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El cartapacio de los bordadores. Las prácticas de nigromancia en el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, 1579-1584
Nelson Castro-Flores
Nelson Castro-Flores
El cartapacio de los bordadores. Las prácticas de nigromancia en el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, 1579-1584
The embroiderer's cartapacio. The practices of necromancy in the Tribunal of the Holy Office of the Inquisition of Lima, 1579-1584
Autoctonía (Santiago), vol. 8, Esp., pp. 300-342, January , 2024
Universidad Bernardo O'Higgins, Centro de Estudios Históricos
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Resumen: En este artículo se analizan las artes mágicas que circularon en cartapacios que contenían copias manuscritas de conjuros, invocaciones, fórmulas y otras recetas. Estos cartapacios circularon entre sujetos que desconocían la magia literaria, pero que su alfabetización les permitía leer y dar a copiar las recetas, conformándose una dinámica de apropiación y uso de estas entre sujetos medianamente alfabetizados. Esto generaba una interacción comunicativa entre actores humanos, objetos y entidades de la que se esperaba un determinado efecto simbólico. Desde la década de 1570, estas prácticas fueron objeto de persecución por parte del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima en el marco de una reacción antisupersticiosa promovida por la élite clerical-teologal española. Estos problemas son analizados a partir de las «Relaciones de causa y autos de fe del Tribunal de la Inquisición de Lima», procedente del Archivo Histórico Nacional (Madrid).

Palabras clave: Grimorios, foro de justicia eclesiástica, prácticas culturales, discurso antisupersticioso.

Abstract: In this paper we analyze the magical arts that circulated in cartapacios containing handwritten copies of incantations, invocations, formulas and other recipes. These cartapacios circulated among subjects who did not know literary magic, but whose literacy allowed them to read and copy the recipes, forming a dynamic of appropriation and use of these recipes among moderately literate subjects. This generated a communicative interaction between human actors, objects and entities from which a certain symbolic effect was expected. Since the 1570s, these practices were the object of persecution by the Tribunal of the Holy Office of the Inquisition of Lima in the framework of an anti-superstitious reaction promoted by the Spanish clerical-theological elite. These problems are analyzed from the «Relaciones de causa y autos de fe del Tribunal de la Inquisición de Lima» from the Archivo Histórico Nacional (Madrid).

Keywords: Grimoires, ecclesiastical justice court, cultural practices, antisuperstitious discourse.

Carátula del artículo

Artículos

El cartapacio de los bordadores. Las prácticas de nigromancia en el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima, 1579-1584

The embroiderer's cartapacio. The practices of necromancy in the Tribunal of the Holy Office of the Inquisition of Lima, 1579-1584

Nelson Castro-Flores
Universidad Bernardo O' Higgins, Chile
Autoctonía (Santiago), vol. 8, Esp., pp. 300-342, 2024
Universidad Bernardo O'Higgins, Centro de Estudios Históricos

Received: 05 April 2024

Accepted: 25 August 2024

Funding
Funding source: ANID/FONDECYT/REGULAR
Contract number: 1220296
Funding statement: Este artículo forma parte del proyecto ANID/FONDECYT/REGULAR n.° 1220296.
1. Introducción

En los últimos años de la década de 1570, los inquisidores del Tribunal de Lima recibieron denuncias desde Quito y Trujillo contra dos bordadores que tenían en común el uso de cartapacios en los que estaban registrados signos, caracteres, conjuros, ceremonias e invocaciones del demonio, escritos de su puño y letra. El uso de estos cartapacios se encuentra atestiguado en procesos contemporáneos como los del Licenciado Velasco, estudiado por Caro Baroja (1990, I: 287-333), o del también clérigo Jaime Manobel, estudiado por Morales Estévez (2014, 2020). En los diccionarios del siglo XVI y comienzos del XVIII, la voz cartapacio se encuentra traducida y/o definida por «albiolus» (Nebrija, 1516: 33,19), «squàrcio” (De Casas, 1570: 36, 2), «a noting booke, a noting paper, Libellis exceptorii» (Percyvall, 1591: 41, 1), “vn lure de papier blanc, un liure de memoires et registre, qui sert de bordereau» (Oudin, 1607: 177, 1), «de carta, y pateo, que es aver anchura, porque la hai para escribir lo que fuere necesario» (Del Rosal, 1611: 151), «libro o quaderno de papel blanco en que se annota lo que se observa, leyendo, u discurriendo: y también se llama assi el que sirve para escribir las materias que en las Universidades dictan los Maestros» (Real Academia Española, 1729, II: 203, 1). En la lengua francesa, este tipo de cartapacios en el que se registraban signos o conjuros recibió la denominación de grimorios. De acuerdo con la Académie Française, el uso del término grymoire se registra en francés en el siglo XIV para señalar a los libros de magia, en lo que pudo ser una alteración de grammaire, pues estos libros escritos en latín eran incomprensibles para la mayoría de la población. A fines del siglo XVII, se registra grimoire como «Livre dont on dit que les Magiciens se servent pour evoquer les demons, etc.», además de su uso en sentido figurado: «Vn homme sçait le grimoire, entend le grimoire, pour dire, qu’il est habile»; «des discours obscurs, ou des escritures difíciles à lire» (Académie Française, 1694: 542).

Cabe señalar que el término grimorio también fue utilizada por teólogos españoles, pero latinizado como grymoriae. Francisco Torreblanca Villalpando señaló que en la nigromancia: «Cuius quidem institutum fuit per artem Grymoriae mortuorum animas euocare, vt de occultis, vel futuris responsum redderent» («El propósito de esto era de hecho invocar las almas de los muertos por arte de grimorio para que dieran una respuesta sobre lo oculto o el futuro») (Torreblanca Villalpando, 1618: 39v). Como lo ha señalado Campagne, la obra de Torreblanca Villalpando se sitúa en una demonología radical distante de las posiciones moderadas de los demonólogos de la década de 1620 (Campagne, 2002: 508-512). Pero respecto del arte de Grimorio señalaba que «hanc artem, vt vanam, falsam, inanem, superstitiosam, mendanti, et periculi plenam omnia iura improbarunt» («este arte que es vano, falso, vacío, supersticioso, lleno de falsedad y peligro ha sido refutado por todos los derechos») (Torreblanca Villalpando, 1618: 40).

De acuerdo con Lecouteux (2014), entre otros aspectos, los grimorios compilaron diversas recetas para curar males, conjurar demonios, obtener alguna ventaja o fabricar talismanes y amuletos (Lecouteux, 2014). Además, estos textos circularon en copias manuscritas realizadas por sus poseedores y su uso no se restringió al registro de recetas, sino que, en ocasiones, fueron incorporados en los rituales (Pedraza, 2007).

Ahora bien, las denuncias contra los dos bordadores forman parte de una historia cultural más amplia de la cual la represión inquisitorial es solo un jalón. Owen Davies (2009) ha planteado que en la temprana Edad Moderna se produjo una democratización de la alta magia, que ha pasado desapercibida a la historiografía por su interés en el ocultismo renacentista. De acuerdo con Davies, a este fenómeno contribuyeron la reproducción impresa de libros de alta magia, la difusión de manuscritos vernáculos, pero sobre todo la existencia de un mercado interesado en la magia literaria compuesto por una clerecía educada, maestros de escuelas, médicos, letrados y militares. Pero, sostiene Davies, el «signo más claro del proceso de democratización fue la posesión de libros de magia por parte de artesanos, comerciantes, boticarios, hombres que, a principios de la Edad Moderna, solían tener una educación y un grado creciente de movilidad social y geográfica» (Davies, 2009: 64). Junto a este fenómeno, se observa que el uso de los grimorios se extendió:

«cada vez más al nivel social de los curanderos [cunning-folk], que prestaban numerosos servicios mágicos para aliviar las enfermedades, los miedos, las desgracias y los deseos de la población en general, por lo que no es de extrañar que la magia literaria se convirtiera en un componente cada vez más importante de la magia popular» (Davies, 2009: 67).

Davies agrega que, dada la incomprensión de las lenguas que contenían los grimorios de magia ritual, los curanderos sacaban extractos y fragmentos para elaborar amuletos protectores para consumo popular. En esta perspectiva, «se sacaban elementos de la magia erudita de su contexto ritual y los reformulaban para fines completamente distintos» (Davies, 2009: 67).

