Artículos
Análisis intergeneracional de las representaciones sociales de las mujeres chilenas
Intergenerational analysis of the social representations of Chilean women
Análisis intergeneracional de las representaciones sociales de las mujeres chilenas
Autoctonía (Santiago), vol. 8, Esp., pp. 604-627, 2024
Universidad Bernardo O'Higgins, Centro de Estudios Históricos
Received: 28 May 2024
Accepted: 15 September 2024
Resumen: El trabajo presentado constituye una síntesis de una investigación realizada durante el primer semestre de 2023, sobre las representaciones sociales estructurantes de las autopercepciones identitarias de las mujeres chilenas de Santiago. Dicha investigación incorpora, además, un análisis intergeneracional de estas autopercepciones identitarias, mostrando de qué manera el uso de palabras identitarias genéricas, como por ejemplo el concepto «mujer», no permite finalmente dar cuenta de las diferencias existentes en las representaciones sociales que se activan en la mente de cada persona y que van a generar, por ende, lecturas sociales y tomas de decisión particulares y distintas según la categoría de edad involucrada.
Palabras clave: Mujeres chilenas, identidad, representaciones sociales.
Abstract: This paper synthesizes a research project carried out during the first semester of 2023 on the social representations that structure the identity self-perceptions of Chilean women in Santiago. This research also integrates an intergenerational analysis of these identity self-perceptions, showing how the use of generic identity words such as the word «woman», for example, fails to reveal the differences in the social representations activated in each person's mind. Therefore, social readings and specific and different decision-making will be generated according to the age category involved.
Keywords: Chilean women, identity, social representations.
1. Introducción: identidad y representaciones sociales
Analizar el concepto de identidad implica en principio aceptar a posicionarse en este nuevo paradigma de las ciencias sociales que constituye el paradigma de la complejidad, el cual fue sistematizado por Edgar Morin en 1977, en su libro «Introducción al pensamiento complejo», mediante los tres siguientes postulados: no existe una realidad objetiva dada; no existe «una realidad», pero más bien varias construidas por los distintos actores involucrados; y, si una realidad de sentido aparece, no es por una causa específica, sino más bien por un conjunto de datos circulares, dialécticos.
Con este postulado como base de reflexión, vamos a tratar de proponer un acercamiento pluridisciplinar del concepto de identidad, vinculándolo directamente a la noción de representación social, por lo que haremos también nuestra la propuesta de Baugnet (1998: 108) cuando afirma que concibe «la identidad como este objeto social y simbólico “en evolución”, que obliga al sujeto a autodefinirse en relación al objeto y al alter, y a considerar las representaciones sociales como “imágenes vinculantes” en el corazón de los procesos identitarios».
La identidad psicosocial es entonces comprendida como «un conjunto de referentes materiales, subjetivos y sociales; es también un conjunto de procesos de integración y de síntesis afectivo-cognitiva. Pero este conjunto existe únicamente porque algo le da una coherencia y un sentido, y esta alma interna, es el “sentimiento de identidad”» (Mucchielli, 1999: 97).
Nuestro entendimiento de la identidad ubica, por lo tanto, el afecto (el sentimiento) en el centro de las modalidades de construcción y de funcionamiento de esta misma. En este sentido, adherimos a la perspectiva egoecológica del concepto (Zavalloni y Louis-Guerrin: 1984), la cual afirma que la subjetividad del individuo es el determinante central de sus elecciones identitarias y para quien la vida emocional y afectiva de este juega un papel dinámico y constante en la elaboración de sus representaciones socioindividualizadas.
Concepto intrínsecamente pluridisciplinar, la identidad psicosocial incorpora, por lo tanto, en una interacción dialéctica, dos vertientes inseparables: uno individual y el otro social. Será siempre, por lo tanto, la identidad de alguien y para alguien. El psicoanálisis ratifica esta realidad mediante la elaboración de su concepto de «identificación» como primer vínculo afectivo a un objeto, es decir, «la expresión la más precoz de un vínculo emocional con otra persona» (Baugnet, 1998: 13). La identificación es, por lo tanto, un tema de afecto, de experiencias afectivas que van a impactar y orientar al individuo desde su infancia y hasta el fin de su vida, bajo la forma de mallas de percepción e interpretación de lo social y del sí mismo en esta interacción: «Las experiencias afectivas de la vida impactan a la persona, dejan huellas en su psiquismo y […] estas huellas afectivas interfieren con su percepción del mundo y de sus conductas» (Mucchielli, 1999: 52).
