recientemente, el debate en torno a los usos de estas políticas de justicia para el combate a la violencia de género se ha centrado, en gran medida, en las políticas criminales y penales, con especial énfasis en la institución penitenciaria (Ballesteros y Pena, 2023; Ballesteros-Pena y Samaranch, 2015; Matos, Soares, Ribeiro y Castro [en prensa]). Dado que este es nuestro enfoque, los puntos de partida se sitúan en dos niveles de análisis. Por un lado, ¿debemos recurrir a las políticas criminales-penales y a la institución penitenciaria como forma de combatir, por ejemplo, la violencia dirigida a sujetos feminizados? Si es así, ¿bajo qué parámetros y para qué fines? Por otro lado, ¿es posible repensar las políticas penales y la prisión desde una perspectiva de género? ¿Es factible flexibilizar esta institución a partir de un paradigma de género, utilizándola incluso de forma instrumental para crear una sociedad más igualitaria? Muchas de estas cuestiones son controversiales y han sido debatidas desde dos perspectivas dicotómicas que tienden a presentarse como rígidas y opuestas: el feminismo carcelario y el feminismo anticarcelario. Ambas posturas contienen incompatibilidades teórico-políticas que atraviesan el feminismo, así como enfoques diferenciados sobre las posibilidades de transformación que pueden surgir desde los límites de la institución penitenciaria moderna. En este artículo se busca presentar las diferencias, debilidades e insuficiencias de ambas posturas, pero también discutirlas críticamente y explorar otras posibles respuestas a las cuestiones planteadas. Dicho de otro modo, nuestro objetivo es, precisamente, intentar que, a medida que examinamos esta dicotomía, se presenten posibles reflexiones y caminos críticos igualmente feministas, pero construidos más allá del binomio feminismo carcelario y feminismo anticarcelario. Se recurrirá para el efecto a ejemplos, prácticas y casos provenientes tanto de la Península Ibérica como de América Latina.
1.1 Breve nota metodológica
Esta revisión de literatura no pretende ser una revisión sistemática. La selección de la literatura que fundamenta este artículo se llevó a cabo mediante una estrategia estructurada en tres niveles consecutivos, abarcando desde los años 1970 hasta la actualidad: a) lectura profunda de la literatura clásica sobre género, feminismo y/o crítica de sistemas penales, procedente de diferentes partes del mundo (Chesney-Lind y Pasko, 2013; Coba, 2015; Heidensohn, 1996; Lagarde, 2005; Samaranch, 2002; Segato, 2022; Rafter, 2017; Walklate, 2004); b) búsqueda en bases de datos (i.e., Google Scholar, Scopus, Web of Science), así como búsqueda manual de libros, capítulos de libros y artículos producidos en las últimas dos décadas sobre posturas asociadas al feminismo carcelario y anticarcelario (Duarte, 2023; Molina y Pabón, 2023; Kim, 2019; McGlynn, 2022; Taylor, 2018; Terwiel, 2020); y c) búsqueda en bases de datos (i.e., Google Scholar, Scopus, Web of Science), así como búsqueda manual de libros, capítulos de libros y artículos con un enfoque empírico, producidos en las últimas dos décadas, que abordan el alcance de políticas penales centradas en cuestiones de género, centrándose en la Península Ibérica (Larrauri, 2018; Matos, Soares, Ribeiro y Castro, [en prensa]; Silva, 2022) y América Latina (Hernández, 2017; Romero, 2022). Con relación a los puntos segundo y tercero, los libros, capítulos de libros y artículos finalmente seleccionados para sustentar el análisis de este artículo fueron aquellos que, según los autores, presentan mayor relevancia y aportes críticos para el desarrollo del tema y que cubrían literatura de diferentes países.
2. Perspectivas feministas sobre la prisión: feminismo carcelario contra feminismo anticarcelario
El uso de políticas criminales y penales con fines feministas tiene, entre otros, dos ejes comunes de análisis. Por un lado, el que se refiere especialmente al conjunto de iniciativas públicas que buscan aliviar o combatir las desigualdades y las violencias basadas en el género, a partir de los procesos de tipificación penal que se dan desde el llamado Estado de Derecho (Duarte, 2023). Una consecuencia de esto para la justicia ha sido el desarrollo de legislación penal (y de dispositivos asistenciales) en materia de violencia doméstica y en las relaciones de intimidad, o de violencia pública ejercida contra sujetos feminizados, así como el refuerzo de la sensibilización pública hacia crímenes de naturaleza sexual y a otros ampliamente determinados por cuestiones de género (e.g., el asedio o el acoso sexual). Por otro lado, las políticas criminales y penales también tienen un impacto en el sistema penitenciario en lo que respecta al cumplimento de las penas por parte de ofensores, cuyo uso cotidiano es cada vez más influido por actividades de capacitación psicosocial que responden a la búsqueda de igualdad de género en las políticas públicas (Ballesteros-Pena y Samaranch, 2015). Esta reorganización institucional ha sido considerada y examinada como parte integral de un paradigma de justicia responsiva al género, a través del cual se pretende que la institución penitenciaria se torne sensible a las necesidades concretas de sujetos generizados, especial pero no únicamente mujeres, así como a sus motivaciones, experiencias de vida y trayectorias criminales (Evans, 2018).