Estas prácticas se extendieron también al Nuevo Mundo, en el marco de lo que Gustav Henningsen (1994) denominó «evangelización negra». Con esta expresión, Henningsen quiso llamar la atención sobre la circulación en Iberoamérica de «una cultura popular autóctona, cuyo universo mágico-religioso emparentaba mejor con el de los indios y negros africanos que con la teología elitista cristiana» (1994: 11). Entre los agentes de esta circulación, Henningsen identificó a mujeres que se apoyaban en una tradición oral -fórmulas mágicas, suertes, remedios hechizos- y a hombres que se apoyaban en una transmisión escrita. Entre estos, según Henningsen, los nigromantes conformaron el grupo más difundido y que se caracterizó por el uso de grimorios con los que «imponían su voluntad a los demonios, para con su ayuda encontrar tesoros ocultos, adivinar el futuro, o vencer la resistencia de la mujer más firme» (1994: 11). ¿A qué tradición correspondieron estos grimorios? Es un aspecto que Henningsen no trata, pero señala que entre los nigromantes no todos podían dar cuenta con propiedad de su arte, que solía reducirse a algunos retazos. Esto último debe entenderse en la perspectiva planteada por Davies (2009) señalada más arriba respecto de la reformulación que tuvieron los grimorios en manos de sujetos provenientes de los estratos sociales populares. Pero esto no conllevó a que se haya desestimado el uso de grimorios. En este sentido, Henningsen (1994) destacó el caso del bordador Diego de la Rosa, quien fue procesado por la Inquisición de Lima por el uso de un cartapacio con conjuros y la firme sospecha de recurrir a las artes nigrománticas.

Este caso fue registrado en las «Relaciones de causas y autos de fe del Tribunal de la Inquisición de Lima» (Archivo Histórico Nacional [en adelante AHN], Inquisición, L 1027), que abarcan desde 1571 hasta 1585, y que eran remitidos al Consejo de la Suprema. Se trata del primer libro de relaciones y en este se registraron los primeros quince años de ejercicio de justicia del tribunal inquisitorial limeño. Este foro eclesiástico de justicia -antecedido en Hispanoamérica por otros foros como la confesión sacramental, la visita episcopal y el tribunal eclesiástico (Traslosheros, 2014)- se instaló a inicios de la década de 1570 en la capital del virreinato peruano (Medina 1887; Castañeda y Hernández, 1989; Millar, 2013), y su jurisdicción en el distrito se configuró con la designación de comisarios en ciudades, villas y puertos (Cordero, 2019, 2022, 2023; Vasallo 2019; Sartori 2020; Castro, 2022).

La organización de la documentación fue vital para el funcionamiento de los tribunales inquisitoriales y el control (Vasallo, 2008, 2009), por lo que los archivos inquisitoriales permiten pesquisar e individualizar a quienes fueron objeto de denuncia. De esta manera, en el período 1571-1584 en las «Relaciones de causa» se identifica a otro bordador a quien se acusa de poseer un cartapacio con conjuros y de practicar las artes nigrománticas. Aunque no se conozcan hasta el momento los libros en los que se recogieron las testificaciones acusatorias, y que hubiesen permitido conocer las relaciones que la gente común mantuvo con el Tribunal inquisitorial y sus ministros (Pulido y Childers, 2020), y que no siempre se cuente con los expedientes procesales, las relaciones de causa siguen constituyendo una fuente fundamental para el conocimiento de la actividad inquisitorial (Santiago, 2021), pues entregan información sobre quiénes fueron efectivamente sometidos a procesos tras la calificación de los casos. Esta fragmentación de la documentación inquisitorial, observada en su momento por Millar (1997), alienta la búsqueda en otros repositorios e incluso en los archivos de historiadores, como se demuestra en la reciente publicación de Jaqueline Vasallo y Manuel Salamanca (2024).

El libro de relaciones está ordenado cronológicamente y al margen se identifica el nombre de los procesados. En algunos casos la relación es más extensa en razón de que con anterioridad no se ha dado información del proceso al Consejo de la Suprema. Es el caso de los procesos contra Diego de la Rosa y Pedro Gutiérrez de Logroño, acusados de nigrománticos, quienes compartían el mismo oficio de bordador y un universo de prácticas culturales heterodoxas que es necesario contextualizar. A pesar de los filtros gnoseológicos, la documentación inquisitorial permite la aproximación a la dimensión significativa de estas prácticas culturales como se ha demostrado en el trabajo señero de Caro Baroja (1990 [1967]), Ginzburg (1984 [1966], 2001 [1976]) y Le Roy Ladurie (2019 [1975]), entre otros autores. En esta perspectiva, los procesos contra Diego de la Rosa y Pedro Gutiérrez de Logroño colocan, siguiendo a Tuczay y Ballhausen (2022), en escena a actores humanos, objetos y entidades cuyas interacciones comunicativas -invocaciones, conjuros, ritualidades- son la contraparte de las comunicaciones sancionadas por la ortodoxia en las oraciones y los rituales eclesiásticos. Además, las invocaciones, conjuros, fórmulas o caracteres impresos en algún anillo funcionan, retomando la observación de Descola (2012: 139) sobre el encantamiento mágico, porque contribuyen a caracterizar y concretizar la relación entre los actores, los objetos y las entidades.

Caro Baroja planteó que, «aunque resulte paradójico, […] el Santo Oficio contribuyó poderosamente a la ordenación y aclaración de las creencias y conocimientos humanos» (1990, I: 28). Pero no debe descuidarse que esta ordenación se realizó desde el siglo XV en un contexto dominado por la reacción antisupersticiosa en España que se materializó en una serie de manuales de reprobación de supersticiones (Campagne, 2002). Esta reacción se construyó sobre una cosmología que sirvió de fundamento a la representación cristiana del mundo tradicional forjada por una élite clerical-teologal. De acuerdo con Campagne, en oposición a esta élite se encontraba el resto de la sociedad cristiana, por lo que el «monopolio de la reflexión antisupersticiosa en manos del reducido grupo de representantes de la alta cultura teologal, convertía al resto de la sociedad, en su conjunto, en potenciales sujetos de la superstición, en potenciales homines supersticiosi» (2002: 297).

Ahora bien, atendiendo el contexto de reacción antisupersticiosa y la actividad de control del Tribunal de la Inquisición se abre un conjunto de preguntas que guiaron el estudio de la documentación inquisitorial: ¿Qué relaciones se puede establecer entre ambos bordadores acusados de nigrománticos? ¿Cómo se originaron los cartapacios que le fueron atribuidos? ¿Cuál fue el contenido de estos manuscritos? ¿Qué modalidades asumió la interacción y comunicación en las invocaciones a espíritus y demonios? ¿Qué revelan sus prácticas respecto del avance de las reacciones antisupersticiosas?

2. Diego de la Rosa: nigromante, supersticioso y hechicero

En el auto de fe celebrado en Lima el 29 de octubre de 1581, Diego de la Rosa salió en forma de penitente -en cuerpo, sin gorro ni cinto y con una vela en sus manos- «por auer hecho cosas de hechicerías con inuocación de demonios y otras cosas temerarias, falsas y vanas, y supersticiosas y embrujamientos y enbustes» (Archivo Histórico Nacional [en adelante AHN], Inquisición, L. 1027, f. 246). Este acto de ejecución pública de la pena tenía por propósito reconciliar a los sujetos con la Iglesia, pero también «mostraba la unidad ideológica que existía en la sociedad, la defensa cerrada de sus valores y su unanimidad en materia de heterodoxia» (Martínez, 2021: 275). De un modo u otro, las denuncias que abrieron el proceso contra Diego de la Rosa y los de tantas otras personas evidencian el consenso hegemónico respecto del «principio de lucha y exclusión de los elementos heterodoxos» (Martínez, 2021: 277). Como lo señaló Greenleaf para la Inquisición novohispana, «la población colonial consideraba al tribunal como una institución benigna y popular que protegía a la religión y a la sociedad de los traidores y de los que fomentaban la revolución social» (2015: 170). Pero cabe señalar que ese consenso hegemónico no puede extenderse al conjunto de la población, ni menos a quienes experimentaron la represión inquisitorial en razón de su confesión religiosa (González Montano, 2010 [1567]), un aspecto en el que se han detenido investigadores contemporáneos (Prosperi, 2018; Wachtel, 2007).


Imagen 1
Recreación auto de fe, de Diego de la Rosa
Fuente: Ilustración generada por el autor, asistido por Meta AI

En el auto de fe, Diego de la Rosa fue conminado a abjurar de levi, condenándosele al destierro por seis años de Quito y otros cuatro de Trujillo, pero antes debía permanecer dos años en la ciudad de Lima por cárcel. Además, durante esos dos años debía confesarse y comulgar en las tres fiestas de Pascua. En la abjuración, Diego de la Rosa debió retractarse con juramento de las «cosas de hechicerías con inuocación de demonios y otras cosas temerarias», pero de estos delitos se tuvo indicios leves. De acuerdo con el procedimiento inquisitorial, se arribaba a la abiurationem de leui cuando no se detectaban confesiones adecuadas ni pruebas del hecho, ni presentación legítima de testigos y no había otros indicios fuertes o vehementes de herejía («indicia fortia sive vehementia della haeresi eum»), sino que moderados y leves («sed tantum modo modica et leuia») (Eymerich, 1585: 522). De esta manera concluyó un proceso inquisitorial que se inició en los últimos años de la década de 1570. Diego de la Rosa, natural de Quito y de oficio bordador, poseía «vn libro scripto de mano en el qual se contienen muchas supresticiones y cosas que claramente parescen pacto con el demonio». En su relación de causas, el inquisidor del tribunal de Lima agregó que Diego de la Rosa estaba acusado de nigromántico, supersticioso y hechicero por cuanto:

«auía tenido, creído, y afirmado, y enseñado a otros, muchas cosas de nigromancia y arte máxica, y cosas temerarias, falsas, vanas, y supersticiosas; y hecho hechiçerías, embaimientos, embustes y cosas que no se pueden hazer sin inuocación del demonio y pactos expresos con él, apostatando con él. Y que traía consigo anillos y argollas de plata tirada con signos y caracteres para cosas ylícitas con mujeres e malos efectos y dañados usos» (AHN, Inquisición, L. 1027, f. 121).

