Artículos
La década de 1990 en la historia mapuche: Rebelión y Autonomía en el centro del debate (1989-1998)
The decade the 1990 in mapuche history: Rebellion and Autonomy at the center of the debate (1989-1998)
La década de 1990 en la historia mapuche: Rebelión y Autonomía en el centro del debate (1989-1998)
Autoctonía (Santiago), vol. 8, Esp., pp. 414-440, 2024
Universidad Bernardo O'Higgins, Centro de Estudios Históricos
Received: 30 November 2023
Accepted: 25 April 2024
Funding
Funding source: Fondo de investigación Kuifike
Contract number: 2023/02/02
Funding statement: agradecemos al Fondo de investigación Kuifike (Folio N° 2023/02/02), del colectivo Grupo de Trabajo Kuifike.
Resumen: El presente trabajo tiene como objetivo analizar la situación histórica mapuche entre 1989 y 1998, con el fin de poder identificar las trayectorias del movimiento mapuche y describir la circulación de ideas en el seno de este movimiento y en su interlocución con el Estado y la sociedad chilena en general. Así, la metodología y esquema teórico que sustenta esta propuesta se basa en el método histórico, el análisis de discursos y los debates en torno a la acción política y los procesos autonómicos, que permiten vislumbrar los procesos que comenzaron a emergen en esta década.
Palabras clave: Movimiento mapuche, reivindicación, autonomía, rebelión.
Abstract: The objective of this work is to analyze the Mapuche historical situation between 1989 and 1998, in order to identify the trajectories of the Mapuche movement and describe the circulation of ideas within this movement and in its dialogue with the state and Chilean society. in general. Thus, the methodology and theoretical scheme that support this proposal are based on the historical method, discourse analysis and debates around political action and autonomous processes, which allow us to glimpse the processes that began to emerge in this decade.
Keywords: Mapuche movement, vindication, autonomy, rebellion.
1. Introducción
La historia mapuche durante el siglo XX posee varios matices y lecturas. En este sentido, en otras publicaciones nos hemos referido a los «años 40 en la historia Mapuche», marcando la presencia de organizaciones como la Corporación Araucana y la figura de Venancio Coñoepan, en el quehacer y debate político chileno (Canales, 2021). Sin duda que la historia de las organizaciones mapuche y sus líderes y lideresas durante este siglo ha sido un campo atractivo para los estudios históricos en su conjunto. La década de 1960 y hasta el golpe de Estado de septiembre de 1973, por ejemplo, fue un lapso de efervescencia social, y en Malleco y Cautín de mucha actividad y movilización mapuche. Los años de la dictadura, marcado por la entrada en vigencia del Decreto-Ley 2.568 que terminaba con las antiguas reducciones mapuche, cruzó la década de 1980 y dio el vamos a los debates y demandas de la década siguiente y posteriori (Correa et al., 2004; Navarrete, 2018; Suazo, 2018; Canales et al., 2020; Pairican y Canales, 2022).
En la década de 1990 observamos un remezón político complejo y significativo para el movimiento mapuche que comenzaba a visibilizarse, a propósito del V° Centenario del arribo europeo a territorio americano. Este verdadero terremoto (Escudero, 2019) se puede entender por medio de tres vías analíticas: cambios en la forma de hacer política mapuche, escindiendo de los partidos políticos tradicionales; un proceso que comenzó a repensar la autodeterminación como parte de un proyecto político nacional, robusto y coherente; y, de la mano con lo anterior, la articulación de discursos de descolonización (Canales, 2014). El año 1983 «Ad-Mapu estableció la aspiración de construir un proyecto de carácter histórico: la autodeterminación como pueblo» (Pairican, 2014: 67). Un año antes, el dirigente José Santos Millao, planteó que este tema «[…] seguramente levantará polémica entre aquellos que pretendieron y pretenden exterminarnos como pueblo». Aclarando que la autonomía no era una idea negativa ni excluyente, sino que «vivir conforme a nuestra cultura, a nuestro estilo, educando a nuestros hijos en nuestra lengua y priorizando los valores de nuestra raza» (Pairican, 2014: 67).
A propósito de los años 80, esta década fue un tiempo político para el movimiento mapuche que se proyectó en la década siguiente. La acción política mapuche a partir del año 1978 fue relevante (Pairican y Canales, 2022). La lucha contra el Decreto-Ley 2.568 de marzo de 1979, que comenzó la «liquidación» de las tierras mapuche dentro de una lógica neoliberal que pretendía sumar las hectáreas «liberadas» al mercado y a la industria forestal en su conjunto fue lo que podríamos señalar como el inicio de la emergencia indígena en Chile. La descolonización como acción política en las organizaciones que eclosionaron en aquellos años -Ad Mapu a fines de los 70 y el Consejo de Todas las Tierras en los años venideros- dan cuenta de la instalación de este debate. «La descolonización del pueblo mapuche era una de las aspiraciones que se plantean como parte de la demanda autodeterminista. Esto construiría un poder mapuche como base para proyectar el futuro y estabilizar políticamente al movimiento» (Pairican, 2014: 76).
En la década de los 90, el movimiento mapuche que se empieza a visibilizar en nivel público tiene dos referentes principales. El Consejo de Todas las Tierras (CTT) es protagonista de la primera parte de la larga década de los noventa (1990-1996), teniendo un claro punto de ebullición en 1992 con el rechazo a las celebraciones del Quinto Centenario y la emergencia ese mismo año de símbolos propios como la Wenufoye (Ancan, 2017; Canales et al., 2022).