Esta percepción del mundo, socialmente construida, vinculada directamente con la percepción de su propio posicionamiento individualizado adentro de estas relaciones sociales específicas, implica obviamente la pregunta de la valorización social y socioindividual de las mismas. Por lo tanto, la construcción sociopsíquica de las personas, es decir, su identidad, funcionará siempre en dependencia inmediata y continua al sentimiento de autoestima; este último concentrando varios sentimientos catalogados por numerosos autores distintos (Erikson, Allport, Mucchielli, etc.).
Aunque estos autores proponen diferentes tipologías en cuanto a su apelación, reconocemos no obstante que quedan muy parecidas entre ellas. Así, Erikson habla del sentimiento subjetivo de unidad personal, el sentimiento de continuidad temporal, el sentimiento de participación afectiva, el sentimiento de diferencia, el de confianza ontológica, de autonomía y de self-control, así como los procesos de evaluación con el otro y el proceso de integración de los valores. Allport, por su parte, menciona los sentimientos siguientes: corporal, de identidad del yo en el tiempo, de apreciación social de nuestro valor, de posesión, la autoestima, el razonamiento y la intencionalidad del ser. Por ende, Mucchielli habla de sentimiento del ser material, de unidad y de coherencia, de autonomía, de confianza y de existencia.
No obstante, en el marco de este artículo, nos mantendremos principalmente con la tipología propuesta por Mucchielli (valor, pertenencia y confianza), entre otros por el hecho que «toman sus raíces en la identidad comunitaria que constituye, en cuanto a ella, el trasfondo antropológico de la participación afectiva de cualquier (persona) hacia su grupo social», (1999:121) y esto porque es esta distinción cualitativa de inscripción de la emoción en lo social que nos va a servir de hilo conductor.
Habiendo sido definido el primer elemento, la identidad, nos avocamos ahora en el segundo, es decir, las representaciones sociales.
Como lo afirma Abric:
«Cualquier realidad es representada, es decir, apropiada por la persona o el grupo, reconstruida en su sistema cognitivo, integrada en su sistema de valores dependiendo de su historia y del contexto social e ideológico que lo rodea. Y es esta realidad apropiada y reestructurada que constituye para la persona o el grupo, la realidad misma. Cualquier representación constituye entonces una forma de visión global y unitaria de un objeto, pero también de un sujeto» (Abric, 1994: 13).
Por lo tanto, una representación concentra en su seno tanto las características propias del objeto social representado, así como las experiencias personales del sujeto que la moviliza y los valores y normas de la sociedad o del grupo en el cual está inscrito.
La representación automática de la realidad, siendo establecida como proceso de construcción del sentido social, posibilita acercarnos a su contenido, a su estructura. Durkheim fue el primero en utilizar la noción de representación, que calificó en su momento de «colectiva» (Durkheim, 1973: XI). Afirmando que la sociedad es mucho más que la sencilla adición de los individuos que la componen, llega finalmente a la idea de que algunos pensamientos son construidos de manera colectiva, definiendo, por lo tanto, un consenso adentro de un grupo.
Esta propuesta va a ser desarrollada luego por Moscovici mediante su trabajo para demostrar la construcción diferenciada de un mismo objeto social por grupos sociales diferentes, incluyendo las construcciones identitarias de género, por lo que va a proponer una definición de las representaciones bajo forma de un conocimiento naíf, inmediatamente vinculado a percepciones de intereses sociales, y destinado a organizar las conductas y a orientar las comunicaciones. Se trata entonces, en este caso, de un «corpus organizado de conocimientos y una de las actividades psíquicas gracias a las cuales las personas hacen inteligible la realidad física y social» (Moscovici, 1979: 26).