Las prácticas de las que adjuró Diego de la Rosa fueron presentadas como cosas temerarias, falsas, vanas y supersticiosas, realizadas sin ninguna consideración ni advertencia, que tenían en común el engaño sobre cosas vacías y sin sustancia. En el auto de fe debía reducirse las hechicerías de Diego de la Rosa a embaimientos, es decir, a un «engáño, embuste, disfraz artificioso, para ofuscar, pervertir, hacer creer por cierto lo que no es, y por verdadero lo falso y aparente» (Real Academia Española, 1732: 379). Y en este artificio, en el que se trastocaba por verdadero lo falso y aparente, debía evidenciarse el pacto expreso con el demonio. Después de todo se insistía en que el enemigo del linaje humano trastornaba a los hombres con embaimientos y engaños con los «que los tiene cuasi toda la vida cautivos en sus pecados» (De Granada, 1820: 199). El carácter artificioso de las prácticas de Diego de la Rosa remarcaba también que todo artificio era la «compostura de alguna cosa o fingimiento» (Covarrubias, 1611: 93v). Lo que condujo incluso a sospechar, como lo observa Rodríguez de la Flor, de la calidad:

«engañosa de aquellos procedimientos técnicos de acceso hermenéutico a lo real […] confirmada por los productores simbólicos hispanos, interesados en demostrar que el aparataje tecnológico miente y distorsiona, por más que suministre a los sentidos imágenes de apariencia verdadera [como los instrumentos ópticos]» (2009: 92).

En esta perspectiva, esto era más evidente en los artificios de las artes mágicas y sobre todo las de nigromancia practicadas por Diego de la Rosa.

No era la primera vez que Diego de la Rosa se enfrentaba a la justicia eclesiástica por sus prácticas heterodoxas. Había huido desde Popayán a Quito para librarse de ser apresado por haber escrito un libelo difamatorio. Los testigos lo identificaron como «un moço cuarterón» que «trae coleta de cauellos» y «de mal biuir» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 123). Aunque parece que Diego de la Rosa no solía identificarse como cuarterón, pues un hermano declaró, unos años más tarde, que «de parte de su padre siempre ha oydo decir que eran hijosdalgos y christianos viejos y también su agüelo de parte de madre» (AHN, Inquisición, L. 1027, f. 416r). También se le achacaba haber practicado «el pecado nefando y muchas suciedades y poluciones», como lo reconocía un clérigo preso en la cárcel eclesiástica de Chuquisaca, quien señaló que con «el Rosa tuvieron por el baso de atrás, siendo el Rosa de doze años, y que se puso a ello, y el Rosa no repugnaua, pero que no ubo acto consumado por decir el Rosa que le dolía mucho» (AHN, Inquisición, L. 1027, f. 123). De la disipada vida del mozo cuarterón, no es un asunto en el que habrá que explayarse, sino que de la acusación principal por la que fue conducido al Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Lima.

Un testigo declaró que Diego de la Rosa estuvo preso en Pasto (en la actual Colombia), junto a otras personas, acusado de hechicería. Se inculpaba al bordador de haber dado a copiar a otras personas un libro de conjuros. La detención del grupo fue ocasionada por la denuncia de un clérigo cuyo nombre no se registra en la relación. El vicario de Pasto arrestó a este clérigo porque:

«traía en la muñeca de la mano una ajorca [aro] o manilla de plata con unas letras por de fuera que dezían: domine libera animan mea […] Y por de dentro otras que dezían: Jesús María. Barbaro. a quo. Estalo. estalon ac finis. Christi. Incone. ni core. ni corde. finitus. decoctir. fecites. Y entre cada palabra una cruz» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 122).

El clérigo declaró que Diego de la Rosa le había entregado esa manilla de plata, lo que condujo a su detención. La primera inscripción de la ajorca corresponde al versículo 2 del Salmo 119, «Domine libera animam meam a labiis iniquis a lingua dolosa», que fue objeto de la interpretación de San Agustín para ilustrar los diversos obstáculos con los que se enfrentaba el cristiano en su subida a lo inefable.1 En ese camino debía soportar las preguntas de quienes le interrogaban so pretexto de consuelo respecto de la imposibilidad de lograr tamaña empresa. Para San Agustín lo que se ofrecía como consuelo era veneno proveniente de labios perversos (labiis iniquis) y lengua engañosa (lengua dolosa).2 ¿Por qué el uso de esta argolla con lema piadoso podía ser suficiente motivo para detener al portador y al donador? En un ambiente dominado por la reacción antisupersticiosa en contra de las artes mágicas y todas sus variaciones, así como contra los usos vanos y supersticiosos de cosas santas y de devoción, no se podía dejar a sus anchas a quienes atribuían virtudes a objetos y palabras. El maestro Pedro Ciruelo advirtió que:

«la astucia del diablo, juntada con la curiosidad y con la desordenada cobdicia de los hombres mundanos, [hace] que ellos usen mal de las cosas santas y buenas; y donde habían de servir a Dios con ellas y ganar méritos en el cielo, por allí pecan muy gravemente y sirven al diablo» (Ciruelo, 2005 [1538]: 127).

Pedro Ciruelo observó que se usaban con mala intención, entre otras, el salmo «Deus laudem meam» para asegurar la venganza divina sobre los enemigos; o utilizar pedazos de aras consagradas, reliquias, velas y hierbas bendecidas para hacer maleficios y hechizos; incluso se decían misas, salmos u oraciones -y se guardaban ayunos- «para alcanzar algunas cosas malas y sucias del mundo» (Ciruelo, 2005 [1538]: 127). Además, Pedro Ciruelo precisó que las maneras de errores en la oración se distinguían por la materia, la forma y el modo en que se realizaban. A partir de estas coligió las especies de pecado (blasfemias, malicia, envidia, presuntuoso pedidor) y sobre todo en cuál de estas maneras había pecado de superstición.

En la segunda inscripción de la ajorca era evidente el intento de asociar el «Domine libera anima meam» con palabras en las que se intercalaba una cruz. Esta última refuerza la eficacia simbólica que se atribuyó a la ajorca, pues opera como un talismán destinado a la protección y sobre todo como un símbolo «que identifica y resignifica los objetos/lugares donde se representa» (Cruz, 2023: 28). El uso de manillas y anillos con fines de protección podía ocasionar más de alguna sospecha. Un testigo observó que Diego de la Rosa llevaba un anillo de plomo que por dentro tenía figurado un arpón y por fuera otras dos figuras. Ese anillo le fue mostrado en el interrogatorio, pero él negó que hubiera hecho o llevado ese anillo. ¿Se trataría de un anillo mágico utilizado en la dactilomancia? ¿Tenía algún efecto apotropaico? El arcediano Juan de Orozco y Covarrubias señaló que la dactilomancia:

«era manera de adiuinar por anillos encerrando en ellos quien respondiesse, y no forçados como algunos piensan, y los demonios fingen, para dar virtud a sus inuocaciones, co[n] que solían en semejantes anillos entrarse los demonios, a cuyo cargo estaba inducir las volu[n]tades y solicitarlas a amistad» (Orozco y Covarrubias, 1588: 97v).

Además, agregó Orozco y Covarrubias, se debía observar como regla que todo anillo que tuviera caracteres o nombres no conocidos eran malos y se utilizaban para cosas malas. Este recelo también se extendió al uso de figuras o sigilos (sellos) que se esculpían en los anillos, por ejemplo el sol o algún otro planeta, con el propósito que surtiera el efecto de la propiedad asociada al astro figurado. En el saber mineralógico los metales crecían por la influencia de los planetas: el oro surgía por la influencia del Sol, la plata crecía por influencia de la Luna, el hierro por la influencia de Marte y el plomo por influencia de Saturno (Sánchez Gómez, 1988). No obstante, Juan de Orozco y Covarrubias señaló que la virtud del planeta no se podía imprimir en el metal del anillo ni menos en la figura o sigilo. A su juicio solo la cruz tenía esta virtud, aunque también observó que «algunas veces los que escriuen cedulillas de nombres malos los ponen entre cruzes, porque se piense que son cosa buena, y con aquello engañan» (Orozco y Covarrubias, 1588: 98v). Aspecto que se podía evidenciar en la inscripción interior de la ajorca de plata:

«JesMaría†barbaro†aquo†estal†estalon†acfinis†Xpi†incone†nicore†nicorde†finitus†decoctir†fecites».