Durante la segunda mitad de la década de los noventa -por su parte- destacó la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM), la que propuso entre 1997 y 2002 un cambio de paradigma utilizando la violencia política como herramienta confrontacional, de esta forma, mostró un amplio rechazo al neoliberalismo y fijó una línea política revolucionaria. Se le atribuye a la CAM, previo a su fundación, los sucesos de Lumaco en 1997. Sus militantes destacaron por su compromiso con la causa: en 1999 la rebelión de comunidades en distintos puntos de Wallmapu fue encabezada por la CAM, destacando los focos de violencia política en Lumaco, Traiguén y Ralco. Esta maduración política y reestructuración de las organizaciones mapuche se debió al trabajo implementado desde 1978 y durante los años 80, por organizaciones como los Centros Culturales Mapuche (CCM) y el ya mencionado Ad-Mapu. «[…] una escuela que formó cuadros políticos importantes para los tiempos de la mapuchización», generando «[…] una cultura política para incidir al interior del pueblo mapuche» (Pairican, 2014, pp. 68-69). En este sentido, «las estrategias culturales impulsadas por los CCM, como los palin, nguillatun o los encuentros de epew, fueron una manifestación política que fue recogida, madurada y desarrollada por el abanico organizacional de los noventa (…)» (Pairican, 2014: 68-69).
2. La antesala a Lumaco: De fracasos legislativos al illkun/rabia
La década de los 90 trajo consigo cambios no solo a nivel del movimiento mapuche. En el mundo, la caída de los socialismos reales, el colapso de la Unión Soviética y el derribo del muro de Berlín marcaron el triunfo del capitalismo por sobre el socialismo en el mundo, además de marcar el fin de la Guerra Fría y lo que el historiador británico Eric Hobsbawm denomina «el corto siglo XX», que lo define como: «[…] los años transcurridos desde el estallido de la primera guerra mundial hasta el hundimiento de la URSS, que, como podemos apreciar retrospectivamente, constituyen un período histórico coherente que acaba de concluir» (Hobsbawm, 1999: 15).
El mismo Hobsbawm define al siglo XX en un tríptico que se desglosa desde una apertura al siglo denominado la:
«[…] época de catástrofes, que se extienden desde 1914 hasta el fin de la segunda guerra mundial, siguió un periodo de 25 o 30 años de extraordinario crecimiento económico y transformación social, […] a comienzos de los setenta. La última parte del siglo fue una nueva era de descomposición, incertidumbre y crisis y, para vastas zonas del mundo como África, la ex Unión Soviética y los antiguos países socialistas de Europa, de catástrofes. […], puede concluirse que el siglo XX conoció una fugaz edad de oro, en el camino de una a otra crisis» (Hobsbawm, 1999: 15-16).
Según los planteamientos de Hobsbawm, el corto siglo XX comienza con catástrofes y termina con crisis y la imposición de un sistema político, económico y social, como es el capitalismo y su nueva fase de rearticulación como lo es neoliberalismo, para el caso chileno. Esta realidad de profundos cambios no es ajena. De hecho, en 1988, mientras los socialismos reales se encontraban en su etapa de colapso, la dictadura comandada por Augusto Pinochet es derrotada en las urnas y el país de cara a 1990 se prepara para lo que Tomás Moulian denomina «transformismo», que fue el enlace que mantuvo unido al autoritarismo dictatorial con el autoritarismo continuista de la concertación, de hecho, el autor lo define como un «largo proceso de preparación durante la dictadura, de una salida de la dictadura, destinada a permitir la continuidad de sus estructuras básicas bajo otros ropajes políticos, las vestimentas democráticas» (Moulian, 1997: 145).
Siguiendo con Moulian, complementa su argumentación sobre el «transformismo» y establece que este tiene su gestación temprana en 1977 y «se fortalece en 1980 con la aprobación plebiscitaria de la Constitución y culmina entre 1987 y 1988 con la absorción de la oposición en el juego de alternativas definidas por el propio régimen y legalizadas en la Constitución del ´80» (Moulian, 1997: 145).
Volviendo al plano local, desde la publicación de la constitución de 1980 hasta el ocaso de la dictadura, se fueron amarrando reglamentos que generaron una continuidad, observada en el siguiente gobierno; es así como una de las cartas dictatoriales que mejor supo madurar fueron los «liderazgos neoliberales», como lo define Moulian. Según este autor, estos liderazgos:
«[…] aseguraban que cualquier gobierno garantizaría la reproductibilidad, la continuidad del modelo socioeconómico creado durante la dictadura revolucionaria. ¡Entonces el Chile Actual debe verse como la resultante de una dictadura revolucionaria que fue capaz de cambiar de fase, en función de un proyecto de reproducción […]» (Moulian, 1997: 147).
En ese sentido, para el caso chileno, con la derrota del plebiscito de 1988 se lograba preservar un modelo institucional de carácter autoritario, ya que la constitución de 1980 entregaba un esquema de «democracia protegida», según lo planteado por Moulian. De hecho, el mismo autor sostiene que al momento de consagrarse la victoria de Aylwin, el entonces primer presidente de Chile posdictadura, nunca se planteó la modificación de la constitución dictatorial, sino que se implementó un paquete de reformas desviando la atención y aplicando de esta forma las tesis de Tomás Moulian de «transformismo», y de Manuel Antonio Garretón sobre «transición incompleta» y «continuidad» (Garretón, 1994). Moulian, en un escrito publicado en 1994, en el ocaso del primer gobierno concertacionista, indica que:
«[…] en Chile no se produjo, después de la dura derrota plebiscitaria de Pinochet, la dictación de una nueva constitución, (…), sino una negociación superficial y cosmética, en la cual los sectores democráticos negociaron se debieron regir estrictamente por la lógica del mal menor» (Moulian, 1997: 26).