Jodelet contribuye también a consolidar esta idea cuando afirma que las representaciones sociales constituyen «una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido, incorporando una mirada práctica y contribuyendo a la construcción de una realidad común a un grupo social». Por lo tanto, «como pensamiento constituido, las representaciones sociales aparecen como realidades preformadas, subsistemas de interpretación del real, de identificación para la acción, de los sistemas de acogida de las realidades nuevas» (Jodelet, 1989: 36).
Por fin, otro teórico de las representaciones sociales, Doise, propone definir, por su parte, estas mismas como «principios generadores de toma de posición, vinculados a inserciones específicas en un conjunto de relaciones sociales, y organizando los procesos simbólicos que intervienen en dichas relaciones» (Doise, 1985: 246). Mediante esta definición nos trae varios elementos importantes, a saber: una individualización socialmente contextualizada de las representaciones en cuanto a los procesos de oposición y de jerarquización entre los grupos, incluyendo las construcciones genéricas; una pluralidad de funcionamientos individuales en relación con los campos sociales, genéricamente marcados, en los cuales las personas se ubican; así como una articulación entre lo simbólico y lo real, tanto en lo que concierne el pensamiento social que sus relaciones contextualizadas con el actor social.
Es importante insistir sobre el hecho de las representaciones sociales vistas como un «universo de opiniones» (Moliner, 1996: 10), verdaderas «guías para la acción» (Abric: 7), son realmente articuladas, como lo afirman los autores ya mencionados, con los grupos sociogenéricos que las han producido y pudiendo también ser compartidas por grupos que no son directamente vinculados al origen de su producción, una realidad muy importante a destacar cuando se trabaja el tema del género. En efecto, es aquí que la noción de dominación toma su importancia, visto que una misma representación puede ser en parte compartida por grupos diversos, cada grupo ocupando entonces una posición valorizada en su relación con la representación implicada. Como lo dice Bourdieu:
«Dominadas hasta en la producción de su imagen del mundo social, y por consecuente de su identidad social, las clases dominadas no hablan. Son habladas. Los dominantes tienen entre otros privilegios, el de controlar su propia objetivación y la producción de su imagen […]. Por lo tanto, el dominante es aquel que logra imponer las normas de su propia percepción, a ser percibido como él se percibe, a apropiarse su propia objetivación, reduciendo su verdad objetiva a su intención subjetiva» (Bourdieu, 1977: 17-18).
Este tema fue también destacado por Butler en 1990, en su libro sobre feminismo y la subversión de la identidad. Los resultados de nuestra investigación, presentados a continuación, así lo demuestran.
Por ende, nos queda ahora por mencionar que las representaciones sociales se elaboran, por una parte, alrededor de un núcleo central sociocultural muy rígido y difícil de modificar porque asociado a la acumulación histórica de las características de las relaciones entre los grupos sociales en competición en un espacio dado, incluyen también las particularidades de las identidades de género. Pero, por otra, dichas representaciones poseen también unas características secundarias, definidas como «esquemas periféricos» (Flament & Rouquette, 2003), menos rígidas y que permiten o autoricen, por lo tanto, una relativa flexibilidad sociocognitiva a la hora de percibirlas y entenderlas, facilitando de esta forma un control de la conflictividad potencial que conlleva la rigidez intrínseca del núcleo de la representación social analizada. Estos elementos secundarios, al ser menos radicales y polarizados en su valoración sociocultural subjetiva que los elementos del núcleo central de la representación, ayuden por lo tanto a una mayor adhesión social y transversalidad de las mismas.
2. Análisis de los resultados
Esta investigación implicó la aplicación de 334 encuestas semiestructuradas durante el segundo semestre de 2023, a mujeres chilenas cuya edad varía entre los 20 y los 85 años de edad. Todas domiciliadas en las 32 comunas, estructurando la parte urbana de la Región Metropolitana de Chile. Tratándose de cuestionarios semiabiertos han permitido colectar información a la vez cuantitativa y cualitativa. Esta metodología ha sido elaborada en 1993 por Zavalloni y luego aplicada hasta hoy por numerosos teóricos de las representaciones sociales.