A la observación de Orozco y Covarrubias habrá que agregar el planteamiento de Pedro de Ciruelo respecto de la supuesta virtud de las palabras utilizadas en los ensalmos. De acuerdo con Pedro de Ciruelo, esta consideración se pretendía fundamentar en la idea de que las palabras tenían virtudes al igual que las hierbas y piedras, y aquellas se conocían por los efectos que se veían comúnmente. Pero para Pedro de Ciruelo las palabras carecían de virtud natural para sanar o producir otros efectos:

«porque las palabras no sinifican cosa alguna, así como: ‘buf, baf, chifris, nafris’ y otras tales, ninguna dice que tienen virtud para cosa alguna, porque la virtud de las palabras los que la ponen dicen que se funda en la sinificación dellas. Luego en las palabras fingidas que no quieren decir nada, ni los sabios ni los ensalmadores dicen que hay virtud alguna; mas en las palabras que tienen sinificación y son de alguna lengua, de latín o griego o hebraico o español o francés o morisco, etc., los supersticiosos ponen virtud para sanar o para hacer enfermar» (Ciruelo, 2005 [1538]: 139).

La significación de las palabras derivaba de la voluntad de los hombres y su significado se reducía a lo que estos le habían otorgado. De esta manera, Pedro de Ciruelo señalaba que las palabras no recogían un significado natural sino que voluntario, por lo que no tenían una virtud natural como para producir un efecto natural en los hombres. Solo la voluntad de Dios podía «imprimir en sus criaturas virtudes naturales» (Ciruelo, 2005 [1538]: 140). Pretender imprimir virtudes a las palabras era expresión de vanidades y hechicerías. Y si se insistiera que había experiencia en que las palabras tenían un efecto natural, Pedro de Ciruelo sostenía que esto era «señal que no es por virtud de aquellas palabras dichas y escritas, sino por secreta operación del diablo que luego acude a favorecer a los que obran vanidades y los engaña, so color de santidad» (Ciruelo, 2005 [1538]: 142).

Al momento de su detención, Diego de la Rosa traía consigo una argolla de plata de santa Catalina, que según él era por la devoción que tenía por la santa, pero no debió ser difícil de entrever a los inquisidores algún uso supersticioso. En la hagiografía de la santa, escrita por su confesor Raimundo de Capua, se señala que recibió en su desposorio con Cristo (Imagen 2) un anillo de oro con cuatro piedras preciosas y un diamante en el centro, el cual portó el resto de su vida, pero solo a ella era visible (Capua, 1947: 50). El uso de este anillo no guardó el uso santo que pretextó Diego de la Rosa, pues hizo suya la relación de santa Catalina y de su anillo con el ver/permanecer invisible. Entre los diversos conjuros escritos en el cartapacio había un «remedio para hazerse un hombre invisible» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 121) sobre el cual no se detiene la relación, pero que refuerza la sospecha respecto de uno de los usos que tendría el anillo. Por lo demás, este anillo solía traerlo colgado a su cuello y no en algún dedo de la mano.


Imagen 2
Escena de la vida de Santa Catalina de Siena, desposorios místicos de Santa Catalina
Fuente: Arte Colonial Americano (https://acortar.link/8HWk9f)

A Diego de la Rosa le fue encontrado en su casa «un libro donde auía muchos caracteres, letras griegas y ebraicas, y otras cosas malas para yr por el ayre en demonios y hazer conjuros con hostia y pedaços de ara consagrada» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 123). Como se ha señalado más arriba, este libro correspondió a un grimorio, es decir, un libro manuscrito que contenía una serie de ensalmos y conjuros. Un testigo reconoció que la letra del libro correspondía a Diego de la Rosa, aunque él lo negó. Y este no era un desconocido, pues era el clérigo con el que Diego de la Rosa había tenido el sodomítico encuentro carnal y a quien había dado la ajorca. Algunos testigos declararon también que Diego de la Rosa, junto a otro hombre que no fue nombrado, prometían a quienes hicieran traslados o copias del libro, que «le harían hombre y le dirían como se hiziese ynbicible, y le hacían jurar sobre una ara que lo ternía en secreto aquello de aquellos libros» (AGI, Inquisición, L.1027, f. 123). Diego de la Rosa hacía circular copias del cartapacio bajo la promesa que a quien lo hiciera «le harían hombre», es decir que, entre otras cosas, podrían tener ayuntamiento o cópula carnal, además de hacerse invisible. Un testigo declaró que vio a Diego de la Rosa junto a otra persona ingresar a un huerto a sacar cuatro varillas de granado que desde hace algún tiempo las estaban enderezando. Al consultarle que para qué eran esas varillas, Diego de la Rosa se negó a responderle porque no confiaba en él. El testigo sostuvo que en el libro de Diego de la Rosa halló que las varillas eran para hacer conjuros. Entre otras ceremonias, el libro contenía conjuros para atraer a mujeres, por eso que Diego de la Rosa insistiera a quienes copiaran el libro que «le harían hombre». Según su confesión, usaba unas horqueta o varillas de granado, «y que diciendo ciertas palabras las hazía menear delante de las mugeres a su voluntad y otras personas» (AHN, Inquisición, L. 1027, f. 122). Asimismo, el inculpado reconoció que consiguió de indias hechiceras «yerbas atractiuas» con las que elaboraba ungüentos con los que se untaba para atraer a las mujeres a su voluntad. Diego González Holguín recogió la voz huacanqui para denotar a unas «yeruas, o chinitas señaladas de la naturaleza, o otras cosas assi con que engañan los hechizeros y los dan por hechizos de amores» e identificó al huacanquiyoc, el «que trae hechizos, o yeruas, o vsa de ellas» (González Holguín, 1608: 127). El recurso a estas hierbas advierte no solo de su circulación, sino que de una concepción del orden natural en el que las cualidades y virtudes ocultas definían «las propiedades singulares de piedras, plantas, animales» (Campagne, 2002: 594). Se asumía que las «yerbas atractiuas» o huacanqui podían por simpatía atraer a la amada. Una concepción compartida con aquellos mancebos y jóvenes a quienes enseñaba las ceremonias y conjuros escritos en los papeles del cartapacio.

El uso de las horquillas no se limitó a carnalidades. El inquisidor interrogó a Diego de la Rosa respecto del uso que hacía de las varillas para buscar los tesoros de huacas, conjurando demonios. Él insistió que no había hecho tal, y repitió el conjuro que usaba: «baras, horquetas de granado que estáis puestas en cruz, y los conjuro y mando en virtud de Dios Todopoderoso y de la Santísima Trinidad Padre, Hijo y Spíritu Santo» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 122), tal y como se contenía en el libro. Pero en este había otros conjuros y caracteres que comprometían a Diego de la Rosa con delitos de nigromancia, superstición y hechicería. Él señaló que «el signo con quatro horquetas y un clavo, y otra horqueta y una llaue y un harco y unos caracteres y lo escripto acerca de ello, él los auía ynbentado de sus cabeça y tenía escripto en su quaderno; y lo mesmo del hombre que está en un cerro y otros signos y estrellas» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 122). El encierro, las declaraciones de testigos y el temor de ser relajado al brazo secular, llevaron a Diego de la Rosa declarar que todo lo que estaba escrito en el cartapacio había sido inventado por él y que lo contenido carecía de significado y sentido, «y que lo ynbentó solo para dar a entender que sabía algo». Hincado de rodillas y con sus manos apretadas pidió perdón a los inquisidores.


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Recreación audiencia de Diego de la Rosa con el inquisidor
Fuente: Ilustración generada por el autor, asistido por Meta AI

Pero los jueces requerían que Diego de la Rosa hiciera una confesión completa de los delitos de los que se le culpaba. En el procedimiento inquisitorio, observa Foucault, «el testimonio del sujeto sobre sí mismo es a la vez el establecimiento de una verdad y de una prueba» (2014: 221). Se le dio traslado de seis testificaciones entre la que estaba la declaración de un testigo de vista y que se había ratificado en su testimonio. De acuerdo con este, hacía siete u ocho años que había visto, en el cuarto de una posada, a Diego de la Rosa con un vestido de lienzo blanco y con una estola verde en el cuello, mientras permanecía parado con cuatro velas encendidas en el suelo de las que salía un olor aromático como de pastillas de olor. El vestido de lienzo blanco pudo corresponder al alba, una prenda que se confeccionaba con lino o cáñamo y que utilizaban los sacerdotes en el altar, que se complementaba con el uso de una estola verde, otra vestidura sacerdotal, que variaba de color según el calendario litúrgico. Estas vestiduras sacerdotales fueron utilizadas por Diego de la Rosa en un específico ritual. Una muchacha que estaba junto a la chimenea de la casa, interrogada por el testigo sobre lo que hacía Diego de la Rosa, le comentó que no lo sabía a ciencia cierta, pero que este le había dicho que conjuraba a un demonio para que le dijese si era verdad lo que un indio le había dicho sobre una huaca. Llama la atención la absoluta falta de reserva y cuidado de Diego de la Rosa. Tal vez la presencia del testigo no ameritaba ningún resguardo. Él mismo le preguntó a Diego de la Rosa «¿qué diablos estáis haciendo?», quien le respondió «anda que sois bobo». Según el testigo, tras esto, Diego de la Rosa:

«comenzó a dar saltos en la sala de alegría, diciendo que era el más rico hombre del mundo porque auía dado grandes riquezas. Y preguntole este testigo: “¿pues el demonio os puede decir a bos la verdad?” Respondió el Rosa “anda que sois un bobo que para eso tengo esta estola y tengo atado al demonio en un clabo atormentándole y le hago decir verdad”» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 122).