Para empezar es importante mencionar que el llamado feminismo carcelario no se refiere a un posicionamiento favorable respecto a la existencia de un sistema penitenciario. Lo que define de manera más clara al llamado feminismo carcelario es su relativa confianza y apuesta por los mecanismos otorgados por el Estado de derecho, incluso y con especial enfoque en la punición y la institución carcelaria como medios que pueden contribuir a la protección de las víctimas de violencias de género, e incluso ser transformados para responder de manera eficaz y adecuada a las cuestiones de género. En otras palabras, no se busca activamente una defensa de la cárcel, ni se realiza una aproximación al fenómeno para apoyar esta institución, sino que se trata más bien de la actitud de ciertas feministas -muchas de las cuales se identifican a sí mismas como abolicionistas respecto a la prisión (Knopp, 1994)- que son insuficientemente críticas sobre los usos de la ley penal, las políticas penitenciarias y el complejo industrial-punitivo como una forma de responder a la violencia basada en categorías de género. Más aún, el concepto «feminismo carcelario» es comúnmente identificado y creado por algunas feministas abolicionistas -o antipunitivistas- que entienden la tipificación, el uso de la policía, la judicialización y el encarcelamiento como parte de un conjunto de soluciones punitivas aceptables cuando se trata de sanciones aplicadas a perpetradores de delitos sexuales y/u otros tipos de violencia basada en el género (Bernstein, 2007). De hecho, Bernstein coloca, por ejemplo, la idea de que el feminismo carcelario es «el compromiso de activistas feministas con una agenda de tipo ‘la ley y el orden’ […] dentro del contexto de las luchas contra las violaciones y la violencia física o lesiones de las mujeres en Estados Unidos» (2007: 143). En este sentido, la mayor ventaja de usar el concepto de feminismo carcelario se encuentra precisamente en remarcar la forma acrítica e irreflexiva con que algunas personas apoyan y confían en el derecho penal y en las políticas de justicia en estos temas -como si por el hecho de ser orientados a la protección de las mujeres, o bien por referirse a formas de violencia sexual o de género, les volviera esencialmente emancipatorios-.
La noción de feminismo anticarcelario ha sido desarrollada por oposición, para referirse a las posturas feministas que establecen críticas profundas a esta posición en las agendas feministas dentro del marco del derecho penal, especialmente en un momento como el actual, en donde existe un acentuado punitivismo en las sociedades y una profundización de las formas de gestión neoliberales en los sistemas de justicia (McGlynn, 2022). Algunas visiones anticarcelarias contemporáneas se han alineado con el abolicionismo de características posmodernas, que se ha vuelto especialmente popular en estos días, defendiendo que el feminismo debe oponerse de forma total a la justicia formal, sus políticas y prácticas como el encarcelamiento, aun cuando estos elementos se usen para luchar en contra de la violencia de género (Kim, 2019; Taylor, 2018). De acuerdo con esta visión, no existe ninguna posibilidad emancipatoria dentro del marco del derecho penal. Aun cuando no sigamos de forma total los presupuestos y las implicaciones de estos abordajes, podemos concordar con el diagnóstico crítico en que se basan: bajo la idea de contener la violencia contra sujetos feminizados, el sistema ha encarcelado de forma masiva a personas pobres y racializadas de carácter proletario, que son presentados como medios para la acumulación de capital y para el aumento de ganancias en complejos penitenciario-industriales que son cada día más comunes (Davis, 2022; Sudbury, 2005).
Para el feminismo anticarcelario, la crítica al derecho penal se traduce en una casi total desconfianza con relación a este, rechazando en automático que la idea de punición pueda servir como forma de protección de las víctimas o la posibilidad de transformar una institución como la prisión, desde perspectivas que respondan a las cuestiones de género. La prisión está guiada por una forma de administración neoliberal-conservadora sobre el castigo penal, misma que se caracteriza por el acento en las sanciones individualizadas, el uso de soluciones sociales a través de políticas penitenciarias, el abandono de programas sociales y servicios, la creación de procesos de profesionalización, la racionalización de los servicios y la tecnologización de la gestión de casos, entre otras características (Kim, 2019; Larrauri, 2009). La administración penal contemporánea ha dejado atrás la idea del delito como un problema social que debe ser gestionado, en gran parte, por el sistema de protección social, para concentrarse exclusivamente en la punición, tal y como desde hace mucho tiempo lo anunciaron teóricos y académicos como Loïc Wacquant (2009) o David Garland (2008).
En este contexto, académicas y académicos anticarcelarios, como Taylor (2018), sostienen que los alcances del derecho penal para generar mejoras en la vida de las personas afectadas por la violencia de género son profundamente limitados e inequitativos. Uno de los puntos centrales de esta crítica es que las soluciones legales tienden a beneficiar de manera desproporcionada a las mujeres más privilegiadas, aquellas que tienen acceso a los recursos y redes para utilizar el sistema judicial a su favor. Estas mujeres, en su mayoría blancas, de clase media o alta y con acceso a la educación, encuentran en el derecho penal una vía para protegerse, mientras que el resto, especialmente mujeres racializadas, migrantes y en situaciones de precariedad, quedan excluidas de estos beneficios. Por lo tanto, la crítica anticarcelaria subraya que las soluciones penales no solo son insuficientes, sino que también refuerzan las divisiones de clase, raza y género. Las mejoras que el derecho puede ofrecer a las mujeres privilegiadas son intrascendentes para aquellas que enfrentan los efectos más duros de la marginalización social. Al final, para el feminismo anticarcelario estas intervenciones feministas se encuentran a sí mismas apoyando la actual hibridación entre el neoliberalismo (i.e., evasión del estado, privatización) y las políticas neoconservadoras (i.e., moralización de la vida cotidiana, fortalecimiento del punitivismo, especialmente estatal, como si se tratara de la actividad principal del estado) (Masson, 2019). Al mismo tiempo, el involucramiento de figuras feministas en las políticas criminales puede proveer un subterfugio para que tanto legisladores como lobistas legitimen el punitivismo penal sin necesidad de buscar cambiar las condiciones estructurales, es decir, sin invertir ni intervenir en los factores sociales que permiten la existencia de los crímenes perseguidos (Bernstein, 2007).