Los primeros datos, de orden sociodemográfico, nos indican que el 65.2% de estas mujeres encuestadas son madres, esta cualidad dividiéndose de la manera siguiente según las categorías de edad utilizadas:

Una primera constatación de estos datos nos lleva a pensar sobre la existencia de un retraso potencial de la edad de la primera maternidad en las nuevas generaciones, comparándolas a las generaciones anteriores. La segunda constatación es que la tasa de maternidad parece bastante elevada entre las mujeres de más de 50 años (cerca del 90%), aunque es probable que existe una diferencia en cuanto a la cantidad de hijos que tienen estas mujeres según su rango de edad.
Analizando luego el tema de la violencia de la cual pudieron haber sido víctimas a lo largo de su vida, dos tercios de las mujeres encuestadas reconocen haber sufrido episodios de violencia. El análisis por categoría de edad nos da las proporciones siguientes:

Es interesante poder constatar una importante diferencia entre las mujeres de las dos primeras categorías de edad (de 20 a 50 años), con las mujeres pertenecientes a las categorías siguientes (50 a 85 años). Efectivamente, las cifras presentadas nos muestran una realidad de violencia superior entre las mujeres de 20 a 50 años de edad o una percepción distinta de lo que es o debe ser considerado como violencia, con la consecuencia de una menor identificación de la misma en las categorías de edad de 50 a 85 años.
Es probable que sea la segunda interpretación la más correcta, debido a la ausencia de denuncias de experiencias vividas de violencia sexual entre estas últimas categorías de mujeres (50 a 85 años), al contrario de las mujeres de 20 a 50 años. La violencia sexual parece entonces ser mucho más tabú en las mujeres de mayor edad, a lo mejor asociada a algún tipo de obligación moral de realización del acto sexual por parte de ellas, independientemente de las ganas y deseos personales.
La reflexión que sigue, relativa a la importancia del espacio familiar para las mujeres entrevistadas, parece reconciliarnos con una percepción común: la familia representa claramente el espacio socioemocional más importante para la gran mayoría de ellas, con algunas pocas excepciones directamente asociadas a historias de vida muy difíciles.

Pasando ahora al análisis de las autodefiniciones basadas sobre autopercepciones identitarias verbalizadas por estas mujeres y cuya definición estructura la representación social de la «mujer» en esta categorización sociogenérica, llegamos al cuadro general siguiente, clasificado por orden de recurrencia cognitiva, cuadro que constituye el núcleo central de la autorepresentación social de estas mujeres identificadas como grupo socioidentitario:

No obstante, un análisis más preciso por rango de edad nos va a mostrar diferencias importantes en cuanto a estas autopercepciones, diferencias directamente asociadas a los momentos de vida específicos, así como a la microhistoria individual y la realidad social contextualizada de cada una de ellas.

Tal como lo podemos constatar con este último cuadro, es primordial reflexionar sobre la autopercepción identitaria de estas mujeres, desde sus momentos de vida específicos, probablemente con una mirada acumulativa de experiencias sociales, que terminan modificando esta imagen identitaria particular. El objeto social «mujer», generalista, se vuelve entonces inoperante o limitado en cuanto a constructo de performación identitaria (Carrier, 1997) desde el análisis por rango de edad.
Así, podemos decir que la mujer chilena de 20-30 años posee una representación socioidentitaria muy centrada sobre ella misma como individualidad, con una columna vertebral estructurada por una percepción de su propia fuerza: es fuerte, valiente, resiliente y empoderada, además de percibirse inteligente. Destacan también dos atributos más directamente asociados a la percepción de la importancia de una vinculación social, tal como empática y solidaria. Cabe mencionar, en fin, que las identificaciones de orden más sociocolectivas, como «madre» y «trabajadora», no son presentes en su núcleo representativo, probablemente por no ser centrales todavía, en su cotidianeidad, aunque sí lo están en su esquema periférico, más flexible.