Por su parte, Olaf Kaltmeier, especialista en movimientos sociales en América y Chile establece que el concepto de transformismo que desarrolla Moulian se puede comprender también como: «la continuidad institucional del modelo neoliberal impuesto por la dictadura a mediados de los años setenta por parte del gobierno postdictatorial» (Kaltmeier, 2002, p, 192). Continuando con Kaltmeier: «ha existido en Chile, especialmente en la etapa postdictatorial, pese al fin de la dictadura, no solo “enclaves autoritarios”, sino además una continuación estructural del modelo neoliberal. (…)» (Kaltmeier, 2002: 192). A esta continuidad, podemos añadir lo que José Luis Cabrera Llancaqueo (2016) denomina «complejidades del colonialismo». Consigna el autor:
«[…] el colonialismo lo podemos interpretar como una relación social, donde se constata una asimetría dominador/dominado, en las que el colonizador se constituye como superior al colonizado. En el caso de los pueblos indígenas, la diferencia colonizadora original se constituyó en torno a las prácticas comunitarias de producción y reproducción de la vida, las que no concordaban con el ideal de progreso europeo. Con posterioridad, esta incongruencia devino en diferencias basadas en aspectos étnicos como la raza, los rasgos físicos o las prácticas culturales que dan paso a la discriminación y estereotipos de inferioridad» (2016: 174).
En otro sentido, y entendiendo el contexto histórico en lógica colonial, con la continuidad de las políticas dictatoriales, los sociólogos Tomas Moulian y Manuel Antonio Garretón descartan de plano el concepto de «transición democrática», siendo este último quien propone la idea de una «transición incompleta», sustentando la noción de que «[…] sin mediar ningún cambio institucional relevante en los enclaves autoritarios, muy tempranamente el gobierno anunció que la “transición había terminado” y con ello pareció quedarse sin tarea propia más allá de la administración» (Garretón, 1994: 23).
Lo propuesto por Garretón indica una aclaración conceptual que lo acompaña a lo largo de su nutrida producción. Si bien en los libros de historia oficial la figura del primer gobierno de la Concertación liderado por Patricio Aylwin se ilustra como uno de «transición democrática», según Garretón esta definición es errónea debido a que lo que representan los primeros años pos-Pinochet son simplemente una continuidad administrativa, sin sanciones directas al dictador, ni cambios radicales; de hecho, los «amarres» de la dictadura y de la Constitución del ochenta se hicieron evidentes, es por esto que Garretón en su libro Neoliberalismo, indica que:
«[…] al finalizar el régimen militar, la Concertación se vio ante la tarea de decidir entre introducir un cambio radical en la estrategia económica o aceptar las condiciones heredadas con ajustes que permitieran correcciones en las cuestiones del papel de Estado y una mayor equidad social, especialmente en lo referido a la reducción de la pobreza» (Garretón, 2012: 98).
Previo a la elección de Aylwin como presidente de Chile en 1990, los sectores moderados de la Concertación (Democracia Cristiana y Partido Socialista) comenzaron a trazar los distintos lineamientos, principalmente económicos, sociales y políticos. El cambio de timonel para Chile fue definiendo el carácter de esta continuidad; de hecho, esta transición puede ser definida claramente como una transición pasiva, ya que el gobierno de Patricio Aylwin fue definiendo su camino «en la permanencia», es decir, no desmontó la estructura neoliberal instalada por los militares durante 17 años.
Previo a la elección de Patricio Aylwin como el primer presidente de la Concertación de Partidos por la Democracia, esta coalición, que se disputaba el poder con la derecha política chilena, buscó una base de apoyo popular dentro del país, viendo en el voto mapuche una alternativa más que los podría acercar al triunfo electoral. En este punto se observó un cambio respecto de los años de la dictadura. En tiempos de los militares, la relación con el pueblo mapuche fue violenta, en gran medida como respuesta al tiempo en que en Malleco y Cautín, durante el gobierno de Salvador Allende, la población mapuche protagonizó el así llamado Cautinazo, marcado por la recuperación de tierras, la toma de fundos y el nexo mapuche con el Movimiento Campesino Revolucionario, el MCR (Urrutia, 2018; Suazo, 2019; Navarrete, 2018; Canales et al., 2020).
Con la promulgación del Decreto de Ley 2.568, de 1979 (Canales, 2020), la dictadura remplazó la Ley Indígena 17.729, de 1972. En su discurso triunfal, que tuvo sede en Villarrica, Pinochet declaró lo siguiente: «Hoy ya no existen mapuches, porque somos todos chilenos» (Discurso, 1979). Con esta frase grabada en la memoria mapuche, las comunidades y organizaciones mapuche lucharon por la recuperación de la identidad amenazada. De esta manera, un sector considerable del pueblo mapuche allegado a partidos políticos de izquierda y contrarios a la dictadura decidieron reunirse con el candidato presidencial Patricio Aylwin en 1989, en la ciudad de Nueva Imperial, para contraer el compromiso de votar por la opción de la Concertación en lo que se denominó Acuerdo de Nueva Imperial o Paces de Nueva Imperial.
3. 1989, Nueva Imperial en el horizonte
Corría el 1 de diciembre de 1989 y los buses rurales abarrotados de ilusión llegaron a la cita con el candidato presidencial para escuchar sus propuestas y a la vez hacerse escuchar, para generar un diálogo fructífero en el teatro de la ciudad, a los pies del río Chol-Chol, en la comuna de Nueva Imperial. Dentro de las propuestas que plantearon las dirigencias y representantes de zonas rurales mapuche, azotadas por la dictadura y por el Decreto de Ley 2.568, lo que más se escuchó fue «queremos desarrollarnos y queremos ser mapuches» (Canales, 1998: 50). Acompañaba a esa petición la mayoría de los mapuche asistentes a la reunión con Aylwin, que pedían con urgencia una nueva legislación indígena, ya que la impuesta en dictadura el año 1979, los había dejado divididos y sin tierras, debido a la irregularidad y poca fiscalización de parte de los militares (Canales, 1997, 2012; 2020).
En las bases del Decreto de Ley 2.568, si un miembro de la comunidad pedía la división, esta se efectuaba, no era necesaria una mayoría. Esto dio paso a que familias se dividieran, parientes no se dirigieran la palabra de por vida y los mapuche que se encontraban en Santiago por razones laborales quedaron relegados de sus propias tierras, y por último, los chilenos se aprovecharon y se hicieron de tierras mapuche acusando ser parte de una comunidad y un sinfín de irregularidades que dio paso a la pérdida de tierras comunitarias mapuche. Podríamos, a raíz de estos antecedentes, referirnos a un tercer despojo de tierras mapuche (el primero ocurrió por la invasión militar, el segundo por la contrarreforma agraria, y el tercero por el DL 2.568).