Sobre este tema, algunas autoras feministas han propuesto una pluralización de los métodos de justicia comunitaria que complementen o sean usados de forma alternativa, así como la inclusión de prácticas restaurativas (Daly, 2016). A pesar de ello, algunas voces anticarcelarias dentro del feminismo buscan una aproximación más cautelosa respecto a cualquier forma de involucramiento con instituciones estatales (Kim, 2019; Taylor, 2018). Para ellas, resulta necesario dar un paso más allá, observando que la justicia restaurativa ha sido cooptada por prácticas similares, por lo que se requiere la búsqueda de prácticas transformativas que no recaigan directamente ni tengan relación con instituciones estatales. Debido a ello, estas posturas son identificadas como basadas en la víctima o bien basadas en la comunidad; mientras que la justicia restaurativa se coloca como una forma que todavía está «apoyada por la amenaza de encarcelamiento» (Taylor, 2018: 43). En este sentido, llevar los procesos y las políticas de justicia a un nivel comunitario es la única alternativa al derecho penal y a las instituciones legales que reproducen el sistema de explotación y opresión, para que se pueda así alcanzar «justicia racial, justicia de género, justicia para discapacitados, derechos para los inmigrantes, justicia queer y trans y respeto a las luchas de pobres y clases trabajadoras», de la mano de la comunidad misma (Kim, 2019: 313).
Las dos posturas presentadas suelen presentarse como enfoques burdos y reduccionistas, donde cualquier defensa de una de ellas parece implicar automáticamente una oposición a la otra. Esta dicotomía puede simplificar de manera excesiva la complejidad del debate sobre la punición, la justicia y el género, así como limitar nuestra capacidad para abordar los problemas reales que enfrentan las personas encarceladas y/o las víctimas. Como señala Terwiel (2020), esta presentación binaria puede llevar a una polarización que no refleja la realidad de las situaciones vividas por las personas afectadas por múltiples formas de violencia, sino una defensa abstracta de binarios, como los que se desarrollan entre punitivismo y abolicionismo; instituciones estatales y comunidad; o bien, entre castigo y reintegración.
Aun así, aunque diferentes, ambos enfoques plantean diagnósticos importantes sobre las necesidades y los problemas de los usos feministas del derecho penal. La perspectiva carcelaria enfatiza la necesidad de un marco legal que permita sancionar adecuadamente a los agresores como una forma de garantizar la seguridad de las víctimas. Por su parte, la crítica abolicionista resalta la ineficacia del sistema penal en la protección de las víctimas y en la erradicación de la violencia. Ambas parten de preocupaciones que son relevantes, pero sus supuestos e implicaciones prácticas requieren un análisis más profundo y menos dicotómico.
3. Deshaciendo el binomio: una aproximación crítica a las posturas anteriores
No existe una dicotomía que capture adecuadamente la complejidad de las contradicciones inherentes en las posibilidades de transformación y emancipación que pueden surgir a través del derecho penal y las políticas de justicia. Las respuestas a las preguntas planteadas en la introducción requieren matices que van más allá de un simple «sí» o «no» respecto al derecho penal y a las políticas de justicia formal. De lo contrario, corremos el riesgo de actuar, aunque sea con amplios efectos contraproducentes, simplemente por el hecho de que estas son las transformaciones posibles en el derecho penal o, más bien, asumimos una total exterioridad de nuestra acción con respecto al sistema penal. Para intentar analizar críticamente este binomio y apuntar a otros caminos, nos centraremos en dos puntos centrales: a) la crítica del punitivismo neoliberal y b) la construcción de alternativas comunitarias.
3.1 El punitivismo neoliberal: Existiendo contra-en-y-más-allá de él
Resulta innegable la preponderancia actual del modelo de justicia punitivista de cariz neoconservador y neoliberal (Laurrari, 2009, 2018; Masson, 2019; McGlynn, 2022). Tal y como ha sido explorado anteriormente, este modelo no solo ha afectado la forma en que se concibe la justicia, sino que también ha transformado la respuesta institucional ante la violencia de género y la violencia sexual, particularmente en el contexto del sistema penal. El enfoque punitivista ha llevado a una revalorización de las medidas penales como la principal herramienta para abordar estos problemas sociales, relegando a un segundo plano otras estrategias que podrían ser más efectivas y menos perjudiciales para combatir estos fenómenos. Como consecuencia, el aumento de las penas de prisión y encarcelamiento por todo el mundo (Sudbury, 2005), así como las características de los crímenes cometidos y de los sujetos encarcelados (e.g., violencia doméstica, violencia sexual) (Taylor, 2018), revelan una asociación entre políticas criminales y penales feministas, y un aumento de la población carcelaria. Sin embargo, para iniciar la discusión debemos ser cautelosos al relacionar de manera absoluta, como lo tienden hacer algunas perspectivas anticarcelarias, el encarcelamiento masivo con las reivindicaciones feministas, entre otros factores, por tres puntos fundamentales.
Primero, es importante luchar contra el viraje punitivista sin desacreditar las preocupaciones sociales y las profundas formas de violencia que fundamentan el desarrollo de los procesos de responsabilidad legal asociados a las formas penales, como por ejemplo, el de la violencia doméstica en Portugal (Duarte, 2023) o del feminicidio en México (Lagarde, 2006). Cualquier uso del poder punitivo tiene efectos concretos que deben ser analizados críticamente, pero no puede ser confundido con la moral ni utilizado como parámetro para medir la relevancia de las pretensiones de los movimientos y agendas feministas. Cada época está rodeada de sus propias tensiones respecto a los procesos de lucha social que se encuentran localizados en ella, algo de lo cual las feministas nunca se han alienado; por el contrario, los movimientos feministas siempre promoverán un análisis que oscila entre la sospecha y la crítica sobre las instituciones del llamado Estado de Derecho, pero que al mismo tiempo reconoce que algo tan poderoso no puede ser simplemente ignorado (Logan, 2008).