La mujer chilena entre 30 y 50 años mantiene una autopercepción bastante similar a la de su predecesora, aunque con una lectura nueva que apunta, por una parte, a visibilizar el esfuerzo social que conlleva hoy en día el ser mujer en nuestras sociedades (resiliente, perseverante), así como, por otra, a incorporar un mayor vínculo emocional hacia el «otro», a través de la autopercepción de «cariñosa», significando, aunque sin nombrarla directamente, la identidad de madre (novena posición de la recurrencia cognitiva). Por ende, el concepto de «trabajo» sigue ausente del núcleo central de su representación social de mujer, aunque apareciendo ahora como realidad en los esquemas periféricos secundarios de dicha representación (está identificado en la duodécima posición por orden de importancia).
La mujer de la categoría de edad siguiente, de 50 a 65 años, marca una clara ruptura con las dos generaciones que la preceden: su representación social, identitaria, está fuertemente bajo la influencia de su rol de trabajadora, percibido como central y directamente apalancado por atributos como fuerza, lucha, honestidad, independencia y responsabilidad. Así, y tal como podemos constatarlo, esta mujer de 50-65 años, llegando al final de su vida profesional/laboral, genera su autoidentificación principal a partir de este rol socioproductivo y relega su rol de madre, ya cumplido en gran parte y por lo tanto probablemente menos prioritario en su cotidiano, a una posición más periférica y menos central.
Avanzando hacia las dos últimas categorías de edad: 65 a 75 años, 75 a 85 años, podemos constatar una gran similitud en cuanto a la estructura de sus representaciones sociales respectivas, mediante un núcleo central fuertemente anclado en sus dos principales roles sociales históricamente cumplidos y vividos en sus etapas de vida anteriores, es decir, el rol de trabajadora y el rol de madre. En efecto, es muy llamativo constatar la estabilidad y permanencia de los atributos de sus autopercepciones identitarias respectivas, estabilidad y permanencia que podemos leer y comprender como la cristalización final, en el sentido de definitiva, de su representación social particular de «mujer», es decir, una representación que termina por anclar estos dos roles, vividos emocionalmente como siendo los más importantes de sus historias de vida: haber sido trabajadora y madre.
Analizando ahora la representación social que estas mujeres chilenas tienen del hombre, llegamos al siguiente resultado general:

Este cuadro nos presenta, por orden de importancia, las asociaciones realizadas por las mujeres chilenas, todas las edades incluidas, en cuanto a la definición del concepto de «hombre». Tal como lo vemos, se crea una imagen de un hombre trabajador, respetuoso, responsable y honesto, además de una identificación con el atributo de fuerza, así como de padre y de cariñoso. Cabe destacar que no surge ninguna descalificación en cuanto a esta representación social de la imagen de hombre.
No obstante lo anterior, un ordenamiento de estas asociaciones por categoría de edad nos entrega unos resultados diferentes:

La primera constatación que podemos hacer tiene que ver con la diferencia fundamental que existe en la representación social que tienen las mujeres de la categoría 20-30 años acerca de los hombres, con sus demás correligionarias. Efectivamente, las jóvenes mujeres tienen una percepción del ser masculino mucho más anclada en sus características individuales y menos asociada a sus potenciales roles más sociales (trabajador, padre), que las demás categorías de mujeres. De hecho, recordémonos que esta lógica de una representación identitaria articulada sobre características de individuación más que colectiva, de las mujeres de 20-30 años de edad, orienta igualmente su propia autopercepción como mujer, demostrándonos claramente la relación dialéctica que existe entre las particularidades de la realidad de vida del momento y la construcción de la representación social: los roles sociales vinculados a la producción o a la maternidad/paternidad no son todavía prioritarios ni generalizados en su cotidianeidad, por lo que no los identifican tampoco en el núcleo central de su representación, pero más bien entre los esquemas periféricos, más secundarios, flexibles y adaptables. Y, obviamente, estas jóvenes mujeres hacen lo mismo en el caso de su representación del hombre, que asocian a las dinámicas y realidades sociales similares a las suyas.