Un ejemplo de quienes se quedaron sin tierras a raíz del Decreto de 1979 fueron las asesoras de hogar y panaderos mapuche, en su mayoría radicados en Santiago (Urrutia, 2022; Manquel, 2022).
Volviendo con el Acuerdo de 1989, Pairican sostiene que «El Acuerdo de Nueva Imperial, de diciembre de 1989, se enmarcó en la construcción de la nueva democracia chilena, donde la Concertación tendría presente la cuestión indígena» (Pairican,2014: 69). El autor consigna al respecto:
«Se pensó que la democratización del país abriría, además, las posibilidades de un nuevo tipo de participación indígena, como la llegada de representantes del movimiento mapuche al parlamento, lo cual nunca ocurrió […]. La denominada transición democrática, como nuevo escenario político, abrió las puertas a un nuevo tipo de conflictos interétnicos centrados esta vez en demandas por autodeterminación, autogobierno y autonomía» (Pairican, 2014: 69).
El Acuerdo de Nueva Imperial, según lo que plantean Fernando Pairican y Pedro Canales, contempla cuatro peticiones básicas, las que traerían por fin la culminación y un freno inmediato a la legislación dictatorial de Pinochet. En el papel se supuso que se respetarían las siguientes peticiones: «reconocimiento constitucional, legislación indígena, referencias a la creación de un organismo a cargo de los temas indígenas y medidas urgentes» (Pairican y Canales, 2022: 186).
Continuando con los planteamientos de los autores, estos indican que las palabras de compromiso del candidato presidencial establecían claramente un carácter comprometedor, ya que como indica Aylwin:
«Era un momento histórico; un hito que inicia una nueva relación entre la sociedad chilena y los pueblos indígenas, basado en el reconocimiento a la diversidad, la participación y el trabajo mancomunado. El presidente agregó que trabajaría por revertir los atropellos y el sometimiento de los primeros tiempos» (Pairican y Canales, 2014: 186).
Con las negociaciones en Nueva Imperial, se estableció una hoja de ruta de cómo el futuro gobierno iba a afrontar los primeros cuatro años de «transición democrática» después de 17 de dictadura. Con este panorama, y según el cientista político José Mariman, los balances del acuerdo se centraron en tres ejes que buscaban dignidad y desarrollo:
«Las propuestas de las fuerzas políticas democráticas se enfocarán entonces, sobre el reconocimiento constitucional, la creación de instrumentos legales para facilitar el desarrollo del sector y garantizar la protección de sus tierras y recursos […], la ratificación del Convenio 169 del OIT, y la consideración de los casos específicos como las represas hidroeléctricas en el Bío-Bío y el caso de Quinquen» (Mariman, 1994: 102).
En las actas del Acuerdo de Nueva Imperial, sus primeros dos puntos establecen primero que los pueblos indígenas asistentes y las organizaciones participantes como Ad-Mapu, por entregar un ejemplo, quedaron comprometidas a: «1.- Apoyar y defender el futuro gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia que encabezará don PATRICIO AYLWIN AZOCAR y su gestión en pro de la recuperación democrática de Chile» (Acta, 1989, 0. 1). Mientras que en el segundo punto del acta estipula el compromiso de un trabajo en conjunto que ayude a la solución de los problemas que aquejan a los pueblos indígenas en ese momento.
La segunda parte del acta comprende los compromisos que Patricio Aylwin hará suyos en relación a las demandas de los pueblos indígenas «de Chile», estableciendo tres compromisos base a trabajar durante los próximos cuatro años de gobierno; de esta forma, la demanda indígena se hizo parte de las problemáticas del nuevo gobierno, la centro-izquierda hizo suya la demanda indígena en aquella mañana fría de la siempre verde Nueva Imperial:
«La idea era firmar un compromiso acerca de la política indígena durante la transición democrática. No faltó ningún dirigente del movimiento mapuche, en ese tiempo encabezado por Ad-Mapu, a pesar de los quiebres que se estaban produciendo en aquel entonces al interior de dicha organización. […], el candidato se comprometió a enviar al Parlamento una reforma a la Constitución de la República que reconociese formal y solemnemente a los pueblos indígenas, la edificación de una nueva Ley y la creación de una comisión con participación indígena. Éstos, se comprometieron a realizar sus aspiraciones por la vía institucional. […], los dirigentes Mapuche, Rapa Nui y Aymaras fueron subiendo uno por uno al escenario para colocar la firma correspondiente al documento» (Pairican, 2012: 14-15).
Solo se restó a la firma del documento final «[…] un joven dirigente Mapuche, Aucan Huilcaman, futuro werken (mensajero o vocero) y fundador del Consejo de Todas las Tierras» (Pairican, 2012: 14-15).
Los compromisos que asumió Aylwin, en un contexto en donde no solo el pueblo chileno exigía reparación tras 17 años de represión, fueron complejos. Los pueblos indígenas exigieron también un reparo tras el fin de la dictadura, sumado a 137 años de usurpación territorial y maltrato colonial por parte del Estado chileno, una violencia sistemática comprendida desde el despojo. Es por esto que en el primer punto de los compromisos del candidato destaca lo siguiente: «1.- El reconocimiento constitucional de los PUEBLOS INDIGENAS y de sus derechos económicos, sociales y culturales fundamentales» (Aylwin, 1989: 1).