En segundo lugar, no se puede deducir que el aumento exponencial del aparato carcelario actual sea una consecuencia lógica de una supuesta intromisión del feminismo contemporáneo en el derecho o en el sistema de justicia, y que por ello dicho feminismo o bien otras agendas progresistas son en sí mismas las causas por excelencia del fortalecimiento punitivista en las políticas penales. El momento actual no tiene ninguna característica especial cuando hablamos de la transformación del derecho motivado por las luchas, ya feministas o bien de otros grupos de presión interesados en cuestiones de género, porque estos grupos siempre se han interesado en los usos progresistas del derecho y de las políticas criminales-penales, algo que es tan antiguo como la propia constitución del movimiento feminista y de la propia Revolución Francesa (Wollstonecraft, 2017), y no es, por lo tanto, algo circunscrito a la actual regulación punitivista neoliberal. Puede construirse una variación conservadora de este argumento de causa-efecto que busca alimentar la idea de que el derecho no sirve para el feminismo. A través de él, se pretende probar la irracionalidad de las reivindicaciones feministas y su incompatibilidad con el sistema de justicia y el derecho modernos, como si el problema no fueran los límites del propio derecho moderno para defender los grupos más vulnerables, así como las implicaciones de la gestión neoliberal y neoconservadora de justicia, sino la existencia de un cuerpo extraño, ridículo e irracional como «el feminismo» que debe ser erradicado del espacio jurídico (Zaffaroni, 2009).
En tercer lugar, el involucramiento de grupos de presión que buscan el fortalecimiento de políticas feministas no necesariamente lleva a la realización pura de sus objetivos, incluso en momentos promisorios asociados a ciertas circunstancias políticas y gubernamentales. Numerosas dificultades son encontradas a lo largo del camino para llevar a cabo sus agendas, ya que este proceso depende de la acción compleja, no siempre predecible, de diferentes grupos parlamentarios, como en el caso de alianzas políticas y negociaciones de poder (Baldez, 2001). Así, las reivindicaciones feministas tampoco pueden transformarse de manera exacta en políticas de justicia, ya que ningún grupo político logra hacerlo plenamente. Siempre son el resultado de relaciones de lucha entre diferentes fuerzas sociales y políticas, de negociación y acomodo, que igual constituyen lo que el derecho penal y las políticas de justicia son en un determinado momento histórico.
En la intersección entre las agendas feministas -o bien, cualquier otra que provenga desde los diferentes discursos sociales que buscan correlaciones de poder distintas entre grupos subordinados y subordinantes-, con el derecho y la producción de políticas criminales y penales, surgen sin margen de duda varios efectos contradictorios que no pueden ser ignorados. Es fundamental destacar que existen contradicciones que son constitutivas, esto es, propias de la institucionalidad del derecho, de la justicia y de la institución penitenciaria, así como de los propios movimientos feministas (Ávila et al., 2009). Estas contradicciones no se rigen por condiciones coyunturales, aun cuando claramente tengan una cierta maleabilidad bajo dichas condiciones. Existen reivindicaciones y propuestas feministas, así como de otros movimientos sociales, que chocan abiertamente con los límites institucionales y con las posibilidades de transformación del derecho y la justicia modernos. En otras palabras, existen alteraciones sociales cuya realización jamás podrá ser encuadrada a partir del horizonte limitado del derecho, de las políticas criminales-penales y las instituciones penitenciarias, pues problematizan y cuestionan incluso la existencia misma de ellos. Al final, el alcance de ciertas reivindicaciones implicaría necesariamente la abolición de las instituciones que se critica (Davis, 2022). Esta visión desafiante no solo busca reformas dentro del sistema existente, sino que plantea la necesidad de una reconstrucción de las relaciones sociales que fundamentan la justicia y la punición misma (Foucault, 2022).
Por otro lado, existen contradicciones coyunturales que son concebidas en momentos particulares por la manera en que las propias instituciones se reconfiguran, así como la forma en que los movimientos sociales van actuando de forma concreta (Habermas, 1995). En este nivel, la correlación de fuerzas necesarias para navegar y lograr alteraciones es distinta, pero no por ello menos compleja. Aun así, es importante conocer la manera específica en que el derecho, las políticas e instituciones de justicia criminal penal funcionan, sin confundir estos dos tipos de contradicciones. De esta manera, no todos los problemas de las políticas criminales-penales tienen que ver con los llamados problemas de implementación, sino con los límites objetivos de las posibilidades transformativas de estas instituciones. Es importante saber prever lo que se puede o no hacer dentro de una institución y, sabiendo lo que se puede hacer dentro de sus límites, cuáles son las contradicciones coyunturales que se pueden localizar en ellas, aceptando que estos procesos sociales están lejos de ser matemáticos, ideales y totalmente previsibles (Ballesteros-Pena, 2020).
En este punto estamos en condiciones de enfatizar que no existe una relación lineal y directa entre el feminismo, el derecho penal y el aumento del encarcelamiento. Por consiguiente, es necesario mantener una autonomía relativa entre las reivindicaciones feministas -que tampoco son homogéneas- y las políticas criminales y penales que se basan o se alinean con ellas. Este aspecto es clave para criticar tanto al feminismo carcelario como al anticarcelario, previamente definidos, ya que ambos tienden a menospreciar la perspectiva de la contradicción. Aclarado esto, desde nuestra perspectiva, una comprensión adecuada del fortalecimiento del punitivismo asociado a crímenes de naturaleza sexual y doméstica se entiende mejor a través del menosprecio de ciertos sectores feministas, ya sean conservadores o liberales,1 asociados al feminismo carcelario, a ciertas contradicciones constitutivas. Asimismo, esto se complementa con el abandono por parte de sectores más radicales de la teoría crítica, vinculados al abolicionismo y al feminismo anticarcelario, de la reflexión sobre y a través de las contradicciones coyunturales, lo que resulta en un énfasis en las imposibilidades constitutivas.