La estola permitía a Diego de la Rosa dominar al demonio, atado a un clavo, atormentándole para que le dijera dónde se encontraba la huaca. La familiaridad de Diego de la Rosa con el demonio confirmaba a los inquisidores su condición de nigromántico, es decir, de quien practicaba la nigromancia. Esta fue considerada un:

«arte maldita con que los malos hombres hacen concierto de amistad con el diablo, y procuran de hablar y platicar con él, para le demandar algunos secretos que les revele, y para que les dé favor y ayuda para alcanzar algunas cosas que ellos desean. Y para hacer estas invocaciones, el diablo les tiene enseñadas ciertas palabras que digan y ciertas cerimonias que hagan de sacrificios, de pan y vino y viandas, de sahumerios con diversas hierbas y perfumes» (Ciruelo, 2005: 35).

Pedro Ciruelo observó que los nigrománticos solían pensar que lo que ellos realizaban no era pecado. Incluso, algunos consideraban lícito «servirse del diablo como de un moço o esclavo y mandarle hacer algunas cosas que vienen en provecho de todo el pueblo de Dios» (Ciruelo, 2005: 136). En el ambiente de represión antisupersticiosa, esto fue considerado una alevosía y traición a Dios y una apostasía contra la religión. Contra lo expresado por Diego de la Rosa, quien sostenía que obligaba al demonio a darle respuestas, Pedro Ciruelo insistió en que este no se dejaba «mandar por el nigromántico, aunque finge que se manda por él en hacer lo que el nigromántico le dice; antes es al revés, que el demonio trae engañado al nigromántico y se sirve dél en todo lo que quiere como de una acemila o bestia suya» (Ciruelo, 2005: 137).

A pesar de la firme lucha contra las supersticiones, la familiaridad de nigromantes y demonios seguía teniendo aceptación social. Diego de la Rosa obligó al demonio a reconocer la verdad de la existencia «de una guaca de grandes riquezas y de las tripas de Guainacaua» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 122). Esto lo divulgó entre varias personas quienes lo acompañaron al lugar en el que se encontraría el tesoro oculto. Según Melchor Moreno, uno de los que acompañó a Diego de la Rosa, ascendieron a un cerro alto y desde allí Diego de la Rosa buscó una quebrada profunda a la que descendieron. En el trayecto, Melchor Moreno preguntó a Diego de la Rosa hasta dónde llegaba la quebrada, pero este no le respondió. Al mirarle la cara, Melchor Moreno «le vio los ojos verdes y los labios de la boca prietos» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 122), y le preguntó si tenía frío. Pero Diego de la Rosa se limitó a decirle que se apartara. La desfiguración de Diego de la Rosa provocó la huida de Melchor Moreno quien alcanzó a escuchar «una boz que dio el dicho Rosa y boluiendo la cara bio al Rosa sobre una piedra braçeando hacia la quebrada honda con el braço derecho; y tornó a dar otra boz alta, y oyole este testigo dezir “Luzbel ben”; y como oyó aquellas palabras huyó el testigo de allí a donde estaban otras personas en su rancho» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 122). Diego de la Rosa negó el relato de su desfiguración y de la invocación a Luzbel, pero reconoció que concurrieron con el testigo y otras personas a la huaca y que al cavar encontraron una ollita de plata de peso y medio.

En otra audiencia, Diego de la Rosa reconoció que él dio las voces mencionadas por Melchor Moreno. Además, agregó otros detalles que no estaban en la declaración del testigo. En el cerro también realizaron el conjuro con las varillas de granado. Puso dos de estas en el suelo, y las otras dos en sus manos, pronunciando el siguiente conjuro:

«Jesús, Jesús, Jesús en el nombre de Jesús, baras, horquetas de granado que estáis puestas en cruz, yo os conjuro y mando en virtud de Dios Todopoderoso y de la Sanctísima Trinidad, y por la muerte y pasión que resciuió en el árbol de la cruz, y por los méritos de su sagrada pasión y por los méritos de la virginidad de la Virgen [al margen. Y por la Encarnación que el Verbo Eterno hizo en el vientre birginal] Y por los méritos de todos los santos. Vos conjuro y mando señales verdad en todo lo que os fuere preguntado. Así como Dios es la mesma verdad y en señal de verdad os humillad a la parte donde está el tesoro que busco» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 123).

El uso de varas ahorquilladas no era antojadizo, pues estas se utilizaban para la búsqueda de metales o de agua (Sánchez Gómez, 1988). Este conjuro no tuvo el efecto esperado, pues las varas no se movieron. Por esta razón, Diego de la Rosa junto con Melchor Moreno subieron a un cerro nevado y, cuando llegaron a la cima, Diego de la Rosa dijo: «llamemos por aquí a algún demonio». Luego comenzó a decir «Luzbel vení», pero una nube muy negra que estaba sobre otro cerro comenzó a avanzar con el viento, lo que los llenó de temor y se vieron obligados a huir. Los inquisidores le preguntaron qué intención tuvo cuando convocó al demonio. Él insistió que no tuvo intención de darles ni prometerles nada.

Aunque Diego de la Rosa declaró ante los inquisidores que había inventado todo lo que tenía escrito en su cartapacio, no se puede desestimar que él haya copiado de su propia mano un libro de conjuros manuscrito. Lo que se sigue de la causa es que él dio a trasladar a otras personas su manuscrito, por lo que estos textos circularon de manera manuscrita. Tal vez esta fue una manera de sortear el control de libros impresos y en particular la censura que se cernía sobre los grimorios en el Index (Pedraza García, 2007). Pero también se debe considerar que los grimorios impresos no tenían valor práctico, pues se atribuía un valor mágico a la escritura manuscrita (Morales Estévez, 2014).

3. Pedro Gutiérrez de Logroño: nigromante y astrólogo

Mientras Diego de la Rosa permanecía en las cárceles secretas, el Santo Oficio de Lima recibió una información contra Pedro Gutiérrez de Logroño, natural de Trujillo, que se apoyaba en la declaración de cuatro testigos. A partir de la declaración de estos, los inquisidores calificaron las proposiciones de «palabras profanas y sacrílegas en quanto en cosas santas y diuinas habla en lenguaje torpe y sucio», además de pactum demonis, pero respecto de esto último señalaron «que muchas veces suelen ser embustes de semejantes reos» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 77). Tras deliberar se ordenó que fuera arrestado y conducido a Lima.

Pedro Gutiérrez de Logroño solía hablar sin mucho recato y cuidado. De una mujer que era coja dijo que no iría al cielo porque «cagaría las sillas de los sanctos»; de una iglesia de indios bajo la advocación de santa Catalina, dijo que debería llamarse santa Cagalona, «porque estaua en él una cruz llena de suziedad de unas gallinas» (AHN, Inquisición, L 1017, f. 77). También se jactaba de poseer un libro que, entre otras cosas, le permitía saber lo que sucedía en Lima y en otras partes del mundo, e incluso conjurar al mismo demonio para que le favoreciese en todo lo que él quisiese. No se limitaba a alardear, sino que también describía el ritual que le permitía conjurar al demonio: el cráneo de un difunto, sin lesión alguna, se enterraba por treinta días en un hoyo con algunas hierbas; al transcurrir los días surgía del cráneo el demonio en forma de sapo y por su boca le llamaba y le decía lo que debía de hacer para lograr lo que se le antojase.

Más de alguien le advirtió de que tuviera cuidado pues sus dichos llegarían a oídos de la Inquisición. Aunque los inquisidores residían en Lima bien distantes de Trujillo, contaban con agentes en gran parte del distrito para recibir denuncias o demandar arrestos de inculpados. Ya para ese entonces, como se ha señalado más arriba, la red de comisarías y comisarios del Santo Oficio se encontraba extendida en las ciudades, villas y puertos del virreinato. Esto pareció no atemorizar a Pedro Gutiérrez de Logroño. A él, según los testigos, «no se le daua nada de yr a la Inquisiçión porque comería buenas gallinas y manjar blanco y beuer buen uino» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 77). A tal punto llegaba su atrevimiento que se jactaba de ser criado del inquisidor Antonio Gutiérrez de Ulloa.

En ocasión de llevar unos papeles desde Lima para el vicario de Trujillo, Pedro Gutiérrez de Logroño ordenó a un chasqui que se dirigiera al pueblo de Chancay y solicitara al alcalde que le tuviese un caballo para proseguir el viaje. A la entrada del pueblo lo esperó el alcalde y él se presentó como criado del inquisidor Antonio Gutiérrez de Ulloa. El alcalde le entregó una yegua alquilada hasta la Barranca en donde se embarcó en un navío hasta Trujillo. El alcalde debió quedar con algunas dudas sobre el criado y también preocupación de que no se le pagara el arriendo de la yegua. Por un motivo u otro concurrió a Lima a entrevistarse con el inquisidor para ponerlo al corriente de la situación. Las noticias corrían rápido en el distrito de Lima. Pedro Gutiérrez de Logroño se enteró de la audiencia que tuvo el alcalde con el inquisidor, por lo que decidió escribirle «una carta al dicho ynquisidor dándole quenta de lo que pasaua» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 417).