En el segundo punto, el futuro gobierno se comprometía a la creación de un organismo rector en temas indígenas, que se posicionaría al medio entre las demandas y necesidades de estos con el Estado, por ende, el candidato se compromete a:
«2.- La creación de una Corporación Nacional de Desarrollo Indígena y de un Fondo Nacional de Etnodesarrollo, con la participación actica de los distintos PUEBLOS INDIGENAS del país, como entidades públicas encargadas de coordinar la política indígena del Estado y de promover el desarrollo económico, social y cultural de los mismos» (Aylwin, 1989: 1).
De esta forma, el futuro gobierno se comprometía a la creación de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (en adelante CONADI), en un largo plazo que no excediera el término de su gestión, es por esto que, en el tercer punto del acta, el futuro gobierno se compromete al desarrollo indígena en el país para resguardar las integridades y entregar oportunidades de desarrollo indígena, ya que junto a la creación de CONADI, el futuro gobierno se compromete a:
«3.- La creación al iniciar su gestión de gobierno, de una Comisión Especial para los PUEBLOS INDIGENAS, con participación de profesionales de su exclusiva confianza y de representante indígenas, como instancia encargada de estudiar las propuestas formuladas por las organizaciones indígenas de este Encuentro, de ver su posible incorporación al Programa de Gobierno de la Concertación en la medida en que no sean incompatibles con el mismo y sean posible de realizar en un periodo de cuatro años y de instar por la creación de la Corporación Nacional de Desarrollo indígena» (Aylwin, 1989: 2).
De esta forma termina el acta del Acuerdo de Nueva Imperial. Entregaba esperanzas al pueblo mapuche y a los pueblos indígenas en general, entendiendo que la intención del gobierno era incluirlos y abrirles las puertas a un Chile que se sentía democrático, tratando de alguna forma borrar las experiencias traumáticas que significaron los años de dictadura militar. De esta forma iniciaban las políticas indígenas del presidente Aylwin. El antropólogo José Bengoa indica la importancia de este acuerdo y lo que «Nueva Imperial significaba, ni más ni menos que en la construcción de la democracia chilena, se respetaría a esas culturas, se les haría participar y tomar en cuenta como un interlocutor válido» (Bengoa, 2014: 242).
Como veremos con el pasar los años, los plazos se fueron venciendo y los ánimos y esperanzas se fueron apagando; el descontento y la rabia mapuche se estaba empezando a sentir, con ello se empieza a asfaltar un camino que no tiene vuelta ni para el Estado ni para el movimiento mapuche. «Los cimientos de la rebelión mapuche» comenzaban a solidificarse, en otras palabras, las paciencias mapuche se empezaron a agotar y la Ley Indígena prometida en Nueva Imperial seguía descansando en un escritorio del Congreso. Canales, Urrutia y Escudero sostienen que: «El movimiento mapuche apoyó la vuelta a la democracia en 1989, no obstante, rápidamente se fueron rompiendo las confianzas y el pacto de Nueva Imperial […] se volvió obsoleto» (Canales et al., 2019: 227).
El Consejo de Todas las Tierras (CTT) fue quien lideró las movilizaciones mapuche bajo los lineamientos de la descolonización ideológica, que también denominaron liberación nacional. Esta se define como «un aspecto fundamental para recobrar nuestra personalidad política mapuche»; ella podría poner como base la «construcción de una fuerza propia con un programa, y lograr accionar en el ejercicio de la autodeterminación, y sobre esta base construir y proyectar nuestro futuro y estabilidad política como movimiento» (Pairican y Canales, 2022: 189).
Durante los siguientes años, esta organización lideraba el accionar mapuche por la promulgación de la Ley Indígena, sumado a dos episodios emparentados como fueron las jornadas en repudio a las celebraciones del Quinto Centenario de la llegada de Cristóbal Colón a estas tierras. De la mano está la presentación de la wenufoye o «la bandera nacional mapuche» (Ancan, 2017), que marcó un nuevo momento en el proceso de reivindicaciones mapuche, toda vez que esta bandera estableció en la práctica y en el debate político la idea de nación, reclamada por este pueblo originario.
Para el caso del Quinto Centenario, Pairican indica que es una fecha emblemática para los pueblos originarios del continente, ya que «el AWNg preparaba el primer emblema de la nación mapuche para madurar el proceso de autoafirmación y descolonización ideológica y estructural. La bandera mapuche demostraría la existencia como pueblo y el símbolo de la esperanza histórica (…)» (Pairican, 2014: 78).
De hecho, desde la presentación de la bandera mapuche se abre un camino que se encuentra presente hasta nuestros días como es la violencia política por parte del Estado, ya que al momento que esta es presentada, la intensidad de las movilizaciones mapuche no decayeron, al contrario, el gobierno de Aylwin toma la drástica decisión de aplicar la Ley de Seguridad al Interior del Estado y detienen a 144 mapuche entre 1992 y 1993. Por otro lado, las ocupaciones simbólicas de territorio fueron una pauta que puso a la vanguardia al CTT y su «ofensiva política», como plantea Enrique Antileo. Es más, para los años posteriores, esta política de recuperación territorial cambiará al punto de lo que conocemos como control territorial, donde la comprensión del territorio como parte del pueblo mapuche es clave para entender esta agudeza política. Al respecto, Enrique Antileo sostiene que:
«El Consejo de Todas las Tierras inició una ofensiva política que enarboló la restitución territorial como elemento primordial de la demanda mapuche. El territorio resurgía como el problema histórico no resuelto por el Estado colonial. A su vez, los sueños políticos mapuche comenzaban a delinearse bajo el concepto de autodeterminación de los pueblos» (Antileo, 2020: 53).
En sus planteamientos, Antileo hace mención a los aportes políticos de las organizaciones mapuche de la época, entendida como:
«[…] la base del empoderamiento ideológico de los noventa, […], desde comienzos de los años setenta, el movimiento mapuche recoge la lucha anterior de reivindicación de la colectividad […] y le otorga densidad experiencial e ideológica, comenzando a tejer una utopía de descolonización anclada en conceptos embrionarios de autodeterminación y autonomía. El diagnostico anticolonial está instalado y, gradualmente, comienzan a urdirse los sueños de futuro» (Antileo, 2020: 100).