Una de las contradicciones constitutivas más frecuentemente ignoradas por sectores feministas es el encarcelamiento masivo, incluso de sujetos que históricamente han sido defendidos por el feminismo, como son las mujeres (Sudbury, 2005). Por ejemplo, España tiene una de las mayores tasas de encarcelamiento de mujeres de toda Europa, y ha construido en los últimos tiempos grandes complejos penitenciarios (Ballesteros-Pena y Samaranch, 2015). El encarcelamiento de las mujeres está, en este país, altamente relacionado con crímenes contra la propiedad y el tráfico de estupefacientes (Samaranch, 2002). Esta es una realidad también en Portugal: la mayoría de las mujeres encarceladas en ese país, lo están por narcomenudeo, siendo que muchas de ellas habitan en barrios periféricos de interés social (Cunha, 2005). De la misma forma, si por décadas la gran mayoría de las mujeres estuvieron confinadas a las prisiones «masculinas» (Matos, 2008), el aumento de la población carcelaria femenina llevó a la creación de más prisiones en el país a lo largo de las últimas décadas -la de Odemira, en 1995, y la de Santa Cruz do Bispo, en 2005 (Silva, 2022)-.
Este proceso de encarcelamiento masivo conduce también a un control punitivo más contundente sobre los cuerpos basado en elementos de género, lo que, de forma paradójica, se da a través de sistemas y programas carcelarios que pretenden ser más sensibles a las cuestiones de género (cf. Ballesteros-Pena y Bustelo, 2023). La creación de supuestos procesos de sensibilización sobre género y sobre las características específicas de las mujeres bajo una visión generizada pueden llevar a una profunda naturalización de los roles y los elementos que se pretende observar, antes que a la problematización de sus presupuestos (Caffarena et al., 2013). La mayoría de las veces, aquello que se presenta como atento a las cuestiones no es suficientemente crítico de la idea misma de género. Se reconocen los problemas que se articulan a través de este concepto, pero fortalecen su existencia al afirmar los roles que les constituyen, como el de ser mujer o ser empleada (Ballesteros-Pena y Bustelo, 2023). Además, la implementación de estos programas depende de varios factores relacionados con las leyes y las instrucciones de las políticas, pero, al mismo tiempo, de factores que pueden ser considerados posteriores a la política y que tienen un cariz contextual, es decir, de las interpretaciones y acciones tomadas por diferentes actores, sus motivaciones políticas y la propia capacidad de aplicación, entre otros (Ballesteros-Pena et al. [en prensa]).
Como se ha mencionado anteriormente, no sólo las mujeres en sentido estricto han sufrido con el aumento de una justicia punitiva, sino que se trata de algo general para otros sujetos propensos a ser el blanco de la violencia de género, así como otras formas de opresión y altos niveles de explotación (e.g., personas racializadas y migrantes, miembros de la comunidad LGBTQI+) (Davis, 2022). Estas son las personas más vulnerables en términos de punición por delitos que pueden ser leves, o bien, defensivos como el homicidio conyugal (Taylor, 2008). Esto resulta igualmente cierto respecto a la criminalización de movimientos sociales, como es el caso de la militarización y criminalización de protestas indígenas (Hernández, 2017). Impregnado totalmente por cuestiones de género que se presentan en defensa de las mujeres, el feminismo liberal identitario parecer perder en muchas ocasiones el rastro de otras determinaciones sociales de desigualdad social en las sociedades modernas, e inclusive, sobre cómo estas también recaen en los hombres pobres y excluidos (Laurrari, 2018). En un país con altos índices de este problema, como lo es México, el encarcelamiento masivo de poblaciones en situación de pobreza extrema se asocia a la participación en crímenes relacionados con las drogas y con actividades de narcotráfico (Hernández, 2017).
En el caso de los hombres, con independencia de aquellos vinculados a procesos relacionados al narcotráfico o bien en situaciones de vulnerabilidad social agravada, es usual encontrar a personas que han sido sentenciadas por delitos sexuales (e.g., chulos o padrotes, perpetradores de delitos sexuales o consumidores de pornografía infantil) (Taylor, 2018). La tipificación de la violencia doméstica ha motivado un aumento en el encarcelamiento de hombres, tanto en Portugal como en España. De acuerdo con Laurrari, este es un caso flagrante en que un problema social de desigualdad ha sido reducido al control del delito a partir del endurecimiento de las penas:
«En España, no obstante, si mi apreciación es correcta, la aprobación de la LOVG marca el triunfo de un estilo discurso feminista que no comparte dudas ni las reticencias originarias del movimiento feminista respecto de la intervención del derecho penal. El feminismo que más se ha escuchado es el que ha apostado por la elevación de penas como si éste fuera el mecanismo idóneo para conseguir una mayor protección de las mujeres» (Larrari, 2018: 56).
Este efecto no es propiamente impredecible, ya que la criminalización de otros problemas sociales, como el consumo de sustancias, tiene y ha tenido históricamente impactos equivalentes. En el caso de los fenómenos de violencia doméstica o bien en relaciones de intimidad, resulta obvio que la prisión y la tipificación directa están lejos de ser mecanismos idóneos, si bien no puede ignorarse que responden específicamente a las necesidades de protección de las víctimas (Duarte, 2023). Igualmente, resulta necesario mencionar que no siempre es posible anticipar o medir, de forma exacta, qué situaciones serían tan graves como para necesitar el encarcelamiento como un mecanismo de protección adecuado. Este es un problema constitutivo de la tipificación, pues sí es cierto que, para algunas reivindicaciones, la privación de la libertad personal del agresor puede significar una reducción de los procesos de victimización, también lo es que la pena de prisión es un mecanismo punitivo que integra una racionalidad legal específica -una contradicción constitutiva más- que no es articulada a partir de la necesidad de protección de las víctimas o bien los niveles de riesgo que enfrenta. No debemos rechazar este tipo de elementos por su falta imperfección, pero es igualmente problemático omitir que el poder punitivo tiene que ser pensado de forma integral en términos de sus consecuencias generales, así como que se requiere que se establezca en conjunto con otro tipo de intervención penal.