Pero la carta fue enviada casi al mismo tiempo en que Pedro Gutiérrez de Logroño era arrestado en Trujillo y conducido a Lima. Como todo procesado por la Inquisición, Pedro Gutiérrez de Logroño desconocía la acusación que pesaba sobre él. En la audiencia, el acusado declaró que era natural de Quito y que tenía entre 26 y 27 años. Insistió en que era «christiano bautizado, y confirmado; y que la última vez que se confesó y comulgó fue al principio de la quaresma pasada con vn fraile augustino y que saue leer y escreuir y no sabe latín» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 416). No sorprende que ante el tribunal Pedro Gutiérrez de Logroño haya insistido en su estricta observancia de la fe y de los mandamientos de la Iglesia. Pero ¿por qué indicar que no sabía latín? Antes de responder este punto, hay que detenerse en el relato de su cristianismo. No se trató de un mero formalismo. Hacía poco tiempo, un hermano de Pedro Gutiérrez de Logroño había sido penitenciado en un auto de fe por nigromante. Se trataba de Diego de la Rosa, el mozo cuarterón que algunos testigos juzgaban de mal vivir, a quien entre sus pertenencias se le encontró un cartapacio con conjuros. Como se ha señalado más arriba, los grimorios contenían textos en latín. De ahí que Pedro Gutiérrez de Logroño haya señalado que no sabía latín, pues no lo podrían hacer responsable de escribir en una lengua que desconocía.

Al igual que su hermano, Pedro Gutiérrez de Logroño aprendió el oficio de bordador, pero no le dedicó mayor esfuerzo «porque no se pagaban bien las obras» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 416). Según su declaración, en Trujillo se dedicó a andar:

«en las casas de los vecinos, complaciendo al uno y al otro, comiendo y beuiendo demasiadamente; y que muchas veces se vio tan desconpuesto que todo su exercicio era hablar demasiadamente, specialmente quando se beya entre mujeres, que en conociendo de ellas que eran amigas de chistes y cosas graciosas, preguntaua a la una y a la otra, si eran bien casadas o mal casadas» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 416-417).

En este testimonio, Pedro Gutiérrez de Logroño insiste en presentarse como un sujeto de vida disoluta y despreocupada. Sin recato se inmiscuía en la intimidad de mujeres casadas, pero estas no parecían incomodarse frente a las preguntas de Pedro Gutiérrez. A aquellas que terminaban reconociendo que estaban mal casadas, les decía que él remediaría sus penas porque conocía «muchos géneros de hyerbas (no conociendo ningunas) que tenían virtud para que, aunque sus maridos estuuieran mal con ellas, las quisieren bien». También confesó que presumía de conocer de astrología, lo que lo había llevado a discutir con varias personas que sabían de esta ciencia. Como en aquella ocasión en que discutió con un fraile que alegaba que se había aparecido un cometa (Imagen 2), pero que él porfiaba que «aquella estrella era señal natural y no era cometa». En la época, este se consideraba un fenómeno meteorológico que presagiaba sequías, guerras o desastres.


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Cometa o señal natural
Fuente: Ilustración elaborada por el autor, asistido por Meta AI

En ocasión de una nueva audiencia con el inquisidor, Pedro Gutiérrez de Logroño declaró que en Pasto confesó a un mozo platero que pretendía a una mujer casada. Para su sorpresa, este le dijo que no se apenara pues él le daría remedio para su afición. Esto no hizo más que aumentar su sorpresa. Le preguntó al mozo qué remedio le daría:

«El dicho moço le respondió que en aquel pueblo auían preso a un fraile de la Merced, llamado frai Gaspar de Bustamente, y que a este fraile le auían quitado unos libros, y que los auían puesto en el archibo. Y que como halló la caxa abierta auía sacado de allí ciertas ojas, en las quales auía hallado unas letras que se escriuían en un anillo de plomo. Y que este confesante se las pidió y el dicho moço se las dio. Y este confesante las abrió en un anillo de plomo» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 417).

En el anillo puso cuatro letras de las que solo se acordaba de dos: una «o» con un punto en el medio, y otra que no cerraba completamente y de la cual salía un rasguito con una lengüeta en forma de arpón. Por indicación del mozo platero, Pedro Logroño se colocó el anillo en el dedo del corazón (o medio) en la mano izquierda. Al tomar la mano de la mujer debía tocarla con el anillo de manera que pudiera lograr lo que deseaba. Fue lo que hizo en el encuentro que mantuvo con la mujer a quien tomó de la mano «y la tocó con el anillo, llevándole en el dedo del corazón, y que, de allí, a pocos días, este confesante tuvo cópula carnal con la dicha mujer» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 417).

El mozo platero también entregó a Pedro Logroño una fórmula que debía inscribir en una manilla de plata que debía usar en la muñeca para protegerse de pendencias. Aunque confesó que nunca hizo la manilla, sí recordaba las palabras que debían inscribirse:

«Jesús María ad quen barbaro extal. extalon. al fin es xpstus. incori. incore. ercutus. tiesor. ecoctor. fecite».

También confesó que en Quito un joven con quien mantuvo amistad le dio una hoja de un cuarto de pliego en la que había la fórmula de un ungüento, «que, untándose con el pecho o el dedo menor de la mano derecha, y tocando con él a una muger quería ella luego mucho al hombre, y el hombre alcançaba de ella lo que quería» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 418). Diego de la Rosa también confesó el uso de un ungüento, pero cuyas hierbas le habían sido entregadas por unas indias. Había en la hoja otra fórmula para tener acceso carnal no consentido con una persona. Para esto debía escribir en un pedazo del casco de una calavera de hombre las siguientes palabras en dos cruces: a dormite quia metri qui fecit. Este casco inscrito debía colocarse debajo de la almohada para que se durmiese quien se echase en la cama y apoyara su cabeza en la almohada.

No era el único conjuro en el que se usaba una calavera. Pedro Gutiérrez de Logroño señaló que en el papel que le había entregado el mozo se describía el siguiente conjuro: se debía lavar con vino la calavera de un hombre -a la que no debía faltarle ni dientes ni muelas-, para luego depositarla en una cazuela nueva sin ningún uso. Se encendían dos velas e inciensos que debían permanecer encendidos durante todo el conjuro. Este debía decirse a lo largo de las horas para lo cual se debía usar una ampolleta o reloj de arena. Se trató de un conjuro que ocupaba entre veinte y treinta reglones de la hoja, pero Pedro Gutiérrez de Logroño no recordaba su contenido, solo que tras pronunciarlo:

«se yncorporaua el demonio en la calabera. Y que preguntándole a la dicha calabera las cosas que querían sauer que pasauan en España y en otras partes de presente e cosas pasadas las decía la calabera y que allí se encargaua mucho que quien oviese de hacer este conjuro tuviese mucho ánimo y que si no tenía le yría muy mal con el demonio» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 418).

En su confesión, Pedro Gutiérrez de Logroño reconoció que en Trujillo se jactaba de sus habilidades por lo que varias personas le pedían remedios para sus necesidades, ya sea para que las quisieran o que no les faltara nada, e incluso para no abortar. Para esto último entregaba una cédula escrita que la mujer debía colocar en su faja a la derecha del ombligo. Al calor de esta fama aprovechaba de cuestionar las virtudes de nóminas o cédulas confeccionadas por otros sujetos. El discurso antisupersticioso reprobó el uso de las nóminas. El maestro Pedro Ciruelo observó que esta denominación derivaba de nombres «porque son unas cédulas en que están escriptos algunos nombres: dellos buenos, dellos malos; y no solamente nombres, mas aun oraciones algunas» (Ciruelo, 2005: 74). A juicio de Ciruelo, al igual que los ensalmos las palabras escritas carecían de virtud sobrenatural, por lo que sostenía que esta pretensión provenía de una secreta operación del diablo. En el uso de ensalmos y nóminas se pretendía curar sin usar medicina, es decir, por fuera del curso natural. Para Ciruelo esto suponía querer «demandar la sanidad a Dios por milagro, o al diablo por maleficio» (2005: 75). Lo que implicaba tentar a Dios, al demandar un milagro, o recurrir a un pacto de amistad con el diablo para sanarse.

Las nóminas no solo se escribían en papel. Algunos recomendaban el uso de cortezas de pan y ciertos rezos para tratar ciertas enfermedades. El comisario de la Inquisición de Trujillo recibió la denuncia sobre un soldado que había aconsejado a un enfermo de calenturas que para quitárselas:

«en una corteza de pan escriuiere unas palabras que eran estas: Agla†aglita†aglata†; y que tomando un día un pedaço de pan con una de las dichas palabras y diciendo tres credos a honor de la Sanctísima Trinidad se le quitaría la calentura; y sino con la segunda; y, sino que se le quitaría infaliblemente con la tercera» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 136).