Bajo este escenario, sumado a la ralentización de la Ley Indígena, se generó un escenario propicio para el «estallido de la violencia subalterna mapuche». Previo a que esta estalle, es necesario detenerse en al menos tres estaciones que denotan la falta a la palabra de la clase política wingka: en primer lugar, lo dilatada y desajustada a la realidad que terminó siendo la Ley Indígena de 1993, seguido a la ratificación del «neoliberalismo corregido», y con ello, las políticas indígenas apadrinadas por el multiculturalismo neoliberal (Richards, 2016). Y, por último, el poco peso de la Ley Indígena frente a proyectos hidroeléctricos y forestales; ejemplos emblemáticos tenemos los ya mencionados Quinquen, Ralko y la quema de camiones de Lumako.
4. Hablemos de la nueva ley
El día 5 de octubre de 1993 es anunciada la nueva legislación indígena. De su promesa hasta su puesta en vigencia pasaron casi cuatro años. Entremedio de su concepción como promesa de campaña en diciembre de 1989 hasta su ratificación en octubre de 1993 ocurrieron distintos eventos que fueron cambiando las relaciones entre el Estado y el pueblo mapuche.
El movimiento mapuche ya no era el mismo, de hecho, se encontraba mucho más radicalizado; había pasado un año de la presentación de los símbolos propios, sumado a las ocupaciones territoriales alentadas por el CTT. A toda esta discusión debemos sumar la impaciencia de un pueblo mapuche que veía cómo la clase política wingka nuevamente incurría a sus viejas costumbres, como era el incumplimiento de la palabra. Todo esto trajo como consecuencia el desgaste de las relaciones entre el Estado, el pueblo mapuche y su movimiento. Filip Escudero, frente a esta última idea, plantea que: «con la Ley Indígena se sigue perpetuando una mirada racista, desinteresada y vertical con los pueblos afectados por la legislación wingka» (Escudero, 2019).
Esta visión «racista, desinteresada y vertical» que plantea el autor, se puede comprender a raíz de los incumplimientos del reconocimiento constitucional, deuda pendiente hasta nuestros días, y el derecho al territorio. Hoy en día existen las áreas de desarrollo indígena que no se condicen con las areas de autonomía indígena que solicitó el movimiento político mapuche, negando esta aspiración indígena, con lo cual el reconocimiento no se concretó y dio paso a la inyección neoliberal, las forestales y/o proyectos hidroeléctricos, que no tiene ninguna sanción en territorio mapuche. La Ley Indígena, así, se hizo a la medida del modelo de crecimiento, no permitiendo al movimiento mapuche hacer frente a los proyectos trasnacionales y extractivistas. De hecho, para el caso de Ralko la Ley Indígena no tuvo ningún peso legislativo en su símil de energía, significando a la postre que dicha represa se construyera sobre territorio mapuche.
Una de las grandes deudas de la Ley Indígena fue que esta legislación no reconoce la concepción de pueblo, sino la de etnia. Esta decisión emanó principalmente por diputados y senadores de derecha entregando luces de la monoculturalidad chilena y su racismo que se escuda desde el miedo al otro, desde el miedo a la diferencia que Chile ha tenido de «la acción y de la agencia mapuche, por eso es que hay un racismo muy criollo, un racismo muy propio de este lugar que responde también a la estructura política que el movimiento mapuche ha generado a lo largo de su propia historia […] miedo a la acción colectiva indígena» (Escudero, 2020: 4).
Esta mirada vertical y racista que propuso los resultados finales de la Ley Indígena, una vez anunciada en septiembre de 1993 y publicada en octubre del mismo año, nos muestra un descontento generalizado en los pueblos indígenas debido a lo que Pedro Canales denomina como «una desobediencia política a las demandas del pueblo mapuche», ya que:
«La ley promulgada no dejó de ser una expresión “desarrollista” de un conglomerado de legisladores que, desoyendo la voz de las bases, mantuvo el infranqueable acervo liberal decimonónico y la marca proteccionista de este siglo. No pudieron extirpar de sus raciocinios la idea de indígenas incapaces, lejanos al desarrollo e ineficientes. De esta forma los vicios del pasado no fueron erradicados, inaugurando una historia con claros indicios de permanencia intolerante» (Canales, 1998: 50).
Canales también plantea las falencias que la Ley Indígena no supo abordar, denominando a esta como un «fracaso legislativo», entendiéndolo como una oportunidad de oro para calmar un movimiento mapuche en ascenso y con ello recuperar la dignidad mancillada por años de nefastas políticas públicas dedicadas a los pueblos originarios, tal y como sostiene el autor: «las consecuencias mayores de este fracaso legislativo resuenan día tras día en la vida de miles de comuneros mapuche y sus familias» (Canales, 1998: 51).
Continuando con el análisis de Canales, «el legislador no incorporó al texto final el reconocimiento constitucional de los Pueblo Indígenas, posibilitando la legalización de la comunidad sólo en tanto grupos jurídicamente organizados» (Canales, 1998, p. 51), sin considerar «[…] el carácter preestatal y milenario de ésta. Asimismo, las autoridades étnicas no fueron legitimadas por ley» (Canales, 1998: 51).
En base a lo que expone Canales, el antropólogo José Bengoa, quien fuera director de la CEPI, organismo estatal pre CONADI quien realizó numerosas consultas relativas a las necesidades de los pueblos indígenas, se dedicó en su gran mayoría a visitar comunidades mapuche, y de esta forma recabar información sobre la situación de los pueblos y con ello elaborar las propuestas de ley para que fueran discutidas en el Congreso. A su vez, Bengoa explica el motivo de los tres largos años de discusión de la Ley Indígena y del fracaso de su primer borrador: «puede ser que el primer borrador fuera muy largo y quizá no tenía lenguaje legislativo usado en forma depurada. Pero tenía fuerte lógica interna producto de la elaboración minuciosa de decenas de líderes indignas» (Bengoa, 2014: 253).