Estas consecuencias del poder punitivo parecen, en la actualidad, imposibles de ser efectivamente amortizadas. En el caso de la LOVG, puede cuestionarse otras características, tales como el endurecimiento de las penas en lo general, así como la existencia de agravantes en el caso de que la violencia sea ejercida por hombres ¿Será que estas son disposiciones legales que fortalecen la protección de las víctimas y disminuyen sus dificultades en materia de seguridad respecto a los procesos de violencia en las relaciones de intimidad? (Laurrari, 2018). En realidad, el endurecimiento de las penas no parece relacionarse de forma aislada con los efectos de protección que las agendas feministas buscan, pues deben ser analizadas y articuladas de forma conjunta con otras medidas que se discutirán más adelante.
No es posible olvidar igualmente que la experiencia del encarcelamiento masculino tiene como consecuencia el fortalecimiento de un tipo de masculinidad tóxica, lo que, en lugar de estimular la reconfiguración del problema social de la desigualdad de género, refuerza la producción de roles que fomentan la violencia y que en algunos casos terminan fortaleciendo ideologías socialmente nocivas como, por ejemplo, la supremacía blanca en los Estados Unidos (Kupers, 2017). De la misma forma, es necesario recordar que la prisión masculina se encuentra igualmente generizada, y que la propia supervivencia y dignidad de los hombres dentro de culturas carcelarias depende de ciertas performances de masculinidad incuestionable (Ricciardelli et al., 2015), que requieren ser repensados bajo la luz de agendas de igualdad de género.
Todas estas contradicciones nos dejan con más dudas que certezas sobre las posibilidades de uso del derecho y la justicia a favor de agendas feministas, así como de las voces que componen estas agendas en la actualidad. Sin embargo, en nuestra perspectiva, esto no puede limitar el desarrollo de usos estratégicos, reformistas y progresistas de las políticas de justicia criminal-penal, aun cuando se trate de un tiempo de elevado punitivismo. Estar políticamente comprometido en un mundo que promueve condiciones neoliberales no significa ni puede significar que cada uso de la ley o de las políticas criminales se reduzca a esas condiciones. No es posible pensar en momentos históricos ideales para conducir procesos de transformación social, aun cuando se encuentren limitados por sus propios contextos y contradicciones. Evidentemente esto no será posible sin el recurso de una criminología crítica que apoye la investigación de dichas contradicciones. Estaremos siempre contra-en-y-más allá de la prisión, del derecho y de la punitividad moderna, y, por lo tanto, seremos en ese sentido abolicionistas. Pero, a menos que la abolición de las prisiones surja de un tiempo-espacio completamente externo, cualquier tipo de opción penal adecuada (es decir, basadas en la comunidad o programas sociales) -o bien, en términos ligeramente diferentes, cualquier proceso de desencarcelamiento (Terwiel, 2020)- depende de las luchas que se dan dentro de los terrenos de la definición y las prácticas de las políticas criminales y penales.
La disputa política se encuentra siempre presente, es necesario no dejarla a un lado, aun cuando sea de manera crítica y buscando su reconfiguración. Es verdad que el derecho penal y sus políticas tienden a la opresión, pero ellas no son monolíticas y sus límites constitutivos también son maleables hasta cierto punto en un determinado momento. Se trata de espacios mediados por luchas y contradicciones políticas (Tapia Argüello, 2023). Quizá la justicia criminal no debe ser definida como un sitio de realización de demandas, sino como un espacio de mediación rodeado de «contradicciones, consecuencias impredecibles y capacidad de oprimir marginalizar y excluir, (donde) un “pensar permanente” puede ayudarnos a tener un debate más complejo sobre los beneficios y daños de la tipificación, la criminalización y el derecho penal» (McGlynn, 2022: 4). Más aún, abandonar las políticas formales y la justicia criminal no terminará de manera mágica con los problemas relacionados con ellos, sino que limitará las oportunidades de protección de aquellos que más las necesitan (Crenshaw, 2006).
A pesar de ello, la tendencia a reflexionar críticamente sobre las contradicciones coyunturales y sobre la reconfiguración de los límites institucionales se está volviendo cada vez menos común entre abordajes críticos, siendo sustituida por una inclinación creciente hacia la renuncia y el escape. Esta tendencia, entendida como la retirada de los espacios políticos e institucionales tradicionales (Kim, 2019), ha ganado popularidad como respuesta a la frustración generada por la incapacidad del derecho penal y la cárcel para ofrecer cambios ambiciosos y significativos. Sin embargo, este movimiento plantea interrogantes sobre la exterioridad, viabilidad y alcance real de la construcción de opciones al margen de las estructuras de poder existentes, así como si dicha estrategia es suficiente para enfrentar las complejidades de las desigualdades sociales contemporáneas.
3.2 Más allá de las políticas criminales y penales: La alternativa comunitaria
Las visiones críticas y abolicionistas respecto a la prisión han sido acompañadas de una postura de alejamiento y de desesperanza con relación a las posibilidades provenientes del derecho penal y sus respectivas políticas (Zaffaroni, 2009), que puede ser sintetizada bajo la idea de que «no hay nada que merezca ser disputado en estos campos». De forma concomitante, el control de las conductas fuera de la norma y de los procesos de justicia deben, recordando a las autoras anticarcelarias anteriormente mencionadas (Bernstein, 2007; Kim, 2019; Taylor, 2018), tomarse y desarrollarse a partir de formas absolutamente comunitarias de control social. Algunas de ellas se sustentan en la diversidad de formas normativas (pluralismo jurídico) y de control existentes, así como en la potencialidad intrínseca de las mismas para responder a fenómenos sociales complejos, como es el caso de la violencia doméstica y de otros fenómenos en que el género es un aspecto crucial. Sin embargo, aunque el entramado de interacciones e instituciones que componen el campo de la justicia va mucho más allá del derecho penal y de la prisión, es fundamental evitar una idealización ingenua de las posturas comunitarias. La activación de estas estructuras de control social y los procesos de judicialización asociados son de extrema relevancia para responder y apoyar las necesidades, tanto de las de personas agresoras como de aquellas que son victimizadas, lo que en muchas ocasiones posibilita una respuesta más amplia e integral que las soluciones que se presentan de forma inmediata y por el derecho penal (Ptacek, 2010).