De acuerdo con Lecouteux, Agla es una palabra ampliamente difundida en grimorios y amuletos europeos. Este autor sostiene que las «cuatro letras son probablemente las iniciales de cuatro palabras hebreas -aieth, gadol, leolam, Adonaï o Atlah, Gabor, Leolam, Adonay- que forman una frase que significa: “Tú gobiernas por la eternidad, Señor”» (Lécouteux, 2015: 26). Que Agla se inscriba sobre una corteza de pan en vista a quitar las calenturas no es algo que debiera extrañar. Entre otros usos en encantamientos, la palabra se escribía sobre una hostia -que acá se reemplaza por una corteza de pan- contra hechizos y fiebres. Se usaba también para detener hemorragias nasales, escribiendo Agla en la frente del enfermo y recitando una oración a la Virgen. Según Lecouteux, el uso frecuente de esta palabra dio lugar a versiones corruptas como Aglita y aglata (Lecouteux, 2015: 32) que se encuentran en el uso citado más arriba. Como otros casos señalados anteriormente, en la circulación de estas fórmulas los clérigos jugaron un papel no menor. De hecho, el enfermo mencionó que fray Domingo de los Ángeles entregó el remedio al soldado.

Por su parte, Pedro Gutiérrez de Logroño confesó que parte de sus conocimientos los aprendió de mujeres que «le auían enseñado a conjurar las cabrillas y estrellas de Venus»” (AHN, Inquisición, L 1027, f. 418). Por eso se convencía que lo que otros sabían era solo alardes frente a sus conocimientos y habilidades. Para algunos coterráneos, estas habilidades en cosas mágicas y hechicerías no podían ser menos por ser hermano de Diego de la Rosa. Pero Pedro Gutiérrez de Logroño insistía en que él sabía mucho más que su hermano. Para demostrarlo entregó a un mestizo llamado Diego de Segovia, que estaba interesado en que le enseñara sus habilidades, una hoja en la «que estauan los signos y planetas que reinaban de día y de noche para que conociese la coyuntura en que auía de negociar con los jueces y con otras personas de quien tuviese necesidad» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 419). En España algunos sujetos procesados por la Inquisición gozaron de cierta reputación como astrólogos y solían entregar horarios específicos para que las personas negociaran algún pleito u otra necesidad. Hacia 1576, en un expediente inquisitorial se registró con cierto detalle lo mencionado por Pedro Gutiérrez de Logroño:

«Lo primero, qué horas se auían de escoger para negociar bien con señores, de todo estado, y cada hora en que oir que dice así. Domingo, de vna a dos y de ocho a nueue de la noche. Lunes, de diez a once del día y de cinco a seys de la tarde. Martes, de dos a tres de la tarde y de nueue a diez de la noche. Miércoles, de once a doce y de cinco a seys, y de seys a siete de la noche. Jueues, de ocho a nueue y de tres a quatro de la tarde. Viernes, de doce a vna de siete a ocho de la noche. Sábado, de nueue a diez y de quatro a cinco y de once a doze» (Caro Baroja, 1990, I: 323, nota 20).

El discurso antisupersticioso distinguía entre verdadera y falsa astrología. Esta última fue considerada una superstición porque se juzgaban cosas que no podían ser efectos de los cielos y las estrellas ni tampoco estas tenían para hacerlo. Tampoco las estrellas o planetas podían revelar los secretos de la voluntad humana porque esta era «muy mudable y tan libre, que lo que ahora le place dende a otra lo aborrece, y por el contrario» (Ciruelo, 2005: 44). De esta manera, el maestro Ciruelo concluía que:

«supersticioso y diabólico adevino es el astrólogo que por las estrellas dice el que va a hablar con el rey o con otro señor alguno, si será bien o mal recebido y tratado dél, si tendrá gracia o desgracia con su señor, si su mujer le será leal o desleal, si sus amigos o criados le tendrá buena voluntad o mala, y, ansí, de otras personas algunas; porque en la libre voluntad del hombre está y no en las virtud de las estrellas, querer bien o mal a otro, serle buen amigo o hacerle traición» (Ciruelo, 2005: 45).

Pedro Gutiérrez de Logroño confesó que mientras posaba en la morada del mestizo Diego de Segovia, este le preguntó si se podía entrar a una casa sin que nadie lo viera. Pedro Gutiérrez de Logroño le dijo que comprara o consiguiera un gato negro, de unos tres años, al que debían de cortarle la cabeza. Según la confesión de Pedro Gutiérrez de Logroño, Diego de Segovia trajo el gato al que trasladaron a un solar de propiedad del mestizo:

«y este confesante ató al dicho gato de los pies y lo colgó de un árbol de noche y con un cuchillo de belduque le cortó la cabeça y le metió cinco habas enbuelta cada una con un papel en que estaua escrito, et vide bitisme, et non videitu me, y otras palabras que no se acuerda. Y metió las dichas habas en los ojos, oydos y boca de la dicha caueça en cada parte la suya. Y entrambos enterraron la dicha caueca en aquel solar […] Y que estando enterrando la dicha cabeça un perro lanudo del dicho Diego de Segovia que auía lleuado consigo, començó a ladrar y se salió huyendo de la puerta. Y el dicho Diego de Segovia se atemorizó de ello y dixo: qué es esto señor Gutiérrez. Y este confesante le dixo: bien está v.m. en los negocios, ha visto el perro al demonio y por eso se ha ydo huyendo. Y el dicho Segouia respondió: en verdad que entiendo que es así. Y este comfesante le dixo: téngase cuenta que estas habas no se pierdan después de nacidas. Y así se fueron. Y que de antes de estos auía dicho este confesante al dicho Segouia que de aquellas habas auían de nacer otras; y que cinco habas de las que naçiesen auían de tener virtud para hacer ynbisibles a quien truxese una de aquellas en la boca» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 420).

Pedro Gutiérrez de Logroño no omitió detalles de este conjuro. ¿Cómo podría distinguir Diego de Segovia cuáles serían las habas que tendrían la virtud de hacerlo invisible? Tenía que meterse en la boca cada haba y con un espejo enfrente debía seleccionar a aquellas que no se reflejaran hasta conseguir las cinco habas virtuosas. Pero lamentablemente las habas no crecieron ni menos florecieron. Para Pedro Gutiérrez de Logroño esto aconteció porque algún perro había escarbado en el solar y desenterrado la cabeza del gato. Esto no desanimó a Diego de Segovia para continuar aprendiendo de las habilidades de Pedro Gutiérrez de Logroño. Pero el mestizo Diego de Segovia quería ver por sus propios ojos las habilidades de Pedro Gutiérrez de Logroño. Este dibujó un arpón y siete estrellas -una de ellas grande- en el suelo, colocando una vara de granada sobre una de las estrellas, tras lo cual pronunció las palabras: sabian luçino. La vara saltó sin que fuese movida y se oyó una voz delicada que habría sido escuchada por ambos hombres. Pedro Gutiérrez de Logroño le dijo entonces al mestizo que no se podía «hazer nada porque la vara no está de sazón» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 420). Como prueba de sus habilidades también se ofreció a confeccionar una ajorca de plata y entregó a Diego de Segovia una piedra negra con rayas blancas para enamoramientos.

Pedro Gutiérrez de Logroño confesó mucho más de lo que esperaban los inquisidores. Cuando la causa estaba conclusa y recibida a prueba, uno de los testigos del proceso se presentó en la audiencia inquisitorial, declarando que hacía tres días Pedro Gutiérrez de Logroño había concurrido a su casa para decirle que estaba en conocimiento que algunas personas estaban malquistas con él. Tal vez por el afecto que le tenía le entregó un remedio para que saliera ileso de futuras pendencias. Sobre una tira de papel escribió las siguientes letras: gun. xidi. vel. xibe. esto. diaclia. antragramaton. alfa ed omega. Pedro Gutiérrez de Logroño le dijo al testigo que envolviese con la tira de papel «la espiga de la espada y que ansí podría reunir con cien hombres» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 421). Este papel fue entregado a los inquisidores quienes se lo mostraron a Pedro Gutiérrez de Logroño. Este negó que conocía las letras y el papel que le fueron mostrados. Pero en la relación quedó registrado que «quando estaua mirando el dicho papel estaua sudadando el dicho Pero Gutiérrez de Logroño que le corrían las gotas de sudor por el rostro siendo y[nbierno] y haciendo frío» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 421).