La segunda constatación tiene que ver con la gran similitud que existe en la representación del ser masculino, de las mujeres perteneciendo a las tres últimas categorías de edad, es decir, de los 50 años en adelante. Efectivamente, tenemos una representación compartida totalmente fijada y definida, articulada básicamente sobre los roles sociales de trabajador, en primer lugar, y padre, en segundo, por ende, algunas características actitudinales muy vinculadas a la factibilidad de una buena convivencia social, tal como responsable, honesto, respetuoso, etc. La consistencia de esta representación en los tres últimos rangos de edad demuestra también su solidez y permanencia definitiva en cuanto a proyección identitaria de la masculinidad en dichas mujeres
Finalmente, la categoría de mujeres cuya edad fluctúa entre los 30 y los 50 años no muestra su carácter de grupo de transición representacional, iniciándose con la lógica identitaria proyectiva de las mujeres más jóvenes, para incorporar luego en su propia cotidianeidad y en su consecuente asociación proyectiva, los roles sociales tradicionales de trabajador/trabajadora, madre/padre y sus características inmediatas de responsabilidad, honestidad, respeto, etc.
Analizando luego la representación social del concepto de «democracia» que tienen estas mujeres, podemos en este caso identificar de manera muy certera su núcleo central, totalmente compartido por las distintas categorías de edad. Efectivamente, este concepto está asociado unánimemente a las ideas de «voto/elección», «libertad», «igualdad» y, finalmente, «justicia», aunque en orden de asociación distinto en las diferentes categorías de edad. Pero esta similitud nos demuestra la fuerza y rigidez del contenido de dicha representación, con asociaciones secundarias y, por lo tanto, más flexibles y adaptables, de «participación», «equidad», «opinión», «pueblo», etc.
Avanzando todavía más en este recorrido del contenido del pensamiento socioidentitario de las mujeres de Chile, presentamos ahora sus percepciones en materia de libertad y seguridad, y específicamente el orden de prioridad que asocian a cada uno de estos dos conceptos:

Tal como lo muestra el gráfico anterior, las percepciones de priorización entre estas dos necesidades sociopolíticas nos ofrecen una nueva lectura que se asocia directamente al momento de vida de las mujeres y su autopercepción identitaria en el mismo. Así podemos constatar que para las mujeres de menos de 50 años prima la importancia de la libertad por sobre la seguridad, una realidad que cambia a partir de los 50 años; la seguridad personal siendo evaluada como más importante y prioritaria, que su percepción de libertad en la sociedad.
Se trata de unos resultados finalmente muy lógicos con las autopercepciones identitarias de estas mujeres presentadas anteriormente, donde la juventud conlleva una mayor confianza en las capacidades socioindividualizadas de las personas, entre otros, mediante una mayor percepción de fuerza y fortaleza individual (directa o indirecta), mientras que una edad más avanzada genera una percepción de necesidad de una protección social de orden más colectivo, frente a una sensación de mayor fragilidad.
Por ende, si analizamos ahora la percepción que tienen dichas mujeres en cuanto a nuestra sociedad actual, llegamos al gráfico siguiente:

Este último gráfico nos trae información muy interesante en cuanto a la percepción social global por categoría de edad. Partiendo primero de una percepción de rechazo al funcionamiento social actual, podemos ver una relativa homogeneidad que ubica este rechazo total entre el 10 y 15 por ciento de las encuestadas, cifra bastante alta visto el carácter de rechazo absoluto de nuestra sociedad.
Viendo ahora el rechazo simple a nuestro funcionamiento social actual, podemos identificarlo entre el 10 y el 30% de las entrevistadas, con una mayor preponderancia entre las mujeres jóvenes de 20-30 años (29%), así como las mujeres de 30-50 años (20%). Una proporción que va disminuyendo en las dos categorías siguientes, para volver a subir con las personas de más de 75 años.
La categoría más neutra (me gusta más o menos) de percepción social es claramente la que mayor adhesión genera, mostrando en paralelo la ambivalencia emocional que genera nuestra sociedad actual entre las mujeres. Esta ambivalencia emocional, transversal, refleja también la dificultad de vivir en nuestra sociedad siendo mujer; una dificultad compensada por momentos de felicidad, pero cuya suma u oposición termina anestesiando una u otra opción más radical.