Aun así, no debemos caer en la idealización ni en la exotización tan frecuentes de las posturas comunitarias que se asumen más allá de lo penitenciario. No se trata ni de panaceas ni de que se traten de un reverso absoluto -el lado opuesto- de las instituciones formales y del derecho penal, sino que se trata de su continuación, pues también se encuentran constituidas a partir de la misma comunidad social y política (con sus respectivos conflictos sociales incluidos), que se materializan en instituciones aun cuando ellas sean informales o comunitarias (Hodgson, 2022).
Como resultado de esto, aun cuando el alcance de sus soluciones específicas pueda ser diferente, la existencia de estructuras que se llamen a sí mismas comunitarias es igualmente cruzada por aquellos problemas que se encuentran en las políticas formales, en cuanto son inscritas dentro de una lógica estatal y legal. Por consiguiente, no existen posibilidades de extirpación absoluta de las comunidades locales con relación a la forma-Estado. El abolicionismo defendido por los autores anticarcelarios antes mencionados (Bernstein, 2007; Kim, 2019; Taylor, 2018) igualmente se articula de una manera adecuada con las formas de administración neoliberal del crimen, que le transfiere a la comunidad lo que debería ser una responsabilidad directa del Estado (Hernández, 2017). También, eventualmente, apoya posturas neoconservadoras porque, en los hechos, las comunidades constituyen la base de las inequidades de género y, al menos, pueden apoyar las soluciones punitivistas incluso bajo formas extremas, como la violencia basada en el honor (Masson, 2019).
Los procesos de justicia transformadora promueven un ahorro en términos presupuestales para el Estado. En el caso de los procesos de justicia formal, al convertirlos en elementos tangenciales y voluntarios de la justicia: el espacio público de administración de justicia se encarga esencialmente de las penas de prisión, dejando que la resolución de otro tipo de conflictos, que generalmente exigen financiamiento a mecanismos de justicia más onerosos, o bien que son usados en los casos en que la justicia formal falla, pasen a depender de la buena voluntad de las comunidades que utilizan esos mecanismos (Hernández, 2017).
La idea del éxodo de las instituciones formales, así como la postura de que las estructuras comunitarias son diametralmente opuestas a esas instituciones, dificultan los usos estratégicos más ambiciosos de las políticas de justicia, al mismo tiempo que impide una articulación profunda y favorable con un sentido de continuación, entre la justicia formal y la comunitaria, en cuanto esta se vuelve esencialmente colaborativa (Kim, 2019) dejando un amplio margen al voluntarismo (Correas, 1982). La omisión del Estado como centro del poder público promueve igualmente el reiterado fracaso para construir procesos profundos y sustantivos de responsabilización social respecto a fenómenos de violencia.
Nos encontramos ante un vaciamiento intensivo del Estado de derecho, caracterizado por procesos de justicia cada vez más inmediatistas, incluso sumarios, realizados al margen de las instituciones estatales. Un ejemplo útil en este nivel es el de la reforma penal en México -Reforma Constitucional en materia de justicia penal y seguridad pública de 2008-, que fue ampliamente precedida por discursos de reconocimiento de autonomía jurídica y de justicia indígena, pero que no tuvo una profundización sustantiva de estos procesos de justicia ni tampoco benefició su implementación (Hernández, 2017).
Aun cuando la autonomía indígena sea vista, a nivel mundial, como una referencia en las prácticas de implementación de procesos de justicia comunitaria, resulta cierto que no podemos, por principio, asumir que todos los procesos sean conducidos con el mismo nivel de responsabilidad comunitaria. Recordemos que el movimiento abolicionista constituido desde los setenta (Knopp, 1994) fue construido bajo el marco conceptual de las comunidades de cuidado -esto es, una sociedad comprometida con la reconciliación y la reparación de aquellos que son ofendidos-, lo que exigiría una responsabilidad social fuerte y la existencia de mecanismos institucionales comunitarios de justicia. Este era también, en gran medida, el presupuesto de la idea de «construcción de comunidad» en que se cimentaba la propuesta de intervención comunitaria llamada «realismo de izquierda» durante los ochenta, que buscaba la resolución de conflictos entre grupos socialmente marginalizados, algunos de los cuales estaban en riesgo delincuencial (prevención primaria), en conjunto con la creación de una cultura policial de proximidad (Lea, 2010). Ambas medidas se encontraban en contra de la agenda de «la ley y el orden» neoliberal de Margaret Thatcher. A pesar de todo, la producción de comunidades locales responsivas, algo que debe ser reforzado tanto como sea posible, nunca es inmediata, ni tampoco puede ser igualmente desarrollada en todas las comunidades, debido a los niveles diferenciados de control social entre ellas. Por ello, resulta equivocado pensarlas sin contradicciones o bien como intrínseca o absolutamente radicales, o incluso emancipatorias, de la misma forma que no es posible pensar en la producción de justicia formal fuera de las comunidades.
4. Notas finales sobre la formulación de políticas de justicia penitenciaria y comunitaria
Podemos admitir, de manera general, que el foco de las agendas feministas en las políticas penales-criminales se relaciona especialmente con la necesidad de protección a las víctimas de violencia basada en el género, así como en la responsabilización social de las personas agresoras (Duarte, 2023). A nivel de políticas sobre la regulación de la ejecución de penas privativas de la libertad, el uso de las políticas de justicia está, por un lado, relacionado con el desarrollo de reformas penales que se dirijan a la mejora de las condiciones de vida de las personas en prisión (Samaranch et al., 2022), así como a la promoción de las actividades psicoeducativas y de organización cotidiana con perspectiva de género (Evans, 2018). Igualmente resulta importante agregar que la agenda feminista se interesa por el fortalecimiento comunitario asociado a la configuración de las normas y la implementación de mecanismos de justicia, visto que el espacio público-comunitario ofrece la posibilidad de que los problemas sociales y colectivos sean tomados social o colectivamente, sin estar intrínsecamente vinculados a la individualización que el castigo penal significa (Laurrari, 2018). Desde nuestra perspectiva, este fortalecimiento debe ser sedimentado y mejorado de forma sustantiva, a partir de la combinación de políticas de justicia centralizadas y descentralizadas, entendidas a partir de procesos contradictorios y no como elementos dicotómicos.