Bengoa recuerda que «[…] se hablaba de los territorios indígenas que se deberían ir construyendo. Allí habría autoridades indígenas. El Fondo de tierras y aguas permitiría ir comprando tierras de modo de establecer espacios territoriales homogéneos» (Bengoa, 2014: 253), aclarando además que «el capítulo de la justicia indígena era enorme […]. Esos territorios iban abriendo espacios a lo que algún día serían las nuevas formas de autonomía» (Bengoa, 2014: 253); concluyendo que «un asunto de mayor importancia era el sistema de controversias con las grandes obras hidroeléctricas, forestales, en fin, fuentes de los conflictos que se desataron años después» (Bengoa, 2014: 253).
Lo que describen Canales y Bengoa son claramente las falencias que tuvo la Ley Indígena, que no fue la solución que se planteó en diciembre de 1989 en Nueva Imperial. Junto a lo anterior, esta ley frente a los proyectos neoliberales siempre fue menor, por ende, ante los tribunales las comunidades mapuche siempre terminaban perdiendo frente a hidroeléctricas y forestales, ejemplos se vienen arrastrando previo y posterior a la ley, lo ocurrido en Quinquen, territorio Pehuenche, sumado a la gran inversión hidroeléctrica con las centrales Pangue y Ralko, ambas aprobadas en 1993 paralelo a la ley, con capitales inversores españoles, representados por Endesa (Namuncura, 1999; Opazo, 2012).
Frente a esta última reflexión, nos damos cuenta de que el modelo neoliberal estaba por sobre las comunidades. Pairican y Canales establecen que la ley indígena presentó un claro:
«[…] desfase entre la evolución de los movimientos indígenas, el modelo económico y las reforma políticas necesarias de los gobiernos postdictadura son variables que explican la radicalización de los movimientos indígenas y en el caso de Chile, de la pérdida de influencia de la Ley Indígena promulgada en 1993» (Pairican y Canales, 2022: 192-193).
De esta manera, las proyecciones del proceso se fueron decantando y presentando aristas conocidas y otras nuevas, respecto de la tensión entre las organizaciones mapuche y el Estado chileno. Así, el CTT y luego la CAM fueron elaborando sus discursos de autonomía y redefinición de los cánones de la historia mapuche, con vehemencia y decisión. Por su parte, los gobiernos de la Concertación fueron endureciendo sus posturas frente al «problema indígena» y a la mirada que se fue perfilando respecto de las políticas públicas para pueblos indígenas. Las bases de la militarización del territorio mapuche y varias operaciones de inteligencia en contra de las movilizaciones comienzan a eclosionar en esta larga década.
5. La rebelión y la militarización
En 1994, Eduardo Frei Ruiz-Tagle asume como presidente de la república y con ello se continúa desarrollando el paquete neoliberal, al punto de reafirmar el modelo económico por sobre la institucionalidad indígena, que solo es pensada en pro del desarrollo económico que contemplaba la compra de tierras por medio del Fondo de Tierras administrado por CONADI y de la integración de estos, omitiendo por completo los derechos políticos y la autonomía.
Pairican indica que «el despliegue del neoliberalismo en la vieja frontera es otro hecho que generó la rebelión de parte de un sector del pueblo mapuche, a partir de 1998 (…)» (Pairican, 2014: 71). Siguiendo esta misma línea argumental, Manuel Antonio Garretón propone que el «neoliberalismo corregido», como concepto ampliamente desarrollado por el autor, se ve con mayor fuerza durante la administración Frei, que «concentró sus esfuerzos en potenciar el crecimiento económico, creando los sustentos para una economía de mercado, libre de regulaciones estatales (…)» (Garretón, 2012: 112).
Con esta apertura neoliberal, cada vez se veían más lejos los viejos acuerdos que hablaban de derechos políticos. Este giro neoliberal de la concertación deja en claro que el pacto de Nueva Imperial y la Ley Indígena se transformaron en letra muerta, ya que la disposición del gobierno hacia los derechos colectivos los creyó solucionados en 1993. Ahora bien, como sostuvimos en este artículo, existió una desactualización por parte de la legislación indígena, ya que «silenciosamente venía fraguándose una reflexión y maduración política al interior de un sector del pueblo mapuche, en torno a exigir y construir la autodeterminación como utopía nacional (…)» (Pairican, 2014: 71-72).
Posterior a los sucesos de Lumaco, la historia reciente del movimiento mapuche tuvo un grito ampliamente investigado por historiadores y cientistas sociales mapuche. El ascenso de la rebelión mapuche no fue algo espontáneo que se generó de un día para otro, sino que fue una acumulación de experiencias donde la continuidad colonial persistió. El sociólogo Tito Tricot acuñó el concepto de «negación originaria», materializada a fines del siglo XIX y «expresada en procesos de arreduccionamiento y chilenización, entre otros (…)» (Tricot, 2013: 20).
La «negación originaria» está presente a lo largo de la historia republicana chilena, incubada a lo largo del siglo XIX y es la principal responsable de la invasión militar a Wallmapu. La negación originaria que plantea Tricot está también presente en los despojos territoriales, las leyes indígenas y todo intento de reducción mapuche puede ser comprendida como el miedo a la acción colectiva mapuche. En este sentido, el sociólogo para la recta final de la larga década de los noventa plantea una «segunda negación», que tiene influencia de la negación originaria pero también se alimenta del contexto actual en Chile y Wallmapu, definida a partir de «una calidad muy concreta y se refiere a la imposición del modelo neoliberal por parte de la dictadura en la década del setenta del siglo XX y, luego, la consolidación de éste por los sucesivos gobiernos post-dictadura hasta la actualidad» (Tricot, 2017: 59-60).