Por ende, las dos lecturas más optimistas en cuanto a nuestra sociedad parecen radicarse más específicamente en las tres últimas categorías de edad, dejando finalmente a la juventud femenina en particular, con la mirada menos positiva y más negativa en cuanto a la calidad de nuestro funcionamiento social, lo que conlleva obligatoriamente la necesidad de una autocrítica de las categorías de edad más avanzada.
Comparando ahora, de manera acumulada, las dos categorías asociadas al rechazo y las dos categorías asociadas a miradas positivas de nuestra sociedad, llegamos al resultado siguiente:

Como síntesis de lo anterior, podemos reconocer la preponderancia del rechazo societal versus una potencial aceptación social, siendo esta última presente solamente en el grupo etario de los 65-75 años. Las cuatro otras categorías de edad, todas, comparten la realidad socioemocional de una mirada más negativa que positiva sobre nuestra sociedad actual, siendo particularmente grave la mirada tan negativa que tienen las nuevas generaciones (20-30 años), realidad que nos obliga a cuestionarnos profundamente sobre la calidad de nuestras decisiones políticas y sociales en general, especialmente desde una lectura de género, pero que, en paralelo, puede ayudarnos también a entender fenómenos sociopolíticos tal como el estadillo social de 2019, la masividad de la marcha del 08 de marzo de 2020, el fenómeno social de «Las Tesis», la poca participación política en general y de las mujeres en particular, etc.
3. Conclusión
Tal como podemos verlo en los párrafos anteriores, cuando las mujeres chilenas se piensan y se hablan, aunque haciéndolo mediante un concepto de tipo genérico, la palabra «mujer» o «mujeres», incluyen claramente y hacen referencia a contenidos específicos directamente asociados a realidades de autopercepciones socioidentitarias distintas, vinculadas a sus realidades de vida específicas dependientes de sus edades, abriendo por lo tanto la puerta a la incorporación obligatoria en los análisis sobre identidades y representaciones sociales, quien sea el actor involucrado, del concepto de interseccionalidad. No se puede pensar el sujeto fuera del impacto de su historia de vida, esta última en resonancia constante con sus inserciones particulares en las distintas posiciones sociales y culturales que atraviesa a lo largo de su vida.
Esta realidad nos hace asociarnos a las tesis de Araujo (Araujo: 2023), cuando afirma la necesidad de avanzar hacia una representación pluralista e interseccional de las mujeres, que reconoce la diversidad de las experiencias femeninas incorporando en el análisis los factores de clase, de etnicidad, de sexualidad y de geografía, especialmente en cuanto a las discriminaciones que estos conllevan, y eso aunque tenemos que reconocer la persistencia de los roles tradicionales de género y los estereotipos asociados que siguen estructurando las proyecciones sociales compartidas por las principales instituciones sociales, culturales y religiosas del país.
Esta realidad, bastante antagónica, hace que las transformaciones en las representaciones sociales de las mujeres son muchas veces confrontadas a importantes resistencias por parte de las instituciones políticas, de los medios de comunicación, así como de las estructuras familiares -tal como lo destaca Valdés (Valdés: 2022) en su análisis sobre la no incorporación de la perspectiva de género en la nueva constitución chilena-, generando muchas veces espacios de conflicto y de tensión entre representaciones más conservadoras y representaciones más progresistas. Esta oposición es muy clara, por ejemplo, en la definición presentada en las páginas anteriores de las autopercepciones de las mujeres más jóvenes (20-30 años), versus las autopercepciones de las mujeres de más de 50 años.
Lo expuesto en este artículo nos demuestra finalmente el riesgo de hablar de forma general de las identidades sociocolectivas, visto que un análisis por características más específicas (por ejemplo, la edad o el género del actor social) puede desmentir o contradecir la definición de una identidad hablada globalmente (las mujeres, los hombres, los jóvenes etc.). Las identidades deben pensarse, entonces, siempre desde sus comprensiones singulares y particulares.
Referencias citadas
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