Al tener en cuenta el análisis conducido en la sección anterior, entendemos que las agendas políticas y los movimientos feministas no pueden ignorar el giro contemporáneo hacia visiones punitivistas, y eso implica la priorización de su combate y la promoción de un abordaje profundo respecto a la desigualdad social. En este ámbito, es necesario confrontar una postura identitaria en que la «defensa de las mujeres» valga para cualquier asunto y a pesar de cualquier costo social. Para más, el punitivismo debe ser no sólo combatido en el ámbito del derecho penal, sino como un fenómeno amplio que tiene múltiples manifestaciones sociales y culturales. Como consecuencia de esto, resulta fundamental entender de manera más amplia el endurecimiento de las penas con relación a ciertos crímenes, como lo es, por ejemplo, el consumo de pornografía (especialmente infantil) o bien el tráfico de estupefacientes.
Las políticas de justicia implementadas dentro del aparato carcelario deben igualmente ser revisadas teniendo en consideración el conjunto de críticas que son normalmente apuntadas en varios países de América Latina y la Península Ibérica, que les colocan como ampliamente reproductoras de los esquemas y regímenes de género (Ballesteros-Pena y Bustelo, 2023; Romero, 2022; Silva, 2022). En la práctica, dentro del encuadramiento de las prisiones femeninas, los programas con perspectiva de género tienden a convalidar procesos de refeminización de las mujeres (i.e., un regreso a la «feminidad perdida») y a la infantilización de los sujetos involucrados, antes que promover una visión transformativa y crítica sobre dichos procesos. En estos países (Romero, 2022; Silva, 2022) existe una significativa cantidad de instituciones, tanto religiosas como laicas y de la sociedad civil, que buscan ocupar los espacios del mundo penitenciario y que se encargan de la ejecución práctica de políticas relativas a cuestiones de género. Resulta fácil observar que ellas actúan como bases normalizadoras y correctoras a nivel moral, sobre los cuerpos de las mujeres, especialmente en su intervención en los hábitos de higiene, la erradicación de ciertas conductas (i.e., como la violencia o la agresividad), la resolución de problemas e incluso el fomento de los procesos de cuidado (Ballesteros-Pena y Samaranch, 2015). Esto puede ser extensivo a las prisiones masculinas, en donde al contrario de una búsqueda de la feminidad, se construye un escenario de naturalización de los papeles asociados al género masculino (Matos, Soares, Ribeiro y Castro [en prensa]), lo que en muchas ocasiones significa conductas asociados con aquello que se conoce como la masculinidad tóxica (Kupers, 2017). Como tal, este tipo de masculinidad, reforzada dentro del aparato penitenciario, puede y debe ser cuestionada a partir de programas con perspectiva de género.
Por otro lado, las agendas de igualdad de género han actuado sustancialmente en el ámbito penal y no tanto fuera de él, siendo necesario que su actuación se dirija a otros campos de las políticas públicas, como aquellas que se relacionan con la precariedad laboral (Laurrari, 2018) y que al mismo tiempo actúen en términos de desigualdad que deben ser entendidas a partir de categorías como la clase y la raza (Tucker, 2012). Resulta igualmente importante garantizar respuestas efectivas específicas para agresores que hagan frente a los costos de intervención penal para las víctimas (Laurrari, 2018). Estas medidas no significan un rechazo al abolicionismo carcelario ni al desencarcelamiento (Terwiel, 2020). Es, más bien, un llamado a pensar sobre qué instituciones serían colocadas en su lugar o, dicho de otra manera, cómo las funciones sociales y penales pueden ser aseguradas y cómo se garantizarían ciertos procesos de justicia sin la cárcel (Knopp, 1994). Más importante aún es reflexionar sobre cómo esos mismos procesos pueden, eventualmente, no reproducir las relaciones sociales que sustentan el control social carcelario (Foucault, 2022).
En suma, la constitución del feminismo como campo académico-práctico se traduce evidentemente en incursiones en el ámbito del Estado de derecho, siendo que la definición de agendas jurídicas y políticas en materia de justicia ha sido determinante en la emancipación de las mujeres y de otros sujetos que articulan sus luchas directamente a través de las varias formas de opresión-exclusión que implica el género (Molina y Pábon, 2023). En el presente artículo nos hemos centrado en la forma en que el feminismo ha debatido las posibilidades de transformación que emanan desde la definición de políticas de justicia a partir de la reconfiguración de las políticas penales, con especial énfasis en la institución penitenciaria. De manera poco sorpresiva, debido a las contradicciones constitutivas y coyunturales, es posible observar que algunas políticas inspiradas originalmente en ciertas agendas feministas puedan tornarse opresivas, limitantes y posteriormente reconfiguradas en prácticas cuyos resultados reproduzcan y naturalicen el orden social generizado. Para algunas académicas y militantes feministas, estas contradicciones no resultan de especial interés, lo que resulta en elecciones identitarias sobre la construcción de la juridización o bien defendiendo un abolicionismo abstracto que se basa en ideas de justicia localizada. Con la finalidad de evitar ambas posturas, hemos propuesto algunas notas críticas, breves, para continuar el análisis de las actuales políticas de justicia.
Agradecimientos
Nos gustaría expresar nuestro agradecimiento a Sergio Tapia Arguello (sergioarguello@ces.uc.pt; 0000-0001-9456-0620) por la traducción de este artículo de manera oportuna y meticulosa.
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Notes