De esta forma, el final de la larga década de los noventa se presenta con un movimiento mapuche con un discurso crítico del Estado y del modelo neoliberal, y de cómo el gobierno está llevando a cabo sus políticas. En este contexto nació en 1998 la CAM, que hasta nuestros días ha llevado a cabo su proyecto político en pro de la autodeterminación, la liberación nacional, el control territorial y con un norte claro, donde prima la «reemergencia nacionalitaria con un nuevo tipo de sujeto histórico que levanta proyectos propios de emancipación ancestral (…)» (Llaitul, 2013: 34).
Héctor Llaitul, werken (vocero) de la CAM, se ha referido al territorio y la lucha centenaria del pueblo mapuche, en especial lo que ocurre postsucesos de Lumaco (diciembre de 1998) hasta nuestros días. El werken plantea que:
«[…] la lucha por la tierra hemos pasado a demandar el territorio ancestral para la restitución, reafirmación y finalmente la reproducción cultural de nuestro pueblo a través del ejercicio del control territorial, requisito esencial para la reconstrucción del Pueblo Nación Mapuche y su liberación como tal» (Llaitul, 2013: 34).
Este nuevo accionar político mapuche no solo significa una declaración de principios contra el capital y el modelo neoliberal en la zona, también significan años de represión directa e indirecta por parte del Estado y sus brazos armados, lo que podemos entender como violencia política de Estado. Si bien por esos años la militarización estaba lejos de ser una realidad, el Estado reprimía de igual manera, es más, para el año 1999 podemos ver una pequeña muestra de lo que sería la primera militarización formal, ya que funcionarios de FF.EE. viajan constantemente desde Santiago a reprimir a las comunidades de Ercilla, Traiguén, Cañete, Lleu-Lleu y Lumaco.
Desde este punto en adelante no habrá vuelta atrás, ya que afloran dos conceptos que nos acompañan hasta nuestros días: «terrorismo» y lo que proponen Martín Correa y Eduardo Mella, como es «la criminalización de la protesta mapuche», que se entiende como «a situaciones de persecución y represión a dirigentes y comunidades mapuche, situación que ha sido duramente criticada por una multiplicidad de organismos de derechos humanos, nacionales e internacionales» (Correa y Mella, 2010: 205).
Con este escenario adverso podemos ver cómo se estaban tornando las relaciones entre las vías políticas mapuche. Por un lado, las paciencias se agotaron y sectores del pueblo mapuche tomaron un proyecto propio, así como el Estado también hizo lo propio. Con esto se abren dos vías políticas: rupturista mapuche y gradualista. Ambas vías tienen formas de cómo relacionarse con el Estado. Este último también tiene sus formas de cómo relacionarse con el movimiento mapuche: en una vía trabaja y en la otra reprime, entendiendo esto último con la lógica de mapuche bueno y mapuche malo. Además, con el ascenso político del movimiento mapuche rupturista se darían por concluidos los «cimientos de la rebelión», pasando formalmente a la «rebelión del movimiento mapuche».
6. Conclusiones
El ascenso político del movimiento mapuche a contar de 1998 tiene un punto de ebullición a partir de 1999, cuando las comunidades toman por sus propias manos lo que el Estado, las legislaciones indígenas y los fondos de tierra no supieron reparar. El movimiento mapuche tuvo un ascenso significativo, que como sostuvimos en este artículo, no fue espontáneo, sino que se debe a una acumulación de experiencias políticas que se fueron incubando desde 1978, según lo planteado por Pairican. La maduración política sumado al proyecto anticolonialista, anticapitalista y antineoliberal de la CAM marcó la senda hacia la autodeterminación y la liberación nacional y sería la continuación de lo que tratamos de proponer como «cimientos de la rebelión».
La acumulación de experiencias colectivas que tuvo el pueblo mapuche respondieron, en primer lugar, a una necesidad emanada por la invasión del Estado, lo que podemos comprender como un fenómeno de largo aliento; mientras que en segundo lugar, la dictadura encabezada por el gral. Pinochet buscó reforzar estas violencias coloniales agregando otros componentes como la negación de la identidad; y por último, el retorno democrático de Chile generó en paralelo una nueva instancia para el movimiento mapuche en su reivindicación por recuperar sus territorios. Lo anterior se enmarca dentro de lo que Pablo Dávalos ha denominado «la década ganada» (2005) para la situación de los pueblos indígenas en América Latina. Durante estos lustros, las nociones de descolonización y autodeterminación fueron parte central de la agencia indígena en toda la región.
Este despliegue político mapuche, durante estos tiempos en que se cimentó la rebelión, lo podemos comprender como una acumulación de rabia y un agotamiento por parte del pueblo mapuche debido a la inoperancia y poca voluntad política que demostraron los gobiernos de turno. Es por ello que la displicencia del Estado contribuyó a que se produjera con mayor fuerza la rebelión a contar de 1999 en adelante. La respuesta del Estado a la nueva rebelión de Wallmapu no se haría esperar, pero estos temas los iremos desarrollando en futuras investigaciones.
El año 2002 se produce un segundo giro al paradigma, ya que el Estado arremete con un paquete represivo como es el plan de inteligencia policial llamado Operación Paciencia, y la vuelta de la Ley Antiterrorista, que en 2003 tiene sus primeros procesados por el delito de ilícito asociado e incendio terrorista, ambos proyectos vienen a endurecer la mano del gobierno con la protesta mapuche y a olvidarse de todo lo que tiene que ver con derechos colectivos y reconocimientos. Con estas dos medidas represivas de parte del gobierno de Ricardo Lagos terminaría la larga década de los 90 mapuche.
Agradecimientos:
Agradecemos al Fondo de investigación Kuifike (Folio N° 2023/02/02), del colectivo Grupo de Trabajo Kuifike, que permitió llevar a cabo este trabajo. Esperamos que estas letras sean significativas para quienes las lean y compartan.
Dedicamos este trabajo a la memoria de Martín Aminao Quiroz. Su fuerza y su ternura viven en este escrito.
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