Los inquisidores recibieron un segundo testigo después de este último testimonio contra Pedro Gutiérrez de Logroño. El testigo señaló que hacía tres meses fue a ver con el acusado una huaca y enterramiento de indios, situado a media legua de Lima, de la que se tenía noticia que contenía un tesoro. Según el testigo, Pedro Gutiérrez le había expresado «que él entendía de astrología y que por las estrellas venía a conocer la estrella que reinaua sobre las guacas que tenían mucho tesoro» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 421). Para esto requería de unas herramientas que fueron hechas por el testigo, quien era oficial platero, entre las cuales hizo una regla de plata delgada del tamaño de una cuarta, en la que puso un poco de cobre y de oro mezclado con la plata. En esta regla inscribieron unas palabras de las que el testigo solo entendió Gloria Patri et Filio et Spiritu Sancto. Pedro Gutiérrez de Logroño confesó que esta regla era «para reglar papel por curiosidad en su arte» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 421), agregando que en la regla también se escribió el versículo del salmo Miserere meus Deus secundum magnan misericordiam tuam junto al Gloria Patri. También el platero hizo por su encargo otras dos herramientas de plata, trianguladas y pequeñas, en las que colocó «un Jesús por la letra tres en cada una, y seis cruzes a los lados» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 421). Pedro Gutiérrez de Logroño negó que haya dicho que entendía de astrología y que podía conocer la estrella que reinaba en las huacas con la ayuda de las herramientas descritas.

El oficial platero testificó que Pedro Gutiérrez de Logroño le dio dos oraciones que eran buenas para el alma y para su persona. Estas oraciones las escribió de su propia mano, y el testigo señaló que algunas oraciones estaban en latín y que una de esta correspondía a la oración de san Cebrián. Muy popular en los medios aragoneses, en este santo se fusionaron san Cipriano, un obispo cartaginés y mago homónimo con rasgos del Simón el Mago de los Hechos de los Apóstoles, configurándose un:

«San Cebrián en que el obispo se desdibuja ante el mago arrepentido, que, en nombre del Bien, protege a los afectados por maleficios y encantamientos, arrebata a Lucifer un libro mágico, lleno de fórmulas curanderas y con el tiempo ha de devenir paradigma de sanadores, incluso de aquellos que bordean o incurren en la heterodoxia» (García Herrero y Torreblanca Gaspar, 1990: 69-70).

En la relación se registró que las oraciones parecían ser embaimientos y supersticiones para invocar demonios, mezcladas con palabras santas, pero no se registraron por ser muy largas. Solo se dejó constancia del papel en el que estaba escrito el Ave María en dos reglones, en uno en latín y en el otro en romance, que Pedro Gutiérrez de Logroño entregó al platero «para que si acaso riñese con otro y le diese heridas de muerte que mediante tales sanctas palabras no pudiese parecer hasta tanto que pudiese confesar, y que después de auerse confesado quitando el papel de su poder moriría» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 421). El acusado reconoció que los papeles que le fueron mostrados por los inquisidores algunos fueron escritos de su mano y que él los había copiado hacía tres años de un libro que tenía un carpintero. No dudó de que se trataba de cosas buenas, como la oración de san Cipriano, que el oficial platero trasladó y cuyos efectos:

«son para librar las personas de hechizos y para qualquier ligamiento y encantamiento y para que todos sean desatados y desligados, y para la muger que estuuiere de parto, y para pestilencias y resoluto la qual oración ha de ser leída tres vezes en cada domingo una vez que son en tres domingos» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 422).

Los inquisidores estaban interesados en saber dónde tenía el acusado los originales de los que sacaba estas oraciones. Reconoció que el primer papel que se le mostró era el original que él conservaba y que el original del segundo se había extraviado. Y no pudo hacer más copias de este porque ya se había ido del lugar el platero que había hecho traslado de la oración.

Tras ratificarse en sus declaraciones, Pedro Gutiérrez de Logroño acordó con su abogado redactar un memorial en el que presentó un interrogatorio para testigos que vinieran en su defensa. A los inquisidores les llamó la atención que, aunque se probó que algunos testigos tenían enemistad con el acusado, este había confesado mucho más que lo testificado por aquellos. Pedro Gutiérrez de Logroño fue favorecido por la declaración de los testigos que declararon en su defensa, pues los inquisidores señalaron que se probaba que se tenía «por buen christiano y que oya los diuinos oficios y biuía sin perjuicio de otros; y auiendo sobre todo comunicado con su letrado con su acuerdo y parecer se concluyó definitivamente» (AHN, Inquisición, L 1027, f. 422). Esto confirma la observación de Caro Baroja respecto de que «en la generalidad de las sentencias contra magos, hechiceras, brujas, astrólogos, etc., a los que se atribuían las cosas más horribles y aun repugnantes, no hay relación entre el delito imputado y aun admitidos y la pena» (1990: 34). Lo que contrastaba con las sentencias contra protestantes, judaizantes y moriscos.

4. Observaciones finales

Los hermanos Diego de la Rosa y Pedro Gutiérrez de Logroño tuvieron no solo un vínculo familiar, sino que compartieron el oficio de bordadores -aunque el segundo con menos pasión que el primero, según propia confesión-, el interés por las artes mágicas y su registro en cartapacios que hicieron circular en copias manuscritas realizadas por ellos o por algún interesado. Este oficio, aprendido tal vez en el seno familiar, pudo haber vinculado a los hermanos con clérigos y recintos religiosos en los que se requería su servicio ya sea para las vestimentas litúrgicas o para las imágenes religiosas de bulto. Varios indicios confirman esta relación. Diego de la Rosa mantuvo una relación estrecha con un clérigo que confesó haber tenido ayuntamiento carnal cuando frisaba los doce años, es decir, cuando estaba en la segunda edad o pueritia. Fue este mismo clérigo quien inculpó a Diego de la Rosa de haber confeccionado una ajorca con inscripciones y quien reconoció su letra en los papeles del cartapacio que le fue requisado al bordador. Pero su hermano Pedro Gutiérrez de Logroño señaló que los papeles de su cartapacio le fueron entregados por un joven que los hurtó del archivo del vicario eclesiástico de Pasto. Fue en esta zona en la que los hermanos hicieron trasladar las recetas del cartapacio y también fue en Pasto en que fue arrestado Diego de la Rosa. Esto debió pesar en la sentencia de destierro que entregó el Santo Oficio.

A pesar de que el discurso antisupersticioso reprobó severamente las prácticas heterodoxas de los bordadores, en el foro inquisitorial pareció primar la necesidad de que tras la pena el delincuente se reconciliara con la Iglesia. Incluso la ejecución pública de la sentencia, llevada a cabo en el auto de fe de Diego de la Rosa, debía poner en escena los artificios y engaños de las artes nigrománticas, operados por el enemigo del linaje humano, en la lectura de la sentencia. Pero también el Santo Oficio limeño se vio obligado a reconocer que en ocasiones el supuesto pacto con el demonio era otro embuste más de lo nigromantes. Como fue planteado en el caso de Pedro Gutiérrez de Logroño, quien al parecer mantuvo un vínculo más estrecho con sujetos dignos de crédito. Después de todo fueron estos quienes testificaron a su favor convenciendo al Tribunal de que era un buen cristiano. Una cuestión por lo menos paradójica pues Pedro Gutiérrez de Logroño confesó más delitos de los que el Santo Oficio recibió en la información acusatoria. De una manera u otra, en su confesión reafirmaba la existencia de ese sistema de relaciones e interacciones entre actores humanos, objetos y entidades que el discurso antisupersticioso fijó en la representación de la nigromancia y de las artes mágicas. Retazos de esas interacciones quedaban en las hojas arrancadas de los cartapacios o en las propias confesiones y denuncias respecto de las recetas copiadas.

Supplementary material
Agradecimientos

Este artículo forma parte del proyecto ANID/FONDECYT/REGULAR n.° 1220296. Se ha utilizado tecnología asistida Meta AI solo para la elaboración de las imágenes que acompañan el artículo, con excepción de la Imagen 2. Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el 2.° Seminario Permanente de Estudios Andinos y Fronterizos, Universidad de Tarapacá, Arica, 23 de mayo de 2023. Se agradece las preguntas y comentarios de las y los asistentes a este evento.

Fuentes primarias
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Notes
Notes
1 La numeración del salmo corresponde a la versión de la Vulgata, que siguió la numeración de la Septuaginta, en la que se siguió la numeración del texto hebreo. Los traductores de la Biblia Griega Septuaginta (2021) traducen: «Señor, libra mi alma de labios injustos y lengua falaz». Casiodoro de la Reina y Cipriano de Valera tradujeron «Libra mi alma, oh Jehová, de labio mentiroso, de la lengua fraudulenta». En la Biblia de Jerusalén se traduce «¿¡Líbrame, Yahvé, del labio mentiroso, de la lengua tramposa!».
2 https://www.augustinus.it/spagnolo/esposizioni_salmi/esposizione_salmo_177_testo.htm

Imagen 1
Recreación auto de fe, de Diego de la Rosa
Fuente: Ilustración generada por el autor, asistido por Meta AI

Imagen 2
Escena de la vida de Santa Catalina de Siena, desposorios místicos de Santa Catalina
Fuente: Arte Colonial Americano (https://acortar.link/8HWk9f)

Imagen 3
Recreación audiencia de Diego de la Rosa con el inquisidor
Fuente: Ilustración generada por el autor, asistido por Meta AI

Imagen 4
Cometa o señal natural
Fuente: Ilustración elaborada por el autor, asistido por Meta AI
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